Capítulo 2
—Lo siento mucho, Walker —dijo Mary con voz temblorosa—. Debería habértelo explicado todo en cuanto llegaste, pero pensé... esperaba que... que pudiéramos conocernos un poco antes de hablar de eso.
Walker apartó su plato.
—¿Por qué?
—Para que no me juzgaras con tanta dureza como creo que estás juzgándome. Para que no creyeras que mi intención es ponerte en contra de Spencer.
—Ya te lo he dicho; mi tío está muerto.
—Pero esto es culpa suya —intervino Tamra—. El obligó a tu madre a que renunciara a vosotros.
—¿Ah, sí?, ¿no me digas? ¿Y qué hizo, ponerle una pistola en la sien? —le espetó él sarcástico.
Incapaz de permanecer sentado se puso de pie y miró irritado a la joven a la que Mary había criado.
—¿Y a ti? ¿La obligó a acogerte en nuestro lugar?
Tamra se levantó con los labios apretados y los ojos relampagueándole.
—Estás siendo muy injusto.
—¿Quieres que hablemos de justicia? Lo que mi madre nos hizo fue injusto; no hay excusa que pueda justificar eso —dijo Walker antes de volverse hacia Mary—. De niño, lloré durante muchas noches por ti; te imaginaba en el Cielo —resopló enfadado—. Cuando Spencer se hizo cargo de nosotros me sentí inmensamente agradecido hacia él. Estaba aterrado. ¿Tienes idea de lo que siente un niño cuando le dicen que se ha quedado huérfano de padre y madre?
Mary no contestó. Sólo tragó saliva; se le había hecho un nudo en la garganta.
—Yo sí se lo que se siente —dijo Tamra.
Walker se giró bruscamente y la miró con frialdad.
—¿Y se supone que eso tiene que hacer que me sienta mejor?
—No, sólo quería decir que lo comprendo.
—Oh, claro, ¿cómo no? Mira, no conozco tu historia, pero no tienes ni idea de todo lo que mi hermana y yo hemos tenido que pasar.
—¿Lo que habéis tenido que pasar? —repitió ella—. Yo no me crié en una mansión —le dijo empezando a recoger la mesa y yendo de un lado a otro con visible indignación—. Mi padre nos abandonó a mi madre y a mí antes de que yo naciera y mi madre se quedó sola y tuvo que intentar sacarnos adelante con las ayudas de la beneficencia.
—Eso no es comparable —insistió Walker señalando a Mary, que se había rodeado el cuerpo con los brazos, como un animalillo asustado—. Ella dejó que creyéramos que estaba muerta.
—No la señales —lo increpó Tamra mientras apilaba unos platos sobre otros—; no es una criminal. No está bien señalar a la gente.
—¿Quién lo dice? —le espetó él. Le importaban un comino las normas de conducta indias—. Quizá alguien debería haberle dicho a ella que no estuvo bien que mintiera a sus hijos.
—Mary estaba destrozada; acababa de perder a tu padre... —le dijo Tamra—. Spencer se aprovechó de que en esos momentos no tenía control sobre sus emociones. Él...
Walker se volvió hacia su madre. Necesitaba oír aquello de sus labios.
—¿Es eso cierto? —le preguntó cortando a Tamra.
Mary asintió con la cabeza y Walker se dio cuenta de la apariencia tan frágil que tenía sentada sola en la mesa, escuchándolos discutir a Tamra y a él en silencio.
Volvió a tomar asiento con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho. Quería llamarla embustera, pero sabía que su tío nunca había podido soportar a las mujeres llorosas o apocadas.
No le había gustado esa falta de compasión en él, pero aun así no podría olvidar nunca que su tío los había acogido.
—¿Qué fue lo que hizo? —le preguntó a Mary.
—Vino a verme al hospital; justo después de que tu padre muriera. Yo resulté herida en el accidente, y aunque mis lesiones no fueron de tanta gravedad como lo fueron las de él necesitaba cuidados médicos.
—¿Qué hizo para obligarte a que renunciaras a nosotros? —insistió Walker impaciente.
—Me amenazó; me dijo que llamaría a la gente de los servicios sociales, que demostraría que no era una buena madre.
—Pero eso no era cierto... ¿verdad? —inquirió Walker fijándose en sus ojeras, en las arrugas que surcaban su piel.
—Oh, Dios, no —murmuró ella alargando una mano sobre la mesa para tocar la de él. Fue una caricia muy leve, vacilante, la de una madre que ha perdido a su hijo—. Yo nunca os traté mal ni os desatendí.
