VII
El Anathémata
Un diario de la plaga
[No sabemos quién mecanografió esta transcripción, ni si fueron introducidas en ella todas las anotaciones relevantes ni, por supuesto, los criterios seguidos para esta relevancia. La publicación previa de Orquídeas de cobre pesó posiblemente en la decisión de no incluir sus distintos borradores aquí. (El destino de la segunda colección sólo podemos presumirlo.) Bastante generoso con las palabras alternativas, tachaduras y correcciones, el transcriptor sigue dejando su exactitud en un interrogante: Nada en la transcripción es una clave formal.]
en su hombro y lo desgarró.
Dragón Lady dejó escapar todo su aliento de alguna forma que no
era exactamente un grito. Pesadilla retrocedió danzando en la
cocina, agitando su orquídea (vacilando un poco); como
si/creo creo que estaba intentando comprender lo que había
hecho. Dragón Lady se lanzó contra él,
intentando cortarle la cara y pateando. (No
dejé de pensar Pensé: Hay un arte en esas armas que no acabo
de comprender.)
Luchó por apartarse, sangrando por la mandíbula y el cuello.
Ella se lanzó de nuevo. Creí que intentaba estaba intentando / iba a ser / empala[da].
Sus tejanos blancos estaban cubiertos de sangre hasta la rodilla. Buena parte de la sangre era suya.
Jetadecobre, como un con una reacción tardía, dijo:
—Hey… —con una voz que nunca le había oído; estaba mortalmente asustado.
Cuervo, Trepenques y D-t se apiñaban en el umbral [cada] uno sobre otro [mirando] sobre el hombro de cada uno de los otros.
(Pensando: acostumbraba a parar los altercados de Dólar, pero ya no pienso meter ni un dedo en esos problemas).
Pesadilla retrocedió contra la puerta mosquitera, Y y su antebrazo / golpeó / hizo un crac contra la jamba.
Bromeando en el patio con Pesadilla, Cuervo, Filamento y Cristal, di un traspiés y me arañé el tobillo con el borde de los escalones. Más tarde, Lanya vino al altillo y lo vio.
—Hey —dijo—, tendrías que ponerte algo en eso. No juegues así con estas cosas. Prácticamente te has despellejado el tobillo. No querrás que se te-infecte.
Todo el mundo siguió tras ellos…, alguien derribó algo en el fregadero. Oí que una bolsa de basura caía y se desgarraba bajo las botas de alguien. Dos de los chicos pequeños (Woodard y Stevie) permanecían cogidos de la mano y apretando sus hombros el uno contra el otro; Rose, la más pequeña (¿siete años?) y brillante chica, estaba allí de pie intentando mirar como todos los demás. Cruzó la puerta conmigo.
Dragón [Lady] estaba haciendo restallaró su puño recubierto de hojas hacia delante y hacia atrás, como si su brazo fuera un látigo. (Su codo goteaba.) Pesadilla giró y se apartó; la grava chirrió contra el escalón inferior. Unas gotas salpicaron contra el suelo.
El cielo brillaba mate como el cinc.
Miré callejón arriba…, pensando: No puedes / ni siquiera / ver el final, cuando Trece apareció apresuradamente, surgido de la bruma. Se detuvo a seis metros de distancia, con Smokey y Dama de España detrás chocando con de él.
Dragón Lady se tambaleó, vaciló…, pensé que había tropezado.
Pero agitó la cabeza, fuertemente, lanzó un pequeño y agudo grito, se volvió; y huyó calle abajo arriba.
Smokey tropezó con Trece. Dama de España se apartó.
Pesadilla se irguió, jadeante, agitando los brazos a su alrededor, intentando recuperar el aliento.
Entre sus cadenas, la óptica captó un destello de luz. Al principio pensó que se estaba alargando… Rota, se deslizó sobre su estómago y tintineó se enrolló tintineando / formando un charco entre sus pies / junto a su bota / contra su bota, donde la suela se había despegado a medias de la piel.
Sin ver, se alejó dando tumbos. La cadena se deslizó a medias del bordillo.
Trece sujetó su brazo lo sujetó:
—¿Estás bien…? —y se tambaleó con él.
La puerta crujió a mis espaldas; dos personas habían vuelto a entrar.
—Ven conmigo —dijo Trece—; simplemente ven conmigo.
De vuelta en la sala de estar, California estaba contemplando la pared al lado de la puerta. Se había echado todo el pelo por delante de su hombro y lo estaba examinando con atención.
—Jesucristo —dijo—. Mirad esto. Quiero decir, Jesucristo. Aquí es donde fue a salpicar cuando pasó por aquí. —Empezó a tocar una de las manchas del tamaño de diez centavos, ya marrón seco secas, pero agitó la siguió examinando su pelo—. Quiero decir / Jesús.
Cuervo, Jetadecobre y Catedral fruncieron el ceño a la constelación de aquella sangre, pero siguieron.
—¿Habéis visto la forma en que se lanzó contra ese hijo de madre? —dijo Pimienta en alguna parte fuera en el pasillo—. Pensé que iba a matarle. No la culpo, hombre. No la culparía por nada, teniendo en cuenta como se comportó ese hijo de madre. ¿Viste la forma en que se lanzaron el uno contra el otro, hombre? Nunca había contemplado nada así en toda mi vida. Realmente pensé que íbamos a tener carne picada para cenar, por la forma en que él se lanzó contra ella con ese esa orquídea, hombre, realmente pensé…
Volvió [a entrar] a la cocina.
Rose estaba mirando por la puerta mosquitera, con un oscuro puño alzado junto a su rostro barbilla. Fui tras ella y miré también. Los otros cuatro niños estaban fuera.
Sammy estaba de pie en el lugar donde el bordillo desembocaba en la calle. Con la puntera de su zapatilla tocaba la serpiente de la cadena de Pesadilla.
Stevie, que estaba sentado en los escalones, se puso en pie.
Sammy empezó a alzar la cadena.
Stevie dijo:
—¡No toques eso, negro!
Marceline rió, pero yo no pensé en aquello.
Sammy alzó la vista y pareció azarado, fue a coger una tabla que había tirada en la calle y jugueteó con ella.
Toqué a Rose en el hombro y se sobresaltó.
—¿No quieres jugar con los demás niños fuera?
Ella se limitó a parpadear. (Alguien tendría que hacer algo acerca de esa confusión del pelo negro de los negros…, cortarlo muy corto, supongo.) Luego Salió y se sentó en los escalones, tan lejos de los demás como pudo.
Sólo Stevie y Marceline eran realmente amigos. Woodard (que tiene una especie de color mostaza, tanto en su piel como en su lanudo cabello) se limita a flotar a su alrededor.
Siento pena por todos ellos.
Más tarde, aquella misma noche, y utilizando una tabla de pino como base para escribir, salí a sentarme y me senté en los escalones / y / trabajé elaboré mi un poema. Llevaba allí quizá dos horas cuando observé que la cadena había sido no estaba.
Permanecí sentado unos minutos más. Luego volví dentro.
Poco después de que Denny saliera esta mañana, Lanya me trajo de vuelta mi bloc de notas…, éste. Lo primero que hice fue mirar dentro de la tapa delantera.
—¿Qué pasa con los nuevos poemas? —pregunté.
—Puesto que están todos en hojas sueltas, decidí guardarlos en el cajón de mi escritorio. Si los quieres…
—No —le dije—. As8[¿í?] es probablemente mejor. Podrían caerse.
—¿Viste el artículo / en el Times acerca / de ti y los niños? —preguntó [ella] cuando fuimos al patio de atrás.
—No —dije.
Así que me lo contó.
Me hizo sentir extraño.
En una ocasión volvimos /arriba/ al /al altillo/ para buscar algo. Ella encontró un trozo de papel allá /entre/ la pared y el colchón.
—¿Has terminado con éste?
La miré.
—Supongo que sí. En realidad no está completo. Pero ya no estoy interesado en él.
—Me lo llevaré a mi casa y lo guardaré junto a los otros. —Y se lo puso en el bolsillo de su camisa; luego saltó abajo y exclamó cuando llegó [al suelo]:
—¡Ayyyy!
Pensé que se había torcido un tobillo.
Pero no era en serio.
Fuimos a la cocina; ella miró el pote del café en el hornillo y frunció el ceño ante el revoltijo.
Entró D-t con un periódico.
—Hey, hombre, eso es algo, ¿eh? —Lo había doblado de modo que se viera el artículo.
Estaba en la página tres.
—Lo que querría saber —dijo Lanya, mirando a través de la puerta de la sala de estar a Stevie y Woodard (Tarzán estaba llevándolos para arriba y para abajo como si él fuese un caballo)— es qué vas a hacer con ellos.
Yo estaba apoyado contra estaba apoyado contra la puerta de la nevera con los dedos clavados alrededor en la tira de goma que da la vuelta por la parte de dentro de la puerta.
—Ni siquiera menciona a George. —Fui apartado Me aparté—. Lo hace sonar como si yo los hubiera salvado a todos con mis únicas manos. Fue una maldita idea de George. Yo simplemente pasé por allí…
Entró Rose, dando un portazo, y miró a Lanya en su camino a la otra habitación. Lanya sonrió: Rose no, y siguió andando. En la puerta se detuvo, miró a Tarzán y a los chicos, suspiró, se dio la vuelta, desanduvo el camino —¡bang!— hasta los escalones de la entrada.
Sammy estaba jugando en mitad de la calle y no la miró.
D-t apartó la basura que había encima de la mesa (Marceline, en la habitación con Tarzán, estaba diciendo en voz alta: «¡Déjame! ¡Déjame…! ¡Oh, vamos, déjame!» y se sentó en la caja de leche puesta del revés para leernos el artículo. La caja era tan baja que el sobre de la mesa le llegaba a la altura del pecho. /Leyó la parte acerca de:/
—«… durante el holocausto, penetró en una casa de madera pegada a una tienda de alimentación ya en llamas y liberó a cinco niños atrapados en el dormitorio de atrás del segundo piso. Según parece, la puerta del dormitorio había sido torpemente asegurada con el respaldo de una silla debajo del picaporte…»
—No era una silla —dije—. Alguien había tomado una jodida banqueta de piano y la había colocado junto a la puerta. Cuando se volcó las malditas partituras se esparcieron por toda la alfombra. ¿Por qué no menciona a George?
—Habla[¿s?] como si tuvieras a un periodista de pie aquí al lado, observándote —dijo D-t.
Dije:
—No había nadie —dije. Un trozo de goma se soltó, cayó, y no pude ver dónde había ido a parar, entre la nevera y la fregadera—. Sólo George.
—¿En[t]onces cómo lo saben los que escriben sobre ello? —preguntó Lanya.
—No lo sé —dije—. En realidad fue George quien abrió la puerta. Todo lo que hice yo fue tirar de las patas de la banqueta. La banqueta se volcó, y todas las partituras cayeron. Sobre la alfombra. La parte superior del banco quedó todavía encajado.
—Quizá George hable con algún periodista esta tarde —dijo Lanya—. Puede que se lo haya contado a los periódicos, Chico.
—«… se informa que los niños están a salvo, pero no sabemos…»
—Por supuesto, no suena propio de George desentenderse. —Lanya suspiró e hizo un curioso movimiento con la mano, raspando con su palma la grys[¿i?] fórmica—. Oh, Chico…
Dentro Tarzán relinchó fuertemente, y la risa de Woodard, parecida casi a un hipido, resonó encima de él, cubierta a su vez por el chillido de Marceline.
—La auténtica cuestión —Lanya alzó la vista— es qué vas a hacer con ellos. [¿]Vas a tenerlos aquí[?]
—Estás jodidamente ida… —dije.
