Capítulo Tres
Michael y Lea estuvieron pascando por la galería y ella se detuvo ante una obra grande tridimensional formada por objetos reciclados que colgaban de la pared.
—Es mi artista favorito —comentó ella—. Dicen que convierte la basura en tesoros. Busca objetos ya desechados y hace algo importante con ellos.
Michael no contestó. Se limitó a mirar su pelo largo y su perfil delicado. Quería decirle que ella no era un objeto desechado, que era fuerte y hermosa.
Pero pensó en Dama Savannah y se sintió confuso. El acoso era un delito serio y peligroso. Había pasado horas encerrado en su despacho analizando las pruebas y todas apuntaban a ella.
A la mujer que quería abrazar por las noches. —Ahora sí quiero beber algo —dijo, ansioso por adormecer sus sentidos—. ¿Y tú?
—No, gracias, quiero quedarme aquí.
Con la basura que había sido convertida en tesoro. Con rastrillos viejos, brochas y libros de tapas rotas. Con tarjetas de felicitación que no valía la pena guardar y cartas que alguien había tirado.
—¿Te traigo algo de beber aquí? —preguntó Michael con gentileza.
—Zumo de arándanos —ella seguía con la vista fija en la obra que colgaba de la pared—. Con poco hielo.
Michael bajó a la planta baja y pidió una cerveza para sí y zumo para ella. Vio a Cindy con un grupo de personas, pero, por suerte, ella no lo vio a él. No quería que lo acompañara arriba y se entrometiera en la soledad de Lea.
Volvió con ella y la encontró perdida todavía en un mundo de arte hecho a base de desechos. Le tendió el zumo.
—Gracias.
—De nada —hizo una pausa—. ¿Cómo se dice mestizo en tu idioma? —preguntó.
Ella palideció.
—¿Por qué?
—Porque quiero saberlo.
Lea no contestó.
—Dímelo. Por favor.
La joven retrocedió un paso alejándose de él y haciéndole sentir como un monstruo. No quería ni pensar lo que sentiría si era culpable y tenía que entregarla a las autoridades.
—Dímelo —insistió.
—Con lai —replicó ella.
—¿La gente te llamaba así?
—Sí —sus hermosos rasgos se distorsionaron a causa del dolor.
Michael le acarició la mejilla.
—A mí de niño me llamaban mestizo.
—¿Porque tienes sangre india?
El asintió y apartó la mano.
—Hasta mi padre me llamaba así. Era blanco. Mi madre era india seminola.
A ella le tembló la voz.
—¿Tu padre era cruel contigo?
—Físicamente no, pero sí con palabras —él miró la obra de arte que ocupaba la pared de la galería—. Siempre que me despreciaba, yo me proponía llegar lejos y demostrarle que era mejor que él.
—¿Y tu madre? ¿Qué relación tenías con ella?
—Tensa. Estaba obsesionada con mi padre y con sus aventuras. Cuando sospechaba que la engañaba, se ponía como loca; gritaba y lo arañaba de modo que todo el barrio se enteraba de lo que ocurría.
—No tenía derecho a engañarla —Lea acercó el vaso de zumo a su pecho—. Era su esposa. Merecía que la tratara bien.
—Lo sé. Pero ella sólo conseguía empeorarlo todo. A veces le tiraba la ropa por la ventana, a la acera —Michael recordaba todavía la vergüenza que lo abrumaba en esos momentos—. La gente creía que estaba loca —se volvió buscando una ruta de escape—. Necesito tomar el aire. ¿Me acompañas?
Lea asintió y salieron a una galería con vistas a bastantes edificios históricos. Michael se apoyó en la barandilla de hierro y bebió su cerveza.
Lea, a su lado, apenas tocaba el zumo.
—A mi padre le gustaban las rubias —dijo él—. No sé por qué se casó con mi madre.
—¿La engañaba con mujeres como Cindy?
—Yo no he dicho nada de Cindy. No puedes meter a todas las rubias en un mismo saco.
Lea levantó la barbilla.
—No lo hacía.
—¿No? —la acusó él—. Cindy no es mala persona, sólo es un poco dura. Se crió igual que yo, pobre y decidida a llegar a la cima.
—No parece sincera.
—¿Y yo sí? —preguntó él.
Lea no respondió.
—Yo tampoco, ¿verdad? —porque no lo era. Porque sospechaba de ella—. Me gustas —dijo—. Te juro que es la verdad. Siento algo por ti.
La joven lo miró a los ojos.
—¿Algo?
Él dejó su vaso en un saliente cercano.
—Complicidad. Lujuria. Confusión. No sé si puedo explicar lo que siento.
—Ya lo has hecho —ella le dedicó una sonrisa temblorosa—. Yo siento lo mismo.
—¿Por qué no hemos hablado antes de esto? —él se pasó una mano por el pelo—. Llevamos un mes acostándonos juntos y apenas nos hemos comunicado. Nunca me había pasado esto con una mujer.
