4
El profesor Emerson se había equivocado al girar. Podría decirse que su vida estaba llena de giros equivocados, pero ése había sido totalmente accidental. Estaba leyendo en su iPhone un correo electrónico de su hermano, que seguía enfadado, mientras iba conduciendo su Jaguar en mitad de una tormenta en plena hora punta por el centro de Toronto. Por todo eso, había girado a la izquierda en vez de hacerlo a la derecha en la calle Bloor, dejando atrás el parque Queen. Y eso quería decir que iba en dirección contraria a la de su casa.
No podía cambiar de sentido en la calle Bloor en plena hora punta. De hecho, hasta le costó meterse en el carril derecho para poder dar la vuelta. Y así fue como vio a una señorita Mitchell con aspecto patético y muy mojada, que caminaba desanimada por la calle, como si fuera una persona sin hogar, y, en un ataque de culpabilidad, se encontró invitándola a subir al coche, un coche que era su orgullo y su capricho.
—Siento estropear la tapicería —se disculpó ella, insegura.
El profesor Emerson sujetó el volante con más fuerza.
—Tengo a alguien que lo limpia cuando se ensucia.
Julia agachó la cabeza, tratando de ocultar el daño que le habían causado sus palabras. Acababa de compararla con basura. Aunque no sabía de qué se extrañaba. Era consciente de que, para él, no valía más que la suciedad del suelo.
—¿Dónde vive? —le preguntó Emerson, tratando de iniciar una conversación sobre un tema seguro y educado que llenara lo que esperaba que fuera un trayecto breve.
—En la avenida Madison. Está ahí al lado, a la derecha —respondió Julia, señalando con el dedo.
—Sé dónde está Madison —replicó él con su impaciencia habitual.
Ella lo miró con el rabillo del ojo y se encogió en el asiento. Despacio, se volvió hacia la ventanilla y se mordió el labio inferior.
Gabriel Emerson maldijo para sus adentros. Incluso bajo aquella maraña de pelo mojado era bonita. Un ángel de pelo castaño vestido con vaqueros y zapatillas deportivas. Su mente se detuvo ante esa descripción. El término «ángel de pelo castaño» le resultaba extrañamente familiar, pero no logró recordar de qué le sonaba.
—¿En qué número de Madison? —preguntó en voz tan baja que a Julia le costó entenderlo.
—En el cuarenta y cinco.
Él asintió y aparcó frente al edificio de tres plantas. Era una casa de ladrillo rojo convertida en apartamentos.
—Gracias —murmuró ella y se apresuró a abrir la puerta para escapar.
—¡Espere! —le ordenó Emerson, alargando el brazo para coger un gran paraguas negro del asiento trasero.
Julia aguardó asombrada a que El Profesor diera la vuelta al coche y le abriera la puerta con el paraguas listo, esperando mientras su abominación y ella salían del Jaguar, para acompañarla luego hasta la puerta del edificio.
—Gracias —repitió Julia, mientras trataba de desabrochar la medio atascada cremallera de la mochila para sacar las llaves.
Él intentó disimular el disgusto que le provocaba la visión de aquella bolsa y permaneció en silencio mientras ella luchaba con la cremallera, viendo cómo se ruborizaba al no conseguirlo. Recordó la expresión de su cara en su despacho, arrodillada en la alfombra persa, y se le ocurrió que tal vez el problema actual fuera culpa suya.
Sin decir nada, le quitó la mochila de las manos y le dio el paraguas. Tras acabar de romper la cremallera, la sostuvo delante de ella para que buscara las llaves.
Julia las encontró al fin, pero estaba tan nerviosa que se le cayeron al suelo. Cuando las recogió, las manos le temblaban tanto que no atinó a dar con la llave correcta.
Emerson, que ya había perdido la paciencia, se las arrebató de la mano y empezó a probarlas una a una. Tras abrir la puerta, le hizo un gesto para que entrara antes de devolvérselas.
Julia recuperó también la denostada mochila y le dio las gracias una vez más.
—La acompañaré hasta la puerta de su apartamento —dijo él, siguiéndola por el pasillo—. Una vez, un vagabundo me abordó en el vestíbulo de mi edificio. Hay que ir con mil ojos.
Julia elevó una oración silenciosa a los dioses de los bloques de apartamentos, rogándoles que la ayudaran a localizar la llave del suyo rápidamente. Su oración fue escuchada. Estaba ya a punto de meterse en casa y cerrar la puerta, cuando se detuvo y, como si se conocieran de toda la vida, le sonrió y lo invitó a tomar una taza de té.
A pesar de la sorpresa que le causó su invitación, Emerson se encontró dentro del apartamento antes de poder plantearse si era buena o mala idea. Tras echar un vistazo alrededor, llegó a la conclusión de que había sido mala idea.
