Capítulo 9
9
De un modo muy poco cortés, Ilze fue arrojado de la cesta sobre una piedra alta y sucia de excrementos. A su alrededor, media docena de voladores, cambiando el peso de una pata a otra, le apuntaban con sus cabezas como si se tratase de una presa. Ilze sacó el cuchillo y los amenazó, ante lo cual se armó un gran alboroto de graznidos burlones. A su vez, esto atrajo a un Parlante que despidió a los voladores, quienes se marcharon fastidiados. Luego, el Parlante condujo a Ilze hasta una apertura en el peñasco y recorrieron un estrecho corredor que parecía ser una fisura natural en la piedra, apenas mejorada por algunos artilugios. De esta fisura salían varias habitaciones pequeñas, con el suelo aplanado y los rincones oscurecidos, como muestra de dónde se había encendido fuego en el pasado. Unas cortinas toscas separaban cada uno de esos nichos del corredor y, contra los muros, había pilas de alfombras, de lo cual se deducía que aquellas habitaciones se utilizaban para los visitantes humanos. O para los esclavos, se dijo Ilze. O para la carne.
Una vez allí, el Parlante se marchó sin pronunciar palabra. Ilze se alegró de esto. Si estaban interesados en lo que tenía que decir, lo escucharían más temprano que tarde. Aunque él les temía, valía la pena el riesgo con tal de encontrar a Pamra Don. No podría continuar con su vida hasta que así fuera.
Oyó en la puerta un sonido que llamó su atención, y se volvió con desconfianza hacia el hombre pálido que entró en la habitación.
—¿Quién es usted? —preguntaron ambos a la vez.
A los dos les resultaba imposible responder, y hubo una pausa inquietante durante la cual cada uno de ellos esperó la respuesta del otro.
—¡Vamos! —se irritó Ilze, con un gesto de impaciencia—. ¿Quién es usted?
El hombre pálido le respondió. Las palabras surgieron en forma atropellada, como si hiciese mucho que estaban atascadas en su garganta:
—Mi nombre es Frule. Lo cual no le dirá mucho. Soy un erudito. Un estudioso, podría decir. Vivo aquí. Estudio a los Thraish.
Ilze emitió un bufido.
—¿Y ellos lo permiten?
—Quizá no lo harían si supiesen lo que estoy haciendo en realidad. Pero soy un albañil aceptable y un buen carpintero. Los Thraish necesitan ambas cosas.
—¿Para qué? —Ilze miró a su alrededor, con escepticismo—. ¿Ellos viven mejor que sus huéspedes?
—De manera diferente —comentó el otro, encogiéndose de hombros—. ¿Quién es usted?
—Soy Ilze, ex miembro de la Torre de Baris. He venido a traer ciertas noticias que afectan mucho a estos bichos —respondió, desafiante—. Y, a cambio, espero que me ayuden con mi problema.
—¿Qué es?
—Encontrar a una tal Pamra Don y vengarme de ella.
—Ah, la mujer de la cruzada. —El hombre pálido asintió varias veces con la cabeza—. Incluso aquí se oye hablar de ella. ¿Y qué le ha hecho a usted?
—Eso es asunto mío. —Aunque lo hubiese intentado, no hubiera podido responder a esa pregunta. Pamra había sido la causa de su dolor y su disgusto, así que estaba sujeta a su venganza sin importar que no le hubiese hecho nada a él—. Asunto mío —repitió con expresión ausente.
—Entonces, que así sea —se desentendió Frule—. Sólo lo pregunté para comprender qué puede traer a un humano hasta aquí. Los Thraish tienen pocos visitantes humanos. Sólo he visto a uno o dos. Hay otros como yo, que pretenden ser artesanos. Y unos pocos que realmente lo son, aunque los Thraish no notan la diferencia.
—Animales estúpidos —resopló Ilze.
