7
Recibió una llamada de Badger. Cuando hubo colgado, Mahlia casi habría preferido no haber hablado con él, pese a que recibía sus cartas poco menos que telegráficas en raras ocasiones.
—¿Qué es lo que ocurre? —había inquirido por fin, tras una conversación remota y distraída que hubiese podido desarrollarse entre extraños—. Badger, no pareces el mismo.
—No lo soy. Estos dos proyectos han representado los más trabajosos y frustrantes que he emprendido en mi vida. Cada vez que considero que hemos avanzado algo, volvemos a encontrarnos en aprietos. No puedo contarte nada al respecto, así que es mejor que no preguntes.
—Tampoco lo haría —respondió ofendida—. No he tratado nunca de inmiscuirme en tus asuntos.
—Ya lo sé, cariño —corrigió al instante con tono contrito—. No soy una compañía agradable para nadie, ni siquiera por teléfono. Además, cuando estuve en casa, no me comporté como debía. He pensado mucho acerca de lo sucedido, créeme, y sé que debo repararlo. No me odies, Mahlia. No te precipites a la hora de juzgarme. ¿Lo intentarás? Al menos, aplázalo hasta que regrese.
Lo había perdonado. De ello no cabía duda.
—¿Cómo sigue la Granja de Byers?
Le había escrito largas cartas en las que le refería todos los detalles.
—Su aspecto mejora —explicó a la vez que intentaba que su voz sonara animada y vivaz, mas distaba mucho de sentirse alegre. Sus dolores de cabeza se habían intensificado. La receta del médico no le había ofrecido ningún alivio y advertía que, de una manera confusa que no acertaba ni ella misma a explicarse, hacía responsable a Badger—. Robby asiste a la escuela de verano con algunos niños que serán sus futuros compañeros al comenzar las clases. Quien la dirige es otra de las hermanas de Fred Smarles, Jeannie Horan. Es la única que me quedaba por conocer, una mujer muy cuidada. Debe de tener unos treinta y cinco años. Tiene más aspecto de modelo que de maestra: andar sinuoso, cabello liso y brillante, ojos expresivos. Me ha pedido si quería ayudarla con la comida campestre anual.
Badger formuló con desgana un chiste sobre las hermanas de Fred y luego cayó en un silencio que la embargaba a través del teléfono. Mahlia porfió por pensar algo divertido.
—¿No habrás hablado con Molly recientemente? —inquirió completamente al margen de la conversación.
—No, Badger —respondió secamente, a punto de desatar toda la rabia que tanto le había costado reprimir—. Dejaste bien claro cuáles eran tus deseos.
—Sólo preguntaba. Cuando te imagino ahí presiento que debes sentirte muy sola. Temí que tal vez te hubiera asaltado la tentación. Molly es tan… competente.
Este remedo de disculpa representaba un gran esfuerzo en boca de Badger, y Mahlia lo aceptó como tal, si bien hubo de apretar los labios para no dejar escapar una inconveniencia. ¡Competente! Vaya una manera de referirse a Molly Frolius, una fornida granjera, casada y, además, bruja.
—No creo que ahora sea el momento oportuno para tratar este tema, Badger —concluyó de forma tajante mientras recordaba palabra por palabra lo que él había dicho.
«Nada de brujerías mientras los niños sean pequeños. Nada de fenómenos supranaturales. Sólo un buen entorno, sólido y ordinario, hará que crezcan con normalidad», afloraba vindicativo su discurso. Se sorprendió a sí misma reproduciéndolo amargamente en voz alta.
—Exacto —su tono denotaba más confianza, sin embargo persistía un asomo de duda.
De improviso tomó conciencia de que seguramente él debía de encontrarse tan solo como ella.
—Escucha, Badg, podría ir a visitarte. Dejaría a los niños con tu hermana y tomaría el avión para pasar unos días juntos…
—¿El avión? —repitió desconcertado.
—¡Oh, Badger! ¡Para ir a verte!
—¡No! Mahlia, ni se te ocurra. ¿No me has oído? No podría acompañarte ni siquiera un minuto aunque estuvieras aquí, debido al complicado funcionamiento de estos asuntos. Por otra parte, lo único que me aporta una cierta tranquilidad es saber que los niños están en buenas manos. No, Mahlia. Un mes más y probablemente todo habrá acabado. Si no sucede así, me daré por vencido.
