Capítulo 8
Dos días después, Carrie estaba ante el espejo de la habitación de invitados, arreglándose. Llevaba más de una semana en casa de Thunder, pero se negaba a guardar sus cosas en el dormitorio principal. Prefería tener su propio armario, su propio espacio. Una cosa era alojarse con él, otra muy distinta instalarse en su dormitorio, por temporal que fuera.
Carrie se levantó el pelo, probando un estilo clásico. Sabía arreglarse tan bien como cualquiera, pero la ponía nerviosa asistir a una fiesta de ricos y famosos. En el fondo, siempre había sido una chica sencilla. —Me gusta suelto —dijo una voz a su espalda.
Se dio la vuelta y vio a Thunder en el umbral. Se había puesto una camiseta negra con un traje negro. Típico uniforme chic de Los Ángeles.
—¿Así? —Carrie dejó caer las manos. Sabía que hablaba de su pelo. Él negó con la cabeza.
—Un poco más revuelto. Como cuando hacemos el amor.
Ella no supo qué decir. No habían hecho el amor desde la noche que se emborracharon. Ni siquiera habían compartido la cama. Él había trabajado hasta tarde las últimas noches y ella se había retirado a su habitación temprano, evitándolo. Pero aun así no se había planteado volver a casa. No estaba lista para dejar a Thunder. Aún no.
Él se acercó para alborotarle el pelo con las manos. Después le dio la vuelta para que se mirara en el espejo. Para que viera lo que él veía.
Una versión madura de la chica con quien se había casado: un vestido negro de cóctel y zapatos de tacón, cabello revuelto por Thunder, labios pintados a la espera de un beso.
—Los años te han tratado de maravilla —dijo él.
—Gracias —se le aceleró el corazón y se puso aún más nerviosa. Deseó sentirse tan glamurosa como se veía.
—¿Estás lista para irnos?
Ella asintió y agarró con fuerza su bolso de mano, de pedrería. Seguía sintiéndose nerviosa por asistir a una fiesta californiana, por encajar en el mundo que ya era parte del estilo de vida de Thunder.
Subieron al coche y dejaron atrás la playa. Mulholland Drive estaba después de las montañas de Santa Mónica y las colinas de Hollywood y ofrecía vistas de Los Ángeles y del valle San Fernando.
—¿Tu cliente se dedica a la industria del cine? —preguntó ella, cuando entraron en Laurel Canyon.
—No. Es un magnate inmobiliario. No todo el mundo hace cine en esta ciudad.
Ella se relajó un poco. Había imaginado un ambiente lleno de estrellas de cine.
—¿Qué clase de trabajo haces para él?
—Investigaciones de rutina.
—¿Como seguir a su esposa infiel por ahí?
—De hecho, a su amante infiel — Thunder soltó una risita—. Espera que sus mujeres le sean leales, al menos mientras las mantiene.
Maravilloso, un magnate inmobiliario con una amante irrespetuosa.
—Ahora lo siento por su esposa.
—No está casado —Thunder tomó un par de curvas y después esperó en la fila del aparcacoches, ante una enorme mansión—. Sólo mantiene a amantes. De hecho, he salido con algunas de sus viejas novias.
—¿Y no le importa? —ella tensó la mandíbula.
—¿Por qué iba a importarle? Él también ha salido con algunas de las mías.
—Muy estilo Hollywood.
—Sí, supongo —le dio un golpecito en la barbilla y un beso rápido en la mejilla—. Esto no es el condado de Cactus Wren, Osita.
—No lo dudo —tomó aire, nunca había visto una casa igual—. Ni se te ocurra presentarme como Osita.
Él optó por la verdad y la presentó como su ex esposa. La fiesta estaba repleta de estrellas de cine, como ella había temido. Estaban por todos sitios: rubias, morenas, pelirrojas. Altas, bajas, voluptuosas. Cualquier fantasía que un hombre pudiera desear.
