Capítulo 6
Bobby no pudo encontrar a su sobrino. Necesitaba confiarle sus preocupaciones, pero Michael se había ido Dios sabía adonde.
Así que se había pasado horas solo en su despacho, sabiendo que no le quedaba otra alternativa que volver junto a Julianne.
¿Y qué le diría? ¿Que tenía miedo? ¿Que la idea de ser padre lo petrificaba?
No. Porque en el fondo no era cierto. Bobby había tenido la intención de tener hijos con su esposa. Siempre había pensado que estaba hecho para ser padre. Pero ese sueño, como tantos otros, había muerto con Sharon.
Sin embargo no podía dejar de vivir. No del todo. No era la costumbre cherokee. Le habían enseñado a dar las gracias, a honrar a la vida. Después de lo que le había hecho a Sharon no era fácil, pero cada mañana se despertaba y recitaba una oración Cherokee.
El hijo o hija que crecía en el vientre de Julianne era un ser que él había ayudado a crear. Sin embargo, estaba prácticamente rechazando a lo que era ya sangre de su sangre.
¿Por qué? ¿Qué tenía que temer?
A la mujer. A la madre del niño.
¿Qué esperaría de él? ¿Querría que se casara con ella?
Bobby se volvió hacia la ventana. No podía casarse con Julianne, ni por deber, ni por respeto a su hijo. Y eso le hacía sentir vergüenza. Su bebé merecía más. Pero, que Dios lo ayudara, no podía pedirle a Julianne que fuera su esposa.
Además, tal vez no fuera eso lo que ella quería. A lo mejor... Maldición. No tenía ni idea de lo que quería Julianne, y no lo sabría hasta que se lo preguntase.
Quince minutos después Bobby llegó al porche de su casa; se acercó a la puerta y llamó con suavidad. Julianne abrió la puerta con una sonrisa de aprensión. Se había puesto un vestido fino y unas sandalias de tiras. Tenía el pelo recién peinado, rojo y brillante como el fuego y liso como el agua.
—Gracias por la comida, Bobby. Llegó hará unas horas.
Bobby entró en la cabaña.
—¿Has comido, entonces?
Ella asintió.
—Tome un aperitivo, pero ya me están entrando ganas de cenar. ¿Quieres cenar conmigo?
No tenía demasiado hambre, pero charlar mientras cenaban tal vez resultaría más fácil.
—Claro.
—¿Qué te parece si preparo un poco de pasta y una ensalada?
—Muy bien.
Fueron a la cocina y Bobby miró hacia la mesa. Había recogido un ramillete de flores y lo había puesto en un vaso con un poco de agua.
—He puesto otro en la habitación —dijo al ver que Bobby se fijaba—. No encontré un jarrón.
—Creo que no tengo.
Sin decir más Bobby fue al frigorífico y sacó los ingredientes para preparar una ensalada. No quería imaginársela durmiendo en su cama, metiéndose debajo de su colcha, descansando la cabeza sobre su almohada.
Julianne abrió varias latas de puré de tomate y comenzó a preparar la salsa, añadiéndole hierbas frescas que seguramente el pinche de cocina había añadido al paquete.
Bobby se volvió y ella le rozó con el hombro. Fue un roce breve, como el de la brisa, pero él lo sintió en el pecho, en el estómago, en la entrepierna.
—¿Hacemos unos rigatoni?
La miró y pensó que parecía un ángel. Un ángel irlandés con el cabello como el fuego.
—Me gustan los rigatoni.
Prepararon la comida juntos. Julianne canturreaba mientras cocinaba, y Bobby se dio cuenta de que lo hacía sin darse cuenta. Supuso que estaría haciéndolo también para el bebé.
Bobby preparó la ensalada. Abrió una bolsa de mezcla de hortalizas verdes lavadas y la echó en una ensaladera. Mientras enjuagaba unos cuantos tomates cherry miró a Julianne de reojo. Parecía tener mejor color que cuando había llegado al rancho, sin duda porque se le habrían calmado las náuseas.
Había oído decir en alguna parte que los bebés escuchaban las voces de sus padres ya en el vientre, y que después las reconocían. Se preguntó si sería verdad. Había tantas cosas que no sabía... tantas que aún tenía que aprender...