D-t dijo:
—Los chicos como ellos…
—¿Cuántos días hace de eso? —murmuré—. ¿Cuántos días desde que Pesadilla y dragón [sic] Lady casi se mataron el uno al otro? ¡Mirad! —Me dirigí a la puerta de la sala de estar—. ¡Hay sangre por toda la maldita pared…!
Con el puño contra su barbilla, Stevie me estaba observando. Tarzán se había sentado sobre sus talones y miraba esforzadamente hacia otro lado.
—¡Llévame! —dijo Marceline—. ¡Llevaste a Woodard antes! ¡Ahora me toca a mí!
—Sí —dijo Woodard—. Ahora le toca a ella.
Volví a la cocina.
—¿Qué vas a hacer con ellos?
Le dije:
—No lo sé.
Tarzán relinchó de nuevo.
Tres grapas en la parte inferior de
La página de arriba sujetan un doblado
rectángulo de papel de periódico. El
final de la columna o ha sido arrancado o
(la hoja falta desde el doblez inferior) ha
sido manejado tan frecuentemente que
ha terminado rompiéndose:
LAS ORQUÍDEAS DE COBRE
FLORECEN BAJO UN
NUBLADO CIELO
Este encantador libro, o mejor librito, se ha convertido ya en un lugar común en Bellona, en las mesitas de noche al lado de la lámpara de lectura, en los bolsillos de atrás de los pantalones de los jóvenes en el parque, o metido, junto con el Times, bajo el brazo de la gente que va de un lado para otro de la ciudad. Este crítico solamente se pregunta cómo nuestro anónimo autor consiguió unas visualizaciones tan vívidas empleando un lenguaje tan simple. Ante un tema tan violento y tan personal, y sin embargo tan clara e ingeniosamente expuesto, pocos familiarizados con el paisaje de Bellona serán capaces de evitar intensas reacciones, negativas o positivas. Si bien las propias emociones del poeta parecen inconexas o extrañas, no por ello dejan de estar expresadas agudamente, incisivamente, y de un modo intensamente humano.
Un auténtico anonimato en una situación como la que tenemos aquí es, por supuesto, imposible. Desde la entrevista con el autor que publicamos hace poco, muchos han aireado simplemente como un secreto a voces que el cultivador de esas resplandecientes flores cobrizas es en real.
Esta mañana salté del altillo tan pronto como desperté. Cuando me fui a la cama, habían sido depositados cuidadosamente en el saco de dormir que Cuervo había abierto del todo para ellos junto al sofá:
Woodard estaba enroscado, vuelto de costado, a un metro del borde del saco. Rose tenía metidos dos dedos por en un desgarrón de la tela a cuadros. Un mechón del relleno se asomaba /a medias/ y se agitaba al ritmo de su dormida respiración. Sammy, Marceline y Stevie estaban apretados contra la espalda de Jetadecobre que. Por alguna razón /él/ se había echado a dormir en el suelo al lado de ellos.
Les Desperté ruidosamente a los chicos (cuando ya estábamos a punto de irnos, Jetadecobre se había enrollado en el saco de dormir, la cabeza asomando por un lado, las botas por el otro, y se había encajado debajo del sofá; había un mechón de relleno prendido de su barba) y los llevé a la escuela.
Empujé la puerta y los conduje dentro. Lanya estaba haciendo algo con la grabadora de cinta y alzó la vista, más sorprendida de lo que creí que debería mostrarse.
—¿Todavía no ha venido nadie? —pregunté.
—Cristo, me has sorprendido. —Pulsó el botón de marcha rápida (¿hacia delante? ¿hacia atrás?). Algunas cosas cliquetearon, crujieron y giraron.
—Traje a los chicos.
Rose se adelantó y se sentó inmediatamente en una silla en el rincón. Woodard avanzó reluctante hacia la mesa.
Marceline dijo a Stevie:
—Corta ya esto —sólo que no estaba seguro de /qué era/ lo que había hecho él.
—Los otros chicos vendrán pronto —dijo Lanya.
—Estupendo —dije—. Lo que tienes que hacer cuando los padres vengan a buscar a sus chicos por la tarde es añadirles éstos.
Lanya se puso completamente en pie y me miró.
—¡Oh, vamos!
—Yo no puedo tenerlos —le dije—. Ya te lo expliqué.
Apretó los labios hasta formar una fina línea y pareció furiosa.
Me sorprendió el que había esperado que se comportara precisamente de aquel modo.
—¿Qué voy a hacer con…? Sí, ya sé lo que dijiste.
Stevie gritó secamente:
—¡Será mejor que mantengas las manos fuera de aquí, negro!
Woodard se volvió apartándose de la grabadora de cinta, sujetando torpemente una bobina de cinta, parpadeando con unos ojos verde manzana debajo de la lanosidad /color/ mostaza de sus cejas. Sonrió, inseguro.
Rose se echó a llorar. Los nudillos de su puño se apretaron. Agitó la barbilla, sollozando, y las lágrimas brotaron de las comisuras interiores y exteriores de sus ojos. Sammy, de pie junto a la pared del fondo, avanzó /giró/ la punta de su zapatilla en /sobre/ el suelo y parpadeó.
La siguiente carta está unida con
un clip a la parte superior y lateral de
la página en la que empieza la siguiente
anotación. El sobre, pegado debajo, ha
dejado su marca en el membrete:
Qué absurdo…
… disculparse por un agravio no cometido. Pero no habré estado en su fiesta esta noche…, si Lansang le entrega esta misiva. No hay nada menos compasivo que las vulgares circunstancias extenuantemente disculpantes, debido precisamente a su vulgaridad. No hay nada más inquietante para un hombre que admira la sinceridad formal que el descubrir que sólo puede ofrecer «razones personales» como sincera explicación para su quebrantamiento de las formas.
Pero por razones personales, no me habrá sido posible asistir a su fiesta cuando usted lea esto. Me siento trastornado.
Me he mostrado grosero.
Y a menudo he imaginado que ésta tiene que ser la más terrible admisión que jamás pueda hacer.
Discúlpeme.
No resulta mucho consuelo el que los poderosos tengan mayor éxito como mecenas cuanto menos se pongan en evidencia. Estoy preocupado por lo que presuntuosamente considero mi Ciudad. Siempre he tenido la impresión de que cada sociedad debe tener su arte; y que para que este arte tenga una utilidad definitiva, debe estar libre de intimidaciones de los centros de poder.
En consecuencia no he leído sus poemas. Ni pienso hacerlo.
Si yo fuese menos gregario, o Bellona más populosa, podría contentarme con leerlos y nunca conocerle a usted. Pero soy un ser muy social, y Bellona tiene el tamaño social que tiene.
Nos encontraremos.
Y aguardo ansiosamente su segunda recopilación, tan pronto como esté lista. Su publicación, espero, será tan rápida como la publicación de la primera.
Amigo mío, me siento fascinado por la mecánica del poder. ¿Quién en su sano juicio desearía los problemas y responsabilidades del presidente de la nación? ¡Señor, yo querría! ¡Yo querría! Pero uno no puede ser presidente con una abuela judía. Una familia millonaria con conexiones en Harvard ayuda. Una riqueza moderada con fuertes lazos emocionales con Wooster (fabricantes de disolventes en Cleveland) puede ser un claro problema.
¿Debo retorcer el cuchillo?
Una graduación en derecho corporativo en Yale es una cosa; una en patentes en la N.Y.U. (cum laude, 1960, y dos intentos más ante el tribunal examinador de Nueva York. ¿Razones personales de nuevo…? ¡El dolor!) es también algo.
Divago.
Es muy probable que no esté en casa por un tiempo.
Hasta que nos veamos, reciba mi más cordial saludo,
Roger Calkins
RC;wd
demasiado oscuro para ver.
Oí a Denny decir:
—Está dormido.
Abrí un ojo mi brazo. El otro miraba Con el otro podía ver la parte superior de la puerta. Entonces ella Entonces sonaron pasos abajo / y alguien moviendo algo para subir / ¡era[n los de] Lanya! Permanecí tendido, sin moverme, aguardando a que el círculo de su pelo amaneciera por el borde del altillo.
—No estás durmiendo. —Sonrió y acabó de subir—. He colocado a todos los chicos.
—Estupendo —dije—. ¿Por qué te portaste de aquella manera conmigo cuando te los traje esta mañana?
—¿Qué?
Alcé la cabeza de mi brazo y pregunté de nuevo.
—Oh. —Se dio la vuelta en el borde y se deslizó hasta mi lado—. Me siento perezosa…, casi, pero no enteramente, tan perezosa como tú. Y no me gusta imponerme a la gente. —Apoyó su mano en el agujero en la manga de mi chaqueta—. Además, pensé que ibas a quedártelos contigo. —Sus dedos, fríos, eran tocaron la cadena.
—¿Lo hiciste?
Asintió.
Aquello me trastornó.
—Realmente te entendí mal.
—Sé que fue así. Leí lo que escribiste acerca de lo que dije en la cocina /acerca de/ cuando D-t trajo el artículo. —Y no es eso en absoluto lo que tú dijiste, ¿eh?
—Lo que dije fue: ¿Qué vas a hacer con ellos? Quería saber qué disposiciones ibas a tomar para hacer que fueran a la escuela, si era posible; para conseguirles un par de mudas de ropa; quizá un colchón permanente que fuera suyo…, cosas así.
—¿Crees realmente que estarán mejor fuera de aquí?
—Cuando los encontraste, alguien estaba intentando quemarlos vivos. Siempre hubiera podido meterlos con los Richards… —¿Qué hay de algunas de las familias negras de los chicos que tienes?
—Tienes una imagen muy curiosa de esta ciudad —dijo ella—. No hay familias negras aquí. Algunos de mis chicos vagabundean por ahí en el circo de George Harrison. O de cualquiera que se ocupe un poco de ellos. Algunos, por todo lo que puedo decir, se las apañan enteramente por sí mismos.
—¿Dónde los aparcaste?
—La mayoría con la comuna.
Me eché hacia atrás.
—Hubieran estado mejor fuera de ahí.
—Mmmm —admitió—. Rose fue con una mujer que ha estado cuidando de tres niñas durante un par de semanas. Así que me puse en pie, me estiré, dejé a un lado el trozo de madera que me había servido de plancha, volví dentro…, y de pronto estuve aullando y chillando y riendo, y todo el mundo se asomó para ver qué estaba ocurriendo.
—¡Esta noche corremos! —les dije—. ¡Vamos a correr de noche! Y lo hicimos… al edificio de las manchadas ventanas de cristal (los leones de la ciudad, un parpadeo multicolor a nuestras luces), con Lanya con nosotros, quieta como un ratón; y se produjo una curiosa casi lucha con tres hombres en la calle. Pero después de que se mostraran tan desagradables como se atrevieron, sospecho que se les ocurrió lo estupdo [¿estúpido?] que estaban siendo; de todos modos, fueron empujados un par de veces contra la pared.
En el nido, Denny llenó una botella del cubo de la cocina; yo la llevé al porche y escribí un poco más.
Lanya vino a acuclillarse a mi lado, sus manos sobre mis hombros, su mejilla contra mi mejilla.
[—]Estás /realmente/ lanzado, ¿eh? Quizá quedarte en mi casa no fue una idea tan mala, ¿eh?
—Fue una buena idea.
Dijo, suavemente:
—Me jodió mucho, ¿sabes?, cuando Madame Brown me dijo que te habías ido. Pero cuando vine aquí y todo el mundo me dijo que estabas escribiendo, todo estuvo bien de nuevo. —Tomó el fajo de hojas de papel azul—. Voy a tomarte éstas prestadas para leerlas. Te las devuelvo en veinte minutos. ¿De acuerdo?
