Capítulo 7
Bobby entró en casa de su sobrino y el perro de Michael lo saludó a la puerta. Chester era el perro más feo que había visto en su vida, pero cuando el chucho gimió, Bobby le acarició la cabeza. Aparentemente, Michael no estaba en casa. Porque si estuviera, Chester no estaría insistiéndole a Bobby para que le prestara atención.
Fue hacia la habitación de invitados con Chester pisándole los talones. Dejó las muletas contra la pared y tiró su bolsa sobre la cama. Después de sacar sus cosas, dejó un libro sobre la mesilla. Había llegado a la biblioteca justo antes de que cerrara y tenía la intención de tumbarse a leer sobre su hijo. Había encontrado en la biblioteca un libro de seiscientas cincuenta páginas sobre el desarrollo del niño, desde la concepción hasta la adolescencia. Lo cual, decidió, parecía suficiente.
Bobby se quedó en calzoncillos y se quitó la prótesis. Por las noches se quitaba la prótesis y se movía con las muletas para descansar. Sabía cuánto podía cargar la pierna mutilada y raramente sobrepasaba esos límites.
Fue al baño, donde lavó y desinfectó la prótesis con alcohol.
Cuando volvió al dormitorio se tumbó en la cama junto al perro, que parecía estar muy cómodo allí mirando el libro, con interés.
La imagen que podría ser la del hijo de Bobby no parecía demasiado bonita. El embrión de cinco semanas era como una especie de judía, pero con una cabeza grande y una especie de cola pequeña. Sin embargo, según el texto, su pequeño corazón latía ya.
Caramba. ¡Qué extraordinario!
Bobby colocó el libro sobre su regazo, observando las fotos siguientes y maravillándose de que todos aquellos cambios fueran a tener lugar en el vientre de Julianne.
De pronto deseó que las semanas pasaran muy deprisa, para que su hijo tuviera ocho semanas de vida y fuera un feto humano reconocible.
Algo ansioso, pensó en la madre expectante y se preguntó qué estaría haciendo. Echó una mirada al teléfono. Podría llamarla. Solo para asegurarse de que estaba bien.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Chester.
El perro respondió con una especie de sonrisa blanda.
—De acuerdo. Tú me has convencido.
Marcó el número; su teléfono sonó y sonó. Continuó sonando, y Bobby supo que pronto saltaría el contestador. Maldita sea, ¿dónde estaba? ¿Le pasaría algo a Julianne? Cuando ya empezaba a asustarse, Julianne contestó.
—¿Diga? —se oyó la voz dinámica de Julianne.
—¿Por qué has tardado tanto? ¿Estás bien?
—¿Bobby? —preguntó, claramente sorprendida de oírlo—. ¿Eres tú?
—Pues claro que soy yo. ¿Te encuentras mal?
—No. Acabo de salir de la ducha. Estoy...
«Desnuda y mojada», pensó Bobby, decidiendo que después de todo llamarla no había sido tan buena idea. Sin comerlo ni beberlo, se la estaba imaginando desnuda.
Tendría el cabello húmedo, la piel fragrante. Las gotas cayéndole entre los pechos, hasta el ombligo.
—Será mejor que te deje.
—No. Espera.
Oyó un ruido y supuso que se estaría poniendo el albornoz. Intentó taparla también con la mente. Pero falló.
¿Habría usado su jabón? ¿Se habría pasado la pastilla espumosa entre los pechos, por el vientre, entre las piernas?
—¿Para qué me has llamado?
Bobby se quedó en blanco. Chester le dio con el morro en el brazo, consiguiendo que se fijara en el libro.
—Solo quería ver cómo estabas. Si los dos os estáis apañando bien.
—¿Los dos?
—El bebé y tú.
—Estamos bien —contestó con una sonrisa en la voz.
Él también sonrió. No se le ocurría qué más decir. Se quedaron un momento en silencio y Bobby se sintió como un tonto.
—Bueno... debería dejarte para que te pongas el pijama o lo que tengas pensado hacer —dijo, intentando encontrar un modo digno de terminar la llamada.
—Estoy algo cansada. Pero es normal.
Sería por el bebé.
—Entonces que duermas bien. Te veo por la mañana.
—De acuerdo. Buenas noches, Bobby.
—Buenas noches.
Colgó, sintiéndose estúpido y sensiblero. Sin saber qué más hacer, se tumbó de nuevo para continuar leyendo el libro. Las mujeres estaban en el segundo trimestre de embarazo durante el cuarto, el quinto y el sexto mes.
Durante este periodo, leyó que las mujeres sentían los primeros movimientos de vida. Primero era una especie de aleteo, más adelante pequeñas patadas y después codazos y patadas más fuertes.
