Capítulo 8
8
Thrasne no había querido volver a pensar en Pamra. La apartó de su mente y se negó a hablar de ella con Suspirra, creyó que lograría olvidarla en los años transcurridos desde su última partida de Baris.
Pero, durante aquellos seis años, la mujer ahogada volvió a mover los labios para decir «¡mi bebé!». Esta vez Thrasne no necesitó dibujar la secuencia de expresiones faciales, las conocía tan bien como las suyas propias. ¿Qué debía haber hecho?, se preguntó con irritación. ¿Secuestrar a Pamra allí mismo, en la escalinata de la Torre? ¿Llevársela arrastrando, como un amante impetuoso? ¿Qué podía haber hecho? Después de un tiempo, dejó de pensar en lo que pudo haber hecho y comenzó a pensar en lo que haría la próxima vez.
Cuando llegó a Baris por cuarta vez, Thrasne era un hombre robusto de treinta y seis años, con el cabello tupido y unas arrugas de marinero alrededor de los ojos, de tanto mirar bajo la luz del sol. Se detuvo para hacer su primera entrega de dinero a la esposa de Blint y se sorprendió de encontrarla fuerte y saludable, con un aspecto más feliz del que jamás le había visto en el Obsequio de Potipur. Estaba ansiosa por subir a bordo y escuchar todas las noticias y, como obsequio, les llevó pasteles y un barrilito de cerveza. Con cierta timidez y cuidando de que nadie más la oyera, le preguntó a Thrasne si había tenido tiempo de tallar algo para ella.
—Voy a casarme otra vez. —En un susurro—: Con un viejo Hombre del Río. —Recuperó el tono de voz—: Él perdió a su esposa hace mucho tiempo. Ya tiene nietos. —Volvió al susurro—: Su hija se ha ido al Río. —De nuevo en su tono—: Los niños pasan mucho tiempo conmigo.
Así pues, Thrasne talló un muñeco, una bailarina y varios cubos para construir casitas de juguete, seguro de que Blint hubiese estado de acuerdo con ese matrimonio. Blint la amó en un tiempo, probablemente más por lo que era ahora que por aquello en lo que se convirtió a bordo del Obsequio de Potipur.
Y, luego, la dejó para dirigirse a Baris al comienzo de la temporada fría, bastante antes del festival, con la marea cada vez más alta. Para esa época había varios muelles cruzados donde amarrar en Baris. Una procesión de Melancólicos, con sus rostros oscuros y furiosos, agitaban sus látigos de piel de pescado como una invitación a los curiosos. Thrasne vio a varios pobladores soportando uno o diez latigazos a cambio de una moneda Clasificada. Cuando encontró la barbería que visitó anteriormente, se sentó en el sillón y comentó la escena.
—No sé por qué lo hacen, barbero. ¡Permitir que los azoten a cambio de un trozo de vidrio sin valor!
—Ah, bueno —observó el barbero mientras cortaba alrededor de la oreja de Thrasne con gran atención. La tijera de obsidiana producía un sonido repetido, como los dientes del lagarto zancudo, desagradablemente voraz—. Es algo inofensivo, supongo. Quién sabe, quizá los Sagrados Clasificadores lo Clasifiquen a uno si cuenta con las suficientes monedas en el bolso.
—Supersticiones —murmuró Thrasne—. Ni siquiera los Despertantes aceptan que eso sea verdad. —Notó que el barbero estaba ansioso por iniciar una discusión y cambió de tema—. Quería preguntarle por la familia de Fulder Don. ¿Los recuerda?
—Toda la familia ha desaparecido, marinero. Fulder Don murió hace más o menos un año, poco después de morir su madre. Una de las hijas mayores también murió. La más joven, la que se convirtió en Despertante, desapareció hace poco tiempo. ¡Fue todo un escándalo!
Azorado, Thrasne guardó silencio. ¿Pamra había desaparecido?
—¿Y la anciana que la cuidaba?
