VII. El Ángel Azraeel
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Todo se reducía al amor, se decía Saladin Chamcha en su guarida: amor, el pájaro refractario del libreto de Meilhac y Halévy para Carmen —uno de los ejemplares campeones, éste, del Aviario Alegórico que él había coleccionado en días más felices, y que comprendía, entre sus aladas metáforas, el Dulce (de juventud), el Amarillo (más afortunado que yo), el Pájaro del Tiempo de Khayyáam-Fitzgerald sin adjetivo (al que poco le queda que volar y, ¡ay!, está en el aire), y el Obsceno; este último, de una carta escrita por Henry James padre a sus hijos… «Todo hombre que haya alcanzado aunque no sea más que su adolescencia intelectual, empieza a sospechar que la vida no es una farsa; ni siquiera comedia; que, por el contrario, florece y fructifica a partir de las más sombrías profundidades de la penuria esencial en la que se hunden las raíces de su sujeto. La herencia natural de toda persona que sea capaz de vida espiritual es una selva indómita en la que aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche». Ahí va eso, hijitos—. Y, en vitrina aparte, pero próxima, de la fantasía del Chamcha joven y feliz, aleteaba el cautivo de una pieza de música burbujeante campeona de la lista de éxitos, la Alegre Mariposa Huidiza que compartía l'amour con el oiseau rebelle.
El amor, una zona en la que nadie que desee poseer un cuerpo humano (lo contrario del androide robótico skinneriano) con experiencia puede permitirse suspender operaciones, el amor, decía, te estafa, no cabe duda, y, probablemente, te chafa. Incluso te avisa de antemano. «El amor es un pequeño bohemio —canta Carmen, que es Paradigma de la Amada, su modelo, eterno y divino—, y, si me amas, ten cuidado». No se puede pedir más sinceridad. El propio Saladin, en sus tiempos, había amado a muchas, y ahora (así había llegado a creerlo) sufría en su carne de amante incauto la venganza del Amor. De las cosas de la mente, lo que él más había amado era la cultura proteica e inagotable de los pueblos de habla inglesa; dijo, cuando cortejaba a Pamela, que Otelo, «esa obra por sí sola», valía tanto como toda la producción de cualquier otro dramaturgo de cualquier otra lengua, y aunque no se le escapaba que la definición tenía su hipérbole, no creía exagerar mucho. (Pamela, desde luego, hacía esfuerzos constantes para traicionar a su clase y a su raza y, como era de esperar, se mostró horrorizada, comparó a Otelo con Shylock y luego la emprendió con el racista de Shakespeare, creador de semejante pareja). Él había luchado, al igual que el escritor bengalí Nirad Chaudhuri antes que él —aunque sin aquel pícaro afán de dárselas de enfant terrible— para poder aceptar el desafío representado por la frase Civis Britannicus sum. El Imperio ya no existía, pero él sabía que «todo lo bueno y vivo que tenía dentro» había sido «creado, modelado y estimulado» por su encuentro con este islote de sensibilidad, rodeado por la fría sensatez del mar. En cuanto a lo material, él había dado su amor a esta ciudad, Londres, prefiriéndola a su ciudad natal y a cualquier otra; se había deslizado sigilosamente sobre ella, con creciente emoción, quedándose quieto como una estatua cuando ella miraba hacia él, soñando con ser el que llegara a poseerla y, de este modo, convertirse en ella, como en ese juego de los niños ingleses que se llama «los pasos de la abuela», en el que el niño que toca al que «se queda» asume la deseada identidad; o como en el mito de la Rama de Oro. Londres, su naturaleza de conglomerado refleja la suya propia, y su reticencia, también; sus gárgolas, las fantasmales huellas en sus calles de pisadas romanas, los graznidos de los gansos que emigran. Su hospitalidad —¡sí!— a pesar de las leyes de inmigración, y de su propia reciente experiencia, él aún creía que existía: una bienvenida imperfecta, cierto, capaz de la intolerancia, pero real, como quedaba demostrado por la existencia, en un barrio de Londres Sur, de una taberna en la que no se oía más que ucraniano, y por la reunión anual, celebrada en Wembley, a tiro de piedra del gran estadio rodeado de ecos imperiales. —Empire Way, Empire Pool— de más de un centenar de delegados, todos descendientes de una única aldea de Goa. «Nosotros, los londinenses, podemos enorgullecemos de nuestra hospitalidad», dijo a Pamela, y ella, sin poder contener la risa, lo llevó a ver la película de Buster Keaton que lleva este mismo título, en la que el cómico, al llegar al final de una absurda línea de ferrocarril, es objeto de un recibimiento brutal. En aquel entonces, ellos gozaban con aquellas discrepancias y, tras acaloradas disputas, acababan
en la cama… Él volvió a concentrar su errabundo pensamiento en el tema de la metrópoli.
Su —se repetía con terquedad— larga tradición de refugio, condición que mantenía a pesar de la recalcitrante ingratitud de los hijos de los refugiados; y todo ello sin recurrir a la retórica virtuosa y autosuficiente alusiva a «los afligidos y perseguidos» que utilizaba la «nación de inmigrantes» del otro lado del océano, a la que tampoco se le daba muy bien eso de abrir los brazos. ¿Acaso los Estados Unidos, con todos sus es-en-la-actualidad-o-ha-sido-alguna-vez hubieran permitido a Ho Chi Minh cocinar en sus hoteles? ¿Qué diría su ley McCarran-Walter acerca de un Karl Marx de hoy, de barba florida, que pretendiera cruzar la línea amarilla de sus fronteras? ¡Oh Londres Londres! Hay que tener el alma embotada para no preferir tus esplendores marchitos, tus nuevas vacilaciones, a las furibundas certidumbres de la Nueva Roma transatlántica con su gigantismo arquitectónico nazificado que esgrime la opresión del tamaño para hacer que sus ocupantes humanos se sientan como gusanos… Londres, a pesar de un aumento de protuberancias tales como la NatWest Tower —un logotipo corporativo extruido en la tercera dimensión—, conservaba su escala humana. ¡Viva! ¡Zindabad!
Pamela siempre reaccionaba con causticidad a tales transportes. «Son valores de museo —solía decirle—. Canonizados, colgados en marco dorado de paredes honoríficas». ¡Todo lo que pervivía la impacientaba! ¡Cambiarlo todo! ¡Rajarlo! El dijo: «Si lo consigues, harás imposible que, dentro de una o dos generaciones, aparezca alguien como tú». Ella celebraba esta visión de su propia caducidad. Si acababa como el dodó —convertida en una reliquia disecada, Traidora a su Clase, 1980—, ello indicaría sin duda una mejora en el mundo. Él se permitía disentir, pero para entonces ya estaban abrazados: lo cual, evidentemente, era una mejora, reconocía él.