Sonrió mientras intentaba imaginarse cómo sería. Según iba leyendo se sentía más impaciente porque pasara el tiempo.
Claro que él no estaría allí. En tres o cuatro meses no podría ponerle la mano en el vientre a Julianne, ni sentir aquellas diminutas patadas. No si ella volvía a casa y él se quedaba en Texas.
¿Y qué pasaría cuando naciera el niño? Si no estaba allí a diario, el niño no lo conocería, no se relacionaría con él. Se perdería todo: la primera sonrisa del bebé, la primera vez que sujetara la cabeza, cuando empezara a gatear, cuando caminara, cuando empezara a ir al colegio.
Aquel bebé era su destino, una pequeña alma cherokee que él había ayudado a crear. Sin embargo el niño o la niña apenas lo conocería.
—¿Qué voy a hacer? —le preguntó al perro.
Chester lo miró confundido y Bobby maldijo entre dientes.
Quería ser un papá a tiempo completo. Educar a su hijo o hija; ser una fuerte influencia en su vida.
Lo cual significaba convencer a Julianne de que se quedara en Texas.
Durante los dieciocho años siguientes, más o menos.
Dios. Cerró el libro. Tenía que pensar en algo, cualquier cosa, que convenciera a Julianne para que no se marchase.
Cualquier cosa, dijo, fijándose en la alianza que llevaba en el dedo, salvo una proposición de matrimonio.
Al día siguiente Julianne llegó al granero. Entró en el edificio y miró en el despacho, pero Bobby no estaba allí. Echó a andar por el pasillo de los compartimientos, buscando a Bobby, y al llegar delante de Caballero el animal se adelantó y asomó la cabeza por el hueco.
—Hola, bonito —le acarició el morro, preguntándose si la recordaría—. Te he traído algo —se metió la mano en el bolsillo y sacó una zanahoria, que el caballo se comió con prontitud.
—Julianne —se oyó la voz de Bobby a sus espaldas.
Se volvió, y al ver a Bobby se quedó allí como una imbécil, mirándolo, pensando en lo guapo que estaba.
Un sombrero ligeramente gastado le cubría los ojos, y su ropa y botas estaban cubiertas de una fina capa de polvo.
—Hola.
Él sonrió y la conversación llegó a un punto muerto; como la noche anterior al teléfono. Solo que entonces ella había estado medio desnuda.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Bobby.
¿Cómo podía un hombre sudoroso resultar tan atractivo, tan sexy?
—En realidad no. Me preparé una tortilla hará una hora.
—¿Te importa si como yo? Aún no he almorzado.
—No, adelante.
En la cocina, Bobby se calentó en el microondas el guiso que se había preparado la noche anterior, cuando se había sentido demasiado nervioso para dormir.
—¿Estás segura de que no quieres un poco?
Julianne se tocó el vientre. ¿Se sentiría ella también nerviosa y sensible con él por su embarazo? ¿Porque tenía las hormonas alteradas?
—Tal vez tome un poco.
Llenó dos cuencos, el de Julianne solo a la mitad, y sacó un paquete de patatas fritas y dos refrescos de lima.
—¿Por qué no comemos fuera, en el banco?
Pasaron un rato en silencio. El guiso estaba delicioso, con grandes trozos de carne tierna y melosa.
—Quiero que te mudes a Elk Ridge, Julianne —le dijo de repente.
A Julianne estuvo a punto de caérsele la lata al suelo.
—Sé que parece bastante repentino, pero anoche me di cuenta de todo. Si no vivimos cerca, me perderé ser un padre de verdad.
Julianne no sabía qué responder, cómo reaccionar; de modo que no dijo nada.
—Me he pasado casi toda la noche despierto, pensándolo —continuó Bobby—. Yo no me puedo mudar a Pennsilvania, tengo que dirigir este rancho, así que se me ocurrió que podrías venirte tú aquí.
Julianne carraspeó.
—¿Y qué haría? Tengo un trabajo esperándome, amistades, familia. No puedo hacer las maletas y venirme para acá.
—Yo haré que te merezca la pena.
Ella pestañeó y aspiró hondo. No tenía ni idea de dónde llegaría todo aquello, de lo que de verdad Bobby tenía en mente. La noche anterior, por teléfono, le había parecido afectuoso, atento, incluso sensual.
Y de pronto parecía que le estaba haciendo una proposición de negocios.
—No tendrás que pagar alquiler —dijo—. Puedes vivir en la cabaña de invitados. La que está más cerca del hotel es la más grande, y la más conveniente.
Hizo una pausa y Julianne se dio cuenta de que una expresión extraña ensombrecía su mirada.
—Si no te gusta cómo está amueblada, puedes volver a decorarla, ponerla como quieras —abrió la bolsa de patatas fritas—. También tengo el trabajo perfecto para ti.
