7

Julia dejó la bicicleta cerca de casa de los Clark, un edificio grande y blanco, y se dirigió al porche. Nunca llamaba a la puerta antes de entrar, así que subió el escalón de un salto y abrió la puerta mosquitera. La escena que se encontró la dejó helada.

La mesa auxiliar del salón estaba hecha añicos y había manchas de sangre en la alfombra. Las sillas y los cojines estaban tirados por el suelo y Rachel y Aaron estaban abrazados en el sofá. Rachel estaba llorando.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Julia, con los ojos como platos.

—Gabriel —respondió Aaron.

—¿Gabriel? ¿Está herido?

—¡Él está bien! —respondió Rachel, riendo histéricamente—. Hace menos de veinticuatro horas que está en casa y ya se ha peleado con mi padre a empujones, ha hecho llorar a mi madre dos veces y ha enviado a Scott al hospital.

Aaron, muy serio, siguió acariciando la espalda de su novia para tranquilizarla.

Julia ahogó un grito.

—¿Por qué?

—¿Quién sabe? Es imposible saber qué le pasa por la cabeza. Ha discutido con papá y cuando mamá se ha interpuesto entre ellos, la ha empujado. Scott le ha dicho que lo mataría si volvía a ponerle un dedo encima, y Gabriel le ha dado un puñetazo y le ha roto la nariz.

Julia bajó la vista hacia la mesita. Vio que había trozos de cristal clavados en la alfombra, junto a la sangre, restos de tazas de café rotas y galletas desmenuzadas.

—¿Y qué ha pasado aquí? —preguntó, señalando la macabra escena.

—Scott se ha caído sobre la mesa por culpa de un empujón de Gabriel. Papá y Scott están en el hospital. Mamá se ha encerrado en su habitación y yo voy a pasar la noche en casa de Aaron.

Dicho esto, Rachel se levantó y arrastró a su novio hacia la puerta de la calle.

Julia seguía inmóvil en el sitio.

—Tal vez debería ir a hablar con tu madre.

—No pienso quedarme aquí ni un minuto más. Mi familia está rota. —Con estas palabras, su amiga se marchó.

Julia se acercó a la escalera, pero entonces oyó un ruido que venía de la cocina, por lo que se dirigió a esa parte de la casa. La puerta trasera estaba abierta y vio que había alguien sentado en el porche, llevándose una botella de cerveza a los labios. Tenía una abundante mata de pelo castaño, que brillaba a la luz del atardecer. Lo reconoció por las fotos que tenía Rachel.

Sin pensarlo dos veces, salió de la casa y se sentó cerca de él, en una tumbona de jardín, abrazándose las rodillas y apoyando la barbilla en ellas.

Gabriel la ignoró.

Julia lo examinó a conciencia, grabándose su imagen a fuego en la memoria. En persona era todavía más guapo. Tenía los ojos azules inyectados en sangre, pero aun así resultaban impresionantes y contrastaban vivamente con sus cejas oscuras. Resiguió el ángulo de sus pómulos, de su nariz, noble y recta, y de su mandíbula cuadrada. Se fijó en la barba de dos o tres días que le oscurecía la piel y casi le ocultaba un hoyuelo. Finalmente, clavó la vista en sus labios, observando la forma y grosor del labio inferior antes de darse cuenta de los moratones.

Tenía sangre en la mano derecha y un cardenal en la mejilla izquierda. El puño de Scott lo había alcanzado, pero sorprendentemente, Gabriel no había perdido el conocimiento.

—Llegas tarde para la sesión de las seis. Ha acabado hace media hora.

Su voz era suave, casi tan agradable como sus rasgos. Por un instante, Julia pensó cómo sería oír esa voz pronunciando su nombre.

Se estremeció.

—Aquí hay una manta —le ofreció él, señalando una manta de lana a cuadros escoceses que tenía junto a la cadera. Sin levantar la vista, dio unos golpecitos a la prenda.

Julia lo miró con desconfianza. Cuando se convenció de que ya no era peligroso, se acercó y se sentó en un taburete, aunque todavía manteniendo cierta distancia. Se preguntó si sería rápido corriendo. Y luego se preguntó si ella podría correr más rápido si la persiguiera.

