3. Cita con el Tiburón

El cálido sol de las Bermudas brillaba más que nunca cuando los aspirantes a detectives se levantaron de un salto para tomarse un delicioso desayuno a base de fruta tropical. Su tío había encontrado la ropa más adecuada al clima de las islas: Larry y Agatha llevaban muy orgullosos una camiseta con el logotipo del Mistery Aquaria Park, y mister Kent se había puesto una chillona camisa de flores y unas sandalias caribeñas.

—¿Qué os parece si vamos a dar una vuelta en mi yate? —preguntó Conrad rezumando energía por todos sus poros—. ¡Os llevaré a la barrera de coral, un lugar precioso!

—Eres muy amable —contestó Agatha con una sonrisa—, pero antes tenemos que cumplir con un pequeño encargo.

El tío Conrad estaba perplejo.

—¿Preferís nadar con los delfines? ¿O hacer un safari con motos de agua? —insistió—. Se pueden hacer un montón de cosas diferentes. ¡Vosotros elegís!

—Tenemos que visitar a una persona para que yo pueda hacer mi trabajo —intervino Larry, que ante la idea del safari se había levantado la venda que le tapaba el ojo para mirar con deseo las motos de agua.

—¿Y de quién se trata?

—Se llama Ronald Murray —contestó mister Kent.

El tío Conrad se quedó de piedra.

—¿Qué? —exclamó—. ¿Murray, el Tiburón?

—Un apodo muy evocador —comentó lacónico el mayordomo.

—Murray es una especie de celebridad local —explicó el tío sentándose a la mesa con el rostro preocupado—. Se mudó a Gran Bermuda hace años. No sé si lo sabéis, pero esta isla es un paraíso fiscal, y Murray se trasladó aquí para disfrutar tranquilamente de su dinero.

—¿Por qué le llaman el Tiburón? —preguntó Agatha acariciándose la nariz, curiosa.

—Todo el mundo sabe que la gran pasión de Murray es recuperar restos de barcos naufragados. Aunque lo que le interesa de verdad es su carga: oro, doblones, objetos preciosos… Dicen que no se detiene ante nada para conseguir sus objetivos.

Larry le dio un codazo a su prima.

—Quizá por eso se ha puesto en contacto con la Eye International —le susurró—. ¡Un tesoro robado!

Ella asintió y se dirigió de nuevo a su tío:

—¿Nos podrías indicar el camino más rápido para llegar a su mansión? —preguntó.

Conrad señaló el recorrido en un mapa de la isla y los acompañó hasta la salida del parque acuático.

—Sobre todo, id con cuidado con este hombre —les gritó mientras se alejaban.

El autobús recorrió unas carreteras anchas con palmeras y prados de color esmeralda a los lados. Aunque quedaba bastante para el verano, había un gran tráfico de coches, bicicletas y vehículos de transporte público. En unos pocos minutos llegaron a la capital, Hamilton, una ciudad pequeña que se caracterizaba por una retahila de edificios coloniales de color pastel.

La finca de Ronald Murray no estaba muy alejada del centro. Una alta verja rodeaba una mansión de dos plantas. El camino de entrada llevaba a unas escaleras que conducían hasta un amplio porche.

Junto al edificio había un pequeño muelle que daba al océano y, al otro lado, un helipuerto.

Agatha se presentó, junto con el resto del grupo, a los dos vigilantes que hacían guardia delante de la verja.

Uno de los dos hombres habló por teléfono con alguien y les hizo un gesto para que entrasen. Murray los esperaba impaciente en el porche.

Era un hombre mayor, con un ligero sobrepeso y una espesa barba blanca: sin embargo, tenía una mirada dura como el acero. Llevaba unos pantalones y una americana, ambos de color blanco, y un elegante sombrero panamá. Recibió a los invitados con una expresión maravillada.

—Forman un equipo fantástico, no hace falta que se lo diga —afirmó cordial—. ¿Todos ustedes son agentes en activo?

Agatha le devolvió la sonrisa.

—Aparte de Watson, puede contar con todos.

Murray, escéptico, rió y los hizo pasar a su despacho; desde las ventanas podía entreverse una piscina excavada en la roca.

—Señor Murray —comenzó Agatha con un tono profesional—, ¿podría contarnos por qué motivo hemos venido hasta aquí?

—Muy bien, me gusta la gente que va directa al grano —replicó él apoyando los codos encima del escritorio. Y continuó—: Como quizás saben, tengo como afición recuperar los restos de barcos naufragados…

—Sí, lo sabemos —lo interrumpió Larry—. Es parte de nuestro trabajo.

Murray se detuvo un momento, se fijó en la venda que tapaba el ojo del chico y continuó:

—Hace ya unos cuantos años que busco el Alcázar, un galeón español que en la época de los conquistadores transportaba oro de México. Pero este barco no es como los otros, ya que tiene una particularidad…

—¿Puede ser más preciso, señor Murray? —preguntó Agatha abriendo la libreta y poniéndosela sobre el regazo.

—Miren, según los documentos de embarque, el Alcázar llevaba a bordo un calendario maya muy valioso —añadió con calma el viejo multimillonario—. Un disco de oro macizo de casi un metro de diámetro…

—Un hallazgo de un valor incalculable —intervino serio mister Kent, acariciando el pelo de Watson para que se mantuviese tranquilo.