—Ajá —dije—. Ya sabes que me siento mejor con esto que con cualquier otra cosa que haya escrito antes. Claro que eso no significa nada.
—¿Lo suficientemente bueno como para tener una segunda recopilación?
Le sonreí.
—Creo que estoy más bien ansioso por no tener ninguna.
Agitó la cabeza, me besó, y se fue con las hojas.
Agitó los dedos.
—Pero hubieras debido conservarlos contigo.
Me tendí de espaldas.
Su mano se arrastró sobre mi estómago.
—No los quería.
—Quizá alguien por ahí en el nido los hubiera querido. Les caían bien a todo el mundo… A mí también me gustaban.
—Tú no vives aquí —dije—. Excepto cinco días a la semana. Y ya los tienes: en la escuela.
—Sí —dijo—. Cinco días a la semana. Acabas de anotarte un punto. —Retiró la mano—. Dime, ¿cómo lo hiciste?
—¿El que? —pregunté.
—¿Cómo lo…? Oh, bueno, sólo estaba pensando en el artículo.
—¿Has oído a la gente hablar de mi artículo?
—¿… tuyo? – El que su sonrisa contuviera menos burla de la que podía contener me hizo saber que se estaba burlando.
—Acerca de mí. Ya sabes a lo que me refiero.
—Curioso… —Alzó los pies con las piernas cruzadas / arrugando / sobre la manta—. La noche pasada en el bar la gente estaba hablando de ti…, como siempre. Pero no se ocuparon demasiado tiempo del rescate de los niños. Discrepa demasiado con tu imagen, creo.
Pensé en ello.
No es lo suficientemente alambricado para ti. Es sólo directamente heroico.
Oí a Denny enrtrar [¿entrar?] en la habitación, mover cosas debajo del altillo, como buscando algo sin encontrar[lo?] —Lanya miró hacia abajo— y marchando[¿se?].
—Todas las buenas chismorrerías acerca de ti tienen normalmente ese alambricado dualismo de ser malo y bueno a la vez… ¿No te sientes preocupado por tu imagen? —preguntó de pronto.
—Claro que sí.
—Me sorprende —dijo ella—. Nunca pareces hacer nada a propósito respecto a ello.
—Eso se debe a que nunca tiene ninguna relación con lo que realmente hago. Mi imagen está en la cabeza de otras personas. Mantenerla interesante es ése [¿su?] problema. Me preocupa de la forma en que me preocuparía la reputación de mi equipo favorito de béisbol. No pienso en mí mismo como un jugador ni siquiera durante un minuto.
—Quizá sí. —Tomó mi mano y acarició el / endurecido nudillo del pulgar que me había mordisqueado / despellejado / rojo rosa de nuevo—. Quiero decir que algún día vas a lavarte a fondo las manos y mostrármelas con una perfecta manicura. Y entonces te abandonaré para siempre. Realmente eres un esquizo, ¿sabes?
Lo cual me hizo reír.
—Sólo [¿?] el artículo que mencionaba George. No creo que sea /no eres que el omitirlo sea bueno para mi imagen. —Empecé a decirlo serio. Y aquello me hizo reír de nuevo.
Escribí hasta que hube terminado; la hallé leyendo en la habitación de delante, la arrostré arrastré al altillo, donde ya estaba Denny; jodimos y jodimos toda la noche. Luego dormimos. Me desperté antes que ellos. Tomé todas las páginas que había escrito en los escalones de la cocina y, a la luz del amanecer, casi demasiado escasa para leerlas, las leí: hice otros seis cambios. Ahora están terminadas.
Las copié (y era ya pleno día), pero descubrí que aún [¿deseaba?] seguir escribiendo. Así que volví a una de las páginas en las que todavía quedaba espacio cerca del final del bloc de notas (ya quedaban muy pocas, y he empezado a hacer anotaciones —como el principio de ésta— en una letra pequeña y casi ilegible en todos los márgenes) y escribí esto, continuando en una página que encontré libre cerca del principio.
Recuerdo este deseo / y deseo/ esto:
Subir a la cabina de un camión, a kilómetros al norte de Florida, y el conductor preguntarme cuánto tiempo llevas haciendo auto-stop, y la luz del sol llena su regazo manchado de zumo de lima y tus desgastados tejanos y él deja que la radio toque música pop durante un rato, a lo largo de todo un distrito; luego hace girar el dial; tu antebrazo arde en el borde exterior de la portezuela, tu pelo se agita y tu mejilla se hiela, y el movimiento se ve acompasado al brotar de la música. Así que permaneces sentado, simplemente respirando, oyendo y moviéndote a través del distrito rojo y verde, con el sol en las copas de los árboles convertido en un tartajeo de brillantes explosiones.
La Ciudad sufre la falta de todo eso.
Pero la mayor parte de nosotros /hemos/ venido hasta aquí por ese camino.
[Aquí las señales de correcciones —excepto una anotación más adelante— se interrumpen. ¿Acaso nuestro transcriptor se cansó de su erudición de aficionado? Lo que ha hecho es más frustrante que útil. Y el lector sensible deseará con nosotros que hubiera anotado las últimas páginas, antes que las primeras; hay media docena de pasajes a continuación donde incluso esos intentos de anotación hubieran sido preferibles a la más informada de las suposiciones. En cuanto a las señales empleadas: las indicaciones de tachaduras del autor son evidentes por sí mismas; podemos suponer que los corchetes significan conjeturas del editor. Los signos de interrogación entre corchetes, sin embargo, con o sin palabra o sufijo adicionales, parece totalmente arbitrarios. Después de mucha discusión, sólo podemos sugerir que las palabras entre barras inclinadas son probablemente añadidos interlineales; pero incluso el examen más rápido revela que esto encaja sólo en la mayoría de los casos. Mientras nos ofrece detalladas descripciones de clips y grapas, no registra fecha y cabecera de la carta de Calkins (¿quizá no hubieran?), como tampoco menciona si algunas (o todas) las anotaciones estaban escritas a máquina o a mano. La evidencia interna (es un libro de notas con lomo en espiral, no de hojas sueltas) sugiere lo último. Sin embargo, correcciones como: As8[¿í?], En[t]onces y estupdo [¿estúpido?] hacen pensar lo primero. Además, «… con un oscuro puño alzado junto a su rostro barbilla…» y, unas pocas páginas más adelante, «Con el puño contra su barbilla, Stevie…» sugieren el primer borrador de un fabulista que, tras haber hallado una descripción característica para un personaje inventado, olvida que ya la ha usado y la emplea para un segundo. Los epígrafes insertados a la derecha o a la izquierda de las páginas, que hemos impreso en un tipo ligeramente más pequeño, son anotaciones marginales (a veces bastante extensas) hechas en los márgenes de nuestro original mecanografiado con un interlineado algo inferior; muy probablemente representan «anotaciones en una letra pequeña y casi ilegible en todos los márgenes», es decir, anotaciones de una fecha posterior a las situadas a su lado y que hemos impreso en letra normal. (Observen también que la anotación que se interrumpe marginalmente junto a la última anotación del libro de notas continúa como la anotación principal exactamente dos antes que ella.) Considerando las lagunas que son dejadas sin ningún comentario, la anotación de nuestro transcriptor («Aquí falta una página, posiblemente dos») sólo puede hacer que nos preguntemos qué enloquecedoramente especial conocimiento le convenció de que, de hecho, los fragmentos último y penúltimo formaron en su tiempo un conjunto ininterrumpido. Por supuesto, no sabemos bajo qué presiones fue hecha la transcripción. Incluso aunque la descripción de las condiciones en las páginas que la cierran fuera sólo medio cierta (y nuestro transcriptor fuera —digamos— el entusiasta E. Forest, trabajando dentro de la Ciudad), podemos ver fácilmente su abandono de este tedioso método de apertura como una simple necesidad de completar su trabajo; debemos considerarnos afortunados sólo por el hecho de tener ese documento. Por todo lo que sabemos, sin embargo, disponemos aquí de una copia de la transcripción hecha del bloc de notas original escrito a mano; o incluso una transcripción mecanografiada de la copia de un manuscrito. Tanto errores como correcciones pueden haber surgido (o desaparecido) en cualquier generación. De todos modos, atempera nuestra confianza en todo lo que se ha hecho el observar que en una sola página (¡!) ha cometido todos los siguientes errores:
Habla[¿s?] como si tuvieras a un periodista de pie
En[t]onces cómo lo saben
raspando con su palma la grys[¿i?] fórmica. (La falta de esa «t» y esa errónea «y» sugieren de nuevo un error de mecanografiado, antes que el de una escritura a mano.)
[¿]Vas a tenerlos aquí[?]
Luego está la pedante osadía de imponer su solitario «sic»:
… Pesadilla y dragón [sic] Lady casi se mataron el uno al otro…, ¡por la simple falta de una «D» mayúscula y la inclusión de un acento!
Nos coagulamos y disolvemos en torno (no dentro) de la casa, reuniéndonos en los escalones delanteros, dispersándonos en busca de bebida hacia la tienda con el escaparate reventado a dos manzanas de distancia, reuniéndonos de nuevo fuera de la puerta de la cocina, marchándonos… de reconocimiento al patio (lleno de botellas vacías), con quizás una parada en la habitación de delante que Lanya, cuando viene, dice que huele como un vestuario… curioso que ella haya estado alguna vez en un vestuario, o se le haya ocurrido la comparación.
Yo no consigo olerlo.
Esta tarde, cuando salí al patio, Gladis (muy negra y muy embarazada, con una barriga del tamaño de una pelota de baloncesto, sandalias y unos pantalones amplios de colores brillantes) y su amiga Risa (que me gustaría que se pareciera a otra cosa que no fuese una vaca de color chocolate) estaban allí por tercer día consecutivo. Los chistes de los muchachos son detestables, su actitud maníacamente protectora.
Jack el Destripador:
—¡Muchachita, tienes que haber estado jodiendo con un maldito elefante para que se te haya puesto una barriga así! —a lo cual Denny, sentado en el borde de la mesa, estalla en la más estridente de las carcajadas.
Gladis, bajo el brazo de Araña, se agita contra el árbol junto al que están sentados.
La risa del Destripador se interrumpe para dar un trago del garrafón de vino, y prosigue cuando lo deja caer de su boca para pasarlo a Trepenques y Cuervo, rodilla contra rodilla en el banco junto a Denny. (Ayer apuntalé la tabla con un ladrillo de cenizas.)
Gladis mira de reojo y dice:
—¡Que te jodan! —¿Tiene quince años? ¿Dieciséis…?—, chupapollas! —con esa falta de propiedad con que las mujeres se apropian normalmente del vocabulario homosexual o los blancos utilizan la palabra «negro» además de cuando están irritados.
Trepenques dijo por encima de las risas, con festiva ilógica:
—¡No te has puesto la barriga así chupando ninguna polla!
—Bueno, Jesucristo —gritó Araña—, bueno, Jesucristo, si hubiera sabido que… —haciendo grandes gestos mientras bajaba la cremallera de su bragueta y metía la mano dentro. Gladis chilló y se puso en pie y se alejó bamboleándose.
Yo estaba sentado en los escalones al lado de Risa, que cerró su ejemplar de Orquídeas, se inclinó sobre las descoloridas rodillas de sus tejanos y no me miró.
Tarzán estaba dándole al garrafón de vino, y se lo pasó a otro de los chicos blancos (una ocurrencia digna de ser notada); me tendí hasta que mis rodillas estuvieron más altas que mis hombros, y lo cogí y lo arrastré hasta colocarlo entre mis piernas.
—¿Te gusta? —le pregunté a Risa.
Cuando ella alzó la vista, pasé mi brazo en torno a sus hombros y le ofrecí un poco de vino. Ella esbozó su primera y asustada sonrisa (parece unos pocos años mayor que Gladis, de todos modos: ¿dieciocho? ¿quizá veinte?) y bebió. Dentro del inclinado garrafón, el vino chapoteó como un pequeño mar color ciruela.
