Capítulo Uno

Un sábado por la tarde, Lea abrió la puerta y miró al hombre que había al otro lado.

Michael nunca la visitaba a esa hora. Nunca llegaba a su apartamento de día; y sin embargo, el sol brillante y cálido de Savannah lo enmarcaba ahora en su brillo dorado.

Estaba guapísimo, con su pelo moreno, sus ojos oscuros, la mandíbula cuadrada y los pómulos salientes. Se había arremangado la camisa hasta el codo, pero llevaba los pantalones perfectamente planchados. Michael Whittaker, director de la empresa de seguridad Whittaker, poseía un encanto especial, una mezcla de dureza y elegancia que lo hacían irresistible.

Y una voz que provocaba escalofríos.

Lea, nerviosa, se alisó la blusa y se preguntó qué lo había impulsado a pasar por allí. ¿Quería sexo? ¿La llevaría al dormitorio para acariciarla con esas manos de amante experto?

—Buenas tardes —dijo él.

—Hola —miró más allá de él y vio un Mercedes negro brillante, aparcado en la calle. ¿Era su coche?

Lea llevaba un mes acostándose con Michael, pero todavía no sabía qué vehículo usaba. De algún modo, aquello la hacía sentirse mal, como una chica de bar en Vietnam.

¿La dejaría cuando terminara su aventura secreta y se olvidaría de que existía?

—¿No me vas a invitar a entrar? —preguntó él.

Lea parpadeó y asintió con la cabeza. El no era un vampiro, aunque, hasta aquel momento, ella lo había visto así, como su fantasía de medianoche, su amor prohibido, la sombra alta y oscura que la dejaba sin aliento.

La noche de la gala de recaudación de fondos habían acabado en la cama, tocándose, besándose y haciendo el amor. Para su sorpresa, él volvió al día siguiente y llevaban ya un mes de noches apasionadas.

Y ahora aparecía a plena luz del día.

Se apartó y él entró hasta el centro de la sala con las manos en los bolsillos.

¿Debería ofrecerle una copa? Lea no sabía qué hacer, cómo reaccionar a su presencia. Cuando iba por la noche, ella le abría la puerta y él asumía enseguida el control. Ponía en marcha una fantasía, sin palabras ni falsas promesas, y la conquistaba con su imaginación.

A veces la llevaba al dormitorio y otras la desnudaba allí mismo y se dejaba caer de rodillas.

—¿Lea?

La joven se sonrojó.

—¿Estás bien?

—Si.

—He visto el resultado de la prueba de paternidad.

La miró a los ojos y a ella se le encogió el corazón. No debería tener una aventura con el guardaespaldas de su padre, el asesor de seguridad contratado para protegerlo.

—Entonces sabes que Abraham Danforth es mi padre.

—Si.

—¿Por eso has venido? ¿Para convencerme de que hable con él?

Después de la gala, había accedido a hacerse la prueba de paternidad que exigían los abogados de Danforth, pero se negaba a formar una alianza con su progenitor aunque, por supuesto, no podía explicar por qué, especialmente a Michael.

—No vengo en nombre de Danforth —miró los dibujos de las paredes que coleccionaba ella, dibujos de artistas de River Street—. ¿Quieres venir conmigo, Lea?

A ella se le aceleró el pulso.

—¿Adónde?

—A mi casa. Dos semanas.

—¿Por qué? —fue todo lo que se le ocurrió decir a ella—. ¿Por qué me invitas a tu casa?

—Para que aprendamos a conocernos mejor —se acercó más, pero no la tocó—. Para que podamos pasar más tiempo juntos.

Era una oferta atractiva. Curiosa. Excitante. Pero Lea sabía que debía rehusar.

—Tengo que trabajar —dijo—. No estoy de vacaciones.

—Yo tampoco. Pero eso no significa que no podamos tener una aventura. Visitar algunos clubs, salir a cenar, pasear por la playa, hacernos amigos.

La reserva de ella vaciló. Sí quería la amistad y el respeto de Michael. ¿Pero lo merecía?

—¿Y bien? —preguntó él con una sonrisa.

