28

—Creo recordar que en una ocasión me confesó que cada cambio de lugar determinaba una nueva etapa en su vida —rememoró Fred Smarles, apoyado en la valla junto a Mahlia.

Molly y Simoney jugaban con Robby sobre el césped al tiempo que, con sus carantoñas, Jean arrancaba risitas de regocijo a Elaine. Tras ellos se extendía una casa baja de piedra y madera, en cuyos cristales se reflejaba un hermoso jardín.

—¿Comienza un nuevo período?

—Es una casa preciosa, Fred. Estoy segura de que seremos muy felices aquí. Además, que los Wilson la vendieran amueblada ha resultado perfecto.

—Me temo que no hay mucho que contar de su historia, pues fue construida en el 79.

—Para mí es suficiente. A decir verdad, estoy un poco cansada de los antiguos relatos.

—Lo comprendo perfectamente —comentó Fred sin intención de ahondar en la cuestión.

Todos los habitantes de Millingham habrían compartido su opinión. ¡Tuvo suerte de hallarse bien muerto aquel desalmado de Duplessis cuando lo encontraron, de lo contrario le habrían dado su merecido! «Exangüe», fue el veredicto médico. «Desangrado», traducían Fred y sus amigotes. Aquel tipo se había vuelto loco. Mira que desollar a Charlotte y al arqueólogo aquél, matar a su propia madre y a sus hermanos y despellejar a esos muchachos de la Universidad. ¡Y a Steve Ware! Aunque nadie acertaba a explicarse qué hacía Steve en aquel lugar. Aquel Duplessis era una pesadilla encarnada.

¡Y todos aquellos huesos! ¡El lugar se hallaba repleto de esqueletos de niños! ¡Quién podía imaginarse a aquel energúmeno matando a tantas criaturas! Además, los análisis médicos habían dictaminado que algunos miembros de la familia hacía más de cien años que habían fallecido. Seguro que los Duplessis padecían una especie de locura hereditaria.

—Afortunadamente, su casa se incendió —añadió Fred, pensando en voz alta.

Mahlia le dirigió una mirada de soslayo, al tiempo que se preguntaba cuál sería su reacción si conociera la existencia de aquellas pieles.

—John Duplessis debió de romper la pantalla de la chimenea al raptar a Elaine —explicó llanamente—. Si se refiere al aspecto económico, fue una suerte poder cobrar el seguro, ya que habría sido imposible vender ahora la casa. Nadie hubiera querido vivir tan cerca de Byers’Fault.

—Corren rumores de que van a talar toda esa franja de allá arriba y allanarla con aplanadoras para hacer un parque o algo así. Además, supongo que tampoco aparecerá ningún cliente dispuesto a comprar esa mansión de los Duplessis.

Mahlia asintió. En su fuero interno tenía la certeza de que no pasaría mucho tiempo antes de que algo ocurriera en ella. Probablemente, los gamberros la saquearían, y los niños merodearían por allí. Faltaba menos de un mes para las fiestas de Halloween. Sería una ocasión propicia para que las llamas la devorasen, para que su estructura se colapsara sobre sus enormes bodegas de modo que las excavadoras borraran todo indicio de sus cimientos. Martha y Molly se habían encargado de la encrucijada y del cementerio; se aseguraron de que nadie pudiera invocar jamás a ningún loa maligno desde allí, por más mambos que hubieran fallecido contemplándolos.

—Tengo entendido que su marido está a punto de regresar —indicó Fred.

—Pasado mañana. Me llamó por teléfono la semana pasada y me comunicó su llegada.

Le habían transferido la llamada del número antiguo al actual. Badger se hallaba tan estupefacto ante su cambio de domicilio que no había acertado a formular ninguna objeción respecto a otros detalles.

—Molly, Martha y Simoney me acompañan durante unos días —le había anunciado desafiante, consciente de que su tono sonaba artificial, no en vano hacía días que practicaba la manera de darle la noticia—. No estoy dispuesta a admitir réplicas al respecto, Badger. Fue un error tu intento de apartarme de ellas y de reprimir mis propias tendencias. Tu insistencia tuvo consecuencias peligrosas. Yo no interferiré en tus asuntos, pero, de ahora en adelante, tampoco permitiré que te inmiscuyas en los míos.

