Capítulo 11
11
De dónde había salido ese enorme tronco era algo que Thrasne no sabía. Tenía el aspecto de algo prehistórico, como un monstruo antiguo surgido de las profundidades para hacer estragos entre los seres humanos. Y así fue.
El Obsequio de Potipur chocó contra el tronco —o el tronco emergió por debajo— con la fuerza suficiente para abrir un agujero del tamaño de un hombre en los tablones de proa, a través del cual comenzó a entrar el agua mientras el barco se mecía por el impacto. Después de varias horas de aterrorizados esfuerzos, el agua dejó de entrar con tanta fuerza y, a pesar de que subsistía cierto peligro, la situación quedó bajo control.
—¿Qué harás ahora? —preguntó Pamra. Había permanecido fuera del paso durante la peor parte del incidente, tratando de no demostrar lo asustada que estaba y aferrándose a Lila como si hubiese sido una balsa que la permitiría flotar hasta la costa. Más tarde, cuando el agujero estuvo parcheado, fue abajo, vio que el agua negra se filtraba alrededor del parche y comprendió que el remiendo sólo podía ser provisional—. Tendrás que amarrar en la costa para arreglarlo, ¿verdad?
Thrasne asintió con la cabeza, todavía aturdido. Era el primer accidente de importancia que sufría el Obsequio de Potipur y lo sentía en su propio cuerpo. Se miraba continuamente las costillas, como esperando ver grandes contusiones y rasguños y se sorprendía al descubrir que estaba intacto.
—Llevará un tiempo. Esa tercera cuaderna se encuentra desalineada. Todos los tablones están sueltos. Ahora no entra agua, pero lo hará. El próximo poblado no sirve; no tiene muelles ni carpinteros de barcos. El siguiente es un poco mejor, pero probablemente tendré que hacer yo mismo la mayor parte.
—¿Cuánto tiempo?
—Bastante. Treinta o cuarenta días, por lo menos. Tal vez más. No tendrán los tablones que necesitamos. Es casi imposible que dispongan de madera curada. Si tienen algo, estará verde. O sin talar. Más de un mes. —Un mes tenía cincuenta y un días—. Sesenta días quizá. Setenta. —Aún conmocionado, Thrasne no estaba pensando en ella en absoluto. Entonces se volvió, notó la expresión de temor en sus ojos y comprendió al instante—. Es demasiado tiempo para que permanezcas en un solo lugar, ¿verdad? Sería peligroso para ti, quienes te buscan podrían encontrarte. Debí haber pensado en eso.
—Puedo quedarme aquí, en la casa del patrón. —Trató de sonreír—. Siempre que los hombres no hablen de ello.
Por supuesto que hablarían. No habría forma de impedirlo.
—No puedes permanecer encerrada tanto tiempo. Te pondrías pálida como un hongo. —Intentó una sonrisa, sin mucho éxito—. No, pensaremos en alguna otra cosa.
Cuando regresó a la casa del patrón unas horas después, llevaba consigo el mapa de los poblados y lo extendió sobre la mesa para que ella lo viera a la luz del farol.
—He encontrado algo. —Una sonrisa cansada le indicó a Pamra que era lo único que había conseguido encontrar—. Me olvidé por completo de ello. Isla Strinder.
Señaló la orilla del Río, con su interminable lista de lugares, productos, idiosincrasias locales y tabúes religiosos. Al sur, a un día de viaje por el Río Mundo, se extendía una forma oscura, larga y ancha. Su costa este se encontraba detrás de ellos, a dos poblados de distancia; la del oeste, tres poblados más adelante.
—Allí los únicos que viven son los Strinder —dijo Thrasne—. Y no quedan más que unos pocos. No hay guardias ni puertas. Tienen un espigón cerca de Chantry. Chantry es el poblado donde tendremos que reparar el barco.
—¿Una isla? Nunca oí hablar de una isla en el Río.
—Hay muchas. La mayoría se encuentra cerca de la orilla y son tan pequeñas que sólo figuran como rocas en los mapas; puntos, lugares que uno debe evitar al navegar. Pero Isla Strinder está bastante apartada. Blint acostumbraba a detenerse cada vez que pasábamos por allí. Cambiaba harina, telas y dulcificantes por tinturas. Lo importante es que podemos pasar por la isla, dejarte allí y volver a recogerte por el oeste cuando el barco esté reparado. Sólo necesitamos encontrar alguna clase de señal para que vayas al extremo oeste de la isla cuando llegt/e el momento. De ese modo podremos seguir la corriente cuando te dejemos y cuando te recojamos.
Thrasne interpretó mal su mirada vacilante.
—Es bastante seguro, Pamra. Disponemos de tiempo para desembarcarte. El Obsequio de Potipur no se hundirá debajo de nosotros.
—No, no, no —se apresuró a decir. No quería que pensase que cuestionaba su previsión, cuando ello podía además demorarlo y ponerlo en peligro—. Sólo me pareció… ¿Es una isla desierta? Quiero decir, ¿aún hay gente allí?
Ahora fue él quien dudó.
—Antes había. Eran un puñado de casitas, algunas de ellas diseminadas entre los árboles. Por supuesto que la mayor parte de la isla pertenece a los Treeci. Se parecen un poco a los voladores.
—¡Servidores de Abricor!
—No se alimentan de carroña. No, no son los Servidores de Abricor. Se trata de una clase diferente de criaturas. Nunca los he visto en otra parte que no fuese allí, en la isla. Sus patas son más largas que las de los Servidores. Tienen un hermoso plumaje, pero no vuelan. Sus picos son chatos, casi como labios, pero más duros; no son como los picos con forma de gancho que tienen los Servidores. A distancia parecen casi humanos. Sólo los he visto desde lejos, por supuesto, pero los Strinder se llevan bien con ellos. —Se pasó una mano por el rostro, como tratando de enjugarse la fatiga—. Si pudieras quedarte allí, Pam, sería lo mejor, de veras. Aun cuando tuvieras que permanecer sola en una de las viejas casas. Los que te buscan no te encontrarán allí, puedo garantizártelo. Y podemos hacer que el sitio te resulte razonablemente confortable, incluso aunque tengas que quedarte sola.
Sonaba como un abandono, y él se daba cuenta. Pamra se sintió invadida por una ira lenta y ardiente al comprender que no había otro camino. Las alternativas eran peores. Los Despertantes enviarían a los Risueños tras ella. No dejarían de buscarla, y hasta la muerte en una isla desierta era preferible a que la encontrasen. Se controló y trató de parecer animada.
—Iré, Thrasne, aunque no haya nadie más allí. Llevaré a Lila conmigo y ella me hará compañía. Tardes lo que tardes, aguardaré tu señal.
Sin embargo, cuando llegaron a la isla ya no se sentía tan segura.