Ella seguía interesada en la expresión de su mirada, en la emoción que intentaba esconder. Bobby la confundía, la embelesaba. Le hacía desear poder desentrañar sus secretos.
—¿No quieres saber lo que es?
—Lo siento. Cuéntame.
—Hay un espacio vacío en el hotel, junto a la tienda de regalos. Michael y yo pensamos hace tiempo en poner una boutique de artículos tejanos, una tienda con ropa estilosa, de calidad. Y como tú estás en el negocio de la venta al detalle, pensé que podrías ayudarnos a que arrancara —se volvió a mirarla—. Este proyecto lleva tiempo rondándonos la cabeza; únicamente hemos estado demasiado ocupados para centrarnos en ello.
Julianne dio un sorbo de su bebida y esperó a que continuara. La sombra había desaparecido de su mirada.
—Pensamos en alquilar el local, pero no nos hacía gracia perder el control creativo. Preferimos ser los propietarios de la tienda y contratar a alguien que la dirija.
—¿Y me estás ofreciendo ese trabajo?
Él asintió.
—Estoy listo para darte el sueldo que creas que mereces.
Julianne se sintió abrumada y aspiró hondo.
—¿Te gusta esto? —le preguntó—. ¿Te gusta el rancho?
Ella miró a su alrededor, los corrales, los verdes pastos, los caminos rodeados de flores, los árboles umbrosos.
—Sí. Es precioso —sobre todo las colinas y las praderas salpicadas de flores—. Pero no es una decisión que pueda tomarse a la ligera.
Y se sentía algo perdida, algo confundida. ¿Por qué de pronto se le había ocurrido aquel plan? Se sintió casi como si le estuvieran haciendo chantaje.
—¿Por qué todo esto?
—¿La verdad? —dejó su cuenco de comida en el suelo—. Saqué un libro sobre el desarrollo del niño de la biblioteca y las cosas que leí me dejaron maravillado. Quiero experimentarlo todo. El embarazo, el parto, cuando el bebé empiece a gatear.
Bobby la miró; tenía la mirada llena de luz y calor. De instinto paternal.
Julianne sintió una ternura inmensa. Bobby había empezado a amar al bebé. Sentía la misma conexión, la misma ternura que ella hacia su hijo o hija.
Se tocó el vientre y dejó ahí la mano.
—No me lo esperaba, Bobby.
Y de pronto tenía que pensar en hacer un cambio que alteraría toda su vida. El bebé merecía tener a sus padres, a los dos, para ocuparse de él, para procurar su bienestar.
¿Pero podría vivir allí, tan lejos de casa? ¿Y qué había de su relación con Bobby?
¿No resultaría extraño el verlo cada día, el fantasear con él? ¿O disolvería el tiempo esa atracción?
—No sé —dijo en voz alta—. No sé si es buena idea.
¿Y si empezaba a sentir por él algo más fuerte?
—¿Por qué? —preguntó Bobby—. ¿Por qué no es buena idea?
—Por nosotros —respondió, intentando explicarse sin revelar sus miedos—. La mitad del tiempo ni siquiera sabemos qué decirnos.
—Superaremos esa fase. Podemos intentar ser amigos, hacer un esfuerzo por ello.
Dos amigos educando juntos a un niño. Sonaba sencillo y complicado al mismo tiempo. Julianne cerró los ojos. Se levantó una brisa leve que removió los aromas de la tierra, del rancho que sería su hogar, y el olor de los caballos y de la hierba le inundaron los sentidos.
Cuando abrió los ojos encontró a Bobby mirándola con intensidad. No tenía intención de ocultar sus emociones: el deseo de entregarle el corazón al hijo de ambos.
—¿Pensarás mi oferta? —le preguntó.
—Sí —contestó ella.
—¿Me darás una respuesta antes de marcharte?
—Sí —repitió.
De algún modo, lo haría.
Bobby había estado esperando, preguntándose cuál sería la decisión de Julianne. Desde la mañana anterior la había dejado sola, pero finalmente el último día subió a la cabaña. Esa noche tenía que volver a Pennsilvania.
Llamó a la puerta y momentos después Julianne apareció.
—Bobby —se alisó el cabello, aún revuelto de haberse levantado de la cama; llevaba puesto un pijama de seda—. Iba a llamarte después.
Ya era mediodía.
—Lo siento, pero me estaba impacientando.
—No pasa nada.
Ella se retiró y Bobby entró en la cabaña. Cuando empezó a tocarse el pelo, Bobby se fijó en ella. Parecía cansada y estaba pálida otra vez. De pronto se dio cuenta de que el mediodía era temprano para ella, teniendo en cuenta que aún estaría reponiéndose de las náuseas de la mañana.
