Capítulo uno

Siempre era lo mismo cuando buscabas algo en una pila enorme de «algos»: el algo que estabas buscando se hallaba en lo más bajo de esa enorme pila de algos. Después de un buen rato deposité la última caja en la otra punta del cuarto y me sequé el sudor de la frente.

Cuando me mudé al piso de Adam, hacía ya tres meses, le prometí que todas las cajas de trastos que había dejado en la habitación de invitados estarían clasificadas y colocadas en un par de semanas como máximo. Desgraciadamente no había cumplido con mi palabra, y no me avergonzaba decir que estaba todavía demasiado paralizada por el miedo al tumor como para reñirme a mí misma como correspondía. Me habían diagnosticado un tumor cerebral benigno —y aun así terrorífico— ocho meses antes, un diagnóstico que no solo traumatizó a mi familia y a mi amiga Joss, sino que sacudió a Adam, el mejor amigo de mi hermano, de pies a cabeza. Finalmente había admitido delante de todo el mundo que estaba enamorado de mí, y desde entonces era raro el día que no habíamos estado juntos. A pesar de que nuestra relación había cambiado, seguíamos siendo nosotros, y Adam intentaba no tratarme como si fuera de cristal. De todas formas me había dado cuenta de que me dejaba hacer cosas que no me hubiera permitido antes —como ocupar con mis cachivaches su minimalista dúplex de lujo— y no sabía si era por mi mismo temor o porque habíamos pasado a ser pareja y estaba haciendo concesiones.

Me lancé sobre la última con un gruñido de triunfo y arranqué la cinta de embalar. Dentro encontré exactamente lo que estaba buscando y sonreí. Ya había volcado la caja y dejado caer mis viejos diarios cual cascada sobre el parqué de Adam cuando se me ocurrió que volcar una caja llena de diarios podría dejar arañazos. Hice un pequeño, estúpido aspaviento hacia las memorias desparramadas como si de ese modo, por arte de magia, fuera a suavizarse el impacto de su rápida caída.

No sirvió de nada.

Me arrodillé, recogí las libretas y revisé la madera. Nada. Gracias a Dios. Adam era arquitecto, y eso significaba que le gustaba que su espacio estuviera de una determinada manera, y esa manera tendía a ser impoluta, especialmente cuando todo le había costado una fortuna. Aquel suelo no era barato, Adam ya había cambiado su vida por mí, dando un giro de trescientos sesenta grados, pasando de hombre sin compromiso y orgulloso propietario de un piso de soltero a novio encantado y orgulloso propietario de un piso lleno de bártulos inservibles que su peculiar pareja, romántica hasta decir basta, recogía de los lugares más variopintos, incluyendo casas de caridad. Me había permitido dejar mi impronta en cada una de las habitaciones, así que estropear el suelo no era precisamente una forma bonita de agradecérselo. Me besé las yemas de los dedos y las pasé por el parqué a modo de disculpa.

—Els, ¿qué ha sido ese ruido? ¿Estás bien?

La profunda voz de Adam se oyó a través del vestíbulo. Se encontraba en su oficina, trabajando en el proyecto en el que estuviera inmerso en aquel momento con Braden.

—Ajá —le respondí, ojeando deprisa los diarios para asegurarme de que estaban todos y cada uno de ellos. Tan concentrada me encontraba que no oí las pisadas.

—¿Qué estás haciendo? —Su voz sonó de repente por encima de mí y salté, alarmada, perdí el equilibrio y caí de culo mientras murmuraba un «oh». Le oí contener una carcajada y le encaré.

—Voy a tener que ponerte un cascabel.

