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Edimburgo, Escocia

Miré la obra de arte y me pregunté qué demonios estaba yo mirando. A mí me parecía solo un montón de líneas y cuadrados de diferentes colores con algún sombreado disperso. Resultaba familiar. De hecho, creí recordar que tenía por ahí guardado un dibujo hecho por Cole a los tres años y que se parecía bastante. Aunque dudaba mucho que alguien pudiera llegar a pagar trescientas setenta y cinco libras por el dibujo de Cole. También dudaba de la cordura de alguien dispuesto a desembolsar trescientas setenta y cinco libras por un trozo de tela que parecía haber permanecido junto a una vía férrea en el preciso instante en que descarrilaba y se estrellaba un tren cargado de pintura.

No obstante, mirando al azar a mi alrededor, comprobé que a la mayoría de la gente de la galería le gustaba el arte expuesto. A lo mejor yo no era lo bastante inteligente para entenderlo. En un esfuerzo por parecerle más sofisticada a mi novio, compuse una expresión pensativa y pasé al lienzo siguiente.

—Emmm, vale, no lo entiendo —anunció una voz queda y ronca a mi lado. La habría reconocido en cualquier sitio. Las palabras con acento americano se veían alteradas aquí y allá por una cadencia, o por las consonantes más fuertes de la pronunciación irlandesa, todo ello como consecuencia de que su emisor había vivido en Escocia casi seis años.

Me invadió el alivio al tiempo que bajaba la cabeza para cruzar la mirada con Joss, mi mejor amiga. Era la primera vez que sonreía yo con ganas esa noche. Jocelyn Bitler era una chica americana corajuda, sin pelos en la lengua, que servía copas conmigo en un bar bastante pijo llamado Club 39, un sótano situado en George Street, una de las calles más famosas de la ciudad. Las dos llevábamos allí ya cinco años.

Con un vestido negro de diseño y zapatos Louboutins de tacón alto, mi bajita amiga parecía ir cachonda. Lo mismo que su novio, Braden Carmichael. Detrás de Joss, con la mano rodeando posesivamente la espalda de ella, Braden rezumaba confianza. Te hacía salivar; era el tipo de novio que yo había estado buscando durante años, y si no hubiera sido porque quería un montón a Joss y Braden la adoraba con locura, la habría pisoteado para enrollarme con él. Braden medía más de metro noventa, ideal para alguien de mi estatura. Yo, uno setenta y algo, y con los tacones adecuados llegaba a metro ochenta. El novio de Joss también resultaba ser atractivo, rico y divertido. Y estaba perdidamente enamorado de Joss. Llevaban juntos casi dieciocho meses. Se estaba cociendo una propuesta de matrimonio.

—Estás increíble —le dije mirándole las curvas. A diferencia de mí, Joss tenía buenas tetas, y unas caderas y un culo que no desmerecían—. Gracias por venir. A los dos.

—Bueno, me debes una —farfulló Joss, arqueando una ceja mientras echaba un vistazo alrededor a los otros cuadros—. Si la artista me pregunta mi opinión, voy a mentir de verdad.

Braden le estrujó la cintura y le sonrió.

—Bueno, si la artista es tan pretenciosa como su arte, ¿por qué mentir si puedes ser crudamente sincera?

Joss le dirigió una sonrisa burlona.

—Es verdad.

—No —tercié yo, sabiendo que si le dejaba, Joss haría precisamente eso—. Becca es la ex novia de Malcolm y siguen siendo amigos. Si le das en el culo con Robert Hughes, la que sale rebotada soy yo.

Joss frunció el ceño.

—¿Robert Hughes?

Exhalé un suspiro.

—Un famoso crítico de arte.

—Me gusta esto. —Joss sonrió con aire malvado—. Dicen que la sinceridad va de la mano con la piedad.

—Creo que de la limpieza, nena.

—De la limpieza, claro, pero seguro que la sinceridad la sigue de cerca.

