Capítulo Seis
Lea no esperaba que Michael se esforzara porque su sesión de investigación resultara tan hogareña. Había colocado una bandeja con fruta y queso en la mesita de café y sirvió un vaso de vino blanco para cada uno; ella, pues, tomaba sorbos, mordisqueaba manzanas y brie y hacía lo posible por parecer tranquila.
—Es mejor que empecemos por el principio —Michael arrancó una uva y se la metió en la boca—. El primer mensaje electrónico que recibió tu padre fue en febrero. Decía: «<Te estoy vigilando». El segundo que llegó sólo decía: «Vas a sufrir>,. Y el tercero: «Sigo vigilando»~. Todos iban firmados por Dama Savannah.
La miró a los ojos y ella se esforzó por mantener la calma, porque no le temblaran las manos.
—¿Sucedió algo después de eso?
Michael asintió.
—En marzo Dama Savannah le envió un virus que le destruyó el ordenador.
—¿Y cómo sabes que era la misma persona? ¿Había también un mensaje? —preguntó ella.
—Sí —él se acercó un poco más. Estaban sentados juntos en el sola y la claraboya de encima de sus cabezas mostraba una noche cuajada de estrellas—. La nota decía: «espera lo inesperado. Esto no ha terminado». Era el mensaje más críptico de todos, pero, combinado con el virus, sabíamos que iba en serio —hizo una pausa—. ¿Qué crees que quería decir con lo de que no había terminado?
—No lo sé —A Lea el vino le caía en el estómago como fuego líquido. ¿Notaba él que mentía? ¿Sabía interpretar su lenguaje corporal? ¿El modo en que se movía en el sofá?—. ¿Qué crees tú que significa?
—Que le tenía algo más reservado a Danforth.
Ella tomó otro sorbo de vino.
—¿Por ejemplo?
—Aún no lo sé. Pero me confunde que haya pasado tanto tiempo sin dar señales de vida —Michael comió otra uva—. O está esperando la ocasión perfecta para hacer el próximo movimiento o ha cambiado de idea por alguna razón.
—¿Qué sabes de Dama Savannah? ¿Qué detalles tienes? —preguntó Lea.
—He estado trabajando en un perfil —él tomó una carpeta que había dejado en la mesa—. En primer lugar, hay tres tipos de acosadores. De bajo riesgo, de riesgo medio y de riesgo alto —abrió la carpeta y sacó unos papeles—. Dama Savannah es de riesgo medio. Ese tipo de acosador suele conocer a la persona a la que acosa.
—¿Suelen conocerse bien?
—A menudo tiene algún rencor contra ella, es un ex amante, un antiguo amigo o un ex socio de negocios.
O una hija abandonada. Una my Lai dejada atrás en Vietnam.
—¿Y los de riesgo medio son muy temibles? —preguntó ella.
—Pueden serio. El mayor peligro es que a menudo saben mucho del acosado. No son como los de riesgo bajo, que sólo intentan acercarse a la persona y esperan llamar su atención, como un fan. Los medianos tienen un interés más fuerte.
Lea respiró hondo. Había amenazado a su padre con hacerle algo más para hacerle pagar por su dolor.
—¿Y los de riesgo alto?
—Son muy peligrosos, pero Dama Savannah no encaja en ese perfil. Los de riesgo alto son hombres y mujeres que viven en un mundo de fantasía; suelen tener problemas mentales y están obsesionados con el acosado. No respetan nada la ley y no temen las consecuencias.
—¿Pero Dama Savannah sí?
—Sí —él probó un trozo de brie—. Se muestra cautelosa en su aproximación. Creo que vive y trabaja en el mundo real y no quiere ver su vida arruinada por una encuesta policial o una orden de alejamiento. Le importa que no la descubran.
—¿La policía participa en la investigación? —preguntó ella, con el corazón latiéndole con fuerza.