—No puedo saber si estás diciéndome la verdad; no recuerdo cómo nos tratabas —dijo Walker. ¿Y si su tío la había amenazado porque aquello era verdad?—. Apenas recuerdo nada de aquella época... ni de nuestro padre ni de ti.
—Es comprensible —dijo Mary en un tono quedo y triste—. Ha pasado mucho tiempo.
—Sí, mucho tiempo —asintió él.
Incómodo, se giró hacia un lado y se encontró a Tamra de pie cerca de él. Tenía una tetera en las manos. Había preparado algún tipo de infusión de hierbas, y cuando le preguntó si quería tomar una taza él alzó la vista hacia ella. Al encontrarse sus ojos fue como si se produjera una descarga eléctrica en su interior y de pronto se sintió incapaz de apartarlos de ella.
Tampoco Tamra parecía poder dejar de mirarlo, y de repente Walker se encontró temiendo que estuvieran destinados a ser amantes. Igual que los personajes de esas películas en las que los protagonistas se chillaban el uno al otro pero luego se besaban con una pasión desenfrenada.
No era adivino ni podía predecir el futuro, pero la atracción entre ellos era palpable. Nunca había tenido una relación tempestuosa de ese tipo. Ninguna de las mujeres con las que había salido le había provocado jamás las intensas y contradictorias emociones que Tamra despertaba en él.
Finalmente fue ella quien apartó la vista. Cuando le hubo servido infusión a Mary volvió a sentarse junto a él y un olor a crema hidratante invadió sus fosas nasales. Era un aroma floral, y por algún motivo eso le hizo desearla aún más.
Mary los miró a los dos.
—Me sabe mal que os enfadéis por esto —murmuró.
—Yo no me he enfadado —dijo él volviéndose hacia Tamra.
Por un momento pensó en volver a golpear su codo, pero tenía la sensación de que esa vez no tendría gracia y no disiparía la tensión como antes.
—Yo tampoco —dijo ella.
Su pierna estaba sólo a unos centímetros de la de él, y aquella proximidad estaba haciéndole sentir acalorado. No comprendía por qué Tamra le afectaba de esa manera.
—¿Por qué no continúas tu historia? —le pidió a Mary—. Acaba de contarme tu versión de los hechos.
—Yo le tenía miedo a Spencer —dijo su madre—. Era un hombre rico y poderoso —sujetó la taza entre ambas manos y tomó un sorbo—. Cuando era pequeña muchos niños de nuestra tribu fueron enviados a hogares de acogida, hogares de personas blancas porque nuestra gente era muy pobre.
—¿Y tú creías que eso era lo que Spencer haría con nosotros?, ¿qué convencería a los servicios sociales para que nos mandaran a un hogar de acogida a Charlotte y a mí?
Mary asintió con la cabeza.
—Yo había estado mucho tiempo fuera de la reserva porque cuando me casé con tu padre nos fuimos a vivir a una pequeña granja, pero cuando murió volví a ser la misma india pobre que había sido. Como ha dicho Tamra, estaba destrozada, y además la medicación que me daban en el hospital para calmar el dolor me tenía medio drogada; no podía pensar con claridad.
—Pero estamos hablando de los años ochenta —apuntó Walker—. ¿No podría haber hecho algo tu gente para ayudarte, para impedir que Spencer nos llevara con él?
—Podría haber apelado a la Ley de Defensa de los Menores Indios, pero yo entonces no sabía de la existencia de esa ley porque la aprobaron después de que abandonara la reserva —se quedó callada un instante—. Cuando murió tu padre nos embargaron la granja y no teníamos a dónde ir... excepto aquí. Sin embargo, lo único que nos esperaba era la cabaña destartalada en la que vivía mi hermano, que era alcohólico. Spencer me amenazó con utilizar eso en mi contra, con sobornar a varias personas para que testificaran que yo también bebía y que os maltrataba a Charlotte y a ti.
Walker se encontró de nuevo atrapado en un mar de confusión. Habría querido que su madre hubiese luchado por ellos, que hubiese hecho todo lo que hubiese podido para que no los separaran a su hermana y a él de ella. Sin embargo, no se arrepentía de la vida que había tenido gracias a su tío.
—No quería que mis hijos crecieran en un hogar de acogida creyendo que los había maltratado —dijo Mary—. Aquella idea se me antojó más insoportable que la alternativa que me ofreció Spencer de hacerse cargo de vosotros aunque os dijera que había muerto.
