14

Gabriel cerró los ojos, pero sólo un instante. Una sonrisa, dulce y lenta, apareció en su rostro. Su mirada se volvió suave y muy cálida.

—Me has encontrado.

Julia se mordió el interior de la mejilla para no echarse a llorar al oír su voz. Era la voz que recordaba. Llevaba mucho tiempo esperando volver a oírla. Llevaba muchos años esperando que él regresara a su vida.

—Beatriz. —Agarrándola de la muñeca, tiró de ella. Se apartó un poco en la cama para hacerle sitio, rodeándola con los brazos mientras Julia apoyaba la cabeza en su pecho—. Pensaba que te habías olvidado de mí.

—Nunca —contestó, sin poder contener las lágrimas por más tiempo—. He pensado en ti cada día.

—No llores. Me has encontrado.

Gabriel cerró los ojos y volvió la cabeza. Su respiración empezaba a regulársele otra vez. Julia trató de quedarse quieta para no molestarlo con sus sollozos, pero el dolor y el alivio mezclados eran tan fuertes que no pudo evitar que la cama temblara un poco. Las lágrimas formaron dos riachuelos que descendían por sus mejillas y se unían sobre el pecho bronceado y tatuado de él.

Su Gabriel la había recordado. Su Gabriel había regresado.

—Beatriz. —Le rodeó la cintura con un brazo y susurró en su pelo, todavía húmedo de la ducha—. No llores.

Y con los ojos cerrados, la besó en la frente, una, dos, tres veces.

—Te he echado tanto de menos —murmuró Julia, con los labios pegados a su tatuaje.

—Me has encontrado —musitó Gabriel—. Debí haberte esperado. Te quiero.

Ella se echó a llorar con desesperación, abrazándose a él como si se estuviera ahogando y fuera su tabla de salvación. Le besó el pecho con suavidad mientras le acariciaba el abdomen.

Como respuesta, los dedos de Gabriel le acariciaron la piel erizada de los brazos antes de deslizarse bajo la camiseta. Tras recorrerle la espalda con delicadeza, se acomodaron en la parte baja de su espalda, donde permanecieron quietos cuando él regresó al país de los sueños con un suspiro.

—Te quiero, Gabriel. Te quiero tanto que me duele —dijo Julia, apoyándole la mano sobre el corazón.

Y luego le susurró las palabras de Dante, algo cambiadas:

El amor se adueñó de mí durante tanto tiempo

que su señorío acabó por resultarme familiar.

Y aunque al principio me irritaba, aprendí a apreciarlo.

Lo guardo en mi corazón, que es donde mejor se guardan los secretos.

Y así, cuando me destroza la vida como nadie sabe hacerlo.

Y parece que no me quedan fuerzas para nada más.

Mi yo más profundo se siente libre de angustia,

liberado de todo mal.

Porque el amor hace brotar de mí tanto poder

que mis suspiros más que hablar, gritan.

Lastimeramente suplican

que mi Gabriel me salude.

Cada vez que me abraza, todo es más dulce

de lo que las palabras pueden expresar.

Cuando se le secaron las lágrimas, Julia le dio varios besos inseguros en los labios y cayó en un sopor profundo y sin sueños entre los brazos de su amado.

***

Cuando se despertó, eran ya las siete de la mañana. Gabriel seguía profundamente dormido. De hecho, estaba roncando. Aparentemente, ninguno de los dos se había movido en toda la noche. Julia nunca había dormido tan bien como esa noche. Bueno, sí, una vez.

No quería moverse. No quería separarse de él ni un centímetro. Quería permanecer en sus brazos para siempre y fingir que nunca se habían separado.

«Me reconoce. Me ama. Por fin».

Nunca se había sentido amada antes. No realmente. Él se lo había susurrado anteriormente y su madre se lo había dicho a gritos, pero sólo cuando estaba borracha, por lo que sus palabras no habían calado en la conciencia de Julia. Ni en su corazón. No se lo había creído, porque eran palabras huecas, no respaldadas por sus actos. Pero creía a Gabriel.

Y así, esa mañana, por primera vez, Julia se sintió amada. Sonrió con tantas ganas que pensó que se le iba a romper la cara. Acercó los labios al cuello de Gabriel y le acarició con ellos la piel cubierta por la incipiente barba. Él gimió débilmente y la abrazó con más fuerza, pero su respiración honda y regular le indicó que seguía profundamente dormido.

