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An ma kan/Fi qadim azzaman… Tal vez sí o tal vez no, vivían en tiempos remotos en la tierra de plata de la Argentina un tal don Enrique Diamond que sabía mucho de pájaros y poco de mujeres y Rosa, su esposa, que sabía poco de hombres y mucho del amor. Y sucedió que cierto día en que la señora había salido a montar, cabalgando a la amazona y tocada con un sombrero adornado con una pluma, llegó a las grandes puertas de piedra de la estancia Diamond que se alzaban, incongruentemente, en medio de la vacía pampa, encontró un avestruz que corría hacia ella tan aprisa como podía, corría por su vida, usando todas las mañas y fintas que podía imaginar, porque el avestruz es un ave astuta, difícil de cazar. Detrás del avestruz había una nube de polvo llena de los ruidos de hombres que cazan, y cuando el avestruz estuvo a dos metros de Rosa, la nube lanzó unas bolas que se enredaron en las patas del animal y lo hicieron caer al suelo, a los pies de la yegua torda. El hombre que echó pie a tierra para matar el ave no apartaba los ojos de la cara de Rosa. Sacó un cuchillo con puño de plata de una funda que llevaba en el cinturón y lo hundió hasta la empuñadura en el cuello del ave, sin mirar al avestruz agonizante ni una sola vez, mirando sin pestañear los ojos de Rosa Diamond, mientras se arrodillaba en la vasta tierra amarilla. Aquel hombre se llamaba Martín de la Cruz.

Después de que se llevaran a Chamcha, Gibreel Farishta se asombraba de su propio comportamiento. En aquel momento irreal en el que se sintió prendido en los ojos de la anciana inglesa, le pareció que ya no mandaba en su voluntad, que otra persona había asumido el poder sobre ella. Debido a la índole desconcertante de recientes acontecimientos así como a su decisión de permanecer despierto el mayor tiempo posible, tardó varios días en relacionar aquellos hechos con el mundo de detrás de sus párpados, y sólo entonces comprendió que tenía que marcharse, porque el universo de sus pesadillas empezaba a penetrar en su vigilia y, si no tenía cuidado, nunca conseguiría empezar otra vez, renacer con ella, a través de ella, de Alleluia, la mujer que había visto el techo del mundo.

Gibreel se sorprendió al darse cuenta de que no había intentado ponerse en contacto con Allie; ni ayudar a Chamcha en su momento de necesidad. Ni se había alarmado ante la aparición de un par de hermosos cuernos nuevecitos en la cabeza de Saladin, circunstancia que, indudablemente, debiera ocasionarle cierta preocupación. Debía de estar en una especie de trance, y cuando preguntó a la vieja lo que pensaba de todo aquello, ella sonrió de un modo extraño y le dijo que no había nada nuevo bajo el sol, que ella había visto cosas, apariciones de hombres con cascos cornudos, que en una tierra vieja como Inglaterra no cabían historias nuevas, que hasta la última brizna de hierba había sido pisada cien mil veces. Durante largos períodos del día su charla se hacía divagatoria y difusa, pero en otros momentos se empeñaba en prepararle grandes comilonas, pastel de carne, ruibarbo picado con espesa crema, suculentos estofados y potajes. Y en todo momento mostraba una expresión de inexplicable contento, como si la presencia de Gibreel le produjera una profunda e insospechada alegría. Él iba con ella al pueblo, de compras; la gente miraba; ella, indiferente, andaba agitando imperiosamente el bastón. Pasaban los días. Gibreel no se iba.

