Capítulo 2

Julianne estaba sentada en el borde de la cama, leyendo un folleto del rancho. En su habitación del hotel, con sus vigas de roble y sus decorados de piedra caliza, tenía un arcón de cedro, una mesa de ciprés y ventanas con cristal emplomado.

Había leído que la arquitectura había sido inspirada por inmigrantes alemanes que originalmente se habían asentado en el condado de Texas Hill, pero los cestos coloridos y los cacharros de barro evocaban las raíces Cherokee de la familia Elk.

Curiosa por conocer más cosas sobre la familia de Bobby, miró la parte de atrás del folleto, pero el resto de la información se centraba en el rancho.

—¿Entonces qué te dijo?

Julianne levantó la vista. Kay estaba sentada a la mesa, mirándola con interés. Sus primas ocupaban la habitación de al lado, pero parecían empeñadas en estar junto a ella e intentaban sonsacarle detalles sobre Bobby Elk.

—Aceptó mis disculpas.

—¿Y? —la incitó Kay.

—Y hablamos de mi cumpleaños. Sobre cómo se hace uno con los cuarenta. Parecía entender cómo me siento.

—¿Le dijiste que estabas divorciada?

Julianne asintió.

—Lo mencioné.

—Nos parece perfecto para ti —Kay le echó una sonrisa a Mern.

Ella también estaba a la mesa, pero no era tan pícara como su hermana. Se limitó a asentir, esperando la respuesta de Julianne.

Qué suerte la suya. Sus primas, que la habían vuelto loca de pequeñas, habían decidido hacer de casamenteras.

—¿Y cómo pensáis que puedo salir con él? Solo voy a pasar una semana aquí.

—Se nos había ocurrido algo más en la línea de una aventura. Algo pasajero, apasionado y divertido.

Julianne se quedó boquiabierta.

—¿Una aventura? ¿Estáis de broma o qué? —solo se había acostado con un hombre en toda su vida, y ese había sido su marido—. Yo no hago esas cosas.

—Piénsatelo, Jul. Practicar el sexo con un apuesto extraño. Es justo lo que necesitas para salir de este bache.

¡Santo Cielo!

—¿Y las enfermedades de transmisión sexual?

—Puedes asegurarte de llevar protección —dijo Mern como quien no quería la cosa—. Puedes guardar unos condones en el cajón. O en el bolso. Es posible tener una aventura responsable.

—Y venden condones en la tienda de regalos —añadió Kay—. En este sitio hay de todo. Ni siquiera tendrás que ir al pueblo.

Julianne empezó a darle vueltas al asunto. Sus primas llevaban allí tres horas y ya le habían planeado una aventura con un hombre apuesto y una caja de condones.

Jugueteó con el folleto que tenía en la mano, intentando ordenar sus ideas. La idea de hacer el amor con Bobby Elk le daba mucho miedo.

Pero en el fondo, también la excitaba.

—¿Y si me insinúo y me rechaza?

Se quedaría avergonzada, hundida, humillada.

Kay dio otro sorbo de su refresco.

—Vamos, Jul. Es un hombre de sangre caliente; se le ve. Y tú le gustas.

—Esto es una auténtica locura —Julianne se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación.

—Solo piénsatelo —le dijo Mern.

Julianne se sentó otra vez en la cama y agarró el folleto. Cuando vio el nombre de Bobby, el corazón se le aceleró.

—Reflexiona durante uno o dos días —Kay se terminó su refresco—. No tiene por qué ser ahora mismo.

¿Reflexionar? ¿Qué significaba eso? ¿Que tenía que enfrentarse a Bobby Elk a la mañana siguiente pensando en el sexo?

—A ti te resulta fácil decirlo.

Ya sentía pánico de lo que fuera a pasar al día siguiente. Pánico solo de ver a Bobby. ¡Como para imaginarse en la cama con él!

A la mañana siguiente Bobby se despertó asustado, sacudiendo una pierna que ya no tenía.

Solo eran dolores imaginarios. Los nervios no sabían que ya no tenía esa pierna.

Pero Bobby sí. Como no creía en los analgésicos farmacéuticos, a veces encontraba alivio en la enebrina.

Desgraciadamente, esa mañana estaba de un humor de perros. El relajarse no era una opción, aunque sabía que lo ayudaría a que cediera un poco el dolor.

Miró a su alrededor y aspiró hondo. En lugar de vivir en la casa que había compartido con su esposa, habitaba una casa pequeña enclavada al pie de las colinas, rodeada de árboles, flores y largas noches de reclusión.

Cuando el dolor se le pasó, Bobby se levantó y echó mano de sus muletas. Fue al baño y observó las adaptaciones que había tenido que hacer en su casa. Pasamanos en las paredes y una ducha con asiento. Habían sido parte de su rutina diaria durante los últimos tres años, pero ese día lo hicieron sentirse como un tullido.

Bobby maldijo entre dientes. Detestaba la auto-compasión.