Gabriel le dio la manta.

—Gracias —murmuró Julia, cubriéndose los hombros con ella.

Lo miró de reojo. Era bastante alto y se lo veía encogido en la silla Adirondack de jardín. La cazadora de cuero negro hacía que sus hombros parecieran más anchos. La llevaba desabrochada y Julia vio la amplia extensión de sus pectorales cubiertos por la ceñida camiseta, de color negro, igual que los vaqueros. Tenía las piernas largas. Se dio cuenta de que estaba más alto y fuerte que en las antiguas fotos de su hermana.

Quería decir algo, pero no se atrevía. Quería preguntarle por qué había actuado de un modo tan violento con la familia más agradable que conocía. Pero era demasiado tímida y, además, estaba un poco asustada. Así que, en vez de eso, le preguntó si tenía un abridor.

Gabriel frunció el cejo, pero llevándose la mano al bolsillo trasero del pantalón, sacó uno y se lo ofreció.

Ella le dio las gracias y se quedó inmóvil. Él se volvió hacia la caja de cervezas medio vacía que tenía a la espalda, cogió una botella y se la ofreció.

—Permíteme —le dijo, sonriendo al mirarla por fin a la cara. Julia le devolvió el abridor y él destapó la cerveza con facilidad, brindando después haciendo entrechocar las botellas—. ¡Salud!

Ella bebió para no hacerle un feo, tratando de no atragantarse cuando aquella bebida con sabor a cebada le llegó a la boca. Sin darse cuenta, ronroneó.

—¿Habías probado la cerveza alguna vez? —le preguntó él sonriendo.

Julia negó con la cabeza.

—Pues me alegro de haber sido el primero.

Ella se ruborizó y ocultó la cara bajo su mata de pelo color caoba.

—¿Qué haces aquí? —Gabriel la miraba con curiosidad.

Julia tardó unos segundos en responder, buscando una manera delicada de decirlo.

—Estaba invitada a cenar. «Esperaba conocerte al fin».

Él se echó a reír.

—Pues me temo que he estropeado la velada. Bien, señorita Ojos Castaños, añada eso a mi cuenta.

—¿Puedo preguntarte qué ha pasado? —Julia lo preguntó en voz muy baja, casi en un susurro, para que no se le notara el temblor.

—¿Puedo preguntarte por qué todavía no has salido corriendo? —contraatacó él, mirándola fijamente con sus ojos azules.

Ella volvió a agachar la cabeza. Esperaba que, si se mostraba sumisa, se le pasaría el enfado. Sabía que estar allí con Gabriel después de lo que había pasado era una tontería. Estaba borracho y, si se ponía violento, Julia no tenía a nadie cerca a quien pedir ayuda. Era un buen momento para marcharse.

Inesperadamente, él alargó el brazo y le apartó el pelo de la cara, colocándoselo detrás del hombro. Le acarició el cabello con los dedos durante unos momentos antes de soltárselo. Julia notó una especie de conexión entre los dedos de Gabriel y su pelo y volvió a ronronear con los ojos cerrados, olvidándose de lo que le había preguntado.

—Hueles a vainilla —comentó él, cambiando de postura para verla mejor.

—Es el champú.

Gabriel se acabó la cerveza y abrió otra inmediatamente, bebiendo un buen trago antes de volverse hacia Julia otra vez.

—No sé cómo ha pasado.

—Te quieren mucho. Se pasan el día hablando de ti.

—El hijo pródigo. O un demonio, tal vez. El demonio Gabriel —dijo, riendo amargamente antes de acabarse la nueva cerveza de un trago y abrir otra.

—Estaban tan contentos de que volvieras a casa… Por eso tu madre me invitó a cenar.

—No es mi madre. Y tal vez Grace te invitase porque sabía que necesitaba a un ángel de pelo castaño que velara por mí.

Se inclinó hacia ella y le apoyó la mano en la mejilla. Julia ahogó una exclamación. Levantó la vista, sorprendida por su contacto, y quedó prisionera de sus ojos azules, que también la estaban mirando con sorpresa. Gabriel, claramente ebrio, le acarició la mejilla ruborizada con el pulgar y pareció dudar, como si no comprendiera de dónde salía el calor que desprendía la cara de la recién llegada. Cuando apartó la mano, Julia sintió ganas de llorar. Ya lo echaba de menos.

