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La muerte del doctor Uhuru Simba, anteriormente Sylvester Roberts, mientras estaba bajo custodia esperando juicio, fue descrita por el oficial de enlace de la prefectura de la comunidad de Brickhall, un tal inspector Stephen Kinch, como «un caso entre un millón». Al parecer, el doctor Simba sufría una pesadilla tan espantosa que le hizo gritar en sueños de modo penetrante, atrayendo la inmediata atención de los dos oficiales de guardia. Estos caballeros corrieron hacia la celda y llegaron a tiempo de ver la figura gigantesca del durmiente salir literalmente despedida del catre, bajo la maligna influencia del sueño, y caer al suelo. Ambos oficiales oyeron un fuerte chasquido; era el sonido que hizo el cuello del doctor Uhuru Simba al romperse. La muerte fue instantánea.

La diminuta madre del muerto, Antoinette Roberts, de pie en la parte trasera del camión de su hijo menor, con un vestido y sombrero negros, baratos, el velo de luto echado hacia atrás en señal de desafío, no tardó en recoger las palabras del inspector Kinch y arrojárselas a su cara ancha, fláccida e impotente, cuya expresión azorada revelaba la humillación de oírse llamar por sus compañeros de cuerpo el negrata o, peor aún, el champiñón, porque se le tenía siempre a oscuras y, de vez en cuando —por ejemplo, en las actuales lamentables circunstancias—, la gente le echaba toda la mierda encima. «Quiero que comprendáis —declamaba Mrs. Roberts a la considerable multitud que se había congregado airadamente a la puerta de la comisaría de High Street— que esta gente juega con nuestra vida. Se cruzan apuestas sobre nuestras posibilidades de supervivencia. Quiero que todos penséis en lo que esto significa en cuanto a respeto hacia nosotros como seres humanos». Y Hanif Johnson, en su calidad de abogado de Uhuru Simba, agregó su propia explicación desde el camión de Walcott Roberts, señalando que la supuesta caída fatal de su cliente se había producido desde la litera de abajo de las dos que había en su celda; que, en una época de gran aglomeración en las prisiones del país, era, cuando menos, insólito que la otra litera estuviera libre, con lo cual se eliminaban los testigos de la muerte que no fueran guardianes; y que una pesadilla no era ni mucho menos la única explicación posible de los gritos de un negro en manos de las autoridades penitenciarias. En sus comentarios finales, que el inspector Kinch calificaría después de «inflamatorios y antiprofesionales», Hanif comparó las palabras del oficial de enlace a las del lamentable racista John Kingsley Read, que en cierta ocasión, a la noticia de la muerte de un negro, respondió con el slogan «Uno menos; quedan un millón». La multitud murmuraba y rebullía; era un día de calor y exaltación. «Mantened el fuego —gritó Walcott, el hermano de Simba, a los congregados—. Que nadie se enfríe. Mantened el furor».

Puesto que Simba ya había sido juzgado y condenado en la que él mismo llamara «prensa arco iris: roja de rabia, amarilla de cobarde, azul de pena y verde de limo», a muchos blancos les pareció que con su muerte se había hecho justicia, que un monstruo asesino había tenido su merecido. Pero en otro tribunal, silencioso y negro, recibió un veredicto mucho más favorable, y estas diversas estimaciones del difunto en la reacción provocada por su muerte, salieron a las calles de la ciudad y fermentaron en el persistente calor tropical. La «prensa arco iris» pregonaba el apoyo de Simba a Qazhafi, Khomeini y Louis Farrakhan; entretanto, en las calles de Brickhall, hombres y mujeres jóvenes mantenían y soplaban la llama lenta de su cólera, una llama fantasma, pero capaz de tapar la luz.

Dos noches después, detrás de la fábrica de cerveza Charrington, de Tower Hamlets, el «Destripador de Abuelas» volvió a actuar. Y, a la noche siguiente, una anciana fue asesinada cerca de las atracciones de Victoria Park, en Hackney; una vez más, el Destripador había estampado en el crimen su «firma» espeluznante, colocando, como en un ritual, los órganos internos de la víctima alrededor del cadáver en una disposición que nunca se había hecho pública con detalle. Cuando el inspector Kinch, con aspecto un tanto ajado, apareció por televisión sustentando la extraordinaria teoría de que un «asesino imitador» había descubierto la marca de identificación, que se había mantenido oculta durante tanto tiempo, y recogido el testigo que el difunto doctor Uhuru Simba dejara caer, el comisario de Policía consideró prudente, como medida de precaución, cuadruplicar los efectivos en las calles de Brickhall y mantener acuartelados contingentes tan nutridos que resultó necesario suspender los partidos de fútbol en la capital aquel fin de semana. Porque, efectivamente, en el que fuera territorio de Uhuru Simba ardían los ánimos; Hanif Johnson manifestó que la incrementada presencia policial era «provocativa e incendiaria», y grupos de jóvenes negros y asiáticos empezaron a congregarse en el Shaandaar y en el Pagal Khana, decididos a hacer frente a los coches-patrulla. En el Cera Caliente, la efigie elegida para derretir no era otra que la figura sudorosa y ya delicuescente del inspector comisionado para las comunidades. Y la temperatura, inexorablemente, seguía subiendo.

