5
Emerson recorrió el pasillo de un extremo a otro varias veces. Luego se apoyó en la pared y se frotó la cara con las manos. Estaba bien jodido. No sabía cómo había acabado allí ni qué lo había impulsado a actuar como lo había hecho, pero sabía que estaba metido en un lío de proporciones épicas. Su comportamiento con la señorita Mitchell en su despacho no había sido nada profesional. Había rozado casi el acoso verbal. Y luego, por si fuera poco, la había subido a su coche y había entrado en su casa. Todo estaba resultando muy irregular.
Si en vez de a la señorita Mitchell hubiera recogido a la señorita Peterson, probablemente ésta se habría inclinado sobre él y le habría bajado la cremallera de la bragueta con los dientes mientras conducía. Se estremeció de sólo pensarlo. Y ahora estaba a punto de salir a cenar con la señorita Mitchell. ¡La había invitado a comer un filete! Si eso no violaba todas las normas de no confraternización entre profesores y alumnos, ya no sabía qué lo haría.
Respiró hondo. La señorita Mitchell era un desastre, una reencarnación de Calamity Jane, un torbellino de contratiempos. Parecía que todo le saliese mal, empezando por que no había podido ir a Harvard y siguiendo por toda la serie de objetos que se le rompían con sólo tocarlos… incluidos la calma y el carácter sereno de él.
Aunque sintiera que viviese en aquellas deplorables condiciones, él no iba a poner en peligro su carrera por ayudarla. Si ella quisiera, al día siguiente mismo podría denunciarlo por acoso ante el catedrático de su departamento. No podía permitirlo.
Recorrió el pasillo en dos largas zancadas y levantó la mano para llamar a la puerta. Pensaba darle cualquier excusa, algo que siempre sería mejor que desaparecer sin decir nada, pero en ese momento oyó pasos dentro del apartamento que se acercaban.
La señorita Mitchell abrió la puerta y se quedó quieta, con la mirada clavada en el suelo. Llevaba un vestido negro con cuello de pico, sencillo pero elegante, que le llegaba hasta la rodilla. Los ojos de él recorrieron sus suaves curvas hasta detenese en sus piernas, sorprendentemente largas. Y los zapatos… Era imposible que ella lo supiera, pero Emerson tenía debilidad por las mujeres con zapatos de tacón. Tragó saliva con dificultad al ver los impresionantes zapatos negros con tacón de aguja que llevaba. Era obvio que eran de diseño. Quería tocarlos y…
—Ejem. —Julia carraspeó suavemente.
A regañadientes, él apartó la vista de sus zapatos y la miró a la cara. Ella lo estaba observando con expresión divertida.
Se había recogido el pelo en un moño alto, con algunos rizos sueltos que le caían alrededor de la cara. Se había puesto un poco de maquillaje. Su piel de porcelana seguía pálida, pero luminosa, y dos pinceladas de color rosa le alegraban las mejillas. Tenía las pestañas más oscuras y largas de lo que recordaba.
La señorita Julianne Mitchell era atractiva.
Se puso una gabardina azul marino y cerró con llave la puerta del apartamento. Él le indicó con un gesto que pasara delante y la siguió en silencio por el pasillo. Cuando llegaron a la calle, abrió el paraguas y se quedó dudando.
Julia lo miró, ladeando la cabeza.
—Será más fácil taparnos a los dos si se coge de mí —le dijo, ofreciéndole el brazo de la mano con que sujetaba el paraguas—. Si no le importa —añadió.
Ella tomó su brazo y lo miró con ternura.
Se dirigieron en silencio hacia el puerto, una zona de la que Julia había oído hablar, pero a la que aún no había tenido ocasión de ir. Antes de que El Profesor le entregara las llaves al aparcacoches, le pidió a ella que le diera la corbata que guardaba en la guantera. Julia sonrió al ver una caja con una inmaculada corbata de seda.
Al inclinarse para dársela, él cerró los ojos un instante para aspirar su perfume.
—Vainilla —murmuró.
—¿Qué?
—Nada.
Él se quitó el jersey y ella fue recompensada con la visión de su amplio pecho y de unos cuantos rizos que asomaban gracias a los botones abiertos de su camisa. El profesor Emerson era sexy. Tenía una cara muy atractiva y Julia estaba segura de que bajo la ropa sería igual de agraciado. Aunque por su propio bien trató de no pensar mucho en ello.