—¿Te estás disculpando?
—Sí —y era verdad. Pero eso no le impediría investigarla.
—No se me dan bien las relaciones —ella echó a un lado la cabeza y la luz de la luna enmarcó su rostro y lanzó un brillo plateado sobre su piel—. Hubo un hombre en California, en Liltle Saigon. Creía que lo amaba y que él me amaba a mí.
—¿Y qué pasó?
—Me acosté con él —ella tomó un sorbo de zumo—. Quería esperar hasta que nos casáramos, pero él dijo que no necesitaba seguir siendo virgen.
Michael observó su postura, la tensión de sus hombros.
—Se aprovechó de ti.
—Yo era joven, sólo tenía diecinueve años. El tenía casi treinta. Era un hombre de negocios vietnamita rico y muy tradicional. Tenía que haber sabido que no se casaría conmigo, que para él yo seguía siendo una con lai —dejó su vaso al lado del de Michael—. Me compraba cosas bonitas, pero yo no sabía que era su puta. Hasta que me dijo que se casaba con otra; una chica que contaba con la aprobación de su familia.
—¿Y qué hiciste tú?
—Trabajé duro para ir a la universidad y que dejaran de llamarme con lai.
—No tiene nada de malo ser mestizo. Los dos lo somos. Es lo que nos hace especiales.
—Yo no me siento especial.
—Lo sé —la miró a los ojos y vio en ellos un reflejo de sí mismo—. ¿Te avergüenzas de la cultura de tu madre, de las cosas que te enseñó?
—A veces. Pero no quiero hacerlo.
—Entonces comparte algunas conmigo.
—¿Cómo? —parecía una niña perdida.
—Mañana, cuando volvamos del trabajo, me enseñas a preparar una comida vietnamita.
—Hace tanto tiempo que no...
El le puso un dedo en los labios.
—No busques excusas. Di que sí.
Retiró la mano y ella no dijo que sí, pero tampoco dijo que no. Simplemente lo miró y él se preguntó en qué pensaría.
—¿Vas a compartir la cultura de tu madre conmigo? —preguntó ella.
Michael sabía que no podía negarse.
—Haré lo que pueda.
—¿Lo que puedas?
—Hay muchas cosas que no sé. Mi madre renunció a sus tradiciones para casarse con mi padre y adoptar su modo de vida. Su familia vivía en la reserva Gran Ciprés, en Florida, pero ella se mudó a Atlanta con él. Yo crecí allí.
—Yo pensaba que eras de Savannah.
—No. Aquí vine más tarde. Cuando dejé el ejército, después de la muerte de mi madre.
—¿Tu padre también ha muerto?
Michael se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Se marchó cuando yo estaba todavía en el instituto. Nos abandonó a mi madre y a mí. Ella lloraba casi todas las noches por él. Quería que volviera.
Lea se acercó más.
—¿Por qué lo amaba tanto?
—No era amor. No era un amor sano —Michael miró el cielo, la noche cuajada de estrellas—. Estaba obsesionada con él, con todo lo que hacía, y él sabía cómo conquistarla, sobre todo después de una pelea.
—Pero a ti no te conquistaba.
—Yo no soy una mujer. Tenía mano para las mujeres.
La voz de ella se suavizó.
—Tú también.
—No como él —Michael quería besarla, pero combatió el impulso porque no quería jugar al juego de su padre.
Ya era culpable de mantener viva la chispa entre ellos, de invitarla a su casa, de jugar con los sentimientos de ambos de un modo oscuro y peligroso.
Al día siguiente, Lea llegó a casa de Michael después del trabajo e introdujo la clave de seguridad que le había dado él para abrir la puerta. Con lo brazos llenos de comida, empujó la puerta con el pie y avanzó directamente hacia la cocina. Dejó las bolsas en la encimera y se encontró con una nota de Michael.
No empieces la cena sin mi.
Muy bien. ¿Pero dónde estaba? ¿Y cuánto tardaría en llegar?
Sacó la comida y subió a cambiarse. Trabajaba para CCS Enterprises, una empresa que se especializaba en soluciones informáticas y tenía que vestirse adecuadamente para el puesto.
Cambió el traje de chaqueta y las medias por unos vaqueros y camiseta y se recogió el pelo en una coleta, pero cuando bajó las escaleras, tuvo el presentimiento de que la observaban.
¿Tenía Michael cámaras de seguridad ocultas por la casa? ¿La había dejado sola adrede para grabarla?
Miró la enorme sala y se dijo que debía dejarse de paranoias. Claro que Michael tenía cámaras en la casa, pero seguramente sólo las usaba cuando protegía a un cliente.
Jamás grabaría a una amante.
¿O sí?
Se abrió la puerta de la calle y ella se sobresaltó.