—No —rechazó el hombre, con voz tranquila y reflexiva—. No creo que sean estúpidos. Simplemente, no están interesados en la mayoría de las cosas que nos interesan a los humanos. Aunque puedo comprender gran parte de lo que se dicen entre ellos, después de un tiempo uno añora hablar con un humano. Y, sin embargo, si mal no recuerdo, los humanos pasaban mucho tiempo hablando de sexo o de política… Por supuesto, en la Cancillería puede que sea diferente. —Esta fue una amable disgresión con una pequeña reverencia hacia Ilze—. Los Parlantes no tienen sexo, y su política es rudimentaria. No hablan de cosas que la mayoría de nosotros encontraríamos interesantes, sino de cosas filosóficas: de la naturaleza de lo real, de la existencia de Dios, de las diferencias esenciales entre Potipur y Viranel, de si la percepción garantiza o no la realidad. Cosas así…
—Me resulta difícil creer eso —se mostró despectivo Ilze—. Ni tienen el aspecto de filósofos ni se comportan como ellos.
—¿Y cómo son o cómo se comportan los filósofos? No podemos esperar que los Thraish se conduzcan como si fuesen humanos. Si nuestros filósofos se posasen en las rocas, se apareasen a gritos y defecasen a los pies de los demás, estarían desprestigiados. Pero para los Thraish ésa es una conducta normal.
—Y sólo hablan de filosofía.
—Y de comida, por supuesto. Hablan mucho de comida.
—De cadáveres —precisó Ilze.
—No, apenas si mencionan lo que comen ahora. Todas sus conversaciones son sobre lo que comían hace mucho tiempo, cuando había manadas en las estepas. Recuerdan el sabor del weehar con fervor religioso. Existe algo profunda y sinceramente religioso entre los Thraish, y todo nace de la creencia que ellos denominan Promesa de Potipur. —Movió la cabeza en sentido afirmativo, reflexionando—. ¿Conoce esa promesa? «Cumplid mi voluntad y gozaréis de abundancia.» Esto parece ser el meollo del asunto. Y la voluntad de Potipur implica engendrar a un gran número de Thraish, demasiados para que este mundo pueda alimentarlos; eso fue lo que hizo desaparecer su abundancia en el pasado. Algunas veces pienso en lo difícil que debe resultarles conservar la fe cuando han transcurrido siglos sin manadas en las estepas. Pero, según tengo entendido, es posible que pronto vuelva a haberlas.
Ilze no había oído ese rumor. Frule se lo aclaró, contándole lo que había oído.
—No parece preocuparles que los escuchemos. Algunas veces pienso que no nos consideran conscientes —comentó, sacudiendo la cabeza—. Es como si no tuvieran en cuenta lo que pudiéramos contar de ellos a otros humanos cuando salgamos de aquí.
—Tal vez posean una ética por la cual algo semejante resultaría imposible —insinuó Ilze, con una mueca despectiva.
—Es posible. —Frule se encogió de hombros—. Es cierto que los Thraish no pueden concebir el hecho de que un hermano de nido le entregue algo valioso a otros que no son de ese nido, y es probable que eso incluya la información. No pueden concebirlo porque ningún Thraish haría algo semejante, a ningún precio. Tal vez consideren que los humanos somos una especie de hermanos porque nos dan de comer. Quizá nos vean como un equivalente sentimental de los polluelos. Por otro lado, existe una especie de lagarto que se alimenta de carroña, el ghroosh, y vive en los nidos de los Thraish. Se alimenta de los desperdicios que quedan allí, y es posible que así nos vean a nosotros. Tal vez simplemente nos toleren. Pero, bueno, sea como fuere, ha sido interesante conocerle, me alegro de ver una cara nueva.
—¿Cuántos humanos hay aquí? ¿Y qué es lo que comen?
—Traemos algo de comida al venir, y los voladores cazan algunos lagartos zancudos para nosotros; o, si no, bajamos al Río y atrapamos peces. Aunque debemos comerlos allí. Los Thraish no los permiten en las Talon. ¿Y cuántos somos? Alrededor de una docena, algunas veces más y otras menos. Yo llevo aquí dos años, construyendo varales y comederos. Aunque es interesante, ya he estado lo suficiente. Se acerca el momento de partir.
—¿De partir a dónde?
De pronto Ilze se encontraba muy interesado. ¿La Cancillería conocería la existencia de esta escoria humana que se arrastraba entre las plumas de los Thraish?
—A casa —respondió el estudioso, con un gesto vago. Miró a Ilze atentamente y no se sintió tranquilo con lo que vio en el rostro del Risueño—. No pensará causarme problemas con los voladores, ¿verdad, Risueño? Por lo que le he dicho de que estoy estudiando a los Thraish.