Había unas casas pequeñas a lo largo de la costa, la mayor parte de las cuales se encontraban derrumbadas en pilas de fragmentos grises, maderas y tablones plateados por el sol y por el viento del Río. Al fin, vieron una vaga línea de humo que ascendía, y esto los condujo a un espigón desvencijado y una casa ruinosa, cuya luz se percibía entre los árboles.
La mujer que respondió a la llamada estaba tan envejecida como la casa; polvo y herrumbre sujetos por una red de arrugas, con cabellos grises encrespados alrededor de la cabeza, como humo.
—¿Strinder? ¿Yo? Bueno, por supuesto que soy una Strinder, y casi la última, maldita sea. ¿Ha dicho que era el muchacho del viejo Blint? Me parece recordar que tenía un muchacho. Entren.
Vivían otras dos personas en la isla, tan viejas como ella. Uno era un anciano cascarrabias, llamado Stodder, y la otra era prima de la mujer, Bethne.
—Joy —le dijo la mujer a Pamra, con una mirada aguda bajo sus cejas espesas—. Así me llamo. Hubiese preferido tener un nombre que envejeciese mejor. Sophronia. Eugenia. Algo con más dignidad.
La mujer miró a Pamra y a la niña-lenta. Ni en ese momento ni nunca hizo observación alguna sobre lo extraña que parecía la cría, y, con el tiempo, Pamra supuso que ello se debía a que los bebés humanos eran algo tan lejano en su pasado que ya había olvidado cuál era su aspecto habitual.
Al partir, Thrasne le dejó una buena provisión de alimentos y cortó bastante leña para el hogar de la anciana. Aunque hacía más calor en la isla que en la costa, las noches todavía serían frías durante los siguientes tres meses. Treinta días era el mínimo de tiempo que podían requerir las reparaciones, pero también era posible que tardasen el triple de eso. Cuando hubiesen pasado treinta días, Pamra tenía que mirar al norte cada tarde, un poco antes del anochecer, hasta ver tres columnas de humo. Cuando las viese, debía iniciar la caminata de dos o tres días a lo largo de la costa hasta llegar al lado oeste, y acampar allí hasta que él fuese a buscarla.
—Si tardamos más tiempo, puede ser porque nos demoremos a causa de la marea de la Conjunción —le explicó Thrasne—, así que no te impacientes. ¿Podrás llegar bien al lado oeste?
—Oh, sí, sí —respondió la anciana—. Le resultará fácil llegar. No existen ya selvas en Isla Strinder. Nada en absoluto. Con excepción de…, bueno, con excepcipn de lo que hay, por supuesto.
Si había querido darle a entender algo con esto, no lo logró; Pamra estaba demasiado nerviosa para prestarle mucha atención.
El Obsequio de Potipur se alejó de la costa. Desde la cubierta del timón, Thrasne se volvió para saludarla con la mano. Cuando el barco hubo desaparecido entre la niebla del Río en dirección a la orilla distante, Pamra regresó a la casa. La anciana salió a su encuentro.
—Oh, niña, vi que él te dejaba mermelada de puncon. No pude evitar verlo. No he comido mermelada de puncon desde el nacimiento de mi hija menor, la que ahora se ha ido dejándome sólo el recuerdo. ¿Sería muy grosero que te pidiera un poco de mermelada de puncon para nuestros pasteles fritos esta noche?
Por un momento, la anciana pareció haber rejuvenecido, y Pamra se sintió avergonzada de no poder acompañar su entusiasmo con un poco de alegría. Aunque no dejaba de decirse que debía conservar la calma, que no tenía que considerarse herida, seguía sintiéndose triste y abandonada, por más insensato que ello fuese. Se encontró culpando a Thrasne, por poco sentido que eso tuviese; avergonzada de ello, pero sin poder impedirlo. Sin embargo, ante la alegría de la anciana por estar acompañada, aceptó convidarla a mermelada de puncon y aceptó también que Stodder y Bethne fuesen invitados a cenar.
Ellos tres eran todo lo que quedaba de los Strinder. Algunos jóvenes se marcharon por el Río y otros, tanto jóvenes como viejos, habían muerto. Quedaban estos tres, y ninguno había visto jamás la Costa Norte, a un Despertante o a un Servidor de Abricor. Sólo conocían la isla, las aguas que la rodeaban y a los Treeci, quienes compartían ambas cosas con ellos.
Pasó cierto tiempo antes de que Pamra conociera a los Treeci. Durante varios días se dedicó a caminar de un lado a otro, a arrancar un poco la maleza del jardín, a revisar las redes para ver si había algo que mereciese la pena comerse, a recoger moluscos del Río para dejarlos secar en la orilla y a llevar las conchas secas hasta el muelle, donde unos grandes cestos llenos de esta cosecha hedionda aguardaban a la llegada del siguiente barco.
—No muchos se detienen aquí —comentó el viejo Stodder—. Veamos, está el Reina del Río, el Pez de Moormap, pues Moormap murió, pero el esposo de su hija conservó el barco, y está el Obsequio de Potipur por supuesto, y el Viento Asustado…
Continuó con su enumeración de barcos en ruta y de otros que habían desaparecido hacía mucho tiempo.
Después de la cena se sentaron en el porche destartalado bajo los árboles, donde contemplaron la reunión de las lunas hasta que el viejo y la otra anciana se marcharon a sus respectivas casas medio derrumbadas en el bosque. Pamra los vio alejarse, preguntándose por qué no vivirían los tres juntos; eso hubiera significado una sola casa que calentar y, por tanto, menos madera que cortar. A lo lejos, entre los árboles, se escuchó un sonido vibrante, parecido a una campana, y Pamra recordó las criaturas mencionadas por Thrasne.
—¿Treeci? —le preguntó a la anciana.
—Treeci —susurró Joy, cuyo rostro, a la luz de la lámpara, parecía iluminado por los viejos recuerdos. Sus ojos eran suaves como palomas—. Treeci. Rindiendo honores a las lunas.
Al día siguiente, Pamra, Lila y Joy fueron a buscar moluscos. Tres Treeci aparecieron entre los árboles, llamando con voces de campana y, luego, con sonidos humanos.
—Joy! ¡Te saludamos!
La anciana agitó la mano.
—¡Binna! ¡Werf! Venid a conocer a una visitante que ha llegado por el Río. Su nombre es Pamra. Y la niña se llama Lila.
Los Treeci hicieron una reverencia, a modo de saludo. Pamra los miró.
Eran tan altos como ella, erguidos sobre unas piernas no muy diferentes a las suyas, con unas nalgas cubiertas de plumas que, como las de ella, se curvaban hacia una cintura estrecha. Los largos pies de dos dedos podrían haber sido pies humanos enfundados en calcetines con plumas, excepto por los talones afilados. De la cintura para arriba el parecido con los humanos era menor. Los brazos, que terminaban en manos de tres dedos, estaban cubiertos de largas plumas, y los pechos tenían forma de quilla. Sus rostros de grandes ojos se notaban llenos de una cándida inteligencia.