—¿Tú, Badger? ¿Abandonar? —lo dijo con un inadecuado deje burlón que, no obstante, él no pareció advertir.
—A veces siento deseos de hacerlo. Pero tú no me querrías si obrara de este modo… y yo perdería mi propia autoestima —apostilló con una breve carcajada, que sonó como una tos fatigada.
Aplacó su rabia, sintió el calor de su piel al recordarle y le perdonó repentinamente casi todos los agravios.
—Haz lo que consideres necesario para ti, Badger. Seré lo más paciente que pueda. Además, me quedan muchas cosas pendientes. Tengo que cambiar forzosamente las escaleras de sitio antes de tu regreso.
—¿Mover las escaleras? Ah, sí. Me habías hablado de ello —su tono no expresaba apenas interés, sólo cortesía.
Intentó refrescar su memoria.
—¿Las recuerdas? Suben por la parte de atrás de la casa, al lado de tu despacho, y hay un pequeño rellano que sólo tiene unos dos pies de ancho. Estoy convencida de que antes partían de la entrada principal. De todos modos, su ubicación actual resulta espantosa. Así que ya ves en qué consistirá mi próximo quehacer.
—¿Tienes suficiente dinero?
—Oh, Badger, por supuesto. Todavía queda una tercera parte de lo que me dejaste en la cuenta para la casa, y casi todas las obras están terminadas. No te preocupes por eso.
—Oh, no me preocupo por ti, aunque quizá debiera, a causa de ese propósito tuyo de mover de sitio las escaleras.
—Realmente voy a hacerlo —aseguró riendo, casi a punto de llorar.
Una vez finalizada su conversación telefónica, lloró de veras. Sencillamente, las cosas no funcionaban bien entre ellos y no podía hacer nada para mejorar la situación mientras él siguiera ausente.
—Un viaje urgente —había explicado—. Imperativo.
Algo relacionado con un invento japonés o una innovación de vital importancia para la defensa de los Estados Unidos y Japón. Era todo cuanto había avanzado; no había expresado cuál era el verdadero problema ni por qué necesitaban un localizador de averías. Tampoco le había revelado a qué se dedicaba durante el día y en sus ratos libres, ni en qué consistían aquellos impedimentos constantes.
Bien. Podía resolverlos o bien cejar. Si se le conocía suficientemente, era prácticamente seguro que saldría airoso. Después, regresaría a casa y, cuando ello ocurriera, las escaleras ya habrían cambiado de emplazamiento.
Realizó algunas llamadas. Ossie Jeremy aceptó con reluctancia, como si estuviera ocupado al completo durante los dos meses siguientes. Ningún otro carpintero podía ni siquiera acercarse para hacer el presupuesto hasta pasada una semana.
Tuvo que conformarse con dibujar pequeños planos de la casa, en los que situaba las escaleras en el lugar donde creía que les correspondía, además de vagar por el vestíbulo para detenerse en el punto desde donde tenía la certeza de que habían partido originariamente. Un fino riel dibujaba una separación allí y también advertía uno similar abajo, en la entrada principal. Nunca había permanecido aquí ni por espacio de un minuto, y de pronto se estremeció al sentir una inexplicable oleada de frío.
«No cabe duda de que las escaleras se ubicaban aquí», se dijo mientras se arrebujaba en el jersey y escudriñaba alrededor para tratar de averiguar de dónde provenía el frío. En el techo no aparecía ninguna grieta, no existía ningún respiradero y la ventana de la elevada pared del vestíbulo se hallaba completamente cerrada. ¿De dónde procedía la corriente de aire? ¿Y por qué hacía tanto frío en pleno verano? Si continuaba así en invierno, tendrían que llamar a un contratista o a un arquitecto para determinar el problema. Por el momento, sin embargo, lo único que le interesaba eran las escaleras.
«Seguramente debe de haber una viga muy grande que atraviesa por aquí», pensó con resignación. «Habrá que cortarla, con el consiguiente peligro de que el tejado se venga abajo. O puede que las tuberías principales de los baños del piso de arriba pasen justo por la caja de la escalera. Oh, Dios, Mahlia. Deja de cavilar en esto por espacio de una semana y dedícate a otra cosa».