—Buenas tardes —Michael llenaba el umbral con su presencia. Iba ataviado con un traje oscuro con camisa blanca y corbata negra y gris y llevaba la chaqueta en la mano.
—Hola —repuso ella con calma, aunque el corazón le latía con fuerza—. ¿Dónde estabas?
Él cerró la puerta.
—En el despacho.
—Pero me has dejado una nota.
—Te la he escrito esta mañana antes de salir porque ya te habías ido.
—Tenía una reunión temprano. ¿Tienes hambre?
—Sí. Voy a cambiarme y empezamos con la cena —se aflojó la corbata—. ¿Tengo tiempo de ducharme?
Lea sintió la boca seca. ¿Cómo iba a poder pasar dos semanas allí, echándolo de menos, deseando que todavía fueran amantes?
—Claro que sí —respondió. Se dirigió a la cocina para tomar un vaso de agua, concentrarse en la comida y tener la mente ocupada.
Michael volvió un cuarto de hora después, vestido con pantalón de chándal y camiseta suelta. Tenía el pelo húmedo y olía a jabón.
—¿Qué vamos a preparar? —preguntó.
—Pollo con limón y ensalada de arroz y noodles —repuso ella—. Ambas cosas son muy sencillas.
—Mejor —le sonrió él—. Ya sabes que no soy muy buen cocinero —tomó una botella de cristal—, ¿Qué es esto?
—Nuoz mam. Salsa de pescado. Se usa como condimento para dar sabor. Más o menos como usan los chinos la salsa de soja —sacó el pollo del frigorífico—, También he comprado palillos,
—Me alegro de que aceptaras hacer esto —sonrió él de nuevo,
—Yo también —Lea quería añadir algo más, pero no se le ocurría nada, Desempaquetó los palillos,
—¿En qué piensas? —preguntó él.
Lea bajó la vista y evitó su mirada,
—En los palillos.
—¿Qué pasa con ellos?
—Se hicieron populares para comer porque podían reemplazar a los cuchillos en la mesa.
—¿Y por qué era eso importante?
Ella levantó la vista.
—Los cuchillos se asociaban con la guerra y la muerte, pero los palillos se usaban de dos en dos, por lo que representaban armonía, posibilidades y paz.
—Eso es muy bonito —Michael le apartó de la cara un mechón de pelo que se había soltado de la coleta—. Tendrás que enseñarme a usarlos.
—Lo haré —ella, sumisa, se dejaba tocar—, Me siento como Miss Saigon —y no le gustaba la sensación,
Michael se apartó,
—¿Qué quieres decir?
—Nada —incómoda, empezó a cortar el pollo en trocitos para mantenerse ocupada—, Tú puedes empezar a cortar el repollo.
Trabajaron lado a lado, con Lea dándole instrucciones de vez en cundo. Mientras ella freía el ajo y la cebolla, él la observaba apoyado en la encimera,
—Háblame del hombre con el que saliste en California,
Lea echó pimiento picante molido y limón a la sartén,
—Ya te he hablado.
—¿Cómo se llamaba?
—Thao.
—Siento que te hiciera daño.
—Yo era una ingenua —añadió el pollo y lo removió con una cuchara de madera—. Creía que vivir en Estados Unidos sería distinto. Pero Thao era demasiado tradicional para querer una esposa como yo,
Michael puso a hervir los noodles para la ensalada,
—¿Saliste con alguien en Vietnam?
—No, nunca, Me marché muy joven,
—¿Y las chicas allí se mantienen vírgenes hasta el matrimonio?
—Sí, Pero no importa que me acostara con Thao, Fue hace mucho tiempo y no puedo seguir viviendo en el pasado.
—Eres una amante increíble, Lea,
Ella estuvo a punto de soltar la cuchara. Sentía el calor del cuerpo de Michael y su mirada sobre ella,
—Thao fue mi único amante aparte de ti.
—Me siento honrado —le tocó el pelo de nuevo, para meterle un mechón detrás de la oreja—, Pero no está bien que sigamos acostándonos juntos.
—¿Por qué? —preguntó ella con voz apenas audible.
—Porque yo no quiero utilizarte.
Lea encontró valor para seguir preguntando:
—¿Y si decido utilizarte yo a ti?
Michael enarcó las cejas, frunció el ceño y acabó con una media sonrisa en el rostro.
—¿Te parezco un hombre indefenso al que puedas utilizar?
—No. Pero a los hombres les gusta el sexo —ella levantó la barbilla—. A ti te gusta el sexo. Y eso me da poder.
—Hablas como una verdadera mujer —él se colocó detrás, arrinconándola contra el fuego—. No quemes el pollo.
Lea lo empujó con el hombro. El le había quitado el poder y volvía a sentir las rodillas débiles, a pesar de que se esforzaba por ser fuerte, combatir las cadenas y el torbellino emocional que la ataba.