Dejando la botella en el suelo, él se levantó.

—El sol se está poniendo. ¿Quieres venir a dar un paseo?

Ella se mordió el labio. Sabía que no debería acompañarlo. Pero era Gabriel, el de la fotografía, y sabía que ésa sería seguramente su única oportunidad de estar con él. Después de lo que había pasado, dudaba que volviera de visita nunca más. O, por lo menos, durante una buena temporada.

Dejó la manta en el porche y lo siguió.

—Tráete la manta —le indicó él.

Julia la enrolló y se la puso bajo el brazo. Gabriel le cogió la otra mano.

Ella ahogó un grito al notar un cosquilleo que le empezaba en la yema de los dedos y le subía por el brazo. Tras superar la curva del hombro, se lanzó en picado hacia su corazón, haciendo que éste le latiera mucho más de prisa.

Gabriel le rozó la cabeza con la suya.

—¿No habías ido nunca de la mano de un chico? —Cuando ella negó con la cabeza, él se echó a reír suavemente—. Pues me alegro de ser el primero.

Se adentraron lentamente en el bosque y pronto dejaron de ver la casa de los Clark. A Julia le gustaba la manera en que su mano encajaba con la suya, mucho más grande, y cómo sus largos dedos se curvaban sobre el dorso de su mano. La sujetaba con delicadeza pero con decisión y, de vez en cuando, le apretaba los dedos como si quisiera recordarle que seguía allí. Julia pensó que tal vez ir de la mano con alguien era siempre así, aunque no tenía experiencia y no podía comparar.

Sólo había entrado en ese bosque una o dos veces anteriormente y siempre con Rachel. Si algo iba mal, probablemente se perdería, pero apartó esos pensamientos de su mente y se concentró en la agradable sensación de ser llevada de la mano por la fuerte y cálida del enigmático Gabriel.

—Antes pasaba mucho tiempo aquí —comentó él—. Es muy tranquilo. Un poco más lejos hay un huerto de manzanos abandonado. ¿Te lo ha enseñado Rachel?

Julia negó con la cabeza.

Gabriel la miró muy serio.

—Estás muy callada. Puedes hablar conmigo. Te prometo que no te morderé —dijo, con una de sus sonrisas características, una sonrisa que Julia había visto en las fotos de Rachel.

—¿Por qué has venido a casa?

Él ignoró su pregunta y siguió andando, pero le agarró la mano con más fuerza. Ella le devolvió el apretón para demostrarle que no estaba asustada. Aunque en realidad sí lo estaba.

—No quería venir a casa. No en este estado. Perdí algo y llevo semanas borracho.

Su honestidad la sorprendió.

—Pero si has perdido algo, puedes recuperarlo.

—No. Lo he perdido para siempre —replicó él, entornando los ojos.

Luego aceleró el paso y Julia tuvo que esforzarse para seguirle el ritmo.

—He venido a buscar dinero. Estoy desesperado. Y sí, estoy bien jodido también —dijo, estremeciéndose—. Ya estaba jodido antes de liarme a hostias con todo el mundo. Antes de que llegaras.

—Lo siento mucho.

Encogiéndose de hombros, Gabriel tiró de ella hacia la izquierda.

—Ya casi hemos llegado.

A través de una zona de vegetación menos tupida, entraron en un pequeño claro cubierto de hierba y salpicado de flores silvestres, malas hierbas y algún tocón de árbol. El silencio era tan intenso que casi podía oírse. En un extremo del claro había varios manzanos viejos y de aspecto abandonado.

—Aquí es —anunció él, señalando con el brazo a su alrededor—. Esto es el Paraíso.

Guiándola hasta una gran roca que inexplicablemente había caído en medio de aquel campo, Gabriel la sujetó por la cintura y la sentó en ella. Luego trepó y se sentó a su lado. Julia se estremeció. La roca estaba fría a la débil luz del atardecer y el frío se coló con facilidad a través de la fina tela de sus vaqueros.

Gabriel se quitó la cazadora y se la colocó sobre los hombros.