Intuía perfectamente que no se debía ni a una viga ni a las cañerías, pues las escaleras, como la mayoría, remontaban desde la entrada principal hasta un rellano. Ahora se hallaba en el rellano. El acceso todavía se percibía, pero sin los peldaños. La otra escalinata no había sido construida tan antiguamente, ya que únicamente la cubrían una o dos capas de pintura. Era prácticamente nueva.
—Dedícate a otra cosa —volvió a aconsejarse a sí misma.
La otra ocupación que encontró fue limpiar el establo, un vasto recinto repleto de telarañas con pilas de trastos a los lados y el elevado pajar encima, lleno de heno enmohecido. Consumió varios días clasificando sorprendida los más variopintos objetos, para lo que seguía las sugerencias de Charlotte en cuanto a su disposición.
—Mira, eso es una pieza antigua. Llama al museo de agricultura del colegio para preguntarles si les interesa.
—¿Qué es, Charlotte?
—Es un aparato para separar la cáscara del grano. Pones el maíz aquí, haces girar la manivela y la mazorca sale por un lado y los granos por el otro. Hacía siglos que no veía uno.
O bien exclamaba:
—Cielos, no había visto una igual desde que era una mocosa con trenzas. ¿Te importa si me la llevo a casa y la limpie? —se refería a una especie de batidora de mantequilla.
Un pariente de Charlotte se acercó con un camión para llevarse la mayoría de la chatarra, colocaron temporalmente la escalera de mano, mientras retiraban la mohosa paja, y, finalmente, el cobertizo quedó aceptablemente aseado y casi vacío, a excepción de varias enormes piezas de mobiliario y varios montones de lo que Charlotte denominaba «ferramienta».
—Tienes que proveerte de ferramienta, muchacha. Todo el mundo que viva en una granja lo sabe. Muchas veces necesitas una pieza de dos por ocho o unos tornillos, para ello es útil la ferramienta.
Después de que el establo estuvo prácticamente desalojado, mantuvo a Badger apartado de su mente varios días más mientras ayudaba en los preparativos de la merienda anual con la que se celebraba el fin de la escuela de verano. Trabajó con determinación, sin divertirse realmente, aun cuando deseaba conocer a toda la gente, decidida a crearse nuevas amistades dado que no podía recurrir a las viejas. Actuó de animadora de Robby y Bill en la carrera de sacos y comió huevos picantes y judías secas haciendo gala de un espíritu participativo. Cuando la fiesta estaba a punto de concluir, se hallaba tumbada bajo un árbol en un extremo del prado, con Elaine dormida a su lado sobre una manta, y escuchaba cantar a los niños.
—Desafinan bastante, pero no les falta entusiasmo —apuntó Jeannie Horan, que se acercaba para cobijarse en la misma mancha de sombra.
—Me encantan las voces infantiles. No importa que sigan la melodía o no. Yo nunca lo logré. En Haití, siempre que la gente cantaba me pedían que me callara.
—Qué vergonzoso, herir de una manera así los sentimientos de alguien.
—Bueno, curiosamente yo no experimentaba rencor; si no me permitían cantar, podía quedarme a escuchar. Siempre prefería esto último.
—Muy sensato por tu parte. Algunos niños son extraordinariamente juiciosos. Uno piensa que van a desesperarse por algo y luego lo aceptan con una calma pasmosa. —Permanecían sentadas en amigable silencio; el sol esparcía lentejuelas de luz sobre sus ojos—. Aprovecho este momento para darte las gracias por tu ayuda. Te responsabilizaste de una parte considerable de obligaciones.
Mahlia asintió con la cabeza reconociéndolo.
—Es un lugar estupendo para una merienda campestre —extendió la mirada a través del prado y de las vías del tren hasta posarla en el distante campanario—. Resulta muy bucólico para hallarse tan cerca de la ciudad, aunque los raíles estropeen un poco el ambiente.
—Sólo pasan dos trenes al día. Uno hacia las siete de la mañana, y el mismo de regreso sobre las siete de la tarde. Siempre habíamos celebrado la fiesta de la Primera Iglesia en Bent’s Mountain, pero después de aquellos terribles sucesos que ocurrieron allí hace seis años, nadie quería volver a esos parajes.
—¿Unos terribles sucesos?
—Había dos familias acampadas allá arriba y desaparecieron cinco niños, como si se los hubiera tragado la tierra. No encontraron ni rastro de ellos.
