Capítulo 7

Cuando el sol entró en la habitación, la cabeza de Carrie se sentía como si un tamborilero infame estuviera dentro, matando neuronas a golpes.

Se sentó e hizo una mueca. Thunder roncaba al ritmo de «demasiado-tequila» que repiqueteaba en su cerebro. Agarró la almohada y le tapó la cara con ella. Una ex esposa con resaca no tenía piedad.

Él apartó la almohada y se puso de lado, sin dejar de roncar ni un segundo. Nadie habría creído que era insomne en ese momento.

Carrie salió de la cama y fue al baño. Si la cabeza no le estallaba, lo haría su vejiga.

Cuando acabó, se lavó las manos, se echó agua en la cara e hizo gárgaras con elixir bucal con sabor a canela. Pero nada de eso la ayudó. El juego alcohólico de Thunder había podido con ella.

De camino a la cama, evitó la ropa que Thunder y ella habían tirado por el suelo y vio a la gatita. Mancha estaba jugando en el suelo, golpeando algo brillante con las patas.

—Hola, bonita —dijo Carrie.

La gatita maulló.

Entonces Carrie se dio cuenta de lo que era el juguete de Mancha: un colorido preservativo envuelto. La protección que Thunder había dicho no tener.

Se inclinó junto a la gatita y vio tres paquetitos más. Por lo visto habían saltado de la caja cuando

Thunder la dejó caer al suelo.

El muy idiota. Podría haberla dejado embarazada la noche anterior si no hubiera...

De repente, el recuerdo de humedad pegajosa entre las piernas estalló en su cerebro, y maldijo lo borroso de la escena. ¿Y si había mentido? ¿Y si...?

—¡Thunder! —empezó a despertarlo, agarrando sus musculosos brazos y sacudiéndolo con ganas. Él se incorporó como un muñeco de resorte, casi estrellando la frente con la de ella.

—¿Qué ocurre? ¿Qué...? —estuvo en pie en dos segundos, con la pistola en la mano.

Ella pensó que era puro instinto. Una reacción de mercenario.

—No necesitas una pistola —dijo ella.

A pesar del súbito despertar, su cuerpo desnudo estaba tenso y deslumbrante. Ella deseó tirarlo de espaldas, pero en vez de eso le tiró los pantalones.

—Vístete —ladró.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo —y también porque si no tenía cuidado, él haría que olvidara por qué no se fiaba de él. Sobre todo porque en ese momento estaba escasa de neuronas.

Él se puso los pantalones arrugados y la evaluó con ojos masculinos que le recordaron que también estaba desnuda. Con tanta dignidad como pudo, recogió su ropa del suelo e intentó organizarla. El sujetador suponía demasiado trabajo, pero consiguió ponerse las braguitas. Después siguieron los vaqueros y la blusa. Thunder no dijo una palabra, pero la observaba, y a ella le costó abrocharse la blusa.

—¿Qué he hecho para molestarte? —preguntó él.

Ella se preguntó si realmente no lo sabía o si estaba utilizando su adiestramiento, preparándose para mantener la calma durante el interrogatorio.

—Mira con lo que está jugando Mancha.

Él miró hacia abajo, pero su expresión no cambió. Carrie pensó que era muy bueno. Demasiado bueno.

—Así que al final sí teníamos preservativos —le quitó los paquetitos brillantes a la gata, pero a ella no pareció importarle. Le dio un manotazo a la pernera de su pantalón, contenta de la atención.

—¿Eso es cuanto tienes que decir? —la voz de Carrie sonó dura.

—Estaba borracho. Los dos lo estábamos.

—Creo que lo hiciste dentro de mí —afirmó ella.

Él no contestó. Nada. Se acogía a la quinta enmienda. Carrie no sabía qué clase de tortura sería necesaria para hacerle confesar, pero supuso que por lo menos habría que colgarlo de los testículos.

—¿Lo hiciste o no? —insistió a las claras.

Él no desvió la mirada. Ni rompió el silencio.

—Maldición, Thunder. Tengo derecho a saberlo.

—Sólo fue un poco —dijo él por fin.

Ella lo miró como si se hubiera vuelto absolutamente loco. ¡Un poco! Sólo hacía falta un poco.

—Mentiroso hijo de....

Eso dio al traste con la compostura de Thunder. Hizo una mueca de ex esposo atribulado.

—Lo siento, Osita. No pretendía que ocurriera. La realidad la golpeó con fuerza. Temerosa, se tocó el vientre. Después se sentó al borde de la cama, le fallaban las rodillas. La habitación parecía dar vueltas, pero no por la resaca. Se imaginó toda su vida convirtiéndose en un torbellino sin control.

—¿Y si me quedo embarazada?