El obstinado brillo de los ojos de Joss casi me obtura la garganta. Joss era todo un carácter a tener en cuenta, y si quería opinar o decir algo, poco se podía hacer para impedirlo. Cuando la conocí, me pareció una persona tremendamente reservada que prefería no implicarse en los asuntos privados de sus amigos. Desde que salía con Braden había cambiado mucho. Nuestra amistad se había fortalecido, y ahora Joss era la única persona que conocía realmente la verdad de mi vida. Yo me sentía complacida con esa amistad, pero en momentos como este lamentaba que no fuera la Joss de antes, la que se guardaba los pensamientos y las emociones.

Yo llevaba casi tres meses saliendo con Malcolm Hendry. Para mí era ideal. Amable, tranquilo, alto… y rico. Malcolm era el más viejo de mis «viejos verdes», como los llamaba Joss en broma. Aunque con treinta y nueve años no era exactamente viejo. En todo caso, me llevaba quince. Daba igual. Convencida de que podía ser el definitivo, no quería que Joss hiciera peligrar la relación con Malcolm ofendiendo a su buena amiga.

—Jocelyn… —Braden volvió a agarrarla por la cintura mirándome a mí y a mi creciente pánico—. Creo que, después de todo, sería mejor que esta noche practicaras el arte del artificio.

Joss me leyó por fin el pensamiento y le plantó una tranquilizadora mano en el brazo.

—Estoy de cachondeo, Jo. Me portaré de maravilla. Lo prometo.

Asentí.

—Es que… las cosas van bien, ya me entiendes.

—Malcolm parece un tío cabal —señaló Braden.

Joss emitió un sonido con la parte posterior de la garganta, pero ambas lo pasamos por alto. Mi amiga había dejado clara su opinión sobre mi elección de novio. Estaba convencida de que yo estaba utilizando a Malcolm igual que él estaba utilizándome a mí. Cierto, él era generoso y yo necesitaba esa generosidad. Sin embargo, también es verdad que a mí él me importaba de veras. Desde mi «primer amor», John, a los dieciséis años, me había quedado prendada de encantadores sostenes económicos y de la idea de seguridad para mí y para Cole. Pero John, harto de tener un papel secundario, al cabo de seis meses me dio la patada.

Eso me enseñó una lección impagable.

Ahora cualquier otro posible novio tenía que satisfacer un nuevo requisito: debía tener un buen trabajo y las cosas claras, ser trabajador y cobrar bastante. Por mucho que yo trabajara, sin títulos ni verdadero talento, yo nunca iba a ganar suficiente dinero para conseguir para mi familia un futuro estable. No obstante, era lo bastante bonita para conseguir un hombre con títulos y talento.

Unos años después de que me recuperase del fracasado idilio con John, entró Callum en mi vida. De treinta años, abogado acomodado, guapísimo, culto, sofisticado. Resuelta a que la relación durase, me convertí en lo que para él era la novia perfecta. Ser otra persona acabó siendo una costumbre, sobre todo desde que pareció que surtía efecto. Callum pensó durante un tiempo que yo era perfecta. Estuvimos dos años juntos… hasta que mis reservas respecto a la familia y mi incapacidad para «ponerle al corriente» crearon entre nosotros tal distancia que acabó dejándome.

Tardé meses en recuperarme de lo de Callum… y cuando lo hice fue para caer en brazos de Tim. Nefasta decisión. Tim trabajaba para una sociedad de inversiones. Estaba siempre tan atontadamente ensimismado en su trabajo que yo le di pasaporte. Entonces le llegó el turno a Steven. Steven era director de ventas de una de esas irritantes empresas de venta puerta a puerta. Trabajaba muchas horas, lo cual pensaba yo que nos favorecería, pero no. Joss creía que Steven me había dejado por mi incapacidad para ser flexible sobre nada a causa de mis obligaciones familiares. La verdad es que quien me dejó fue Steven a mí. Steven me hacía sentir indigna. Sus comentarios sobre mi inutilidad general me traían a la memoria demasiados recuerdos, y aunque también yo pensaba que había pocas cosas sobre las que hacerme comentarios aparte de mi belleza, cuando tu novio te dice lo mismo y en última instancia te hace sentir como si fueras una señorita de compañía, ya es hora de cortar el rollo.