Al otro lado de la línea reinó un mutismo absoluto por un espacio de tiempo. Cuando por fin habló, lo hizo con voz suave, casi imperceptible.

—Debes de tener tus motivos para reaccionar de este modo. Si crees que es más conveniente…

—Estoy convencida de ello —repuso con firmeza mientras pensaba que aquella representaba la primera escaramuza ganada en lo que sería sin duda una larga batalla.

Cuando llegara a casa, reanudaría su capciosa manera de presionarla, pero tendría que enfrentarse a Molly y a Simoney.

Fred agitó la mano despidiéndose mientras salía a la carretera. Mahlia entró en el prado para participar en el juego de saltacabrilla, del que Molly resultó la gran perdedora. La gata y los gatitos rondaban entre sus piernas. Por fortuna, habían rescatado la caja intacta del establo. De hecho, si se examinaban todos los aspectos, el fuego había causado pocos daños, pese a haber arrasado por completo la Granja Byers. Constituía un alivio saber que no quedaba ni la antigua chimenea en pie; tan sólo se podían hallar sillares derribados, maderos requemados y unos lirios solitarios, que florecían aún agitados por el viento otoñal.

Molly se aproximó a ella enjugándose la frente.

—Es un juego demasiado violento para mí. Ya es hora de que Simoney y yo regresemos a casa, Mahlia. He llamado a Ron y el pobre afirma que desde mi partida no ha comido como Dios manda. Además, se le han acabado los pasteles. Ron es un nombre de buena pasta, pero no puede prescindir de su pastelillo cotidiano.

—Gracias, Molly.

—¿De qué? Ha supuesto una experiencia gratificante, pues ha afianzado nuestra amistad. Nos creemos muy listas y entonces sucede una cosa así y no tenemos ni idea de por dónde hay que empezar. Por ejemplo, esa familia, que vivía en pleno Estado de Nueva York; durante doscientos o trescientos años se ha dedicado a matar niños y comérselos como si fueran arenques ahumados, y nosotras en la inopia. Martha puede refunfuñar lo que quiera y tachar a Simoney de morosa, pero cuando Simoney invoca un conjuro, lo realiza a la perfección. ¿Recuerdas que en aquella invocación genérica que efectuó dedicó un retazo a las «multitudes con antorchas que avistan al monstruo» y pronunció algo dedicado a todas las suertes de cazadores? Seguramente ese fragmento despertó el instinto de venganza de los fantasmas. Uno puede fiarse de Simoney; no se equivoca nunca, aun cuando ignore lo que hace realmente. Supongo que debe consistir en una cuestión de instinto.

Mahlia convino en las dotes excepcionales de Simoney.

—Sin embargo, te diré una cosa —prosiguió Molly—, algunas de nosotras iremos a pasar una temporada con Mambo Livone. Esa mujer conoce artes que podemos necesitar en un momento determinado, como la preparación de esa sustancia que contenía la vasija o la inmovilización de los zombis. ¡Si John Byers no se hubiera largado corriendo, habríamos necesitado verdaderamente ese aspecto!

Mahlia sacudió la cabeza dubitativamente.

—No acabo de comprender qué hacía John Duplessis, John Byers, en Haití. ¡No precisaba en absoluto participar en aquellos aquelarres! —exclamó mientras enrojecía de ira al recordarlo.

—Sencillamente, asistía porque le gustaba. Después de tres siglos había acabado por aburrirse de los rituales familiares. Resultaban rutinarios y reiterativos: captaban a las víctimas, las encerraban en algún sitio, abajo en el túnel o en la pequeña habitación de la casa, entonces invocaban a los loas en la encrucijada y en el cementerio guiándose por aquel trozo de madera y, cuando aparecían los loas, celebraban el ceremonial, los convertían en cerdos, los desollaban y los colgaban para ahumarlos. Después, se los comían poco a poco para mantenerse vivos. Imagino que hubieran podido continuar repitiéndolo indefinidamente si no llegamos a intervenir nosotras.

Percibió los escalofríos de Mahlia y le dio unas palmadas.