—¿Le guardo la gabardina, profesor? —le llegó la cantarina voz de Julia.
—¿Y dónde la pondrá? —preguntó él con altivez, al comprobar que no había ningún armario ni perchero a la vista.
Ella agachó la cabeza, sin atreverse a devolverle la mirada.
Al ver que se mordía el labio inferior, él se arrepintió de su falta de delicadeza.
—Perdone —se excusó, dándole la gabardina Burberry de la que se sentía tan orgulloso—. Y gracias.
Julia la colgó cuidadosamente de una percha que había detrás de la puerta de su habitación y dejó la mochila en el suelo.
—Pase. Póngase cómodo. Prepararé el té.
El profesor Emerson se acercó a una de las dos únicas sillas y se sentó, esforzándose por disimular lo incómodo que se sentía para no humillarla más. El apartamento entero era más pequeño que su cuarto de baño de invitados. Constaba de una cama pegada a la pared, una mesa plegable con dos sillas, una estantería pequeña de Ikea y una cómoda. Vio también lo que debía de ser un baño, junto a un pequeño armario empotrado, pero definitivamente no había cocina.
Buscó con la mirada algún rastro de actividad culinaria y finalmente vio un microondas y un calientaplatos eléctrico guardados de manera bastante precaria encima del armario. En una esquina, en el suelo, había un pequeño frigorífico.
—Tengo una tetera eléctrica —dijo ella alegremente, como si estuviera anunciando que tenía un anillo de diamantes de Tiffany’s.
Él se fijó en el agua que no dejaba de gotear de su cuerpo. Luego en la ropa que había debajo del agua. Y finalmente en lo que había debajo de la ropa… y que el frío hacía destacar. Con voz ronca, le sugirió que se secara antes de preparar el té.
Julia volvió a agachar la cabeza, avergonzada. Ruborizándose, se metió en el baño. Poco después, salió con una toalla lila sobre los hombros, sin quitarse la ropa y una segunda toalla en la mano. Al parecer, iba a agacharse para secar el reguero de agua que había dejado, pero él se lo impidió.
—Permítame hacerlo a mí —dijo—. Usted vaya a ponerse ropa seca antes de que pille una pulmonía.
—Y me muera —añadió ella con un susurro, mientras se dirigía al armario, con cuidado de no tropezar con las dos maletas.
Emerson se preguntó brevemente por qué no habría deshecho aún el equipaje, pero en seguida se olvidó del tema.
Frunció el cejo mientras secaba el agua del suelo de madera lleno de arañazos. Al acabar, se fijó en las paredes. Llegó a la conclusión de que en algún momento debieron de ser blancas, pero en esos momentos eran de un deslucido color crema y estaban empezando a desconcharse.
En el techo habían aparecido manchas de humedad y en una esquina ya empezaba a crecer moho. Se estremeció, preguntándose qué hacía una buena chica como la señorita Mitchell en un lugar tan espantoso. Aunque tenía que reconocer que el apartamento estaba muy limpio y recogido. Más de lo normal.
—¿Cuánto le cobran de alquiler? —preguntó, haciendo una mueca mientras volvía a acomodar su casi metro noventa de altura en aquel objeto infame que se hacía pasar por silla plegable.
—Ochocientos dólares al mes, gastos incluidos —respondió ella, antes de entrar en el baño.
Él se acordó de los pantalones de Armani que había tirado a la basura tras el viaje de vuelta de Pensilvania. No podía soportar llevar algo manchado de orina, ni siquiera después de haber sido lavado, pero con el dinero que Paulina se había gastado en esos pantalones, la señorita Mitchell habría podido pagar el alquiler de un mes. Y aún le habría sobrado algo.
Al mirar a su alrededor una vez más, observó que su alumna se había esforzado penosa y patéticamente por convertir aquel apartamento en un hogar en la medida de lo posible. Junto a la cama había una gran lámina del cuadro de Henry Holiday, Dante y Beatriz en el puente de la Santa Trinidad.
Se la imaginó con la cabeza en la almohada y el pelo largo y brillante enmarcándole la cara, contemplando a Dante antes de dormirse. A base de fuerza de voluntad, apartó esa imagen de su mente y reflexionó sobre lo extraño que era que ambos tuvieran una lámina del mismo cuadro. Al fijarse más, se dio cuenta de que Julia se parecía bastante a Beatriz, aunque hasta ese momento no se hubiese dado cuenta. La idea se le clavó en el cerebro como un sacacorchos, pero en ese momento no quiso darle más vueltas.