—Oh, he oído algo sobre ella. Se marchó hacia el este, creo. Supongo que no le habrá ido nada bien.
—¿No había otra hija?
—Oh, seguro que sí. Prender. Vive en la casa donde estaba la anciana. ¿Cómo me he olvidado de ella?
Prender se mostró tensa, fría y enfadada por las preguntas.
—Se ha ido, es todo lo que sé. Vino una criada de la Torre. No pude verle el rostro por los velos, pero su voz era muy dura. Luego, vino un Risueño para interrogarme, enviado de alguna otra parte. Su rostro era como de piedra, y malvado. Sus palabras parecían amenazas. Dijo que la encontrarían dondequiera que estuviese. Lo único que saben es que salió una mañana muy temprano. Se suponía que debía llevar a los obreros al bosque, en busca de leña. Muy temprano. Todos los obreros desaparecieron.
Prender comenzó a cerrarle la puerta. Tenía el rostro arrugado por las amarguras de los años y se asomó para espetarle unas palabras más antes de cerrar:
—Él quería saber lo que ella me había dicho sobre Delia, sobre su partida al este, como si me hubiese dicho algo. Todo es culpa de Pamra. De ella y de su madre. Ninguna de las dos pudo ser sensata jamás.
—¿Cuándo desapareció?
—Ya lo dije. Temprano por la mañana.
—No, pregunto qué cuándo. ¿Hace mucho tiempo?
—No tanto. Hará unos veinte o treinta días tal vez.
Cuando Thrasne se volvió para marcharse, ella agregó:
—Sólo lo hizo para vengarse de nosotros, ya sabe. Es lo que le dije a ese Risueño. Sólo lo hizo para herirnos.
Thrasne no giró la cabeza. Estaba demasiado ocupado sintiendo vergüenza de sí mismo. Había culpado a Pamra, cuando todo lo que ella había hecho era escapar de voces como la que hablaba a sus espaldas.
¿Qué le diría a Suspirra ahora?
No le diría nada. Cuando entró en la casa del patrón, ella estaba vuelta hacia él. Thrasne vio sus labios, y sus dientes que tocaban el labio superior. Copió su gesto y exhaló:
—Ffffff.
No tuvo que esperar para saber lo que ella diría.
—¡Encuéntrala!
—¿Cómo puedo encontrarla, Suspirra? Nadie sabe a dónde ha ido.
—¡Encuéntrala!
—Debe de haber ido hacia el oeste. ¿Por qué? ¿Por qué se fue?
Pero, incluso mientras formulaba la pregunta, ya conocía la respuesta. Lo veía con tanta claridad como los dibujos que hiciera de Suspirra. Según el barbero, Delia había salido hacia el este. Thrasne podía verla partir. Era vieja, demasiado vieja. Había muerto allí, al este de Baris. Imaginó su reaparición en el foso y la llegada de Pamra por la mañana temprano. El siempre supuso que los Despertantes miraban los rostros, así que ella debió de verla y comprendió de inmediato todo lo que no había querido saber. Esa rebeldía obstinada, esa rígida ingenuidad, todo quebrantado. Suspirra había dicho: «Porque necesita creer en el amor de alguna clase.»
Y, después de haber visto, después de saber, ¿adónde habría ido? No hacia el Río, al menos no de inmediato. Hacia el oeste. Por un tiempo.
Dirigió el Obsequio de Potipur al oeste, deteniéndose en cada poblado por pequeño que fuese. Buscó por todas partes, habló con los Hombres del Río y con los barberos.
Y, finalmente, la encontró, más que nada porque ella no había tenido tiempo de llegar muy lejos ni fuerzas para viajar muy rápido. Servía bebidas en una taberna, con el cabello suelto como cualquier mujer del mercado, silenciosa como un fantasma de ojos inquietos, y aún más hermosa con su miedo de lo que lo había sido con su superioridad en la Torre. En la taberna había hombres que sólo acudían allí a beber para poder observarla, pero ella se mostraba ciega a sus miradas.