—Pamra —saludaron, volviendo a inclinarse.
Ella saludó del mismo modo a Binna, a Werf y, luego, se giró para inclinarse ante el tercer miembro del grupo, pero sintió que la mano de Joy le daba pequeños tirones. Bajó la vista y vio que la anciana sacudía la cabeza, mientras susurraba:
—No, no te inclines. Es un macho. Uno no se inclina ante ellos.
—¿Por qué? —preguntó Pamra con sorpresa.
—Chist. Luego.
—¿Estás disfrutando con tu visita? —le preguntó Binna, sin darse por enterada del error.
Las palabras fueron articuladas con claridad, con un ligero acento, pero en tono agradable. Aunque la parte inferior de sus rostros estaba cubierta por sus picos chatos, éstos eran suaves y flexibles, un poco prominentes, y se movían casi como labios.
—Sí, gracias.
Durante algunos minutos hablaron del clima y de las mareas. El tercer Treeci, de nombre desconocido, se acercó a la costa y permaneció allí, mirando al agua.
—He venido a contarte, Joy —dijo Werf—, que hay un nuevo lecho de unos moluscos increíbles justo debajo de las grandes rocas, más allá del bosque de frag. Ahora son pequeños, pero para la época de la Conjunción habrán logrado un buen tamaño.
—Qué amable de tu parte —respondió Joy cariñosamente—. ¿Queréis venir con nosotras a tomar un poco de té?
Vacilaron, volvieron a vacilar y, finalmente, aceptaron. Todo tenía el ritmo y la predeterminación de un ritual. Al llegar al porche de la casa los recibió Bethne y tomaron té en frágiles tazas antiguas, mientras relataban recuerdos de tiempos pasados, tantos recuerdos que hacían evidente que eran algo más que simples conocidas. Joy había traído seis tazas. Sin decir nada a nadie, Werf llenó la que sobraba y la llevó hasta la roca, donde el tercer Treeci descansaba en un solitario silencio. Los dos conversaron en voz baja y, luego, Werf regresó. Nadie pareció notarlo. Antes de partir, Werf fue en busca de la taza y la colocó sobre la mesa junto a las demás.
—Gozamos mucho con vuestra amistad —dijeron cuando se iban—. Que viváis una larga vida.
Joy recogió las tazas.
—Si me traes un cubo de agua, niña, las lavaré.
—En un minuto. Primero háblame sobre el…, el macho. ¿Por qué no le dirigimos la palabra?
—No se hace. —La anciana apoyó una mano temblorosa sobre la de Pamra—. Werf es la madre de Neff. Ella le habla, ya lo has visto. Y sus hermanas también, por supuesto. Pero nadie más. Simplemente, no se hace.
—Es cruel —comentó Pamra, recordando su propia infancia—. Es cruel tratar a las personas de ese modo.
—Pero, niña, ellos no son personas, ¿no lo comprendes?
—Son personas, Joy. No te sentarías a tomar té con ellos si no lo fueran.
Dijo esto como se lo hubiese dicho a Delia, confundiendo a la anciana con su niñera tal vez, sin darse cuenta de ello.
—En ese sentido, sí, son personas y son mis más queridas amigas, pero ya sabes a qué me refería. —Se apartó del fregadero, sosteniendo el cubo vacío—. No son seres humanos.
Pamra se obligó a ocultar sus sentimientos. Estaba viviendo en la casa de la anciana. Ella era una buena mujer… no muy distinta a otra buena anciana a quien le había fallado en tiempos difíciles. No debía perturbar a ésta también. Como invitada, no tenía derecho.
Pero sintió una compasiva rebeldía por el Treeci solitario, aunque sabía que la soledad podía ser más suya que de Neff. La rebeldía de su interior era la misma de cuando tenía once o doce años, la misma que la impulsó a decir: «Puedo ser una Despertante.» No pensó en esto, sólo en la tristeza del Treeci. Su aislamiento la conmovía.
Al parecer, entre los Treeci la hospitalidad debía ser correspondida. Dos días después, Joy se vistió con un desacostumbrado cuidado, tras hurgar dentro de cajas polvorientas en busca de viejos atavíos. Encontró un chal brillante para Pamra, una cinta para la manta de Lila y, luego, partieron por la costa.
—Supongo que en algún momento me dirás adónde vamos.
—Bueno, Werf y Binna nos esperan. Entre los Treeci se considera de buena educación ir un par de días después para permitirles demostrar su hospitalidad. Lo llaman corresponder a la ocasión. Le dan mucha importancia a esto.
—¿Por qué todos estos brillos?
—Para rendirles honores. Tú no lo has notado porque no eres de la isla, pero estaban muy bien arreglados para nosotros el otro día. Sus garras estaban pintadas, y se habían teñido las plumas alrededor de los ojos. Creaban la oportunidad para rendirnos honores; así dicen ellas. Sienten curiosidad, supongo, respecto a ti y a la niña. Hace treinta años que no hay un bebé humano en la Isla Strinder.
Pamra estaba maravillada, no tanto por el hecho de que existiese otra raza de criaturas en el mundo, con sus propios hábitos y costumbres, con su idioma, con su curiosidad por los bebés humanos, sino por su propia ignorancia de todo aquello. ¿Cómo había llegado a adulta sin oír hablar jamás de ellos? ¿Por qué nadie los mencionaba? Y, si nadie mencionaba a los Treeci, ¿cuántas otras maravillas desconocidas habría en el mundo?
Joy tenía algo que decir al respecto.
—Mi hermano acostumbraba a decir que la gente de Costa Norte estaba tan llena de la mierda de los Despertantes que no le quedaba tiempo para otra cosa. ¿Es cierto que allí prohíben los libros?
Era cierto. Había libros en la Torre: homilética, hermenéutica, las Escrituras; libros difíciles que creaban una atmósfera de ignorancia y misterio. No había ninguno más. Sin libros, sin viajes, Pamra podía explicar su propia ignorancia. Lo que no podía hacer era perdonarla.
Los Treeci vivían en casas mejor construidas y conservadas que las de los humanos de la isla y, en un bosquecillo, había un salón de té donde el agua hervía su música serena en una vasija de piedra. Los Treeci más jóvenes, de la mitad de estatura que los adultos, se encontraban reunidos en el prado y murmuraban en grupos. El té se sirvió con un estilo ceremonial. Pamra observó a los demás, para aprender lo que era adecuado, y copió sus costumbres con bastante elegancia. Cuando todos tuvieron una taza, cuando cada taza hubo sido probada y aprobada, cuando las nueces y los pasteles estuvieron repartidos, el grupo pudo volver a sentarse e iniciar la conversación. Joy estaba en lo cierto: sentían una gran curiosidad. En su propio territorio se atrevieron a hacerle todas las preguntas que no formularon en el de los Strinder por educación.
—¿La niña es tuya?
—¿Así son todas las criaturas?
—Nos pareció que no era una niña común. Creemos que es t’lick tlassca.