Aguanté mucha mierda de la gente, pero yo tenía mi margen de tolerancia, y cuanto mayor me hacía, más se reducía ese margen.

Pero Malcolm era distinto. Nunca me había hecho sentir mal conmigo misma, y hasta entonces la relación se había desarrollado sin contratiempos.

—¿Dónde está el Lotoman?

Eché un vistazo hacia atrás para buscarlo sin hacer caso del sarcasmo de Joss.

—No sé —murmuré.

Con Malcolm me tocó literalmente el gordo, pues era un abogado-convertido-en-ganador-de-la-lotería. Tres años atrás le había tocado el euromillón y había dejado su empleo —de hecho, su carrera— para empezar a disfrutar de su nueva vida como millonario. Habituado a estar ocupado, había decidido probar como promotor inmobiliario y ahora era dueño de una cartera de propiedades.

Nos encontrábamos en un viejo edificio de ladrillo con sus sucias ventanas hechas de hileras de pequeños rectángulos más susceptibles de ser vistos en un almacén que en una galería de arte. Dentro era otra cosa. Con suelos de madera noble, una iluminación increíble y mamparas, resultaba el sitio ideal para una galería. Malcolm se había divorciado solo un año antes de ganar el premio, pero como es lógico un hombre rico y apuesto atraía a las mujeres jóvenes como yo. Pronto había conocido a Becca, una espabilada artista irlandesa de treinta y seis años. Habían salido juntos unos meses y tras romper habían seguido siendo buenos amigos. Malcolm había invertido dinero en las obras de ella y había alquilado una galería a unas cuantas manzanas de mi viejo piso de Leith.

Hube de admitir que la galería y la exposición eran dignas de admiración. Y ello pese a que a mí el arte no me decía nada.

Malcolm había conseguido que un grupo de compradores particulares acudieran a esta inauguración especial de la nueva colección de Becca y, gracias a Dios, a ellos el arte sí que les decía algo. Tan pronto hubimos llegado, perdí a mi compañero para el resto de la velada. Becca se había precipitado hacia nosotros luciendo unas mallas metálicas y un jersey descomunal, golpeando con los pies descalzos el gélido suelo de madera. Me había dirigido una sonrisa nerviosa, había agarrado a Malcolm y había exigido que él la presentara a la gente que había venido. Entonces me puse a recorrer la exposición preguntándome si el problema era que yo no tenía gusto artístico o que aquellos cuadros eran simplemente espantosos.

—Pensaba comprar algo para el piso, pero… —Braden soltó un débil silbido al ver el precio del cuadro frente al que se hallaba—. Tengo por norma no pagar de más si compro mierda.

Joss resopló y asintió con la cabeza. Tras decidir que era mejor cambiar de tema antes de que se dieran cuartelillo y se mostraran abiertamente groseros, pregunté:

—¿Dónde están Ellie y Adam?

Ellie era un encanto capaz de dar un sesgo positivo a cualquier cosa. También lograba suavizar los bruscos comentarios de su mejor amiga y de su hermano, razón por la cual la había invitado yo de forma expresa.

—Ella y Adam se quedan en casa esta noche —explicó Joss con una seriedad tranquila que me preocupó—. Hoy le han dado los resultados de la resonancia. No hay ningún problema, claro, pero le han vuelto todos los recuerdos.

Hacía apenas un año desde que a Ellie le habían practicado una operación cerebral para extirparle unos tumores benignos que le habían estado provocando ataques y molestias físicas. Entonces yo no la conocía, pero Joss se había quedado una noche a dormir en mi viejo piso durante la recuperación de Ellie, y de lo que contó deduje que había sido una época dura para todos.