Tal vez debería pasarse por la biblioteca y buscar algún libro sobre el tema. O, mejor pensado, nada de «tal vez». Lo haría sin más. Tenía que aprender cosas sobre el bebé, empezar a ser un padre, aunque fuera del modo más básico.
—¿Tienes un escurridor? —le preguntó ella, sacándolo de sus pensamientos.
Bobby abrió el armario que había sobre la cocina y le pasó lo que ella le había pedido. Julianne escurrió la pasta y terminó de preparar el plato.
Seguidamente sacó el pan de ajo del horno, y a los pocos minutos estaban sentados el uno frente al otro, con la comida preparada. Bobby se fijó en el ramillete, en el jarrón improvisado, en la belleza que Julianne había creado.
Parecía fuera de lugar. Al igual que la idea de que ella se quedara en su cabaña, de que durmiera entre las sábanas que lo arropaban cada noche. ¿Permanecería su perfume en la ropa de cama? Un perfume a violetas, a azúcar y a mujer que no lograba olvidar.
Antes de ponerse a recordar otras cosas, Bobby empezó a hacerle preguntas.
—¿Qué vas a hacer, Julianne? ¿Qué planes tienes?
—¿Acerca del bebé?
Él asintió y dio una pinchada de su ensalada, mientras el miedo al matrimonio volvía a obsesionarlo.
—Voy a necesitar una casa más grande, así que cuando vuelva empezaré a buscar una de dos dormitorios —se metió una rodaja de pepino en la boca—. Y en cuanto empiece en mi trabajo nuevo, hablaré con mi jefa. Tengo planes de trabajar todo lo que pueda, pero después tendré que tomarme la baja por maternidad.
—Nada de eso me incluye a mí —señaló él.
—No puedo hacer planes que te incluyan a ti, Bobby.
—Lo sé. Pero viniste hasta Texas. Debes de querer algo de mí.
Ella miró el plato y entonces levantó la vista y habló en tono suave, maternal.
—Esperaba que te animaras a estar en contacto, que vinieras a Pennsilvania cuando naciera el bebé. Y tal vez que volvieras de vez en cuando.
Bobby sintió una opresión en el pecho. Lo único que quería Julianne era que él conociera a su hijo, que lo visitara cuando pudiera, que lo llamara de vez en cuando.
Gestos sencillos, afectuosos. Cosas que Cam jamás había hecho con Michael.
—Eso no es un problema —si acaso, le parecía demasiado fácil, como si no fuera suficiente—. Voy a intentar ser un padre para él.
Ella le sonrió aliviada y Bobby se quedó helado.
Aparentemente, Julianne no había estado segura de si querría ocuparse o no de su hijo. A él, en cambio, lo había preocupado el hecho de que Julianne lo hiciera sentirse culpable para obligarlo a casarse con ella.
Y eso lo hizo sentirse como un canalla.
—¿Y qué hay de una pensión alimenticia? —le preguntó—. Algo que te ayude a pagar un apartamento más grande o cualquier cosa antes del nacimiento del niño.
—No se trata de dinero.
—Julianne, el dinero es importante.
Todo importaba, tanto la seguridad financiera como la emocional o la espiritual.
—Por supuesto que es importante —jugueteó con la ensalada—. Pero supongo que tu abogado te aconsejará que te hagas un test de paternidad antes de ofrecer cualquier tipo de ayuda.
Él la miró con extrañeza.
—Si tú dices que el hijo es mío, entonces es mío. No voy a ponerte a prueba. Ni permitiré que ningún abogado lo haga.
Ella dejó el tenedor sobre la mesa y se tocó el vientre, y Bobby entendió lo mucho que sus palabras habían significado para ella. Estaba claro que necesitaba que él confiara en ella, que creyera que era sincera y directa.
De pronto sintió deseos de abrazarla, de que apoyara la cabeza sobre su hombro. Pero sabía que no podía hacerlo. Que eso solo le recordaría a la noche que se habían besado, que se habían acariciado y hecho el amor.
Sus miradas se encontraron y Bobby aspiró hondo. Julianne estaba radiante, como era normal en una embarazada. Su piel había adquirido una cualidad traslúcida y el cabello le brillaba como un vino rosado. Y en aquel extraño y místico momento, Bobby la vio más bella de lo que la había visto nunca. Y todo por el bebé, por la pequeña vida que él le había dado.