Se había prometido a sí mismo hacía mucho tiempo que no insistiría en preguntarse: «¿Por qué yo?». Y lo había estado haciendo bastante bien. Hasta el día anterior, en el que había llegado una bonita pelirroja y había provocado en el una atracción que jugueteaba ya con su libido y le hacía desear con desesperación que su cuerpo estuviera completo.

Después de la ducha se colocó la prótesis. No debía caer en la autocompasión. Después de todo, él era un hombre activo y fuerte, solvente también. Tenía mucho por lo que dar gracias.

Cada día hablaba con el Creador, y el Señor siempre lo escuchaba. Pero esa mañana Bobby no se sintió con fuerzas para agradecerle lo que le había dado.

En aquella soleada mañana de verano se sintió como lo que era: un viudo de cuarenta y dos años que había perdido a su esposa. Aparte de un detestable tullido ávido de sexo.

Llegó a su despacho del granero a las seis de la mañana, puso la cafetera y comprobó las clases que tenía programadas para ese día en el ordenador mientras esperaba a que se hiciera el café. Julianne era su primera lección del día.

Miró nerviosamente el reloj mientras escuchaba el silbido de la cafetera. Podría soportarlo, se dijo. Ella solo estaría allí una semana. Y él sabía cómo relacionarse con sus huéspedes; cómo ser un buen anfitrión.

Tanto el café como el desayuno continental que el chef le había enviado al despacho le supieron a gloria. El viejo chef, que había estudiado en la escuela de Cordón Bleu en París, mimaba a Bobby y al resto de los trabajadores del rancho cada mañana con sus aromáticos bollos recién hechos.

Volvió a mirar el reloj y vio que era la hora de atender a Julianne, a quien trataría como a un huésped más. Una estancia de una semana en su rancho no le salía barata a nadie, y al menos tenía el deber de recibirla con una sonrisa genuina. O tan genuina como pudiera.

Cuando salió vio que ya estaba sentada en un banco que había a la puerta del granero. Llevaba el pelo atado en una cola de caballo con un lazo azul de raso.

Se puso de pie y lo miró con tal dulzura y calidez como la del sol. Bobby se acercó a ella, pensando que tenía el aspecto de un hada. Un bonito hoyuelo le adornaba la mejilla; tenía los ojos verde musgo y la nariz pecosa.

A sus cuarenta años estaba aún muy bonita. Fresca y lozana.

—Buenos días —dijo él.

—Hola.

—¿Has montado a caballo alguna vez? —le preguntó, preparándose para su clase.

Sacudió la cabeza.

—Soy de Pennsylvania.

No pudo evitar sonreír.

—¿En Pennsilvania no hay caballos?

—Sí, claro, claro. Ha sido una tontería mía.

Pero a Bobby le pareció muy tierno por su parte.

—Solo te estoy tomando el pelo, Julianne.

—Lo sé —le sonrió—. Y se te da bien.

Él continuó sonriendo.

—Eres un blanco fácil.

—¿Entonces me vas a torturar con ese humor tuyo?

—Sí, señorita —respondió.

El sentido del humor era lo que lo mantenía vivo. Eso, y su pasión por los caballos. Además del amor paternal que sentía hacia su sobrino.

Por un momento pensó si Julianne tendría hijos. Pero como aquel no era el lugar adecuado para preguntárselo, no lo hizo.

—Vamos —le dijo, conduciéndola al granero—. Te presentaré a tu montura.

Escogió un caballo castrado de modales afables y bien entrenado.

—Este es Caballero.

—Entonces es macho.

—Sí —dijo Bobby mientras la observaba acercándose al caballo—. Un caballo de diez años.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Que es macho?

Julianne miró al caballo y se puso colorada como un tomate.

—Me refería a su edad.

Él esbozó una sonrisa reveladora.

—Sabía a lo que te referías.

—Oh, Dios mío —se echó a reír y volteó los ojos—. Me estabas tomando el pelo otra vez. Soy tan torpe.

—No, no lo eres.

A él le parecía divertida. Un poco ingenua. Y esa ingenuidad de niña lo incitaba a besarla.

—Eres dulce.

Ella pestañeó y sonrió, y el hoyuelo se le marcó un poco más.

—Gracias.

Bobby se acercó un poco y se miraron. Lo único que tenía que hacer era echarse hacia delante y empezar a besarla, a beber de su ternura.

Cuando ella se pasó la lengua por los labios, un escalofrío le sacudió las entrañas.

Solo era deseo. Pero besar a Julianne no cambiaría ni quién era ni lo que le había hecho a Sharon. No restablecería su honor o la promesa que le había hecho a la familia de su esposa, y que poco después había roto.

Solo sería un bálsamo, un alivio temporal de lo que nunca dejaría de aquejarlo.

Pero eso no hizo que su deseo, que su avidez, fuera menor, menos real.