Se fijó en varias láminas más pequeñas que adornaban las paredes desconchadas del apartamento: un dibujo del Duomo de Florencia; un esbozo de la iglesia de San Marcos, en Venecia; una fotografía en blanco y negro de la cúpula de San Pedro, en Roma. Vio una hilera de macetas con plantas medicinales que adornaban la ventana, junto a un esqueje de filodendro que trataba de convertirse en planta adulta. Se fijó también en que las cortinas eran bonitas. Lisas, del mismo tono de lila que la colcha y los cojines. Y en la librería había muchos libros, tanto en inglés como en italiano, aunque al ver los títulos no quedó demasiado impresionado con su colección de aficionada. En resumen, el apartamento era viejo, diminuto, en mal estado y no tenía cocina. En caso de que hubiera tenido perro, él no habría permitido que ni siquiera éste viviera en un sitio así.
Julia volvió a aparecer con lo que parecía ropa de deporte, una sudadera negra con capucha y pantalones de yoga. Se había recogido su precioso pelo en lo alto de la cabeza con una pinza. Pero incluso así vestida seguía siendo muy atractiva. Demasiado atractiva, como una sílfide.
—Tengo English Breakfast o Lady Grey —le ofreció ella por encima del hombro. Se había puesto de rodillas para conectar la tetera eléctrica en el enchufe que había debajo de la cómoda.
Emerson la observó y negó con la cabeza mentalmente. Volvía a estar de rodillas, como en su despacho. Era evidente que no era una persona orgullosa ni arrogante y eso estaba bien, pero le dolía verla arrodillarse constantemente, aunque no habría sabido decir por qué.
—English Breakfast. ¿Por qué vive aquí?
Julia se incorporó bruscamente en respuesta a la dureza de su tono de voz. Luego le dio la espalda, mientras sacaba de la cómoda una gran tetera marrón y dos tazas de té sorprendentemente bonitas, con platos a juego.
—Es una calle tranquila en un barrio tranquilo. No tengo coche, así que busqué un sitio cercano a la universidad. —Se interrumpió mientras colocaba dos cucharillas de plata en los platitos—. Éste fue uno de los mejores apartamentos que encontré que no se saliera de mi presupuesto.
Dejó las elegantes tazas de té en la mesa plegable sin mirarlo y volvió a la cómoda.
—¿Por qué no se ha instalado en la residencia de estudiantes de Charles Street?
A ella se le cayó algo de la mano, pero él no vio de qué se trataba.
—Pensaba ir a otra universidad, pero al final no pudo ser. Cuando finalmente decidí venir aquí, ya no quedaban plazas en la residencia.
—¿A qué universidad pensaba ir?
Julia empezó a morderse el labio.
—¿Señorita Mitchell?
—A Harvard.
Emerson estuvo a punto de caerse de la silla.
—¿A Harvard? ¿Y qué demonios está haciendo aquí?
Julia disimuló una sonrisa, como si entendiera la causa de su enfado.
—Toronto es el Harvard del norte.
—No se ande con rodeos, señorita Mitchell, le he hecho una pregunta.
—Sí, profesor. Y sé que siempre espera una respuesta a sus preguntas —replicó ella, alzando una ceja hasta que él apartó la mirada—. Mi padre no pudo aportar la parte que se suponía que iba a destinar a mi educación y con la beca que me ofrecieron no me llegaba para vivir. Todo es mucho más caro en Cambridge que en Toronto. Ya debo miles de dólares en préstamos que pedí para poder estudiar la carrera en la Universidad de Saint Joseph y decidí no endeudarme más. Por eso estoy aquí.
Mientras volvía a arrodillarse para desenchufar la tetera, cuya agua ya hervía, El Profesor negaba con la cabeza, asombrado.
—Toda esa información no aparece en el expediente que me dio la señora Jenkins —protestó—. Debería haberme dicho algo.
Julia lo ignoró mientras añadía varias cucharadas de té a la tetera.
Él se echó hacia adelante, gesticulando vivamente.
—Este sitio es horrible. Ni siquiera tiene cocina. ¿De qué se alimenta?
Ella dejó la tetera y un pequeño colador de plata en la mesa y, sentándose, empezó a retorcerse las manos.
—Como mucha verdura fresca. Puedo preparar sopa y cuscús en el hornillo eléctrico. El cuscús es muy nutritivo —añadió, tratando de sonar despreocupada, pero sin lograr disimular el temblor de su voz.
—No puede alimentarse a base de esa basura. ¡Un perro come mejor que usted!
Julia agachó la cabeza, ruborizándose y luchando por no echarse a llorar.
El Profesor la miró un rato hasta que, por fin, la vio. Y mientras contemplaba la expresión torturada que nublaba sus preciosos rasgos, se dio cuenta de que él, el profesor Gabriel O. Emerson, era un egocéntrico hijo de puta. Acababa de avergonzarla por ser pobre, cuando ser pobre no era motivo de vergüenza. Él también había sido muy pobre. Julia era una mujer inteligente y atractiva, que además era una estudiante. No tenía nada de que avergonzarse. Lo había invitado a su casa, una casa que ella se había esforzado para que resultara acogedora porque no tenía otro sitio adonde ir y él se lo agradecía diciéndole que aquel lugar no era adecuado ni para un perro. Había hecho que se sintiera despreciable y estúpida cuando no era ni una cosa ni la otra. ¿Qué diría Grace si lo hubiera oído?