Bobby se aclaró la voz y tomó un trago de agua. No le extrañó que algunos hombres presumieran de dejar embarazadas a sus mujeres, de la potencia de su semilla.
Sintió que se excitaba, las palpitaciones en las entrañas. Sus entrañas fértiles. De nuevo sus miradas se encontraron, se enredaron. Fue una mirada que iba más allá de lo que habían sido, de en lo que se habían convertido.
Extraños, amantes, futuros padres.
—Deberías comer —le dijo, señalando su plato aún casi lleno.
—Y tú.
Terminaron de comer en silencio.
Después de la cena, Julianne y Bobby se sentaron en el porche. Soplaba una brisa cálida, y el sol se ocultaba detrás de las colinas, fundiéndose con los escarpados acantilados y las sombras.
Él tomaba una taza de café mientras ella tomaba un cuenco de helado de vainilla.
Se volvió a mirarla y ella estudió sus facciones: la mandíbula fuerte, los pómulos altos, la nariz ligeramente aguileña y la boca firme y seria.
Se imaginó a su hijo con su mismo color, con aquella piel brillante y cobriza, con el cabello negro y liso.
—¿Le has contado a alguien lo del bebé? —le preguntó ella.
Levantó la taza de café y le dio un sorbo.
—No. Quería contárselo a mi sobrino, pero no sé dónde se ha metido. ¿Lo sabe tu familia?
—Aún no se lo he dicho a mis padres. Son bastante anticuados, y no creo que se lo tomasen demasiado bien.
Se imaginó a su madre y a su padre en su casita limpia y ordenada, con su jardín cubierto de césped, preocupados por lo que pudieran pensar los vecinos.
—¿Porque no estás casada?
—Sí.
Dejó la taza sobre la mesa, sin dejar de mirarla.
—Mis padres también eran tradicionales.
—¿Eran?
—Se han marchado; como el resto. Michael es la única familia que tengo.
—¿La madre de Michael era tu hermana?
—No. Su padre era mi hermano mayor. Pero Cam murió hace mucho tiempo.
—¿Os criasteis aquí tu hermano y tú? —le preguntó, queriendo saber algo más del padre de su hijo.
Bobby pareció sorprenderse. Julianne se dio cuenta de nuevo de que se había equivocado.
—No. Es Michael quien nació aquí. Su madre y él vivían en una vieja granja que ella había heredado de su familia. La madre de Michael era blanca, descendiente de una familia de inmigrantes alemanes que se habían asentado en la zona.
Julianne no dijo nada, esperando obtener más información.
—La madre de Michael se puso en contacto conmigo seis meses antes de morir. Mi sobrino tenía trece años y era la primera vez que sabía de su existencia. Entonces yo no sabía que mi hermano tuviera un hijo.
Julianne miró sorprendida hacia las colinas, al cielo que oscurecía.
—¿Sabía Cam que tenía un hijo?
Bobby resopló.
—Sí, lo sabía. Pero no tuvo nada que ver con Michael. Cam no estaba hecho para ser padre —hizo una pausa y dejó la taza de café sobre una mesita de madera que había junto su silla—. No fue una época fácil. Mi hermano ya había muerto, y yo me encontré con una mujer que se moría y un adolescente rebelde.
—¿Te pidió la madre de Michael que cuidaras de él?
Bobby asintió.
—Sabía que se moría y no le quedaba ningún familiar. De no haberme metido por medio, Michael se habría quedado huérfano y habría terminado en algún hogar de acogida.
Julianne bajó la vista.
—Parece que no haces más que heredar hijos, ¿no?
—Eso parece —le miró la tripa y sonrió—. Pero el que tú llevas en tu seno lo he fabricado yo.
Sí. Él había plantado su semilla en su vientre; le había dado el hijo con el que siempre había soñado.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó ella.
—¿La madre de Michael?
—Sí.
—Celeste.
—¿Estaba enamorada de tu hermano?
Bobby tomó su taza de café.
—No lo sé. Conoció a Cam en el café donde trabajaba. Y cada vez que participaba en un rodeo en esta zona, pasaba la noche en su casa. Pero cuando ella le dijo que estaba embarazada, Cam no volvió.
Julianne se imaginó a la pobre Celeste.
—Debió de sentirse tan sola, esperando a que él regresara... rezando para que volviera y fuera un padre para su bebé.