Ignorándome, se acuclilló con la vista puesta en los diarios. Como siempre que le miraba con detenimiento, sentí un ligero aleteo en la boca del estómago y un cosquilleo en la piel. Con el cabello espeso y oscuro y un cuerpo magnífico (endurecido a base de sesiones diarias en el gimnasio), Adam era un hombre muy atractivo, pero de la clase de hombre atractivo que se convertía en «tío bueno que te pone a mil» en cuanto comenzabas a hablar con él. Tenía una sonrisa traviesa y ladeada, ojos castaños oscuros e inteligentes que se iluminaban cuando le interesaba lo que le contabas, y una voz deliciosa que apuntaba directamente a las zonas erógenas de cualquier mujer. Aquellos increíbles ojos suyos se detuvieron sonrientes en los míos.

—No había visto uno de estos desde hacía tiempo.

—¿Mis diarios? —murmuré, mientras intentaba ordenarlos cronológicamente—. Dejé de escribirlos.

—¿Por qué?

—Lo dejé cuando comenzamos a salir. Parecieron perder el sentido, ya que básicamente eran una vía de escape para lo que sentía por ti.

Las comisuras de sus labios se curvaron.

—Pequeña —susurró, y levantó el brazo para colocarme un mechón corto detrás de la oreja.

Fruncí el ceño ante el recordatorio de la longitud de mi cabello. Antes del tumor tenía una larga melena rubia clara. Adoraba mi pelo, y sabía que Adam también lo adoraba. Sin embargo, los cirujanos me habían afeitado una parte para que nada les obstaculizara a la hora de cortarme un trozo del cerebro. Cubrí de manera provisional la zona rapada con algunos pañuelos, pero dejé de usarlos cuando mi cabello comenzó a crecer de nuevo, y permití a mi madre que me convenciera de cortarme el pelo a lo chic pixie.

Salí horrorizada de la peluquería y solo me apacigüé algo cuando Adam me dijo que se me veía linda y sexy. Y me aplaqué completamente cuando Joss me dijo que cualquier cosa era mejor que un tumor.

Tenía razón. Si algo me había enseñado aquella experiencia sobre la vida era a no sofocarme por nimiedades. Eso no significaba que no fuera un maldito fastidio tener que esperar a que mi melena volviera a crecer. En aquel momento apenas me llegaba a la barbilla.

—¿Y por qué los estás sacando? —preguntó Adam, que tomó uno y lo ojeó distraídamente.

No me importó. En cualquier caso yo era una persona abierta, especialmente con Adam. No estaba avergonzada de nada de lo que había escrito. Confiaba en él desde lo más profundo de mi alma.

—Son para Joss —respondí alegremente, sintiéndome frívola con todo el asunto.

La noche anterior, Joss y yo habíamos estado pasando el rato en el piso que compartía con Braden —mi antiguo piso en la calle Dublín— y me comentó que su manuscrito estaba quedando precioso. Joss era escritora, americana, y vino a Edimburgo huyendo de un pasado trágico. Su historia me rompió el corazón. Cuando tenía catorce años perdió a toda su familia en un accidente de coche. Nunca llegaría a imaginar lo que debió de significar para ella. Solo sabía que la había dejado profundamente marcada.

Me gustó Joss inmediatamente cuando la entrevisté para compartir mi piso, pero supe también entonces que había algo dañado en ella, y quise ayudarla de alguna manera. Se había mostrado muy distante cuando comenzó a quedar con mi hermano mayor, Braden, y fui testigo del cambio que se obraba lentamente en ella. Joss decía que habíamos sido ambos, Braden y yo, quienes la habíamos cambiado, pero en realidad había sido él. La ayudó tanto que incluso había comenzado a escribir una historia basada en la relación de sus padres. Era un gran paso para ella, y anoche me dijo que no se podía creer cuánto estaba disfrutando al hacerlo. Aquello me había dado una idea para su próximo proyecto.

—¿Por qué para Joss?

—Porque estos diarios contienen nuestra historia. —Le sonreí—. Es una buena historia de amor. Creo que debería ser su siguiente novela.

Vi que Adam se moría por reírse, y como yo no sabía por qué, le ignoré.

—¿Siguiente… novela romántica?

—Siguiente como el que viene después del anterior. La novela de sus padres es una historia de amor. Creo que debería ser su siguiente novela.