Walker no sabía qué pensar. No tenía hijos y en su vida nunca había habido nada importante a excepción del trabajo para el que su tío lo había preparado.
—Pero eso no fue todo —añadió Mary—. Tu tío hizo algo más... algo que al principio me pareció horrible... aunque luego no resultó ser tan malo después de todo.
—¿Qué?
—Me ofreció dinero —dijo su madre, su voz poco más que un susurro—. Su abogado me envió un cheque por valor de treinta mil dólares cuando volví aquí, a Pine Ridge. Al principio no quería cobrarlo...
—...pero acabaste haciéndolo —adivinó Walker.
—Sí —asintió ella quedamente, poniendo su mano sobre la suya—. Sí, lo hice.
Walker habría querido apartar la mano, pero fingió indiferencia, fingió que no le importaba que los hubiese vendido.
Al día siguiente Tamra fue al motel de Walker, como él le había pedido. Cuando llegó estaba esperándola fuera con su aspecto de niño rico de ciudad: ropa a medida, el pelo engominado... Lo llevaba corto y peinado hacia atrás, pero no con un estilo conservador o aburrido. Lo cierto era que su pelo tenía un cierto sex appeal.
—Hola —la saludó Walker.
—Hola —contestó ella. Parecía molesto por algo. Esperaba que no fuesen a tener otra discusión—. ¿Por qué querías que viniera?
—Porque me gustaría que habláramos —respondió él metiendo la mano en el bolsillo de su pantalón y sacando unas monedas—. ¿Te apetece un refresco? —le preguntó señalando una máquina expendedora.
—Bueno.
Fueron hasta allí y compraron una lata para cada uno.
—Ven, vamos a mi habitación —le dijo Walker—. Allí estaremos tranquilos.
Cuando entraron el corazón de Tamra palpitó con fuerza. Se sentía algo incómoda estando allí. Era ridículo, pero resultaba extrañamente... íntimo.
Era un motel confortable, pero estaba segura de que Walker estaría acostumbrado a alojarse en hoteles de cinco estrellas. Se sentó en el borde de una mesita baja de pino y él se apoyó en la cómoda que había junto a la cama.
—¿Cuántos años tenías cuando mi madre te acogió? —le preguntó.
—Cinco, pero entonces aún vivía mi madre. Las dos nos fuimos a vivir con Mary. Mi madre y la tuya eran amigas, y nosotras no teníamos dónde ir. Estábamos en invierno. Habríamos muerto congeladas en la calle si no nos hubiese acogido —tiró de la anilla de la lata y tomó un sorbo, perdida en sus recuerdos—. Mi madre falleció dos años después, así que tenía siete años cuando Mary se convirtió en mi tutora legal.
—¿Y cuántos años tienes ahora?
—Veintiséis.
Walker frunció el entrecejo.
—Sólo uno más que mi hermana —dijo.
Tamra se preguntó si eso le molestaba, si lo que creía que había sido una traición de su madre hacia ellos le parecía aún mayor por que hubiera acogido a una niña casi de la misma edad que su hermana.
Habría querido preguntarle si había telefoneado a su hermana, pero se dijo que sería mejor esperar a que terminara con su «interrogatorio». Tenía la sensación de que aún había cosas que quería saber.
—¿Es algo común entre los indios? —inquirió Walker—... ¿hacerse cargo del hijo de otra persona?
—Sí —contestó ella esforzándose por ignorar el cosquilleo que sentía en su estómago. El modo tan intenso en que la estaba mirando la ponía nerviosa—. Los lakota tenemos una ceremonia de adopción llamada hunka. Suele hacerse entre parientes. La lleva a cabo un curandero o algún adulto que fuera adoptado en su infancia.
—¿Y Mary y tú hicisteis esa ceremonia?
—No —respondió ella. Tomó otro sorbo antes de dejar la lata sobre la mesa. Sentía los ojos de Walker sobre ella, siguiendo cada movimiento que hacía, y aunque tratara de evitar el contacto visual con él de nada servía—. Por aquel entonces Mary estaba desvinculada de sus raíces. Había desafiado nuestras tradiciones, aislándose de la comunidad.
—Entonces... ¿simplemente se hizo cargo de ti?; ¿no te adoptó?
Tamra asintió y volvió a tomar la lata deseando para sus adentros que dejase de mirarla.
—Claro que ahora podríamos hacerlo si quisiéramos. La ceremonia hunka puede hacerse con personas de cualquier edad si quien adopta y quien es adoptado están de acuerdo.