—Uh-oh —del Destripador—. ¿Qué va a decir tu amiga cuando venga?
—Que la jodan —dije.
—¿Qué va a decir el amigo de ella? —preguntó Dólar desde alguna otra parte.
—Que lo jodan también —dije.
Denny se inclinó sobre la mesa para coger el otro garrafón. Gladis, dando vueltas y vueltas en sus holgadas ropas verdes (la miran como si fuera su catástrofe personal, un sorprendente regocijo; parece como si fuera a descargar ahora; ella afirma, sin embargo, que aún faltan meses), se sentó de nuevo, riendo, al lado de Araña.
Entonces apareció Escupitajo junto con Cristal (discutiendo acerca de dónde estaba un edificio), y dejamos de haraganear en el patio de atrás y nos reunimos de nuevo en los escalones delanteros. De pie junto a Jetadecobre, miré calle abajo: por allí venía Trece.
—¡Hey! —llamó, con la desesperada buena voluntad de los auténticamene aburridos—. ¿Alguno de vosotros quiere venir conmigo? Hey, Chico, tú aún no has visto mi nuevo lugar. ¿Quieres venir y conocer a alguno de los muchachos? —En esta ciudad donde no ocurre nada, es un peligro para tu cordura rechazar algo nuevo.
De alguna forma, con la disputa y el vino y la letargia, yo, la guardia nacional (Jetadecobre, Escupitajo y Cristal) y Denny fuimos con él.
Subimos un montón de oscuras escaleras, con Cristal diciendo:
—Hombre, no sabía que estuvieras tan cerca. Apenas estás a la vuelta de la maldita esquina.
Y Trece:
—Te dije que estaba justo a la vuelta de la maldita esquina; ¿por qué ninguno de vosotros, muchachos, habéis venido nunca a vernos? —Y alcé la vista:
No es que los «heroicos» incidentes acerca de mí adjudicados por el Times no sean ciertos (bueno…, algunos de ellos), ni que los «villanos» difundidos por ahí en los comadreos estén tan distorsionados (bueno…, ídem). Pero los seis minutos aquí, los veinte segundos allí, los cuarenta y cinco minutos vete a saber cuántas semanas más tarde —el tiempo real que se emplea en realizar el acto «heroico» o «villano»— son un porcentaje tan microscópico de mi vida. Incluso lo que puede resumirse de este diario: arrancarle el arma de las manos de un saqueador; ayudar a salvar a unos niños de una llameante muerte; conducir un victorioso ataque (¡Ja! ¡Estaban locos de miedo!) sobre una ciudadela armada; cojear, con un pie descalzo, chillando por las calles; rescatar al Viejo Faust de unas derrumbantes colinas (y en una ocasión intentar escribir poemas…), son cosas que me han ocurrido, no que yo haya hecho. ¡Lo que tú parezcas estar haciendo y lo que tú creas que estás haciendo son dos cosas tan distintas como para enmudecer cualquier boca que intente una descripción!
Smokey estaba de pie en el arranque de las escaleras; cuando pasamos por su lado, se volvió con Trece para seguirle (a su hombro), respirando como si hubiera estado conteniendo el aliento desde que él se había ido.
Sentado en una de las camas al final del pasillo había un flaco muchacho sin camisa y con tejanos —con agujeros en ambas rodillas—, frotándose los ojos con los nudillos. Probablemente acababa de sentarse en la cama cuando nos oyó en las escaleras.
Otros dos muchachos estaban de pie junto a la ventana. Trece empezó a agitar la cabeza hacia todos lados, muy excitado:
—¡Hey! ¡Hey, muchachos, éste es el Chico! ¡Hey! —No dejaba de señalarme.
—Hola. —Un muchacho negro con un mono gris se apartó del alféizar de la ventana y tendió su mano.
Su amigo, un rubio corpulento (pelo corto), vestido de dril y con botas de la construcción, tuvo su mano lista en cuestión de segundos.
—Oí hablar un montón de ti cuando venía hacia aquí. —El muchacho negro enlazó pulgares conmigo con una fuerte sacudida.
Imaginé que el otro iba a hacer lo mismo. Pero simplemente se quedó mirando, luego se echó a reír, y su mano se agitó torpemente. Así que se la cogí y sonreí. Era:
—Tom —dijo Trece—, y éste es Mak. ¿Dijiste que llegasteis aquí conduciendo?
—Una camioneta —explicó Tom—. Estábamos arriba en Montana, y bajamos hacia aquí…, hasta que se nos acabó la gasolina. —Un conductor de camiones cowboy; deseaba ser amistoso.
—Y ése es Red —de Tom.
Así que enlacé pulgares con Red (el pelo como óxido), que parpadeó soñoliento, unos ojos gris hielo en un rostro oscuro como moka…, otro negro con la piel color mostaza, y éste, pese a sus hombros hundidos, atractivo como el diablo.
Desde un rincón, alguien dijo:
—Hola, Chico —y Tak, con los brazos cruzados, se apartó de la pared de tablas contra la que había estado reclinado. Se echó la gorra hacia arriba y avanzó, el rostro visible desde la rosada línea de su frente allá donde había estado la gorra hasta su dorada barbilla—. Estoy haciendo de nuevo mis rondas. Traje a estos muchachos ahí a la comuna y tenían ganas de conocer esto. Así que nos dejamos caer en lo de Trece a decir hola.
—Una buena excusa para una fumada —dijo Trece—. ¿No creéis que es una buena excusa?
—Claro —dijo Tom—. Cualquier excusa es buena en lo que a mí respecta.
Smokey, a la que no había visto irse, volvió con el frasco.
Trece lo tomó, lo alzó en su tatuada mano.
—Supongo que pensaréis —dijo— que, con una pipa de agua como ésta, al menos pondríamos un poco de agua en ella, ¿no?
—O crema de menta —dijo Smokey—. Eso es lo que dices siempre.
—Sí. ¿Habéis fumado alguna vez hash con una pipa de agua llena de crema de menta? —preguntó Trece—. Es realmente grande.
Mak, aún junto a la ventana, hizo un gesto hacia la cama.
—¿Conseguiste una botella de…, qué es eso? ¿Mountain Red?
—No —dijo Trece—. No es lo mismo.
Las mejillas de Trece se hundieron; el frasco se llenó de humo.
—¿Conseguís mucha droga? —preguntó Tom.
—Oh, hombre… —Trece tosió y tendió el frasco a Red—. No puedes mantener nada así pasando la ronda durante más de cinco minutos. No, no tenemos mucha. Una vez alguien trajo una funda de almohada llena. ¡Muchacho! Toda una almohada con sacos de plástico llenos de todo tipo de droga. Ese tipo mexicano.
—¿Era mexicano? —preguntó Smokey—. Era recio, rubio…
—Hablaba como un mexicano —dijo Trece—. Quiero decir que el acento con el que hablaba era mexicano. No era un acento español. Ni portorriqueño. Suenan distintos.
Asentí.
—Sin embargo —dijo Trece—, ¡duró eso! —Sonrió hacia atrás por encima de su hombro—. Ella quizá pesara un par de kilos menos. Pero ésa es la única forma que tienes de saber que estuvo ahí. ¡Lo aprisa que pasamos a través de toda esa mierda…, hombre!
—Debéis tener todo tipo de… Oh, gracias. —Mak tomó la pipa de Red, chupó y dijo—: Se ha apagado.
—Hey, espera un minuto. —Trece encendió otra cerilla.
—Debéis tener todo tipo de droga en esta ciudad —dijo Mak.
Smokey, ahora con la jarra, estaba tendiéndosela a Jetadecobre, que dijo:
—No creo que hayamos visto nunca un pirado en Bellona, ¿sabes?
—Yo sí —dije.
Cristal se echó a reír.
Tak dijo:
—No tenemos mucha droga aquí. No dinero, no droga. Es una forma de hablar, claro.
—Creo… —dijo Trece—. ¿No lo dirías tú así, Chico? Quiero decir, puedes decir esto acerca de la mayoría de tus muchachos, ¿eh? La mayor parte de la gente de aquí ha tomado montones de droga. Pero no tenemos demasiada gente aquí que la necesite. Si entiendes lo que quiero decir.
—Eso suena muy bien —dijo Mak.
—Quiero decir que si la necesitas —dijo Trece—, simplemente no hay ningún lugar donde puedas conseguirla. Me he puesto de todo en el brazo, o por la nariz, o barriga abajo cada vez que he podido, en una u otra ocasión. Y me ha gustado toda. Pero no necesito nada, ¿entiendes? Por supuesto… —tendió el brazo y me cogió la jarra—, me gusta darle un toque de tanto en tanto.
Todo el mundo se echó a reír.
Yo también.
Y todo el humo se escapó de mi nariz y escoció.
—¿Habéis pensado alguna vez en lo especializada que es Bellona como ciudad? —estaba diciendo Tak. Se había situado delante de la cama, los puños en sus deshilachados bolsillos, manteniendo la piel apartada de su velludo estómago. El edredón rojo estaba roto en dos lugares—. Quiero decir que Bellona tiene gran cantidad de algunas cosas y nada de muchas otras. Una vez conocí a un tipo que no podía irse a dormir a menos que antes escuchara un poco la radio. No puede vivir en Bellona. Hay gente que tiene que ir al cine, o se pone nerviosa. No puede vivir en Bellona. Algunas personas necesitan tener chicle para sobrevivir. He encontrado caramelos rancios, chocolate mohoso, galletas y pasteles; pero todo el chicle ha desaparecido de las tiendas de dulces. Los masticadores de chicle no pueden vivir en Bellona. Sin mencionar los cigarrillos, puros, pipas: el tabaco de las máquinas automáticas se puso rancio un par de semanas después de que nos viéramos cortados del mundo, y supongo que los cartones y paquetes almacenados fueron lo primero que limpiaron los saqueadores. Nunca he visto a un fumador en Bellona.
—Algunas personas necesitan sol, noches claras, brisas frías, días cálidos… —dije.
—No pueden vivir en Bellona —prosiguió Tak—. En Helmsford, conocí a gente que nunca caminaba más trecho que el que separaba la puerta delantera de su casa de la portezuela de su coche. No pueden vivir en Bellona. Oh, disponemos de una complicada estructura social: aristócratas, mendigos…
—Burguesía —dije.
—… y bohemios. Pero no tenemos economía. La ilusión de una matriz social ordenada es completa, pero se halla escindida por todas esas características interculturales. Es una ciudad vulnerable. Es una ciudad saprofita… Es el lugar más agradable en el que haya vivido nunca. —Sonrió a Tom, Red, Mak—. Me siento curioso por ver si a algunos de vosotros, muchachos, os gusta lo suficiente como para instalaros en ella, convertirla en vuestro hogar, pasar a formar parte de la comunidad.
El frasco hizo la ronda por tercera vez pasando de largo a Tak, que se tambaleaba en el centro del grupo.
—Toma. —Tom, aún reclinado contra la jamba, se lo tendió—. No has dado ninguna chupada.
—Nunca toco la mierda. —Tak hizo oscilar los faldones de su chaqueta—. No, soy un pobre y antisocial cabezadura. No soy hombre de mi tiempo, en absoluto. Además, me pone raro.
Alguien sugirió que fuéramos al nido. Tak, con sus tres descubrimientos bien aparcados en el bordillo de Trece, decidió quedarse un rato más…, después de que Trece, en un gesto de patriarcal amigabilidad, destapara una botella (de la misma marca que las nuestras; debía estar aprovisionándose del mismo escaparate roto de la calle a veces rotulada como Lafayette, a veces como Jessie). El anochecer se perdió en el impulso del día.