Después de algunas discusiones, el término fue traducido como «prodigiosa».
—Sí —dijo Pamra, con una extraña sonrisa—. Es prodigiosa.
—¿Pamra se quedará mucho tiempo?
Para entonces Lila estaba sentada en la falda de Werf, jugando con las plumas de su pecho mientras murmuraba su propia música. Werf le puso un poco de té en la boca y la niña esbozó una sonrisa infinita como el amanecer.
—¿Por qué has venido?
Sin preocuparse por censurar lo que decía, Pamra les contó por qué estaba allí. No todo, sólo una parte. Los Despertantes tenían que ver con ello, y también los Servidores de Abricor. Hubo un murmullo triste y varias cabezas emplumadas que se sacudieron.
—Esos voladores de Costa Norte estuvieron emparentados con nosotros en otra época, los que tú llamas Servidores de Abricor. Recordamos ese momento de nuestra historia. Hubo un tiempo en el que el honor pudo haberse conservado. Nuestra tribu, los Treeci, escogió el camino del honor; ellos se decidieron por lo contrario. En nuestro idioma hay ciertas palabras, que se refieren a esa época, que los de Costa Norte ya no recuerdan. Palabras como «decencia» y «dignidad». Nos entristece saber en qué se han convertido.
Werf sacudió la cabeza con pesar y los círculos emplumados alrededor de sus ojos se agrandaron.
Binna cambió de tema y Pamra guardó silencio, avergonzada por la tristeza que había causado.
—Pensamos que quizá te gustaría ver algunas de nuestras danzas —dijo Binna, y le hizo un gesto con la cabeza a la joven Treeci, quien se alejó corriendo con este mensaje. Momentos después se escuchó el sonido de un tambor y un tintineo rítmico.
Desde el salón de té, los Treeci observaron con indulgencia, casi con orgullo. En el jardín estaban sentados los jóvenes Treeci susurrando, y algunos llegaron a señalar con la punta de las alas, como por casualidad. Pamra no sabía si eran mujeres o varones, pues no había ningún indicio que los distinguiese. Sólo eran jóvenes. Tal vez hubiese una etapa del desarrollo en la que esto no importara, ya que todos ellos murmuraban juntos y se movían en grupos, riéndose alegremente y caminando con las manos entrelazadas y las cabezas juntas.
En cambio, todos los bailarines eran machos. Pamra pudo sentirlo. Giraban, se pavoneaban y saltaban con las alas desplegadas y las plumas del pecho henchidas, mientras que las que rodeaban sus ojos formaban círculos brillantes. Sus picos chatos estaban pintados, al igual que las garras. Al lado de Pamra, Werf sonreía con los ojos húmedos y llevaba el ritmo con sus dedos emplumados. Pamra siguió la dirección de sus ojos. El hijo de Werf, Neff, se encontraba entre los bailarines, magnífico en su gracia y su fuerza. La danza era algo asombroso. Sin pensarlo, Pamra comenzó a decir algo al respecto, pero de inmediato sintió los dedos de Joy que le apretaban el brazo. Confundida, se volvió hacia la anciana con los ojos abiertos de par en par: esto también era algo de lo cual no debía hablarse. Pamra retiró su brazo. Quería decir algo, hacer algo. Su rostro estaba ruborizado y ardiente; los brazos le temblaban con la música.
Binna, que estaba observándola, dijo algo en voz alta, con un cortante sonido metálico, y la danza finalizó en una abrupta cacofonía de tambor y campana. A continuación, conversaciones, disculpas y un rápido murmullo cubriendo el fin repentino del espectáculo. Pamra no comprendió. Luego, regresaron a casa.
—Binna se ha disculpado —le explicó Joy, con pesar en su voz, como si hubiese recibido la noticia de alguien gravemente enfermo o muerto.
—¿Por qué? No lo entiendo.
—Por el baile. Ellos no sabían que tú… que tú te emocionarías con él.
—¡Por supuesto que fue emocionante! ¿Eso está mal? ¿No es el objeto de la danza?
—No. Nunca. Eso sería impropio.
Esto también era territorio prohibido. Joy no quiso hablar más de ello.
Su silencio destruyó la frágil confianza que había empezado a crearse entre ambas. Pamra no lograba sentirse cómoda. Debía cuidar cada cosa que decía. Había demasiadas áreas tabú. Comenzó a dar largas caminatas llevando a la niña-lenta en su chal. Se alejaba por la costa hacia el oeste o por el bosque hacia el sur, tratando de matar el tiempo y de dejar tranquila a la anciana. Joy no puso objeciones. Parecía haberse alejado de Pamra como si ésta fuese culpable de algún error social que sólo se suavizaría con el tiempo. Sus sentimientos no eran de acusación, sino de pesar. Era más sencillo para ambas cuando estaban separadas.
En una o dos ocasiones, se encontró con Binna o con Werf durante sus caminatas solitarias. Pamra transgredió la cortesía y les preguntó algunas cosas sobre los viejos tiempos y los Servidores de Abricor. Ellas no se mostraron renuentes a hablar, pero fue evidente que les producía tanto dolor que finalmente Pamra renunció a ello. Lo que le habían dicho ya formaba un nudo en su garganta y confirmaba la certeza de que en la Torre la utilizaron y engañaron.
Encontró su lugar favorito en la costa, unas rocas bastante altas y cubiertas de liqúenes. Era casi como una pequeña habitación protegida del cielo, con un diminuto jardín de musgo y una fuente minúscula formada por agua de lluvia. Lila se tendía en el musgo durante horas, cantando sus suaves notas de alegría. Pamra no hacía más que permanecer sentada, hipnotizada por el sonido y por la corriente del Río.
Fue allí donde la encontró Neff.
Pamra llegó a su refugio una tarde y se encontró sobre el musgo un delicado ramo de flores rojas, atado con un nudo de hierbas violetas. Alguien.
Desde la cima de la roca, observó toda la zona. Él estaba sentado en la costa, con el rostro vuelto hacia el otro lado, como para facilitarle la posibilidad de no verlo. Pamra sí lo vio, y la frustración sentida durante días hizo que sus mejillas se ruborizaran intensamente. No estaba dispuesta a participar de esa tonta costumbre de silencio cuando él se había mostrado tan considerado. Agitó la mano y gritó:
—¡Sube!
Acudió saltando de roca en roca con un movimiento ágil y poderoso, deteniéndose en la cima con una actitud de tanta gracia inconsciente que Pamra contuvo el aliento y sintió un nudo en el estómago. «Sangre de artista», hubiesen dicho de él en Costa Norte. «Ojos de artista», habría dicho Thrasne. Pero no pensaba en Thrasne; respiraba profundamente, casi inconsciente de su propio cuerpo.
Le señaló la roca frente a ella, un lugar plano con un respaldo apropiado donde apoyarse, su asiento favorito. Él se sentó allí y la miró con sus ojos enormes.
