Capítulo 5
Walker y Tamra habían pasado la tarde con familias que no tenían electricidad ni agua corriente, familias que vivían en destartaladas cabañas y viejas caravanas. Sin embargo, a pesar de esa pobreza en la que vivían, eran gente en cuyos ojos podía leerse un orgullo por sus raíces, gente luchadora, amable, y con un gran espíritu de equipo, de comunidad.
Después Tamra lo había llevado al lugar donde estaba el monumento de Wounded Knee. Walker no estaba muy seguro de por qué había tenido aquella idea, sobre todo después del largo trayecto que habían hecho y de lo cansados que estaban los dos.
Cuando se bajaron de la camioneta Walker miró en derredor. Aparte de una pareja lakota vendiendo artículos típicos de recuerdo no había nadie más en el lugar. Los turistas debían haberse marchado ya.
En un cartel estropeado por los gamberros podía leerse un texto sobre «la masacre de Wounded Knee». La palabra «masacre» había sido añadida posteriormente, sin embargo, y estaba grabada en una pequeña y fina plancha de metal.
—¿Qué decía antes? —le preguntó Walker a Tamra.
—Batalla —contestó ella.
—Oh, claro, la batalla de Wounded Knee.
—Así es como llamó el gobierno a lo que ocurrió, y como aparece en varios libros de historia —le dijo Tamra—, pero como dice ahora el cartel no fue una batalla sino una masacre. Aquí murieron más de trescientos indios, la mayoría mujeres y niños, en mil ochocientos noventa por defender la Danza de los Espíritus, una práctica religiosa que había sido prohibida en las reservas lakota.
Catorce días antes de la masacre, le explicó, Toro Sentado había sido asesinado, y eso había llevado a Pie Grande, otro jefe lakota, a conducir a su tribu a Pine Ridge, donde quería pedir asilo para su gente al jefe Nube Roja, que estaba tratando de firmar la paz con el ejercito de los Estados Unidos.
Por desgracia Pie Grande era ya un hombre anciano y al morir de una pulmonía la mayoría de su gente fue exterminada. Los que habían sobrevivido habían contado la escalofriante historia.
—Fue el Séptimo de Caballería quien les disparó —le dijo Tamra—, la división de Custer. El gobierno los había enviado, junto con otras tropas, a arrestar a quienes se negaban a abandonar la práctica de la Danza de los Espíritus. Se inició una refriega, pero los indios no tenían nada que hacer. Pronto la mayoría había depuesto las armas. Ya sólo quedaba un centenar de guerreros, y el resto eran mujeres, niños, y ancianos. Cuando corrieron a cubierto la caballería abrió fuego con los cañones, y más tarde se encontrarían los cadáveres de algunas mujeres a unos pocos kilómetros de allí. Las persiguieron para matarlas. Incluso encontraron a un niño mamando del pecho de su madre muerta.
Tamra se quedó un momento en silencio antes de continuar.
—Con esa danza únicamente pretendían invocar a los espíritus para que los ayudaran. En aquella época el gobierno no dejaba de expropiarle tierras a nuestra gente ni de recortarles las raciones que les prometían. Los lakota estaban enfermos, estaban muriéndose de hambre... Necesitaban esperanza.
—La esperanza que les daba la Danza de los Espíritus —murmuró Walker.
Tamra asintió.
—Cuando hubieron dado muerte a la mayor parte de los indios algunos soldados comenzaron a gritar para que salieran aquellos que no estuvieran heridos, asegurándoles que no les harían daño —continuó—. Pero cuando algunos niños comenzaron a salir de sus escondites les dispararon también —hizo una pausa e inspiró—. Cada año se celebra un evento llamado las Generaciones Futuras de Jinetes en el que un grupo de personas, en su mayoría niños, recorren la misma senda que recorrieron las víctimas de Wounded Knee. Algunos niños no conocen bien la historia de nuestro pueblo, así que eso les ayuda a aprender, pero también a mirar hacia el futuro. El dolor puede albergar esperanza cuando aceptas tu identidad.
—Mi tío Spencer siempre me decía que las raíces no eran importantes —le confesó Walker—, que si quería triunfar en la vida tenía que dejarlas atrás.
—También a mí me educaron en esa creencia. Mi madre primero... después la tuya, pero Mary y yo nos hemos dado cuenta de que estábamos equivocadas.
—¿Te importaría que fuéramos a visitar el cementerio? —le preguntó Walker.
