Capítulo 3
—Se supone que tienes que convencerme de que no lo haga —le dijo Carrie a su madre.
Daisy movió la cabeza. Estaba sentada en el sofá de Carrie, vestida con pantalones de pinzas y una blusa de manga corta. Llevaba un cuidado maquillaje y el cabello castaño recién peinado en el salón de belleza que frecuentaba desde hacía más de veinte años.
—Sólo son unas vacaciones —dijo Daisy.
—Con mi ex marido —Carrie estaba demasiado nerviosa para sentarse. Estaba junto a la chimenea de gas. La repisa de ladrillos estaba vacía, sin adornos ni fotos familiares, recordándole que era una divorciada sin hijos.
—Es un poco tarde para esta conversación —Daisy tomó un sorbo de limonada—. Ya le has dicho a Thunder que irás con él.
—Se suponía que no iba a reaparecer en mi vida
—Carrie había aceptado, pero estaba hecha un manojo de nervios, preguntándose en qué se había metido.
—Pero lo ha hecho, y te ha camelado. Si no lo haces, te arrepentirás.
—A ti también te ha camelado —frustrada, Carrie examinó el esmalte descascarillado de sus uñas—. Te estás poniendo de su parte.
Cuando su madre dejó el vaso sobre la mesita de café, su mano exhibió una manicura perfecta.
—Te quería, cariño. Y tú lo sabes.
—Nunca lo dijo —el corazón de Carrie dio un bote.
—Pero sabes que es verdad. Sabes cuánto le importabas.
—Pero yo quería que lo dijera.
—Entonces, díselo. Dile cómo te sientes.
—¿Después de todo este tiempo?
—¿Por qué no? Además, creo que aún te quiere.
—Sólo ves lo que quieres ver —protestó Carrie, mirando a la mujer que le había dado la vida y pensando que era incorregible.
—La madre de Thunder también lo ve. Margaret me dijo que su hijo ha estado muy solo sin ti.
—¿Solo? —barbotó Carrie—. ¿Cuándo? ¿A ratitos entre sus innumerables aventuras?
—Margaret opina que hace eso para no pensar en ti.
—Seguro. Veinte años siendo un mujeriego para superar un breve matrimonio conmigo. Puede que fuera así al principio, pero en algún momento empezó a disfrutar de ese estilo de vida.
—Y ahora quiere pasar tiempo contigo —Daisy se puso en pie—. Ve a California, cielo. Dale una oportunidad.
Carrie suspiró. Discutir con su madre era inútil.
—La verdad es que no viene mal que viva en la playa.
—Ni que aún te quiera.
—Déjalo estar ya, mamá.
—Bueno, pero es verdad —Daisy esbozó una sonrisa de casamentera y fue a dejar el vaso en el fregadero. Cinco minutos después salía del piso. Carrie la despidió desde el umbral.
Entonces apareció Thunder. Saludó a Daisy e intercambió unas palabras cariñosas y un abrazo con ella. Después, se encaminó hacia la puerta.
—¿Qué haces aquí? —inquirió ella, en el umbral.
—Asegurarme de que no cambias de opinión.
—He estado a punto de hacerlo.
Él se acercó y luego se detuvo frente a ella, que pensaba en las palabras que nunca le había dicho, en el amor que nunca le había confesado.
—Imaginaba que intentarías escabullirte.
—Se suponía que mi madre iba a convencerme de que no fuera contigo.
—Ni en sueños —la empujó suavemente hacia el interior—. Quiere que volvamos a estar juntos.
—¿Te ha dicho eso? —Carrie frunció el ceño.
—No. Pero es obvio. Y en mi madre también —tomó su mano y la llevó hacia la escalera—. Vamos a tu dormitorio. A hacer la maleta —añadió, antes de que ella intentara soltarse.
—¿Eres así de agresivo con el resto de las mujeres de tu vida? —protestó ella, subiendo las escaleras y odiándose por dejar que la dominara.
—Tú eres la única que se ha puesto difícil —llegaron al dormitorio y él miró la cama deshecha—. Pero no importa. Me gusta el reto.
—Me alegro —por fin se soltó de él—. Porque pienso mantenerte a distancia.
—¿Eso significa que no vas a acostarte conmigo?
—Eso me temo —abrió el armario y sacó la maleta. Hacer el equipaje tenía bastante sentido, considerando que iban a conducir a California al día siguiente.
—Entonces nos centraremos en ser amigos —esbozó una sonrisa traviesa—. Mientras intento seducirte.
Carrie sabía que estaba perdida. Que antes o después acabaría en su cama, ardiente, deseosa y estúpidamente desnuda. Pero no iba a admitirlo, al menos en voz alta.
—Soy más dura de lo que parezco, Thunder.
