Capítulo Diez
Las gaviotas revoloteaban por la orilla y el cielo reflejaba un prisma de tonos veraniegos.
—Es muy hermoso —musitó Lea.
Caminaba con su padre a lo largo de la playa privada, con la arena caliente brillando a sus pies.
—Es un buen sitio para estar solo.
Lea asintió y lo miró. La brisa hacía volar su pelo. Quería disculparse de nuevo, pero temía que hablar de Dama Savannah rompiera el encanto.
Se alisó la camiseta con aire avergonzado. Se había preocupado mucho por su aspecto, temerosa de no poder estar nunca tan guapa como su otra hija. Abraham tenía cinco hijos legítimos, cuatro chicos y una chica. Lea había visto fotos de ellos en los periódicos. Eran adultos como ella, pero, hasta donde sabía, nunca habían hecho nada contra su padre.
—¿Les has hablado de mí a tus otros hijos? —preguntó.
—Sí. Se lo dije cuando recibí los resultados de la prueba de paternidad.
—¿Se enfadaron?
Abraham dejó de andar.
—Se enfadaron porque me había acostado con otra mujer cuando estaba casado con su madre, pero creo que empiezan a aceptar lo de la amnesia.
Lea miró su ceño fruncido.
—¿Y tú?
—Mi matrimonio no era tan fuerte como debía haber sido —repuso él—. ¿Quieres conocer a tus hermanos?
Lea respiró hondo.
—Me gustaría mucho —miró a su padre a los ojos, confiando en que sus otros hijos también quisieran conocerla.
Abraham le sostuvo la mirada.
—Se lo diré y que te llamen cuando estén preparados. No quiero organizar una cena familiar. Creo que es mejor que cada uno afronte la situación a su modo.
—Comprendo. Yo también lo prefiero así. Una cena familiar me pondría muy nerviosa.
—Con el tiempo será más fácil —sonrió él—. Estamos haciendo progresos.
Lea le devolvió la sonrisa, sabedora de que su madre se habría sentido complacida.
—Tengo algo que enseñarte —metió la mano en el bolso y sacó la fotografía.
Abraham la miró.
—No sabía que nos habían hecho una foto —la tomó con cuidado—. Debió ser Trung —dijo con voz preñada de emoción.
—Sí, pero se lo pidió mi madre. Quería tener una foto tuya —Lea pensó en los años que su madre había luchado por sobrevivir, los días en los que lloraba por su amante americano—. Te echaba de menos.
—Lo siento, Lea. Lo siento mucho.
—Yo también —aprovechó la oportunidad para correr el riesgo de abrazarlo—. Siento todo lo que he hecho.
Él le devolvió el abrazo, primero vacilante y después con más fuerza. Ella cerró los ojos un momento.
Cuando se separaron, tenía los ojos húmedos. —Aún quiero convocar una conferencia de prensa —dijo él—. Y presentarte en público como hija mía.
—Eso significa mucho para mí, pero no estoy preparada para hablar con la prensa y encontrármelos en la puerta de mi casa. Preferiría quedarme al margen un tiempo.
—Está bien. Sólo quiero que sepas que la oferta sigue en pie.
Le devolvió la fotografía y Lea decidió que su madre había acertado. Abraham Danforth era un hombre honorable.
John Van Gelder aceptó la copa de brandy que le tendía Hayden y lo miró con cautela. En ese momento no sabía en quién confiar. Danforth seguía por delante en las encuestas y el electorado parecía encantado con él.
—Espero que tengas algo bueno —dijo.
—Lo tengo —Hayden se apoyó en la mesa de su despacho, muy seguro de sí mismo.
A John le recordó un pavo real que extendiera sus plumas.
—¿Qué has descubierto? —preguntó.
—Abraham Danforth se hizo unas pruebas de paternidad hace un mes.
John no reaccionó de inmediato.
—¿Esa información es segura?
—Mi fuente es muy fiable. La persona con la que he hablado está segura de que Danforth es padre de un retoño ilegítimo.
John sonrió.
—Eso son buenas noticias —terminó el brandy—. Creo que acabamos de encontrar el modo de acabar con Danforth.
—Sí, señor —Hayden le llenó de nuevo la copa—. Yo también.
Cuando Lea volvió de la playa, se preparó para su cita con Michael, que había prometido llevarla a cenar fuera y cumplir así su promesa de cortejarla. Se puso un vestido negro corto y se recogió el pelo en la parte de arriba de la cabeza con la esperanza de parecer elegante y chic.
A las nueve en punto llegaban a Steam, un club y restaurante de moda situado en el centro. Menos de cinco minutos después estaban sentados en una de las mejores mesas.
Lea miró a su alrededor con curiosidad. El comedor estaba situado en el segundo piso, encima del club. Desde su asiento podía ver el escenario de abajo. Tanto el restaurante como el club estaban decorados en terciopelo rojo, con toques de caoba y mármol.