—Tú eres Neff —dijo Pamra—. ¿Verdad?
No hablaría, pensó, a menos que ella lo hiciese primero.
—Sí —contestó con su voz de campana—. ¡Neff!
—Tu madre ha sido muy amable conmigo. ¿Querrías decirme algo sobre la danza del otro día? Fue muy hermosa.
—Es sólo la danza. —Giró la cabeza con timidez, mirándola con un solo ojo—. La danza que hacemos.
—Ya veo. —Estaba confundida—. No tenemos danzas así en Costa Norte. Al menos, que yo haya visto.
—Háblame de Costa Norte —le suplicó él con ansiedad—. Háblame de Costa Norte. ¡Allí! ¡Por allí!
«Pobrecillo. En su corazón es un explorador», pensó ella con inmediata simpatía. Le habló de las cosas más habituales de Costa Norte, pero, para no mencionar ningún tema que pudiese incomodarlo, evitó el tema de los Despertantes y de los Servidores de Abricor. Le habló del Festival, del Árbol de los Dulces, de las plantaciones de pamet y las cosechas de vainas maduras, de la recolección de frutas en los bosques de puncon. Mientras hablaba, comprendió lo poco que en realidad sabía sobre la vida de la gente. Todos sus recuerdos pertenecían a la infancia, antes de ingresar en la Torre. Después de eso no había nada que pudiese compartir con él.
—¿El que te trajo volverá a buscarte?
—Sí. Volverá. Cuando el barco esté reparado.
—¿Tú… él me dejará ver el barco?
«¿Nunca has visto un barco? ¿No los ves cuando vienen a recoger los moluscos?
—Me refiero a si me dejará entrar. Verlo por dentro.
—Estoy segura de que sí. —«Si te dejan las gallinas», pensó—. ¿Qué pensarán de ello… los demás?
El sacudió la cabeza y los bordes de su pico se ruborizaron.
—Mamá no me dejará.
—Entonces, tendremos que hacerlo sin que se entere.
Ya estaba allí. La rebeldía.
Neff pareció asustado por esto, asustado y entusiasmado al mismo tiempo. Se puso de pie en una postura afectada, extendió las alas y la miró de un modo seductor por el rabillo del ojo. Pamra se ruborizó y él le dio la espalda, como si de pronto se hubiese sentido avergonzado.
—Eso sería maravilloso. Por favor, hazlo. —Saltó de un pie al otro y, finalmente, murmuró—: Ahora tengo que irme.
Se alejó rápidamente por las rocas.
—Neff —gritó Pamra incapaz de dejarlo ir—. Gracias por las flores.
—Los Treeci siempre las obsequiamos. A nuestras hermanas.
«Así que es eso. Pertenezco a su familia», pensó Pamra, divertida. No debía preocuparse por las discriminaciones de la anciana; si él la consideraba una hermana, entonces podía hablarle. Ellos hablaban con sus hermanas.
Esa noche, Pamra sacó la mermelada de puncon. La golosina pareció aflojar la lengua de Joy. Tema prohibido o no, Pamra quería saber sobre los Treeci.
—Los jóvenes —comentó como sin darle importancia— parecen todos de la misma edad. No he visto a ningún bebé.
—No, no habrá bebés durante casi un año. Sólo se reproducen cada diez años. Mi hermano acostumbraba a decir que lo hacían así para mantener el equilibrio de la población. No tienen más hijos de los que la isla puede mantener. Muy sensato de su parte, solía decir mi hermano.
—No he visto machos entre los niños.
—Es probable que sí los hayas visto. En lo que se refiere a los Treeci, los niños no son más que niños. No se distingue al macho de la hembra hasta que tienen unos quince años.
—Entonces, el que vino aquí con su madre, ¿tenía más de quince?
—Diecinueve —dijo Joy, sirviéndose un poco más de mermelada—. Cumplió los diecinueve en la última Conjunción.
—¿Cómo lo sabes con tanta exactitud?
—Conozco muy bien a todos los niños de Werf. Ella tenía por costumbre traer a Neff y a sus hermanas cuando no eran más que unos pichones. Yo les preparaba bizcochos de nuez y jugaba con ellos al escondite en el bosque.
—¿Y ahora no le hablas a Neff? ¿A pesar de haber sido su amiga cuando era un niño?
Pamra no pudo contener la indignación en su voz. La anciana se levantó y le dirigió una mirada acusadora.
—Niña, eres mi invitada y te daré los derechos de una invitada, pero no me alces la voz por cosas que no comprendes. Nunca he dicho que yo no pudiera hablar con Neff. Soy casi como su madre y lo quiero tanto como he querido a cualquiera de los míos. Lo que dije fue que tú no podías hablarle. Ya te lo he explicado, no son personas. No son seres humanos. ¡Tienes que dejarlos tranquilos!
Había lágrimas en los ojos de la anciana, y eso fue lo que calmó a Pamra. Si ya estaba apesadumbrada por algún motivo, no tenía ningún sentido herirla más, así que inclinó la cabeza en actitud sumisa y se disculpó, prometiendo no volver a mencionar la cuestión. De todos modos no cambió de idea. La crueldad era la crueldad. Si a Neff le causaba placer convertirla en su hermana honoraria, pues entonces ella sería su hermana honoraria.
Al final de los treinta días, comenzó a salir al atardecer buscando los fuegos que Thrasne encendería como señal. Cada vez con más frecuencia, Neff aparecía durante aquellas excursiones, aunque nunca lo hacía cuando la acompañaban los ancianos. En otras ocasiones, Pamra encontraba flores durante el día. En su camino aparecían collares de pétalos brillantes enhebrados con hierbas, o ramos de hierbas con aromas del bosque y de los prados soleados. Pronto comenzó a esperar con impaciencia las caminatas de la tarde, escabullándose temprano sin invitar a Joy, a Bethne o a Stodder para que la acompañasen.
—Tu hombre volverá a buscarte —le aseguró Joy.
—Sé que lo hará. Dijo que quizá le llevase bastante tiempo.
—Pensé que podrías estar preocupada. Pasas mucho tiempo a solas.
Le dijo esto con una larga mirada de soslayo.
Después de aquello, durante varias noches invitó a los ancianos a ir con ella y se preocupó de mostrarse particularmente comunicativa. Luego, comenzó a hacerlo de vez en cuando, sólo para calmar sus inquietudes. No tenía ningún sentido perturbarlos.
—Hablame de la niña —le pidió Neff.
Él sostenía a Lila durante horas, fascinado con sus movimientos pausados y graciosos. Pamra vio que trataba de imitarlos en una danza, con largas extensiones de sus alas y piernas como si hubiese querido introducirse en el mundo eterno de Lila para ganarse un sitio allí dentro. Con frecuencia bailaba para Pamra, sin música, tarareando en voz baja de una forma extrañamente conmovedora.
—¿Qué es esa música? —preguntó ella al fin.
—Sólo… sólo música. La música —respondió Neff, ruborizándose.