«¡Maldita abuela inglesa! —se decía—. Reliquia de una especie extinta. ¿Qué puñeta hago yo aquí?». Pero se quedaba, sujeto por cadenas no vistas. Y ella, a la menor oportunidad, cantaba una vieja canción en español de la que él no entendía ni palabra. ¿Sería algo de brujería? ¿Era ella una anciana Morgan Le Fay que cantaba para atraer a su cueva de cristal a un joven Merlin? Gibreel iba hacia la puerta; Rosa se ponía a cantar; él se paraba. «¿Por qué no, al fin y al cabo? —se decía él encogiéndose de hombros—. La vieja necesita compañía. Grandeza venida a menos, ¡por vida de! Hay que ver a lo que ha venido a parar. De todos modos, el descanso no me vendrá mal. Repondré fuerzas. Sólo un par de días». Al anochecer, se sentaban en aquel salón repleto de adornos de plata, entre los que figuraba un cuchillo con puño de este metal, colocado debajo del busto de escayola de Henry Diamond que miraba desde lo alto de la vitrina del rincón, y cuando el reloj de pie daba las seis, él servía dos copas de jerez y ella se ponía a hablar, pero no sin antes decir indefectiblemente, con la regularidad de un reloj: El abuelo siempre llega cuatro minutos tarde, por cortesía, no le gusta ser excesivamente puntual. Y entonces ella empezaba, sin preocuparse del éraseunavez, y, tanto si era verdad como mentira, él podía advertir la fiera energía que ella ponía en el relato, las últimas desesperadas reservas de su voluntad que ella vertía en su historia, el único tiempo feliz que yo recuerde le dijo, de manera que él comprendía que aquel talego de retazos revuelto por la memoria era en realidad el corazón de la mujer, su autorretrato, la forma en que ella se miraba al espejo cuando estaba sola, y que aquella tierra plateada del pasado era su morada predilecta, no esta casa ruinosa en la que siempre estaba tropezando con las cosas —tirando mesitas o golpeándose con los picaportes—, llorando y exclamando: Todo se encoge.

Cuando, en 1935, Rosa zarpó para la Argentina, recién casada con el anglo-argentino don Enrique, de Los Álamos, él dijo eso es la pampa, señalando el océano. Sólo con mirarla no puedes darte cuenta de lo grande que es. Tienes que recorrerla, tienes que sentir su inmutabilidad día tras día. Hay lugares en los que el viento es tan fuerte como un puño, pero completamente silencioso, te tumba pero tú no oyes nada. Y es que no hay árboles: ni un ombú, ni un álamo, nada. Y, por cierto, mucho cuidado con las hojas del ombú. Veneno mortal. El viento no te mata, pero el jugo de las hojas, sí. Ella palmoteó como una niña. Vamos, vamos, Henry, vientos silenciosos, hojas venenosas. Haces que parezca un cuento de hadas. Henry, de cabello rubio, cuerpo blando, ojos grandes y mente lenta, la miró consternado. Oh, no, dijo. Tampoco es tan malo.

Ella se trasladó a aquella inmensidad cubierta por una infinita bóveda azul, porque Henry le hizo la pregunta trascendental y ella le dio la única respuesta que puede dar una soltera de cuarenta años. Pero, cuando llegó, se hizo a sí misma una pregunta más trascendental todavía: ¿de qué sería ella capaz en todo aquel espacio? ¿Hasta dónde le alcanzaría el valor, cómo podría ella extenderse? Sería buena o mala, se decía, lo importante era ser nueva. Nuestro vecino, el doctor Jorge Babington, dijo a Gibreel, me tenía atragantada, comprende, me contaba cuentos de los ingleses en América del Sur, todos, unas buenas piezas, decía con desdén, espías, bandidos y saqueadores. ¿Tan exóticos son en su fría Inglaterra? le preguntaba y luego contestaba su propia pregunta: No lo creo, señora. Apretujados en ese ataúd de isla, tienen que buscar más anchos horizontes para expresar su personalidad secreta.

El secreto de Rosa Diamond era un ansia de amor tan grande que nunca podría ser satisfecha por su pobre y prosaico Henry, eso era evidente, porque todo el romanticismo que cabía en aquel cuerpo fofo estaba reservado para los pájaros, halcones de pantano, vencejos, agachadizas. Él pasaba sus días más felices en un pequeño bote de remos, en las lagunas, entre los juncos, con los prismáticos en los ojos. Una vez, en el tren de Buenos Aires, avergonzó a Rosa al hacerle una demostración de sus cantos favoritos en el vagón restaurante, haciendo bocina con la mano: dormilón, ibis vanduria, trupial. ¿Por qué no puedes quererme a mí de esa manera?, deseaba preguntar ella, pero nunca se lo preguntó, porque para Henry ella era una buena muchacha, y la pasión era una excentricidad propia de otras razas. Ella se convirtió en el generalísimo de la estancia, y hacía lo posible para sofocar los malos pensamientos y deseos. Se acostumbró a salir de noche a pasear por la pampa, y se tendía en el suelo para mirar la galaxia de lo alto y, a veces, bajo la influencia de aquella brillante cascada de belleza, empezaba a temblar, a estremecerse de un profundo deleite y a tararear una música desconocida, y esta música estelar fue lo único que ella llegó a conocer del goce.