—Sé lo dura que eres —su sonrisa se desvaneció—. Tengo una sentencia de divorcio para probarlo.
—¿Literal o figurativamente? —ella abrió la cremallera de la maleta y levantó la tapa.
—Literalmente. Guardo el maldito papel como recordatorio para no volver a casarme nunca.
—Yo también —estaba en una caja de seguridad, junto con otros documentos legales.
—Somos un buen par —curioso, miró en el armario, revisando su ropa y moviendo perchas—. Llévate esto —agarró un vestido negro de cóctel—. Y esto —un traje blanco con una camisola de pedrería—. Para cuando vayamos a algún sitio elegante.
—¿Vas a llevarme a cenar y beber a todo lujo?
—Es parte de la seducción —dejó las elegantes prendas sobre la cama—. Lleva también algo de lencería sugerente. Y un sujetador de realce, si tienes. Me gustan ésos que levantan el pecho y lo separan.
—Pues es una pena —fue a la cómoda y sacó sujetadores básicos y sensatas braguitas de algodón—. No pienso seguirte el juego de seducción.
—Aguafiestas.
Cuando él volvió a estudiar el armario, ella metió un sujetador de realce y un puñado de tangas en la maleta. Después siguió empaquetando, mientras deseaba que no le latiera tan fuerte el corazón. Por peligroso que fuera, quería hacer el amor con su ex marido. Y que después la abrazara, para recordar esos tiernos momentos de su juventud. Esa ternura que no había vuelto a sentir desde que se separó de él.
—¿Éstos son apretados? —preguntó él, estudiando unos vaqueros.
—Se estiran.
—¿Como si fueran de goma? —se los tiró—. Apuesto a que estás muy sexy con ellos.
—No necesito que elijas mi vestuario —le tiró los vaqueros de vuelta.
—¿Ah, no? —él atrapó su mirada con sus oscuros ojos negros—. ¿Entonces por qué has metido lencería sexy en la maleta cuando no miraba?
Ella maldijo para sí. La había visto incluso estando de espaldas. Debería haberlo imaginado, era un especialista en seguridad, un hombre adiestrado para captar lo que sucedía a su alrededor.
—¿Es que una chica no puede tener sus secretos?
—No estando yo delante —se sentó al borde de la cama deshecha, arrugando las sábanas de estampado floral—. ¿Puedes tomarte unas vacaciones más largas?
—¿Qué? ¿Por qué? —el cambio de tema la desconcertó.
—Porque quiero que estés conmigo más de dos semanas.
—Podría tomarme una semana más —se sentó al otro lado de la cama, mirándolo—, pero no lo haré si me sigues presionando.
—Perfecto. Entonces, puedes elegir tu propia ropa —se puso en pie, tapando la ventana y el sol que entraba por ella—. Te he echado de menos, Carrie.
A ella se le encogió el corazón. Echarla de menos no era lo mismo que quererla. No. Su madre estaba agarrándose a un clavo ardiendo.
—Yo también a ti —admitió ella, diciéndose que no tenía importancia. Eso no era una reconciliación. Cuando acabaran sus vacaciones, seguirían divorciados.
La propiedad de Thunder estaba en primera línea de playa, a pocos metros de la arena, y sólo una acera separaba la casa de tres pisos de un paraíso.
Carrie no pudo evitar suspirar. Se quedó parada ante la casa, junto a Thunder, con la maleta en la mano, mirando el mar.
—Estoy impresionada —dijo.
—Compré esta casa hace algún tiempo —señaló los otros edificios que había junto a la acera—. La mayoría son de alquiler para vacaciones, pero yo vivo aquí todo el año.
—Entiendo por qué.
El océano daba sensación de poder, paz y belleza. El cielo adquirió un tono crepuscular mientras el agua se estrellaba contra la orilla, dejando olas espumosas con su retirada.
—Como ves, no es una playa privada —indicó las tiendas y restaurantes que había más adelante—. Siempre hay actividad por aquí. Pero me gusta observar a la gente.
—Siempre te gustó —a ella le pasaba igual. Incluso en ese momento, estaba hipnotizada por una pareja joven que paseaba de la mano, hacia un restaurante.
—¿Estás lista para instalarte? —preguntó él—. ¿Para deshacer el equipaje?
Ella asintió y después miró la bolsa de viaje de estilo militar que había utilizado él mientras visitaba a sus padres. Pensó que las viejas costumbres nunca cambiaban. En algún lugar, en el fondo, Thunder seguía siendo un soldado. —Tú también tienes que deshacer el tuyo.
Él abrió la puerta, metió el equipaje dentro y desactivó un sofisticado sistema de alarma. Ella miró a su alrededor, intrigada por la estructura en niveles. El vestíbulo tenía dos escaleras, una llevaba al piso superior y el otro al inferior. El nivel medio, decorado con muebles informales, ofrecía una espaciosa sala de estar, una cocina y un aseo.