—El dueño es Clayton Crawford —le dijo Michael—. Es un buen amigo mío
Ella tomó la carta.
—No me extraña que nos traten tan bien.
—Le he hablado de ti a Clay. Sabe todo lo de Dama Savannah. Tenía que confiar en alguien.
—Pensará que soy terrible.
—Le he dicho que has arreglado las cosas con tu padre.
Lea se relajó un tanto.
—Supongo que lo conoceré hoy —musitó.
—Y a su prometida también —él miró por encima de la balaustrada—. Creo que están abajo. Los buscaremos luego.
Cuando llegó el camarero, los dos pidieron lo mismo: un bistec y una bandeja de marisco con verduras a la plancha y especias.
—Esto es muy agradable —musitó ella.
—¿Sí, verdad?
—Sabes cómo tratar a una mujer.
—Tú eres la persona más importante del mundo para mí —la voz de él se volvió ronca—. ¿Soy yo tan importante para ti?
A Lea casi se le paró el corazón, pero eso no le impidió buscarle la mano a través de la mesa y confesar la verdad.
—Te quiero.
—¿De verdad? —la voz de él sonaba aún ronca, preñada de ansiedad—. ¿Y por qué no quieres mudarte a mi casa?
—Porque tú sigues sin aclararte con tus sentimientos.
Michael no lo negó.
—Clay cree que estoy enamorado de ti. Piensa que me ha dado fuerte.
Y Cindy pensaba que era sólo sexo. ¿Quién tenía razón?
Cuando llegó el camarero con el pan y el vino, separaron las manos y dejaron la mesa libre.
—¿Cómo sabes que me quieres? —preguntó él de pronto.
—Porque lo sé —no sabía cómo explicar sus sentimientos—. Si te da miedo, no importa.
El levantó su copa de vino.
—Yo sólo pienso en tocarte, en acariciarte por todas partes —se inclinó hacia delante—. ¿El amor es así?
—Yo no sé cómo es para los hombres.
Michael frunció el ceño.
—Yo tampoco —terminó la copa y se sirvió otra—. Quizá deberíamos dejar de hablar de esto.
Lea estaba de acuerdo, así que guardaron silencio mientras tomaban vino v untaban mantequilla en el pan. Cuando llegó la comida, comieron también en silencio, aunque se miraban con ansiedad de vez en cuando.
A mitad de la cena, Michael inició otra conversación.
—Voy a ser el padrino en la boda de Clay.
Ella probó la verdura.
—¿Cuándo es?
—A finales de este mes. ¿Quieres venir conmigo?
—Sí. Me gustaría mucho.
—Me alegro —le sonrió él—. Quiero que esto funcione, Lea. Quiero que nos salga bien.
—Yo también —lo miró a los ojos y vio en ellos sus propios sueños, los deseos de una con lai que se había enamorado de un mestizo.
Después de cenar, bajaron al club, donde Michael le presentó a Clay Crawford y su prometida, una pelirroja exuberante llamada Kat.
Lea notó el modo en que se miraban y la ternura y sutileza con las que se tocaban.
Clay parecía estar observándola, pero a Lea no le importó. Si pensaba que Michael estaba enamorado de ella, estaba más que dispuesta a considerarlo un aliado.
Clay y Kat se despidieron pronto, alegando que tenían trabajo. Pero Lea adivinó que más bien querían dejarlos solos.
—¿Quieres bailar? —le preguntó Michael.
Ella aceptó y le tomó la mano. Juntos salieron a la pista y buscaron un sitio entre las otras parejas.
La música era suave y sensual, tan rítmica como el movimiento de sus cuerpos. El bajó la cabeza para besarla y después le acarició el cuello con los labios y respiró suavemente contra su piel.
—¿Te quedarás esta noche conmigo? —preguntó ella, que no quería estar sola.
—Sabes que sí —volvió a besarla, y en ese momento desesperado Lea se dijo que no importaba si él no conocía la diferencia entre la lujuria y el amor, que sólo importaba que siguiera acariciándola.
Sólo importaba la belleza de hacer el amor con él. Y el consuelo de sus caricias, la seguridad dulce y tierna de dormir en sus brazos.
Michael se despertó en la cama de Lea, en una habitación con sábanas de color lavanda y muebles blancos sencillos.
Se sentía fuera de lugar en aquel entorno femenino, pero intentó calibrar sus sentimientos, el miedo a enamorarse, a sentirse abrumado, a no saber adónde volverse o qué hacer.
Confuso, respiró el aroma familiar de la piel de ella, que dormía todavía en sus brazos.
Se apartó y se incorporó en el codo para mirarla. Ella abrió los ojos, adormilada.
—¿Qué haces? —preguntó.
Michael consiguió sonreír.
—Te miro.
—¿Por qué?