(Un año, el Gobierno implantó el cobro a la entrada en los museos, y grupos de indignados amantes del arte se manifestaban delante de los templos de la cultura. Chamcha quiso levantar su propia pancarta y lanzar una contraprotesta de un hombre solo. ¿Sabía aquella gente lo que valían las cosas que había allí dentro? Ahí estaban, destrozándose los pulmones con unos cigarrillos que costaban, el paquete, más que las entradas por las que protestaban; lo que esa gente manifestaba al mundo era el poco valor que daba a su patrimonio cultural… Pamela golpeó el suelo con el pie. «No te atrevas a decir eso», le atajó. Ella sustentaba la opinión que privaba en el momento: la de que los museos valían tanto que no se podía cobrar por visitarlos. Es decir: «No te atreverás», y él, con sorpresa, descubrió que no se atrevía. Él no quería decir lo que podía parecer que había querido decir. Él quería decir que, quizás, en determinadas circunstancias, hubiera dado la vida por lo que había en aquellos museos. Por lo tanto, él no podía tomar en serio las objeciones al pago de unos peniques. Ahora bien, advertía que la suya era una posición oscura y vulnerable).
Y entre todos los seres humanos, Pamela, yo te quería a ti.
Cultura, ciudad, esposa, y un cuarto y último amor del que no había hablado a nadie: el amor a un sueño. En los viejos tiempos, el sueño se repetía aproximadamente una vez al mes; era un sueño sencillo, que tenía lugar en un parque de la ciudad, por una avenida de altos olmos cuyas ramas se unían formando un túnel verde en el que el cielo y el sol penetraban aquí y allá por las perfectas imperfecciones del dosel de hojas. En aquel reducto silvestre, Saladin se veía acompañado de un niño de unos cinco años al que enseñaba a ir en bicicleta. El niño, que al principio hacía unas eses alarmantes, se esforzaba heroicamente por alcanzar y mantener el equilibrio, con la ferocidad del que quiere que su padre esté orgulloso de él. El Chamcha del sueño corría detrás de su hijo imaginario sujetando la bicicleta por el portapaquetes situado encima de la rueda trasera. Luego la soltaba y el niño (sin saber que ya no lo sostenía nadie) seguía avanzando: el equilibrio se adquiría como el don del vuelo, y los dos se deslizaban por la avenida, Chamcha corriendo y el niño pedaleando cada vez con más fuerza. «¡Lo conseguiste!», gritaba Saladin con alegría, y el niño, no menos jubiloso, gritaba a su vez: «¡Mira, papá! ¡Mira qué pronto he aprendido! ¿No estás contento de mí? ¿No estás contento?». Era un sueño que hacía llorar, porque, al despertar, no había bicicleta ni había niño.
«¿Qué harás ahora?», le preguntó Mishal entre los destrozos de la discoteca Cera Caliente, y él contestó, con excesiva ligereza: «¿Yo? Me parece que volveré a la vida». Se dice pronto; al fin y al cabo, era la vida la que había recompensado su amor a un niño soñado con la falta de hijos: su amor a una mujer, con el distanciamiento de ella y su inseminación por el viejo compañero de estudios del marido; su amor a una ciudad, despeñándolo desde la cumbre de un Himalaya, y su amor a una cultura, haciendo que esa cultura lo acusara, lo humillara, lo destruyera en el potro. Pero no del todo, se dijo; estaba otra vez entero y podía inspirarse en el ejemplo de Niccolo Machiavelli (un hombre tratado injustamente, cuyo nombre, al igual que el de Muhammad-Mahoma-Mahound, se había convertido en sinónimo del mal; cuando, en realidad, su firme republicanismo lo envió al potro, en el que sobrevivió, ¿fueron tres vueltas de la rueda?, lo suficiente, en cualquier caso, para que otro en su lugar confesara haber violado a su abuela, o lo que fuera, con tal de poner fin al dolor; pero él no confesó nada, ya que no cometió crimen alguno mientras sirvió a la república florentina, aquella breve interrupción en la dominación de la familia Medici); si Niccolo había podido sobrevivir a semejante tortura y escribir esa acaso rencorosa o acaso sardónica parodia de la literatura sicofántica estilo espejo-de-príncipes tan en boga en aquel entonces, titulada // Principe, seguida de los magistrales Discorsi, entonces él, Chamcha, no podía permitirse el lujo de darse por vencido. Por lo tanto, a la resurrección: a retirar la piedra de la oscura boca del sepulcro y a hacer puñetas los problemas jurídicos.
Mishal, Hanif Johnson y Pinkwalla —a cuyos ojos las metamorfosis de Chamcha habían convertido al actor en un héroe a través del cual la magia de las películas fantásticas con efectos especiales (Laberinto, Leyenda, Roger Rabbit) llegaba al Mundo Real— llevaron a Saladin a casa de Pamela en la furgoneta del disc-jockey; pero esta vez él se comprimió en la cabina, con los otros tres. Era primera hora de la tarde; Jumpy estaría aún en el centro deportivo. «Buena suerte», dijo Mishal dándole un beso, y Pinkwalla preguntó si quería que le esperasen. «No, gracias —respondió Saladin—. Cuando has caído del cielo, has sido abandonado por tu amigo, sufrido la brutalidad de la policía, te has convertido en macho cabrío, has perdido el trabajo además de la esposa, descubierto el poder del odio y recobrado la apariencia humana, ¿qué te queda sino, como diríais vosotros sin duda, hacer valer tus derechos?». Él los despidió agitando la mano. «Bien dicho», respondió Mishal, y arrancaron. En la esquina, los consabidos niños del barrio, con los que nunca estuvo en buenas relaciones, chutaban una pelota contra un farol. Uno de ellos, un canallita con ojos de cerdo de unos nueve o diez años, apuntó a Chamcha con un imaginario control remoto de vídeo gritando: «¡Avance rápido!». La suya era una generación que trataba de saltarse los trozos aburridos, molestos y desagradables, pulsando la tecla de «avance rápido» para pasar de un momento de gran acción y emoción al siguiente. Bienvenido al hogar, pensó Saladin, y tocó el timbre.