Julia tenía la suficiente experiencia con alcohólicos como para saber que estaría resacoso y probablemente de mal humor cuando se despertara, así que no tenía demasiada prisa por que lo hiciera. Había sido una suerte que la noche anterior se hubiera comportado como un borracho seductor e inofensivo. Ese tipo de borracheras ella sabía cómo manejarlas. Era el otro tipo el que le daba miedo.

Pasó casi una hora empapándose de su calor y su olor corporal, disfrutando de su cercanía, acariciándole delicadamente el torso. Aparte de la noche que había compartido con él en el bosque, esos momentos estaban siendo los más felices de su vida. Pero al final tendría que marcharse.

Sigilosamente, salió de debajo de su brazo y fue de puntillas hasta el cuarto de baño, cerrando la puerta. Vio una botella de colonia Aramis en el tocador y la abrió para olerla. No era el aroma que recordaba del huerto. Su olor en aquella época había sido más natural, más… salvaje.

«Éste es el aroma del nuevo Gabriel. Es como él… imponente. Y ahora es mío».

Julia se cepilló los dientes, se recogió el pelo, rizado y alborotado en un nudo y se dirigió a la cocina en busca de una goma elástica o de un lápiz para sujetárselo. Resuelto el tema del pelo, fue a sacar la ropa de la lavadora y la metió en la secadora. No podía volver a casa hasta que estuviera seca, pero no tenía intenciones de marcharse ahora que él la había recordado.

«¿Y qué pasa con Paulina? ¿Y con MAIA?». Julia apartó esos pensamientos de su mente. Eran irrelevantes. Gabriel la amaba. Por supuesto, dejaría a Paulina.

«Pero ¿cómo vamos a resolver el problema de que sea mi profesor? ¿Y si es alcohólico?».

Años atrás, se había jurado que no tendría nunca una relación con un alcohólico. Pero en vez de plantearse esa posibilidad de manera directa y honesta, desechó todas las sospechas y dudas a un rincón de su mente. Quería creer que su amor sería capaz de vencer todos los obstáculos.

«Que a matrimonio de alma y alma verdadera no haya impedimentos», recitó Julia mentalmente, citando a Shakespeare, como un talismán contra sus miedos. Creía que los vicios de Gabriel nacían de la soledad y la desesperación. Y que, ahora que se habían reencontrado, su amor bastaría para rescatarlos a ambos de la oscuridad. Juntos serían mucho más fuertes y mucho más cuerdos que por separado.

Mientras pensaba todas estas cosas, iba abriendo los armarios de la cocina, que estaba muy bien equipada. No sabía si él querría desayunar. Sharon, su madre, nunca quería hacerlo después de una borrachera. Prefería tomar, por ejemplo, un Brisa Marina, el cóctel a base de vodka, zumo de uva y de arándanos que —por desgracia— Julia había aprendido a preparar con aplomo a los ocho años. Sin embargo, tras comerse un desayuno de huevos revueltos, beicon y café, preparó lo mismo para Gabriel.

No sabiendo si él sería de los que se curaban las resacas bebiendo, le preparó un cóctel Walters por si acaso. Encontró la receta en su guía de cócteles y eligió el whisky que le pareció menos caro para mezclarlo con el zumo de frutas.

Cuando acabó, se sentía exultante ante esa inesperada oportunidad de malcriar a Gabriel. Por eso se tomó muchas molestias en prepararle la bandeja del desayuno. Incluso cortó unos tallos de perejil como decoración y los colocó junto a los gajos de naranja que había dispuesto en forma de abanico junto al beicon. Hasta se molestó en envolverle los cubiertos con una servilleta de hilo, que dobló sin demasiado éxito en forma de bolsillo. Deseó ser capaz de doblarla formando algo más impresionante, como un abanico o un pavo real, y decidió investigar el tema la próxima vez que se conectara a Internet. Seguro que Martha Stewart lo sabría. Martha Stewart lo sabía todo.

Armándose de valor, Julia entró en el despacho y buscó un papel y un bolígrafo en su escritorio para escribirle una nota:

Octubre, 2009

Querido Gabriel:

Había perdido la fe hasta que anoche me miraste a los ojos y finalmente me viste.

Apparuit iam beatitudo vestra.

Ahora aparece tu bendición.

Tu Beatriz

Apoyó la nota en la copa que había usado para servir el zumo de naranja. No quería despertarlo todavía, así que metió la bandeja entera, con el cóctel y todo, en el gran frigorífico, que estaba casi vacío. Luego se apoyó en la puerta de la nevera y suspiró.