—Niños… —musitó Mahlia con respiración entrecortada, inundada de repente por el recuerdo del fango, de las algas y los huesos del estanque—. ¿Había niñas?
—Sí, había dos. Eran hermanas. De una edad de ocho y diez años. ¿Por qué? —Observó con curiosidad la pálida faz y los angustiados ojos de Mahlia.
—Es que… —se contuvo y titubeó; no deseaba convertirse en el centro de interés, el cual atraería de forma inevitable si contaba la verdad—. Es sólo que encontramos una joya en nuestro terreno —prosiguió sin convicción—. Una pulsera de niña. Charlotte Grafton, que se hallaba presente, aseguró que, desde que nació ella, no sabía de ningún chiquillo de los alrededores que se hubiera perdido.
—Bueno, Charlotte tenía razón, Mahlia. Que yo recuerde, no se ha perdido ningún niño de Millingham en todo ese tiempo. Ni de Bennet, ni de Grubb’s Córner tampoco. Los que desaparecieron estaban de acampada, eran gente de otro estado. Y no es posible que ninguna de sus pertenencias haya ido a parar a vuestra finca. Bent’s Mountain se halla en la vertiente opuesta al arroyo, sobre la cresta, encima de Byers’Fault.
Mahlia ensayó una estudiada sonrisa.
—No, tampoco intentaba hallar una conexión entre la pulsera y esos pequeños, ya que se trataba de una pieza vieja, antigua. Su propietaria debió de perderla hace mucho tiempo. Al oír mencionar la desaparición, simplemente me acordé del incidente. ¿Y qué sucedió con los cinco niños?
—Nada. Eso fue lo más horrible de todo. Como esfumados. Los padres, dos parejas, pescaban a menos de cien yardas de las tiendas y los niños estaban jugando. Les habían ordenado que no se alejaran. Las familias habían pasado unos días en el mismo lugar durante dos o tres años consecutivos, y sus hijos conocían la zona. El chaval mayor, un niño muy responsable según contaban sus padres, había quedado al cuidado del resto. Constituye una zona abierta y bastante llana que bordea el riachuelo. No es peligrosa: no existen pozos ni bocas de minas, ni barrancos ni despeñaderos, tan sólo un bosque poco espeso; es decir, que resulta bastante difícil extraviarse. Estaban las dos niñas y el mayor, de once años. Y los de la otra familia, dos chicos, de siete y ocho años.
»El caso es que, cuando los padres regresaron al campamento con lo que habían pescado, los niños habían desaparecido, pese a no haber estado ausentes más de una hora. Los buscaron durante un rato. Después comenzaron a inquietarse. Uno de ellos vino a Millingham con el coche y Paul Goode avisó a la patrulla de rescate. Un día después, la patrulla solicitó más ayuda y acudió gente de todo el estado. Me acuerdo perfectamente porque Lanson los acompañó durante una semana. La mayoría de los hombres de aquí son miembros del cuerpo de búsqueda y rescate: Lans, Fred y, por supuesto, todos mis cuñados. A veces incluso van las mujeres con ellos. Mi hija menor contaba entonces siete años y no podía dejar de pensar en que hubiera podido ser ella la que se hallara en esa situación.
—¿Y nunca encontraron ningún rastro de ellos?
—Nada. Ni una huella, ni un jersey, ni un zapato… Disponíamos de una descripción detallada de la ropa que llevaban. El equipo de búsqueda llegó finalmente a la conclusión de que los habían raptado y llamaron a la policía federal. Sin embargo, ya era demasiado tarde para descubrir algo, ya sabes, roderas de camiones o algo parecido. Es posible que se deba a una pura superstición, pero la gente ya no sube a merendar a Bent’s Mount. Para ser precisos, no acuden allí jamás. Yo solía ir a recoger setas y tampoco he vuelto desde hace seis años. Tal vez lo que experimentaron los voluntarios se contagió al resto de la población. Estaban tan deprimidos, tan agotados…
Al oír hablar de niños perdidos, desaparecidos, Mahlia experimentó la necesidad de ver dónde se hallaba Robby.
—¿Me quieres vigilar a la niña un momento, Jeannie?
Ya de pie, se dispuso a buscarlo entre los demás chiquillos. No lo vio con ellos, sino junto a la valla; conversaba con un apuesto extraño de elevada estatura que, al parecer de Mahlia, tenía un aspecto ligeramente siniestro. Sus piernas se accionaron como por un impulso propio, para conducirla a toda prisa a su encuentro.