—Intentaré pasar a verla —farfullé, sin saber si me daría tiempo. Entre mis dos empleos, cuidar de mi madre y de Cole y acompañar a Malcolm cada vez que me llamaba para algo, mi vida era de lo más ajetreada.

Joss asintió, y entre las cejas se le dibujó una arruga de inquietud. Ellie le preocupaba más que nadie. Vale, más que nadie quizá no, pensé lanzando una mirada a Braden, cuyas cejas también estaban juntas componiendo una expresión atribulada.

Braden era muy probablemente el hermano más sobreprotector que he llegado a conocer, pero como yo lo sabía todo sobre protección excesiva a un hermano más pequeño, no tenía margen para reírme.

En un intento de ahuyentarles los sombríos pensamientos, bromeé sobre el día de absoluta mierda que me esperaba. Los martes, jueves y viernes trabajaba de noche en el Club 39. Los lunes, martes y miércoles trabajaba de día como secretaria personal de Thomas Meikle, contable de la empresa Meikle & Young. El señor Meikle era un cabrón de humor cambiadizo, y como «secretaria personal» era solo una manera fina de decir «recadera», sufría continuos trallazos de su voluble temperamento. Unos días todo funcionaba con normalidad y nos llevábamos bien; pero otros, como hoy, iba literal y completamente de culo y me sentía del todo inútil. Por lo visto, ese día mi inutilidad había batido otro récord: no había habido suficiente azúcar en el café del señor Meikle, la chica de la panadería había pasado por alto mis instrucciones de quitarle los tomates del bocadillo, y yo no había mandado por correo una carta que él se había olvidado de darme. Menos mal que al día siguiente me libraba de Meikle y su lengua vitriólica.

Braden intentó una vez más convencerme de que dejara Meikle y trabajara a tiempo parcial en su agencia inmobiliaria, pero rechacé su ofrecimiento de ayuda igual que había rechazado otros de Joss en el pasado. Aunque agradecía el detalle, estaba resuelta a apañármelas sola. Cuando te apoyas en personas que te importan y les das tu confianza en algo importante como eso, inevitablemente te decepcionan. Y la verdad es que no quería sentirme decepcionada por Joss y Braden.

Esa noche Braden, a todas luces más insistente, estaba transmitiendo las ventajas de trabajar con él. De repente noté que se me erizaba el vello del cogote. Se me tensaron los músculos y volví la cabeza ligeramente, y entonces las palabras de Braden fueron apagándose mientras yo verificaba quién o qué me había llamado la atención. Parpadeé recorriendo la estancia y se me entrecortó la respiración cuando mi mirada se posó en un tío que me miraba fijamente. Los respectivos ojos se cruzaron, y por alguna razón totalmente extraña la conexión resultó física, como si reconocer cada uno la presencia del otro me hubiera fijado en el sitio. Noté que se me aceleraba el ritmo cardíaco y que la sangre se me agolpaba en los oídos.

Como entre nosotros había una distancia considerable, yo no distinguía el color de sus ojos, pero eran reflexivos y perspicaces, y la frente se le arrugaba como si estuviera tan confuso como yo por la electricidad estática que había entre los dos. ¿Por qué me había llamado la atención? No era el típico tío ante el que yo solía reaccionar. Pero bueno, sí, era bastante guapo. Pelo rubio y descuidado y barba sexy. Alto, aunque no como Malcolm. Seguramente no más de metro ochenta. Con los tacones que llevaba esa noche, yo le superaría en unos centímetros. Le veía los músculos de los bíceps y las gruesas venas de los brazos porque a finales de invierno el muy idiota llevaba camiseta, si bien no tenía la complexión de los otros tipos con los que yo salía. No era ancho ni cachas, sino delgado y nervudo. Emmm… «nervudo» era una palabra adecuada. ¿He mencionado los tatuajes? No sé qué eran, pero alcancé a verle la pintoresca tinta del brazo.