Por lo visto, el magnate inmobiliario, Donnie Durham, tenía un gusto ecléctico respecto a las mujeres. Incluso se atrevió a flirtear con Carrie.
Mientras estaban junto a la piscina, donde otros invitados comían, bebían y lucían su ropa de diseñador, él hizo un intento.
—No sabía que Thunder estuviera casado —dijo.
—Está divorciado —corrigió Carrie.
—Sí, claro —esbozó una sonrisa obviamente realzada por la cosmética—. Eres su ex.
Aparte de su dentadura perfecta, Donnie no era tan sofisticado como había esperado. Era un tipo normal de sesenta y algún años, con gafas de montura metálica y pelo ralo. Pero los hombres ricos y poderosos no necesitaban ser guapos. Eran los ornamentos femeninos que llevaban del brazo los que debían brillar.
—Guárdate tus cuatro ojos para ti —le dijo Thunder al millonario—. A ésta no pienso compartirla.
—Apuesto a que fue ella quien pidió el divorcio
—Donnie se ajustó las gafas y guiñó un ojo a Carrie.
—¿Y? —preguntó Thunder.
—Y aún no has olvidado a tu ex —Donnie se metamorfoseó en psicólogo—. Y ella no te ha olvidado —se volvió hacia Carrie—. Incluso si rompió tu enorme, malo y controlador corazón.
Ella no se planteó contestar. De repente, Donnie, el coleccionista de amantes, estaba analizándolos a Thunder y a ella y viéndolos como eran en realidad.
Thunder se enfadó y mandó a su anfitrión al cuerno, pero el hombre no se ofendió. Encogió los hombros e insistió en que circularan y disfrutaran de la fiesta. Después se excusó con una reverencia.
Mientras Donnie se marchaba, Carrie decidió que le gustaba. Era vivo, honesto y extrañamente real. Pero lo que más la intrigaba era que no permitiera que Thunder lo intimidara.
—Yo no intento controlar al mundo —masculló su ex marido.
—Sí lo haces —divertida, Carrie enlazó el brazo con el suyo—. Y lo demás que ha dicho también es verdad. No nos hemos olvidado el uno del otro.
—¿Ah, no? —la hizo girar para que lo mirase—. ¿Eso significa que te casarás conmigo si te preñé?
—No —lo miró directo a los ojos, intentando ser más como Donnie, no permitir que Thunder la dominara—. No podemos dar marcha atrás en el tiempo. Es demasiado tarde para eso.
—Bien. Como tú digas.
Ella no quería pensar en ser su esposa y vivir en un mundo que él controlaba. Prefirió bromear.
—Te pones sexy cuando te enfadas.
—Tienes mucha razón —su humor se aligeró y la atrapó, sumergiéndola en un beso. Y ella lo aceptó, saboreando su preponderancia y virilidad.
—¿Que nos deseemos como locos no implica que seguimos enamorados el uno del otro? —preguntó él, expresando en voz alta la peor pesadilla de ella.
—No —le dijo, con el estómago atenazado por el miedo. Hablar de ello hacía que pareciese más real, más posible, más una repetición del peligroso pasado—. Sólo significa que aún sentimos lujuria.
—Gracias a Dios —dijo él. La besó de nuevo pero con suavidad, con tanta ternura, que ella casi se derritió—. Prometimos no dejar que eso ocurriera.
—Y no lo haremos —le limpió las manchas de carmín de la boca, borrando el simbolismo, la suavidad, las cálidas campanas de boda que repiqueteaban en sus venas.
—Un embarazo complicará las cosas, Osita.
—Sí, cierto. ¿Pero qué posibilidades hay de eso? Tenemos que dejar de pensar en ello —señaló la piscina, la gente glamurosa, el impresionante bufé—. Deberíamos aprovechar esta fiesta —ella estaba empeñada en olvidar su miedo, en relajarse, por más que tuviera el pulso acelerado—. Deberíamos pasarlo bien. Thunder asintió. Compartieron una bandeja de entradas, con champiñones rellenos de cangrejo, almejas envueltas en beicon, brochetas de ternera y rollitos de huevo. Para satisfacer el gusto por el dulce de Carrie, Thunder la llevó a la mesa de postres, donde ella eligió frutas silvestres y tarta de lima.