—Sí —contestó ella al fin, ansiosa por estar cerca de él—. Me quedaré dos semanas contigo.

—Me alegro —él sonrió de nuevo; le explicó cómo llegar a su casa y le dijo que la vería allí a las cinco.

Cuando se marchó, Lea se quedó mirándolo como en una nube. Lo vio caminar hasta el Mercedes negro, sentarse al volante y alejarse.

Por lo menos sabía qué coche conducía. Entró en su dormitorio, abrió el armario y empezó a preguntarse qué ropa debía guardar.

Michael salió de casa de Lea y se dirigió a Crofthaven, la impresionante mansión del padre de ella.

Entró en el camino pavimentado bordeado de árboles enormes cubiertos de musgo. Aquello era el sur en todo su esplendor.

Se maldijo a sí mismo. Había engañado a Lea v ahora iba a hacer lo mismo con Danforth.

¿Pero qué otra cosa podía hacer?

Llegó a la mansión de columnas, una casa histórica construida más de un siglo atrás. Crofthaven tenía prestigio y encanto, además de un fantasma trágico.

Uno de los sirvientes le abrió la puerta y Michael decidió esperar en el vestíbulo a su cliente.

Abraham Danforth descendía poco después la escalera. Era nuevo en la política, pero poseía un carisma que realzaba su imagen de buena persona.

Danforth decidió que hablaran en el jardín, un lugar que ofrecía mucha intimidad. Se sentaron en un banco de mármol, rodeados de llores de verano. Un huerto de melocotones perfumaba el aire más allá del jardín, pero la paz que lo rodeaba no calmaba los nervios de Michael ni restaba tensión a ese encuentro.

—¿Qué tienes en la cabeza? —preguntó Danforth, elegante y sereno con sus pantalones grises y un suéter de diseño de manga corta.

—Tengo que contarle algo —miró a Danforth a los ojos sintiéndose como un traidor. Por mucho que intentara justificar su comportamiento, acostarse con su hija no era de caballeros—. Lea y yo...

—¿Sí?

—Tenemos una relación.

El político enarcó una ceja.

—¿Qué tipo de relación?

—Somos amantes —repuso Michael con sinceridad—. Y va a pasar unas semanas conmigo, así que trabajaré menos horas, aunque mi equipo de seguridad seguirá protegiéndolo igual.

Danforth entrecerró los ojos contra el sol.

—¿Cuándo ha ocurrido todo esto?

Michael sabía que se refería a la aventura.

—Empezó la primera noche. No era mi intención, pero... pero los dos nos sentíamos atraídos por el otro y...

Guardó silencio. No estaba dispuesto a admitir que el sexo era lo único que Lea y él tenían en común.

En el último mes apenas habían hablado, apenas se habían comunicado más allá de un nivel primario, más allá de las horas de pasión.

—¿La primera noche? —Danforth lo miró de hito en hito—. ¿Yo te pedí que la llevaras a casa y te acostaste con ella? Yo te la confié.

—Lo sé, lo siento. Pero ella me necesitaba. Y yo a ella. A veces esas cosas ocurren.

—Sí, supongo que sí —repuso Danforth con calma.

Michael asintió, consciente de que el otro no iba a presionar mucho con el tema. ¿Pero por qué iba a hacerlo? También él tenía sus culpas. Cuando hacía el amor con la madre de Lea, estaba casado. Fue una aventura que se produjo por una herida de guerra y un periodo de amnesia, pero aventura al fin y al cabo.

Aunque la prensa no se había enterado de nada, Danforth quería contar la verdad, convocar una conferencia de prensa y presentar a Lea, pero ella se negaba a tener nada que ver con él.

—Me gustaría que todo hubiera sido diferente —dijo Danforth—. No era mi intención dejar allí a Lan.

—Lo sé —pero la madre de Lea ya había muerto y era demasiado tarde para pedirle disculpas.

El político guardó silencio y Michael pensó en su Última sospecha, su creencia de que Lea pudiera ser la acosadora que lo había amenazado.

Sí. Lea. La mujer a la que seducía casi todas las noches.