—Claro que sí. Danforth se presenta a senador, no va a dejar nada al azar, por eso me encargó el caso a mí.
Lea guardó silencio. Se preguntó qué diría él si le contaba la verdad, si confesaba haber enviado el virus y los mensajes. ¿La perdonaría o la miraría con desdén?
Levantó la vista con ansiedad y vio que él la observaba.
—¿La policía tiene una descripción de esa mujer? ¿La ha visto alguien? —preguntó.
—Sí —él rompió el contacto visual y miró de nuevo la carpeta—. Rastrearon sus mensajes hasta ordenadores públicos. El primero de una biblioteca de la ciudad, dos de una empresa de fotocopias y el del virus de un cibercafé.
—¿Y los empleados de esos sitios la recuerdan?
—El encargado del cibercafé sí —Michael le tendió un dibujo de Dama Savannah—. Es un parecido lejano, pero no tenemos nada más.
La joven observó el dibujo, que por suerte no se parecía a ella.
—De veintitantos años, pelirroja y gafas oscuras.
—Exacto. Pero he llegado a la conclusión de que el pelo era una peluca y las gafas formaban parte de su disfraz.
Lea no pensaba preguntarle por qué creía que ella debía cubrirse los ojos.
—Creo que también alteró su altura —siguió él—. Que llevaba zapatos de plataforma aunque con pantalones largos para que no se vieran. El encargado dijo que era alta y delgada como una modelo, pero yo no creo que sea así.
—¿Crees que es bajita y regordeta?
Michael enarcó las cejas.
—Creo que los zapatos creaban la ilusión de que era como una modelo. Seguramente está delgada y con los tacones parecía aún más delgada.
Lea recordó cómo la había mirado el encargado del cibercafé.
—¿Crees que le gustan las chicas altas y delgadas y que por eso se acuerda de ella?
—Sí, eso es lo que creo. Nos hizo una descripción mejor de su cuerpo que de su rostro.
—¿O sea que podría ser cualquiera que haya tenido algo que ver con mi padre?
—Cualquiera con motivos para amenazarlo —corrigió él.
—Sí, por supuesto —ella le devolvió el dibujo.
Michael no lo guardó, sino que se lo quedó en la mano.
—Yo creo que sabe informática, que creó el virus ella misma.
—Y si tanto sabe, ¿por qué usó ordenadores públicos?
—Porque quería que los localizaran y quería que la vieran. Intentaba darnos una descripción falsa de Dama Savannah.
A Lea empezaron a sudarle las manos.
—A lo mejor te equivocas. Puede que sea de verdad pelirroja, alta y delgada.
Michael negó con la cabeza
—Sólo fue un disfraz inteligente.
Puede que sí. Pero Dama Savannah era una cobarde, incapaz de confesar la verdad y dejar que su amante la entregara a la policía.
—He investigado todos los ángulos de este caso —dijo él—. Al principio incluso sospeché de John Van Gelder, el oponente de tu padre. Pensé que había contratado a la acosadora para asustar a Danforth y que se retirara de las elecciones —miró el dibujo—. Pero el motivo de esto no es político.
Ella no contestó. Porque, al igual que Michael, sabía que .John Van Gelder no tenía nada que ver con aquello. Dama Savannah era ella.
.John Van Gelder miró por la ventana el sendero iluminado por la luna y el perímetro de hierba del jardín. La casa era de Hayden Murphy, un miembro de su equipo de asesores.
Por lo que a .John respectaba, Hayden era un crío. Tenía veintitrés años, la misma edad que su hija.
Suspiró con cansancio, se apartó de la ventana y vio que Hayden lo observaba. El chico estaba en el escalón más bajo de la escalera política, pero no era tan terco como los demás miembros del equipo y hacía lo que le decían.
—Parece preocupado —dijo Hayden.
—¿Y te extraña?
—Estoy escarbando todo lo que puedo, señor.