—¿Está de acuerdo con la doctrina?
—Nunca he oído que estuviese prohibido.
—Lo cual no es lo mismo —apostilló despectivo—. En este momento tengo otros asuntos de los que ocuparme, estudiante. Pero recordaré que se encuentra aquí, cuando haya acabado con lo mío.
Se volvió con desprecio y, cuando se giró de nuevo, el hombre había desaparecido. Ilze se dejó caer sobre las alfombras apiladas y aguardó impaciente. Pasada la mitad del día, un volador entró en la habitación. Tal vez era el mismo que lo había conducido hasta allí.
—Sliffisunda de las Talon le verá, humano. Sígame.
Lo cual Ilze se apresuró a hacer. Dos veces tuvo que ser alzado entre las garras de los voladores antes de que lo depositaran en un elevado saliente sobre un profundo abismo. Al otro lado de un hueco irregular entre las piedras se encontraba Sliffisunda. Ilze no fue invitado a entrar, y se estremeció con el viento frío de las alturas.
—Deseas informar de una herejía —graznó el Parlante—. ¿Una herejía, Risueño?
—Es lo de esa mujer, Pamra Don —dijo Ilze sin preámbulos—. Es culpable de herejía. Esta cruzada suya lo es. Los Parlantes… todos los Thraish, pronto lamentarán no haberla detenido.
—Hemos escuchado lo que ella dice, Risueño. No tiene mucha importancia. Mientras tanto, los fosos están llenos. Los voladores encuentran mucha carne.
—Han escuchado lo que dice en las plazas públicas, Sliffisunda, pero no lo que dice en los Templos.
—La gente de las Torres nos lo ha contado. Nada de importancia.
—Entonces, la gente de las Torres miente.
Sliffisunda emitió un silbido y movió la cabeza hacia delante como si fuese a golpearlo.
—¿Y por qué iban a mentir?
—Porque están corrompidos, se han apartado de la fe. No creen en Potipur. Son unos hipócritas, Parlante. Pamra Don es una hereje, y dirige a una banda de herejes.
—Pero los fosos están llenos.
Ilze hizo un gesto de impaciencia.
—Por supuesto. Durante algún tiempo más. Hasta que ella cobre fuerzas. Después no habrá ningún cuerpo en los fosos.
Ilze esperaba un acceso de ira, pero no lo hubo. El Parlante volvió a silbar y, luego, giró la cabeza. Por unos momentos hubo silencio.
—¿Cuánto tiempo falta para que, como dices, esta cruzada «cobre fuerzas»?
—Años —admitió Ilze—. Es cierto que avanza lentamente, pero no muchos años. Darán la vuelta al mundo en doce o quince, si continúan al ritmo actual.
—¿Y durante ese tiempo podemos esperar que los fosos continúen llenos?
—Probablemente. Pero eso será temporal y puramente local. Sólo en los poblados por donde va pasando la cruzada.
—Ah.
El Parlante volvió a girar la cabeza para que el humano no viese su expresión. Podían dejar tranquila a la cruzada. En quince años, cuando hubiese dado la vuelta al mundo, los Thraish estarían listos para caer sobre todos ellos. Mientras tanto, muchos humanos morirían y serían devorados, con lo cual habría menos para luchar después. Sin embargo, la población de los Thraish no debía aumentar exclusivamente sobre la base de una abundancia local. Si ocurría algún accidente, si se perdían animales con los fríos del invierno, quince años no bastarían.
Considerándolo todo, tal vez fuese mejor que se detuviese la cruzada. Considerándolo todo, tal vez fuese mejor que las cosas continuasen como de costumbre durante los siguientes años. Pacíficos. Los humanos, dóciles y callados. Era una cuestión para llevar a las Rocas de las Disputas, para discutir con sus colegas del Sexto Grado.
—¿Deseas detener este asunto, Risueño?
—Podría hacerlo, sí.
—¿Cómo?
—Los Jondaritas están conduciendo a Pamra Don a la Cancillería. Los Parlantes deben exigir que les sea entregada. Después de todo, fue ella quien vació los fosos de Baris, así que ustedes tienen derecho a sentirse agraviados. Exija que les sea entregada. ¡Y luego entréguenmela a mí!