—¿Por qué no vamos al nido? —sugirió de nuevo alguien. Lo cual, de nuevo, alguien pensó que era una buena idea.
Dama de España, con Cuervo creo que era, habían encendido un gran fuego en el patio, y todo tipo de comida enlatada, con las recortadas tapas abiertas y dobladas hacia arriba, burbujeaba sobre los ladrillos de cenizas, con las etiquetas ennegrecidas y bronceadas por las llamas. Los troncos de los árboles brillaban; y la verja; y el triángulo de cristal en la ventana del segundo piso de la casa más allá.
Nos reunimos a su alrededor, escuchando el fuego. Red, aún descalzo y sin camisa, permanecía acuclillado contemplando las brasas, con la parte de atrás de sus tejanos tirando hacia abajo hasta dejar al descubierto la mitad de sus nalgas. Rodeando tres veces su cintura —la llevaba inmediatamente debajo de la cintura de sus tejanos, de modo que en condiciones normales no podía verse— estaba la cadena óptica.
Justo en aquel momento me miró por encima de su hombro, sorprendido; quizá pensó que estaba contemplando su raja.
—¡Maldita sea, acabo de quemarme! —Jack el Destripador agitó furiosamente su mano al otro lado del fuego, dando saltos y girando sobre sí mismo. El fuego se reflejó en sus turbios y legañosos ojos.
Miré las cuentas que cruzaban mi pecho, mi estómago, que rodeaban mi brazo; las pude sentir en torno a mi pierna. Alcé la vista y vi que Red las estaba mirando también; luego sus ojos descendieron hasta el lugar donde el hueso de su cadera se asomaba por entre las vueltas de la suya. Y volvió a alzar la vista hacia mí. Sus manos, desequilibradas, estaban hinchadas de la forma en que lo están las de algunos grandes bebedores de vino. Fue a hablar.
Dije:
—No quiero oírlo. No quiero saber dónde la conseguiste. No quiero que me preguntes dónde conseguí yo la mía. Que te jodan, hombre. Simplemente no quiero saber… —reteniendo la voz, baja y con un asomo de furia que ni él ni yo comprendíamos.
El negro Mak me observó, con el ceño fruncido.
El blanco Tom hurgó con los dedos en una lata de judías (¿caliente por un lado y fría por el otro?)
Red tragó saliva.
—¡Claro que me gusta comerme un buen coño! —grita California, y empuja a Tarzán hacia atrás.
—Hey, hombre, hey… —D-t se sitúa entre ellos.
—¡Puedes apostar a que soy capaz de comerme cualquier coño! —y empuja de nuevo.
—Oh, vamos, hombre, ¿qué es lo que…?
—¡Me comería tu jodido coño si tuvieras uno! —y Tarzán se estrella de espaldas contra la verja.
—¡Bueno, vamos! —D-t, con una mano en el hombro de California, lo aparta, y Tarzán, abandonado, empieza bruscamente a…
… pero la risa de Gladis se convirtió en un chillido, dejándome oír (¿recordar?) el eco de una segunda cosa que caía. Entre todos los preocupados «¿Qué…?» y «¿Quién…?» y no preocupadas risas (en su mayor parte de Dólar, alta e insistente), se llegó a la conclusión de que alguien había arrojado una lata caliente a Gladis, que le había golpeado el hombro y se había derramado por todos los escalones.
Red ya no estaba junto al fuego. Y un momento después de pasada la irritación, sentí aquella oleada de relajación que rivaliza con esos ácidos momentos de insoportable amistad cuando las puertas no se cierran. Más tarde, me situé detrás de Dólar y puse mis dedos en su nuca, y apreté fuerte.
—Hey, ¿por qué…? —gimió, con los párpados fruncidos sobre unos ojos de color naranja ante el fuego.
—Por arrojar esa maldita lata.
Sus ojos se fruncieron más y su boca se abrió en aquella sonrisa pizarrosa suya (a punto del estremecimiento, como la de un muchacho en los albores de la pubertad), y dijo:
—Oh, hombre, ¿viste la forma como chilló? Apuesto a que se asustó tanto que hubiera sido capaz de parir ahí mismo. —Y se apartó, riendo, mientras D-t agitaba la cabeza, miraba, y decía con gravedad:
—Mierda, hombre.
Tom y Trepenques estaban discutiendo sobre geografía, lo cual nos llevó del patio a la cocina, de la cocina a los escalones de delante, de los escalones de delante al patio. Todo el mundo estaba tambaleándose e inclinándose y aferrándose la barriga con las risas.
Luego ese altercado con Denny:
—Hombre, no me gusta irme a la cama contigo cuando estás borracho —explicó tres veces, tristemente, sólo que yo sabía que si Lanya hubiera estado allí, él hubiera venido pese a todo; vino, pese a todo. Me desperté más tarde para descubrir que se había ido; me desperté de nuevo, más tarde aún, y estaba tendido a mi lado, con sus pequeñas y calientes nalgas apretadas contra mi barriga, mientras el continente de su espalda, musculoso y vertebral, se alejaba en el grisor. No había resaca cuando me levanté, pero notaba los intestinos algo sueltos, de modo que sabía que la primera taza de café o incluso el primer vaso de agua que bebiera me haría cagar como un infierno. Me había ido a dormir sin quitarme los pantalones. Me los abroché de nuevo y me dirigí al pasillo.
Red salió del cuarto de baño, me lanzó una mirada curiosa, y se dirigió al porche de servicio mientras yo seguía pasillo adelante, intentando imaginar qué había cambiado en él. Le miré de nuevo cuando crucé la puerta: había una cadena proyectora colgando en torno a su cuello; supuse que la había tomado del maniquí en el cuarto de baño. Abrí la puerta del cuarto de baño: comprobé.
¿Cagar ahora?, me pregunté.
En vez de ello volví al porche de servicio.
—¿…quieres decir la que va a tener el bebé? —estaba preguntando Red, a lo que Dólar le respondió, mientras yo me detenía para observarles:
—Bola de Fuego, ¿qué es lo que te pasa? No la preñada; ¡la otra!
—Oh, la otra. Seguro.
(Así que en algún momento, mientras yo estaba dormido, Red había adquirido su primera cadena y un nombre.)
Me recliné contra el marco de la puerta.
—¿Bola de Fuego?
Red se volvió.
Medio vaso de vino chapoteó de un lado para otro en el fondo del garrafón cuya asa sujetaba Dólar con el dedo índice. Lo alzó hasta su boca con las dos manos, lo bajó de nuevo, y me miró con unos ojos brillantes, húmedos y rosas.
—Yo y Bola de Fuego vamos a buscarnos un coñito, si aún está libre, ¿sabes? ¿Vienes?
Le dije a Red / Bola de Fuego:
—¿Dónde están tus amigos, Tom y Mak?
—Se han ido.
—Les asustamos, ¿eh?
—¿Sabes?, son más bien… —hizo un gesto con la mano. Significaba remilgado / normal / no imaginativo…, el mismo gesto con la mano que utilizaría un paciente de una institución mental para describirle a otro a un tercero que aquella mañana está particularmente fuera de alcance: la palma hacia abajo, los dedos abiertos y agitándose—. Son buenos chicos, sin embargo. Me trajeron casi todo el camino hasta aquí. Me trataron bien. Luego, cuando la camioneta dejó de andar, no pareció importarles que siguiéramos juntos, ¿sabes?
—Vamos —dijo Dólar. El garrafón golpeó contra el marco de la puerta cuando se puso en pie.
Volvimos con él por el pasillo.
Abrí la puerta de la habitación de atrás y entré primero, con Dólar y Bola de Fuego inmediatamente detrás de mí. Hacía mucho calor. California, acuclillado en la semioscuridad, se alzó a nuestro lado y rió:
—¡Maldita sea! Jetadecobre y Cristal están metidos en un jodido campeonato. —Se oyó a sí mismo y decidió cambiar el énfasis—. Un jodido campeonato, hombre. —Rió de nuevo, agitándose tan cerca de mí que el pelo que caía sobre su hombro rozó mi brazo.
Gladis y Mike, durmiendo rodilla contra rodilla; frente contra frente: el pelo largo de él, largo y claro, reposando suavemente sobre el de ella, denso y negro, el brazo de él apoyado sobre el cuello marrón de ella; el brazo de ella sobre su propio vientre. Roncaba.(Fantasía: Estaban curvados, frente a frente, el uno hacia el otro, como dos comillas encerrando una elipsis reducida a un punto unitario)
Delante del león, rampante en el alféizar, los escorpiones dormían o permanecían sentados. Jack el Destripador, dando vueltas por ahí pasó por encima de la dormida Gladis y uno de los no miembros que ocasionalmente se deja caer por aquí, Dama de España —chaqueta negra, tejanos negros, botas negras, con enmarañadas cadenas negras sobre unos brazos apretadamente doblados y un ceño color medianoche intensamente fruncido— estaba reclinada contra la pared, hombro con hombro con Revelación, que estaba desnudo, el dorado pelo de su cabeza una revuelta aureola, y, alzándose de sus ingles también revueltamente doradas, lo que supuse que era una media erección, de un rosa más profundo que el resto de su perpetua rojez. Tenía las manos metidas entre sus nalgas y la pared, y su expresión, aunque tan intensa como la de Dama de España, estaba vacía de contenido.
Risa gruñó: Jetadecobre ¿gimió? ¿jadeó? encima de ella, agitando su pecoso culo entre las oscuras rodillas de la muchacha. El saco de dormir donde habían empezado (el de Cuervo, abierto encima del quemado colchón) se había enrollado hasta convertirse en una gris pitón bajo la espalda de ella. Sus codos se apartaron del cuerpo de él (Jetadecobre llevaba todavía su chaqueta), se agitaron y cayeron, una mano palmeando el colchón, la otra sujetando el brazo de él.
Cristal permanecía sentado en un rincón, las rodillas alzadas, los antebrazos sobre ellas, la cabeza apoyada contra la pared, dando largas y profundas inspiraciones.
—Hey —California apoyó su mano sobre mi hombro y susurró—: ¿Te apuntas?
—Veamos qué hace ella cuando él termine. —Pero mi pene estaba medio endurecido, y pude sentir mi corazón en él durante una docena de latidos, hasta que moví la pierna.
La Vida en el Antro del Comportamiento, Episodio Dieciséis Mil Seiscientos Treinta y Siete: el Corpulento Catedral, más corpulento que nunca, acuclillado la noche pasada de espaldas a la casa, discutiendo el comporta miento de las superabundantes ratas, con media docena de nosotros de pie a su alrededor, escuchando… Gladis acababa de entrar acunando un pobrecillo ratón muerto que había que echar a la taza del water.
—Seguro —esgrime el astuto, diminuto y oscuro Ángel, que está borracho—, las semejanzas entre ratas y gente son muy amplias. ¡Pero sospecho que las diferencias son del orden del factor de las diferencias en peso corporal entre un subalimentado ratón y una mujer embarazada de ocho meses! —(¿Están el arte y el sexo remplazando al sexo y la muerte como preocupaciones principales en la mente seria? La vida aquí terminará haciéndome pensar así.)
—Está realmente loca —dijo California—. ¡Quiere cualquier cosa que puedas llegar a imaginar, hombre! La mayor parte de las damas, excepto… —hizo un gesto con la cabeza hacia Dama de España, que le estaba diciendo algo a Revelación, que parecía no escuchar, luego volvía a observar—, están fuera ahora. ¡Pero hace unos momentos todas estaban ahí trabajando en ella! ¿Viuda Negra, muchacho? ¡Huau…! Era todo un espectáculo de televisión…
—¡Hey! —dijo Dama de España desde su lugar junto a la pared—. No eches nada de esa mierda sobre nosotras. —Alzó la barbilla con un gesto brusco—. Eso no fue nada como lo que practicáis vosotros los chicos.