Menudeaban los incidentes violentos: ataques a familias negras en propiedades municipales, acoso a los colegiales negros camino de sus casas, peleas en tabernas. En el Pagal Khana, un chico con cara de rata y tres compinches escupieron en la comida de muchos clientes; a consecuencia de los subsiguientes altercados, tres camareros bengalíes fueron acusados de agresión y daños personales; el cuarteto expectorante, sin embargo, no fue detenido. Por todas las comunidades circulaban relatos de brutalidad policial, de jóvenes negros que eran subidos a coches sin identificación pertenecientes a las brigadas especiales y luego eran arrojados, no menos discretamente, con cortes y magulladuras en todo el cuerpo. Se organizaron patrullas de autodefensa, formadas por sikhs, bengalíes y afrocaribeños —calificadas por sus oponentes políticos de grupos de vigilantes—, que, a pie y en viejos Ford Zodiacs y Cortinas, recorrían los barrios, decididos a no «soportar los atropellos mansamente». Hanif Johnson dijo a su compañera Mishal Sufyan que, en su opinión, un nuevo asesinato del Destripador encendería la mecha. «Ese criminal no sólo se ufana de estar libre sino que, además, se ríe de la muerte de Simba. Y eso es lo que revienta a la gente».

Por estas calles alborotadas, una noche de un bochorno impropio de la estación, Gibreel Farishta iba tocando su trompeta dorada.

Racimo

A las ocho de aquella noche, sábado, Pamela Chamcha estaba con Jumpy Joshi —que no había consentido en dejarla ir sola— al lado de la máquina fotográfica automática, en un rincón del vestíbulo de la estación de Euston, con la ridícula sensación de formar parte de una conspiración. A las ocho y cuarto se le acercó un joven delgado que le pareció más alto de lo que ella recordaba; Pamela y Joshi le siguieron sin decir palabra y subieron a su vieja camioneta azul, que los llevó a una minúscula vivienda situada encima de una tienda de bebidas de Railton Road, Brixton, en la que Walcott Roberts les presentó a Antoinette, su madre. Los tres hombres, a los que después Pamela llamaba mentalmente haitianos por razones puramente convencionales, y así lo reconocía ella, no fueron presentados. «Tome un vaso de vino de jengibre —ordenó Antoinette Roberts—. También al niño le hará bien».

Cuando Walcott hubo hecho los honores, Mrs. Roberts, que parecía perdida en una voluminosa y raída butaca (sus piernas, sorprendentemente pálidas y delgadas como cerillas, que emergían por el borde de su vestido negro y se introducían en unos insolentes calcetines rosa y zapatos cómodos abrochados con cordones, no llegaban al suelo ni mucho menos), fue directamente al grano. «Estos caballeros eran colegas de mi hijo —dijo—. Parece ser que la razón por la que fue asesinado era el trabajo que realizaba en un asunto que, según me dicen, también le interesa a usted. Creemos que ha llegado el momento de trabajar más formalmente a través de los canales que usted representa». Entonces uno de los tres silenciosos «haitianos» entregó a Pamela una cartera de plástico rojo. «Contiene numerosas pruebas de la existencia de cofradías de hechiceros en toda la Policía Metropolitana».

Walcott se puso en pie. «Tenemos que marcharnos —dijo con firmeza. Tengan la bondad». Pamela y Jumpy se levantaron. Mrs. Roberts movió la cabeza vagamente, con la mirada ausente, haciendo crujir los nudillos de sus manos arrugadas. «Adiós», dijo Pamela, y fue a agregar unas palabras de condolencia. «No malgaste saliva, mujer —la atajó Mrs. Roberts—. Usted descubra a esos brujos. Y trínquelos.».

Walcott Roberts los dejó en Notting Hill a las diez. Jumpy tosía y se resentía otra vez de aquel dolor de cabeza que le aquejaba con frecuencia desde que fue atacado en Shepperton; pero cuando Pamela reconoció que la ponía nerviosa poseer el único ejemplar de los explosivos documentos que había en la cartera de plástico, Jumpy, una vez más, se empeñó en acompañarla a las oficinas del consejo de relaciones con las comunidades de Brickhall, donde ella pensaba sacar fotocopias que distribuiría a varios amigos y colaboradores de confianza. Por ello, a las diez y cuarto iban en el adorado MG de Pamela, cruzando la ciudad hacia el Este, rumbo a la tormenta que se fraguaba. Una vieja furgoneta Mercedes azul los seguía, como había seguido al camión de Walcott; es decir, sin ser observada.

Quince minutos antes, una patrulla de siete sikhs corpulentos, comprimidos en un Vauxhall Cavalier, circulaba por el puente del canal de Malaya Crescent, al sur de Brickhall. Al oír un grito en el muelle que discurría por debajo del puente acudieron corriendo y vieron a un hombre pálido de mediana estatura y complexión, flequillo rubio y ojos castaños, que se levantaba rápidamente con un escalpelo en la mano y se apartaba corriendo del cuerpo de una anciana cuya peluca azulada flotaba como una medusa en el canal. Los jóvenes sikhs salieron en persecución del que huía y lo alcanzaron y redujeron.

A las once de la noche, la noticia de la captura del asesino de ancianas había llegado a todos los rincones del barrio, acompañada de cantidad de rumores: la policía se había mostrado reacia a acusar al maníaco, el grupo de sikhs había sido detenido para ser interrogado, se estaba tramando ocultar los hechos. En las esquinas empezaron a formarse grupos, se vaciaban las tabernas y estallaban peleas. Hubo destrozos; se rompieron los cristales de tres coches, una tienda de televisores fue saqueada, se arrojaron varios ladrillos. Fue en aquel momento, a las once de la noche de un sábado, la hora en que los clubs nocturnos y los bailes empezaban a soltar a un público excitado y bastante intoxicado, cuando el superintendente de Policía, tras consultar con sus superiores, declaró que en la zona centro de Brickhall había disturbios y desató toda la fuerza de la Policía Metropolitana contra los «revoltosos». Fue también entonces cuando Saladin Chamcha, después de cenar en casa de Allie Cone, en Brickhall Fields, manteniendo las apariencias, doliéndose de su desgracia y murmurando falsas frases de ánimo, salió a la noche; vio un pelotón de hombres con casco, provistos de escudos de plástico, que se dirigían hacia él por el parque a un trote regular e inexorable; presenció la llegada de una plaga de helicópteros como langostas gigantes, de los que caía luz como una lluvia copiosa; vio el avance de cañones de agua y, obedeciendo a un irresistible reflejo primario, dio media vuelta y echó a correr, sin saber que había tomado la dirección equivocada, que corría a toda velocidad hacia el Shaandaar.