Eso le ocurría con más frecuencia en los últimos días, y el rojo se corría desde los bordes de su pico hacia el centro. Las plumas del pecho también se tornaban rojas, al igual que el amplio círculo de plumas alrededor de los ojos. Cuando la miraba de ese modo, ella deseaba abrazarlo, decirle que todo estaba bien. Se sentía afligida por él.
—¡Háblame sobre ese hombre que te persigue! —le pidió.
—¿Cómo sabes eso?
—Se lo oí decir a mamá. Piensan que los Despertantes son muy crueles por levantar a los muertos. Habría que dejarlos descansar en paz. También nuestros parientes, los Servidores. Los consideran estúpidos y crueles.
No más crueles que ellos, pensó Pamra, deslizando un dedo por su mandíbula y por las plumas de su pecho. Sabía que a él le gustaba que hiciese eso, le gustaba sentirla cerca.
—Supongo que cada grupo tiene sus propias crueldades —dijo, y se preguntó si él mencionaría algo sobre la forma en que lo trataban los suyos. Al recordar su propia rebeldía infantil, no podía aceptar esa pasividad. Tal vez se debía al hecho de que todos los machos eran tratados del mismo modo; tal vez eso lo volvía menos cruel—. ¿Tus amigos no notan tu ausencia cuando te encuentras aquí conmigo?
—Casi todos están solos. Además… —se ruborizó—, yo soy un Parlante. Ellos no. Casi ninguno de los machos lo es. Según se dice, sólo uno de cada mil es un Parlante.
—¿Te refieres a que los otros machos no hablan? ¿Nunca lo han hecho?
—Hablan como todos, cuando son niños. Sin embargo, al crecer dejan de hacerlo. Excepto en algún caso de vez en cuando, como yo. Eso lo vuelve más difícil.
Pamra no podía soportar la idea. El único a quien se atrevió a preguntarle fue al viejo Stodder.
—¿Es cierto que los Treeci machos no pueden hablar?
—Oh, sí que pueden. Simplemente, no lo hacen con frecuencia.
—¿A qué se refiere con eso?
—Pierden el interés, eso es todo. Supongo que se preguntan: ¿Para qué hablar si no tienes por qué hacerlo?
A Pamra le pareció que ésta era la propia filosofía de Stodder. Raras veces le oía hablar, a menos que se le formulase una pregunta directamente.
Al examinarla, su respuesta tenía cierto sentido. Durante sus visitas a la aldea de los Treeci, notaba lo mimados que estaban en realidad los machos. ¿Para qué hablar, cuando obtenían todo lo que necesitaban antes de hacer ningún movimiento para pedirlo? Cada uno de ellos se encontraba rodeado por un grupo de niños que se ocupaban de su aseo, sus alimentos y sus bebidas. Todos los machos tenían madre y hermanas.
Aunque Pamra iba cada tarde a su puesto de observación, aún no había ninguna señal en la costa. Stodder contó los días hasta la Conjunción, y le advirtió que, probablemente, el Obsequio de Potipur no llegaría hasta después de las mareas altas.
—Thrasne es un buen marinero. No pondrá en peligro su barco.
—¿Realmente piensa que no vendrá hasta después de las mareas altas, Stodder?
—Ah, niña, es posible que llegue antes. No dejes de mirar el horizonte buscando la señal. No te sientas decepcionada.
¿Estaba decepcionada? ¿Le importaba si Thrasne venía antes o después? ¿Qué eran el uno para el otro, después de todo? Pamra frunció el ceño. La pregunta le resultaba inquietante porque debía haber sido capaz de responderla, y no podía. No lo sabía.
—¿Él me ama? —se preguntó en un susurro, buscando la respuesta en los ojos de Lila, quien en forma casi imperceptible se iluminó con una sonrisa—. ¿Thrasne me ama?
De pronto pensó en las cosas que había hecho, en los obsequios que le había dado. ¿Era ése el motivo?
—¿Qué significaban las preguntas? ¿Qué importancia tenía si la amaba o no?
Se abrigó con un grueso chal y fue hasta las rocas con Bethne. En Costa Norte no se veía nada, no se oía nada con excepción del viento y los sonidos del Río. Al anochecer regresaron caminando por el arrecife, iluminadas por la luz rojiza de Potipur que proyectaba sombras negras entre las rocas. En un claro al pie de la colina, había dos Treeci bailando, un macho y una hembra.
—Hermoso —susurró Pamra—. Mire, Bethne. Mire qué hermoso.
El macho cantaba de un modo melancólico en la penumbra; la hembra le respondía. Las dos voces formaban el dueto más dulce que jamás se hubiese escuchado.
—¿Qué están diciendo?
Pamra se detuvo y se esforzó por escuchar, hasta que Bethne tiró de ella para que continuase.
—Vamos. No está bien visto quedarse escuchando. Lo que canta es «Háblame de mis niños…». Es una canción que cantan los machos jóvenes. Ella le habla de sus hijos, de lo fuertes y bellos que serán.
—Háblame de mis niños —murmuró Pamra.
Qué sentimental. No era el estilo de Neff; él siempre le pedía que hablara, pero sobre cien cuestiones diferentes.
• • • • •
—Háblame de Costa Sur.
—Neff, nadie sabe nada sobre Costa Sur. Tal vez alguien haya ido allí alguna vez, pero nadie lo sabe. Thrasne dice que el Río Mundo tiene tres mil ochocientos kilómetros de ancho, y nadie ha llegado más lejos de Isla Strinder. Todas las dimensiones se encuentran en el antiguo mapa de los poblados. Eso me sorprende, pero es cierto.
—¿Hay Treeci allí?
—Por lo que yo sé, tal vez los haya.
—Podría llegar en un barco. Con una vela.
—¿Por qué ibas a querer hacer eso?
—Sólo lo pensé, nada más.
Se levantó, moviéndose con nerviosismo, y la cogió de las manos para que bailase con él. Eso era algo nuevo. Nunca habían danzado juntos. Cuando quedaron exhaustos, se tendieron uno junto al otro sobre el musgo y Pamra acarició las plumas de su pecho mientras él permanecía muy quieto y adormecido.
—Tú eres mi hermana, ¿verdad? —dijo Neff—. Está bien que me encuentre aquí. Realmente eres mi hermana.
—Por supuesto —contestó ella con voz ahogada—. Por supuesto que lo soy.
Al día siguiente, Pamra y Joy descubrieron que en su puesto de observación les llegaba el agua hasta los tobillos.
—La Conjunción —explicó Joy, contemplando el agua—. Las lunas hacen que el Río suba hasta aquí. Bueno, si Thrasne no viene a por ti en los próximos días, no lo hará hasta que baje la marea. En el lado oeste no hay ningún lugar donde amarrar. No se arriesgará a intentarlo.