—Ajá —dijo Revelación. Frunció los ojos, se rascó el labio superior con unas uñas que desde allí podía verse que estaban limpias—. Fue algo distinto. —Volvió a ponerse la mano detrás—. No fue como esto.
—Infiernos —dijo California—. Han estado practicando sexo con todas… —Miró a Dama de España, que había vuelto a mirar—. Bueno, han estado practicando todas las posibilidades… que cabe imaginar. Sea como sea, me puso cachondo. —Sonrió bruscamente, se inclinó más cerca—. Sólo que a esta cerda le gusta que le metan el aparato en el coño. Así que, naturalmente, llamó a las fuerzas de choque. ¡Bueno, hombre, no me gusta nada en absoluto comerme un coño de cerda con salsa de polla! —La sonrisa de California se hizo más amplia; empezó a sacudirme el hombro—. Mierda, me alegra verte, Chico: Entra ahí dentro, y así al menos habrá algo entre sus piernas que no me revuelva el estómago cuando empiece a comerme su coño, ¿sabes?
Alcé una ceja.
La enorme sonrisa se convirtió en una silenciosa risa.
—¡Quiero decir que algunos de esos hijos de madre son animales, hombre!
—¿Animales? —Jack el Destripador se puso en pie, intenso y blando—. ¡Tú eres un jodido puerco! Cada vez que algún negro saca su polla de ese agujero, este bastardo judío se pone ahí delante sobre manos y rodillas y… —y el Destripador sacó la lengua y frunció expresivamente el rostro, bufando y gruñendo: lo cual hizo que California se echara a reír a carcajadas—. Mierda —dijo el Destripador (con el tradicional énfasis en las dos sílabas separadas), y salió por la puerta.
—¿Quieres que se lo hagamos dos al mismo tiempo? —estaba diciendo Dólar, con la cabeza junto a Bola de Fuego—. Mira, yo se la meto en el coño, hombre, y tú puedes trabajarle la cabeza. Por supuesto, si quieres hacerlo a la inversa…
—Oh, hombre —California se volvió—, ¡la muy puta está cansada! ¡Ha estado trabajando toda la noche!
—Ha estado haciendo cosas raras antes —dijo Dólar—. Aceptando a dos tipos a la vez…
—Seguro —dijo California—. Pero eso fue antes, cuando… ¡Oh, no importa!
Jetadecobre terminó, se puso de rodillas, se levantó lentamente, luego se inclinó de nuevo para tirar de sus pantalones enrollados en torno a una pierna; la otra estaba desnuda.
—Tu turno —dijo a Revelación, al otro lado de la estancia. Jetadecobre respiraba pesadamente—. ¡Será mejor que pongas tu culo ahí encima!
—Ya lo he hecho una vez. —Revelación me miró—. Cristal quiere hacerlo de nuevo. Y el Chico está aquí…
—Ve tú —dijo Cristal desde el suelo—. Necesito otros cinco minutos para recuperar el aliento.
—Entonces que te jodan… —Revelación avanzó unos pasos cuando yo no me moví, dejando a Dama de España junto a la pared—. Yo no necesito cinco minutos. —Riendo, pasó por encima de Devastación, que se volvió y se pasó el antebrazo por la cara—. Como he dicho, soy un hombre de mete-y-saca, ¿sabes?
—Bueno, sí —dijo Jetadecobre—. Por eso sólo tardas unos segundos, ¿no? Adelante, chico blanco… —Se apartó, riendo—. Puedes joderla. Ella no tiene prejuicios.
Risa emitió una especie de sonido grave y ronco que se mantuvo unos instantes, mientras su boca se abría y cerraba. Su mano palmeó el colchón, alzó la cabeza. Miró a su alrededor (su pelo era recio y largo, como un chorro de agua oscura que hubiera brotado de su cabeza y se hubiera congelado), emitiendo aún aquel sonido.
Me produjo escalofríos. Mi pene pasó de media a erección completa. Tuve que ajustarlo con el pulgar para que no me doliera contra los pantalones.
—¡Hombre! —dijo California, observándome.
—¡De acuerdo, corazoncito! —Revelación pasó por encima de D-t, que parecía completamente ido—. ¡De acuerdo, ahí voy, ahí voy! —Algunos de los chicos rieron.
—¡…mierda! —Dama de España se apartó de la pared y se dirigió hacia nosotros, los brazos aún cruzados, agitando la cabeza. Su ceño fruncido se había convertido en una dura e irónica sonrisa en la que había mucho disgusto. Pasó junto a mí: apoyé una mano en su hombro.
—Hey, ¿siempre te vas de esta manera?
(Jetadecobre:
—Mete tu lengua en su boca, hombre. No se divierte si no le das un poco de lengua…, así.
Cristal:
—Estuvo a punto de masticar la mía hasta dejármela hecha unos zorros —y rió.)
Dama de España contempló mi mano, me miró y, sin cambiar de expresión, dijo:
—Deja mi culo en paz, chupapollas.
—¡Oh, hey! —California frunció el ceño—. El Chico te hizo una pregunta educada. No tienes por qué llamarle…
Mirándome directamente a los ojos, Dama de España dijo:
—No te he llamado nada que no sea estrictamente cierto, ni te he pedido nada en un… ¿cómo es? ¿Un tono poco educado de voz?
Asentí con la cabeza.
—Correcto… —y dejé caer mi mano de su hombro.
Dama de España agitó la cabeza, hizo chasquear la lengua.
—Maldita sea —dijo California—. Esas putas siempre están yendo por ahí intentando cortarles los cojones a los tipos…
—Oh, cállate —dije—. Además, ¿qué se necesita para cortarte los tuyos… una cucharilla abollada? Mira: en primer lugar, he chupado mi ración correspondiente de pollas. Y me ha gustado. En segundo lugar, mis cojones están colgados de ahí con cinco centímetros de cable de acero. Se necesita mucho más que cortar un poco para conseguir soltarlos —lo cual California pensó que era algo muy divertido, y se puso a reír a carcajadas—. Simplemente —dije—, tu cosa no es como la de algunas otras personas, y no hay nada que puedas hacer al respecto.
Dama de España agitó de nuevo la cabeza y se abrió camino entre Dólar y Bola de Fuego.
Supongo que Revelación acabó más bien rápido. Ya estaba echándose hacia atrás sobre sus rodillas, el rostro aún inexpresivo, el miembro aún medio duro. Risa sujetó su brazo con ambas manos. Revelación agitó la cabeza, casi como disculpándose.
—Como dije, corazoncito, supongo que no me toma demasiado tiempo…
Pero California estaba ya de cuatro patas, empujando a Revelación a un lado, los pantalones abiertos, la hebilla colgando, el pene golpeando su vientre como treinta centímetros de gruesa manguera.
Jetadecobre, sujetándose los pantalones con una mano, ayudó a Revelación a ponerse en pie con la otra.
—¿Lo ves? —dijo Revelación—. Incluso la segunda vez, termino en seguida…
—Una descarga es una descarga —dijo Jetadecobre—. El tiempo que tardes en descargar es tu problema.
Revelación dio un inseguro paso que lo apartó de la presa de Jetadecobre y dijo:
—¡Maldita sea…! —y se dirigió hacia la pared. A medio camino me miró de nuevo, y repentinamente exhibió una enorme y rosada sonrisa—. Será mejor que te aproveches mientras aún queda algo. —En la pared, se volvió para reclinarse en ella, las manos de nuevo detrás, los genitales aún congestionados, manchados de jugos comunitarios.
Permanecí de pie, observando, preguntándome cuándo podría maniobrar para ver un poco de coño:
Con una mano, Risa sujetó el hombro de Cristal. Sus rodillas se abrieron, se estremecieron, se recuperaron. Sus caderas iban de un lado para otro casi tanto como arriba y abajo. Estaba haciendo algo con su otra mano…, intentando bajar más los pantalones de él, me di cuenta. Finalmente él hizo una pausa lo suficientemente larga como para permitirle empujarlos hasta sus rodillas y, antes de que ella volviera a alzarse debajo de él, levantó las nalgas y las dejó caer planas. Ella alzó un pie, lo bajó, y por un momento su rostro se volvió de él a nosotros, ojos y boca muy abiertos, la lengua asomando entre sus dientes, luego ocultándose, luego volviendo a asomarse para lamer el cuello de Cristal.
Jetadecobre se acuclilló a su lado… ¿para mirar? Pero se inclinó hacia delante, dijo algo. Cristal frenó su ritmo.
Risa dijo algo que no pude oír, puso su mano en la desnuda rodilla de Jetadecobre, alzó un momento la cabeza, dijo algo más.
—Maldita sea —dijo California—. Los dos han estado en ella cuatro, cinco veces. Cada uno.
Jetadecobre se puso en pie y se dirigió hacia nosotros.
—¡Oh, hombre! —Apoyó su mano en la pared para sostenerse mientras intentaba tres veces meter de nuevo su pie en los pantalones. La transpiración brillaba entre las pecas y el rojizo vello del interior de sus muslos. Luego la tela verde se deslizó sobre ellos. Señaló con la barbilla a Cristal y Risa.
Releyendo esto, se me ocurre que las palabras escritas no te permiten saber si Jetadecobre se refiere a Risa o Cristal. Su tono de voz en cambio sí lo permitía
—¡No hay nada como ser negro para saber follar!
Su pie, al bajar golpeó el hombro de D-t (Jetadecobre «Hey lo siento»), que alzó los ojos y dijo:
—Tú tampoco lo has hecho tan mal —y volvió a encajar la cabeza contra su brazo.
Jetadecobre sonrió, metió sus atributos, relucientes como piel mojada, dentro de la bragueta, subió la cremallera y se abrochó el botón de la cintura.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó California; había tomado el garrafón de Dólar.
—No. —Jetadecobre se frotó el espacio entre su barba y su grueso labio inferior con el lado de su dedo índice—. Pero ella sí.
—Creo —dije— que voy a dar una jodida.
—Hey —dijo Jetadecobre—, será mejor que lo hagas… ¡antes de que la matemos! —Agitó la cabeza. Su barba estaba húmeda—. Adelante. —Luego salió de la habitación.
Pasé por encima de D-t y casi estuve a punto de caer cuando me enredé con una sábana arrugada entre dos colchones. California avanzó también; metió su dedo índice en la boca de bronce del león, lo agitó ahí dentro, luego me sonrió como si hubiera hecho un chiste. Yo me limité a apoyarme en la pared para observar.
Cristal alzó la cabeza una vez, el rostro brillante de sudor, dientes y ojos completamente blancos. La cabeza y los hombros de Risa se agitaron como si alguien estuviera martilleando las plantas de sus pies. No dejaba de decir «Ughhhh…, Ughhhh…, Ughhhh…», cerrando a veces la boca. El rostro de Cristal cayó de nuevo y ocultó los desenfocados parpadeos de ella.
Me acuclillé junto a la pared.
Las caderas de Cristal, aplastando las de ella, hacían que sus muslos se estremecieran.
Metí la mano debajo de mi cinturón para liberar mi pene; frotó duramente contra una costura o algo, y me dolió. Cristal echó de nuevo la cabeza hacia atrás, se izó sobre sus manos, las nalgas subiendo y bajando. Las manos de Risa cayeron de sus hombros. Inspiró una profunda bocanada de aire, palmeó el colchón; luego se colgó del cuello de él. El talón de uno de sus pies se clavó en el colchón, los dedos muy abiertos, luego curvados hacia dentro.
Estaba emitiendo un sonido que parecía como si alguien estuviera desgarrando una franela junto a tu oído. Cristal terminó.