Gibreel Farishta: él sentía que los relatos de la mujer le envolvían como una telaraña reteniéndolo en aquel mundo perdido en el que todas las noches se sentaban a la mesa cincuenta hombres, y qué hombres, nuestros gauchos, nada serviles, muy bravos y orgullosos, mucho. Puros carnívoros; puede verlo en las fotos. Durante las largas noches de sus insomnios, ella le hablaba de la bruma de calor que se extendía por la pampa y los pocos árboles destacaban como islas y un jinete parecía un ser mitológico que galopara por la superficie del océano. Era como el fantasma del mar. Ella le contaba cuentos de fogata de campamento, como el del gaucho ateo que, cuando murió su madre, demostró que no existía el paraíso llamando a su espíritu todas las noches, siete noches seguidas. A la octava noche, anunció que, evidentemente, ella no le había oído, o habría vuelto para consolar a su amado hijo; por lo tanto, la muerte tenía que ser el fin de todo. Rosa le cautivaba con descripciones de los días en que llegaron los peronistas, con sus trajes blancos y su pelo planchado, y los peones los echaron, le contaba cómo los anglos construyeron los ferrocarriles para comunicar sus estancias, y los diques, también, la historia, por ejemplo, de su amiga Claudette, «una auténtica mujer fatal, amigo mío, que se casó con un ingeniero llamado Granger, desilusionando a la mitad del Hurlingham. Y se fueron a una presa que él construía y entonces se enteraron de que los rebeldes iban a volarla. Granger se fue a proteger la presa, llevándose a todos los hombres, y dejó a Claudette sola con la criada, y a que no lo adivina, a las pocas horas, la criada vino corriendo, señora, en la puerta hay un hombre tan grande como una casa. ¿Y quién si no? Un capitán rebelde. “¿Y su esposo, madame?”. “Esperándole en la presa, como es su obligación”. “Entonces, puesto que él no ha creído oportuno protegerla, la revolución la protegerá”. Y puso guardias en la puerta, amigo mío, ¿qué le parece? Pero en la lucha murieron los dos, marido y capitán, y Claudette se empeñó en que les hicieran un funeral conjunto, vio bajar a la fosa los dos féretros, uno al lado del otro, y los lloró a los dos. Después de aquello, todos supimos que era peligrosa, trop fatale, ¿eh? ¡Y cómo! Trop recondenadamente fatale». En la extravagante historia de la bella Claudette, Gibreel oía la música de los propios anhelos de Rosa. En aquellos momentos, él la sorprendía mirándole por el rabillo del ojo y sentía un tirón en la región del ombligo, como si algo tratara de salir. Entonces ella desviaba la mirada, y la sensación se desvanecía. Quizá fuera sólo efecto secundario de la tensión.

Una noche él le preguntó si había visto los cuernos que habían salido a Chamcha en la cabeza, pero ella se quedó sorda y, en lugar de contestar, le explicó que solía sentarse en un taburete de lona, junto al galpón, o corral de los toros en Los Álamos, y los toros bravos se le acercaban y apoyaban la testuz en su regazo. Una tarde, una muchacha llamada Aurora del Sol, la novia de Martín de la Cruz, hizo un comentario descarado: creí que sólo les hacían eso a las vírgenes, dijo con audible susurro a sus amigas que contenían la risa, y Rosa se volvió hacia ella con una dulce sonrisa y respondió: Entonces, guapa, ¿te gustaría probar? Desde aquel día, Aurora del Sol, la mejor bailarina de la estancia y la más bonita de todas las criadas, se convirtió en enemiga mortal de la mujer del otro lado del mar, demasiado alta y demasiado delgada.