Pamra trató de sentirse decepcionada, pero no lo logró. No estaba preocupada ni molesta. Eso significaba que tendría más tiempo para estar con Neff. Más tiempo para bailar, para cantar, para tenderse juntos al anochecer, observando cómo las lunas se movían entre las estrellas. Él se había vuelto muy hermoso en los últimos días. Era a causa de su amistad, se decía Pamra. Era porque tenía a alguien con quien hablar.
—Sólo faltan unos diez días para la Conjunción —continuó Joy, entristecida por algún recuerdo, alguna conexión nostálgica que Pamra no podía seguir—. Creo que mañana iré hasta la aldea para visitar a… Werf. Dentro de unos días estará demasiado ocupada.
—Iré contigo.
—No. No, será una visita amistosa sólo entre Werf y yo, dos viejas amigas. Podrás visitarla luego, después de la Conjunción. Habrá mucho tiempo. Thrasne no llegará tan pronto.
Los tambores comenzaron a sonar por la noche, latiendo como corazones, como golpes, como el pulso en las heridas, dolorosos y cercanos. Joy se acercó a la ventana para escucharlos, con los ojos llenos de lágrimas.
—Recuerdos —comentó avergonzada, mientras se enjugaba las lágrimas—. Son tantos recuerdos…
De su infancia, pensó Pamra. De su juventud, de sus hijos. Era triste ser vieja y estar casi sola; era triste pensar en los hijos ajenos como propios porque uno no tenía a los suyos.
Los tambores continuaban. Pamra colocó a Lila en un chal y se dispuso a visitarlos.
—No —la detuvo Joy—. No serías bien venida.
—Sólo pensaba observar la danza.
Joy guardó silencio.
—Es un momento religioso para ellos —intervino Bethne—. Un momento de despedida.
—¿El año viejo? —preguntó Pamra, mientras se quitaba el chal de mala gana, recordando las celebraciones de su niñez, cuando despedían el año viejo y recibían el nuevo.
—Algo así —admitió Bethne.
Neff llegaba más temprano cada día. Estaba más delgado, reducido a puros músculos y huesos, ligero como las cañas al viento.
—Es por tanto bailar —le explicó—. No he tenido hambre.
Ella lo puso a prueba llevándole pasteles y té en una botella. El bebió al té con ansia, pero sintió náuseas ante los pasteles.
—Demasiado baile.
Preocupada, Pamra lo estrechó entre sus brazos mientras dormía. Y, sin embargo, no se le veía enfermo, sino muy vital, con el borde del pico de un color rojo brillante, al igual que las plumas del cuello y del pecho. Nunca antes le había formulado tantas preguntas ni tuvo tantas cosas que decirle. Parecía desear tanto estar con ella que le producía una gran angustia dejarlo para regresar a casa.
—Debemos tener un festival —exclamó Joy—. ¡Debemos tener nuestra propia celebración! Hace veinte años que no preparo una cena de festival. Con Pamra y Lila aquí, ¡debemos hacerlo! ¡Con vino! ¡Abriremos la gran habitación principal, como antes!
Pamra se encontró arrastrada, corriendo de un lado a otro para ocuparse de todas las cosas imaginables, ayudando con largas y complicadas recetas. Había algo frenético en la forma en que Joy encaraba la tarea, como si hubiese necesitado desesperadamente recordar u olvidar. O tal vez sólo se trataba de preparar una fiesta para Lila. Después de todo, los festivales eran para los niños. El Árbol de los Dulces. Eso era para los niños.
En la tarde de la Conjunción, Pamra fue hasta las rocas en busca de Neff, pero no lo vio por ninguna parte. Bueno, se dijo, no vendría, no hasta después de la Conjunción. Con el agua a esa altura, era seguro que Thrasne tampoco le enviaría ninguna señal. De todos modos, volvió a escalar las rocas una vez más.
Había flores sobre las piedras. Pamra continuó hasta el sitio cubierto de musgo, mientras contenía el aliento, y lo vio allí, moviéndose en pequeños círculos como una nube impulsada por el viento.
—Pam-ra —cantó Neff con una voz muy diferente a la suya. Sus ojos se veían tan brillantes que a ella le pareció que podía estar drogado—. Pamra, háblame del Río. —No esperó a que le respondiese nada, no le permitió sentarse—. Háblame de las Torres. Háblame de la pesca. —Quería saberlo todo, no podía sentarse en silencio para escuchar nada—. Debo regresar.
—Vuelve mañana, Neff. Te esperaré mañana.
—Vuelve mañana —exclamó él—. Oh, Pamra, háblame de mis niños…
Ella abrió la boca, pasmada, pero Neff no aguardó a que le respondiese. Huyó dejando atrás su aroma, una rica fragancia que la hizo respirar como si hubiese estado corriendo. Cuando regresó a la casa, tenía los pantalones húmedos entre las piernas. Después de lavarse en la fuente, colgó sus ropas y permaneció secándose con el viento. Sus pezones estaban duros como pequeñas piedras. Nunca los había sentido de ese modo, tan doloridos. Posó las manos sobre ellos tratando de suavizarlos, pero fue peor. Con el viento invernal, debía haber tenido frío; sin embargo se sentía acalorada, ardiente, con deseos de bailar. Eran los tambores, estaba segura, el excitante golpear de los tambores que, al igual que su propio corazón, se habían vuelto locos.
Los ancianos tuvieron su cena de festival, esparcieron las semillas del Árbol de los Dulces sobre la cuna de Lila, entonaron canciones de festival con trémulas voces envejecidas, inseguros de la letra. Había vino, más del que era saludable para cualquiera de ellos, pensó Pamra vaciando su copa repetidamente por la ventana, sólo para que le fuese llenada nuevamente por una solícita Joy. Y, después, todo terminó. Los ancianos estaban tan agotados que sólo pudieron dejarse caer en sus camas.
—Te dormirás, ¿verdad? —preguntó Joy, cabeceando con fatiga, medio borracha—. Te dormirás.
Pamra bostezó. Por supuesto. Aun sin el vino, dormiría.
En medio de la oscuridad se despertó y se sentó en la cama, oyendo cómo Lila se movía a su lado. Ella también había escuchado el sonido. Pamra supo de inmediato lo que era. La voz de Neff llamándola en la noche, con su sonido de campana, insistente, resonando con una vitalidad inexpresable.
—Ven. Ven. Te estoy esperando.
Más lejos se oían otros sonidos, otras llamadas semejantes. Ven, ven. Ella sólo escuchaba la de Neff, y no prestó ninguna atención a las demás.
Se echó una capa sobre el camisón, se calzó las sandalias y salió en medio de la noche. En la cima del cielo, las tres lunas proyectaban sombras difusas debajo de cada árbol.
—Ven —la llamó él—. Ven.
La voz provenía de los bosques, de las praderas en las profundidades de los bosques. Ella comenzó a correr, preguntándose qué cosa maravillosa habría descubierto para llamarla de ese modo, con la respiración agitada y la piel ardiente. Nunca antes corrió de ese modo, tan lejos y sin cansarse ni realizar esfuerzo alguno.