Era la llamada de la sangre, la sangre lakota que corría por sus venas y que tanto se había esforzado por ignorar.
—Claro —asintió ella.
Tamra lo condujo por un camino que serpenteaba por la ladera de una colina cercana, y al llegar a la cima Walker vio un arco que anunciaba la entrada al camposanto. Había una fosa común delimitada con bordes de cemento y en el centro de ella se alzaba un obelisco con los nombres de los indios allí enterrados. En torno a él había tabaco, plumas, y otras ofrendas tradicionales indias. Había otras tumbas dispersas por el cementerio, pero eran algo más modernas.
Walker tomó la mano de Tamra, entrelazando sus dedos con los de ella, y pronunció una plegaria en voz baja.
Luego, cuando regresaron a la camioneta, se quedaron los dos un rato en silencio, pero cuando Walker se volvió a mirarla, Tamra se inclinó hacia delante y se besaron.
Fue un beso tierno, lento, y aunque fue más la expresión de sus emociones que algo físico, algo más dulce que sexual, Walker deseó para sus adentros que pudieran hacer el amor aquella noche y estrecharla entre sus brazos hasta el amanecer.
Pero aquello, naturalmente, era imposible... sobre todo porque le había prometido a su madre que dormiría esa noche en la caravana.
Tamra miró a Mary, que yacía a su lado, roncando un poco, y giró la cabeza hacia el reloj de la mesita de noche para ver qué hora era. Casi la una de la madrugada. Llevaba varias horas mirando al techo sin lograr conciliar el sueño, pero no eran los ronquidos de Mary lo que no la dejaba dormir. Era Walker.
Le había dejado su habitación para que no tuviera que dormir en el sofá, pero el imaginarlo en su cama la estaba haciendo sentirse cada vez más acalorada. Sin embargo, fue cuando inconscientemente se llevó una mano a los labios, rememorando el beso que se habían dado, cuando supo que tenía un problema.
No podía ponerse a fantasear sobre Walker... con su madre durmiendo junto a ella...
Se bajó de la cama con cuidado para no despertarla. Lo que necesitaba era un vaso de agua; un vaso de agua bien grande y con hielo.
Sin embargo, al llegar a la cocina se paró en seco. Walker estaba de pie junto al fregadero haciendo exactamente lo que ella había ido a hacer: bebiendo un vaso de agua.
Lo único que llevaba puesto eran unos bóxers y tenía el negro cabello revuelto. De pronto, como si se hubiera percatado de su presencia, se volvió hacia ella. El vaso casi se le resbaló de la mano.
—Perdona, no pretendía asustarte —le dijo Tamra.
—No pasa nada. Es que estaba...
La recorrió con la mirada, y de pronto Tamra se sintió desnuda con el corto camisón de algodón que llevaba.
—¿Estabas qué...?
—Sediento —murmuró Walker.
—Yo también lo estoy.
—Ten; bebe.
Walker le tendió el vaso, y Tamra tomó un sorbo mientras deseaba que lo que sus labios estaban tocando fueran los de él y no el cristal.
El hielo crujió, rompiendo el silencio, y los ojos de Walker volvieron a acariciar cada centímetro de su cuerpo. Parecía que le gustaba lo que estaba viendo: el trozo de escote que el cuello en uve del camisón dejaba al descubierto, la curva de sus caderas, sus piernas desnudas...
Tamra tomó otro sorbo de agua y se fijó en que los pezones de Walker se habían endurecido. Estuvo tentada de bajar la vista a su entrepierna, pero no se atrevió.
—No podía dormir —le dijo Walker—; y menos en tu cama.
Tamra le devolvió el vaso y al hacerlo sus manos se rozaron.
—¿Por qué no? —inquirió, sintiendo que los latidos de su corazón se aceleraban.
—Porque no podía dejar de imaginar tu olor en las sábanas, en la almohada...
Tamra, que se notaba algo mareada, inspiró antes de contestar.
—No uso perfume.
—Lo sé; es crema. Cada vez que estás cerca de mí puedo olerla en tu piel.
—No es más que crema hidratante —murmuró ella.
Era una contestación tonta, pero no sabía qué otra cosa podría haber respondido. Walker la estaba devorando con los ojos y ella estaba sintiendo deseos de lanzarse sobre él. Allí, en la cocina de su madre.
—Tiene un olor muy suave, fresco... —dijo él—. Me recuerda el olor que hay en el invernadero que cuida mi hermana.