—Aun así, estoy bastante seguro de que Joss no se clasificaría como una escritora de género romántico. De hecho se lo le he oído decir.

—Y yo. —Arrojé mi primer diario de nuevo a la caja, pues sabía que no ayudaría a Joss en su documentación teniendo en cuenta que tenía siete años cuando lo garabateé. Iba básicamente de mis muñecas Barbie y Sindy y de la cuestión de los pies planos de Sindy y su imposibilidad de intercambiar zapatos con Barbie. Aquello solía volverme loca—. «Y la dama protesta demasiado, creo yo[1]». Es definitivamente una escritora de novelas de amor. He influido en su carácter para que lo sea, tras someterla a tantos dramas románticos. Sería un milagro que no se convirtiera en una autora de novelas románticas.

Se rio de mí al tiempo que se agachaba a mi nivel hasta quedar arrodillado, con mis diarios todavía abiertos en las manos. Sus ojos oteaban las páginas.

—Así que ¿escribías sobre mí en ellos?

Sí, lo había hecho. Había estado prendada de Adam desde que yo tenía diez años y él diecisiete. Ese antiguo enamoramiento se había ido haciendo cada vez mayor hasta que cumplí los catorce, y a partir de entonces fue como una bola de nieve. Lancé otro diario de mi niñez a la caja y alcancé el siguiente del montón.

—Te he querido durante mucho tiempo, amigo mío —murmuré.

—Quiero leerlos —me contestó con ternura, y la solemnidad de su tono me hizo alzar la cabeza. Sus ojos me miraban, luminosos, llenos de la devoción y el sentimiento que nunca dejaban de darme aliento—. Quiero cada trozo de ti. Incluso las cosas que me perdí sin saber siquiera que me las estaba perdiendo.

Sentí que me derretía. Yo era una romántica, hasta la médula, y aunque sorprendería a cualquiera que le conociera, Adam atendía a mi lado romántico con una dedicación que me emocionaba. Tenía un don con las palabras que hacía que me fundiera… y después de fundirme normalmente me ponía muy caliente, con lo que él siempre salía ganando.

Le dediqué una suave sonrisa mientras volvía a mis diarios y hojeé velozmente hasta que encontré el que quería. Leyendo por encima di con el párrafo exacto que buscaba y lo coloqué en su regazo, abierto por la página adecuada.

—Toma. Empieza por aquí. Tenía catorce años.

Adam arqueó una ceja, asumí que ante la idea de leer los pensamientos de una niña de catorce años, y me lo cogió. Yo sabía lo que estaba leyendo. Lo recordaba como si hubiera sido ayer.

Lunes, 9 de marzo

Ha sido un día verdaderamente raro. Comenzó como cualquier otro. Me levanté justo cuando Clark salía precipitadamente hacia el trabajo y ayudé a mamá con Hannah, pues ella estaba muy ocupada con Dec, y traté de desayunar mientras daba de desayunar a Hannah. Lo que significó tener que cambiarme la camisa del colegio porque la pequeña todavía cree que las gachas de avena solo sirven para decorar. Ojalá hubiera sido ese el único incidente del día, pero no fue el caso. En el momento en que llegué con Allie y June a las puertas del colegio, simplemente supe que algo iba mal

En cuanto sonó el timbre que daba paso al descanso de la comida casi despegué de mi silla y salí corriendo de la clase de español como si los mismísimos perros del infierno me pisaran los talones. Intentaba contener las lágrimas, de veras que lo intentaba, porque no quería que ninguno de aquellos idiotas supiera lo que me había hecho. Pero en cuanto dejé atrás la entrada principal del colegio, las compuertas de mis ojos se abrieron.

Todos los murmullos y los insultos… era horrible. Nunca antes me había ocurrido. No así. Normalmente solía gustar a la gente. ¡Era encantadora! No era… bueno, desde luego no era una «zorra». Lloré todavía más al oír a los chicos de un curso superior al mío reírse de mí cuando los adelanté en las puertas. Con dedos temblorosos saqué el móvil que Braden me había comprado por Navidad y llamé a mi hermano mayor.