—Porque eres muy guapa —y porque cuando estaba con ella, su vida adquiría sentido, y cuando no, se volvía loco—. Me gustaría que te vinieras a vivir conmigo.
Lea le acarició la mejilla.
—Decidimos tomarnos un tiempo.
Michael frunció el ceño. En cierto sentido, comprendía su renuencia, pero también le dolía.
—Crees que soy impulsivo.
—Lo eres —ella le acarició la frente—. Pero de todos modos estoy enamorada de ti.
El bajó la cabeza para besarla y deseó poder tener más control sobre lo que ocurría. Los únicos momentos en los que su relación le parecía estable eran cuando estaba dentro de ella.
Lea le acarició el pelo y tiró de él hacia sí. Los dos estaban aún desnudos, calientes y pegajosos de la noche anterior.
—No tengo más preservativo aquí —musitó él.
—No importa. No tenemos por qué hacerlo.
—Pero yo quiero darte placer —incapaz de resistirse, le acarició los pezones y se metió uno en la boca.
Lea se arqueó y suspiró; y él le acarició el cuerpo.
—No puedo pensar con claridad cuando me tocas —susurró ella.
—Mejor —no quería que se comportara racionalmente, quería que se rindiera a él—. ¿Te gusta esto? —bajó la lengua hasta su ombligo—. ¿O esto? —le mordisqueó la piel, cada vez más abajo.
Cuando ella abrió las piernas, invitándolo a saborearla, él la besó entre los muslos y usó la lengua para darle lo que quería, lo que los dos necesitaban.
Calor. Sensaciones primarias. Escalofríos seductores.
Lea gimió. Levantó las caderas y se frotó contra la boca de él para demostrarle cuánto le gustaba lo que le hacía.
A él también le gustaba. Para Michael, el sexo oral era más que un juego previo, era el acto de entrega por excelencia, de confianza en tu compañero.
Cuando ella llegó al clímax, él saboreó su orgasmo y después la miró hundirse en la cama satisfecha. Nunca había visto a una mujer más hermosa.
—Me mimas demasiado —dijo ella.
El la besó en la boca.
—De eso se trata.
Ella se dio la vuelta.
—Yo también puedo mimarte a ti.
A Michael se le aceleró el pulso.
—No es obligatorio.
—¿Y si quiero hacerlo? —se colocó entre los muslos de él, que contuvo el aliento.
Movió las piernas para darle acceso pleno a su cuerpo y ella lo tomó con manos y boca, aumentando cada vez más el ritmo.
Michael, embrujado, jugaba con su pelo, lo que añadía erotismo al momento. Sabía que debía advertirla de que estaba a punto de llegar, pero no pudo decidirse a disminuir aquel placer intenso, así que siguió observándola y excitándose cada vez más.
Pasaba el tiempo. Segundos, minutos. No le importaba. No podía pensar más allá de esa caricia, de lo que ella le hacía sentir.
Lea se lo daba todo... todas las sensaciones que un hombre pudiera desear, todas las fantasías calientes y pícaras que pudiera tener.
Michael puso las manos en el rostro de ella, sabedor de que iba a terminar en su interior y ella se lo iba a permitir.
Cuando todo acabó, se miraron atónitos, confusos, extrañamente excitados. El no sabía si debía disculparse o abrazarla con fuerza y besarla hasta hacerle perder el sentido.
No hizo nada de eso. Simplemente aceptó su nueva intimidad y, cuando ella se pasó la lengua por los labios, preguntó con curiosidad:
—¿Salado?
Lea asintió; buscó la botella de agua al lado de la cama y tomó un trago.
—Nunca había llegado hasta ahí.
Michael sintió un calor nuevo.
—Yo tampoco —siempre se había retirado antes del clímax, nunca había esperado que ninguna de sus amantes hiciera lo que acababa de hacer ella—. ¡Qué modo tan increíble de empezar el día!
Se abrazaron y él rezó para no perderla nunca, para que fuera siempre suya.
Sonó su teléfono móvil y Michael maldijo su trabajo y lo buscó en la mesilla.
—¿Michael? —la voz de Cindy sonaba frenética—. ¿Has visto el periódico esta mañana?
—No. Estoy en casa de Lea. ¿Qué ocurre?
—Está en primera página.
—¿El qué? —preguntó él, que buscaba ya su ropa.
—La prueba de paternidad. Alguien la ha filtrado a la prensa.
Michael miró a su amante y maldijo con ganas.
—¿El artículo habla de Lea?
—No. Son básicamente especulaciones, pero no deja en buen lugar al señor Danforth.
El se puso los pantalones.
—Lea y yo vamos para el despacho. Envía al resto del equipo a Crofthaven.
—Ya lo he hecho.
—Bien. Nos veremos pronto —colgó el teléfono y pidió a Lea que se preparara, sabedor de que no iba a ser un día fácil.