Las cámaras de televisión llegan en el momento justo de la redada del club Cera Caliente.

Esto es lo que ve una cámara de televisión: menos sensible que el ojo humano, su visión nocturna se limita a lo que le muestran los focos. Un helicóptero gravita sobre el club nocturno, orinando luz en largos chorros dorados; la cámara comprende esta imagen. La máquina del Estado se cierne sobre sus enemigos. Y ahora hay una cámara en el cielo; en algún lugar, un director de telediario ha autorizado el gasto de la toma aérea, y un equipo de reporteros está grabando desde otro helicóptero. No se hace ningún intento de ahuyentar a este helicóptero. El zumbido de las alas del rotor ahoga el ruido de la gente. El equipo de grabación en vídeo también es menos sensible que el oído humano.

«Corte». Un hombre iluminado por un cañón de luz habla rápidamente a un micrófono. Detrás de él hay un amasijo de sombras. Pero entre el reportero y la tierra de las sombras revueltas hay una muralla: hombres con casco y escudo. El reportero habla con gravedad: cóctelesmolotov balasdeplástico policíasheridos cañóndeagua saqueos, limitándose, desde luego, estrictamente a los hechos. Pero la cámara ve lo que él no dice. Una cámara es algo que se rompe o se roba fácilmente; su fragilidad la hace prudente. Una cámara requiere ley, orden y cordón policial. Por su instinto de conservación, se mantiene detrás de la muralla de escudos, observando las tierras de las sombras desde lejos y, naturalmente, desde arriba: o sea, que la cámara toma partido.

«Corte». Los cañones de luz iluminan una cara nueva, sofocada, de mejillas colgantes. Esta cara tiene nombre: sobre la guerrera aparecen letras, en subtítulo. Inspector Stephen Kinch. La cámara lo ve tal como es: un hombre bueno con un trabajo imposible. Un padre de familia, un hombre al que le gusta sentarse con los amigos a tomar una cerveza. Habla: no-pueden-tolerarse-zonas-prohibidas los-policías-necesitan-más-protección escudos-antidisturbios-se-incendian. Se refiere al crimen organizado, a los agitadores políticos, a las fábricas de bombas, a las drogas. «Comprendemos que algunos de esos chicos crean tener reivindicaciones justas, pero nosotros no podemos ni queremos ser cabeza de turco de la sociedad». Animado por las luces y el paciente silencio del objetivo de la cámara, sigue hablando. Estos chicos no saben la suerte que tienen, apunta. Que pregunten a sus parientes y amigos. África, Asia, el Caribe: ahí sí que hay problemas de verdad. Ahí sí que la gente tiene reivindicaciones justas y respetables. Aquí las cosas no están tan mal ni con mucho; aquí no hay matanzas, ni torturas, ni golpes militares. La gente debería valorar lo que tiene antes de exponerse a perderlo.

Éste siempre fue un país pacífico, dice Industriosa raza insular. Detrás de él, la cámara ve camillas, ambulancias, dolor. Ve extrañas formas humanoides que son extraídas de las entrañas del club Cera Caliente, y reconoce efigies de poderosos. El inspector Kinch da la explicación. Ahí abajo los meten en un horno, ellos lo llaman diversión, yo no lo llamaría así. La cámara observa las figuras de cera con repugnancia. ¿No hay en ello un algo de brujería, de canibalismo, de cosa tenebrosa? ¿Se practicaba aquí la magia negra? La cámara ve ventanas rotas. Ve arder algo a media distancia: un coche, una tienda. No puede comprender, ni demostrar, lo que se consigue con esto. Esta gente está incendiando sus propias calles. «Corte». Una tienda de vídeo y televisión muy iluminada. En el escaparate hay siete televisores; la cámara, en su narcisismo delirante, mira la televisión, multiplicando hasta el infinito, durante un instante, las imágenes, que van disminuyendo de tamaño hasta reducirse a un punto. «Corte». Aquí hay una cara seria, bien iluminada: entrevista en el estudio. La cara habla de delincuentes. Billy el Niño, Ned Kelly: eran hombres que tenían facetas positivas. Los asesinos modernos carecen de esta dimensión heroica, no son más que unos enfermos, unos tarados desprovistos de personalidad, sus crímenes se distinguen por la atención al procedimiento, por la metodología —digamos, el ritual—, y están motivados, quizá, por el afán de notoriedad del insignificante, el deseo de salir del anonimato y convertirse, durante un momento, en estrella. O por una especie de transposición del deseo de muerte: destruirse a sí mismo dando muerte al ser amado. ¿ Y cuál de estos tipos es el Destripador de Abuelas?, le preguntan. ¿Y cuál era Jack? El verdadero criminal, insiste la cara, es la imagen del héroe en negativo. ¿Y estos revoltosos?, le desafían. ¿No estará usted arriesgándose a idealizar, a «legitimizar»? La cara se mueve negativamente y lamenta el materialismo de la juventud moderna. La cara no hablaba del saqueo de las tiendas de aparatos de televisión. ¿Y los viejos criminales, entonces? Butch Cassidy, los hermanos James, el Capitán Moonlight, la banda de los Kelly. Todos robaban, ¿no? Bancos. «Corte». Más adelante, la cámara volverá al escaparate. Los televisores ya no estarán.