—Yo duermo arriba. Y la habitación de invitados está abajo —agarró su maleta—. ¿Dónde quieres dormir? —la sedujo con una sonrisa—. El dormitorio principal tiene una terraza con vistas a la playa.
—Acabamos de llegar y ya estás intentando que comparta tu dormitorio —movió la cabeza y se rió.
—¿Está funcionando?
—No —deseaba besarlo, pero no lo haría. Hacerse la difícil era parte del juego, una forma de protegerse a sí misma y de darse tiempo para reunir el coraje de tener una deslumbrante, arriesgada y peligrosa aventura con su ex—. Acepto la habitación de invitados.
—Como tú digas.
La condujo abajo donde esperaba un dormitorio de tamaño medio con una cómoda de pino y un armario con puertas de espejo. Estaba decorado en azul, como el océano que no se podía ver desde allí. Varias pequeñas ventanas daban a la casa de al lado.
—Hay otra habitación aquí —dijo él—. Está al otro lado del baño. La he convertido en gimnasio.
Ella se asomó al pasillo y vio una puerta abierta y relucientes aparatos de gimnasia.
—Esta casa encaja contigo —comentó.
—El dormitorio principal es lo mejor. ¿Estás segura de que no quieres quedarte allí conmigo?
—Estoy segura —afirmó, aunque en su piel cosquilleaba la sensación de desear ser acariciada, que le recordaba lo fantástico que era estar cerca de él.
—Entonces, dejaré que te instales. Después podemos ir a pillar algo de cena.
—¿Pillar? —alzó las cejas—. ¿No pensarás llevarme de pesca, verdad?
—No —rió él—. Voy a llevarte al Crab and Clam. Se puede ir andando y sirven los mejores Calibres 50 de la ciudad.
—¿Eso es una bala o una bebida?
—Las dos cosas —volvió a reírse—. Pero me refería a la bebida. Tiene garantía de tumbarte de espaldas.
—Emborracharme no te servirá de nada. Esta noche dormiré aquí —dio una palmadita en la cama—. Ésta es mi red de seguridad.
—Sí, ¿pero por cuánto tiempo? —se acercó un poco más, flirteando sin piedad.
—Tendrás que esperar y ver —coqueteó ella.
—Me estás volviendo loco, Carrie.
—De eso se trata —abrió su maleta—. El Crab and Clam ¿es un sitio casual o elegante?
—Casual —la miró de arriba abajo—. Hay una barra de striptease en el centro del bar.
—Parece un sitio con clase —Carrie tragó aire.
—Es perfecto para lo que tengo en mente —estiró el brazo y tocó su mejilla con las yemas de los dedos, provocándole una oleada de calor. Después salió de la habitación y la dejó sola.
Sola y preguntándose qué depararía la noche que tenían por delante.
Thunder caminaba al lado de Carrie; soplaba una leve brisa del océano. Las farolas despedían una luz cálida que hacía que se notaran más los reflejos rojizos de su cabello. Se había puesto unos pantalones tobilleros, una blusa ligera y zapatillas deportivas. Se fundía con el paisaje, como una chica que viviera en la playa. Pero no era así. Sólo estaba de visita y formaría parte de la vida de Thunder un tiempo mínimo.
Llegaron al restaurante, un establecimiento rústico con conchas incrustadas en la pared. Entraron y esperaron a que los condujeran a una mesa.
—Nos gustaría comer en el bar —dijo Thunder a la mujer que los atendió, la hija del dueño.
—Seguro —le sonrió abiertamente. Lo reconocía por las innumerables veces que frecuentaba el local. Todos los lugareños se conocían.
También sonrió a Carrie. Thunder nunca había llevado a una mujer al Crab and Clam. Prefería reservar sus lugares favoritos para sí mismo. Hasta entonces.
Miró de reojo a su ex esposa, recordando los votos que habían hecho. Decir esas palabras en voz alta le había dado vergüenza. Pero también le había encantado. Lo fascinaba la chica con quien se había casado.
Cuando estuvieron sentados y les sirvieron las bebidas, la camarera les llevó un plato de variantes.
Carrie se acomodó en la silla y miró la barra de striptease, inquieta. Thunder sonrió, disfrutando de la connotación sexual que tenía.
—Nadie la utiliza —aclaró—. Es parte del decorado.
—Entonces, ¿por qué este sitio es perfecto para lo que tenías en mente? —agarró una barrita de apio y la mojó en salsa especiada.
—Te hizo pensar en quitarte la ropa, ¿no?
—Sí que lo hizo —alzó el apio hacia él, en un saludo burlón, y luego mordió un trozo—. Sabes cómo hacer que una chica reaccione.
—¿Podrías hacerme una pequeña exhibición?