«Usted es idéntico a él —dijo Rosa Diamond, mientras los dos estaban en su ventana nocturna, uno al lado del otro, mirando al mar—. Su doble. Martín de la Cruz». Al oír el nombre del gaucho, Gibreel sintió un dolor tan fuerte en el ombligo, un tirón, como si alguien le clavara un garfio en el vientre, que de su garganta se escapó un grito. Rosa Diamond no pareció oírlo. «Mire —gritó muy contenta—. Mire allí».

Corriendo por la playa a medianoche, en dirección a la atalaya y la zona de acampada, por la misma orilla, de manera que la marea que estaba subiendo borraba sus huellas, zigzagueando y fintando, corriendo por su vida, venía un avestruz adulto de tamaño natural. Huyó por la playa, y los ojos de Gibreel le siguieron, admirados, hasta que se perdió en la oscuridad.

Racimo

Lo que vino después ocurrió en el pueblo. Habían ido a recoger un pastel y una botella de champán porque Rosa había recordado que aquel día cumplía ochenta y nueve años. Su familia había sido expulsada de su vida, por lo que no hubo tarjetas de felicitación ni llamadas telefónicas. Gibreel insistió en que había que celebrarlo, y le mostró el secreto que guardaba dentro de la camisa: un ancho cinturón lleno de libras esterlinas adquiridas en el mercado negro antes de salir de Bombay. «También, tarjetas de crédito en profusión —dijo—. Yo no soy un indigente. Vamos, yo invito». Ahora estaba tan hechizado por el embrujo narrativo de Rosa que de día en día olvidaba que tenía una vida a la que volver, una mujer a la que sorprender con el simple hecho de estar vivo, y demás pensamientos por el estilo. Caminaba sumiso detrás de Mrs. Diamond, cargado con las bolsas de la compra.

Gibreel estaba esperando en una esquina mientras Rosa charlaba con el panadero cuando volvió a sentir el garfio en el vientre y se apoyó en un farol, jadeando. Oyó ruido de cascos y, por la esquina, vio llegar una carreta llena de gente joven vestida como para un baile de máscaras: los hombres, con pantalón negro ceñido a la pantorrilla por botones de plata y camisa blanca abierta hasta casi la cintura, y las mujeres, con anchas faldas de volantes de colores chillones, escarlata, esmeralda, oro. Cantaban en lengua extranjera, y su alegría hacía que la calle pareciera oscura y triste, pero Gibreel comprendió que allí ocurría algo extraño, porque en la calle nadie más parecía fijarse en el carro. Entonces Rosa salió de la pastelería con el paquete suspendido del dedo índice de la mano izquierda y exclamó: «Oh, ahí vienen ya para el baile. A menudo había bailes, ¿sabe? A ellos les gusta, lo llevan en la sangre». Y, después de una pausa, agregó: «Fue el baile en el que él mató al buitre».

Fue el baile en el que un tal Juan Julia, apodado El Buitre por su cadavérico semblante, bebió demasiado e insultó el honor de Aurora del Sol, y no paró hasta que Martín no tuvo más remedio que pelear, eh, Martín, por qué te gusta tanto follar con ésa. Yo creía que era muy sosa. «Vámonos del baile», dijo Martín y, en la oscuridad, recortando sus siluetas sobre el resplandor de los farolillos colgados de los árboles alrededor de la pista de baile, los dos hombres se envolvieron el antebrazo con el poncho, sacaron el cuchillo, dieron vueltas y lucharon. Juan murió. Martín de la Cruz tomó el sombrero del muerto y lo arrojó a los pies de Aurora del Sol. Ella recogió el sombrero y siguió con la mirada al hombre que se alejaba.

Rosa Diamond, a los ochenta y nueve años, con un vestido plateado ceñido al cuerpo, boquilla en una enguantada mano y un turbante de plata en la cabeza, bebía gin-and-sin en una copa cónica verde y hablaba de los viejos buenos tiempos. «Quiero bailar —dijo de pronto—. Es mi cumpleaños y no he bailado ni una sola vez».