—¿Quiere beber? —le preguntó. Toda su arrogancia, desaparecida; en su lugar, tan sólo una terrible convicción de peligro.
—Pamra, te he estado buscando.
Ella dio un respingo asustada, pensando que era alguien enviado por los Despertantes, pero Thrasne colocó una mano sobre su brazo tembloroso.
—No pasa nada. Tu madre quiere verte.
—Mi madre está muerta —rechazó ella con los ojos abiertos de par en par por el horror—. Está muerta.
—Sí. Pero no. ¿Vendrás conmigo?
—Se arrojó al Río. ¿Está loco?
—Digamos que estoy loco, pero no te haré daño con mi locura. Ir juro por lo más sagrado…
—¡Entonces no jura por nada!
Tenía una expresión salvaje. De haber tenido adónde ir, habría escapado de allí. Hubiese gritado, pero con ello sólo habría llamado la atención, y su única posibilidad de conservar la vida radicaba ni la discreción.
—Lo juro por el Río entonces, por el Río al que has planeado arrojarte, por el Río al que se arrojó tu madre. Ven conmigo.
Thrasne la persuadió como lo hubiera hecho con un animal asustado hasta que, finalmente, aterrorizada de él, pero más temerosa de las miradas de los parroquianos, aceptó acompañarlo al lugar donde estaba amarrado el Obsequio de Potipur. Él la condujo hasta la casa del patrón y la hizo esperar mientras maniobraba con el farol. Pamra estaba dispuesta a escapar corriendo, pero se sentía demasiado agotada para hacerlo.
La luz brilló sobre Suspirra, que se hallaba de frente a la puerta con los labios ligeramente entreabiertos, aunque estaban cerrados cuando él se marchó. Y era la gemela de Suspirra quien se hallaba en la entrada, con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Eran iguales, rasgo por rasgo. La mujer ahogada emitió un sonido, el único que se le había oído, casi un suspiro, o tal vez una última exhalación.
—¡Madre! —gritó Pamra—. ¡Madre! —Se acercó y le tocó el rostro, pero de inmediato retiró la mano, horrorizada—. Me ha mentido. Es una escultura.
—No —dijo Thrasne, con el corazón destrozado—. Así fue cómo la saqué del Río.
Pamra comenzó a llorar, apoyando la mano sobre el seno rígido. Los labios de Suspirra se curvaron hacia arriba en forma muy visible y parecieron formar una palabra: ¿recuerdas? Una pregunta tal vez. En ese momento, la sonrisa desapareció, como arena barrida por el viento, y sólo quedó la insinuación de una curva, brillante bajo la luz. Pamra extendió la mano hacia la boca.
—¿Madre?
La palabra deshizo los últimos lazos que mantenían unida a la figura. Suspirra desapareció, en apenas un instante, y la nube dorada se convirtió en una pequeña montaña de polvo, dejando atrás una columna transparente formada por el haz de luz. Era como si algo increíblemente tenue hubiese mantenido la estructura después de que desaparecieran todas las impurezas. También hubo algo sólido que cayó, posándose sobre el polvo como una pequeña luna que brillaba con suavidad. Pamra se hincó y lo recogió. A Thrasne no le dio tiempo de detenerla, pero murmuró:
—¡El plaga!
Sin prestarle atención, Pamra permaneció de rodillas, acariciando el objeto redondo y pesado como un melón.
—¿Fue el plaga lo que le hizo eso?
Él asintió con la cabeza mientras le miraba las manos. La esfera parecía respirar entre ambos.
—Ha salido de su vientre —susurró Pamra—. Estaba embarazada cuando murió. Yo era demasiado pequeña para comprenderlo, pero la abuela se ocupó de que escuchara la historia con frecuencia al crecer. Mi madre estuvo a punto de morir cuando yo nací y las comadronas dijeron que moriría la próxima vez. Ella tenía miedo. Miedo de los Despertantes. De nosotros…
—Tú ya no eres una Despertante.