—No ocurrirá —estaba inmóvil como una estatua mientras la gatita seguía jugando con su pantalón.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque te ayudé a lavarte.

El recuerdo nebuloso de él dándole un baño íntimo flotó por su cerebro. Ya sabía por qué había sido tan atento.

—Eso no es un método anticonceptivo.

—Tampoco lo es retirarse. Pero aceptaste que lo hiciera.

—Estaba como una cuba.

—Yo también.

Ella se negó a aceptarlo. Él era mucho más grande, voluminoso y capaz de asimilar el alcohol. Los chupitos de tequila no eran ninguna novedad para él.

—No estabas tan borracho como yo.

—Es culpa de los dos —contraatacó él—. Fue por consentimiento mutuo.

—Sí, pero si hubieras prestado más atención a los preservativos, los habrías visto debajo de la cama y no estaríamos teniendo esta conversación.

—Estaba demasiado oscuro para ver que se habían caído. Además, fuiste tú quien bajó la luz.

—Y tú quien no retrocedió cuando debía hacerlo.

—Deberías intentar ser un hombre —espetó él.

—Y tú intentar ser una mujer —se tocó el vientre otra vez—. Intenta tú tener un bebé —o perderlo, pensó para sí.

—Todo irá bien, te lo juro —se sentó a su lado—. Si ocurre, me casaré contigo. Lo solucionaré.

Solucionarlo. Ella deseó darle un puñetazo que lo tumbara de espaldas.

—No me salgas con tu estúpida nobleza. No picaré una segunda vez.

—¿Ah, no? —su orgullo alzó la cabeza y se puso a la defensiva, como hacía siempre que las cosas no salían a su manera—. ¿Quién metió la pata la última vez? ¿Quién se olvidó de tomar los anticonceptivos?

—Yo. Pero ya no tengo dieciocho años y tú no eres mi novio del instituto. Esto es una aventura temporal, Thunder, y estamos cerca de los cuarenta. Además, dijiste que no querías volver a casarte nunca.

—Ya, bueno. Pero esto es diferente.

Ella notó en sus ojos que seguía doliéndole el orgullo. No había superado la arcaica creencia de que proponer matrimonio a la mujer que había dejado embarazada era lo honorable. Que debía casarse con ella y convertirla en una de sus posesiones.

—Si estás tan preocupada, ve a un médico y consigue la píldora del día después —le dijo—. Impide que ocurra.

Incómoda, lo miró. Luego arrebujó su blusa en un puño. Seguía tocándose el vientre, protegiendo al posible bebé.

—No podría hacer eso.

—¿Por qué no? —preguntó él brusco, dolido.

—Porque si mi ovulación no se detiene y mi ciclo menstrual no se altera, me quedaré embarazada de todas formas. Y entonces el anticonceptivo de emergencia irritará el tejido de mi útero para que el bebé no pueda agarrarse a él.

—¿Una especie de aborto químico? —él agarró a la gata y la puso sobre la cama.

—Así lo llaman algunas personas —asintió Carrie—. Y después de perder a nuestro primer bebé, sería incapaz de hacerlo voluntariamente.

—Entiendo —su voz se tornó triste—. Siento haberte puesto en esta situación.

—Tenías razón al decir que fue culpa de los dos —concedió ella, aceptando su responsabilidad—. Deberíamos haber tenido más cuidado.

—Esperemos que no suceda. Que no concibas.

—Debería tener el periodo dentro de unos diez días —intentó relajarse y no enfermar de preocupación—. Pero a veces me retraso un poco, así que no me dará un ataque si pasan un par días.

—Entonces, a mí tampoco —Mancha subió a su regazo y, cuando él la levantó en brazos, ronroneó satisfecha, acomodándose.

Carrie pensó que era como un bebé querido, y deseó quitarle la gatita y no devolvérsela nunca.

Aunque la mañana se hizo eterna, Carrie tuvo cierto respiro a mediodía. Talia la invitó a comer, y Carrie aceptó, agradeciendo poder salir de la casa, aunque siguiera luchando con la resaca.

Talia la recogió en un elegante deportivo negro y la llevó a un restaurante italiano. La mujer fatal manejaba el vehículo con soltura, zigzagueando para eludir el tráfico.

Para cuando estuvieron sentadas en una mesa de rincón, con una vela entre ellas, Carrie estaba más que lista para comer. Tomó un colín y admiró la decoración toscana del local. Ya habían pedido la comida y esperaban que llegara.

—¿Thunder te ha estado privando de sueño? —preguntó Talia.

—Anoche nos emborrachamos —admitió Carrie. Había intentado ocultar las ojeras que rodeaban sus ojos, pero por lo visto la barrita correctora no había engañado a la otra mujer.