Diría que era un asno. Al menos ahora era consciente de serlo.
—Dis… discúlpeme —dijo entrecortadamente—. No sé qué me pasa —se excusó, cerrando los ojos y frotándoselos con los nudillos.
—Acaba de perder a su madre —replicó ella con una voz sorprendentemente comprensiva.
Un resorte se disparó en la mente de él.
—No debería estar aquí —dijo, levantándose rápidamente—. Tengo que irme.
Julia lo siguió hasta la puerta de la calle y le dio su gabardina y su paraguas. Luego se quedó ruborizada, mirando al suelo, esperando a que se fuera. Se arrepentía de haberle enseñado su casa. Era obvio que no estaba a su altura. Horas atrás, se había sentido orgullosa de su pequeño pero limpio agujero de hobbit, en cambio ahora se sentía muy avergonzada. Por no mencionar el hecho de que ser humillada de nuevo delante de él hacía el asunto mucho peor.
Emerson musitó algo, inclinó la cabeza y se marchó.
Julia se apoyó en la puerta cerrada y finalmente dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.
Toc, toc.
Sabía quién era, pero no quería abrir.
«Por favor, dioses de los agujeros de hobbit carísimos y no adecuados ni para un perro, que me deje en paz de una vez». En esta ocasión, su plegaria silenciosa y espontánea no fue escuchada.
Toc, toc, toc.
Se secó la cara rápidamente y abrió la puerta, pero sólo una rendija.
Él la miró parpadeando desconcertado, como si le costara entender que ella hubiera estado llorando entre su partida y su regreso.
Julia se aclaró la garganta y se quedó mirando los zapatos italianos de él, de cordones, que se movían inquietos de un lado a otro.
—¿Cuándo fue la última vez que se comió un buen filete?
Ella se echó a reír y negó con la cabeza. No se acordaba.
—Bueno, pues esta noche va a comer uno. Me muero de hambre y me va a acompañar a cenar.
Julia se permitió el lujo de esbozar una leve y traviesa sonrisa.
—¿Está seguro, profesor? Pensaba que esto —dijo, imitando su gesto en el despacho— no iba a funcionar.
Él se ruborizó ligeramente.
—Olvídese de eso. Pero… —añadió, mirándola de arriba abajo, deteniéndose quizá un poco más de lo necesario en sus deliciosos pechos.
Ella bajó la vista hacia su ropa.
—Puedo cambiarme otra vez.
—Será lo mejor. Póngase algo más adecuado.
Julia lo miró con expresión herida.
—Puede que sea pobre, pero tengo algunas cosas bonitas. Y son decentes. No tenga miedo, no va a aparecer en público con alguien vestida de pordiosera.
Emerson se ruborizó aún más y se reprendió en silencio.
—Quería decir algo adecuado para un restaurante que exige que los hombres lleven chaqueta y corbata —dijo, con una discreta sonrisa conciliadora.
Esta vez fue ella quien lo miró de arriba abajo, deteniéndose tal vez un poco más de lo necesario en sus deliciosos pectorales.
—De acuerdo. Con una condición.
—No creo que esté en situación de negociar.
—En ese caso, adiós, profesor.
—¡Espere! —exclamó él, metiendo su caro zapato italiano en la rendija de la puerta, para impedir que la cerrara, sin preocuparse siquiera de que pudiera estropeársele—. ¿De qué se trata?
Ella lo miró en silencio unos instantes antes de responder:
—Dígame una razón por la que debería acompañarlo, después de todo lo que me ha dicho hoy.
Él la miró con los ojos muy abiertos antes de volver a ruborizarse.
—Yo… ejem… quiero decir… ejem… podría decirse que usted… que yo… —balbuceó.
Julia alzó una ceja y empezó a cerrar la puerta.
—Un momento —dijo él, aguantando la puerta con la mano para darle un respiro a su pie, que empezaba a quejarse—. Porque lo que escribió Paul era correcto: «Emerson es un asno». Estoy de acuerdo. Pero ahora, al menos, Emerson lo sabe.
En ese momento, la cara de Julia se iluminó con una sonrisa radiante y él se encontró devolviéndosela. Era preciosa cuando sonreía. Iba a tener que asegurarse de que sonriera más a menudo, por razones puramente estéticas.
—La esperaré aquí. —No queriendo darle más motivos para que cambiara de idea, cerró la puerta.
Dentro del apartamento, Julia apretó los párpados y gimió.