—¿Dónde estábamos? —dijo Bobby, haciendo lo posible para romper el hechizo, para retomar el camino adecuado, para dejar de mirarle los labios.

—Estábamos...

A punto de besarse, pensó Julianne. O eso le había parecido. Pero tampoco podía poner la mano en el fuego. Llevaba demasiado tiempo fuera de práctica.

—Estábamos hablando de la edad de Caballero.

Se volvió hacia el caballo en intentó recuperar la compostura. Se había pasado casi toda la noche despierta, dándole vueltas al asunto de la aventura con Bobby.

Una aventura divertida, apasionada, alocada.

—Oh, sí —dijo él—. En primer lugar es un caballo castrado.

Julianne acarició la cabeza del caballo.

—Su fecha de nacimiento está en sus papeles —continuó Bobby—. Pero por los dientes puedes conocer la edad de un caballo. Su superficie cambia según se van haciendo mayores.

—Eso tiene sentido.

Bobby la miró, y de nuevo sus miradas se encontraron. Con suavidad, como una brisa de primavera.

Julianne pensó que sus primas tenían razón. Necesitaba continuar con su vida; deleitarse en la calidez y en la gloria de lo que pudiera darle aquel vaquero duro y apuesto.

—¿Estás lista? —le preguntó él.

¿Para acariciarlo? ¿Para tumbarse junto a su cuerpo atlético y esbelto?

—Sí —contestó.

Una vez fuera, Bobby ató a Caballero a un poste. Julianne permaneció a su lado, observando todo lo que hacía.

Entonces ensilló al caballo, explicándole todo lo que iba haciendo y nombrando cada parte de la montura. Julianne lo escuchó, pero de vez en cuando su pensamiento echaba a volar.

—¿Qué esperas sacar de tu primera lección? —le preguntó, apretando la cincha—. ¿Qué quieres de la clase?

Hubiera querido decirle que a él.

—De momento solo lo básico. Para poder apuntarme en una de esas visitas guiadas por las colinas y sentirme cómoda —se retiró un mechón de pelo de la cara antes de continuar—. ¿También haces tú las visitas?

El asintió.

—Mañana por la mañana tengo un grupo.

Ella no quería compartirlo con un grupo.

—¿Puedo reservar una visita para mí sola?

—Sí, pero tendrá que ser el jueves. Es el único día que estoy libre. Tengo un programa muy apretado esta semana.

Se imaginó a solas con él en las colinas, rodeada por el aroma de las flores silvestres y la brisa cálida.

—Entonces, el jueves. Ahora solo tengo que aprender a montar.

—¿Estás nerviosa? —le preguntó mientras terminaba de preparar al caballo.

Ella sacudió la cabeza y se fijó otra vez en la alianza de oro que llevaba en la mano.

—Es importante que te relajes —dijo—. Que el caballo sienta que eres tú la que controlas.

Mientras Bobby conducía a Caballero, Julianne caminaba a su lado, preguntándose cuánto tiempo habría estado casado. La muerte tenía que ser peor que el divorcio. Ella había renunciado con facilidad a su anillo de boda, desde luego.

Una vez que estuvieron en el ruedo, intentó dejar de pensar en todo aquello. Pero mientras esperaba a que empezara la clase, aspiró con nerviosismo.

—Pensé que no estabas nerviosa —le dijo Bobby.

De acuerdo, tal vez lo estuviera; pero no por montar ese caballo.

—Estoy bien, de verdad.

Solo temerosa por la decisión que acababa de tomar; la de practicar el sexo con un extraño. Con aquel que tenía delante, pensó mientras volvía a mirarle el anillo.

—¿Estás segura?

—Sí.

Así que echaba de menos a su esposa. Eso no significaba que no estuviera con otras. El hombre era viudo, no un santo.

Como ella no pudo subirse sola, él la ayudó. Después le ajustó las espuelas.

La lección fue como la seda a partir de ahí. Bobby la corregía cuando hacía algo mal y la elogiaba cuando lo hacía bien. La instrucción duró casi dos horas, y cuando desmontó le temblaban las piernas.

Bobby la agarró de los hombros y de pronto se quedaron de pie a solo unos pocos centímetros de distancia. Cuando agachó la cabeza para mirarla, sus miradas se encontraron.

Julianne se quedó helada. Dios, que apuesto era. Una obra de arte cherokee, con su piel cobriza y sus facciones fuertes y bien esculpidas.

—Se te pasará —le dijo.

¿El qué? ¿El temblor en las piernas? ¿O la sensación sedosa entre los muslos?

—¿Estás seguro?

—Sí —dijo con voz ronca, masculina, mientras retrocedía un paso.

Julianne intentó calmar sus pulsaciones, respirar con regularidad. Pero el esfuerzo no le sirvió de mucho. No iba a olvidarse de Bobby Elk hasta que la tuviera entre sus brazos.

Entre sus brazos cálidos, húmedos y desnudos.

Libres y pecaminosos.