—Desde luego que no —pero se inclinó hacia delante un poco, ofreciéndole una ojeada a su escote.
—Eso es un buen principio —dijo él. La cremallera de su pantalón se tensó.
—No tengo ni idea de qué estás hablando —se enderezó y le dedicó una sonrisa triunfal.
—Seguro que no —tomó un sorbo de su Calibre 50, sabedor de que esa noche dormiría solo.
Carrie probó su refresco de cola. Había rechazado el cóctel que tenía garantía de tumbarla de espaldas.
—¿Qué hay en eso? —preguntó, cuando él se había bebido casi la mitad.
—Bourbon, ginebra, whiskey y vodka.
—¿Y con qué se rebaja?
—Con un chorrito de lima-limón.
—¿Un chorrito entero, eh?
—Sí —le sonrió—. Voy a emborracharte antes de que acaben tus vacaciones. Podemos hacer chupitos corporales. El tequila es lo que mejor funciona.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Porque hay que lamer la sal de la persona que sujeta el chupito, y luego tomar la rodaja de lima de su boca, o de otro sitio.
—Ya sabía que mi madre debía haberme convencido para no venir —dijo ella. Parecía nerviosa, como una universitaria que nunca hubiera practicado juegos con alcohol.
Él se tomó su nerviosismo como buena señal. Le gustaba saber que él sería su aventura de vacaciones. Eso era mucho mejor que ser el hombre de quien se había divorciado.
La camarera regresó para tomar nota y, cuando se marchó, Thunder y Carrie se quedaron callados. Él se preguntaba si ella tendría razón, si nunca habían sido amigos. No se le ocurría nada que decir. Tenía veinte años de noticias pendientes, pero allí estaban, callados, dos personas que se habían distanciado trágicamente.
—¿Guardaste tu anillo? —preguntó él.
—¿Qué? —Carrie parpadeó.
—Tu alianza —agitó la mano izquierda—. ¿La guardaste? ¿O te deshiciste de ella?
—¿Por qué te importa eso?
—Siento curiosidad, nada más.
—¿Tú aún tienes la tuya? —inquirió ella.
—Esas cosas no son importantes para los hombres —se acabó la bebida, intentando anestesiar sus sentidos.
—¿Así que te deshiciste de ella? —alzó la barbilla.
—No —él deseó abofetearse por haber iniciado esa conversación—. Aún la tengo. La guardé en la misma bolsa que la sentencia de divorcio —dijo él, intentando demostrar que no tenía ideas sentimentales respecto a un anillo de oro.
Ella alzó más la barbilla y lo miró a los ojos.
—La mía está al fondo del río Colorado —su voz tenía un deje de dolor.
—¿La tiraste al río? —la bebida no funcionaba. Sus sentidos no se estaban embotando—. Muchas gracias.
—Fue un acto ceremonial. Intentaba olvidarte a ti —se le pusieron los ojos vidriosos—. Y al bebé.
Él se removió en el asiento. La inscripción de su alianza había sido: «A la madre de mi hijo». Entonces le había parecido romántica. Después, cuando ella perdió al niño, supo que había cometido un error.
—¿Funcionó?
—No, en realidad no.
—Yo tampoco olvidé nunca. No quiero volverme a casar, pero creo que siempre lamentaré no tener hijos.
—Yo, también —jugueteó con la servilleta que tenía en el regazo—. Pero no estaba destinado a ser.
—Supongo que no. Si el Creador hubiera querido que fuésemos padres, no se habría llevado a nuestro hijo.
Llegó la cena y dejaron de hablar. Los dos habían pedido cangrejo gigante de Alaska y patatas asadas.
—¿Llegaste a aprender a cocinar? —preguntó él, para que no los ahogara el silencio. Ella arrugó la nariz.
—¿Qué quieres decir? Siempre he sido capaz de preparar una comida decente.
—¿Ah, sí? —no pudo evitar una sonrisa—. ¿Recuerdas el estofado apache que arruinaste?
—Tu madre me dio esa receta.
—Lo sé, pero el tuyo no sabía como el de ella.
—Quemé el venado —se rió al recordarlo—. No lo removí suficiente.
—Aquella noche fuimos a cenar al Taco Bell.
—Sí, menos mal que existe la comida rápida.
Él asintió y de repente se miraron, atrapados en su juventud. Habían vivido en una diminuta casa que ella había decorado con muebles de rebajas, mientras él trabajaba como guardia de seguridad en una obra, patrullando el terreno con diligencia.
—Quizás podrías volver a hacerme ese estofado.
—Quizás —ella desvió la mirada, rompiendo el contacto ocular.
Él decidió que iba a besarla esa noche. Pero no sería un beso sexual. Quería que saliera del corazón, para que ella supiera que era más que una mera gratificación sexual.
Por mucho que doliera