Yo no me hacía tatuajes.

Cuando escondió los ojos bajo las pestañas, inhalé la sensación de sacudida que me sobresaltó cuando su mirada me recorrió el cuerpo de arriba abajo y de abajo arriba. Sentí retorcerme, abrumada por su flagrante examen, aunque por lo general, cuando un tipo me repasaba así yo solía sonreírle con gesto coqueto. En el momento en que sus ojos regresaron a mi rostro, me dirigió una última mirada abrasadora, una mirada que se dejaba sentir como una caricia callosa, y acto seguido la desvió. Aturdida y decididamente cachonda, lo vi andar a zancadas tras una de las mamparas que dividía la galería en secciones.

—¿Quién era ese? —La voz de Joss atravesó mi niebla.

Parpadeé y me volví hacia ella con lo que supongo que era una mirada de estupefacción.

—No tengo ni idea.

Joss sonrió con aire de complicidad.

—Tenía un polvo.

Se aclaró una garganta a su espalda.

—¿Y eso?

Los ojos de Joss titilaron maliciosos, pero al darse la vuelta para ponerse frente a su ceñudo compañero había sustituido su expresión por otra de inocencia.

—Desde un punto de vista puramente estético, por supuesto.

Braden resopló pero la atrajo con más fuerza a su lado. Joss me hizo una mueca burlona y yo no pude menos que sonreír. Braden Carmichael era un hombre de negocios sensato, franco, intimidante, pero de algún modo Jocelyn Butler conseguía manejarlo a su antojo.

Creo que estuvimos ahí de pie más o menos una hora, bebiendo champán gratis y hablando de todo lo habido y por haber. Cuando estaban los dos juntos, a veces yo me sentía cohibida porque eran inteligentes y cultos. Rara vez me sentía capaz de añadir algo profundo e interesante a la conversación, así que solo reía y disfrutaba de su compañía tomándoles el pelo a base de bien. Pero cuando estaba a solas con Joss, era distinto. Como la conocía mejor que a Braden, estaba segura de que ella nunca querría hacerme sentir que yo debía ser una persona diferente. Un buen cambio de ritmo con respecto al resto de mi vida.

Charlamos con otros invitados intentando no parecer confundidos por su entusiasmo por el arte, pero al cabo de una hora Joss se dirigió a mí con tono de disculpa.

—Hemos de irnos, Jo. Lo siento, pero Braden tiene una reunión por la mañana a primera hora. —Se me notaría la decepción, pues ella meneó la cabeza—. ¿Sabes una cosa? No, me quedo. Que se vaya Braden. Yo me quedo.

No, ni hablar. Me he visto antes en situaciones como esta.

—Joss, vete a casa con Braden. Estoy bien. Aburrida. Pero bien.

—¿Seguro?

—Segurísimo.

Me dio un cariñoso apretón en el brazo y tomó a Braden de la mano. Braden me hizo una señal con la cabeza, y yo respondí con una sonrisa y un «buenas noches», y luego los vi cruzar la galería hasta el perchero donde colgaban los abrigos de los asistentes. Como un auténtico caballero, Braden sostuvo el abrigo de Joss y le ayudó a ponérselo. Antes de volverse para ponerse el suyo la besó en el pelo. Con el brazo alrededor de los hombros de ella, la condujo hacia la fría noche de febrero dejándome a mí dentro con un dolor desconocido en el pecho.

Miré el reloj Omega de oro que Malcolm me había regalado por Navidad, y, como siempre que miraba la hora, lamenté no poder venderlo todavía. Probablemente era el regalo más caro que me habían hecho en la vida, y haría maravillas con nuestros ahorros. Aunque siempre quedaba la esperanza de que mi relación con Malcolm llegara a ser algo más importante y de que vender el reloj ya no fuera un problema. De todos modos, siempre procuraba no extralimitarme con mis esperanzas.