Toc, toc, toc.

Su rutina de diosa doméstica se vio interrumpida por alguien que llamaba a la puerta.

«Mierda. No me digas que ha venido. No puede ser».

Al principio no supo qué hacer. ¿Sería preferible esperar a que Paulina abriera con su propia llave? ¿Y si volvía a la cama y se escondía entre los brazos de Gabriel? Tras un par de minutos, su curiosidad pudo más y se dirigió de puntillas a la puerta.

«Oh, dioses de las estudiantes de tesis que acaban de reunirse con su alma gemela tras seis puñeteros años de separación, no permitáis que la —futura— ex amante de mi amor lo fastidie todo. Por favor».

Julia respiró hondo y miró por la mirilla. El rellano estaba desierto. Con el rabillo del ojo vio algo en el suelo. Abrió la puerta con precaución y sacó la mano, respirando aliviada al encontrar un ejemplar de The Globe and Mail.

Con una sonrisa de alivio porque su reunión con Gabriel no había terminado arruinada por una ex amante, recogió el periódico y cerró la puerta. Sin dejar de sonreír, se sirvió un vaso de zumo de naranja y se acomodó en la butaca de terciopelo rojo de enfrente de la chimenea, con los pies apoyados en la otomana tapizada a juego y suspiró satisfecha.

Si dos semanas atrás, cuando estuvo allí de visita con Rachel, le hubieran preguntado si creía que estaría en esa casa un domingo por la mañana, habría dicho que no. No lo habría creído posible, ni siquiera con la santa intercesión de Grace desde el cielo. Pero ahora que estaba allí se sentía muy feliz.

Se dispuso a disfrutar de una mañana de domingo a base de zumo de naranja y periódico matutino. Una mañana así se merecía un poco de música. Se decantó por música cubana, más específicamente por Buena Vista Social Club. Mientras escuchaba la canción Pueblo Nuevo en el iPod, hojeó la sección de arte del periódico y vio que pronto se inauguraría una exposición sobre arte florentino en el Royal Ontario Museum. Era un préstamo de la galería de los Uffizi. Tal vez a Gabriel no le importaría acompañarla. Podrían tener una cita.

Sí, no habían ido juntos a su baile de promoción, ni a ninguna de las fiestas en la Universidad de Saint Joseph, pero Julia estaba segura de que iban a recuperar todo el tiempo perdido y que ahora sería mucho mejor. Contenta, se puso en pie de un salto justo cuando la trompeta empezaba a tocar las notas de Stormy weather, como contrapunto a la melodía cubana y empezó a cantar en voz alta, demasiado alta, mientras bailaba con el zumo de naranja en la mano, vestida con unos pretenciosos calzoncillos, totalmente ajena al hombre semidesnudo que se dirigía hacia ella.

—¡Qué demonios estás haciendo!

—¡Aaaaaaaaarrrrrrggggggg!

Julia dio un brinco sobresaltada al oír la voz de enfado a su espalda. Arrancándose los auriculares de las orejas, se volvió y, lo que vio, la dejó destrozada.

—¡Te he hecho una pregunta! —Los ojos de Gabriel parecían dos balsas de agua oscura—. ¿Qué coño estás haciendo vestida con mi ropa interior dando brincos en mi salón?

Crack.

¿Había sido el sonido del corazón de Julia rompiéndose en dos? ¿O el del último clavo hundiéndose en el ataúd de su difunto amor, que descansaba eternamente, aunque no en paz?

Tal vez fuera por su tono de voz, furioso y autoritario, o porque con una sola pregunta le había dejado claro que ya no la veía como a Beatriz y que todas sus esperanzas y sueños acababan de morir nada más nacer. Fuera por lo que fuese, el iPod y el zumo de naranja se le resbalaron de entre los dedos. El vaso se rompió y el iPod se deslizó al charco de líquido dorado, a sus pies.

Se quedó mirando el estropicio durante unos segundos, tratando de entender lo que acababa de pasar. Cualquiera que la viera pensaría que era incapaz de comprender que el vidrio pudiera romperse y causar un desastre en forma de estrella líquida. Finalmente, se dejó caer de rodillas para recoger el cristal, mientras en su cabeza se repetían dos preguntas: «¿Por qué está tan enfadado? ¿Por qué no me reconoce?».