La rubia tomó un sorbo de su refresco sin azúcar. Estaba despampanante, con un traje de diseño, joyas de oro y el cabello recogido en un moño informal.

—¿Lo pasaste bien?

—Demasiado bien —Carrie mordió el colín y notó como se deshacía en su boca.

—Los hombres Trueno son peligrosos —dijo Talia—. Una chica tiene que mantener bien alta su barrera.

Carrie asintió, sabiendo que la noche anterior la había dejado caer. Había permitido que Thunder la llevara al límite, a un posible embarazo. Pero no iba a decirle a Talia que había repetido su error, con el mismo hombre, veinte años después.

—Tú mantienes la barrera alta con Aaron —dijo—. Pero no tengo claro el por qué.

—Se casó con otra persona —dijo Talia.

Carrie la miró, atónita. Había visto cómo el primo de Thunder miraba a su colega femenina. El ardor y el deseo de sus ojos.

—¿Está casado?

—Ya no. Y tampoco mientras estuvimos juntos. Ocurrió cuando rompimos. Pero me dolió lo mismo. Lo dejé porque no quería casarse conmigo, y fue y se buscó una esposa. Alguien de su misma cultura —añadió Talia.

—La raza de Thunder nunca se interpuso entre nosotros —Carrie pensó en lo cerca que estaba de las raíces de su ex marido, de su parte india—. Pero tal vez tuviera que ver con las trazas de cherokee que llevo en la sangre.

—Puede, pero Thunder no fue educado de una forma tan tradicional como Aaron. No parece que la raza tenga importancia cuando elige a una mujer.

Carrie pensó en la diversidad de mujeres que habían pasado por la vida de Thunder. En sus innumerables aventuras.

—Tienes razón. A Thunder eso no le importa.

—A Aaron sí —remarcó Talia.

—Pero tú lo querías aun así.

—Sí, pero la palabra operativa es «quería». Pasado.

Carrie estudió a la bonita rubia. Se preguntó si era tan entera como parecía. Si tenía tanta fuerza de voluntad. O si tal vez era demasiado orgullosa para admitir que aún amaba a Aaron.

En el silencio que siguió, Carrie se preguntó por sí misma. Sí, aún amaba a Thunder en lo más profundo. Pidió a Dios que no fuera así. Menos de una semana antes se había jurado no encariñarse demasiado con él, no perder la poca cordura que le quedaba.

—¿Cómo está la gatita? —preguntó Talia, dejando el tema del amor, como si intentara quitar importancia a los hombres que incidían en sus vidas.

—Es adorable —Carrie se esforzó en relajarse—. Me gustaría robársela a Thunder y llevármela a casa.

—Entonces hazlo.

—No sería justo. Ya se está encaprichando de ella —igual que se había encaprichado de la idea de volver a casarse—. Está intentado ser un buen papá gato.

—Aaron es un auténtico papá —Talia se recostó en la silla, volviendo a hablar del hombre que, supuestamente, ya no tenía importancia—. Tiene un hijo con su ex. Pero no culpo al niño por lo que hizo —se tocó un pendiente, un aro dorado—. Además, ya no me interesa asentarme. Mi carrera es lo primero. Las mujeres tienen que cuidar de sí mismas.

—Yo lo intento —dijo Carrie.

—Las dos lo hacemos —la voz de Talia se suavizó—. Y también Julia Alcott.

Carrie dio un respingo. Se había olvidado de Julia, la chica desaparecida que solía trabajar en el motel.

—Thunder no la ha mencionado desde que llegué a California. ¿Ha habido algo nuevo en el caso?

—No. Nuestras pistas aún no han dado resultados. Pero creo que me gustará Julia cuando la conozca —la rubia hizo una pausa—. Me he involucrado mucho en su caso. Siento cierto cariño por ella.

—Espero que esté a salvo.

—De momento, lo está. O al menos eso me digo a mí misma. Pero si el asesino llega hasta ella y su madre antes que nosotros... —la voz de Talia se apagó, creando un vacío en la conversación.

Carrie intentó imaginarse estando en la situación de Julia, sin conseguirlo.

—¿Crees que el hermano de Thunder se siente atraído por Julia? —preguntó de repente, pensando en Dylan—. Me lo llevo preguntando todo el tiempo.

—Yo también. Y sospecho que sí. Por supuesto, nunca admitiría que siente por ella algo más que un sentido de responsabilidad.

—Es extraño el modo en que nuestras vidas parecen entrelazadas. La tuya, la de Julia y la mía, quiero decir.

—¿Lo dices porque tú la conocías y yo investigo su paradero? —la ex amante de Aaron la miró a los ojos—. ¿O porque todas estamos incómodamente atadas a hombres Trueno?