Desde el aire, la cámara observa la entrada del club Cera Caliente. Ahora la policía ha terminado con las figuras de cera y está sacando a personas de carne y hueso. La cámara se aproxima a los arrestados: un albino alto; un hombre con traje de Armani que parece el negativo de De Niro; una muchacha de… —¿cuántos años?, ¿catorce, quince?—, un chico hosco de unos veinte. No se dan nombres; la cámara no conoce estas caras. Poco a poco, no obstante, salen a la luz los hechos. El disc-jockey del club, Sewsunker Ram, alias «Pinkwalla», y el propietario, Mr. John Maslama, serán acusados de narcotráfico en gran escala —crack, azúcar moreno, hachís y cocaína—. El hombre arrestado con ellos, dependiente de la tienda de música «El Buen Viento», propiedad de Maslama, próxima al lugar de los hechos, es dueño de una furgoneta en la que se ha descubierto una cantidad no especificada de «droga dura», así como cintas de vídeo porno. La jovencita se llama Anahita Sufyan, es menor de edad y, al parecer, había bebido copiosamente y, según se insinúa, copulaba con uno por lo menos de los tres arrestados. Tiene antecedentes de absentismo escolar y de asociación con conocidos criminales; evidentemente, se trata de una delincuente. Un periodista iluminado ofrecerá estos bocaditos muchas horas después de los hechos, pero la noticia ya corre por las calles: ¡Pinkwalla!, y el Cera: han destrozado el local, arrasado. Es la guerra.

No obstante, esto —como tantas otras cosas— ocurre en sitios que la cámara no puede

ver.

Racimo

Gibreel:

avanza como en sueños, porque después de recorrer la ciudad durante días sin comer ni dormir, con la trompeta llamada Azraeel bien guardada en un bolsillo del abrigo, ya no reconoce la diferencia entre los estados de vigilia y de sueño; ahora tiene un atisbo de lo que debe de ser la omnipresencia, porque él avanza por varias historias a la vez; hay un Gibreel que sufre por la traición de Alleluia Cone, y un Gibreel que gravita sobre el lecho de muerte de un Profeta, y un Gibreel que observa en secreto el avance de una peregrinación al mar, esperando el momento de manifestarse, y un Gibreel que siente, cada día con más fuerza, la voluntad del adversario, que le atrae hacia sí, llevándolo hacia el lugar del abrazo final: el adversario astuto e hipócrita que ha adoptado la cara de su amigo, de Saladin, su mejor amigo, para hacer que se confíe y baje la guardia. Y hay un Gibreel que recorre las calles de Londres tratando de comprender la voluntad de Dios.

¿Tiene él que ser agente de la ira de Dios?

¿O de su amor?

¿Él es venganza o es perdón? ¿Debe conservar la trompeta fatal en el bolsillo, o sacarla y tocar?

(Yo no le doy instrucciones. También yo estoy intrigado por su elección, por el resultado de su combate. Personaje contra destino: lucha libre. Si caen lo dos, combate nulo, o el fuera de combate decidirá).

Gibreel, luchando en sus muchas historias, sigue adelante.

Hay momentos en los que suspira por ella, Alleluia, su solo nombre, una palpitación; pero luego recuerda los diabólicos versos, y ahuyenta su recuerdo. La trompeta que lleva en el bolsillo está pidiendo que la toquen; pero él se contiene. No es el momento. Buscando una clave —¿qué se debe hacer?—, va por las calles de la ciudad.

Por una ventana abierta a la noche ve un televisor. En la pantalla hay una cabeza de mujer, una célebre «presentadora», entrevistada por un no menos célebre y risueño «anfitrión» irlandés. «¿Qué es lo peor que puedes imaginar?». «Oh, yo creo, estoy segura, sería, oh, sí: encontrarme sola en Nochebuena. Tendrías que enfrentarte a ti misma, ¿verdad?, mirarte en un espejo inmisericorde y preguntarte: ¿Esto es todo lo que hay?». Gibreel, solo, sin saber qué día es, sigue andando. En el espejo, a su mismo paso, se acerca el adversario que viene llamándole, abriéndole los brazos.

La ciudad le envía mensajes. Aquí, le dice, es donde el rey holandés decidió residir cuando llegó a esta ciudad hace tres siglos. En aquel entonces esto era el campo, un pueblo situado en la verde campiña inglesa. Pero cuando el rey vino a instalarse, en los campos surgieron plazas de Londres, edificios de ladrillo rojo con almenas holandesas recortándose en el cielo, para que sus cortesanos tuvieran donde vivir. No todos los inmigrantes son gente sin poder, susurran los edificios que aún se mantienen en pie. Ellos imponen sus necesidades en la tierra nueva, traen su propia coherencia al país adoptado, lo imaginan de nuevo. Pero, cuidado, advierte la ciudad. También la incoherencia tiene su momento. Cabalgando por los parques que había elegido para residencia —que él había civilizado—, Guillermo III fue derribado por su caballo, cayó pesadamente en el duro y recalcitrante suelo y se partió la real nuca.

A veces se encuentra entre cadáveres que andan, grandes muchedumbres de muertos que se niegan a reconocer que están acabados, cadáveres rebeldes que siguen comportándose como personas vivientes, que hacen la compra, toman el autobús, flirtean, van a casa a acostarse con su pareja y fuman cigarrillos. Pero si estáis muertos, les grita. Zombies, a la tumba. Ellos hacen caso omiso, o se ríen, o se quedan cortados, o le amenazan con el puño. Él no dice más y se aleja rápidamente.

La ciudad se hace difusa, amorfa. Empieza a ser imposible describir el mundo. Peregrinación, profeta y adversario se funden, se diluyen en la niebla, reaparecen. Lo mismo que ella: Allie, Al-Lat. Ella es el ave enaltecida. La deseada. Ahora lo recuerda: hace tiempo, ella le habló de los poemas de Jumpy. Quiere reunidos en un libro. El artista que se chupa el dedo, con sus ideas infernales. Un libro es producto de un pacto con el diablo, un contrato de Fausto a la inversa, dijo a Allie. El doctor Fausto sacrificó la eternidad a cambio de dos docenas de años de poder; el escritor se resigna a arruinar su vida y obtiene a cambio (eso si tiene suerte), si no la eternidad, por lo menos la posteridad. De uno u otro modo (era la idea de Jumpy) es el diablo el que sale ganando.