Pamela, al verlo, se echó realmente la mano a la garganta. «Creí que eso ya no lo hacía nadie —dijo él—. Por lo menos, desde Dr. Strangelove». Todavía no se le notaba el embarazo; él preguntó y ella se sonrojó, pero confirmó que iba bien. «Hasta ahora, bien». Naturalmente, estaba violenta; el ofrecimiento de una taza de café en la cocina llegó con varios segundos de retraso (ella «siguió» con el whisky, bebiendo de prisa, a pesar del niño); pero en realidad Chamcha se sintió en desventaja durante toda la entrevista. Era evidente que Pamela comprendía que tenía que ser ella la contrita. Ella era la que quería deshacer el matrimonio, la que le había negado por lo menos tres veces; pero él estaba tan torpe y tan tímido como ella, de manera que los dos parecían disputarse el papel de villano. La causa de la confusión de Chamcha —recordemos que no llegó con esta actitud pusilánime, sino con el ánimo firme y agresivo— fue que, al ver a Pamela, con aquella vivacidad exagerada, aquella cara que era como una máscara de santidad detrás de la que a saber qué gusanos se regalaban con carne putrefacta (le alarmó la hostilidad de las imágenes que le enviaba el subconsciente), la cabeza afeitada bajo el absurdo turbante, el aliento de whisky y el gesto duro que se había imprimido en los pequeños pliegues de sus labios, fue que, sencillamente, se había desenamorado y comprendido que no quería volver a vivir con ella ni en el caso (improbable pero no inconcebible) de que ella lo deseara. En el momento en que él se dio cuenta de ello, sin saber por qué, empezó a sentirse culpable y, por lo tanto, en desventaja. El perro de pelo blanco también le gruñía. Entonces él recordó que en realidad no le gustaban los animales.
«Supongo que lo que hice es imperdonable, ¿euh?», dijo ella como si hablara con el vaso, sentada a la vieja mesa de pino de la espaciosa cocina.
Aquel ¿euh?, americanizante, era nuevo. ¿Otro de los muchos atentados contra su casta? ¿O se le había contagiado de Jumpy o de cualquier hippy amigo suyo, como una enfermedad? (Otra vez aquel ensañamiento: basta ya. Ahora que había dejado de quererla, quedaba fuera de lugar). «No creo poder decir que soy capaz de perdonar —respondió él—. Al parecer, es una reacción que no depende de mi voluntad; es algo que se da o no se da, y yo no me entero hasta que ocurre. Digamos, por el momento, que el jurado está deliberando». A ella no le gustó aquello; ella quería que él resolviera la situación para que pudieran tomar el maldito café en paz. Pamela siempre hizo un café detestable; no obstante, no era esto lo que preocupaba a Chamcha en aquel momento. «Pienso instalarme aquí —dijo—. La casa es grande y hay espacio de sobra. Me reservaré el estudio y las habitaciones del piso de abajo, con el baño de los invitados, para estar completamente independiente. Pienso usar muy poco la cocina. Supongo que, puesto que no se encontró mi cadáver, oficialmente todavía estoy desaparecido-presumiblemente-muerto, y que tú no habrás ido al juzgado a borrarme del mapa. Por lo tanto, no creo que se tarde mucho en resucitarme, una vez avise a Bentine, Milligan y Sellers». (Respectivamente, abogado, gestor y agente de Chamcha). Pamela escuchaba en silencio, dando a entender con la postura que no pensaba discutir sus decisiones, que no había inconveniente: hacía reparación por medio del lenguaje corporal. «Después, venderemos esto y podrás conseguir tu divorcio». Él salió de la cocina rápidamente, haciendo mutis antes de que le diera el temblor, que le acometió nada más llegar a la guarida. Abajo, Pamela estaría llorando; él no lloraba con facilidad, pero a temblar nadie le ganaba. Y ahora empezaba también el corazón: bum, badum, dududum.
Para volver a nacer, antes tienes que morir.
Cuando se quedó solo, Saladin recordó de pronto que, en cierta ocasión, él y Pamela habían discutido, como discutían de todo, sobre un cuento que habían leído que trataba precisamente de la naturaleza de lo imperdonable. El título y el autor se le habían olvidado, pero el tema lo recordaba bien. Un hombre y una mujer habían sido amigos íntimos (nunca amantes) durante toda la vida. El día en que él cumplía veintiún años (entonces los dos eran pobres) ella le regaló, para bromear, el jarrón de cristal más horrible y ordinario que encontró, con unos colores que eran una parodia chillona de la alegría del cristal de Venecia. Veinte años después, cuando los dos habían triunfado y empezaban a peinar canas, ella fue a verle a su casa y se peleó con él por algo que él había hecho a un amigo de ambos. Durante la disputa, ella vio el viejo jarrón, que él conservaba en lugar de honor en la repisa de su estudio, y ella, sin interrumpir sus reproches, lo barrió con un ademán y el jarrón se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. Y él no volvió a dirigirle la palabra; cuando ella se moría, medio siglo después, él se negó a visitarla en su lecho de muerte y no asistió al entierro, a pesar de que fueron a verle emisarios para decirle que éstos eran los mayores deseos de ella. «Decidle que ella nunca supo lo mucho que yo valoraba lo que ella rompió». Los emisarios argumentaban, suplicaban, reprochaban. Si ella no sabía todo el significado que él daba a la baratija, ¿cómo podía reprochársele nada? ¿Y durante aquellos años, no había hecho ella infinidad de tentativas pidiendo perdón y ofreciendo reparación? Y ahora se moría, por Dios; ¿no podía olvidar al fin aquella pelea infantil? Habían perdido una vida de amistad, ¿no iban ni a poder decirse adiós? «No», respondió el implacable. «¿Es por el jarrón, o existe algún motivo más grave y tenebroso?». «Es por el jarrón —declaró él—. El jarrón y nada más». Pamela decía que el hombre era mezquino y cruel, pero Chamcha ya entonces advirtió la extraña intimidad, la inexplicable interioridad del caso. «No se puede juzgar una herida interna —dijo— por el tamaño de la herida, del agujero que se ve». Sunt lacrimae rerum, como habría dicho el ex maestro Sufyan, y durante muchos días no faltó a Saladin ocasión de descubrir las lágrimas en las cosas. Al principio, apenas salía de su guarida, para aclimatarse sin prisa, esperando que la habitación recobrara algo de aquella solidez reconfortante de antaño, de antes de la alteración del universo. Veía mucha televisión con mirada distraída, cambiando de canal compulsivamente, porque también él era miembro de la cultura del mando a distancia del presente, como el crío de la esquina, el