—¿Te apetece una taza de té? —le preguntó—. Me estaba preparando una.
Como las ganas de abrazarla lo ponían nervioso, Bobby se metió las manos en los bolsillos.
—No, gracias.
Se fijó en la curva de sus senos, en su talle estrecho. Sabía que pronto se le hincharía el vientre y se le agrandarían los pechos.
—¿Café?
Sacudió la cabeza y se sentó a esperar en su sofá mientras ella se terminaba de preparar el té. Julianne volvió al poco con una taza en la mano. Se sentó en la silla de madera, cuyo material tosco desentonaba con la delicadeza de su aspecto, y Bobby sintió de nuevo deseos de abrazarla, de protegerla.
—Me vendré a vivir aquí —dijo Julianne sin rodeos.
Una oleada de alivio lo llenó, y sonrió. Ella también, pero con cierto nerviosismo, como si tuviera muchas dudas aún.
—Tengo algunas condiciones, Bobby; algunas cosas que deberíamos discutir.
—Te escucho.
—No quiero que me mantengas. La cabaña gratis no me conviene. Pagaré el alquiler, como lo haría cualquier otro inquilino.
Sería el amor propio femenino, pensó Bobby, viendo cómo alzaba la barbilla. No se lo había esperado.
—¿Qué hay del empleo?
Ella dio un sorbo de té.
—Me interesa. Creo que es una oportunidad estupenda.
—Bien.
—Hay más. Acepto lo de intentar ser amigos. Pero si las cosas no funcionan, quiero tener la libertad de poder volver a casa.
A Bobby se le encogió el corazón.
—¿Entonces estaré a prueba?
—No. No he querido decir eso —añadió en tono suave—. Estoy muy contenta de que quieras contribuir en la educación del bebé, y por eso estoy dispuesta a mudarme aquí. Pero no puedo garantizar que esta situación funcione. Es un cambió muy grande.
—Nos llevará un tiempo, Julianne.
—Lo sé, y solo quiero que sepas lo que siento.
Bobby se limitó a asentir. Su situación tenía que funcionar. El niño los necesitaba. A los dos.
—Vamos a ser unos buenos padres —dijo, sonriendo.
Ella también sonrió, y cuando recogió las piernas la parte de arriba del pijama se le subió un poco. Bobby se preguntó cuándo sería prudente tocarle la tripa.
—¿Qué voy a hacer con mi coche?
—No puedo conducir hasta Texas. No quiero hacer un viaje así. Yo sola no.
«Claro que no», pensó Bobby, diciéndose que tenían que discutir muchos detalles.
—Contrataré a una empresa de trasportes para que te traigan el coche. También me encargaré del camión de mudanzas.
—Gracias. No tengo intención de traerme muchas cosas. Seguramente dejaré la mayor parte de mis muebles en un guardamuebles —hizo una pausa y miró alrededor de su cabaña, como intentando imaginarse el lugar donde viviría—. Primero quiero acomodarme aquí.
—Es normal. Siempre puedes mandar que te envíen las cosas más adelante —miró también a su alrededor—. Siento no poder enseñarte el lugar donde vas a vivir. Aún está ocupado.
—No importa.
¿Debería contarle más sobre la cabaña que sería su casa? ¿O debería esperar a que se mudara?
Decidió esperar. Y entonces se lo mencionaría con naturalidad. No quería que ella supiera cuánto esfuerzo emocional le estaba costando invitarla a quedarse en su antigua casa.
En la cabaña espaciosa y luminosa que había compartido con su esposa.
—¿Tienes a alguien que te ayude a hacer las maletas? —le preguntó cuando vio que ella lo miraba.
—Mis primas.
—¿Cuánto tardarás en volver, Julianne?
—Unas cuantas semanas. Tal vez un poco más. Te llamaré cuando esté segura.
—De acuerdo.
Charlaron un poco más y finalmente él se levantó, sabiendo que ya era hora de marcharse.
Ella también se puso de pie y lo acompañó a la puerta. Cuando lo miró, a él se le enterneció el corazón. Aún estaba algo pálida; cansada, pero bonita.
—Gracias —dijo Bobby.
—¿Por acceder a mudarme aquí?
Él asintió.
—Y por querer tener a mi hijo.
Ella aspiró hondo y se abrazó el vientre.
—Siempre quise tener un hijo.
—Lo sé. Pero aun así me siento agradecido.
—De nada, Bobby —respondió tras unos segundos de silencio.
Se miraron a los ojos; la incertidumbre de sus futuros se extendía ante ellos.
—Estaré en contacto —dijo Bobby.
—Yo también.
Bobby salió al porche, ansioso porque ella regresara a Texas.