—Ah —exclamó el hombre, al tiempo que la observaba sonriente—. Aquí viene tu madre. ¿Mrs. Ettison?
Su cara, al iluminarse con la sonrisa, se volvió amable y acogedora, aun cuando su mirada translucía algo que la dejó confusa durante breves instantes.
—¡Sí!
Su respuesta había sido seca, demasiado. ¿Por qué tenía que tratar con brusquedad a alguien por unos hechos que ocurrieron seis años antes? Aquella encantadora sonrisa no merecía una réplica tan arisca.
—Sí —volvió a repetir con un tono más amistoso—. Soy Mahlia Ettison.
—¡Quería saludarla! Soy John Duplessis. Ustedes viven en mi antigua casa, en el que fuera hogar de los Duplessis. O, con mayor precisión, de los Byers, o de los Casternaught. El apellido Duplessis es el más reciente en el árbol genealógico.
Mahlia reflexionó un momento. Duplessis. ¿Qué había dicho exactamente Fred Smarles? Jessica Duplessis. Jessica Casternaught Duplessis… y sus hijos. Este hombre debía de ser uno de ellos.
—¿Estamos viviendo en su casa, Mahlia? —Robby la observó dubitativo—. Es nuestra casa, ¿verdad?
—Por supuesto, Robby —aclaró riendo mientras clavaba la vista en los ojos del desconocido, sorprendida al oír el tono festivo de su propia voz—. Claro, Robby. Cuando Mr. Duplessis ha dicho que era su casa, no se refería a que aún fuera de su propiedad. Quería decir que había sido construida por su familia. Sí, ahora es nuestra.
John Duplessis dedicó ahora su fascinante sonrisa a Robby, el cual reaccionó ante ella como hipnotizado. Al contemplar de nuevo a Mahlia, dejando asomar entre sus finos labios curvados unos dientes de blancura deslumbrante, ésta se rindió asimismo a su influjo. Su cabello era negro con destellos azules y le caía sobre la frente en una tupida mecha que casi llegaba hasta las cejas. «Oh, Dios», pensó Mahlia, «parece Superman o el Príncipe Azul…» Su voz concordaba con su apariencia, cálida y apetecible como el café por la mañana.
—No te preocupes, hijo. No tengo intenciones de recuperar la antigua finca de la familia. Jessie la vendió porque había demasiada gente alrededor con las nuevas urbanizaciones de Chyne Road, así que no temas que regresemos para estar en contacto con las masas. ¿Conoce a Jessica? —Esta última pregunta iba dirigida a Mahlia.
—¿Su madre? No. Desde luego, he oído hablar de ella. Según parece, es una de las personas de más renombre de Millingham.
John Duplessis soltó una carcajada divertido.
—Detestaría oírle ese comentario. Jessica siempre ha odiado Millingham, y ha intentado mantenerse constantemente alejada de ella. Oh, no de Millingham en concreto, sino simplemente de cualquier aglomeración humana. Aquí es una institución, más por su reputación que por sus apariciones en público. Venga, se la presentaré.
No habría podido negarse con este hombre. La tomó de la mano y la condujo bordeando la valla hasta un enorme y antiguo coche, de morro cuadrado y techo alto. En la parte trasera estaba sentada una mujer de cabello gris que observaba la celebración campestre con aire sarcástico.
—Jessica. Me gustaría presentarte a Mahlia Ettison. Y ése es su hijo, Robby, el pequeño que trata de saltar la valla en estos momentos.
Acompañó la frase con un gesto hacia Robby, y los ojos de la mujer se cernieron sobre él como los de un halcón de presa; de inmediato lo distinguió entre el resto de niños presentes. Mahlia se estremeció, mas se relajó casi instantáneamente al sentir que la mirada se fijaba ahora en ella. Era evidente que en la familia no la llamaban «madre», y Mahlia no alcanzaba a comprender el motivo.
Tenía unos ojos negros como el azabache, en los que danzaba un chisporroteo burlón y juvenil. Jessica Casternaught Duplessis debía de tener al menos setenta y cinco años, según le habían informado a Mahlia, pero, salvo por su pelo blanco de sedosos rizos, apenas aparentaba la mitad.