—No lo hagas.
—¿Por qué no? —inquirió ella alzando desafiante la barbilla. Su prepotencia masculina estaba empezando a cansarla—. Ésa es una decisión que no te atañe.
—No quiero que te conviertas en la hija adoptiva de mi madre —replicó él—; no quiero que seamos hermanastros... y estoy seguro de que sabes por qué.
Tamra tragó saliva. Sus ojos se posaron en la cama, en la colcha de cuadros y los almohadones blancos, antes de mirarlo de nuevo a él. Se notaba algo mareada y tuvo que inspirar antes de contestarle.
—No va a pasar nada entre nosotros.
—Tú sabes que sí... antes o después.
Tamra se esforzó por mantener el decoro, por fingir que sus palabras no habían tenido ningún efecto en ella.
—Eso es bastante presuntuoso por tu parte.
Walker apuró su bebida, se apartó de la cómoda, agarró la silla que había frente a ella, y en un sólo movimiento le dio la vuelta y se sentó a horcajadas sobre ella.
—No estoy diciendo que quiera que ocurra; sólo que ocurrirá.
Tamra se humedeció los labios.
—No voy a acostarme contigo.
—Sí, sí que lo harás —respondió él. Su expresión era seria; no estaba sonriendo, ni tampoco flirteando—. Acabaremos arrancándonos la ropa, y luego nos arrepentiremos y nos preguntaremos por qué diablos lo hicimos.
—Yo no soy de esa clase de mujeres —le espetó ella—. No tengo romances de una noche.
—Tampoco yo.
—Entonces, ¿por qué estamos teniendo esta estúpida conversación?
—Porque anoche no he podido dejar de pensar en ti... y me irrita bastante —masculló él apretando la mandíbula.
Tamra sacudió la cabeza. Aquél era el hombre más difícil que había conocido.
—A ti parece que te irrita todo —apuntó.
Él la miró con los ojos entornados.
—¿Y tú?, ¿estuviste pensando en mí anoche?
El pulso de Tamra se disparó.
—No.
—Mentirosa.
De acuerdo, era cierto, había mentido, pero no iba a admitirlo. Incluso había dormido con la ventana abierta para dejar que la brisa le revolviera el cabello y acariciara su cuerpo medio desnudo, imaginándose que eran sus dedos.
—No eres mi tipo.
—Tú tampoco eres el mío —respondió él. Se quedó callado un momento y la miró de arriba abajo—. Pero eres increíblemente sexy... para ser una india —añadió, haciéndola fruncir el ceño.
—No me acostaría contigo aunque fueses el único hombre sobre la faz de la tierra.
Walker sonrió burlón.
—Bien, entonces no tenemos por qué preocuparnos.
Ella desde luego no tenía por qué preocuparse. Llevaba años tomando la píldora, desde que su niñita había muerto. Cuando aquello había ocurrido había decidido que no permitiría que la dejasen embarazada otra vez... al menos no un hombre con el que no estuviese casada.
Walker se balanceó en la silla y Tamra intentó pensar en algo que decir, algo que borrara aquella sonrisa insolente de su rostro. No iba a discutir con él de métodos anticonceptivos; sabía que no era a eso a lo que se había referido cuando había dicho que no tendrían por qué preocuparse. Estaba hablando de sus emociones, de sus sentimientos, de que si llegaban a hacerlo se arrepentirían de ello.
—¿Qué hizo mi madre con el dinero? —le preguntó él de repente.
Aquel abrupto cambio de tema la dejó aturdida y sólo parpadeó.
—¿Qué?
—Con los treinta mil dólares. ¿En qué los gastó?
Tamra se quedó callada un instante.
—Quizá eso deberías preguntárselo a ella.
—Pero estoy preguntándotelo a ti —replicó él echándose hacia atrás—. Me resulta más fácil hablar contigo. Tú no eres... —la sonrisa cínica regresó a sus labios—... tan vulnerable.
¿Cómo podía hablar de ella si no sabía nada de su vida, de lo que había pasado? No tenía ni idea. No sabía que ella había perdido a su bebé, que por eso comprendía el dolor de su madre.
—Con ese dinero compró la caravana en la que vivimos. Era de segunda mano, así que tampoco le costó demasiado.
—Así que le sobró dinero.
—Sí, y lo invirtió.
—¿Lo invirtió? —inquirió él, como si le sorprendiese—. ¿En qué, algo seguro?
—Lo utilizó para enviarme a la universidad.