—¡Incalculable es poco! —rió Murray mirándolos fijamente de manera desafiante—. Cuando supe que el galeón estaba hundido delante de las costas de las Bermudas, enseguida contraté al capitán Olafsson y a su tripulación. El capitán es un viejo lobo de mar noruego que se ha pasado la vida recuperando restos de naufragios. Me gasté muchísimo dinero en equipar su barco, el Loki, con las últimas novedades técnicas para la investigación en las profundidades. Después de un largo periodo sondeando el fondo del mar y realizando inmersiones, el capitán finalmente localizó el armazón del Alcázar… —Murray hizo una breve pausa para valorar la reacción de sus invitados. Y decidió ir directo al grano—: Me he puesto en contacto con la Eye International porque se recuperó el calendario, pero desapareció después a causa de un accidente sin importancia. ¿No les parece extraño, queridos detectives?

Ellos se miraron con complicidad y dejaron que Agatha tomara la palabra.

—¿Nos puede contar qué pasó exactamente? —preguntó la chica frotándose la nariz con un bolígrafo.

—Hace algunas noches, una fuerte tormenta causó muchos desperfectos en el Loki —suspiró Murray—. El capitán me comunicó por teléfono vía satélite que el calendario maya había caído por la borda durante el temporal. Pero me temo que ese noruego listillo está intentando robarme…

—¡Oh! ¿Y qué le ha hecho sospechar de él? —lo interrumpió Larry.

Murray sonrió y se puso las manos sobre la barriga.

—Cuando contraté al capitán Olafsson, le prometí la mitad del dinero que yo pudiese conseguir con la venta de este hallazgo. Con los años de experiencia que tiene a sus espaldas, ¡resulta impensable que haya perdido el mayor negocio de su vida por una simple tormenta!

—Disculpe —lo interrumpió ahora Agatha—. Si no recuerdo mal, las convenciones internacionales establecen que es absolutamente ilegal apropiarse de esta clase de hallazgos.

—Lo sé muy bien —contestó Murray con una ligera sonrisa diabólica—, pero nadie sabrá nunca cómo se halló el calendario. A las casas de subastas de Londres y Nueva York puedo contarles todas las mentiras que se me pasen por la cabeza.

Aquella afirmación dejó a los tres investigadores sin palabras: ahora estaba absolutamente claro porque le apodaban el Tiburón.

—Entonces, ¿cree que Olafsson ha preparado un montaje para quedarse con el calendario? —preguntó cortés mister Kent.

El viejo multimillonario frunció el ceño.

—Así es, estimados detectives. ¡Su trabajo consiste en descubrir qué ha pasado con el tesoro y atrapar a Olafsson!

—No lo entiendo —replicó Agatha—. ¿El capitán era el único que conocía la existencia del calendario? ¿No puede haber sido alguien más?

—La tripulación lo sabía todo, naturalmente, pero no creo que ninguno de ellos fuera capaz de colocar en el mercado una pieza tan importante —contestó Murray con frialdad.

Sin embargo, Agatha no quería abandonar el tema.

—Aparte de sus sospechas, no veo ningún otro elemento que indique que el culpable sea el capitán —observó.

—Es agradable darse cuenta de que es tan aguda, señorita —se alegró el magnate—. Le confieso que tomé precauciones: a bordo del Loki tengo un hombre. Se llama Richie Stark y es el encargado de los equipos electrónicos. Él también está convencido de que el capitán ha escondido el calendario.

—¡Un espía! —soltó Larry.

—Yo lo definiría más bien como una póliza de seguros —respondió Murray con astucia.

Una vez más, los tres detectives se quedaron estupefactos ante la mirada glacial de Murray.

Tras unos momentos de incertidumbre, Agatha se levantó de su asiento.

—Hemos entendido la situación —dijo y comenzó a caminar por la sala—. Si me da su permiso, tendría que hacerle dos preguntas muy sencillas.

Él la invitó a hablar con un gesto elocuente de la mano.

—Primer punto —empezó la chica—. ¿Por qué no siguió las operaciones en persona?

—Me mareo —contestó Murray con sequedad—. Solo me desplazo en avión o en helicóptero; son más rápidos y la velocidad es esencial si se quieren cerrar buenos negocios. Por eso espero de ustedes resultados, y cuanto más rápido, mejor.

—De acuerdo —asintió Agatha—. Segundo punto: ¿dónde está el Loki?

—Está anclado a unas cincuenta millas náuticas al sur de Gran Bermuda. —El hombre abrió un cajón de su escritorio y le dio unas hojas—. Aquí están indicadas las coordenadas y la lista completa de la tripulación. —Y se levantó. Para él, el encuentro había terminado—. Fuera está amarrado mi yate, que está a punto de zarpar.

Agatha negó con la cabeza.

—Preferimos utilizar los medios de la Eye International —objetó—. Le diremos algo lo más rápido que podamos, señor Murray.

Dicho esto, los tres investigadores, después de darle la mano al viejo magnate, se despidieron de él en silencio.