No encajaba con la descripción de la acosadora, pero podía haber alterado su aspecto. Y era experta en análisis informáticos, más que capaz de enviar mensajes electrónicos con amenazas y de crear el virus que había destruido el ordenador de su padre unos meses atrás.

Sin embargo, no estaba dispuesto a revelar sus sospechas. Antes tenía que estar seguro.

El político suspiró.

—¿Por qué no quiere darme Lea una oportunidad?

—No lo sé. Supongo que todavía sufre —Michael no podía hablar por ella, y por eso la había invitado a su casa. Necesitaba pasar tiempo con ella, aprender a conocerla a un nivel más profundo. Probar, con suerte, que no se acostaba con el enemigo.

Michael vivía en una calle privada. Un muro de ladrillo y una verja electrónica rodeaban el perímetro donde estaba su propiedad.

Lea se paró en el interfono y anunció su llegada. Cuando se le permitió la entrada, siguió un camino bordeado de árboles hasta una casa impresionante de dos pisos.

Aparcó el coche y Michael salió de la casa ataviado con vaqueros y camiseta. Iba descalzo y a Lea le recordó inmediatamente su infancia, el lugar que había dejado atrás.

—¿Tu equipaje está en el maletero? —preguntó él.

Ella lo miró. Era unos treinta centímetros más alto que ella, de hombros anchos y músculos largos y fuertes.

—Sí.

—¿Quieres abrirlo?

—Por supuesto —lo miró a los ojos pero no consiguió descifrar su expresión. Por otra parte, no lo conseguía nunca, ni siquiera cuando estaban en la cama.

Él sacó su maleta. Era un hombre apasionado, un amante erótico, pero también complicado. A veces sonreía y otras veces parecía estricto. Lea sospechaba que ocultaba su verdadero corazón. Pero ella también lo hacía.

Se acercaron a la puerta y ella vaciló.

—¿Qué' pasa? —preguntó él.

—Nada.

Bajó la vista y se preguntó qué debía hacer con los zapatos. Decidió que se los dejaría puestos. Se había esforzado mucho por abandonar sus hábitos vietnamitas v convertirse en una mujer estadounidense. Y las mujeres de allí no se quitaban los zapatos antes de entrar en una casa. En lugar de eso, procuró frotarlos bien en el felpudo.

Entraron en una sala grande, con ventanales enormes.

—Tu casa es exquisita —elijo ella. Los detalles arquitectónicos incluían armarios de roble, paredes de estuco y una claraboya impresionante.

—Gracias. Es muy segura, con lo último en sistemas de seguridad. En el exterior hay sensores para intrusos. Lo diseñé pensando en mis clientes. A veces se quedan aquí cuando quieren evitar a la prensa o protegerse de amenazas personales.

—Has creado una fortaleza.

—Seguridad Whittaker tiene clientes muy importantes.

—Como mi padre.

Michael asintió y los dos guardaron silencio.

Ella miró la chimenea y notó que el trabajo de piedra se mezclaba con trozos de coral. Los muebles eran blancos con tonos turquesa. No había ahorrado gastos en la decoración.

—¿Mi padre se ha quedado aquí alguna vez?

—No. Está bien protegido en Crofthaven.

Ella conocía el nombre de la mansión de Danforth, el lugar donde se habían criado los otros hijos de él. Ella nunca podría ser como esos hermanos. Ellos tenían sangre azul, habían nacido en una familia de prestigio estadounidense y ella era my lai, una mestiza nacida en los márgenes de la sociedad vietnamita.

—Déjame enseñarte tu habitación —Michael tomó la maleta—. Está arriba, aliado del dormitorio principal.

Subieron la escalera de roble y ella lo siguió hasta una suite elegante, con suelos de madera y una cama de cuatro columnas. Unas puertas de cristal llevaban a una terraza situada encima del porche.

—Es muy hermoso.

El armario empotrado era demasiado grande para sus pertenencias sencillas v el baño adyacente contenía una bañera enorme y ducha separada.

—No se qué decir.

—Es la suite más femenina de la casa.

—Es preciosa, gracias.