Sospecho que ella no, o no pudo, o no quiso.
Apoyado aún en sus manos, Cristal dejó caer su cabeza. Ella seguía tirando de sus hombros. Cristal inspiró ruidosamente y se sentó hacia atrás, sobre sus talones.
—Oh, mierda…
Risa dejó caer las manos entre sus piernas.
Me puse en pie y me situé detrás de Cristal. Cuando Risa bajó las rodillas, su pie se deslizó junto a mi bota. Restregó su pantorrilla contra la mía a través de la suave piel. Cristal se puso en pie, tambaleante, de modo que le tendí una mano. Sujetó mi brazo con una de las suyas, intentó subirse los pantalones con la otra y dijo:
—Adelante, hombre. Jode ese coño. ¡Sí! Mierda… —Su mirada era un tanto extraviada, y no se clavó en mí ni por un momento.
Me bajé la cremallera.
La mirada de Risa también parecía extraviada.
Sus pechos oscilaron sobre sus costillas cuando agitó su cuerpo. Tuve que doblar mis rodillas para liberar mi pene. Ella tendió una mano para rascarse el muslo; luego su mano olvidó lo que estaba haciendo y se puso a acariciar su estómago; miraba hacia toda la habitación, moviendo solamente sus entrecerrados ojos. Apoyé mi pie desnudo en su coño. Agitó sus caderas hasta que apreté duro; luego sujetó mi sucio tobillo y se frotó el vello púbico con la callosa planta. Su arqueado hueso pareció deslizarse bajo su mojada piel. Lo que empapaba su vello tenía bajo mi pie una cualidad pegajosa, como légamo de arcilla. Abrió y cerró y volvió a abrir la boca, pero respiraba pesadamente por la nariz. Y sus ojos seguían moviéndose por toda la habitación, sin fijarse en nadie ni en nada. Una gota de agua rodó de lado por su mandíbula.
Aparté el pie.
Ella empezó a manipularse, hundiendo dos dedos en ella, abriendo y cerrando un enrojecido cañón; expulsó aire por la boca, fuertemente, mostrando unos labios pegajosos y entreabiertos.
(Pensé: ¿Quién soy yo aquí de pie en plena erección? ¿Yo, ella, o ellos? No, ninguno.) Solté el cinturón y me bajé los pantalones. Ella adoptó una expresión que era casi una sonrisa y se agitó de pies a cabeza, moviendo la cabeza de un lado para otro; y siguió manipulándose. Cristo.
Me incliné hacia delante. Sujetándome con una mano, cogí una de las de ella y la llevé hasta mi pene. (Lanya me dijo una vez que a montones de tipos se les ablanda si una chica intenta tocar su miembro cuando se lo están introduciendo; a mí me excita.)
Recuerdo que abrí los ojos una vez y vi su tostado cuello tensarse cuando giró la cabeza hacia un lado, luego fruncirse cuando su oreja se apretó duramente contra la mía. Me di cuenta de que estaba tirando de mis pantalones para apartar del camino la hebilla del cinturón. Luego se aferró fuertemente a mí. Fantaseé acerca de chuparle un poco el coño. Y ella chupándole al mismo tiempo el pene a Dólar, por alguna razón; recuerdo haber pensado que eso era lo suficientemente extravagante como para no tener que fantasear en absoluto. En cuyo momento, sin soltar sus piernas abrazando mis caderas ni sus brazos en torno a mis hombros, ella gritó. Fuerte. Me asustó mortalmente. Pensé: ahí voy. No eyaculé…, pero aquélla fue la primera vez que pensé en el resto de gente en la habitación. Había alguien de pie cerca de nosotros, porque podía ver sus zapatillas inmediatamente delante de mi rostro. Cuando ella empezó a inspirar aire con fuerza, con una especie de sonido húmedo de su boca (que, persiguiendo la mía, finalmente la encontró…, intenté lamer sus encías), pensé que ahora sí iba a eyacular. Pero me tomó otro minuto y medio. Cuando eyaculo, a veces, jodiendo con alguien en quien no estoy excesivamente interesado (o jodiendo de alguna forma particularmente no interesada con alguien en quien sí lo estoy), me viene a la cabeza alguna imagen (o palabras) que permanece en mí unos cuantos segundos hasta que se difumina a algo demasiado difícil de recordar como un sueño: Esta vez fue una imagen de mí mismo, las manos unidas con alguien (¿Lanya? ¿Risa? ¿Denny?) y corriendo entre árboles sin hojas inundados por la luz de la luna, mientras la persona a mi lado no deja de repetir: «… Grendal, Grendal, Grendal…», lo cual, mientras restregaba mi rostro contra su caliente cuello y el hormigueo en mis muslos, pechos y vientre seguía, pareció muy curioso. (¿Específico y primitivo?) Alcé el rostro fuera de las ramas iluminadas por la luna a una habitación inundada con el olor del humo y los escorpiones. ¡Y sonriendo, hombre, como un tigre!
Me senté sobre mis talones, arrastrando las cadenas sobre ella. Mordió una, la mantuvo sujeta entre sus dientes, de modo que tiró de mi cuello. Me eché más hacia atrás hasta que la liberé de su boca, me alcé de rodillas y golpeé contra alguien —Dólar—, que dijo:
—Hey, hombre. Ha estado bien, ¿eh?
—Cuidado —dijo California, intentando acercarse también—. Venga, hombre.
Jetadecobre, sujetando un garrafón, se inclinó al lado de Risa. Cristal estaba de pie inmediatamente detrás de su hombro. Jetadecobre metió una mano bajo el cuello de ella. Risa se apoyó en la rodilla de su mono.
Me puse en pie mientras California gateaba sobre los muslos de ella.
—¡Hey, Jetadecobre! ¡Hombre, ya está bastante borracha! Va a ponerse mala si sigues…
—Sal de aquí —dijo Jetadecobre—. Esto es agua. Me pidió un jodido trago de agua antes, eso es todo.
—Oh. —California deslizó sus manos, trepando, por las piernas de Risa. Un tendón de su muslo se estremeció. California se inclinó sobre ella.
—¡Oh, venga! —dijo Cristal, y golpeó con el puño la cabeza de California—. ¿No puedes esperar hasta que haya bebido su jodida agua? —Pero Risa aferró a California por el pelo, gruñendo, y lo empujó hacia abajo. Cristal contuvo el aliento y la observó beber mientras Jetadecobre inclinaba el garrafón. El agua resbaló por su mejilla. Murmuró:
—… gracias…
—De nada —dijo California, con la voz ahogada en su coño.
Cosa que Jetadecobre debió considerar lo más divertido que jamás hubiera oído. Estalló en carcajadas. Y derramó agua por todo el suelo.
—Puedes ocupar su boca —estaba diciendo Dólar a Bola de Fuego—. Si quieres, puedes metérsela en la boca y yo se la meteré en el coño. O puedes metérsela en el coño y yo…
Me dirigí a la puerta. A medio camino me di cuenta de que iba a cagarme antes de treinta segundos.
Siam entró.
—¿Todavía está en plena faena?
—La fiesta sigue —dije, y pasé por su lado.
En el pasillo, Escupitajo estaba frotándose la cicatriz de su pecho.
—¿Los chicos todavía siguen armando follón ahí dentro? Jesucristo. —Parecía desgraciado.
—¿Tuviste tu turno? —pregunté.
—Sí. Antes. ¡Pero ellos siguen jodiendo y jodiendo! Van a matarla o algo así.
—Sólo estás asustado de que ella esté completamente derrengada cuando estés recuperado para la segunda vez —sonreí—. ¿Por qué no entras ahí y ves si puedes terminar con ella? —Luego me metí en el cuarto de baño, me bajé aprisa los pantalones y me senté.
Me mojé todas las nalgas con las salpicaduras, y pasé seis segundos de calambres intestinales que empezaron en mis tobillos. Luego me relajé. Mi miembro colgaba contra la porcelana, tan fría que tuve que deslizar mi mano sobre él para apartarlo. (Nudillos fríos; mejor que un pene frío.) Observé a Escupitajo, aún de pie en el pasillo, a través de la puerta del cuarto de baño. Al cabo de un rato entró en la habitación.
El poder lo es todo. Otra falsificación: no digo cómo conseguirlo o mantenerlo. Sólo registro el vivificante corretear por el vagamente fétido jardín de sus recompensas.
—Grendal grendalgrendalgrendalgrendalgren… —Todavía resonaba en mi cabeza. De pronto me di cuenta de que no había estado escuchando con la suficiente atención; había pisado el freno en el lugar equivocado. La auténtica palabra que había escuchado en el orgasmo y que durante los últimos minutos había estado repitiéndose en mi cabeza era: «… Dhalgren…» Me sequé con parte de la segunda página del Times de Bellona del 22 de enero de 1776.
De vuelta a la cama del altillo permanecí tendido de espaldas durante todo un minuto; luego me di la vuelta y golpeé a Denny en el hombro.
Despertó.
—¿Qué?
—Huele mi aparato —dije.
—¿Eh…? —Luego emitió un sonido de disgusto, se sentó, se inclinó y olió. Mi cremallera estaba abierta.
Denny alzó la vista, con el ceño fruncido.
—Tienes caspa por todas partes ahí abajo. —Frunció la nariz—. ¿Qué es?
Me eché a reír.
—La chica de ahí dentro. Risa. —Le sonreí—. ¿Tú no has participado?
—Oh… Vine aquí antes, mientras tú dormías. Entonces casi todo eran chicas ahí dentro. No hice nada. —Se volvió a tender en la cama, de espaldas a mí.
Mi forma de hablar cambia cuando hablo con gente distinta; voy del «escucha» al «hey», del «sí» al «ajá», de una dicción estricta a una informal. Con Lanya, muchas veces, se convierte en un juego, ensalza. Con otros, aplana. Cuando me siendo trastornado, se puntúa con docenas de nódulos de ruido: «ya sabes», «quiero decir», «algo así como». Dejo tras de mí todo un vocabulario y una sintaxis de las universidades por las que pasé, que empezaron a volver a mí con Newboy, Kamp, aquella entrevista, y con Calkins en el retiro. Es inestabilidad, no afectación; un rasgo auténtico y común. Pero si intentara escribir lo que digo mientras me muevo de contexto verbal a contexto verbal, se leería como falta de carácter, no como una característica. Anoto todas las palabras excéntricas que se producen a mi alrededor: Cristal usó la palabra «… radicalmente…» esta mañana, y varias veces he oído a Dama de España referirse a una «… entidad…», mientras que entre las otras que he oído están «… sentencioso…», «… caravana…» y «… conspicuo…». Pero cuando transcribo una conversación que se produce a mi alrededor, me descubro a mí mismo jugando intencionadamente con todo su abanico verbal, de modo que no suene como una afectación post-literaria, cosa que no es. El modo de hablar de George ni siquiera puede ser escrito para el lector común; Throckmorton (en la fiesta) habla solo en anodinas combinaciones de frases seriales que se convierten por sí mismas en sátiras tan pronto como son registradas pero que, en el momento en que son pronunciadas, consiguen milagros de comunicación. Supongo que simplemente me siento frustrado por lo que las palabras escritas no pueden conseguir. Esta tarde, Gladis, absolutamente embarazada y medio sonriendo, dijo a través de la puerta mosquitera:
—No sabéis… —hizo una pausa e intercaló tres sílabas de risa— …lo que puedo ver ahí dentro, ¿verdad? —¿Qué signos de elisión, inflexión y melodía pueden convertir ese sonido, o la sensación que produce, en algo inteligible sobre el papel?
Pasé toda aquella noche intentando des cubrirlo.