—Pues escarba más. Encuentra algo sucio sobre Danforth —John tenía intención de ganar la elección al senado aunque eso implicara manchar a su contrincante—. Busca algo que ensucie esa imagen de honrado que tiene. Algo escandaloso.
—Lo haré. Le prometo que lo haré.
John lo miró con ojos entrecerrados. Con su pelo rubio y sus rasgos juveniles, tenía más aspecto de estudiante universitario que de asesor, lo que le recordó que su hija había terminado ese año sus estudios en una universidad europea.
John era viudo y Selena su única hija. ¿Se habría mostrado tan decidido a ganar aquella condenada elección si hubiera tenido un hijo?
Pero no un hijo como Hayden. Hasta el momento, el chico ambicioso no había descubierto nada escandaloso. John necesitaba algo para desacreditar a su oponente. No quería quedar en segundo lugar con Abraham Danforth.
Frustrado, volvió su atención a Hayden.
—A lo mejor no estás preparado para un trabajo de este calibre.
El joven enderezó los hombros.
—Eso no es cierto. Conseguiré lo que busca.
—Más vale —lo amenazó John—. Porque si no lo haces, encontraré a alguien que lo haga.
Lea se llevó la bandeja con la fruta y el queso y Michael hizo lo mismo con las copas vacías. Entraron juntos en la cocina, pero no hablaban mucho; la conversación sobre Dama Savannah los había dejado tensos.
El dejó las copas en el fregadero y ella observó las rodajas de manzana que empezaban a ponerse marrones. Las uvas eran salvables, pero a Michael le importaba más que Lea pareciera tan concentrada en su tarea.
—No te preocupes por eso —dijo.
Ella levantó la vista.
—No me gusta tirar comida.
—De acuerdo, como quieras. Guárdala si quieres —Michael había esperado una confesión por su parte, pero no había tenido suerte.
Miró su reloj y vio que era hora de acostarse.
—Pareces tensa —musitó.
Ella guardó la fruta en una bolsa.
—Ha sido un día largo. Sólo necesito relajarme —abrió la puerta del frigorífico y bajó la cabeza—. Sólo necesito que me abraces.
¿Para aliviar su culpa? ¿O para reunir el valor de decirle la verdad?
—Deberías mudarte a mi cuarto.
—¿Estás seguro? —cerró el frigorífico y se volvió a mirarlo con ojos llenos de esperanza—. ¿No prefieres conservar tu intimidad?
—No tiene sentido que estemos en habitaciones separadas. De todos modos estamos enrollados.
Lea le dedicó una sonrisa trémula.
—Sí, es verdad.
Michael la ayudó a trasladar su ropa al armario de la suite grande y se dio cuenta de que eso era lo más cerca que había estado nunca de vivir con una amante. Dos semanas no era mucho, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, parecían un compromiso monumental.
Se lavaron juntos los dientes y se prepararon para acostarse. El eligió un calzoncillo largo y ella se puso un camisón de aire virginal.
Se metieron en la cama y apagaron la luz. La habitación no quedó muy a oscuras. Una luna baja arrojaba un resplandor romántico sobre las sábanas.
Lea se acercó a él y Michael la rodeó con sus brazos. Ella apoyó la cabeza en su hombro y su pelo le hizo cosquillas en la barbilla.
—Gracias, Michael.
—¿Por qué?
—Por abrazarme.
—De nada —se dijo que, si estaba cerca de ella, no tenía otra opción. Ella suspiró y él supo que no iba a confesar su pecado, por lo menos esa noche.
—Háblame de los seminolas —dijo Lea—. Aún no me has enseñado gran cosa de tu herencia.
Michael pensó un momento. Quería decirle algo bonito, algo que le hiciera más soportable el dolor de su infancia.
—Según una leyenda seminola, el Creador, el abuelo de todas las cosas, creó la tierra y todo lo que contiene. Y procuró que ciertos animales y plantas tuvieran poderes curativos, pero eligió a la pantera para ser la primera que caminara sobre la tierra.