Dejó el vaso sobre la encimera y dio un paso hacia ella.
Tamra tragó saliva. Volvía a estar sedienta, pero el agua no calmaría su sed; sólo los labios de Walker. Sabía que estaba seduciéndola, pero no le importaba. Le gustaba el brillo erótico que había en sus ojos, el tono profundo y ronco de su voz.
Walker dio otro paso hacia ella.
—Hace meses de la última vez que hice el amor con alguien.
El corazón de Tamra palpitó con fuerza.
—Pues yo hace más que unos cuantos meses.
—No quiero decir que esté desesperado por hacerlo, claro —puntualizó él—. Por lo general tengo bastante control sobre mí mismo.
Tamra se quedó muy quieta. Walker había dado otro paso y estaba ya sólo a unos centímetros de ella.
—Yo también —murmuró—. Aunque por alguna razón parece que contigo lo pierda por completo.
—A mí me ocurre lo mismo.
Walker masculló algo entre dientes y la atrajo hacia sí para besarla con tanta pasión que cuando despegó sus labios de los de ella a Tamra le daba vueltas la cabeza.
Y luego, sin apenas darle tiempo para recobrar el aliento, su boca volvió a descender sobre la suya, dándole lo que ansiaba y alargando aquel momento lo más posible.
Tamra se aferró a sus hombros y él la agarró por las nalgas para apretarla contra su cuerpo, pero casi al instante se apartó de ella y la joven se quedó mirándolo confundida.
—No podemos hacer esto —murmuró Walker—. Aquí no...
Tamra asintió al tiempo que se esforzaba por dominar la necesidad arrolladora que tenía de él.
—Entonces, ¿dónde?
—No lo sé —masculló él pasándose una mano por el cabello—. En este momento no puedo pensar con claridad.
Ella tampoco.
—Podríamos ir a algún sitio... en mi coche —sugirió Walker.
El todoterreno que había alquilado, pensó Tamra. La verdad era que tenía un asiento trasero muy amplio... Dios, parecía una adolescente.
—¿Y si tu madre se despierta?
—Le dejaremos una nota.
—¿Diciendo qué?, ¿que hemos decidido irnos a dar un paseo en mitad de la noche?, ¿o que vamos a Gordon a comprar tarta de manzana?
Walker contrajo el rostro.
—¿Se te ocurre a ti alguna idea mejor?
Tamra vaciló un instante, pero el deseo pudo con ella.
—Está bien, pero deja que vaya a vestirme. Iré a mi habitación a ponerme algo. Mary sabe que nunca saldría de esta guisa.
Aquello hizo sonreír a Walker. Se había olvidado por completo de la poca ropa que llevaban encima. La deseaba hasta tal punto que habría sido capaz de montarse así en el todoterreno.
—Mi ropa también está en tu dormitorio —le dijo—. ¿Podrías traerme una camisa, unos pantalones y mis zapatillas de deporte?
Tamra asintió, pero cuando estaba a punto de darse la vuelta la agarró por el brazo. Pensó que iba a volver a besarla, pero únicamente la miró con el entrecejo fruncido.
—¿Qué pasa? —inquirió.
—No tengo preservativos.
—No pasa nada; estoy tomando la píldora.
Walker volvió a fruncir el entrecejo.
—Creía que decías que hacía mucho tiempo desde la última vez que lo hiciste.
—Y así es, pero prefiero estar preparada.
Walker la miró a los ojos.
—¿Por lo que te hizo el padre de tu bebé?
Tamra hizo una mueca de disgusto.
—Sí.
—No puedo hacerte ninguna promesa de «seremos felices para siempre» ni nada de eso, Tamra, pero te juro que nunca haría lo que te hizo él; yo jamás te haría daño.
—Gracias —contestó ella, dándose cuenta en ese momento de que estaban hablando en susurros, hablando de algo más íntimo que el sexo.
Esa vez, cuando se volvió para ir a por la ropa de ambos, Walker no la detuvo.
Mientras el todoterreno avanzaba en la oscuridad de la noche, Walker se dijo que aquél debía ser sin duda el momento más surrealista y erótico de toda su vida. Tamra iba sentada a su lado con una bolsa de la compra en el regazo. Todavía no le había preguntado para qué era; estaba demasiado ocupado pensando dónde podrían ir.
La reserva de noche era un lugar hermoso y lleno de misterio. El horizonte parecía no tener fin y los árboles se mecían con la suave brisa.