Racimo

El esfuerzo de aquella noche en la que Rosa y Gibreel bailaron hasta el amanecer resultó excesivo para la anciana, que al día siguiente tuvo que quedarse en la cama con unas décimas de fiebre que provocaron nuevas apariciones delirantes: Gibreel vio a Martín de la Cruz y Aurora del Sol bailar flamenco en el tejado de dos aguas de la casa Diamond, y a peronistas vestidos de blanco que hablaban del futuro a una concentración de peones en el cobertizo: «Con Perón, estas tierras serán expropiadas y repartidas entre el pueblo. Los ferrocarriles ingleses también pasarán a ser propiedad del Estado. Vamos a echar a esos bandidos, a esos piratas…». El busto de escayola de Henry Diamond flotaba en el aire, observando la escena, y un agitador vestido de blanco gritó, señalándolo con el dedo: Ahí está vuestro opresor; ahí está el enemigo. A Gibreel le dolía tanto el vientre que temía por su vida, pero en el mismo instante en que su razón le sugería la posibilidad de una úlcera o una apendicitis, el resto de su cerebro le susurraba la verdad: que la voluntad de Rosa lo tenía prisionero y lo manipulaba, del mismo modo que el ángel Gibreel había sido obligado a hablar por la irresistible necesidad de Mahound, el Profeta.

«Se muere —pensó—. No durará mucho». Rosa Diamond, revolviéndose en las garras de la fiebre, hablaba del veneno del ombú y de la antipatía de su vecino, el doctor Babington, que preguntó a Henry ¿su esposa es quizá lo bastante pacífica para la vida pastoral?, y (cuando ella se recuperó del tifus) le regaló un ejemplar de los relatos de los viajes de Americo Vespucci. «Este hombre era un gran imaginativo, desde luego —sonrió Babington—. Pero la imaginación puede ser más fuerte que los hechos; después de todo, le pusieron su nombre a continentes». Cuanto más se debilitaba más energías vertía ella en sus sueños de la Argentina, y Gibreel sentía como si el ombligo le ardiera. Estaba derrumbado en una butaca, al lado de la cama, y, según transcurrían las horas, se multiplicaban las apariciones. Llenaba el aire una música de instrumentos de viento de madera y, lo más maravilloso, muy cerca de la orilla, apareció una pequeña isla blanca que se mecía en las olas como una balsa; era tan blanca como la nieve, con una playa de arena blanca que se elevaba hasta un grupo de árboles albinos, blancos como el hueso, blancos como el papel hasta las puntas de las hojas.

Después de la aparición de la isla blanca, Gibreel cayó en un profundo letargo. Repantigado en la butaca del dormitorio de la moribunda, se le cerraban los párpados, sentía cómo el peso de su cuerpo aumentaba hasta que todo movimiento resultó imposible. Entonces se vio en otra habitación, con pantalón negro con botones de plata en las pantorrillas y una gran hebilla en la cintura. ¿Me mandó usted llamar, don Enrique?, decía al hombre corpulento y blando que tenía la cara blanca como un busto de escayola, pero él sabía quién le había mandado llamar, y no apartaba los ojos de la cara de la mujer, ni siquiera cuando la vio sonrojarse sobre el cuello de encaje fruncido.

Henry Diamond se negó a permitir a las autoridades que intervinieran en el asunto de Martín de la Cruz, esta gente son responsabilidad mía, dijo a Rosa, es cuestión de honor. No contento con ello, se esforzaba por demostrar su confianza en el homicida De la Cruz, por ejemplo, nombrándole capitán del equipo de polo de la estancia. Pero don Enrique nunca volvió a ser el mismo después de que Martín matara al Buitre. Cada vez se cansaba más fácilmente y se le veía inquieto y distraído y hasta perdió el interés por los pájaros. Las cosas empezaron a decaer en Los Álamos, imperceptiblemente al principio y luego con más claridad. Volvieron los hombres del traje blanco y esta vez no fueron expulsados. Cuando Rosa Diamond contrajo el tifus, había muchos en la estancia que lo consideraron señal de la decadencia de la hacienda.