¿Qué escribe un poeta? Versos. ¿Qué sonsonete resuena en el cerebro de Gibreel? Versos. ¿Qué le ha partido el corazón? Versos y más versos.

La trompeta, Azraeel, llama desde el bolsillo del abrigo. ¡Sácame de aquí! Sisisí: la Trompeta. Al infierno con todo este lastimoso zafarrancho; hincha los carrillos y tararí-tatí. Venga ya, es la hora del baile.

Qué calor: bochornoso, asfixiante, intolerable. Esto no es el mismo Londres: esta ciudad repugnante. Pista Uno, Mahagonny, Alphaville. Avanza por entre una confusión de lenguas. Babel: contracción del asirio «babilu», «La puerta de Dios». Babilondres.

¿Dónde está?

Sí. Una noche deambula detrás de las catedrales de la Revolución Industrial, las terminales de ferrocarril de Londres Norte. King's Cross, Cruce del Rey, pero rey sin nombre, la torre de St. Pancras, que se cierne sobre uno como murciélago amenazador. Los depósitos de gas rojos y negros, hinchados como gigantescos pulmones de hierro. En el lugar en el que la reina Boadicea cayó en la batalla, ahora Gibreel Farishta pelea consigo mismo.

The Goodsway, pasaje de mercancías; y qué suculentas mercancías las que se ofrecen en los portales y al pie de las farolas de tungsteno, qué exquisiteces las que se ofrecen en el pasaje. Haciendo molinete con el bolso, llamando, con fal ditas plateadas y medias de malla: mercancía no sólo tierna (edad promedio trece a quince), sino barata. Sus historias son cortas e idénticas: todas tienen niños colocados en algún sitio, todas han sido echadas de casa por unos padres iracundos y puritanos, ninguna es blanca. Chulos con navaja se quedan con el noventa por ciento de lo que ellas ganan. Al fin y al cabo, la mercancía no es más que mercancía, sobre todo si es de baratillo.

Gibreel Farishta, en Goodsway, es llamado desde las sombras y desde las luces, y, al principio, aprieta el paso. ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Malditas titis. Pero luego aminora la marcha y se para, al oír que desde las farolas y las sombras llama algo más, una necesidad, una súplica muda, que se esconde bajo las voces chillonas de unas busconas de diez libras. Sus pisadas se hacen más lentas y al fin se detienen. Está prendido en sus deseos. ¿De qué? Ahora se acercan, como peces arrastrados por anzuelos invisibles. Al acercarse, sus andares cambian, sus caderas pierden el contoneo, sus caras empiezan a revelar su verdadera edad a pesar del maquillaje. Cuando llegan donde está él se arrodillan. ¿Quién decís que soy?, pregunta, y quiere agregar: Yo sé cómo os llamáis. Os conocí en otro tiempo y en otro sitio, detrás de una cortina. Erais doce, igual que ahora. Ayesha, Hafsah, Ramlah, Sawdah, Zainab, Zainab, Maimunah, Safia, Juwairiyah, Umm Salamah la Makhzumita, Rehana la Judía, y la hermosa María la Copta. Ellas callan, arrodilladas. Sus deseos le son formulados sin palabras. ¿Qué es un arcángel más que un muñeco? Kathputli, marioneta. Los fieles nos doblegan a su antojo. Nosotros somos fuerzas de la naturaleza y ellos, nuestros amos. O nuestras amas. Le pesan las extremidades, tiene calor y en los oídos un zumbido como de abejas en las tardes de verano. No le costaría nada desmayarse.

No se desmaya.

Se queda quieto entre las niñas arrodilladas, esperando a los chulos.

Y, cuando por fin ellos vienen, él saca y se lleva a los labios su inquieta trompeta: Azraeel, el exterminador.

Racimo

Cuando el chorro de fuego ha salido de la boca de su trompeta dorada y consumido a los hombres que se acercaban, envolviéndolos en un capullo de fuego, sin dejar ni los zapatos chisporroteando en la acera, Gibreel comprende.

Echa a andar, dejando atrás la gratitud de las prostitutas, en dirección al barrio de Brickhall, con Azraeel otra vez en su amplio bolsillo. Las cosas empiezan a verse claras.

Él es el arcángel Gibreel, el ángel de la Recitación, que posee el poder de la revelación. Él puede llegar al corazón de los hombres y las mujeres, extraer sus más íntimos deseos y hacerlos realidad. Él es el que otorga deseos, el que sofoca concupiscencias, el que realiza sueños. Él es el genio de la lámpara y su amo es el Roc.

¿Qué deseos, qué imperativos hay en el aire de la noche? Él los aspira. Y asiente, sí, sea. Que haya fuego. Ésta es una ciudad que se ha purificado en las llamas, que ha expiado sus culpas ardiendo hasta los cimientos.

Fuego, lluvia de fuego. «Éste es el juicio de Dios en su cólera —proclama Gibreel Farishta a la noche de tumultos—; que a los hombres se les concedan los deseos de su corazón y que sean consumidos por ellos».