—Encantada de conocerla, Mrs. Ettison —su voz sonaba como un ronroneo—. ¿Se encuentra a gusto en la vieja casa?
Sin darle tiempo a responder, John se había vuelto hacia el resto de los ocupantes del coche.
—Mi hermano mayor, Bill. Mi hermana Harriet. Jerry y Lois han ido a Nueva Orleans a ocuparse de unos negocios familiares, aunque estarán pronto de regreso.
Mahlia sonrió, estrechó manos e intercambió frases de cortesía. Todos los miembros de la familia poseían unos ojos de expresión similar y un semblante en el que despuntaba bajo su indiscutible encanto un ligero y remoto regocijo. Bill era de piel morena, más oscura que la de la propia Mahlia; el resto tenía la piel más clara. Todos lucían un cabello profusamente ondulado que se desparramaba con naturalidad sobre sus frentes de estructura perfecta. De cada uno se desprendía idéntica fascinación, y sus asombrosas sonrisas y su modo de estrechar la mano conferían un clima de intimidad. Tuvo la impresión de que la inspeccionaban y la escrutaban como a un espécimen. Sin embargo, resultaba natural que una familia sintiera curiosidad por alguien que ocupara la hacienda de su antiguo patrimonio hereditario. Se limitó a ofrecerles una educada sonrisa y una frase que no la comprometiera demasiado.
—Encantada de conocerles. Su vieja casa representa un lugar enteramente acogedor.
Era consciente del contacto de la mano de John Duplessis en su brazo y su presencia estaba erizando su piel además de provocarle una especie de cosquilleo sensual que la impelió a abandonar el lugar.
—Debo ir a recoger a Robby. Ya ha permanecido suficiente tiempo al sol.
Necesitaba huir de aquel minucioso examen.
—¿Me permite acompañarla?
Percibía de nuevo la sonrisa cálida de John, y su voz, que transmitía un profundo interés, que sonaba como si hubiera estado deseando acompañarla durante semanas, durante años.
Su primer impulso fue contestar negativamente. «No, váyase. No importune a mi hijo con su conversación y no me abrume a mí con su maravillosa dentadura. No sonría. No entorne los ojos. Váyase». Sin embargo, esta tentación se vio superada por otra parte de ella misma que reaccionaba ante su actitud amistosa como una flor que lentamente se abriera a la luz del sol.
—Por supuesto —accedió con un gesto afirmativo.
A continuación tomó a Robby fuertemente de la mano. Éste rechazó secamente la caricia de John Duplessis sobre sus cabellos, sacudiendo molesto su cabeza infantil.
Jeannie acunaba a Elaine en su regazo. Al verlos acercarse, levantó la mirada, arqueó las cejas sorprendida y apretó levemente los labios, como si hubiera probado algo que no le acababa de gustar; una expresión de alerta se reflejaba en su rostro.
—Eh, John. Hola.
—Me alegro de verte, Jeannie —fue la respuesta tras un momento de titubeo, tal vez de embarazo.
—No tenía idea de que hubieras regresado. Me encontré con Harriet hace unos pocos días, pero no mencionó que ibas a volver.
—Probablemente no lo sabía aún. Envié una carta anunciándolo, pero creo que llegué yo antes. Es posible que incluso viajara en el mismo avión que tomé en Haití.
—¿Haití? ¿Dónde está eso? —inquirió Robby súbitamente interesado—. Mahlia, ¿no estuvo papá en Haití?
—Sí, hace algún tiempo. Allí compró aquella máscara que te regaló —tomó a la niña en sus brazos y participó en la conversación—. ¿Fue una larga estancia?
—Has permanecido fuera seis años, ¿no es así, John? ¿O siete? —El tono de Jeannie denotaba una cierta acidez.
—Siete, exactamente. Recorrí toda la zona del Caribe y el África Oriental. Bien, ha sido un placer verte. Mahlia, ¿es Mahlia, verdad? Me gustaría visitarla un día, para ver los arreglos que ha realizado en la casa. No albergo la menor duda de que ha mejorado inmensamente gracias a usted.
Otra sonrisa, un saludo con la mano y se alejó, no sin antes dedicar a Mahlia una mirada persistente que la hizo ruborizar. No había reflejado admiración únicamente, sino certeza, como si hubiera leído en ella cuál era su reacción.
—Si no me equivoco, se ha ido de una manera algo brusca —murmuró Mahlia.