Qué hago yo aquí, pensó Gibreel con viva alarma, al verse de pie delante de don Enrique, en el despacho del estanciero, mientras doña Rosa se sonrojaba en su rincón, éste es el lugar de otra persona. Gran confianza en ti —decía Henry, no en inglés, pero, no obstante, Gibreel le entendía—. Mi esposa tiene que hacer una excursión en coche, aún está convaleciente, y tú la acompañarás… En Los Álamos hay responsabilidades que me impiden ir a mí. Ahora tengo que hablar yo, pero qué digo, y cuando abrió la boca salieron palabras extrañas, será un honor para mí, don Enrique, taconazo, inedia vuelta, mutis.

Rosa Diamond, con su debilidad de ochenta y nueve años, había empezado a soñar la más importante de sus historias que había reservado durante más de medio siglo, y Gibreel iba a caballo detrás de su Hispano-Suiza, de estancia en estancia, por un bosque de arrayanes, a los píes de la alta cordillera, llegando a estancias pintorescas, construidas al estilo de castillos escoceses o palacios indios, visitando las tierras de Mr. Cadwallader Evans, el de las siete esposas que estaban encantadas por tener sólo una noche de servicio a la semana, y los territorios del tristemente célebre MacSween, que se había enamorado de las ideas que llegaban a la Argentina desde Alemania y empezaba a hacer ondear del asta de su estancia una bandera roja en cuyo centro, dentro de un círculo blanco, bailaba una cruz negra y retorcida. Fue en la estancia de MacSween donde cruzaron la laguna y Rosa vio por primera vez la isla blanca de su destino, y se empeñó en almorzar allí, pero sin que la acompañaran ni la doncella ni el chófer, llevándose sólo a Martín de la Cruz para que remara y extendiera una manta escarlata en la arena blanca y le sirviera la carne y el vino.

Blanco como la nieve, rojo como la sangre y negro como el ébano. Cuando ella, con su falda negra y su blusa blanca, se hallaba sentada sobre el escarlata que, a su vez, estaba extendido sobre el blanco, y él (también de blanco y negro) echaba vino rojo en una copa que ella sostenía con su mano enguantada en blanco, entonces, para asombro de sí mismo, él, maldición y condenación, él le tomó la mano y empezó a besarla, algo ocurrió, la escena se difuminó y al minuto estaban tendidos en la manta escarlata, rodando sobre los quesos, los fiambres y las ensaladas y patés, que quedaron aplastados bajo el peso de su deseo, y cuando volvieron al Hispano-Suiza fue imposible ocultar nada al chófer y a la doncella, por las manchas de comida de sus ropas; pero al minuto siguiente ella se apartaba de él no con crueldad sino con tristeza, retirando la mano y moviendo ligeramente la cabeza, no, y él, de pie, se inclinó y retrocedió, dejándola con la virtud y el almuerzo intactos, las dos posibilidades se alternaban mientras Rosa se moría dando vueltas en la cama, ¿lo hizo, no lo hizo?, elaborando la última versión de la historia de su vida, incapaz de decidir cuál de las dos quería que fuera cierta.

Racimo

«Me vuelvo loco —pensaba Gibreel—. Ella se muere, pero yo pierdo el juicio». Había salido la luna y la respiración de Rosa era el único sonido de la habitación: roncaba, al inhalar y al exhalar el aire penosamente, con un leve gruñido. Gibreel trató de levantarse de la butaca y descubrió que no podía. Incluso en aquellos intervalos entre visiones, su cuerpo seguía estando increíblemente pesado. Como si tuviera un pedrusco en el pecho. Y las imágenes, cuando llegaban, seguían siendo confusas, de manera que en un momento estaba en un granero de Los Álamos con ella en brazos, que susurraba su nombre una y otra vez, Martín de la Cruz, y al momento siguiente ella le trataba con indiferencia ante los ojos atentos de una cierta Aurora del Sol, de manera que no era posible distinguir el recuerdo del deseo, ni las rememoranzas culpables de las verdades confesables, porque ni en su lecho de muerte Rosa Diamond sabía cómo contemplar su pasado.