Casas altas y baratas le rodean. Negro come mierda del blanco, sugieren las paredes con escasa originalidad. Los edificios tienen nombre: «Isandhlwana», «Rorke's Drift». Pero se observa el efecto de una tendencia revisionista, porque dos de los cuatro rascacielos han sido rebautizados y ahora se llaman «Mandela» y «Toussaint l'Ouverture». Las casas están edificadas sobre pilares, y en los espacios muertos que deja el hormigón debajo y entre las casas el viento no para de aullar y los desperdicios se amontonan: cocinas abandonadas, neumáticos de bicicleta deshinchados, puertas astilladas, piernas de muñeca, restos de verduras extraídos de bolsas de plástico por gatos y perros hambrientos, paquetes de comidas preparadas, latas que ruedan, perspectivas de empleo rotas, esperanzas abandonadas, ilusiones perdidas, cóleras desahogadas, rencores acumulados, miedo vomitado y una bañera oxidada. Él permanece inmóvil mientras pequeños grupos de residentes pasan por su lado en distintas direcciones. Algunos (no todos) llevan armas. Palos, botellas, navajas. En todos los grupos hay jóvenes blancos además de negros. Él se lleva la trompeta a los labios y empieza a tocar. Pequeños capullos de fuego saltan sobre el asfalto, y prenden en los enseres y sueños desechados. Hay un montoncito putrefacto de envidia que arde en la oscuridad con llama verde. Los fuegos tienen los colores del arco iris y no todos necesitan combustible. Él sopla con su trompeta las florecitas de fuego que bailan en el asfalto, sin necesidad de materiales combustibles ni de raíces. ¡Ahí va una color de rosa! ¿Qué quedaría bien ahora? Ya sé, una rosa de plata. Y ahora los capullos se agrupan en macizos y estallan, y trepan como enredaderas por los costados de los rascacielos y se extienden hacia los edificios vecinos, formando setos de llamas multicolores. Es como contemplar un jardín luminoso que crece a una velocidad miles de veces superior, un jardín que florece y que se hace selva impenetrable, un jardín de espesas quimeras entrelazadas que, en su versión incandescente, rivalizan con el espino que, en otro cuento, hace mucho tiempo, envolvió el palacio de la Bella Durmiente.

Pero aquí no hay bella que duerma en su interior. Aquí está Gibreel Farishta, que camina por un mundo de fuego. En la High Street, ve casas construidas de llamas, con paredes de fuego, y cortinas de llamas colgando de sus ventanas. Y hay hombres y mujeres de cara encendida que pasean, corren y dan vueltas alrededor de él, vestidos con trajes de fuego. La calle está al rojo vivo, se licua, es un río color de sangre. Todo, todo está ardiendo mientras él sopla su alegre trompeta, dando a la gente lo que quiere: el pelo y los dientes de la ciudadanía están humeantes y rojos, el cristal arde y los pájaros pasan volando con alas llameantes.

El adversario está muy cerca. El adversario es un imán, es el ojo de un tornado, el centro irresistible de un agujero negro; su fuerza de gravedad crea un horizonte de evento del que ni Gibreel ni la luz pueden escapar. Por aquí, dice el adversario. Estoy aquí.

No es un palacio, sino sólo un café. Y, en las habitaciones de encima, una pensión para dormir y desayuno. No una princesa dormida, sino una mujer amargada, asfixiada por el humo, yace inconsciente, y a su lado, junto a la cama, en el suelo, también inconsciente, su marido, Sufyan, que ha estado en La Meca y fue maestro de escuela. Mientras, en otros puntos del incendiado Shaandaar, gentes sin rostro están en las ventanas, agitando los brazos para pedir auxilio, ya que no pueden gritar (no tienen boca).

El adversario: ¡por ahí resopla!

Silueteado sobre las llamas del Shaandaar Café, ahí está el hombre.

Azraeel salta espontáneamente a la mano de Farishta.

Hasta un arcángel puede tener una revelación, y cuando, durante un fugacísimo instante, Gibreel mira a los ojos a Saladin Chamcha, entonces, en aquel momento breve e infinito, el velo se rasga ante sus ojos: se ve a sí mismo caminando con Chamcha por Brickhall Fields, revelando, en su exaltación, los más íntimos secretos de sus noches con Alleluia Cone, los mismos secretos que, después, cuchichearían por teléfono multitud de voces aviesas bajo las que Gibreel descubre ahora el talento único del adversario, grave y agudo, insultante y lisonjero, impertinente y reservado, prosaico, ¡sí!, y poético. Y ahora, por fin, Gibreel Farishta advierte por vez primera que el adversario no simplemente ha adoptado las facciones de Chamcha como un disfraz; no se trata de un caso de posesión paranormal, de robo de un cuerpo por un invasor infernal; en suma, que la maldad no es ajena a Saladin, sino que brota de algún rincón de su propia y verdadera naturaleza, que ha estado extendiéndose por su cuerpo como un cáncer, borrando lo que tenía de bueno, asfixiando su espíritu, y haciendo estas cosas con fintas y regates, simulando retroceder a veces; mientras en realidad, bajo la ilusión de la remisión, escudándose en ella, por así decir, seguía extendiéndose perniciosamente; y ahora, sin duda, lo ha llenado; ahora no queda de Saladin nada más que esto: el tenebroso fuego de la maldad en su alma, que le consume tan totalmente como el otro fuego, multicolor e imparable, devora la ciudad tumultuosa. Verdaderamente, éstas son «llamas horrendas, perversas, repugnantes, no las buenas llamas de un fuego corriente».

El fuego es un arco que cruza el cielo. Saladin Chamcha, que también es el compa, mi viejo Chumch, ha desaparecido por la puerta del Shaandaar Café. Éste es el núcleo del agujero negro; el horizonte se cierra en torno a él, todas las demás posibilidades se desvanecen, el universo se reduce a este punto solitario e irresistible. Con un fuerte trompetazo, Gibreel se precipita por la puerta abierta.