Un Gabriel alto y descamisado la miró desde arriba. Llevaba sólo los bóxers, lo que le daba una apariencia un poco sexy y un poco ridícula. Tenía los puños tan apretados que se le marcaban los tendones de los brazos.

—¿No recuerdas lo que pasó anoche, Gabriel?

—No, gracias a Dios, no lo recuerdo. ¡Y levántate! Pasas más tiempo de rodillas que cualquier puta —exclamó, con los dientes apretados.

Julia alzó la cabeza bruscamente. Al mirarlo a los ojos, comprobó que no recordaba nada en absoluto y que estaba cada vez más furioso. Más le habría valido a Gabriel atravesarle el corazón con una espada, pues se lo había destrozado con sus palabras y ya le había empezado a sangrar.

«Como en el tatuaje. Él es el dragón. Yo soy el corazón que sangra».

Pero en ese instante tuvo lugar un hecho remarcable. Después de seis años, algo —¡por fin!— se rompió en el interior de Julia.

—Voy a tener que fiarme de tu palabra por lo que se refiere al comportamiento de las putas, Emerson —replicó, con algo muy parecido a un gruñido—. Al parecer, experiencia no te falta.

El desgarro de su corazón seguía expandiéndose dolorosamente. No del todo satisfecha con ese comentario, se olvidó de los cristales y se puso en pie de un salto.

—¡No te atrevas a volver a hablarme en ese tono, borracho asqueroso! ¿Quién demonios crees que eres? Después de todo lo que hice por ti anoche. Debería haber dejado que Gollum te atrapara. ¡Tendría que haber dejado que te la tiraras delante de todo el mundo en Lobby!

—¿De qué estás hablando?

Julia se acercó a él con los ojos brillantes, las mejillas encendidas y los labios temblorosos. Se estremecía de rabia mientras la adrenalina le fluía por las venas. Tenía ganas de golpearlo, de borrarle a bofetadas aquella expresión de la cara. Quería arrancarle el pelo a puñados y dejarlo calvo. Para siempre.

Gabriel aspiró su aroma, erótico e incitante, y se pasó la lengua por los labios. Pero hacer eso ante una mujer tan enfadada como la señorita Mitchell fue un error.

Alzó la cabeza, orgullosa, y salió a grandes zancadas del salón, murmurando variados y exóticos insultos, tanto en inglés como en italiano. Y, cuando se le acabaron, pasó al alemán, señal inequívoca de que estaba realmente furiosa.

¡Hau ab! ¡Verpiss dich! —exclamó.

Gabriel se frotó los ojos lentamente. A pesar de tener una de las peores resacas de su vida, estaba empezando a disfrutar del espectáculo de ella vestida con su ropa interior, apasionada y furiosa, gritándole en múltiples idiomas. Era el segundo espectáculo más erótico que había visto nunca. Totalmente fuera de lugar.

—¿Dónde aprendiste palabrotas en alemán? —le preguntó, siguiendo la retahíla de insultos auf Deutsch hasta el lavadero, donde la encontró sacando su ropa de la secadora.

—¡Que te jodan, Gabriel!

El aludido se había distraído momentáneamente con la visión del sujetador de encaje negro que colgaba provocativamente de su mano. Al mirarlo con más atención, se dio cuenta de que la talla y la copa que le habían venido a la cabeza durante la cena en el Harbour Sixty eran acertadas y se felicitó a sí mismo en silencio.

Se obligó a apartar la vista de la prenda y levantarla hasta los ojos de Julia, en los que vio chispas color caramelo entre el oscuro chocolate, como si fueran una copa de helado.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Qué te parece que estoy haciendo? Me estoy largando de aquí antes de que agarre una de tus estúpidas pajaritas y te estrangule con ella.

Gabriel frunció el cejo. Siempre había pensado que sus pajaritas eran muy elegantes.

—¿Quién es Gollum?

—La jodida Christa Peterson.

Él alzó mucho las cejas. «¿Christa? Supongo que se parece a Gollum. Si entornas los ojos…».

—Deja en paz a Christa. Me importa una mierda. ¿Anoche tú y yo nos acostamos? —preguntó muy serio, cruzándose de brazos.

—¡En tus sueños, Gabriel!

—Eso no es una negativa, señorita Mitchell. —Le sujetó el brazo para que dejara de hacer lo que estaba haciendo—. Yo no lo niego. ¿Niegas tú haberte acostado conmigo en tus sueños?