No pudo evitar admirar su destreza mientras se hacía el nudo de la corbata sin ayuda de un espejo. Aunque finalmente le quedó torcido.
—No puedo… No veo… —se quejó él, tratando de enderezarlo sin éxito.
—¿Quiere que pruebe yo? —se ofreció ella, tímidamente. No quería tocarlo sin su consentimiento.
—Gracias.
Julia le enderezó el nudo rápidamente, le alisó la corbata y fue resiguiéndole el cuello hasta llegar a la nuca, desde donde le bajó el cuello de la camisa. Cuando terminó, estaba respirando aceleradamente y se había ruborizado.
Él no se dio cuenta, porque estaba ocupado pensando en lo familiares que le resultaban los dedos de Julia y preguntándose por qué los dedos de Paulina nunca se lo habían parecido. Alargó el brazo hacia la americana que llevaba en un colgador en la parte posterior de su asiento y se la puso. Con una sonrisa y una inclinación de cabeza, la invitó a salir del coche.
El Harbour Sixty Steakhouse era un local emblemático de Toronto, un restaurante famoso y muy caro, frecuentado por directivos de empresa, políticos y otros personajes igual de impresionantes. Emerson solía comer allí porque el solomillo que preparaban era el mejor que había probado y no tenía paciencia para la mediocridad. No se le ocurrió llevar a la señorita Mitchell a otro sitio.
Antonio, el maître, lo saludó calurosamente, con un firme apretón de manos y un torrente de palabras en italiano.
Él respondió con la misma calidez y en el mismo idioma.
—¿Y quién es esta belleza? —preguntó Antonio, besándole la mano a Julia y empezando a alabar en un italiano muy descriptivo sus ojos, su pelo y su piel.
Ella se ruborizó, pero le dio las gracias tímidamente en italiano.
La señorita Mitchell tenía una voz preciosa, pero la señorita Mitchell hablando en italiano era algo celestial. Su boca de rubí abriéndose y cerrándose; el modo delicado en que prácticamente cantaba las palabras; su lengua, asomando de vez en cuando para humedecerse los labios… Emerson tuvo que ordenarse cerrar la boca.
Antonio se quedó tan sorprendido y encantado por su respuesta que la besó en las mejillas no una vez, sino dos. Inmediatamente, los acompañó hasta la parte trasera del restaurante, donde les ofreció la mejor mesa, la más romántica.
Emerson dudó un momento antes de sentarse, al darse cuenta de lo que Antonio estaba interpretando. Él ya se había sentado a aquella mesa anteriormente, con otra persona, y el maître estaba sacando conclusiones precipitadas. Iba a tener que aclarar las cosas. Pero cuando empezó a carraspear para hablar, Antonio le preguntó a Julia si aceptaría una botella de una cosecha muy especial de un viñedo de su familia en la Toscana.
Ella se lo agradeció mucho, pero dijo que tal vez Il Professore tuviese otras preferencias. Él se sentó rápidamente y, para no ofender al maître, dijo que estaría encantado con cualquier vino que Antonio les ofreciera. Éste se retiró, radiante.
—Ya que estamos en público, tal vez sería buena idea que no me llamara profesor Emerson.
Ella asintió, sonriendo.
—Puede llamarme señor Emerson.
El señor Emerson estaba demasiado ocupado mirando la carta para darse cuenta de que los ojos de Julia se abrieron mucho antes de que bajara la vista.
—Tiene acento de la Toscana —comentó él, distraído, sin mirarla todavía.
—Sí.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Estudié el tercer año de carrera en Florencia.
—Tiene un nivel muy bueno para haberlo estudiado sólo un año.
—Empecé a estudiarlo antes, en el instituto.
Él la miró desde el otro extremo de la mesa, pequeña e íntima, y se dio cuenta de que ella estaba evitando devolverle la mirada. Estudiaba la carta como si fueran las preguntas de un examen y se mordía el labio inferior.
—Está invitada, señorita Mitchell.
Ella alzó la vista bruscamente, como si no acabara de entender lo que quería decir.
—Es mi invitada. Pida lo que quiera, pero, por favor, pida carne.
Se sintió en la obligación de especificarlo, ya que el objetivo de aquella cena era suministrarle algo más nutritivo que el cuscús.
—No sé qué elegir.
—Si quiere, puedo elegir por usted.
Ella asintió y cerró la carta, sin dejar de morderse el labio.