—Las dos cosas —dijo Carrie. Talia contestó con el silencio, comprensiva.

Acababa de nacer una especie de hermandad.

Thunder esperaba el regreso de Carrie. Cuando entró por la puerta, controló sus emociones. Se suponía que no debía preocuparse por un posible embarazo, pero lo hacía. Sobre todo desde que ella había reaccionado con aspereza a su propuesta de matrimonio.

—Hola —dijo.

—Hola —contestó ella, también incómoda.

—¿Te apetece sentarte en la terraza conmigo? —preguntó él, intentando salvar lo que quedaba de su relación. Mirar al mar siempre le calmaba los nervios; necesitaba una dosis de océano.

—Sí. Claro —ella se quitó las sandalias. Llevaba puesta una blusa de gasa y una falda con rosas bordadas en el bajo.

Thunder pensó que estaba bonita. Sacó dos botellas de limonada del frigorífico y subieron a la terraza, donde soplaba una leve brisa.

—¿Cómo fue el almuerzo? —preguntó él, dándole una botella.

—Bien. Fantástico —Carrie se sentó frente a él—. Me cae muy bien Talia.

—¿Le dijiste lo que ocurrió anoche? —preguntó él, deseando que no lo hubiera hecho.

—¿Te refieres a nuestro error? No. Tú no se lo dirás a nadie, ¿verdad?

—No hago confianzas a otra gente —dijo él.

—Siempre has sido muy privado en ese sentido —ella abrió su botella de limonada.

—La mayoría de mis amistades ni siquiera saben que he estado casado —admitió.

—¿Te refieres a tus amistades femeninas? —preguntó ella, erizada.

Él se removió en el asiento. Le gustaba que se pusiera celosa. Pero no lo demostró. Mantuvo una expresión imperturbable.

—También a amistades masculinas —tomó un trago—. Sí le hablé a la mujer de un amigo de ti. Pero eso fue una rareza.

—¿En serio? —le picaba la curiosidad—. ¿Quién es? ¿Y cuándo hablaste con ella?

—Fue hace unos cinco años. Ella se llama Kathy y su marido Dakota. Los tres estábamos en un pequeño país europeo, en una misión que implicaba aplastar una revolución, y pasé algo de tiempo a solas con Kathy —hizo una pausa y siguió—: Dakota y yo nos parecemos. De hecho, se parece más a mí que mi hermano Dylan y a Kathy la fascinaba ese parecido. Incluso era parte de mi papel en la misión.

—¿Así que le hablaste de mí? —Carrie tenía los ojos clavados en él.

—Sí, pero sólo porque tenían problemas en su matrimonio y ella parecía muy infeliz por eso.

—¿Solucionaron sus problemas?

—Sí. Aunque no ocurrió de un día para otro. Estuvieron separados tres años antes de reconciliarse —él hizo un esfuerzo por no mostrar sus emociones, la angustia que le retorcía el estómago—. Más tarde descubrí que su situación era similar a la nuestra. Que ella había perdido un bebé. Un aborto espontáneo. Carrie tragó aire y él supuso que ella también tenía el estómago revuelto. Que estaba inquieta, resacosa e intentando mantener el control. Los dos estaban hechos un desastre.

—¿Sigues siendo amigo de Dakota y de Kathy? —preguntó ella, unos minutos después.

—Sí, pero no los veo con frecuencia —Thunder miró el mar, la arena interminable y tranquilizadora—. Viven en Texas.

—¿Llegaron a tener hijos?

—Tuvieron uno propio y adoptaron dos más.

—Eso es maravilloso.

—Sí —siguió mirando el paisaje—. Les encanta ser padres.

—A nosotros también nos habría encantado. En otros tiempos —se le cascó la voz.

—Kathy y Dakota no se casaron porque ella estuviera embarazada —Thunder no miró a su ex esposa—. El primer bebé, el que perdieron, ocurrió cuando ya llevaban juntos un tiempo —observó cómo la espuma de las olas se estrellaba contra la arena—. Nosotros estuvimos sentenciados desde el principio —por fin, se volvió hacia ella—. Casi acabó antes de empezar.

Ella no dijo nada, y entonces sonó el móvil de Thunder, dando un ambiente irreal al momento. Agradeciendo la interrupción, él contestó y habló con un hombre, uno de sus clientes más ricos.

Pero no era una llamada de trabajo. Era una invitación de última hora para una fiesta el sábado por la noche.

—Trae a quien quieras contigo —ofreció el cliente.

—Gracias. Lo haré —miró a Carrie, esperando que una fiesta en Mulholland Drive acabara con la tensión que había entre ellos.

Y acortara la distancia que se había creado por hacer el amor de forma inconsciente