Después, siguieron el consejo de Donnie y se mezclaron con la gente. Carrie conoció a un montón de estrellas y se preguntó con cuántas de ellas se había acostado Thunder, y cuántas habían pasado de Donnie a él o viceversa. Era imposible saberlo. Las féminas en cuestión no daban pistas. Si acaso, trataban a Carrie como a una igual, una mujer de sexo y pecado que encajaba allí como ellas.
A última hora de la noche, conoció a una estrella del rock y a un modelo masculino impresionante. La fiesta también estaba llena de hombres de lujo. Pero ella decidió que su acompañante era el más excitante de todos. ¿Cuántos hombres eran ex oficiales de Inteligencia? ¿O especialistas en seguridad? ¿O mercenarios que ponían fin a posibles revoluciones? Como marido, no era adecuado. Pero como amante, como aventura, era justo lo que necesitaba. Hasta que ella regresara a casa a retomar su vida. Con o sin su bebé en el útero.
Thunder abrió la puerta y desactivó la alarma. Era casi la una de la mañana y Carrie y él estaban completamente sobrios. No habían consumido alcohol en la fiesta; a propósito, habían evitado el champán y el bien surtido bar.
Mancha entró al salón como si les hubiera estado esperando, como si hubiera luchado contra el sueño. Carrie se compadeció y la alzó en brazos.
Thunder observó a su ex mujer acariciar a la gatita, que cerró los ojos. Se quitó la chaqueta y se la puso sobre el brazo.
—Me alegro de que te gustara la fiesta —dijo.
—Yo también, sobre todo porque estaba nerviosa.
—¿Por el ambiente tipo Hollywood?
—Sí, por todas esas estrellas —asintió Carrie. Él cambió de tema. No quería hablar de otras mujeres. Tanteó el ambiente, con la esperanza de que Carrie volviera a estar dispuesta a compartir su cama.
—¿Te quedarás conmigo esta noche?
Ella asintió, y él dejó escapar un suspiro de alivio.
Echaba de menos los ratos de intimidad con ella. Sin más discusión, subieron a su dormitorio. Carrie puso a la gata en su camita y él se quitó todo menos los calzoncillos. Carrie también se desvistió pero, como él, se dejó puesta la ropa interior. El sujetador y las bragas eran de encaje negro, con detalles de hilo plateado. Él pensó que estaban siendo cautelosos. Procurando no asumir demasiado el uno del otro.
Juntos, fueron al baño. Aunque ella no guardaba allí sus productos de cosmética, sí tenía lo esencial, como un cepillo de dientes extra y un tubito de la crema limpiadora con la que se quitaba el maquillaje. Se prepararon para dormir y se metieron bajo las sábanas, aún en ropa interior. Él apagó la luz, pero no se hizo una oscuridad completa. La luna estaba llena y brillaba como el beso de un vampiro, iluminando sus pieles.
Thunder tocó el rostro recién lavado de Carrie. Tenía un aspecto suave y natural, con su complexión bronceada y las pestañas libres de mascara.
—¿Está funcionando lo de la amistad? —preguntó.
—Empieza a funcionar —respondió ella.
—A mí me resulta difícil saberlo. Tenías razón al decir que no sé ser amigo de una mujer.
—¿Cuántas chicas de la fiesta han sido amantes tuyas? —escrutó su rostro—. ¿Con cuántas te acostaste?
Él frunció el ceño, comprendiendo que había vuelto a abrir la misma caja de Pandora, la de otras mujeres de quienes no quería hablar. Estiró la manta, buscando una manera de evitarse una contestación.
—No veo qué puede importar eso.