Si Sliffisunda hubiese podido sonreír, lo habría hecho. Ese sujeto era transparente. Y seguía tan apasionado como cuando se las tuvo que ver con los Parlantes y los Acusadores, antes de que se convirtiera en Risueño. Puesto sobre el rastro de Pamra Don, nada lo detendría, ni siquiera su temor a los Parlantes.
—¿No nos tienes miedo? —le preguntó—. Te hemos infligido mucho dolor.
—Era necesario —admitió Ilze enrojeciendo de furia—. Era necesario. La culpa fue de Pamra.
Había un poco de espuma en las comisuras de su boca. Él la sintió y se limpió, luchando por conservar la calma.
—¿Y si nos lleváramos a esa Pamra Don, pero no te la entregáramos?
—Me la deben —gimió Ilze, vomitándolas palabras en un tono lamentable que no pudo controlar. Se obligó a guardar silencio un instante y, luego, volvió a escuchar su propia voz—. Me han enviado a buscarla. Me la deben.
—Tal vez —lo calmó Sliffisunda, riendo por dentro—. Tal vez sí. Ya lo veremos, Risueño. Permanece con nosotros por ahora, mientras discutimos esta cuestión.
—Si ustedes se ocupan de mantenerme… —Esto lo dijo de mal humor.
—Oh, sí, nos ocuparemos.
Esta vez Sliffisunda se rió en voz alta y se marchó, corriendo tras de sí una pesada cortina. Momentos después aparecieron algunos voladores y condujeron de nuevo a Ilze a su habitación.
En un alto y estrecho conducto tallado en las rocas de la montaña, Frule se alejó de la apertura que conducía a la morada de Sliffisunda. Le había llevado un año y medio abrir la grieta, lo suficiente para poder trepar por ella. Estaba oculta por tres lados y por arriba. Sólo el cuarto lado se abría hacia el norte y Frule se apretó contra la piedra, sacó del bolsillo un pequeño espejo, lo empañó con su aliento y lo limpió enérgicamente con la manga. A continuación, inclinó el espejo para que reflejase el sol y proyectó los rayos deslumbrantes hacia las desiertas tierras del norte. Un destello, otro, otro más, largos y cortos, deletreando su mensaje. Después de un rato, se detuvo y aguardó. Desde un pico distante llegó la respuesta. Uno, dos, tres destellos.
Frule suspiró y volvió a ocultar el espejo dentro de su túnica. Estaba más entusiasmado con lo sucedido esa mañana que con todo lo ocurrido en los dos años anteriores. En cierto sentido era una satisfacción. Desde que Ezasper Jorn lo recomendó a Sliffisunda como un obrero competente, había tenido muy poco que informar. El Embajador ante los Thraish le había convencido de que aceptase ser su espía prometiéndole una importante recompensa cuando hubiese cumplido con su deber.
Una importante recompensa.
Sólo podía haber una recompensa. El elixir. Se necesitaría algo de semejante magnitud para pagarle aquellos dos fríos, incómodos y hediondos años. Pero hubiese sido difícil solicitar un premio como aquél de no haber obtenido resultados, alguna información jugosa.
Frule se estremeció, en parte de emoción y en parte por el frío, y se ciñó la capa al cuerpo. Pasaría un tiempo antes de que el mensaje llegara a su destino final y él recibiese instrucciones. De todos modos, era mejor permanecer donde estaba. Trepar por la grieta era una tarea lenta y penosa en la que debía impulsarse con los hombros y los pies, y apenas si había logrado llegar a tiempo para escuchar la conversación entre el visitante y el Parlante. Era mejor permanecer donde estaba. Se dejó llevar por los sueños de fortuna; se le pusieron los ojos vidriosos pensando en el elixir… Se adormeció.
Ni siquiera se despertó cuando las garras lo arrancaron de la grieta, lo arrojaron por el precipicio y su cuerpo chocó cien veces contra los salientes antes de descansar hecho papilla abajo del todo.
—Un espía —dijo Sliffisunda con suavidad—. Sabía que andaba por ahí. Lo oía respirar. Y pude olerlo. Estaba muy excitado, por alguna razón.