—Els, ¿estás bien?

En el momento en que escuché su voz otro sollozo brotó de mi garganta.

—¿Ellie? —Pude discernir de inmediato su preocupación—. Ellie ¿qué ocurre?

—Bri… —Luché para tomar aliento entre los sollozos—. Brian —las lágrimas no dejaban de interrumpirme— Fairmont… tiene quince años y le ha dicho a todo el mundo que nos acostamos juntos en la fiesta de cumpleaños de Allie el sábado por la noche.

Me detuve y me arrebujé en la valla de un jardín ya lo bastante lejos del carísimo colegio que mi siempre ausente padre pagaba para que asistiera cada año. Estaba a solo veinte minutos de la casa de mis padres en St. Bernard’s Crescent y me sentía muy tentada de pasar del colegio y esconderme en casa lo que quedaba de día.

—Ese pequeño pedazo de mierda —siseó Braden. Su furia irradió a través del teléfono hasta llegar a mi mano.

—Dicen que soy una zorra y una puta, murmuran y se ríen de mí. Y ahora June no me habla.

—¿Por qué demonios no te habla June?

—Le gusta Brian. Yo nunca… Braden, crucé con él apenas cuatro palabras el sábado por la noche. Me pidió un beso y le dije «quizá en otra realidad».

—¿Había audiencia cuando se lo dijiste?

—Sus amigos estaban allí, sí —sollocé.

—Así que rechazaste al pequeño degenerado e inició el rumor. —Braden soltó otra palabrota—. De acuerdo, ¿dónde estás ahora mismo?

—Me voy a casa. No podría soportar otras tres horas de esto.

—Cariño, no puedes irte a casa. Al colegio Braebank no le gusta que sus alumnos se salten las clases. Espera en las puertas. Voy a solucionarlo. —Podía deducir por su tono que Brian Fairmont iba a aprender que nadie se metía con la hermana pequeña de Braden Carmichael.

Colgué y me lavé la cara, satisfecha por una vez de que mamá no me dejara llevar rímel, ni ningún otro tipo de maquillaje, ya que estaba, no hasta que tuviera quince. Y entonces me dejaría usar rímel y corrector antiojeras pero no base, y definitivamente nada de pintalabios hasta los dieciséis.

Mis amigos pensaban que mi madre era rara.

Mientras esperaba a Braden me sentí algo mejor sabiendo que venía en mi rescate. Mi hermano mayor era en realidad mi medio hermano. Compartíamos el mismo padre, Douglas Carmichael. Papá era un tipo importante en Edimburgo, poseía una inmobiliaria y varios restaurantes y un montón de propiedades que alquilaba. Estaba forrado y, a pesar de que dedicaba tiempo a Braden, parecía creer que darme dinero a mí era disculpa suficiente por haber estado ignorándome durante los catorce años que hacía que yo habitaba en el planeta Tierra. Su abandono me dolía. Mucho. Pero tenía a Braden, que prácticamente me crio tanto como mi madre y Clark, mi padrastro. Mamá se había casado con Clark hacía cinco años, y él, desde que entró en la vida de mi madre, dejó claro que quería ser como un padre para mí. Y lo era. Mucho más de lo que jamás lo sería Douglas Carmichael.

A veces me preguntaba cómo era posible que Braden y yo hubiéramos sido engendrados por él. Ambos éramos demasiado buenos para ser hijos suyos. Tomando a Braden como ejemplo, después de negarse abiertamente a trabajar con nuestro padre, unos años atrás decidió que quería formar parte del «imperio» Carmichael, lo que implicaba hacer más horas que un esclavo para que Douglas se sintiera feliz. No solo trabajaba muchísimo, además se tomó en serio su relación con la chica con la que estaba saliendo, Analise. Era una estudiante australiana y a Braden parecía gustarle realmente. Y aun así seguía encontrando tiempo para mí. Lo que quería decir para rescatarme de situaciones espantosas como en la que ahora me veía envuelta.