Los troncos de los árboles pasaban a su lado, oscuros y luminosos, iluminados por la luna y en sombras. Sus pies corrían, chapoteando sobre los arroyos y pisando el pasto donde crecían las pálidas flores invernales.
—Ven.
Una colina de musgo aterciopelado.
—Ven.
A su izquierda oyó la llamada de otra voz, y una figura corrió hacia allí a través del valle, con las alas extendidas como para volar, mientras sus pies apenas si parecían moverse sobre el pasto. Dos se reunieron; dos danzaron. La noche estaba llena de ángeles. De Treeci.
—¡Ven!
Neff bailaba sobre la colina, plateado y negro bajo la luz de las lunas, con la cabeza echada hacia atrás, cantando con su voz de campana, una voz llena de felicidad.
—¡Ven!
Pamra corrió hacia él, un poco jadeante ahora, preguntándose qué maravilloso festival era aquél, qué ocasión hacía que los Treeci saliesen por la noche; y fue entonces cuando recordó que era la Conjunción. Por supuesto. Una segunda celebración.
Él se volvió y la vio venir, con los ojos abiertos de par en par en su círculo de plumas, más abiertos aún al comprender quién estaba subiendo la colina.
—No —gritó con un sonido angustiado—. No. No.
¿Qué quería decir? Pamra vaciló, confundida ante su rechazo, y se detuvo cuando él la amenazó con las alas extendidas. Podía verlo con claridad. Las plumas de su abdomen estaban separadas y descubrían un órgano palpitante y erecto sobre la piel desnuda, negro en la noche, rezumando plata.
—No —le suplicó Neff.
Pamra se acercó a él, sintiendo una humedad resbaladiza entre las piernas.
—Neff. Soy Pamra, Neff.
Con un grito desgarrador, él la sujetó y unió su cuerpo al de ella una, dos, tres veces, y se apartó un instante sólo para volver a ella una vez más. Luego, se alejó colina abajo rápidamente. Ya no lo llamaba, ahora sólo lloraba, más como un niño que como un adulto. Pamra lo miró con estupor. En la parte delantera de su capa había un copioso chorro de un líquido pegajoso. Con las mejillas ruborizadas, fue comprendiendo lentamente lo ocurrido, lo que no había visto por estar demasiado preocupada con sus propios sentimientos.
—Apareamiento —susurró horrorizada—. Es su época de apareamiento. Oh, por Potipur, lo he avergonzado a él y me he avergonzado a mí misma.
De pronto las lágrimas ardieron más que su piel y se sintió invadida por un frío repentino.
Regresó a la casa, que se encontraba más lejos de lo que hubiese imaginado. Mientras caminaba pensó en distintas formas de disculparse, en cómo lo diría, en cómo enmendaría la situación. Su capa olía al fluido de Neff, un olor más salvaje que el del mismo bosque. Tendría que lavarla. Sin embargo, cuando llegó a casa, no pudo hacer otra cosa que caer en la cama y dejó la capa junto a la puerta, allí donde la había arrojado.
La despertó Joy que la sacudía, la sacudía y le gritaba.
—¿Qué has hecho, maldita seas? ¿Qué has hecho?
Pamra se sentó confundida y se apretó la manta contra los senos como para protegerse de un ataque.
—¿A qué… a qué te refieres?
—¿Saliste? ¿Anoche saliste? No puede ser. No después de todo el vino que te di. No es posible. No. No puedes haberle hecho esto. Él era mi hijo, como mi propio hijo.
—Me desperté. —Pamra trató de explicarse, aunque aún estaba medio dormida—. No debí haber ido, pero no le hice daño. Lo siento. ¿Cómo diablos lo averiguó, de todos modos?
—Lo olí. Lo olí. En tu capa. Ese olor. Oh, niña estúpida, necia y egoísta.
Estaba llorando demasiado para hablar y, de pronto, abandonó la habitación. Pamra permaneció mirando la puerta estúpidamente. En la cuna, a su lado, Lila emitió un sonido de dolor, de profunda tristeza. Pamra se apretó las manos contra los oídos. No quería escucharla.
Fue Bethne quien entró en la habitación alrededor del mediodía.
—Joy quiere que recojas tus cosas. Hay comida en la carreta. Stodder te ayudará a llevarla por la costa hasta el lado oeste. Joy no quiere que continúes aquí. Se lo pones demasiado difícil.
—Bethne, le dije que lo lamentaba. No quise entrometerme. ¿Dónde está Joy? ¿Por qué no me lo ha dicho ella misma?
—Mira, niña, yo simplemente te hubiese arrojado fuera. Tal vez te hubiese matado. ¿No te dijo que no hablases con Neff? Sé que sí. Yo la oí decírtelo.
—Él me veía como a una hermana. Ellos pueden hablar con sus hermanas.
—Seguro que hablan con sus hermanas. Así es como ellas reconocen sus voces y tienen la decencia de permanecer lejos de ellos en esa noche. Tú no has tenido la decencia de escuchar a Joy, y tampoco has sido lo suficientemente decente como para mantenerte lejos de él. Ahora se ha ido, lo hemos perdido… por nada.
—¿Se ha ido? ¿Se marchó?
—Está muerto. Yace en la pira funeraria allá abajo en la aldea, ataviado con sus bonitas plumas que ya no sirven de nada. Todos esos hermosos machos bailando, bailando su apareamiento hasta el final. Algunas veces he pensado en cómo sería; saber que todo pasará tan rápido, en unos pocos años, en unos pocos días; perder amigos, perder palabras, convertirse en lo que son al final. No es extraño que se consuelen pidiéndole a sus hermanas que les hablen de sus niños. ¡Recuérdalo! Yo misma te expliqué eso. ¡Háblame de mis niños! ¿Neff te dijo eso alguna vez? Es probable que no. El pobre chiquillo era un Parlante. Los Parlantes no tendrían que pasar por eso. Ellos se desesperan tanto por saber, él se desesperaba tanto por saber… Nadie le habló de sus niños, y ahora no habrá niños. Se ha ido. Su semilla ha desaparecido. Su descendencia no existirá. —La anciana estaba llorando—. Era como un hijo para Joy, como su propio hijo.
—Iré allí. Les explicaré.
—Oh, niña estúpida, mantente alejada de ellos. Ahora están cantando. Cantarán cada nombre, y una joven Treeci se levantará y cantará que lleva en sus entrañas al hijo de aquél. Cantarán el nombre de Neff, y no habrá nadie, nadie en absoluto. ¡Pero eso será mejor que tenerte a ti, estúpida humana, tratando de dar explicaciones!
Bethne partió llorando. Pamra se acurrucó en el suelo, incapaz de moverse, incapaz de pensar. Muerto. Incapaz de moverse. Muerto. Aún conservaba su olor en la nariz, aún podía verlo bailando.
Hablale de sus niños.