—Pillarás una pulmonía y te morirás —le advirtió distraídamente, rodeándole los hombros con el brazo y acercándola a él.

El calor corporal que irradiaba la calentó inmediatamente.

Julia inspiró hondo y suspiró, maravillándose de lo bien que encajaba bajo su brazo. Como si hubiera sido creada para estar allí.

—Eres Beatriz.

—¿Beatriz?

—La Beatriz de Dante.

Ella se ruborizó.

—No sé quién es.

Gabriel se echó a reír y Julia sintió su cálido aliento en la mejilla antes de que le acariciara la oreja con la nariz.

—¿No te han contado eso? ¿No te han dicho que el hijo pródigo está escribiendo un libro sobre Dante y Beatriz?

Al ver que no respondía, la besó suavemente en la cabeza.

—Dante era un poeta y Beatriz era su musa. La conoció cuando ella era muy joven y la amó a distancia toda la vida. Beatriz fue su guía en el Paraíso.

Julia lo escuchaba con los ojos cerrados, aspirando el aroma de su cuerpo. Olía a almizcle, a sudor y a cerveza, pero no hizo caso de eso y se centró en el aroma que era únicamente suyo. Gabriel tenía un olor muy masculino y potencialmente peligroso.

—Hay un cuadro de un pintor llamado Holiday. Te pareces mucho a su Beatriz —añadió él y, cogiéndole la mano, se llevó sus pálidos dedos a los labios, besándoselos con veneración.

—Tu familia te quiere. Deberías hacer las paces con ellos. —Julia no sabía de dónde habían salido aquellas palabras.

Gabriel se limitó a abrazarla con más fuerza.

—No son mi familia. No la de verdad. Además, es demasiado tarde, Beatriz.

Ella se sobresaltó al oírlo llamarla así. Realmente había bebido demasiado. Pero ni siquiera entonces apartó la cabeza que descansaba en su hombro. Poco después, Gabriel llamó su atención acariciándole el brazo.

—No has cenado.

Julia negó con la cabeza.

—No.

—¿Quieres que te dé de cenar?

A regañadientes, levantó la vista para mirarlo. Él sonrió y, bajando de la roca, se acercó a uno de los pocos manzanos que sobrevivían. Estudió los frutos y escogió el más grande y rojo que encontró. Luego cogió otro más pequeño y se lo guardó en el bolsillo mientras regresaba a su lado.

—Beatriz —dijo, ofreciéndole la manzana.

Ella se la quedó mirando, hipnotizada, como si se tratara de un tesoro.

Gabriel se echó a reír y la movió delante de sus ojos, como habría hecho un niño con un azucarillo delante de un poni. Julia cogió la manzana y se la llevó a la boca, mordiéndola con decisión.

Él observó cómo lo hacía; observó cómo tragaba. Luego volvió a su lado en la roca y la abrazó de nuevo, aparentemente satisfecho. Manteniéndole la cabeza apretada contra su hombro con delicadeza, se sacó la otra manzana del bolsillo y se la comió.

Se quedaron allí quietos mientras el sol se ponía. Cuando el claro estuvo a punto de quedar envuelto en sombras, Gabriel extendió la manta sobre la hierba.

—Ven, Beatriz —la invitó, tendiéndole la mano.

Julia sabía que era una locura sentarse con él en la manta, pero lo hizo igualmente. Estaba enamorada de Gabriel desde la primera vez que Rachel le enseñó una foto suya. Sin poder resistirse, había robado esa foto. Y ahora que lo tenía ante ella en persona, en carne y hueso, no podía hacer otra cosa que darle la mano.

—¿Alguna vez te has tumbado en el suelo al lado de un chico para mirar las estrellas? —preguntó él, tirando de ella hasta que estuvo tumbada a su lado.

—No.

Gabriel entrelazó los dedos con los suyos y las colocó encima de su corazón. Su latido firme y regular la tranquilizó.

—Eres hermosa, Beatriz. Como un ángel de ojos castaños.

Julia se volvió para mirarlo y sonrió.

—Pues yo creo que tú eres hermoso —dijo tímidamente, acariciándole la mandíbula y maravillándose de la sensación de su barba de tres días bajo los dedos.