de los ojitos de cerdo; también él podía comprender, o, por lo menos, hacerse la ilusión de que comprendía, el complejo videomonstruo que se crea pulsando el botón… Qué gran igualador era este chisme del control remoto, una cama de Procrustes siglo veinte; trivializaba lo trascendente y daba trascendencia a lo trivial hasta que todas las emisiones, anuncios, asesinatos, concursos, las mil y una alegrías y horrores de lo real y lo imaginario adquirían un peso igual; y si el Procrustes original, ciudadano de una cultura que podríamos llamar «artesana», había tenido que ejercitar tanto el cerebro como el músculo, él, Chamcha, podía permanecer recostado en su butaca Parker-Knoll y dejar que sus dedos hicieran los cortes. Mientras recorría canales, le parecía que la caja estaba llena de monstruos: había mutantes —«Mutts»— en Dr. Who, criaturas extrañas que parecían cruces de diferentes tipos de maquinaria pesada: cosechadoras de heno, cucharas mecánicas, carretillas, prensas y sierras, mandadas por unos crueles cabecillas-sacerdotes llamados Mutilasians; la televisión infantil parecía estar poblada únicamente de robots humanoides y criaturas de cuerpo metamórfico, mientras que los programas para adultos ofrecían un desfile interminable de deformes subproductos humanos de las más avanzadas ideas de la medicina moderna, y de sus cómplices, las enfermedades modernas y la guerra. Al parecer un hospital de la Guayana conservaba el cuerpo de un tritón perfectamente formado, con sus aletas y sus escamas. En los Highlands de Escocia estaba en auge la licantropía. Se discutía seriamente la viabilidad genética del centauro. Se mostraba una operación de cambio de sexo. Aquello le recordó una detestable poesía que Jumpy Joshi le había enseñado tímidamente en el Shaandaar D y D. Se llamaba «Canto al Cuerpo Ecléctico» y era representativa del conjunto. Pero, de todos modos, él tiene un cuerpo completo, pensó Saladin con amargura. Le ha hecho un niño a Pamela sin el menor esfuerzo; en sus malditos cromosomas no debe de haber palitos rotos… Hasta se vio a sí mismo en la reposición de un viejo «clásico» de La hora de los Aliens (en la cultura de «avance rápido», la categoría de clásico se consigue en no más de seis meses, a veces, de un día para otro). El efecto de toda aquella contemplación de la caja fue una buena abolladura en lo que aún le quedaba de su concepto de la calidad media normal de lo real; pero también había en funcionamiento fuerzas de signo contrario.
En El mundo del jardinero le enseñaron a hacer el injerto llamado «de quimera» (casualmente, el mismo que era el orgullo del jardín de Otto Cone); y aunque su falta de atención le hizo perderse el nombre de los dos árboles que se habían fundido en uno. —¿Morera? ¿Laurel? ¿Retama?—, el árbol en sí le produjo un sobresalto que le hizo erguirse en su asiento. Allí la tenía, una quimera palpable, con raíces, firmemente plantada y desarrollándose vigorosamente en suelo inglés: un árbol, pensó, que podía ocupar el lugar metafórico de aquel otro árbol que el padre de uno había talado en un lejano jardín en otro mundo, distante e incompatible. Si este árbol era viable, él también podía serlo; también él podía ser coherente, echar raíces, sobrevivir. Entre todas las imágenes televisuales de las tragedias híbridas —la inutilidad de los tritones, los fracasos de la cirugía plástica, la vaciedad de buena parte del arte moderno, tan insípido como el esperanto, la Coca-Colonización del planeta— se le ofrecía este regalo. Suficiente. Apagó el televisor.
Gradualmente, su rencor hacia Gibreel fue disminuyendo. Tampoco los cuernos, pezuñas, etcétera volvían a aparecer. Evidentemente, se había iniciado un proceso de curación. En realidad, a medida que pasaban los días, no ya Gibreel, sino todas las experiencias vividas últimamente por Saladin, llegaron a parecerle incoherentes, como ocurre incluso con la más pertinaz de las pesadillas una vez te has lavado la cara, cepillado los dientes y tomado una taza de algo fuerte y caliente. Empezó a hacer expediciones al mundo exterior, a los asesores profesionales, abogado gestor agente, a los que Pamela solía llamar «los gorilas», y cuando estaba sentado entre los contraplacados, libros y carpetas de aquellos despachos serios, en los que, evidentemente, nunca podrían ocurrir milagros, él solía aludir a su «enfermedad», «el trauma del accidente», etcétera, explicando su desaparición como si nunca hubiera caído del cielo, cantando «Rule Britannia» mientras Gibreel aullaba una canción de la película Shree 420. Hizo un esfuerzo para reanudar su antigua actividad cultural yendo a conciertos, salas de exposiciones y teatros, y, si su reacción era un tanto abúlica, si estas visitas no conseguían hacerle volver a casa en el estado de exaltación que era el efecto que él esperaba de todo el arte puro, entonces él se repetía que la emoción no tardaría en volver; él había tenido «una mala experiencia» y necesitaba un poco de tiempo.
En su guarida, sentado en la butaca Parker-Knoll, rodeado de sus cosas —los pierrots de porcelana, el espejo en forma de corazón de caricatura, Eros sosteniendo en alto el globo de una lámpara antigua—, Saladin se felicitaba de ser la clase de persona incapaz de alimentar el odio durante mucho tiempo. Quizás, al fin y al cabo, el amor fuera más duradero que el odio; aunque el amor cambiara, siempre quedaba una sombra, una forma perdurable. Por ejemplo, hacia Pamela estaba seguro de no sentir sino el afecto más altruista. Quizás el odio era como una huella dactilar en el cristal del alma sensible; una simple marca de grasa, que se borraba sola. ¿Gibreel? Bah, ya estaba olvidado; ya no existía. Así, renunciar al rencor era alcanzar la libertad.
El optimismo de Saladin iba en aumento, pero el papeleo de su vuelta a la vida estaba resultando más lento de lo que él esperaba. Los bancos no se daban ninguna prisa en desbloquear sus cuentas y él tenía que pedir préstamos a Pamela. Tampoco le era fácil encontrar trabajo. Charlie Sellers, su agente, le explicó por teléfono: «Los clientes sienten escrúpulos. Empiezan a hablar de zombies, y todo esto les parece poco limpio, como robar una tumba». Charlie, que a sus cincuenta y tantos años conservaba la voz de niña pava de la aristocracia rural, daba la impresión de que compartía el punto de vista de los clientes. «Ten paciencia —le aconsejó—. Ya se les pasará. Al fin y al cabo, tú no eres un Drácula, por Dios». Gracias, Charlie.