—¡Quítame las manos de encima, arrogante hijo de puta! —Julia se soltó con tanto ímpetu que casi se cayó de espaldas—. Por supuesto, tendrías que estar borracho para querer follar conmigo.

Gabriel se ruborizó.

—Cálmate. ¿Quién ha hablado de follar?

—¿Ah, no? ¿Y de qué estamos hablando? Soy una puta que se pone de rodillas cada cinco segundos. Pasara lo que pasase, no importa que no lo recuerdes. Seguro que no fue nada memorable.

Él le sujetó la barbilla con fuerza y le levantó la cara hasta que estuvieron a escasos centímetros de distancia.

—Te he dicho que te calmes. —La estaba advirtiendo con la mirada—. No eres ninguna puta. No vuelvas a referirte a ti en esos términos.

Su tono, gélido, se deslizó por la espalda de Julia como un cubito de hielo.

Luego, le soltó la barbilla y dio un paso atrás. Tenía la mirada ardiente y la respiración alterada. Cerró los ojos y empezó a respirar hondo, muy despacio. Incluso en su actual estado de nebulosa mental, Gabriel sabía que las cosas habían llegado demasiado lejos. Tenía que calmarse y después tenía que calmarla a ella, antes de que hiciera algo de lo que pudiera arrepentirse.

Los ojos de Julia no escondían nada. En ellos podía leerse que estaba furiosa y herida como un animal acorralado. Además de asustada y triste. Era como un gatito irritado y dolido que había sacado las garras y estaba a punto de llorar. Y todo era obra suya. Había sido él quien le había hecho aquello al ángel de ojos castaños al compararla con una puta y al olvidarse de lo que había pasado entre los dos la noche anterior.

«Debes de haberla seducido. Si no, no se estaría comportando así. Emerson, eres un imbécil de primera. Y ya puedes ir despidiéndote de tu carrera».

Mientras él pensaba, lentamente y con esfuerzo, Julia aprovechó la oportunidad. Con un último insulto, recogió sus cosas y se encerró en la habitación de invitados.

Tras quitarse los calzoncillos, los dejó en el suelo de una patada. Se puso los calcetines y los vaqueros, aún un poco húmedos, y se dio cuenta de que se había dejado el sujetador en el lavadero, pero decidió irse sin él. «Puede añadirlo a su colección. Cabronazo». Optó por no cambiarse de camiseta. La de Gabriel era más discreta que la suya para ir sin sujetador. Y si él se la reclamaba, le arrancaría los ojos.

Pegó la oreja a la puerta, pero no oyó nada. Mientras esperaba para asegurarse de que no hubiera nadie en el pasillo, reflexionó sobre lo sucedido.

Había perdido los nervios y se había comportado como una boba. Sabía cómo era él en ocasiones. Había visto la mesa destrozada y la sangre en la alfombra de Grace. Aunque estaba convencida de que su Gabriel nunca le levantaría la mano, no sabía de qué era capaz el profesor Emerson cuando perdía el control.

Pero es que la había hecho enfadar mucho. Y ella nunca antes había podido expresar la rabia que había ido acumulando durante esos años. Cuando había encontrado una salida, había querido sacarla toda a gritos. Y, además, tenía que defenderse. Tenía que librarse de su dependencia de Gabriel de una vez por todas. Se había pasado media vida suspirando por una persona que no era real, sólo una consecuencia temporal del alcohol. Debía poner fin a esa relación insana.

«Le has gritado y le has insultado. Sal de aquí antes de que reaccione y se ponga violento».

Mientras Julia se vestía, Gabriel había ido tambaleándose hasta la cocina. Necesitaba algo que lo ayudara a librarse de las telarañas causadas por el alcohol que le nublaban la mente. Abrió la puerta de la nevera y quedó inundado por su luz fluorescente.

Sus ojos vagaron hasta llegar a una gran bandeja blanca. Una bandeja blanca muy bonita y bien presentada. Muy femenina. Una bandeja con comida, zumo de naranja y lo que parecía un cóctel.

¿Qué era aquello?

«Pero ¡si hasta la ha decorado, por el amor de Dios!».

Se quedó mirando la bandeja sin dar crédito a lo que veía. La señorita Mitchell era una persona amable en general, pero ¿por qué iba a prepararle una bandeja de desayuno si no se hubiera acostado con ella? Aquel presente, en todo su adornado esplendor, era una prueba evidente de su seducción y, por esa misma razón, provocaba en él un gran rechazo.