La luna entraba en la habitación. Cuando dio a Rosa en la cara, parecía que la atravesaba, y Gibreel incluso empezaba a distinguir la muestra del encaje de la almohada. Entonces vio a don Enrique y a su amigo, el puritano y severo doctor Babington, de pie en el balcón, tan sólidos como puedas desear. Gibreel creyó advertir que, a medida que las apariciones ganaban consistencia, Rosa quedaba más y más desdibujada, diluyéndose como si se intercambiara por los fantasmas. Y, puesto que él también había comprendido que las manifestaciones dependían de él, de aquel dolor de su vientre, del peso de la piedra en su pecho, empezó a temer por su propia vida.

«Querías que falsificara el certificado de defunción de Juan Julia —decía el doctor Babington—. Lo hice por nuestra amistad. Pero estuvo mal y ahora veo el resultado. Has amparado a un homicida y quizás es tu propia conciencia la que te consume. Vuelve a casa, Enrique, vuelve a casa, y llévate a esa mujer tuya, antes de que ocurra algo peor».

«Ésta es mi casa —dijo Henry Diamond—. Y no me gusta que hables de mi esposa en ese tono».

«Dondequiera que los ingleses se instalen, nunca salen de Inglaterra —dijo el doctor Babington, mientras se deshacía en el claro de luna—. A no ser que, como doña Rosa, se enamoren».

Una nube pasó sobre la luna y, ahora que el balcón estaba vacío, Gibreel Farishta consiguió por fin dejar la butaca y ponerse de pie. Caminar era como arrastrar por el suelo una bola y una cadena, pero llegó a la ventana. En todas las direcciones y hasta donde alcanzaba la vista, había unos cardos gigantes que se mecían en la brisa. Donde antes estuviera el mar había ahora un océano de cardos que llegaba hasta el horizonte, tan altos como un hombre. Entonces Gibreel oyó la voz incorpórea del doctor Babington que murmuraba a su oído: «La primera plaga de cardos en cincuenta años. Al parecer, el pasado vuelve». Vio a una mujer correr entre la espesa maleza, descalza, con el negro pelo suelto. «Lo hizo ella —la voz de Rosa dijo claramente a su espalda—. Después de engañarle con el Buitre y de convertirle en asesino. Él no quería ni mirarla después de aquello. Oh, es muy peligrosa esa mujer. Mucho». Gibreel perdió a Aurora del Sol entre los cardos; un espejismo borró al otro.

Sintió que algo le agarraba por la espalda, le hacía girar y lo tumbaba de espaldas. Allí no había nadie, pero Rosa Diamond estaba sentada en la cama, muy erguida, mirándole con ojos muy abiertos, haciéndole comprender que había abandonado la esperanza de aferrarse a la vida y que le necesitaba para ayudarle a completar la última revelación. Como le ocurriera con el comerciante de su sueño, él se sentía inerme, ignorante… ella, empero, parecía saber cómo extraer de él las imágenes. Él vio un reluciente cordón que los unía ombligo con ombligo.

Él estaba ahora al lado de un estanque en la inmensidad de los cardos, abrevando el caballo, y ella llegaba cabalgando en su yegua. Ahora él la abrazaba, le soltaba la ropa y el pelo, y luego yacían juntos. Ella le susurraba cómo es posible que te guste si soy mucho más vieja que tú y él le decía palabras tranquilizadoras.

Ahora ella se levantaba, se vestía y se alejaba en su yegua, y él se quedaba allí, con el cuerpo lánguido y caliente, sin advertir que una mano de mujer salía de los cardos y agarraba el cuchillo de puño de plata.

¡No! ¡No! ¡Así no!

Ahora ella llegaba cabalgando hasta la orilla del estanque y en el momento en que desmontaba, mirándole nerviosamente, él se abalanzaba sobre ella, le decía que no podía seguir soportando su desprecio y caían juntos al suelo, ella gritaba, él le arrancaba la ropa, y las manos de ella, que le arañaban, tropezaban con el mango del cuchillo.

¡No! ¡No, nunca, no! Así, ¡ahora!