Él sonrió a su vez y cerró los ojos. Ella le resiguió los rasgos de la cara con los dedos durante un buen rato, hasta que el brazo se le empezó a dormir.

—Gracias —dijo él, abriendo los ojos.

Ella sonrió y le apretó la mano, sintiendo que el corazón de Gabriel se aceleraba.

—¿Te han besado alguna vez?

Ruborizándose intensamente, Julia negó con la cabeza.

—Pues me alegro de ser el primero. —Incorporándose un poco y apoyándose en un brazo, se inclinó sobre ella con una sonrisa en los labios y los ojos brillantes.

Ella cerró los ojos justo antes de que sus labios se encontraran. Estaba flotando.

Los labios de Gabriel eran cálidos y acogedores y se posaron sobre los suyos con cuidado, como si tuviera miedo de lastimarla. Insegura y recelosa, Julia permaneció quieta, con la boca cerrada. Gabriel le acarició la mejilla con el pulgar, mientras su boca se movía delicadamente sobre la de ella.

El beso no fue lo que Julia esperaba.

Se había imaginado que sería un beso descuidado, algo violento. Se había imaginado que sus besos serían desesperados, urgentes, que sus dedos buscarían partes de su cuerpo que no estaba lista para dejarle tocar. Pero Gabriel dejó las manos donde las tenía, una acariciándole la parte baja de la espalda y la otra la mejilla. Fue un beso tierno y dulce, el tipo de beso que Julia se imaginaba que un amante le daría a su amada después de una larga ausencia.

La estaba besando como si la conociera, como si le perteneciera. Era un beso apasionado, lleno de emoción, como si cada fibra de su ser se hubiera fundido y extendido sobre sus labios para poder transmitírselas a ella. Su corazón dio un brinco ante esa idea. Nunca se habría imaginado que un primer beso pudiera ser así. Cuando la presión de los labios de Gabriel disminuyó, sintió ganas de llorar. Era consciente de que nadie volvería a besarla así nunca más. Ningún hombre podría estar nunca a su altura. Nunca.

Él suspiró hondo y la besó en la frente antes de apartarse.

—Abre los ojos.

Al hacerlo, Julia se encontró con un par de ojos azules excepcionalmente claros y llenos de sentimiento, aunque no fue capaz de descifrar sus emociones. Gabriel sonrió y la besó en la frente una vez más antes de tumbarse y mirar las estrellas.

—¿En qué piensas? —preguntó ella, cambiando de postura y acurrucándose a su lado, muy cerca de él pero sin llegar a tocarlo.

—Pensaba en lo mucho que te he esperado. Esperaba y esperaba y nunca llegabas —respondió él con una sonrisa melancólica.

—Lo siento, Gabriel.

—Pero ahora estás aquí. Apparuit iam beatitudo vestra.

—No sé qué significa —contestó tímidamente.

—Significa «ahora aparece tu bendición», aunque debería ser «mi bendición», porque soy yo el que recibe la bendición de tu presencia. —Gabriel la abrazó. Pasándole un brazo por detrás, la sujetó por la cintura, abriendo los dedos—. Durante lo que me quede de vida soñaré con tu voz susurrando mi nombre.

Julia sonrió en la oscuridad.

—¿Te has quedado dormida alguna vez entre los brazos de un chico, Beatriz?

Ella negó con la cabeza.

—Pues me alegro de ser el primero. —Cambió de postura para que le apoyara la cabeza en el pecho, cerca del corazón. Su delicado cuerpo encajaba a la perfección a su lado—. Como la costilla de Adán —murmuró Gabriel contra su pelo.

—¿Tienes que marcharte? —susurró Julia, acariciándole el pecho con dedos vacilantes.

—Sí, pero no esta noche.

—¿Volverás? —Su voz era casi un gemido.

Él suspiró profundamente.

—Mañana seré expulsado del Paraíso, Beatriz. Nuestra única esperanza es que tú me encuentres. Búscame en el Infierno.

La volvió delicadamente, tumbándola en el suelo. Luego colocó una mano a cada lado de su cuerpo y se cernió sobre ella. Con los ojos muy abiertos, la miró con nostalgia, intensamente, como si pudiera ver dentro de su alma.

Y entonces, la besó.