Sí: su odio obsesivo hacia Gibreel, su sueño de exigir una venganza cruel y equitativa, todo esto eran cosas del pasado, aspectos de una realidad incompatible con su apasionado deseo de restablecer la vida normal. Ni siquiera la imaginería sediciosa y disolvente de la televisión podía desviarle de su propósito. Lo que él rechazaba era la imagen de sí mismo y de Gibreel como monstruos. Monstruos, pues vaya: la idea no podía ser más absurda. En el mundo había verdaderos monstruos: dictadores genocidas, violadores de niños, el Destripador de Abuelas. (Aquí no tenía más remedio que reconocer que, a pesar del excelente concepto que antaño le merecía la Policía Metropolitana, la detención de Uhuru Simba era excesivamente oportuna y conveniente). No tenías más que abrir un periódico amarillo cualquier día de la semana para encontrar a homosexuales irlandeses locos que llenaban la boca de tierra a los niños. Pamela, naturalmente, opinaba que el término de «monstruo» era excesivamente —¿cómo diría?— sentencioso hacia estas personas; la caridad, decía, nos exigía considerarlas como víctimas de la época. La caridad, respondía él, exigía consideración hacia las víctimas que hacían ellos. «Eres un caso perdido —dijo ella con su voz más aristocrática—. Y es que piensas en términos de mediocres puntos de debate».
Y había otros monstruos, no menos reales que los demonios de la prensa amarilla: el dinero, el poder, el sexo, la muerte, el amor. Ángeles y demonios, ¿qué falta hacían? «¿Por qué los demonios, si el hombre es ya un demonio?», preguntaba desde su buhardilla de Tishevitz el «último demonio» de Singer, el Nobel. A lo que Chamcha, con su ecuanimidad y su reflejo de todos-tenemos-nuestras-virtudes-y-nuestros-defectos, deseaba agregar: «¿Y por qué ángeles, si también el hombre es angélico?». (¿Cómo explicar, si no, la pintura de Leonardo? ¿Y era Mozart en realidad un Belcebú con peluca empolvada?). Pero había que reconocer, y éste era su punto original, que las circunstancias de la época no requerían explicaciones diabólicas.
Yo no digo nada. No me pidan que aclare las cosas en un sentido o en otro; la época de las revelaciones ya pasó. Las reglas de la Creación están bastante claras: tú haces unos planes, creas las cosas así o asá y luego las dejas a su aire. ¿Dónde estaría la gracia, si siempre hubieras de estar interviniendo, apuntando, cambiando las reglas, arbitrando en las peleas? Bien, hasta ahora me he mantenido bastante quieto y no tengo intención de cambiar de táctica. No crean que no he sentido el deseo de meter baza; sí que lo he sentido, muchas veces. Y, en una ocasión, hasta entré en escena, es verdad. Aparecí en la cama de Alleluia Cone y hablé con Gibreel superstar. Ooparvala o Neechayvala, preguntaba él, pero yo no le saqué de dudas; y tampoco pienso contarle nada al desconcertado Chamcha.
Ahora me marcho. Él va a acostarse.
Por la noche era cuando más le costaba mantener su nuevo, tímido y todavía frágil optimismo, porque por la noche no era tan fácil negar ese otro mundo de cuernos y pezuñas. Y estaba también el asunto de las dos mujeres que habían empezado a frecuentar sus sueños. La primera —costaba trabajo reconocerlo, incluso a uno mismo— no era otra que la mujer-niña del Shaandaar, su fiel aliada de sus tiempos de pesadilla que él tanto se empeñaba ahora en ocultar tras trivialidades y brumas, la aficionada a las artes marciales, la amante de Hanif Johnson: Mishal Sufyan.
La otra mujer —a la que dejara en Bombay con el puñal de su marcha clavado en el corazón, y que aún debía de creerle muerto— era Zeeny Vakil.
El nerviosismo de Jumpy Joshi cuando se enteró de que Saladin Chamcha había vuelto bajo su forma humana y ocupaba los últimos pisos de la casa de Notting Hill, era un espectáculo penoso que indignó a Pamela más de lo que ella hubiera estado dispuesta a reconocer. La primera noche —había decidido no decírselo hasta que lo tuviera seguro entre sábanas—, al oír la noticia, él dio un salto que le hizo ir a parar a un metro de la cama, y se quedó de pie en la alfombra azul celeste, en cueros, temblando y con el pulgar en la boca.
«Vuelve a la cama y no hagas el imbécil», ordenó ella, pero él movió furiosamente la cabeza y se sacó el dedo de la boca el tiempo justo para tartamudear: «¡Pero si él está aquí! ¡En esta casa! ¿Cómo quieres que jo…?». Hizo un lío con la ropa y huyó de la habitación. Ella oyó unos golpes que indicaban que los zapatos, y quizá también su persona, habían rodado por la escalera. «Me alegro —le gritó—. Ojalá te desnuques, gallina».
Pero, momentos después, Saladin recibió la visita de su separada esposa, que venía con la cara colorada y la cabeza desnuda y hablaba con voz sorda, apretando los dientes. «J. J. está ahí fuera, en la calle. El muy idiota dice que no entra si tú no le das permiso». Como de costumbre, había bebido. Chamcha, vivamente asombrado, preguntó impulsivamente: «¿Y tú? ¿Tú quieres que entre?». Lo cual fue interpretado por Pamela como afán de ahondar en la herida. Poniéndose aún más colorada, asintió con feroz humillación. Sí.
Por lo tanto, en su primera noche en casa, Saladin Chamcha salió a la calle. —«¡Eh, hombre! ¡No pasa nada!». Jumpy, aterrorizado, le saludó juntando las manos para disimular el miedo— y convenció al amante de su esposa de que se acostara con ella. Luego volvió al piso de arriba, porque Jumpy, confuso, no quería entrar en la casa mientras Chamcha estuviera a la vista.
«¡Qué hombre! —sollozó Jumpy a Pamela—. ¡Es un príncipe, un santo!».
«Si no te callas, te echo al perro», advirtió Pamela Chamcha, al borde de la apoplejía.