—Intenté descubrir quiénes eran, pero no pude.
—Porque a nadie le importa. Nos es gente de compromisos.
—Yo también me sentí libre cuando estaba allí —se apoyó sobre un codo, aún escrutándolo—. Ahora entiendo por qué atraes a esa clase de mujeres.
—Pero tú no eres una de ellas.
—Ahora sí.
—Pero no solías serlo —la recordó vestida de novia, comprometiéndose a pasar el resto de su vida con él—. ¿Qué fue lo primero que te atrajo de mí?
—Lo mismo que atrae a todas tus amantes —hizo una mueca—. Eres oscuro y peligroso. Aunque esa parte tuya solía asustarme.
—¿Y ya no te asusta?
—Sí, cuando empiezas a hablar de matrimonio. No eres la clase de hombre al que una mujer pueda aga rrarse. Nunca lo fuiste.
—Intenté serlo —había deseado más que nada ser un marido bueno y cariñoso, mantenerla a ella y a su hijo, demostrar que la amaba. Pero también había querido progresar en su profesión. Hacerse soldado, encontrar su independencia.
Ella se acercó más, luchando con sus emociones.
Él vio el forcejeo en sus ojos.
—¿Qué fue lo primero que te atrajo de mí? —le preguntó.
Él titubeó sólo un segundo. No podía mentirle.
—Eras dulce e inocente y pensé que eras la clase de chica que siempre sería leal, que nunca rompería conmigo.
—Pero, en cambio, me divorcié de ti —le tocó la mano.
—Sí, me salió mal la jugada —entrelazó los dedos con los suyos—. Pero me aseguré de no volver a involucrarme con nadie como tú. Mi ego no podía soportarlo —tampoco su corazón, pero eso no lo dijo. No iba a abrirse las venas y desangrarse ante ella, al menos no esa noche. No después de haber establecido que no iban a volver a enamorarse. Necesitaba mantener las cosas simples. Sexuales.
—Dime que puedo tenerte —dijo—. Dame permiso.
—¿Para hacer el amor?
Él asintió, y ella se inclinó para besarlo. Él lo tomó como un sí y lo acopló a su necesidad, a su pasión, desabrochándole el sujetador y acariciando sus senos con los pulgares.
Cuando bajó hasta su estómago, se miraron y se hizo un silencio helado entre ellos. Pero ambos intentaron que no durase. Ella tocó el elástico de sus calzoncillos lenta y sensualmente.
Ansiosos el uno por el otro, se quitaron la ropa interior y juntaron sus cuerpos desnudos. La sensación abrumó a Thunder, y se preguntó si estarían viviendo una mentira, si en realidad estaban aún enamorados.
Cerró los ojos con fuerza, odiando esa idea que no dejaba de pasarle por la cabeza.
—¿Thunder? —dijo su nombre interrogativamente.
Él abrió los ojos y vio a la chica que había perdido a su bebé. Deseó tocar su vientre, pero sabía que eso sólo liaría más sus emociones. No quería tener falsas esperanzas, anhelar otro hijo suyo.
No si ella se negaba a casarse con él. No si no podía controlar la situación.
Maldijo para sí al comprender que Donnie había tenido razón. Pero le daba igual. Era lo que era y no iba a pedir disculpas por ello.
Hambriento de poder, se inclinó para besar, saborear, acariciar, entreabrir sus muslos. Después le hizo el amor, usando un preservativo para su seguridad.
Se revolcaron por la cama, abrazados, atrapados por las emociones que intentaban evitar. Ella lo rodeó con las piernas y él fue más despacio. Sólo un poco, para demostrar que ella le importaba.
Pero eso no le impidió llevarla a un orgasmo increíble, ni conseguir que gritara de placer.
Y cuando todo acabó, cuando estuvieron agotados, la sujetó en sus brazos, con el rostro en su cuello, inhalando su aroma.
El de la mujer que no podía conservar para sí