—Sí, ya sé que es horrible, mujer, pero ésa es la cruda verdad. Lo que le sucedía a John Byers es que no se contentaba con eso. Por eso se dedicaba a fabricar aquellos espeluznantes seres con las pieles…, para divertirse con ellos. Los utilizaba para salir de caza. No me cabe duda de que fue él quien se ocupó personalmente de matar a Seepy y a Charlotte. Necesitaba un poco de distracción, un toque picante, así que fue a Haití y allí aprendió algunos trucos: cómo hacer caminar a los cadáveres, cómo recomponer las pieles e insuflarles vida… Podríamos denominarlo una variante de los zombis.

Mahlia frunció el entrecejo al rememorar una conversación reciente.

—Jeannie Horan me contó que había tenido una aventura con él, con quien aparentaba ser, hace años, en una etapa de crisis matrimonial en que ella y Lanson se habían separado y se sentía muy sola y desorientada. Creyó que se había quedado embarazada, y cuando John Duplessis se enteró, se puso como loco. Dice que parecía un auténtico demente. Al final resultó una falsa alarma, pero me confesó que llegó a temer por su vida.

—Supongo que los seis acordaron no tener más descendencia para que no se reprodujera el suceso de Byers’Fault. Ellos seis habían decidido seguir así por los siglos venideros. Era más seguro. Siempre se han extraviado niños. Nadie iba a extrañarse de que desaparecieran seis más al cabo de cincuenta años. Eso era cuanto necesitaban para mantenerse con vida: un cuerpo para cada uno cada cincuenta años. Si no hubieran tenido que permanecer aquí, junto a la encrucijada y el cementerio, jamás los habría descubierto nadie.

—¿Crees que su condición era hereditaria?

—Bueno, eso no lo sabremos nunca. Jessica Casternaught Duplessis y los demás se quedaron sin una gota de sangre en las venas en su mazmorra y sus cadáveres han sido incinerados, al igual que el de John.

—Francamente, hemos tenido suerte. Si no llegan a aparecer los fantasmas en aquel preciso momento…

—Bien, como ya te he indicado, no constituyó un simple azar. Los espectros de Cynthia y el Capitán Bone fueron a buscar ayuda, mas no precisaron alejarse mucho porque Simoney los había invocado y estaban ya dispuestos a vengarse de los Duplessis.

—¿Y no regresarán sus fantasmas?

—Supongo que lo intentarán otra vez. Apostaría a que el Capitán Bone, dondequiera que se encuentre, se encargará de vigilarlos.

Permanecieron de pie observando a los niños.

—Robby no parece acusar ninguna consecuencia.

—Ya casi lo ha olvidado. Cuando crezca, no recordará nada.

—Ya no habla de Cynthia.

—En parte, pues ha bautizado a una de las gatitas con ese nombre.

—Tampoco ha vuelto a mencionar al Capitán.

—El gatito de color rojizo lleva su nombre. Creo que durante un par de generaciones los gatos se llamarán así. A su modo, conmemora el evento —hizo un mohín al percibir la expresión de Mahlia—. Bueno, el Capitán ya cumplió con su cometido y se habrá instalado en otro lugar.

Acodadas sobre la valla reflexionaron unos instantes más sobre lo acaecido. Simoney se dirigía a la casa con Robby de la mano. Jean les hizo una señal desde la terraza con la niña en brazos y Martha asomó su rolliza figura en la puerta. Había llegado la hora de la comida.

—Creo que esta tarde iré al cementerio de Mount Olive a llevar unas flores a la tumba de Charlotte. ¿Te apetece venir?

—Mmmm —una ligera brisa levantó pequeñas hojas amarillentas hasta su cara—. La han enterrado en un lugar extraño. Cuando asistimos al funeral, solamente se distinguía una tumba. El resto se hallaba cubierto por la maleza.

—Sí. A partir de ahora serán dos las tumbas cuidadas. La familia de Charlotte se ocupará de ello.

—Es curioso. La mayoría de las veces que acudo a un cementerio, presiento que algo merodea en el lugar, espíritus o algo parecido, una especie de compás de espera. Sin embargo, durante el entierro de Charlotte no advertí nada gravitando en Mount Olive, nada en absoluto, como si todos hubieran alcanzado realmente el más allá —declaró pensativamente Molly.

Al recordar algo que le había explicado Robby muchos días antes, Mahlia se limitó a sonreír.

—Tal vez allí no exista nada —sentenció—, a excepción de algo que carece de importancia ya.