¿La visitaría más tarde? ¿Se quedaría a pasar la noche? Aunque eran amantes, nunca se habían despertado uno en brazos del otro. Michael siempre se iba de su apartamento antes de que saliera el sol. Lea anhelaba acurrucarse con él, regodearse en el calor de después de hacer el amor, pero no se atrevía a decírselo.

El dejó su maleta en el suelo.

—Ven. Te enseñaré: el resto de la casa.

La habitación de él la dejó sin habla. Paseó por la suite y miró bien los muebles y los detalles. Hasta el baño era maravilloso, con dos lavabos y una sauna de madera de cedro diseñada para una pareja.

—¿Piensas casarte algún día? —preguntó.

—Sí, pero no estoy buscando esposa —repuso él—. Simplemente espero que aparezca la mujer idónea.

Lea intentó imaginarse a su futura mujer. Una rubia alta y delgada, seguramente. Una señora que vestiría a la moda y daría fiestas.

—¿Quieres hijos? —preguntó.

—Sí. ¿Y tú?

Ella apartó la vista, arrepentida de haber empezado aquella conversación.

—¿Lea?

La joven apretó el bolso contra sí. Tenía una aventura con Michael porque necesitaba la proximidad de su cuerpo, el consuelo de su contacto. Soñar más allá de eso era peligroso. Pero de todos modos soñaba.

—Sí, quiero hijos. Y un marido que me ame —un marido que no la juzgara, un marido al que pudiera contarle sus secretos.

—Yo también quiero eso. Con una mujer, claro. Quiero el matrimonio que no tuvieron mis padres.

—¿Fueron desgraciados?

Los músculos de la cara de él se tensaron.

—Lo único que hacían era discutir. Gritarse y maldecirse mutuamente.

—Lo siento —ella había dado por supuesto que se había criado en un entorno respetable—. A los niños hay que cuidarlos; no se debe enseñarles violencia.

—Ni dolor —dijo él.

Le apartó un mechón de pelo y ella sintió un nudo en la garganta.

Después de un silencio incomodo, él la precedió escaleras abajo y le enseñó la planta baja. Un gimnasio enorme daba paso al jardín y a un jacuzzi situado en el invernadero. La sala de juegos contenía mesa de billar y una máquina de discos, además de un bar surtido.

—Vives bien —dijo ella.

—Es para distraer a mis clientes.

¿Y a sus amantes? Lea se preguntó a cuántas mujeres más habría invitado a su casa.

—¿Qué hay ahí? —preguntó al pasar por una puerta cerrada.

—Monitores de vigilancia. Es una oficina de seguridad.

Ella asintió y siguió andando.

Pasaron el resto de la velada comiendo sándwiches y hablando de cosas insustanciales. A la hora de acostarse, la acompañó a su habitación.

En el umbral se quedaron mirándose. Lea no sabía que decir. Podía oler el aroma de su colonia, una fragancia acre que añadía aún más intimidad al momento.

Él le tocó la mejilla y a ella se le aflojaron las rodillas. Intentó mantener la respiración firme. No quería que supiera lo nerviosa que estaba.

Michael le acarició el rostro con el dorso de la mano y a ella le latió con fuerza el corazón. No la besó, pero ella no esperaba que lo hiciera. Eso llegaría más tarde, con la habitación a oscuras y la cama iluminada por los rayos de luna.

El bajó la mano pero siguió mirándola a los ojos.

—Buenas noches, Lea.

—Buenas noches, Michael.

Lo miró alejarse hasta su cuarto. Llevaba todavía vaqueros y camiseta y seguía aún descalzo.

Cenó la puerta y de pronto le entró miedo. No quería necesitarlo tanto. No quería tumbarse en la cama a esperarlo. Pero cuando se bañó y se metió en la cama, no podía pensar en otra cosa.

¿Se había bañado también él? ¿Tendría el pelo recién lavado? Casi podía sentir cómo se inclinaba sobre ella, bajaba la boca...

Miró el reloj, ansiosa porque llegara su amante.

Pero la noche fue avanzando, la luna siguió su camino por detrás de los árboles hasta desaparecer en un vacío de oscuridad y ella seguía sola, esperando a un hombre que no llegó.