En ese momento, Antonio regresó y les mostró orgulloso una botella de chianti con una etiqueta escrita a mano. Julia sonrió mientras el maître abría la botella y le servía un poco en la copa.
Emerson la observó conteniendo el aliento mientras ella hacía girar el vino en la copa con pericia y luego la levantaba para examinar el líquido a la luz de las velas. Se acercó la copa a la nariz, cerró los ojos e inspiró. Luego se la llevó a los carnosos labios y probó el vino, manteniéndolo en la boca unos instantes antes de tragárselo. Abrió los ojos y, con una sonrisa más amplia, le dio las gracias a Antonio por su precioso regalo.
El maître, radiante, felicitó al señor Emerson por su elección de acompañante con un entusiasmo un poco excesivo y llenó ambas copas con su vino favorito.
Mientras tanto, Emerson había tenido que ajustarse los pantalones por debajo de la mesa, porque la visión de la señorita Mitchell probando el vino había resultado ser la imagen más erótica que había visto nunca. No era sólo atractiva; era hermosa, como un ángel o una musa. Y tampoco era simplemente hermosa; era sensual, hipnótica y al mismo tiempo inocente. Sus bonitos ojos reflejaban una pureza y una profundidad de sentimientos en las que no se había fijado hasta entonces.
Con esfuerzo, apartó la vista mientras volvía a ajustarse los pantalones. Se sintió sucio y un poco avergonzado por su reacción. Una reacción de la que iba a tener que ocuparse más tarde. A solas. Rodeado de olor a vainilla.
Por de pronto pidió por los dos, asegurándose de que les traían los trozos más grandes de filet mignon. Cuando la señorita Mitchell protestó, él hizo un gesto despectivo con la mano y le dijo que si le sobraba algo se lo podría llevar a casa. Esperaba que las sobras le sirvieran para alimentarse un par de días más.
Se preguntó qué comería cuando se le hubieran acabado, pero se negó a obsesionarse con el tema. Aquella cena no iba a volver a repetirse. Era una excepción. Sólo la había invitado para disculparse por haberla humillado en su despacho. Después de esa noche, las cosas entre ellos volverían a ser estrictamente profesionales y la joven tendría que enfrentarse sola a sus futuras calamidades.
Julia, por su parte, se sentía muy feliz de que estuvieran juntos. Quería hablar con él, hablar con él de verdad, preguntarle por su familia y por el funeral. Quería consolarlo por la pérdida de su madre. Quería contarle sus secretos y que él, a cambio, le susurrara los suyos al oído. Pero los ojos del señor Emerson, clavados en ella pero guardando las distancias, le dijeron que, por el momento, eso no iba a ser posible. Así que sonrió y jugueteó con los cubiertos, esperando no irritarlo con su nerviosismo.
—¿Por qué empezó a estudiar italiano en el instituto?
Julia ahogó una exclamación, abrió mucho los ojos y se quedó con su preciosa boca abierta.
Él frunció el cejo ante su reacción, completamente desproporcionada a su pregunta. No la había interrogado sobre su talla de sujetador. No pudo evitar que los ojos se le dirigieran a sus pechos antes de volver a mirarla a la cara. Se ruborizó cuando una talla y una letra aparecieron milagrosamente en su mente.
—Ejem… me interesaba mucho la literatura italiana. Dante y Beatriz especialmente —respondió ella, doblando y volviendo a doblar la servilleta que tenía en el regazo. Unos cuantos rizos cayeron sobre su rostro ovalado con el movimiento.
Él se acordó entonces del cuadro que tenía en su apartamento y de su extraordinario parecido con Beatriz. Una vez más, su mente le envió señales de aviso y, una vez más, las ignoró.
—Son unos intereses notables para una jovencita —señaló, contemplándola y admirando su belleza.
—Tuve un… amigo que me inició en el tema —replicó Julia, como si el recuerdo le resultara doloroso.
Al darse cuenta de que se estaba adentrando en un terreno peligrosamente personal, él retrocedió y cambió de tema.
—Ha impresionado a Antonio. Está encantado con usted.
Ella lo miró y sonrió.
—Es un hombre muy amable.
—Y usted florece con la amabilidad, ¿no es cierto? Como una rosa.
Las palabras salieron de sus labios antes de poder reflexionar sobre lo que estaba diciendo. Una vez dichas, con Julia mirándolo con una calidez alarmante, ya no pudo retirarlas.