Eran las nueve y cuarto. Me repuntó el pulso y revolví en mi diminuto bolso de mano imitación Gucci en busca del móvil. Ningún mensaje. Maldita sea, Cole.

Acababa de pulsar ENVIAR un mensaje de texto recordándole a Cole que me llamara en cuanto llegase a casa cuando se deslizó un brazo por mi cintura y el olor a bosque y cuero del after shave de Malcolm me llenó las fosas nasales. Sin necesidad de inclinar la cabeza para que se cruzaran nuestras miradas, pues llevaba mis tacones de doce centímetros, me volví y sonreí disimulando mi inquietud por Cole. Había decidido ir sofisticada y me había puesto el vestido de tubo rojo de Dolce & Gabanna que Malcolm me había comprado en nuestra última excursión de compras. El vestido realzaba a la perfección mi estilizada figura. Me encantaba. Sería una lástima añadirlo a mi montón de eBay.

—Por fin. —Malcolm me sonrió burlón, con los ojos castaños que le brillaban al arrugarse atractivamente en las comisuras. Tenía la cabeza llena de pelo negro y exuberante y una sexy tonalidad gris en las sienes. Lucía siempre traje, y esa noche no era una excepción: uno exquisito de Savile Row—. Si hubiera sabido que no venían tus amigos, no te habría dejado sola.

Ante esto esbocé una sonrisa y le puse la mano en el pecho.

—No te preocupes. Estoy bien. Han estado aquí, pero tenían que irse. —Miré el móvil todavía acurrucado en mi mano. ¿Dónde estaba Cole? En mi estómago se despertaron pequeños gremlins que me mordisqueaban ansiosos las tripas.

—Voy a comprar uno de los cuadros de Becca. Ven y finge que es genial.

Reí entre dientes y enseguida me supo mal y me mordí el labio para ahogar el sonido.

—Me alegro de no ser la única que no entiende de esto.

Los ojos de Malcolm iban de un lado a otro, los labios ondulados de regocijo.

—Bueno, gracias a que estas personas saben de arte más que nosotros, al menos mi inversión será rentable.

Mantuvo el brazo alrededor de mi cintura y me guió por la galería y tras un par de mamparas, donde Becca estaba de pie bajo una enorme monstruosidad de salpicaduras de pintura. Casi tropiezo y me caigo al ver con quién estaba ella discutiendo.

El Tío de los Tatuajes.

Mierda.

—¿Estás bien? —Malcolm bajó la mirada hacia mí y frunció el ceño al notar la tensión en mi cuerpo.

Emití una sonrisa radiante. Regla número uno: no dejar que se te vea de ninguna manera que no sea positiva y encantadora.

—De maravilla.

El Tío de los Tatuajes le sonreía burlón a Becca, con una mano en la cintura de ella intentando atraerla para sí, con una expresión que rayaba en el apaciguamiento. Pasé por alto deliberadamente el temblor en mi respiración ante el destello de su blanca y perversa sonrisa. Becca aún parecía algo molesta, pero lo entendí perfectamente cuando cedió al abrazo de él. Me dio la sensación de que cualquier mujer le habría perdonado al cabrón cualquier cosa si le sonreía así.

Aparté los ojos del Tío de los Tatuajes y seguí a Malcolm, que se paró, y la pareja se volvió hacia nosotros. Becca tenía las mejillas coloradas y le brillaban los ojos de emoción.

—No nos hagáis caso ni a mí ni a Cam. Estamos discutiendo porque es un idiota.

No lo miré pero oí su risita.

—No, estamos discutiendo porque no tenemos el mismo gusto artístico.

—Cam aborrece mis obras —dijo Becca con un resoplido—. No puede ser como otros amigos y mentir un poco. No. Despiadadamente sincero, ahí lo tienes. Al menos a Malcolm le gusta mi trabajo. ¿Te ha dicho Mal que va a comprarme un cuadro, Jo?