Jumpy siguió considerando perturbadora la presencia de Chamcha, que le parecía (a juzgar por su conducta) una sombra amenazadora a la que había que apaciguar constantemente. Cuando preparaba algún guiso para Pamela (con gran sorpresa y alivio de ella, Jumpy había resultado todo un chef de la cocina mughlai) él insistía en invitar a Chamcha a comer con ellos y, cuando Saladin se excusaba, le subía una bandeja, explicando a Pamela que lo contrario sería una grosería y hasta una provocación. «¡Fíjate lo que consiente bajo su propio techo! Este hombre es un gigante; lo menos que podemos hacer es ser corteses». Pamela, con creciente indignación, tenía que soportar una serie de actos de este tenor con las homilías correspondientes. «Nunca hubiera creído que fueras tan convencional», rezongaba, y Jumpy respondía: «Es, simplemente, cuestión de respeto». En nombre del respeto, Jumpy llevaba a Chamcha tazas de té, periódicos y correo: cada vez que llegaba a la enorme casa, no dejaba de subir a hacerle una visita de veinte minutos por lo menos, el tiempo mínimo que su sentido de la cortesía consideraba adecuado, mientras Pamela paseaba y se servía bourbon tres pisos más abajo. Llevaba a Saladin pequeños obsequios: ofrendas propiciatorias de libros, viejos programas de teatro y máscaras. Cuando Pamela protestaba, él argumentaba con un apasionamiento inocente y testarudo: «No podemos hacer como si él fuera invisible. Está aquí, ¿no? Pues tenemos que darle entrada en nuestra vida». Pamela respondió agriamente: «¿Por qué no le invitas a que se acueste con nosotros?». A lo que Jumpy respondió completamente en serio: «No creí que tú consintieras».
A pesar de su incapacidad para relajarse y aceptar con naturalidad la presencia de Chamcha en el piso alto, en el interior de Jumpy Joshi algo se había apaciguado al recibir de aquel modo tan poco usual la bendición de su antecesor. Ahora que podía reconciliar los imperativos del amor y de la amistad, estaba mucho más alegre y sentía que en su interior arraigaba la idea de la paternidad. Una noche tuvo un sueño que por la mañana le hizo llorar de ilusionada esperanza: un simple sueño, en el que él corría por una avenida arbolada, ayudando a un niño a montar en bicicleta. «¿No estás contento de mí? —gritaba el niño, jubiloso—. Mira, ¿no estás contento?».
* 2 *
Pamela y Jumpy intervenían en la campaña organizada para protestar por la detención del doctor Uhuru Simba por los asesinatos del Destripador de Abuelas. También esto lo discutió Jumpy con Saladin en el último piso. «Todo está amañado, a base de pruebas circunstanciales e insinuaciones. Hanif dice que por las brechas que hay en la acusación podría pasar un camión. Es, sencillamente una encerrona; lo que está por ver es hasta dónde piensan llegar. Que lo procesan, es seguro. Incluso quizá tengan testigos que declaren que le vieron despedazar a las ancianas. Depende de las ganas que tengan de cazarlo. Yo diría que bastantes. Hace tiempo que se le oye mucho en esta ciudad». Chamcha aconsejó prudencia. Recordando el odio de Mishal Sufyan hacia Simba, dijo: «Ese hombre tiene antecedentes de violencia contra las mujeres, ¿no?». Jumpy volvió las palmas de las manos hacia fuera. «En su vida personal —reconoció—, ese hombre es mierda. Pero eso no quiere decir que vaya por ahí destripando a ciudadanas de la tercera edad; no hay que ser un ángel para ser inocente. A menos que seas negro, naturalmente. —Chamcha dejó pasar la observación sin hacer comentarios—. Aquí la cuestión no es personal, sino política —recalcó Jumpy, y agregó al levantarse para salir—: Hum, mañana hay una reunión para tratar de eso. Pamela y yo tenemos que ir; por favor, quiero decir si quieres, si te interesa, claro, podrías ir con nosotros». «¿Le has pedido que vaya con nosotros? —Pamela no podía creerlo. Ahora tenía náuseas casi constantemente, lo cual no contribuía a ponerla de buen humor—. ¿Le has invitado sin consultarme? —Jumpy estaba contrito—. De todos modos, no importa —le absolvió—. No es fácil que a él le pillen en un acto de ésos».
Pero por la mañana Saladin se presentó en el vestíbulo con un elegante traje marrón, abrigo de piel de camello, bufanda de seda y sombrero marrón de copa hendida tirando a lechuguino. «¿Adónde vas? —preguntó Pamela con turbante, chaqueta de cuero excedente militar y pantalones de chándal que revelaban el incipiente ensanchamiento de su cintura—. ¿Al condenado Ascot?». «Tenía entendido que se me había invitado a una reunión», respondió Saladin con su acento menos combativo, y Pamela hizo una mueca. «Ten mucho cuidado —le advirtió—. Con esa pinta, lo más probable es que te atraquen».
¿Qué le atraía al otro mundo, a la subciudad cuya existencia había negado tan insistentemente? ¿Qué o, mejor dicho, quién le obligaba, por el mero hecho de su existencia, a salir del capullo-guarida en el que, poco a poco —por lo menos eso creía él—, iba recuperando su antigua personalidad, y zambullirse en las peligrosas (por ignotas) aguas del mundo y de sí mismo? «Yo tengo el tiempo justo de ir a la reunión antes de la clase de karate», dijo Jumpy Joshi a Saladin. La clase de karate donde esperaba su alumna estrella: alta, con el arco iris en el pelo y, agregó Jumpy, dieciocho años recién cumplidos. Saladin, ignorando que también Jumpy sufría las mismas inconfesables ansias, cruzó la ciudad para aproximarse a Mishal Sufyan.
Él pensaba que sería una reunión pequeña, y había imaginado una trastienda llena de tipos sospechosos con el aspecto y la oratoria de Malcolm X (Chamcha recordaba que le había divertido cierto chiste de un cómico de la televisión —«Está aquel del negro que se cambió el nombre adoptando el de Mr. X y luego demandó a News of the World por libelo»—, con lo que provocó una de las peores peleas de su matrimonio), y alguna que otra mujer indignada; él esperaba mucho puño cerrado y mucha rectitud moral. Lo que encontró fue una sala grande, la Casa de los Amigos de Brickhall, atestada de todos los tipos imaginables: mujeres viejas y anchas y colegiales uniformados, Rastas y trabajadores de hostelería, el personal del pequeño supermercado chino de Plassey Street, caballeros sobriamente vestidos y chicos turbulentos, blancos y negros. El ánimo de la multitud distaba mucho de ser la especie de histerismo evangélico que él había imaginado; era tranquilo, preocupado, deseoso de saber lo que podía hacerse. Había cerca de él una joven negra que miró su atuendo con expresión de regocijo; él la miró a su vez y ella rió: «Oh, perdón, no quería molestar». Ella llevaba una insignia lenticular de las que cambian el mensaje cuando te mueves. Según el ángulo, se leía: Uhurupor el Simba o Libertad para el León. «Es por el significado del nombre que ha elegido —explicó ella innecesariamente—. En africano». ¿Qué lengua?, preguntó Saladin. Ella se encogió de hombros y se volvió hacia los oradores. Africano: nacido, según ella, en Lewisham, o Depford, New Cross, era todo lo que ella necesitaba saber… Pamela le siseó al oído. «Veo que por fin has encontrado a alguien que te hace sentirte superior». Todavía podía leer en él como en un libro abierto.