A pesar de todo, se sintió muy agradecido de que le hubiera preparado un cóctel y se lo bebió de un trago. Era justo el antídoto que el martilleo de su cabeza necesitaba. Momentos más tarde, se empezó a encontrar mejor.

Sus ojos se movieron lentamente sobre el contenido de la bandeja hasta detenerse en la nota apoyada en el zumo de naranja. La leyó lentamente, sin comprender por qué Julianne habría elegido esa manera de comunicarse con él, hasta que llegó a las frases finales:

Apparuit iam beatitudo vestra.

Ahora aparece tu bendición.

Tu Beatriz

Tiró la nota, enfadado. Aunque no confirmaba que se hubieran acostado, sí demostraba que ella estaba enamorada de él. No le extrañaba que hubiera sido tan fácil hacerle perder la virginidad. Las estudiantes solían encandilarse con las figuras de autoridad y entablar relaciones inadecuadas con ellas. En el caso de Julianne era obvio. Veía su relación a través de la lente de los personajes de su investigación. Se imaginaba que ella era Beatriz y que él era Dante. Una relación prohibida. Pero una tentación en la que él mismo había caído en un momento de egoísmo y de estupor alcohólico. Perdió el apetito bruscamente.

«¿Qué dirá Rachel cuando se entere?».

Maldiciendo su falta de autocontrol, pasó sin detenerse ante la habitación de invitados de camino a su dormitorio. Le vinieron a la mente fugaces recuerdos de la noche anterior. Se acordó de haber besado a Julianne en el pasillo. Recordó el suave tacto de su piel bajo sus manos y que la había deseado intensamente, anhelando la dulzura de sus labios, su cálido aliento; recordó cómo temblaba bajo sus manos… Aunque no se acordaba del acto en sí, ni del placer de acariciar su piel desnuda. Recordaba haberla mirado a la cara mientras estaba tumbada a su lado en la cama y que ella le había apoyado la mano en la cara y le había suplicado que fuera hacia la luz. Tenía el rostro de un ángel. Un hermoso ángel de ojos castaños.

«Ella quería ayudarme y ¿cómo se lo he pagado? Le he robado la virginidad y ni siquiera lo recuerdo. Se merecía algo mejor. Mucho mejor».

Gruñendo como una alma torturada, se puso unos vaqueros y una camiseta y buscó las gafas por la habitación. Cuando estaba a punto de salir del dormitorio, se detuvo, inexplicablemente atraído por el cuadro que colgaba frente a la cama.

Beatriz.

Se movió hasta quedar casi pegado al precioso rostro de la familiar figura vestida de blanco. Su ángel de ojos castaños. Un destello de lo imposible apareció ante sus ojos, pero como una espiral de humo, se desvaneció. Tenía resaca y le costaba un gran esfuerzo pensar.

***

Julia abrió la puerta sigilosamente y se asomó al pasillo. No había nadie. Fue a la cocina a calzarse, cogió sus cosas y se dirigió al recibidor. Gabriel la estaba esperando allí apoyado en la puerta.

«Scheiße».

—No puedes irte hasta que me expliques un par de cosas.

Ella tragó saliva con dificultad.

—Déjame marchar o llamaré a la policía.

—Si llamas a la policía, les diré que has entrado sin mi permiso.

—Si les dices eso, les diré que me has retenido contra mi voluntad y que me has hecho daño. —Otra vez estaba hablando sin pensar lo que decía y eso no era muy inteligente. Además, acababa de amenazarlo con una mentira. Porque todo lo que había pasado entre ellos había sido consentido, aparte de casto y muy dulce. Y ahora Gabriel lo había estropeado todo. Pero no lo sabía.

—Por favor, Julianne. Dime que no… —Sus ojos se cerraron con una mueca de dolor—. Dime que no fui brusco contigo. —La idea de haberle hecho daño casi le provocó náuseas. Llevándose una mano a las gafas, preguntó—: ¿Te hice mucho daño?

Durante un instante, Julia se planteó la posibilidad de mantenerlo colgando del anzuelo, pero no fue más que un instante. Cerró los ojos y gruñó antes de responder:

—No me hiciste daño. Físicamente no, al menos. Sólo querías que alguien te metiera en la cama y te hiciera compañía. Me rogaste que me quedara, pero como amiga. Fuiste mucho más caballeroso anoche de lo que lo has sido esta mañana. Creo que me gustas más cuando estás borracho.

—No digas eso, Julianne. Y sigo borracho. —Gabriel negó con la cabeza y suspiró—. Al menos, me alegro de no haber sido el primero.