Pamra volvió sus ojos temerosos hacia él.
—Cuando se pronuncian los primeros votos, se es Despertante para siempre. Ellos me lo recordarán cuando envíen a un Risueño con el frasco de Lágrimas para mí. He sido afortunada de poder escapar hasta el momento.
—¿Qué te harían?
—Me obligarían a beber las Lágrimas de Viranel. Yo recordaría quién soy, pero no tendría voluntad propia. Existiría durante largos años hasta que realmente muriera y pudiera ser devorada por los Servidores de Abricor. Es posible que, como no sería un cadáver maloliente, los Despertantes me usaran por algún tiempo. Jelane dice que suelen hacerlo. Una vez vi a una mujer así en la Torre. Ya han estado a punto de atraparme en dos ocasiones. No puedo dormir, y tampoco vivir por temor a ellos. Me encontrarán. No tengo ningún lugar adonde ir.
—Tienes uno. —Tomó la extraña esfera de entre las manos de Pamra y la hizo girar entre las suyas. Algo parecía moverse en su interior, dando vueltas en un sueño lento—. ¿Qué haremos con esto?
—Está vivo —susurró ella—. Mire, ese costado parece hincharse, como una vaina de pamet al abrirse.
Sobre la esfera, una delgada línea de color claro comenzó a ensancharse ante sus ojos. Thrasne la depositó sobre la cama y ambos se inclinaron sobre ella, sin atreverse a respirar demasiado fuerte. La línea se estiró y se distendió varias veces, hasta que el tejido que cubría la esfera comenzó a desgarrarse con un sonido suave, parecido al de la tela podrida.
Desde el interior se oyó el sonido de una respiración, lenta como la marea.
Pamra posó las manos sobre la esfera y comenzó a abrirla con suavidad.
En el interior había una criatura. Pequeña. Perfecta. Morena como lo fuera Suspirra, pero con movimientos. Respiraba. Sus ojos negros como la noche se abrieron para mirarlos. Parecía verlos y comprenderlos por completo; movía los labios, como si quisiera hablar.
Ellos no dijeron nada. Era algo demasiado maravilloso para expresarlo en palabras. Hubieran lanzado exclamaciones de sorpresa, pero en el silencio de la habitación habría parecido una blasfemia decir cualquier cosa. Cuando aquellos ojos finalmente se cerraron y la criatura se durmió, retiraron los restos de la esfera. Estaba conectada al bebé por un ombligo, un cordón seco que se deshizo en fragmentos cuando la movieron. Era una niña. Con mucha cautela, Pamra posó un dedo sobre aquella piel cálida y suave como la suya. En silencio, envolvió a la niña en una de las toallas de Thrasne y la depositó en el cesto que él utilizaba como costurero. El miraba y miraba, abrumado por la maravilla de todo aquello.
—Ahora debes quedarte conmigo —dijo—. Para cuidar de ella.
—¿Quién…, qué es? ¿Cómo puedo cuidar de algo así? Sin duda no es una criatura humana.
Thrasne la tomó por los hombros y la sacudió con suavidad. Aunque la niña fuera un milagro asombroso, ¿no lo había sido Suspirra también?
—Es una criatura extraña, sí, pero creo que es tu hermana. Nacida de los mismos padres.
No mencionó qué otros extraños padres pudieran haber tenido alguna relación con aquel nacimiento. ¿El ente de las profundidades? ¿El plaga?
—¿Adónde iremos?
—Por un tiempo, simplemente seguiremos adelante —respondió él con firmeza—. No te buscarán en el Río.
Tal vez eso no fuese lo suficientemente seguro, tal vez llegase el momento en que tuviera que tomar alguna otra medida; pero, por el momento, le bastaba saber que Suspirra, que había sido un sueño, y una talla pequeña, y una mujer ahogada, y casi una talla de nuevo, se encontraba ahora a su lado, viva.