—Ellie. —Una voz familiar, pero no la que estaba esperando, captó mi atención y me giré al tiempo que oía cerrarse la puerta de un coche.

Mis ojos se agrandaron desmesuradamente cuando vi a Adam Gerard Sutherland rodeando el capó de su Fiat de seis años, un coche que Braden calificaba de absurdo drenaje para las finanzas considerando que Adam estudiaba en la Universidad de Edimburgo y aparcar en la ciudad era un infierno.

Adam Gerard Sutherland, a todo esto, era el mejor amigo de Braden.

Me sentía cautivada por él en cierta forma desde que tenía diez años, así que me vi algo más mortificada al saber que mi hermano mayor le había enviado a rescatarme de mi problema. Aunque no debería sorprenderme. Ambos habían compartido tareas y responsabilidades desde que yo era una cría.

—Adam. —Palidecí, esperando que no me quedara rastro de lágrimas en la cara.

No di importancia a la forma en que su oscura mirada me estudiaba y a cómo su mandíbula se tensó. Notaba los ojos hinchados y rojos, y era obvio por qué.

—Braden se disculpa. Le has pillado en medio de una reunión y no podía escaparse —me explicó tal y como se acercaba. Llevaba una camiseta limpia y sin una sola arruga y unos vaqueros descoloridos. Adam era demasiado aseado y pulcro como para parecer uno de esos estudiantes grungies. Incluso su viejo coche estaba impoluto por dentro y por fuera—. Me ha llamado y resulta que yo tenía la tarde libre. Ven aquí, cariño.

Sin preguntar, me acerqué a él e inmediatamente pegué la mejilla a su cuerpo y le abracé fuerte, esforzándome por no llorar.

—¿Y dónde está ese pequeño pedazo de mierda?

Me aparté, consciente de repente de por qué había acudido y de cuan furioso estaba.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Tiene quince años?

—Dieciséis.

Torció el gesto con furia.

—No puedo pegarle, pero puedo dejarlo jodidamente cagado de miedo.

Braden y Adam decían muchísimas palabrotas, y solían hacerlo también delante de mí. Afortunadamente había interiorizado desde que nací que no se decían palabras malsonantes delante de Elodie Nichols, y nunca repetía las que ellos soltaban. Para ser justa, usaban tacos muy suaves cuando estaban conmigo, los había oído peores en el colegio. Ese día, de hecho, los mismos habían sido dirigidos a mi persona directamente.

Sentí como mis ojos se tornaba acuosos una vez más.

Adam se percató y entornó los párpados.

—Els, ¿dónde está ese chico?

Suspiré con pesadez.

—En la parte trasera, detrás del comedor.

—De acuerdo.

Adam cruzó las puertas y corrí tras él, ignorando las miradas curiosas de mis compañeros y el murmullo exaltado conforme adivinaban que Adam, claramente mayor que el resto, estaba allí por mí y que algo iba a ocurrir.

Mis mejillas enrojecieron de vergüenza, y el corazón me martilleaba de anticipación ante el justo castigo por la peor mañana de toda mi vida escolar.

Giramos la esquina del edificio. Adam se detuvo y miró fijamente a un grupo de alumnos mayores. Los chicos de quinto y sexto grado fueron volviendo la cabeza hacia nosotros; pusieron los ojos como platos al ver a Adam junto a mí.

—¿Cuál de ellos es? —preguntó categóricamente.

—Brian es el de la sudadera atada a la cintura.

—¿El crío rubio con una botella de zumo en la mano? ¿El que tiene pinta de capullo?

—Podría ser ese.

—Pequeño… —gruñó entre dientes y se dirigió hacia él directamente, los puños cerrados colgando a los lados de su cuerpo.