—¿Al verme? Sí. Bastante brusca. Ya te contaré algún día un pequeño relato al respecto. —Jeannie estaba muy pálida, casi demacrada.
—Soy todo oídos —irrumpió Robby—. No pasa nada, Mrs. Horan. Papá dice que es con… conveniente que los niños oigan todo porque así aprenden.
—Sí, pero se trata de algo personal, Robby —repuso riendo, antes de sacudirle el cabello y volverse nuevamente hacia la multitud de padres y niños que ocupaba el prado—. Muy a mi pesar, me temo que ha llegado el momento de la competición de huevos. Luego, la entrega de premios, y después, gracias a Dios, a casita: un baño y un largo trago de una bebida bien fría.
—¿Quiere que le traiga té con hielo? —interrumpió nuevamente Robby en su papel del perfecto caballero.
—Gracias, cielo. Pensaba en algo distinto —respondió antes de irse.
—¿He dicho algo malo?
—No, Robby, cariño. Es sólo que a veces la gente guarda cosas muy personales para sí, y no desea que las sepa nadie. Quizá se lo contarían a un amigo muy especial, o también a una hermana o a una madre, pero no quieren que todo el mundo se entere.
—Como un secreto.
—Bastante parecido, sí.
—Ah, bueno, entonces no pasa nada. Cynthia y yo tenemos secretos, y con el Capitán Bone también los tengo.
—Claro. Y no se los revelas a cualquiera.
—No. A Bill no, porque se reiría.
—Vale.
—Pero a ti sí que me gustaría contártelo.
—Ya me lo explicarás cuando quieras, cariño.
«Pero no ahora», pensó Mahlia. «Ahora precisamente no, mi amor, porque mi engañosa naturaleza me ha traicionado. He sonreído a otro hombre, mi amor, y le he dedicado una mirada aprobadora. Sin embargo, es extraño: el rostro de Jeannie no expresaba alegría cuando se ha separado de nosotros. ¿Habría existido una relación entre ella y John Duplessis…, un romance tal vez? ¿Algo había ocurrido hacía siete años y todavía causaba rencor? En todo caso, no es de mi incumbencia», concluyó Mahlia severamente.
Aun así, las voces de aquella tarde no se callaron fácilmente. Despertó a media noche y evocó la Granja Byers y los niños desaparecidos. Intentó convencerse de que no existía ninguna conexión. El hueso del estanque tenía más de cien años, al igual que la pulsera. No era posible relacionar ambos sucesos, ni tampoco vincular la granja y a la familia Duplessis. No obstante, sus razonamientos no surtían efecto. Se levantó y, tras ponerse la bata, salió al corredor en dirección a las estrechas e inadecuadas escaleras situadas en el ala trasera. Se detuvo en la cocina para hacer funcionar el hervidor antes de ir a la entrada. El cajón superior estaba húmedo, encallado. Lo zarandeó con tanta fuerza que se desprendió completamente, golpeó contra el suelo y su contenido se desparramó.
Se sentó con una exclamación de irritación, al tiempo que recogía lápices, gomas, recetas, sellos, un largo destornillador que había aparecido Dios sabe dónde, algo roto, una parte indefinible de otro objeto, una bombilla gastada…, aunque por suerte entera. Únicamente después de haber devuelto todo a su sitio recordó lo que buscaba: la pulsera envuelta en un papel de seda, el pequeño paquete ovalado de sólo dos pulgadas de ancho.
Miró en el interior de la cómoda por si habían caído algunos objetos en el anaquel inferior, luego en el piso. Amplió el campo de búsqueda hasta el salón, quizá rodando hubiera ido a parar allí.
Nada. Ni rastro de ella.
Tras un rato de escudriñar en vano, cesó en su empeño. La pulsera no se hallaba en el cajón ni antes ni después de que lo hubiera desencajado. No tenía idea de cómo había desaparecido de la gaveta. Sin embargo, recordaba perfectamente haberla puesto allí hacía unas semanas.
Exasperada consigo misma, con aquella presión desconocida que afloraba en los lindes de su atención sin llegar a revelarse, pero le dejaba una leve agitación, preparó una taza de té y la subió al dormitorio. Logró conciliar el sueño después de un período que se le antojó interminable y en el cual trataba nerviosamente de captar mentalmente algo que parecía haber olvidado.