—Vaya, vaya, vaya... —murmuró Walker pasándose una mano por el cabello y revolviéndolo un poco—. Mi madre envió a su hija no adoptiva a la universidad. Qué conmovedor...
Tamra resopló exasperada, esforzándose por mantener la calma.
—Yo siempre le estaré agradecida por ello —dijo—. Me apliqué en mis estudios y obtuve una beca.
—Oh, ¿en serio? ¿Ya qué universidad fuiste?, ¿a una universidad india?
—A la Universidad de San Francisco.
Walker se quedó mirándola boquiabierto.
—¿Fuiste a la Universidad de San Francisco? —repitió anonadado—. ¿Estuviste viviendo en California?, ¿dónde mi hermana y yo vivíamos?
—Así es —contestó ella. Había pasado toda su infancia soñando con una oportunidad así, con mejorar sus condiciones de vida—. Y llevé a Mary conmigo.
—¿Por qué escogiste esa universidad?, ¿por qué precisamente la de San Francisco?
—Porque sabía que Spencer os había llevado a Charlotte y a ti a California del Norte. Quería que Mary estuviese cerca de sus hijos aunque no pudiera ir a verlos —dijo Tamra. Apuró lo que quedaba de su refresco y maldijo a su corazón, que seguía latiendo como un tambor—. Alquilamos un apartamento. Mary encontró un empleo en un hospital de la ciudad y yo uno de media jornada. Yo me licencié en Ciencias Empresariales y Mary obtuvo un diploma de auxiliar de enfermería.
Walker se sentó en el borde de la cama.
—¿Te licenciaste en Ciencias Empresariales... y regresasteis a Pine Ridge? —inquirió con incredulidad.
—Sí.
—Pero... ¿por qué?
—¿Y por qué no? Aquí estaba nuestro hogar.
—Ya, sí, seguro. Si no quieres contarme la verdad déjalo; no importa. De todos modos no me interesa.
Sí que le interesaba, pensó Tamra. Si no le interesase no se sentiría aún dolido porque Mary los hubiese abandonado.
—¿Has hablado ya con tu hermana? ¿Le has dicho que has encontrado a vuestra madre?
—Sí —respondió él. Miró el teléfono con desagrado, maldiciendo al aparato para sus adentros como si fuera un enemigo—, pero aún no va a regresar. Piensa que tengo que quedarme unos días más aquí para conocer a Mary. ¿Puedes creerlo?
—Bueno, a mí me parece lógico.
—Porque eres una mujer. Las mujeres os apoyáis unas a otras.
Tamra no pudo reprimir una sonrisa.
—¿Sabes?, creo que voy a llevarme bien con tu hermana.
—Estoy seguro de que sí —masculló él—. Y no sonrías así; no tiene gracia.
—Yo creo que sí la tiene —replicó ella sin poder evitar echarse a reír—. Estás todo el tiempo tan enfurruñado... Todo te molesta.
—¿Y eso te parece gracioso? —le espetó él agarrando un almohadón y arrojándoselo.
Tamra lo atrapó al vuelo, se lo lanzó a él, que lo atrapó también, y se quedaron los dos en silencio.
—¿Te apetece venir a tomar una pizza conmigo? —le preguntó él de pronto.
¿Estaba pidiéndole una cita? No, se dijo, probablemente sólo estaba aburrido y estaba pensando en algo con lo que distraerse.
—Bueno —respondió—, aunque aquí en la reserva no hay ninguna pizzería, y antes tengo que ir a casa de una amiga.
—Por mí no hay problema, y vi una pizzería en Pine Ridge el primer día, cuando llegué aquí. Claro que no he ido, no sé qué tal serán las pizzas.
—No te preocupes; no creo que vaya a darte una indigestión.
Walker ignoró el sarcasmo que había en sus palabras.
—Es una franquicia —recalcó.
Tamra se puso de pie.
—Yo conduzco —le dijo—. Y durante el trayecto te enseñaré las normas de conducta de los lakota —añadió mientras buscaba en el bolso las llaves de su camioneta.
—Estupendo... —masculló él—. Ya me lo imagino: «No debes señalar a la gente con el dedo,
Walker, y tampoco emborracharte en la reserva»... —dijo mientras salían—. Aunque he visto a unos cuantos borrachos que no deben conocer esa norma.
«Listillo...», pensó Tamra.
—Cállate y escucha.
—A sus órdenes.
Cuando se hubieron subido a la camioneta y estaba encendiendo el motor Tamra se preguntó a sí misma si sabría dónde se estaba metiendo.