Había llegado demasiado lejos. Se encerró en sí mismo y empezó a mirar con atención la copa de vino para no mirarla a ella, y sus modales se volvieron fríos y distantes. Julia se dio cuenta del cambio. Lo aceptó y no hizo ningún intento por retomar la conversación anterior.
A lo largo de la cena, un Antonio claramente cautivado pasó más tiempo del necesario charlando en italiano con la hermosa Julianne, invitándola a cenar con su familia en el club italo-canadiense el domingo siguiente. Ella aceptó encantada y fue recompensada con tiramisú, espresso, biscotti, grappa y, para acabar, un bombón Baci. A Emerson no le ofrecieron ninguna de esas delicias, por lo que permaneció malhumorado, viéndola disfrutar.
Al final de la cena, Antonio le puso a Julia lo que parecía un gran cesto de comida en las manos, sin querer escuchar las protestas de la joven. La besó en las mejillas varias veces tras ayudarla a ponerse la gabardina y le rogó al profesor que volviera a traerla pronto y a menudo.
Él enderezó la espalda y le dirigió al maître una mirada glacial.
—Eso no va a ser posible —dijo y, girando sobre sus talones, salió del restaurante, dejando que Julia y su pesado cesto de comida lo siguieran desanimados.
Mientras los veía alejarse, Antonio se preguntó por qué habría llevado el profesor a una criatura tan deliciosa a un restaurante tan romántico para pasarse la noche sentado serio, sin apenas dirigirle la palabra, casi como si le resultara doloroso estar allí.
Cuando llegaron al apartamento de la señorita Mitchell, Emerson abrió la puerta del Jaguar y cogió la cesta de comida del asiento de atrás. Sin poder reprimir su curiosidad, echó un vistazo al contenido.
—Vino, aceite de oliva, vinagre balsámico, biscotti, un bote de salsa marinara hecha por la esposa de Antonio, restos de comida… Va a alimentarse muy bien durante los próximos días.
—Gracias a usted —dijo ella, alargando los brazos hacia la cesta.
—Pesa mucho. Yo la llevaré.
La acompañó hasta la puerta del edificio y esperó mientras ella abría la puerta. Luego le dio la cesta.
Ruborizándose, Julia se miró los zapatos y buscó las palabras adecuadas para lo que quería decir.
—Gracias, profesor Emerson, por una noche tan agradable. Ha sido muy generoso por su parte…
—Señorita Mitchell —la interrumpió él—, no hagamos esto más incómodo de lo que ya es. Lamento mi… mala educación. Mi única excusa es… de carácter privado, así que démonos la mano y empecemos de cero.
Alargó la mano y ella se la estrechó. Él trató de no apretar con demasiada fuerza para no hacerle daño. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para ignorar la electricidad que sintió en las venas ante el contacto de su piel, suave y delicada.
—Buenas noches, señorita Mitchell.
—Buenas noches, profesor Emerson.
Y con esas palabras desapareció en el interior de la casa, despidiéndose de él en mejores términos que horas atrás.
Aproximadamente una hora más tarde, Julia estaba sentada en la cama, contemplando la fotografía que siempre guardaba debajo de la almohada. Se la quedó mirando un buen rato, tratando de decidir si debía romperla, dejarla donde estaba o guardarla en un cajón. Siempre le había encantado esa foto. Le encantaba su sonrisa. Era la foto más bonita que había visto nunca, pero le dolía demasiado mirarla.
Alzó la vista hacia la lámina colgada junto a su cama, reprimiendo las lágrimas. No sabía qué había esperado de su Dante, pero sabía que no lo había conseguido. Así que, con la sabiduría que sólo se obtiene con un corazón roto, decidió que debía olvidarse de él de una vez por todas.
Se acordó de su despensa abarrotada y de la amabilidad de Antonio. Pensó en los mensajes que Paul le había dejado en el contestador, expresándole su preocupación por haberla dejado sola con El Profesor y rogándole que lo llamara sin importar la hora que fuera para decirle que estaba bien.
Fue hasta la cómoda, abrió el cajón de arriba y metió la foto dentro, con respeto pero con decisión, colocándola en la parte de atrás, bajo la lencería sexy que nunca se ponía. Y con el contraste entre los tres hombres de su vida bien presente en su mente, volvió a la cama, cerró los ojos y soñó con un huerto de manzanos abandonado.