Pensaréis que estaba celosa del evidente cariño de Malcolm por Becca, y sé que suena fatal, pero estuve un poco celosa hasta que vi su arte. Yo no era excepcionalmente inteligente. No dibujaba. No bailaba. No cantaba. Era solo una cocinera pasable… Menos mal que era guapa. Alta, con unas piernas que no se acababan, me han dicho innumerables veces que tenía un cuerpo bonito y una piel fantástica. Combinemos esto con unos inmensos ojos verdes, un abundante pelo rubio rojizo y unos rasgos delicados, y tenemos un paquete atractivo… que ha hecho volverse muchas cabezas desde que era adolescente. Sí, no tenía gran cosa, pero lo que tenía lo utilizaba en provecho de mi familia.

Saber que Becca era mona y tenía talento me había preocupado un poco. A lo mejor Malcolm se cansaba de mí y volvía con ella. Sin embargo, la reacción nada entusiasta de Malcolm ante la obra de Becca me hizo sentir mejor en cuanto a su relación con ella. En cualquier caso, no es que eso tuviera lógica alguna.

—Sí. Buena decisión. —Sonreí a Malcolm, y vi que él se moría de ganas de reír. Deslizó la mano desde mi cintura hasta mi cadera y yo me arrimé más a él al tiempo que echaba un vistazo furtivo al móvil. Todavía nada de Cole.

—Jo, te presento a Cameron, un amigo de Becca —dijo de pronto Malcolm, y levanté al punto la cabeza para examinar por fin al hombre que durante los últimos segundos había procurado evitar. Cruzamos la mirada, y sentí otra vez un escalofrío de arriba abajo.

Tenía los ojos azul cobalto y mientras me analizó detenidamente por segunda vez parecía estar desnudándome. Vi que parpadeaba al ver la mano de Malcolm en mi cintura. Me puse rígida mientras Cameron nos captaba, sacaba algún tipo de conclusión sobre nosotros y mostraba un semblante inexpresivo apretando los labios con fuerza.

—Hola —conseguí decir, y él me dedicó un asentimiento casi imperceptible. El resplandor de sus ojos había desaparecido por completo.

Becca se puso a charlar con Malcolm sobre el cuadro, y entonces yo pude mirar otra vez el móvil. Ante un bufido de contrariedad, alcé la cabeza de golpe, los ojos pegados a los de Cameron. No entendía el desagrado en su semblante ni por qué sentí la urgente necesidad de mandarlo a tomar por el culo. Ante la animosidad o la agresividad, yo solía sobresaltarme y no decir palabra. En este caso, la actitud condenatoria y sentenciosa de aquel imbécil tatuado me empujó a querer darle un puñetazo y romperle la ya defectuosa nariz. Junto al caballete tenía un pequeño bulto que debía haber estropeado su atractivo, pero solo añadía dureza a sus facciones.

Me mordí la lengua antes de hacer algo impropio de mí y bajé los ojos a sus tatuajes. En el antebrazo derecho había una bella caligrafía negra: dos palabras que yo no sería capaz de descifrar sin que se notara mi intención. En el izquierdo se veía una imagen detallada y vistosa. Parecía un dragón, pero no me quedó claro, y entonces Becca se acercó más a Cameron y me lo tapó.

Me pregunté por un momento cómo Becca podía pasar de salir con alguien de treinta y tantos como Malcolm, con su traje a medida y todo, a salir con un veinteañero como Cameron, con su reloj de aviador y sus pulseras de cuero de los setenta, una camiseta Def Leppard que había sido lavada un montón de veces y unos Levi’s raídos.

—Mal, ¿le has preguntado a Jo sobre el empleo?

Desconcertada, miré a mi novio.

—¿Empleo?