Ella inspiró hondo y una expresión de pesar le cruzó el rostro.

—Pero… tu ropa… —Le miró el pecho y vio que los pezones se le marcaban de un modo muy atractivo debajo de la camiseta. Trató de apartar la vista, pero fracasó.

—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó ella, molesta—. ¿De verdad no te acuerdas?

—Tengo lagunas. Me pasa a veces cuando bebo.

Julia perdió la paciencia.

—Me vomitaste encima. Por eso me cambié de ropa. Por ninguna otra razón, te lo aseguro.

Gabriel la miró, aliviado y avergonzado al mismo tiempo.

—Lo siento —se disculpó—. Y siento mucho haberte insultado. No pensaba lo que decía, no pienso eso en absoluto. Me ha sorprendido encontrarte aquí, vestida así. He creído que nosotros… —Dejó la frase en el aire, haciendo un gesto vago con la mano.

—Bobadas.

Gabriel le dirigió una mirada de advertencia.

—Si alguien del entorno de la universidad descubre que has pasado la noche aquí, me meteré en un buen lío. Y tú también.

—No se lo diré a nadie, Gabriel. A pesar de lo que piensas de mí, no soy idiota.

Él frunció el cejo.

—Ya sé que no eres idiota. Pero si Paul o Christa llegaran a enterarse, yo…

—¿Eso es lo único que te preocupa? ¿No quedarte con el culo al aire? Pues no te preocupes, ya me ocupé de cubrírtelo anoche. Alejé a Christa de tu polla antes de que pudierais consumar vuestra relación profesor-alumna. ¡Deberías estar dándome las gracias, no echándome la bronca!

La expresión de Gabriel se ensombreció aún más.

—Gracias, señorita Mitchell. Pero si alguien te ve salir de aquí…

Julia levantó las manos, frustrada. Era imposible tratar con él esa mañana.

—Si alguien me ve, le diré que estaba de rodillas ante tu vecino para conseguir dinero para comprarme cuscús. No les costará nada creerlo.

Él la sujetó por la barbilla con más fuerza que la última vez.

—Te he dicho que pares. No vuelvas a hablar así.

Ella se quedó petrificada por la sorpresa, pero sólo durante un instante. En seguida se libró de un manotazo.

—No me toques —le dijo entre dientes.

Trató de abrir la puerta, pero él puso la mano en el pomo y siguió barrándole el paso.

—¡Maldita sea! ¡Te he dicho que pares!

Levantó la mano para agarrarla, pero ella pensó que iba a golpearla y se cubrió la cabeza con las manos. Al verlo, a Gabriel se le encogió el estómago.

—Julianne, por favor —le suplicó, susurrando—. No voy a pegarte. Sólo quiero hablar contigo. —Llevándose una mano a la cara, hizo una mueca—. He hecho cosas terribles cuando he perdido el control. Y tengo miedo de haberte tratado mal anoche. Por eso te hablo en este tono. Pero estoy furioso conmigo, no contigo.

»Tengo una gran opinión de ti. ¿Cómo no iba a tenerla? Eres hermosa, inocente y dulce. No me gusta verte tirada por el suelo como si fueras un animal o una esclava. Deja los jodidos cristales donde están, no me importa. ¿Recuerdas las palabras despectivas que me dijiste sobre ti misma al volver de Lobby? El recuerdo de esas palabras me ha martirizado desde ese día. Ten piedad de mí y deja de denigrarte. No puedo soportarlo.

Carraspeó dos veces antes de continuar:

—No recuerdo lo que pasó con la señorita Peterson, pero me disculpo. Fui un idiota y tú me rescataste. Gracias. —Se recolocó las gafas lentamente—. Lo que pasó ayer noche no puede repetirse. Siento haberte besado. Estoy seguro de que fue una experiencia traumática. Un borracho babeándote por todas partes. Perdóname.

Julia contuvo el aliento. Para ser una disculpa, sus palabras habían sido muy hirientes. Al parecer, él no recordaba el beso igual que ella. Y eso la disgustó mucho.

—Ah, eso —replicó con fingida indiferencia—. Ya ni me acordaba. No fue nada.

Gabriel alzó las cejas. Por alguna razón, su expresión se ensombreció.

—¿Nada? Claro que fue algo.

Se la quedó mirando, preguntándose si debería hablarle de la nota de la bandeja o no.