—No sé cuándo debería parar —dijo.
Tamra se giró en el asiento para mirarlo. Se había puesto un vestido camisero y unas botas de cowboy, y Walker no podía dejar de mirar su pelo negro y brillante. Se moría por tocarlo.
—¿Quieres decir cuando estemos...? —inquirió ella.
Él parpadeó, confundido, pero al comprender una sonrisa picara se dibujó en sus labios. A ese respecto no tenía dudas. Cuando estuvieran haciéndolo no pararía hasta haberla satisfecho por completo.
—Me refería a que no sé dónde debería aparcar.
—Oh.
Tamra bajó la cabeza y Walker sospechó que se había sonrojado. Extendió una mano y le peinó la sedosa cabellera con los dedos.
—Voy a hacerte todo lo que puedas imaginar, y más.
—Oh —murmuró ella de nuevo. Esa vez, sin embargo, el «oh» resultó muy sensual.
Dios, si por él fuera pararía allí mismo, en medio de la carretera.
—¿Qué tal allí? —le preguntó señalándole un grupo de árboles.
Tamra miró por la ventanilla.
—Yendo hacia allí está el río —dijo—; lo más probable es que haya gente acampada en la orilla.
—De acuerdo, entonces iremos en la otra dirección.
Walker se metió campo a través con el todoterreno, poniendo rumbo a las colinas, un telón de fondo que dejaría a cualquiera sin aliento. Nunca había hecho el amor en una zona tan inmensa, tan romántica.
Detuvo el coche en un pequeño claro entre unos árboles, sobre el que brillaba la luz de la luna.
—¿Qué llevas en la bolsa? —le preguntó a Tamra.
—Una manta... y algo de ropa.
—¿Ropa? —repitió él, jugueteando con un suave mechón de su cabello—. ¿Para qué?
—Por si acabamos desgarrando la que llevamos puesta.
A Walker se le disparó el pulso. Excitado, se acercó un poco más a ella.
—¿Significa eso que piensas que vamos a hacer locuras?
Tamra se mordió el labio inferior, un gesto nervioso que le había visto antes.
—Bueno, tú dijiste que acabaríamos arrancándonos la ropa, así que... —se quedó callada un instante y se inclinó hacia él—... pensé que sería mejor estar preparados.
Ansioso, Walker la atrajo hacia sí con manos temblorosas por el deseo y ella se aferró a sus hombros.
Comenzaron a besarse, suavemente al principio, pero pronto la pasión los arrastró. Las manos de Walker se lanzaron a por el vestido de Tamra y los botones saltaron en todas las direcciones. Ella hizo otro tanto con la camisa de él, rasgándola en su impaciencia.
Cuando subió a su regazo Walker creyó morir. Sus senos desnudos quedaron sólo a unos centímetros de su boca, y aunque estaba embutida entre el volante y él a Tamra no parecía importarle.
«Parece que después de todo no usaremos la manta», pensó él. Tamra había dejado la bolsa en el suelo antes de subirse encima de él.
Walker le lamió los pezones, alternando entre uno y otro y soplando suavemente sobre ambos para que se endurecieran. Tamra le asió la cabeza con las dos manos y lo atrajo hacia su pecho en una invitación muda.
Impaciente, Walker le levantó la falda del vestido y recorrió con las yemas de los dedos el elástico de sus braguitas. Tamra gimió y se frotó contra su entrepierna.
Walker cerró los ojos un instante, los volvió a abrir, y le sonrió.
Se dio cuenta de que Tamra estaba observando con atención cada uno de sus movimientos, intentando ver en la oscuridad, y decidió encender la luz del techo, que de inmediato iluminó el interior del vehículo. Le daba igual que el coche se quedase sin batería. No le importaría nada quedarse allí con ella durante el resto de su vida.
Su miembro estaba duro, impaciente por penetrarla, pero aún no estaban desnudos del todo y no habían acabado de atormentarse el uno al otro con los juegos preliminares.
Tamra era tan increíblemente hermosa, pensó admirando su piel dorada, su largo cuello, sus erguidos senos...
Tenía las areolas húmedas de saliva... su saliva... la prueba de su deseo.
—Quiero comerte viva —murmuró.
—Hazlo —le susurró ella con una sonrisa algo tímida, balanceándose en su regazo y frotándose contra él—. Luego te comeré yo a ti.