Racimo

El edificio que ocupaba el Consejo para las Relaciones con las Comunidades en Brickhall era un monstruo de ladrillo púrpura de una sola planta, con ventanas a prueba de balas, una especie de búnker, engendro de los años sesenta, época en la que estas líneas se consideraban elegantes. No era fácil entrar en este edificio; la puerta estaba provista de teléfono y se abría a un estrecho corredor que recorría todo un costado del edificio y acababa en otra puerta, también con cerradura de seguridad. Había, además, alarma antirrobo.

La alarma, según se supo después, había sido desconectada, probablemente, por las dos personas, un hombre y una mujer, que habían entrado utilizando una llave. Oficialmente se insinuó que estas dos personas iban a realizar un acto de sabotaje, una operación «desde dentro», ya que una de ellas, la mujer muerta, trabajaba para la organización que tenía aquí su sede. Los móviles del crimen eran oscuros y, puesto que los malhechores habían muerto en el incendio, era difícil que llegaran a saberse. Un «fin en sí mismo» era, no obstante, la explicación más probable.

Un caso trágico; la mujer estaba en avanzado estado de gestación.

El inspector Stephen Kinch, al hacer estas declaraciones, hizo una «asociación» entre el incendio del CRC de Brickhall y el del Shaandaar Café, donde la otra víctima, el hombre, se hospedaba con carácter semipermanente. Era posible que el hombre fuera el verdadero incendiario y la mujer, que era su amante, aunque todavía casada y cohabitando con otro hombre, fuera engañada. No se descartaban los móviles políticos, ya que ambos eran conocidos por sus opiniones radicales, si bien eran tan turbias las aguas de los grupúsculos de extrema izquierda que frecuentaban, que sería difícil sacar una idea clara de cuáles pudieran ser tales móviles. También era posible que los dos crímenes, aunque cometidos por el mismo hombre, tuvieran diferente motivación. Probablememte, el hombre era el ejecutor contratado que incendió el Shaandaar para cobrar el seguro, a instancias de los difuntos propietarios y pegando fuego al CRC a instancias de su amante, quizá por alguna venganza de orden interno.

Que el incendio del CRC había sido provocado era evidente. Se había vertido gasolina sobre las mesas, papeles y cortinas. «Muchas personas no tienen idea de la rapidez con que se propaga un incendio con gasolina —dijo el inspector Kinch a los periodistas que tomaban nota. Los cuerpos, que estaban tan calcinados que fue preciso recurrir a las radiografías dentales para su identificación, se hallaban en el cuarto de la fotocopiadora—. Es todo lo que tenemos». Fin.

Yo tengo algo más.

En cualquier caso, tengo preguntas. Por ejemplo, sobre una furgoneta Mercedes azul sin identificación que siguió al camión de Walcott Roberts y, después, al MG de Pamela Chamcha. Sobre los hombres que bajaron de esta furgoneta con la cara cubierta por caretas de calavera e irrumpieron en las oficinas de la CRC en el momento en que Pamela abría la puerta exterior. Sobre lo que ocurrió realmente dentro de las oficinas, porque el ladrillo púrpura y el cristal a prueba de balas no pueden ser atravesados fácilmente por el ojo humano. Y, finalmente, sobre el paradero de una carpeta de plástico rojo y los documentos que contenía.

¿Inspector Kinch? ¿Está usted ahí?

No. Se marchó. No tiene respuestas para mí.

Racimo

Aquí está Mr. Saladin Chamcha, con su abrigo de piel de camello con cuello de seda, corriendo por la High Street como un pequeño maleante. El mismo terrible Mr. Chamcha que acaba de pasar la velada en compañía de una desesperada Alleluia Cone, sin un ápice de remordimiento. «Yo bajo la mirada a sus pies —dijo Otelo refiriéndose a Yago—, pero eso es una fábula». Tampoco Chamcha es ya fabuloso; su humanidad es explicación suficiente de su acto. Él ha destruido aquello que no es ni puede ser; se ha vengado, pagando traición con traición; y lo ha hecho explotando la debilidad de su enemigo, lastimando su talón desprotegido. Hay en esto cierta satisfacción. No obstante, aquí tenemos a Mr. Chamcha corriendo. El mundo está lleno de cólera y de acción. Las cosas están en el fiel. Un edificio arde.

Pumba, hace el corazón. Pumba, pumba, patoom.

Ahora ve el Shaandaar ardiendo; y se para patinando un poco. Tiene una opresión en el pecho —¡patoomba!— y le duele el brazo izquierdo. No se da cuenta; está mirando el edificio en llamas.

Y ve a Gibreel Farishta.

Y da media vuelta; y entra corriendo.

«¡Mishal! ¡Sufyan! ¡Hind!», grita el malvado Mr. Chamcha. La planta baja no arde todavía. Abre la puerta de la escalera y un aire candente y fétido le hace retroceder. El aliento del dragón, piensa. El rellano está ardiendo; las láminas de fuego llegan hasta el techo. Imposible avanzar.

«¿Hay alguien? —grita Saladin Chamcha—. ¿Hay alguien ahí?». Pero el dragón ruge más de lo que él puede gritar.

Algo invisible le da un puntapié en el pecho y le tira de espaldas, al suelo del café, entre

las mesas vacías. Boom, retumba el corazón. Toma esto. Y esto.

Encima de su cabeza suena un ruido como una carrera de un billón de ratas, roedores espectrales tras de un flautista fantasmal. Levanta la mirada. El techo está ardiendo. Entonces se da cuenta de que no puede levantarse. Ve que una parte del techo se desprende y ve el trozo de viga que cae hacia él. Cruza los brazos en débil autodefensa.

La viga lo aprisiona contra el suelo rompiéndole los dos brazos. El pecho es un dolor. El mundo se aleja. Le cuesta respirar. No puede hablar. Es el Hombre de las Mil Voces y no le queda ni una sola.

Gibreel Farishta, con Azraeel en la mano, entra en el Shaandaar Café.

Racimo

¿Quépasa cuando ganas?