—Estás disgustada y yo no estoy despejado del todo. Es mejor dejarlo antes de que digamos algo de lo que nos podamos arrepentir —concluyó con repentina frialdad—. Adiós, señorita Mitchell.

Abrió la puerta y le permitió salir.

—Gabriel… —Julia se volvió hacia él en cuanto estuvo en el rellano.

—¿Sí?

—Tengo que decirte una cosa.

—Te escucho.

Sonaba resignado.

—Paulina llamó anoche, mientras estabas… indispuesto. Y yo respondí al teléfono.

Gabriel se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—Mierda. ¿Qué dijo?

—Me llamó puta y me dijo que te diera la vuelta y que te pusiera el teléfono en la oreja. Le contesté que no te encontrabas bien.

—¿Te dijo por qué llamaba?

—No.

—¿Le dijiste quién eras? ¿Le diste tu nombre?

Julia negó con la cabeza.

—Gracias a Dios —murmuró él.

Ella frunció el cejo. Había esperado que se disculpara en nombre de Paulina, pero no lo hizo. Ni se inmutó al oír que la había insultado. Al contrario, parecía preocupado por si ella había molestado a Paulina.

«Tiene que ser su amante».

Julia le dirigió una mirada glacial y empezó a temblar de rabia.

—Me rogaste que te siguiera. Que te buscara en el Infierno. Y ahí te encontré. Por mí, puedes quedarte eternamente.

Gabriel dio un paso atrás y, poniéndose las gafas, la miró con los ojos entornados.

—¿De qué demonios estás hablando?

—De nada. Se acabó, profesor Emerson.

Volviéndose, se dirigió al ascensor.

Confuso, Gabriel la vio alejarse. Tras unos momentos, fue tras ella.

—¿Por qué has escrito esa ridícula nota?

Julia sintió que una daga se le clavaba en el corazón. Enderezó los hombros y trató de que la voz no le temblara demasiado.

—¿Qué nota?

—¡Sabes perfectamente de qué nota hablo! La que has dejado en la nevera.

Ella se encogió de hombros exageradamente. Gabriel la sujetó por el codo y la obligó a volverse hacia él.

—¿Todo esto es un juego para ti?

—¡Claro que no! ¡Suéltame!

Se liberó de su mano y empezó a aporrear el botón de bajar, suplicándole al ascensor que acudiera en su rescate. Se sentía humillada y muy enfadada, además de estúpida y muy pequeña. Tenía que alejarse de él como fuera. Aunque tuviera que bajar andando.

Gabriel se le acercó un poco más.

—¿Por qué has firmado la nota de esa manera? —insistió.

—¿Y a ti qué más te da?

Gabriel oyó acercarse el ascensor y supo que le quedaban escasos segundos para obtener respuestas a sus preguntas. Cerró los ojos y las palabras de Julia retumbaron en su cabeza. Lo había buscado en el Infierno. Él le había rogado que fuera a buscarlo y el ángel de ojos castaños lo había hecho. No, claro que no. Las alucinaciones no respondían a los ruegos.

«¿Y si Beatriz no hubiera sido una alucinación? ¿Y si…?». Sintió un escalofrío. Una vez más, lo imposible flotó ante sus ojos. Si se concentraba, podía verla ante él, pero su rostro era una mancha borrosa.

Un campanilleo avisó de que había llegado el ascensor.

Abrió los ojos.

Julia entró en el ascensor y se volvió hacia él, negando con la cabeza, exasperada por su confusión y por la intoxicación que aún le nublaba los ojos. Era un momento crucial para ella. Podía confesarle la verdad o podía guardar silencio, manteniendo lo sucedido entre los dos en secreto, como siempre, como cada día de los últimos seis jodidos años.

Cuando la puerta empezó a cerrarse, vio que él había vuelto a recordarla.

—¿Beatriz? —susurró.

—Sí —respondió ella, moviéndose para sostenerle la mirada durante más tiempo—. Soy Beatriz. Me diste mi primer beso. Me quedé dormida entre tus brazos en tu precioso huerto.

Gabriel trató de impedir que se cerraran las puertas.

—¡Beatriz! ¡Espera!

Pero era demasiado tarde. La puerta se cerró y aunque él aporreó el botón desesperadamente, el ascensor inició su lento pero inexorable descenso.

—Ya no soy Beatriz —dijo Julia, rompiendo a llorar.

Gabriel apoyó la frente y las manos contra el frío acero del ascensor.

«¿Qué he hecho?».