—No pasa nada, Becca, en serio —insistió Cameron con una voz grave que me enviaba por todo el cuerpo un escalofrío que yo no quería admitir. Mis ojos fueron a chocar con los suyos y lo vi mirándome fijamente, ahora carente de expresión.

—Tonterías —dijo Malcolm con tono afable, y luego me miró pensativo—. En el bar aún estáis buscando otro camarero, ¿verdad?

Era cierto. Mi amigo y colega Craig (y mi único ligue de una noche… Después de lo de Callum estaba hecha polvo) nos había dejado y se había marchado a Australia. El martes había sido su última noche, y la gerente, Su, llevaba una semana haciendo entrevistas. Echaría de menos a Craig. A veces su flirteo me cansaba y nunca tuve las pelotas de decirle que se callara (Joss, sí), pero al menos estaba siempre de buen humor.

—Sí, ¿por qué?

Becca me tocó el brazo, y le vi la cara suplicante. De pronto se me ocurrió que, aunque fuera algunos años mayor que yo, parecía y hablaba como una chica joven, con aquellos grandes ojos azules, la piel suave y la voz chillona. No podíamos ser más diferentes una de otra.

—Cam es diseñador gráfico. Trabajó para una empresa que hace todo el márketing y el etiquetaje de conocidas marcas en todo el país, pero les han recortado el presupuesto. Aquello de que los últimos serán los primeros. Y Cam llevaba allí solo un año.

Lancé a Cam una mirada cautelosa y a la vez compasiva. Perder el trabajo es duro.

De todos modos, no entendía qué teníamos que ver con eso yo o el puesto de barman.

—Becca. —Ahora Cam sonaba molesto—. Te dije que esto lo arreglaría por mi cuenta.

Becca se sonrojó un poco ante la penetrante mirada de Cam, y de repente me sentí en sintonía con ella. Yo no era la única intimidada. Bien.

—Déjame echar una mano, Cam. —Becca se volvió hacia mí—. Él está intentando…

—Estoy intentando encontrar trabajo como diseñador gráfico. —Cam la interrumpió con los ojos encendidos. Entonces pensé que ese aparente mal humor no tendría nada que ver conmigo sino más bien con su situación—. Malcolm dijo que había un puesto libre de jornada completa en el Club 39, y yo tengo cierta experiencia como barman. Necesito algo para ir tirando hasta encontrar otro empleo. Si puedes conseguirme un impreso de solicitud, te lo agradeceré.

Sigue siendo un misterio por qué decidí ser servicial teniendo en cuenta que ni él ni su actitud me gustaban demasiado.

—Haré algo mejor. Hablaré con la gerente y le daré tu número.

Él me miró unos instantes, y yo no pude descifrar ni por asomo qué pasaba detrás de sus ojos. Por fin asintió despacio.

—Muy bien, gracias. Mi número es…

En ese momento me vibró el móvil en las manos y lo levanté para ver la pantallita.

LLEGO DESDE CASA DE JAMIE.

NO TE ALARMES. COLE.

Desapareció la tensión de mi cuerpo, emití un suspiro y le escribí enseguida un mensaje de respuesta.

—¿Jo?

Alcé los ojos y advertí las arqueadas cejas de Malcolm.

Maldita sea. El número de Cam. Me ruboricé al caer en la cuenta de que me había olvidado de él por completo a raíz del mensaje de Cole. Le dirigí una avergonzada sonrisa de disculpa que rebotó en su férrea compostura.

—Perdona. ¿Tu número?

Con gesto aburrido, lo dijo de un tirón y yo lo tecleé en el móvil.

—Se lo daré mañana.

—Sí, claro —dijo él con tono cansado, dando a entender que yo no contaba con las células cerebrales necesarias para recordarlo.

Su actitud hacia mí me tocó las narices, pero decidí no permitir que eso me fastidiara y me arrimé con más ganas a Malcolm, ahora que sabía que Cole estaba sano y salvo en nuestro piso de London Road.