Una mujer pequeñita de unos setenta y cinco años fue conducida al estrado que se levantaba a un extremo de la sala por un hombre huesudo que, según observó Chamcha casi con alivio, parecía realmente un dirigente del Poder Negro americano, concretamente el joven Stokely Carmichael —las mismas vehementes gafas—, y que hacía las veces de una especie de presentador. Resultó ser Walcott Roberts, hermano menor del doctor Simba, y la ancianita, Antoinette, su madre. «Sabe Dios cómo saldría de esa mujer algo tan grande como Simba», susurró Jumpy, y Pamela frunció el entrecejo con severidad por un sentimiento nuevo de solidaridad con todas las embarazadas, del pasado tanto como del presente. Pero cuando Antoinette Roberts empezó a hablar, su voz era lo bastante potente para llenar la sala sólo por capacidad pulmonar. Ella quería hablar del comportamiento de su hijo en la vista preliminar, y la señora tenía elocuencia. La suya era la que Chamcha consideraba una voz educada; hablaba con el acento de la BBC del que ha aprendido la pronunciación inglesa por la radio, pero también había evangelio en sus palabras, y sermón del fuego infernal. Mi hijo llenó esa sala —dijo al silencioso auditorio—. Señor, y cómo la llenó. Sylvester (ya me perdonaréis si uso el nombre que yo le puse, sin menospreciar el nombre de guerrero que él eligió para sí; es sólo por la costumbre), Sylvester, se alzó en aquella sala como Leviatán de las olas. Quiero que sepáis cómo habló: habló alto y habló claro. Habló mirando al adversario a los ojos, y ¿creéis que el fiscal le hizo bajar la mirada? Ni en un mes de domingos. Y quiero que sepáis lo que dijo: “Yo comparezco aquí”, declaró mi hijo, «porque he optado por desempeñar el viejo y honorable papel del negro arrogante. Estoy aquí porque no estuve dispuesto a parecer razonable. Estoy aquí por mi ingratitud». Era un coloso entre enanos. «Que nadie se equivoque», dijo en ese tribunal, “estamos aquí, hemos venido a cambiar las cosas. Yo reconozco, desde luego, que nosotros también seremos cambiados; africanos, caribeños, indios, pakistaníes, bangladeshíes, chipriotas, chinos, somos diferentes de como seríamos si no hubiéramos cruzado el océano, si nuestras madres y nuestros padres no hubieran cruzado los cielos en busca de trabajo y dignidad y de una vida mejor para sus hijos. Hemos sido hechos de nuevo; pero digo que también nosotros reharemos esta sociedad, la reformaremos de arriba abajo. Nosotros seremos los leñadores que cortarán la madera muerta y los jardineros de la madera nueva. Ahora nos toca a nosotros”. Quiero que penséis en lo que mi hijo, Sylvester Roberts, el doctor Uhuru Simba, ha dicho en la sala de justicia. Pensad en ello mientras decidimos lo que hay que hacer.
Su hijo Walcott la ayudó a bajar del estrado entre los vítores y cantos; ella inclinó la cabeza sobriamente en dirección al ruido. Siguieron discursos menos carismáticos. Hanif Johnson, abogado de Simba, hizo una serie de sugerencias: la galería de visitantes debía estar llena a rebosar; los jueces debían darse cuenta de que eran observados; habría piquetes en la puerta de la audiencia, y se organizarían turnos; se necesitaba recaudar fondos. Chamcha murmuró a Jumpy: «Nadie habla de sus antecedentes de agresión sexual». Jumpy se encogió de hombros. «Algunas de las mujeres a las que atacó están en esta sala. Mishal, por ejemplo, está ahí, fíjate, en el rincón, al lado del estrado. Pero no es el momento ni el lugar para hablar de eso. La conducta sexual de Simba es, digamos, un problema familiar. Mientras que aquí se trata de los problemas del Hombre». En otras circunstancias, Saladin habría tenido mucho que decir en respuesta a esta afirmación. Por ejemplo, habría argumentado que los antecedentes de violencia de un hombre no podían descartarse tan fácilmente ante una acusación de asesinato. También, que no le gustaba el empleo de términos americanos tales como «el Hombre» en el peculiar contexto británico, porque aquí no había un pasado de esclavitud; parecía un intento de robar atributos a otras luchas más peligrosas, como tampoco podía aplaudir la decisión de los organizadores de alternar los discursos con canciones tan significativas como We Shall Overcome e, incluso, Por todos los santos del cielo Nkosi Sikelel' iAfrika. Como si todas las causas fueran una, y todas las historias, intercambiables. Pero no dijo ninguna de estas cosas, porque empezaba a darle vueltas la cabeza y a perder el sentido, ya que, por primera vez en su vida, había tenido una portentosa premonición de su muerte.
Hanif Johnson terminaba su discurso. Como ha escrito el doctor Simba, lo nuevo entrará en esta sociedad por los actos colectivos, no por los individuales. Citaba, según observó Chamcha, uno de los más populares slogans de Camus. El paso de la palabra a la acción moral, decía Hanif, tiene un nombre: humanización. Y ahora una bonita joven angloasiática, con una nariz un poquito bulbosa y una voz de blues grave y ligeramente cascada, se entregó a la canción de Bob Dylan / Pity the Poor Immigrant. Otra nota falsa e importada, porque aquella canción parecía un poco hostil hacia los inmigrantes, aunque había frases que te hacían vibrar, como la de las visiones del inmigrante que se rompen como el cristal, y de que está obligado a «construir su ciudad con sangre». A Jumpy, empeñado en resucitar con su poesía la vieja imagen racista de los ríos de sangre, debía de gustarle aquello. Estas cosas las experimentaba y pensaba Saladin como desde una considerable distancia. ¿Qué había sucedido? Esto: cuando Jumpy Joshi le hizo notar la presencia de Mishal en la sala, Saladin Chamcha, al mirarla, vio arder un fuego en el centro de la frente de la muchacha; y sintió, en el mismo instante, el batir y la sombra fría de un par de alas gigantescas. Se le nubló la vista, fenómeno que suele acompañar a la visión doble, porque le parecía que miraba a dos mundos a la vez; uno, la sala de actos, brillantemente iluminada, prohibido fumar, y el otro, un mundo de fantasmas en el que Azraeel, el ángel exterminador, bajaba en picado hacia él, y en el que la frente de una muchacha podía desprender llamas amenazadoras. Para mí ella es la muerte, eso es lo que significa, pensó Chamcha en uno de los dos mundos, mientras en el otro se decía que no fuera idiota; muchos de los que estaban en la sala llevaban esos estúpidos adornos tribales que últimamente se habían puesto de moda: aureolas de neón verde o cuernos de diablo pintados con fósforo; Mishal, probablemente, llevaría alguna pieza de bisutería de la Era espacial. Pero su otro yo volvió a la carga: esa chica te está vedada, le decía, no se nos ofrecen todas las posibilidades. El mundo es finito; nuestras ilusiones lo desbordan. Y en aquel momento entró en escena su corazón patapum, pumba, badabam.