Un amigo de Brian le dio un codazo señalándole a Adam y al instante este también palideció al verle. Cuando se colocó a su lado, Adam le superaba en alrededor de quince centímetros de altura. Agachó la cabeza a su nivel, y lo que fuera que le dijo hizo que los otros chicos agrandaran todavía más los ojos.

—¿Y bien? —exigió Adam en voz más alta. Brian murmuró algo—. Más fuerte, jodido mentiroso de mierda.

—No me acosté con ella, lo reconozco. —Gritó Brian—. ¡Ni siquiera la toqué! —Se giró y me vio observándole, y con la mirada pareció suplicarme que alejara a Adam de él—. ¡Lo siento! Mentí, lo acepto.

El murmullo de la multitud hizo que mis pupilas pasaran de Brian al comedor, y mi estómago se encogió al ver al señor Mitchell en pie vigilando a Adam. Adam debía de haberle visto también porque levantó la cabeza. Aun así no se separó de Brian.

—¿Quién eres? —preguntó el señor Mitchell en tono beligerante, al tiempo que se le acercaba—. No tienes permiso para venir al patio del colegio.

—Hummm, de acuerdo señor Mitchell. —Tragó saliva y se alejó de Brian, tomando de paso una distancia segura con el profesor de geografía.

—Adam —le llamé, deseando que se marchara antes de meterse en líos.

—Señorita Carmichael, sabe perfectamente que no están permitidas las visitas en horario escolar.

—Lo lamento, señor Mitchell.

—Ya me iba. —Adam lanzó una última mirada de advertencia a Brian y de manera casual se dirigió hacia mí. Tomándose todo el tiempo del mundo.

A Adam no le gustaba que le dijeran qué podía o no podía hacer. Cuando me alcanzó colocó su brazo alrededor de mis hombros y me hizo acompañarle hasta la entrada del colegio. Ya nadie me insultaba o me miraba mal. Me miraban de hecho como si fuera lo más. Quiero decir, para ser honesta, que me miraban como si lo fuera por tener el brazo de Adam rodeándome y que él hubiera venido a dejar claro que Brian había mentido sobre mí.

Sonreí ampliamente y Adam me pilló y soltó una suave carcajada, que me hizo sentir calor y confusión.

—¿Te sientes mejor ahora? —me preguntó cuando nos detuvimos.

—Sí, gracias.

—En cualquier caso, ¿qué hacías en una fiesta un sábado por la noche?

Puse mala cara ante la posesividad de su tono.

—Tengo catorce años, Adam. Era el cumpleaños de una amiga. Y además no sabía que irían chicos mayores.

Adam cabeceó, asintiendo.

—Simplemente ve con cuidado, ¿de acuerdo?

—Claro. —Bajé la mirada, sintiéndome estúpida por haberle envuelto en mi drama adolescente.

—Ven aquí. —Me atrajo hacia sí y me dio un suave beso en la frente antes de abrazarme.

Una vez dejé de lamentar mi mañana y llorar sobre su hombro, fui plenamente consciente de que estaba pegada a su pecho. Olía de maravilla y su cuerpo era duro y musculado. Me sentía bien sabiéndome rodeada por él.

Un cosquilleo extraño se despertó en la parte baja de mi vientre y noté como mi piel de pronto se ruborizada de forma increíble. Me hice atrás e intenté sustituir la sensación de extrañeza por una sonrisa temblorosa y un gesto disparatado.

Adam me dedicó una sonrisa burlona y dijo:

—Si me necesitas cuando sea, solo llama, ¿de acuerdo? —Yo asentí—. Muy bien, cielo. Te veré después.

—Adiós.

Me dedicó otra sonrisa mordaz, y esa sonrisa lanzó de nuevo una oleada de ese algo extraño que se expandió dentro de mí. Mientras lo veía subirse al coche y alejarse, me di cuenta de que mi enamoramiento por Adam se acababa de intensificar. Mi mente ya no era lo único que se sentía atraído por él. Mi cuerpo adolescente, sobrehormonado, iba a estar también loco por él desde entonces.