Walker sintió como si de pronto se le bajara toda la sangre a la entrepierna. Las mujeres eran criaturas fascinantes verdaderamente; podían ser a la vez tan sutiles y tan directas...
—Esto me parece un sueño —murmuró besándola en el cuello y lamiéndole la oreja. Inspiró profundamente, inhalando el aroma de su crema hidratante, ese olor que lo volvía loco—. Un sueño húmedo... —añadió—. Vamos al asiento de atrás —le dijo.
Una vez se hubieron acomodado en él volvió a levantarle el vestido, pero esa vez aprovechó para sacarle las braguitas. Se quedó con ellas en la mano un momento, mirando los adornos de encaje, y se preguntó si siempre llevaría esa clase de ropa interior tan sexy o si se las habría puesto por él.
Cuando la besó ahí, justo ahí, Tamra empujó las caderas hacia delante, y él le abrió las piernas un poco más para mostrarle lo travieso que iba a ser con ella.
Tamra parecía estar derritiéndose con cada pasada de su lengua, como algodón dulce, y sólo lo apartó un momento de ella para acabar de quitarse el vestido y sacarse las botas. Luego volvió a abrirse para él.
Al cabo de un rato, sin embargo, Tamra lo apartó de nuevo y lo hizo tumbarse debajo de ella para colocarse de manera que ella pudiera darle placer también a él.
Le bajó los pantalones y lo tomó en la boca, haciendo que los músculos de su estómago se estremecieran y que los latidos de su corazón se aceleraran. Estaba experimentando unas sensaciones tan intensas que temía perder el control por completo.
Sin embargo, mientras ella le hacía toda clase de cosas de lo más eróticas allí abajo, no dejó de lamerla, y cuando finalmente la notó convulsionarse, el signo de que había llegado al orgasmo, tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir su necesidad.
Sabía que si dejaba que siguiese estimulándolo no duraría mucho más, así que la detuvo antes de que lo llevase al éxtasis. Tamra se incorporó, quedándose sentada y lo miró con los ojos aún enturbiados por el placer.
Una sonrisa se dibujó en sus labios, y al mirar hacia abajo Walker comprendió por qué. Sus pantalones estaban a medio bajar y aún tenía la camisa puesta, pero la parte delantera estaba hecha jirones. Sonrió también y se abalanzó sobre ella.
Tamra empezó a atacar su ropa de nuevo y el mismo frenesí que los había agitado minutos antes volvió a apoderarse de ellos. Cuando él estuvo ya completamente desnudo Tamra le clavó las uñas en la carne mientras se besaban, como si fuese una gata en celo.
Walker la penetró de una embestida, ella lo rodeó con las piernas, y se quedaron mirándose el uno al otro como en trance durante un buen rato.
Tamra se agarró al asidero de plástico que había sobre el asiento para impulsarse mejor y empezó a sacudir las caderas contra las de él, diciéndole sin palabras lo que quería.
Walker no la decepcionó. Le respondió con embestidas rápidas y seguras, besándola y acariciándola al mismo tiempo.
Él, por su parte, estaba en el cielo. Tamra hacía que se le cortase el aliento, que el corazón le latiera de tal modo que parecía que fuera a salírsele del pecho.
Juntos alcanzaron la cima del placer y Tamra se aferró a él, jadeante, al tiempo que se estremecía entre sus brazos. Walker se derrumbó sobre ella y derramó en su interior su semilla.
Se quedaron quietos, como temiendo que al moverse se rompiera la magia del momento, pero al cabo de un rato finalmente él salió de ella.
—¿Te arrepientes de que lo hayamos hecho? —le preguntó Tamra.
—No; ¿por qué habría de arrepentirme?
—Porque dijiste que cuando lo hiciéramos nos arrepentiríamos.
—Eso lo dije cuando apenas nos conocíamos —respondió él tumbándose a su lado y apartándole el cabello del rostro. Era tan hermosa...
—En ese caso yo tampoco me arrepiento —dijo Tamra.
Walker sonrió y al verla estremecerse se acordó de la manta que había llevado. Se incorporó y se introdujo por entre los asientos delanteros para alcanzar la bolsa.
—Ten —le dijo tapándola.
Tamra le sonrió y la levantó un poco para que la compartiera con ella. Walker volvió a tumbarse a su lado y apagó la luz del techo. El cansancio empezó a vencerlos al poco, y mientras el sueño lo arrastraba Walker se preguntó si se arrepentirían luego, cuando él volviese a California.