Estaba fuera, Jumpy le atendía solícito y hasta la propia Pamela parecía preocupada. «La que está embarazada soy yo», le dijo con cierto rudo afecto. «¿Y quién te mandaba desmayarte? —insistía Jumpy—. Vale más que vengas conmigo a mi clase; descansas un rato y después te acompaño a casa». Pero Pamela quería llamar a un médico. No, no, iré con Jumpy. No pasa nada. Es que ahí dentro hacía calor. Faltaba el aire. La ropa era de mucho abrigo. Una tontería. Nada.
Había un cine de arte y ensayo al lado de la sala de actos, y Saladin estaba apoyado en el cartel de una película. La película era Mefisto, la historia de un actor que es seducido por el nazismo. En el cartel, el actor —el alemán Klaus Maria Brandauer— estaba vestido de Mefistófeles, con la cara blanca, una capa negra y los brazos levantados. Sobre su cabeza había unas líneas de Fausto:
¿Quién eres pues?
Parte de ese Poder, no comprendido,
Que siempre quiere el Mal, y siempre hace el Bien.
En el centro deportivo casi no se atrevía a mirar a Mishal (que también había salido de la reunión de Simba con tiempo para ir a clase). Aunque ella le saludó efusivamente, has vuelto, apuesto que porque querías verme, qué bien, él apenas consiguió decirle dos palabras con un mínimo de cortesía y mucho menos, preguntar llevabas un no sé qué luminoso en medio de la, porque ahora no lo llevaba, mientras levantaba las piernas y flexionaba su cuerpo largo, esplendoroso con sus leotardos negros. Hasta que, al advertir su frialdad, ella se retrajo, confusa y dolida.
«Nuestra otra estrella no ha venido hoy —dijo Jumpy a Saladin durante un descanso—. Miss Alleluia Cone, la mujer que subió al Everest. Me hubiera gustado presentártela. Ella conoce, bueno, al parecer, vive con Gibreel. Gibreel Farishta, el actor, el otro superviviente de la catástrofe».
El cerco se está cerrando. Gibreel derivaba hacia él, al igual que la India cuando, después de desgajarse del protocontinente de Gondwanaland, flotó hacia Laurasia. (Distraídamente, advirtió que sus procesos mentales sacaban extraños símiles). Cuando colisionaran, la fuerza del choque levantaría Himalayas. ¿Qué es una montaña? Un obstáculo; una trascendencia; sobre todo, un efecto.
¿Adónde vas? —le gritaba Jumpy—. Habíamos quedado en que yo te llevaría. ¿Te encuentras bien?
Perfectamente. Necesito andar un poco, y basta.
«De acuerdo, pero sólo si estás seguro».
Seguro. Salir de prisa, sin mirar hacia la resentida Mishal… La calle. De prisa, hay que marcharse cuanto antes de este sitio funesto, de este submundo. Dios: no hay escape. Unos escaparates, una tienda de instrumentos musicales, trompetas saxofones oboes, ¿cómo se llama?, «Buen Viento», y aquí, en el escaparate, un cartel barato. Que anuncia la vuelta inminente de, justo, el arcángel Gibreel. Su vuelta y la salvación del mundo. Camina. Vete pronto.
… Para ese taxi. (Sus ropas inspiran deferencia al taxista). Suba, caballero; ¿le molesta la radio? Un científico que estaba en aquel secuestro aéreo y perdió media lengua. Americano. Se la reconstruyeron, dice, con carne que le sacaron del trasero, con perdón. A mí no me haría ninguna gracia que me metieran un cacho de posadera en la boca, pero el pobre tío no tenía elección. Un tipo raro. Y con unas ideas curiosas.
En la radio, Eugene Dumsday, con su nalguda lengua, hablaba de las lagunas de los restos fósiles. El diablo quería silenciarme, pero el buen Dios y la técnica quirúrgica americana se lo impidieron. Estas faltas eran el caballo de batalla del creacionista: si lo de la selección natural era verdad, ¿dónde estaban las mutaciones casuales descartadas? ¿Dónde estaban los niños monstruos, las crías deformes de la evolución? Los fósiles no soltaban prenda. Ni un solo caballo de tres patas. Es inútil discutir con esa gente, dijo el taxista. Yo personalmente no paso por eso de Dios. Inútil, una pequeña parte de la razón de Chamcha estaba de acuerdo. Inútil sugerir que «los restos fósiles» fueran una especie de archivo. Además, desde Darwin la teoría de la evolución había recorrido un largo camino. Ahora se argumentaba que en las especies se producían cambios importantes, no del modo ciego y casual que se creía al principio, sino a grandes saltos. La historia de la vida no era un avance desordenado —al estilo tan inglés de la clase media— que la filosofía victoriana quiso que fuera, sino algo violento, una cosa de transformaciones dramáticas y acumulativas: según la vieja fórmula, más revolución que evolución. Ya tengo bastante, dijo el taxista. Eugene Dumsday se desvaneció del éter siendo sustituido por música disco. Ave arque vale.
Aquel día Saladin Chamcha comprendió que había estado viviendo en un estado de paz falsa, que el cambio en él era irreversible. Un mundo nuevo y sombrío se había abierto ante él (o dentro de él) cuando cayó del cielo; por más que él se aplicara a tratar de recrear su vieja existencia, aquello, ahora lo veía, era un hecho que no podía deshacerse. Creía ver ante él una carretera que se bifurcaba hacia derecha e izquierda. Cerró los ojos, se arrellanó en el asiento del taxi y escogió el camino de la izquierda.