Cuando tus enemigos están a tu merced, ¿qué harás entonces? El pacto es la tentación de los débiles; ésta es la prueba de los fuertes. «Compa. —Gibreel mira al caído moviendo la cabeza—. Bien me engañaste, míster; en serio, eres un tipo de cuidado». Y Chamcha, al ver lo que hay en los ojos de Gibreel, no puede negar el conocimiento que observa en ellos. «¿Qu…?», empieza, pero desiste. ¿Qué piensas hacer ahora? Empieza a caer fuego alrededor de ellos: una lluvia dorada que sisea. «¿Qué harías tú? —pregunta Gibreel, y luego descarta la pregunta con un ademán—. Una pregunta idiota. También podrías preguntar ¿qué te hizo entrar aquí? Es una idiotez. La gente, ¿eh, compa? Unos chalados, eso».

Hay charcos de fuego alrededor de ellos. Muy pronto estarán rodeados, encallados en una isla provisional entre este mar mortífero. Chamcha siente otra coz en el pecho y se convulsiona violentamente. Amenazado por tres muertes —el fuego, «causas naturales» y Gibreel—, hace desesperados esfuerzos para hablar, pero sólo puede gruñir. «Pr.Na.Mm.» Perdóname. «Tn. Pda». Ten piedad. Las mesas están ardiendo. Caen más vigas. Gibreel parece haber caído en trance. Vagamente, repite: «Malditas estupideces».

¿Es posible que la maldad nunca sea total, que su triunfo, por arrollador que parezca, nunca sea absoluto?

Consideremos el caso del caído. Este hombre se propuso fríamente hacer perder la razón a un semejante; y, para conseguirlo, explotó a una mujer intachable, impulsado, por lo menos en parte, por un deseo imposible de mirón degenerado. Sin embargo, este mismo hombre, sin vacilar apenas, se ha jugado la vida en una temeraria tentativa de salvamento.

¿Qué significa esto?

El fuego ha cerrado el cerco en torno a los dos hombres, y todo está lleno de humo. En cuestión de segundos habrán perdido el conocimiento. Hay preguntas más urgentes que las que hacen referencia a las estupideces.

¿Qué elección hará Farishta?

¿Tiene elección?

Gibreel deja caer la trompeta: se inclina; libera a Saladin de la viga que lo aprisionaba, y lo levanta en brazos. Chamcha, con varias costillas rotas, además de los brazos, gime débilmente, emitiendo el mismo sonido que el creacionista Dumsday antes de que le arreglaran la lengua con la mejor tajada del cuarto trasero. «Yi. Ta». Ya es tarde. Una lengua de fuego le lame el dobladillo del abrigo. Un humo negro y acre llena todo el espacio, penetrando hasta detrás de sus ojos, dejándole los oídos sordos, taponándole la nariz y los pulmones. Pero ahora Gibreel Farishta empieza a soplar suavemente: es una exhalación continua de extraordinaria duración, y su aliento, dirigido hacia la puerta, corta el fuego y el humo como un cuchillo; y Saladin Chamcha, que jadea y desfallece, con una mula dentro del pecho, cree ver —pero después nunca podrá estar seguro de que lo vio realmente—, cree ver cómo el fuego se retira delante de ellos como el mar rojo en el que se ha convertido, y el humo se retira también, como una cortina o como un velo; hasta que ante ellos se abre un camino despejado hasta la puerta; y entonces Gibreel Farishta empieza a andar rápidamente, portando a Saladin por el camino del perdón hacia el aire cálido de la noche; de manera que, en una noche en la que la ciudad está en guerra, una noche cargada de hostilidad y de rabia, se produce esta pequeña victoria redentora del amor.

Racimo

Conclusiones.

Cuando ellos salen, Mishal Sufyan está delante del Shaandaar llorando por sus padres, consolada por Hanif. Ahora el que se desmaya es Gibreel; y, con Saladin todavía en brazos, pierde el conocimiento y cae a los pies de Mishal.

Ahora Mishal y Hanif están en una ambulancia con los dos hombres desmayados. A Chamcha le han puesto una mascarilla de oxígeno. Gibreel, que no tiene nada más que agotamiento, habla dormido: es una cháchara delirante acerca de una trompeta mágica y del fuego que él extraía como si fuese música. Y Mishal, que recuerda a Chamcha de demonio y ahora acepta la posibilidad de muchas cosas, pregunta: «¿Tú crees…?». Pero Hanif es tajante, categórico. Ni hablar. Es Gibreel Farishta, el actor. ¿Es que no lo has reconocido? El pobre estará soñando con alguna escena de película. Mishal insiste. “Pero, Hanif…”, y él responde, recalcando las sílabas con énfasis, pero cariñosamente, porque, al fin y al cabo, ella acaba de quedar huérfana: «Lo que esta noche ha ocurrido en Brickhall es un fenómeno sociopolítico. No debemos dejarnos arrastrar por un misticismo trasnochado. Estamos hablando de Historia: un hecho de la Historia de Inglaterra. Del proceso de cambio».

De repente, la voz de Gibreel cambia, y el tema también. Habla de peregrinos, y de un niño muerto, y dice: igual que en Los Diez Mandamientos, y de una mansión que se desmorona, y de un árbol; porque ahora, después del fuego purificador, tiene el último de sus sueños seriados; y Hanif dice: «Escucha eso, Mishu, cariño. Todo es fantasía, nada más». La rodea con el brazo y le da un beso en la mejilla, sujetándola con fuerza. Quédate a mi lado. El mundo es real. Tenemos que vivir en él; tenemos que vivir aquí, tenemos que vivir.

Y entonces Gibreel Farishta, dormido todavía, grita con todas sus fuerzas:

«¡Mishal! ¡Vuelve! ¡No ocurre nada! Mishal, por Dios; da media vuelta, vuelve, vuelve».