Bobby frunció el ceño y Julianne se dio cuenta de que sus palabras le habían afectado. Pero como no podía retractarse, no dijo nada.
—Siento no haber sido demasiado agradable contigo antes, cuando me dijiste lo del bebé, pero estaba nervioso. Supongo que aún lo estoy.
—Yo también estoy nerviosa —reconoció ella.
Él la miró.
—Nunca imaginé que me vería en esta posición.
Julianne lo entendió. Nunca se había imaginado teniendo un hijo con una mujer a la que apenas conocía.
—¿Michael sigue viviendo en la granja de su madre? —le preguntó, para cambiar de tema.
—Sí. Se ve desde esta colina —señaló un grupo de árboles—. Está en esa dirección. Ven, te la enseñaré.
Le tomó la mano y Julianne sintió un escalofrío por el brazo. De pronto se sintió viva, como si el calor del sol le recorriera las venas.
Caminaron sobre la hierba. Él la condujo a través de un grupo de árboles nudosos. Le soltó la mano, pero el calor permaneció.
Se detuvieron junto al borde de la colina, de donde nacía un valle cubierto de flores azuladas que terminaban en una granja roja y blanca.
—Soy de Oklahoma —dijo él.
—Perdona. ¿Qué has dicho?
—Antes me preguntaste si Cam y yo nos criamos aquí. Te dije que Michael era de aquí, pero no dónde habíamos pasado nuestra infancia.
—Oklahoma.
Él asintió.
—¿Fuiste feliz allí?
—Tan feliz como puede ser un niño indio y pobre.
Pensó en la Rosa Cherokee, en la leyenda de sus ancestros.
—¿Cómo construiste este rancho, Bobby? ¿Te fue bien en el rodeo?
—No me fue mal; mejor que a otros —añadió—. Pero los competidores de rodeo no ganan tanto como otros deportistas, de modo que vivía modestamente e invertía todo lo que podía. Supongo que tengo un talento natural para los negocios. Con el tiempo pude hacerme con una propiedad. No aquí, sino en Oklahoma. Con treinta años, era dueño de unos cuantos edificios de apartamentos.
—¿Y los vendiste para comprar Elk Ridge?
—Sí, pero a pesar de mi éxito financiero, no deseaba retirarme. Me encantaba el rodeo —se encogió de hombros, dejando atrás su pasado—. Pero tenía un sobrino que cuidar y no podía llevármelo de un lado para otro. Michael necesitaba echar raíces. Y en estas colinas estaba su hogar.
—¿Por eso decidiste comprar un rancho y hacer un hotel?
—Sí, pero el concepto no fue idea mía. Celeste había estado insistiéndole a Michael para que lo hiciera. Ese había sido su sueño —sopló el viento, enviando algunas hojas al suelo—. Así que con el tiempo también fue mi sueño —miró hacia la granja blanca y roja—. Pero Michael no me veía como su salvador. Estaba enfadado conmigo por ser el hermano de Cam, por querer que respetara su herencia cultural, por imponerle una disciplina tras la muerte de su madre. El chico era un auténtico bicho.
Julianne no pudo evitar echarse a reír. Bobby hizo lo mismo, y el sonido de sus risas fue como una canción.
De pronto Julianne sintió deseos de besarlo, de deshacerle la trenza y de acariciarle el cabello.
—Debería bajar a la granja —dijo Bobby—. Pronto oscurecerá.
Ella lo miró a la luz mortecina del ocaso. Poco a poco iba aprendiendo cosas sobre él.
Llegaron al porche de la cabaña justo en el momento en que el sol se ocultaba tras las montañas. Bobby miró hacia su camioneta y Julianne supo que se iba a marchar pronto.
—Me olvidé de darte el número de donde voy a estar esta noche —dijo él.
—Voy a por papel y bolígrafo.
Se metió en la casa y salió al momento.
—Llama si necesitas algo.
Lo que necesitaba era a él, su cuerpo grande y fuerte junto al suyo.
—Será mejor que me vaya.
—De acuerdo —dijo Julianne, sin saber qué más decir.
¿Qué ocurriría cuando volviera a casa? ¿Hablarían a menudo por teléfono? ¿O se distanciarían hasta que naciera el bebé?
Él hizo como si fuera a tocarla, y Julianne pensó que le iba a acariciar la mejilla. Pero Bobby se metió las manos en los bolsillos, dejándola deseosa de sus caricias.