—¿Por qué?
—La pantera era su predilecta. Decía que la pantera era bella y majestuosa, que tenía fuerza y paciencia —hizo una pausa—. Mi madre me contó eso porque nosotros somos del clan Pantera.
Lea parecía curiosa.
—Siempre había considerado fieras a las panteras.
—Mi madre era fiera cuando se enfadaba con mi padre —suspiró él—. La infidelidad no es algo común entre los seminolas. Ella no había pensado nunca que su marido pudiera engañarla.
—Siento pena por ella —musitó Lea.
Michael se encogió de hombros.
—Ya pasó. Ahora está muerta.
—Pero ella es todavía parte de ti, Michael.
Eso no podía negarlo. Era hijo de su madre, pero no había podido salvarla, sacarle del corazón al tramposo de su padre.
Lea se acurrucó más contra él.
—¿Tu madre te preparaba comida seminola?
—A veces hacía sopa de calabaza. Era mi predilecta.
—¿Crees que podrías hacerla tú?
¿Podría? Solía sentarse a la mesa de la cocina y ver cómo la preparaban.
—Puedo intentarlo. Recuerdo que mi madre le ponía nuez moscada y azúcar.
Ella sonrió.
—No me extraña que te gustara.
Michael entrelazó los dedos con los de ella, se llevó las manos unidas a los labios y le besó los nudillos.
—Soy algo goloso.
Lea apoyó la cabeza en su pecho y él supo que escuchaba el ritmo de su corazón.
—Nunca he ido a la reserva donde se crió mi madre. Es una locura, ¿verdad? No he visto la tierra natal de mi madre.
—Pues deberías ir algún día.
—Sí. Pero mi madre no se hablaba con su familia; seguramente sería incómodo —miró el techo y vio sombras encima de su cabeza—. Los seminolas son una sociedad matriarcal, pero mi padre no respetó eso.
—Y sin embargo tu madre se casó con él.
—Creo que lo quería porque era algo prohibido. Sus padres no querían que se casara con Stan.
—¿Tu padre se llamaba Stan?
Michael asintió.
—Stan Whittaker. y mi madre Peggy Ann Tiger.
—En Vietnam su nombre habría sido Tiger Ann Peggy —musitó Lea—. El apellido va delante. Pero eso no significa que los llames por el apellido, los llamas por el nombre.
El pensó un momento en la conversación.
—¿Los nombres tienen un significado especial?
—La mayoría sí. Lan significa orquídea. A veces compro orquídeas en la floristería para recordar a mi madre.
—¿Tienes una foto de ella? —preguntó él.
—Sólo una. Se la hicieron con mi padre. Casi toda la aldea quedó destruida, pero ella encontró la foto entre los escombros —la voz de Lea se volvió triste—. Era lo Único que le quedaba.
El le acarició el pelo, para consolarla y para consolarse.
—Yo tengo fotos de mis padres, pero no sé por qué guardo las de él.
—Por lo mismo que guardo yo la foto en la que está el mío. Porque sabías que tu madre lo querría así.
Michael quería decirle que Abraham Danforth era mejor persona que Stan Whittaker, pero dudaba que ella se mostrara de acuerdo. Había amenazado a su padre, algo que Michael no habría hecho nunca.
Aunque, por otra parte, quizá...
¿Quizá qué? ¿Debería haber acosado a su padre? ¿Haberlo asustado? Respiró con fuerza, sabedor de que su mente lo llevaba por un sendero peligroso en su afán por buscar el modo de perdonar el delito de Lea.
—¿Te encuentras bien? —ella se incorporó para besarlo en la mejilla y de pronto la habitación se quedó a oscuras y la luz de la luna desapareció de la cama.
—Sí —repuso él, con el corazón latiéndole con fuerza—. Muy bien.
Lea lo besó y todo lo demás se borró de su mente.