Los dos estaban tiernamente abrazados, con muchas caricias lentas; y entonces un tercer jinete entraba en el claro junto al estanque, y los amantes se separaban; y entonces don Enrique sacaba su pequeña pistola y apuntaba al corazón de su rival, y él sintió que Aurora le clavaba el cuchillo en el corazón, una y otra vez, ésta por Juan y ésta por dejarme, y ésta por tu distinguida puta inglesa, y él sentía en el corazón el cuchillo de su víctima que Rosa le clavaba una vez y otra, y otra, y después de que la bala de Henry le matara, el inglés tomaba el puñal del muerto y se lo clavaba muchas veces en la herida sangrante.

Entonces, Gibreel, con un alarido, perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, la anciana de la cama hablaba consigo misma, con una voz tan débil que él casi no podía distinguir las palabras. «Llegó el pampero, el viento del Suroeste, que doblaba los cardos. Entonces lo encontraron, o quizás antes». El fin de la historia. Cómo Aurora del Sol escupió a la cara a Rosa Diamond en el funeral de Martín de la Cruz. Cómo se acordó que nadie fuera acusado del asesinato, a condición de que don Enrique se llevara cuanto antes a doña Rosa a Inglaterra. Cómo subieron al tren en la estación de Los Álamos y los hombres del traje blanco estaban en el andén con sus sombreros borsalino, para asegurarse de que se marchaban. Cómo, una vez arrancó el tren, Rosa Diamond abrió el maletín de mano en el asiento y dijo en tono de desafío: Me he llevado una cosa, un pequeño recuerdo. Y de un hato sacó un cuchillo de gaucho con mango de plata.

«Henry murió durante el primer invierno de nuestro regreso. Después, no ocurrió nada más. La guerra. El fin. —Hizo una pausa—. Tener que reducirse a esto, habiendo conocido aquella inmensidad. No se soporta. —Y, después de otro silencio—: Todo se encoge».

El claro de luna fluctuó, y Gibreel sintió que le quitaban un peso de encima, tan bruscamente que le dio la impresión de que se elevaría hasta el techo. Rosa Diamond yacía quieta, con los ojos cerrados y los brazos descansando en la colcha de retazos. Estaba normal. Gibreel comprendió que ya nada le impediría salir por la puerta.

Bajó las escaleras con cuidado, todavía con piernas un poco inseguras; encontró una pesada gabardina de Henry Diamond y un sombrero flexible de fieltro gris, dentro del cual el nombre de don Enrique había sido bordado por la mano de su esposa, y salió sin mirar atrás. En cuanto cruzó el umbral, el viento le arrancó el sombrero y se lo llevó rodando por la playa. Él corrió tras él, lo cogió y se lo encasquetó. Londres, shareef, allá voy. Tenía la ciudad en el bolsillo: Geographers' London, la guía de la metrópoli, muy sobada, de la A a la Z.

«¿Qué hago? —pensaba—. ¿Llamo o no llamo? No; me presento sin más, toco el timbre y digo nena, tu sueño se ha hecho realidad, del fondo del mar a tu cama, hace falta algo más que una catástrofe aérea para mantenerme lejos de ti… Bueno, quizá no exactamente así sino algo por el estilo. Sí. La sorpresa es la mejor táctica. Allie Bibi, ay de ti».

Entonces oyó el canto. Venía del cobertizo del pirata tuerto pintado en la pared, y la canción era extraña pero familiar: era una canción que Rosa Diamond tarareaba con frecuencia, y la voz también era familiar, aunque un poco diferente, menos temblona; más joven. Inexplicablemente, la puerta del cobertizo estaba abierta y el viento la batía. Él fue hacia la canción.

«Quítate la gabardina», dijo. Ella vestía como el día de la isla blanca: falda y botas negras y blusa de seda blanca, sin sombrero. Él extendió la gabardina en el suelo del cobertizo. Su forro escarlata relucía en aquel pequeño espacio iluminado por el claro de luna. Ella se tendió entre el revoltijo de una vida inglesa, palos de criquet, una pantalla amarillenta, jarrones desportillados, una mesita plegable, baúles, y extendió un brazo hacia él. Él se tendió a su lado.

«¿Cómo puedo gustarte? —murmuró—. Soy mucho mayor que tú».