Así, desgarro y decoloro hasta tal punto los débiles esquemas de la auténtica voz que termino con algo tan artificial como el tinte de una tela. ¡Y Calkins, decidido a no leer, aguarda mi próximo libro en esta jerga llamada lenguaje escrito en la que me veo en callado!
Mirando al techo, empecé a dormirme: el tipo de caída en la que tú te observas caer, y todo se vuelve tan enmarañado que te hundes en la maraña.
Y desperté con Denny encima mío, mis brazos en torno a su espalda. Estaba respirando en cortos jadeos, su rostro contra mi cuello, frotándose contra mi vientre. Me pregunté por qué me había molestado en despertarle antes con esa rutina que estaba completamente calculada para excitarle. No le detuve, pero me sentí molesto; así que cuando empecé a insultarle (gruñendo contra su pelo: «… adelante, chupapollas de poca monta; adelante, mierda flaca, bastardo, culo roto…»), era real: eyaculó casi al momento. Pero por aquel entonces yo ya volvía a tener una erección. En realidad me bastaba con tenerlo apretado ahí encima mío.
Pero él se bajó para empezar a chupar. Supongo que deseaba que hiciera esto cuando lo desperté la primera vez; ahora no lo deseaba.
—No malgastes tu tiempo —le dije, bajando la barbilla para observar la parte superior de su cabeza—. ¿No puedes dormirte? —Pero él siguió trabajando (y jugueteando con el agujero de mi ano, cosa que yo le había mencionado que Pesadilla me había mencionado) y eyaculé. Él se arrastró hasta situarse a mi lado, y lo sujeté con las manos en torno a su vientre y su espalda contra mí (como un cálido perro), mientras él se agitaba ocasionalmente como si buscara una posición más cómoda al otro lado de la cama (sí, como intentando dormir con un perro), mientras yo me preguntaba: Si empiezo a tener que fantasear con chicas a fin de eyacular con chicos, quizá no sea tan bisexual como me estoy diciendo constantemente a mí mismo.
Lo sé: soy un monosexual de salón.
Paseando hoy con Lanya, le dije eso.
—Si, él me lo ha dicho también una docena de veces —radió—. Es encantador No lo creo. Quiero decir no, no lo comprendo. Te quiere. Me quiere ¿Qué demonios significa eso?
Pareció sorprendida, incluso dolida. Finalmente dijo:
—Bueno…, cuando alguien utiliza contigo palabras extrañas que tú simplemente no comprendes, ¡tienes que escuchar los sentimientos y obtener así el significado!
—Creo —dije al cabo de un momento—, que cuando lo dice puede que quiera decir que me dejará antes de que lo hagas tú…, que lo dices con mucha menos frecuencia.
—¿Crees que va a dejarnos? —me/nos… Me impresionó—. Dale una razón para que se quede. Yo lo he intentado.
—Eso es difícil, incluso en situaciones mucho más simples. Me pregunto si es algo que tiene que ver sólo con el tipo de gente con el que estamos familiarizados. Para ti, soy reemplazable. Soy un mono encantador, que además resulta ser mucho más interesante por dentro que por fuera. Creo que una de las cosas más interesantes para ti es la forma en que funciona la maquinaria, con paradas y arranques. Como tú dices, sin embargo, has conocido otros genios antes. No es nada nuevo.
—¡Oh!
—Denny, creo, es el primer Denny que hayas conocido nunca. Para ti es único…, mientras que, para mí, todo, desde los hogares adoptivos en los que ha vivido hasta el ritmo con el que mueve su culo, la protectora brutalidad, e incluso ese pozo de juguetona dulzura cuyo fondo jamás puedes llegar a tocar, su cabezonería en lo bueno y en lo malo: dulce y jodido como es, hay siempre mucho, mucho, mucho de él flotando a mi alrededor. —Giramos una esquina—. Para mí, tú eres la irreemplazable: nunca antes te he visto tan cerca, y no te comprendo en absoluto. ¿Dices que a veces actúo como si no te viera? ¡Ni siquiera sé dónde mirar! Vivir contigo a mi alrededor es como vivir en una permanente ofuscación. El hecho de que te guste, o me mires, o pases por mi lado rozándome, o me abraces, o me sujetes, es tan sorprendente que después de que todo haya terminado tengo que examinarlo una docena de veces dentro de mi cabeza para saborearlo e intentar imaginar a qué se parecía, porque estaba demasiado atareado sorprendiéndome mientras ocurría.
—¿De veras? ¡Eso es maravilloso! —Guardó silencio durante el siguiente cuarto de manzana. Luego dijo—: No va a irse. Al menos, no por un tiempo. Aunque puede que tengas razón respecto a quien se marche primero, ocurra lo que ocurra…, si llega a ocurrir alguna vez.
—¿Qué es lo que ves?
—Que eres una persona muy real. E, incidentalmente, yo también. Alguien que tenga tan poco de eso como Denny no va a marcharse antes de conseguir mucho más.
—Suena bien —dije—. Espero que funcione. Me gustáis los dos. Os quiero conmigo. ¡Pero no me dejéis empezar a pensar en ninguno de los dos como en algo seguro!
—No, querido, si puedo hacer algo al respecto.
Oh, sí. Mientras me la estaba chupando, lo detuve a la mitad y le pregunté en qué estaba pensando…, para ser un bastardo. Muy sincero y muy sorprendido, me dijo que en Dólar (me vino como un flash el recuerdo del momento con Risa cuando nuestro asesino casero cruzó por mi mente), lo cual me puso un poco loco. Pero eso es lo que obtuve. Anoto aquí (porque el sexo tiene algo que ver con el amor) que Denny dijo seis veces que me quiere, que admitió casi para sí mismo, con esa expresión tímida como si fuera un atrevimiento para él el decirlo, que siempre se marcha a otra habitación cuando estamos atareados haciendo alguna otra cosa: trasladando el sofá al otro lado de la habitación de delante, arrojando basura al patio a través de la verja, o cuando estaba intentando ayudar a Catedral a doblar el pedal de la moto para volver a ponerlo de nuevo a su sitio. Realmente no sé lo que siento hacia él, pero soy terriblemente feliz de que uno de ellos permanezca aquí. (Supongo que me gustaría que fuese Lanya; ella es más interesante, dentro o fuera de la cama…, aunque éste no es realmente el asunto; en realidad, simplemente desearía que ella estuviese aquí.) Cuando desperté, se había salido de entre mis brazos y estaba enroscado en el rincón, contra la pared.
Cuando me levante y fui a la sala de estar la mayoría aún se guían dormidos. Bola de Fuego estaba sentado en el borde del sofá comiendo algo de una taza con una cuchara. Se puso en pie cuando entré (Filamento, con, extrañamente, Devastación, estaban apretados en el sofá detrás de él; la pálida Viuda Negra, con la oscura Dama de España acurrucada contra ella, dormía en el suelo entre Tarzán-y-la-mayoría-de-los-monos), como si quisiera hablar conmigo. Le hice un gesto con la cabeza.
Me lo devolvió. No parecía ser capaz de empezar, sin embargo, así que tomó otra cucharada.
—Ven aquí —le dije.
Aún descalzo, pasó por encima de una confusión de pies: las botas altas de la Viuda, negras y mates; el blando calzado de ante de Catedral. Apoyé una mano en su hombro.
—Te gusta Dólar, ¿no?
Bola de Fuego dijo:
—Es un tipo más bien curioso. Pero realmente es okay, ¿no? —El delgado negro de pelo color orín exhibió una adormecida sonrisa. Sus ojos parecían círculos cortados de nuestro cielo y encajados en el café con leche de su rostro.
—Bien —le dije—. Búscale. Asegúrate de que no se mete en ningún problema por aquí, ¿entiendes?
Su sonrisa vaciló…
—Alguien tiene que hacerlo. Y yo estoy cansado de ocuparme. Así que ahora es asunto tuyo, ¿entiendes?
… y cayó.
—Bien. —Me saqué con las dos manos una de mis cadenas, se la pasé por encima de la cabeza, y colgué mis puños sobre su pecho. Empujé con uno hacia abajo, mientras el otro se alzaba, los nudillos resbalando sobre su piel. Luego hice lo mismo del otro lado—. Ésta hará pareja con la que tú mismo tomaste, ¿de acuerdo?
Bola de Fuego me miró parpadeando.
—Es tuya. —La solté.
—¿Quieres decir que soy miembro…?
Cuervo, en el suelo, apoyó la cabeza en su codo.
—Así es como actuamos, querido. —Se echó a reír, rodó sobre sí mismo (contra Catedral, que gruñó) y cerró los ojos.
Bola de Fuego me miró de nuevo. La soñolienta sonrisa volvió.
—De acuerdo —dijo—. Hey, gracias, Chico. De acuerdo…
—Sal a buscar a ese loco bastardo blanco de cara llena de granos.
—De acuerdo —repitió—. Lo haré. —Comió otra cucharada de su taza.
Salí al porche.
Risa estaba sentada fuera sobre una caja, debajo de un árbol, leyendo. (¿Orquídeas de cobre? Incliné la cabeza para ver. Sí.) Frotando dos dedos contra la polvorienta esquina del marco sin cristal, la observé, preguntándome si debía bajar y preguntarle qué estaba pensando; finalmente decidí: Jodida mierda, si tienes que hacerlo, hazlo.
Bajé los escalones —la puerta resonó detrás de mí— y crucé el patio.
—Hey… —Me acuclillé a su lado, formando un doble puente con codos y manos (preguntándome cómo podían acumular tanta basura en un solo día), rodilla contra rodilla—. Quiero decir: quería saber…, sobre la otra noche.
Ella alzó la vista.
—Te lo pasaste bien, ¿eh? Quiero decir, ¿estabas metida en ello? Porque algunas de las…, una de las mujeres parecía un poco preocupada por ti. Así que quería… saber.
Ella colocó una mano sobre la página, como si no quisiera que yo viese qué estaba leyendo exactamente. Lo cual era extraño. Sus robustas piernas se movieron. Pareció incómoda. Aguardé, pensando: Bueno, probablemente no sea una persona a la que le guste hablar, o quizá simplemente no pueda conseguir respuestas compartidas a preguntas como ésa, sólo eso; o quizá la propia pregunta sea estúpida, o solamente embarazosa. Quiero decir que siempre puede responder: Mira, tonto del culo, ¿por qué crees que lo estaba haciendo si no me gustaba? También me sentí estúpido pretendiendo, incluso para mí mismo, que estaba hablando por Dama de España cuando, por supuesto, estaba hablando por mí mismo.
—Quiero decir —murmuré— que sentía curiosidad: respecto a si tuviste la impresión de que alguno estaba…, bueno, forzándote.
Los dos botones superiores de su camisa azul estaban abiertos. Su cobriza piel estaba sucia entre su cuello y su hombro. La otra noche, sus ojos, medio cerrados, habían parecido tan grandes. Ahora, muy abiertos, parecían pequeños. Lo que dijo (de una forma mucho más enérgica de lo que había esperado) fue:
—Eso fue mío —y abrió y cerró la boca como para decir algo más, pero terminó repitiendo—: Eso fue todo mío. Tú no puedes tomar ningún tipo de parte en ello. Eso es todo. Fue… ¡mío!
—Quiero decir… —Estaba sorprendido, pero me limité a encogerme de hombros—. Sólo deseaba saber si… lo pasaste bien.
—¡Averígualo por ti mismo, si quieres! —respondió. Luego, como si eludiera algún golpe anticipado, sus ojos se deslizaron de nuevo a la página. Su puño se deslizó de vuelta a su regazo.
Me puse en pie, mi mente proyectándose una y otra vez a: ¿Estaría dispuesto yo a someterme a la jodienda de un grupo? Bien, de acuerdo, piénsalo. Mientras lo pensaba, crucé el patio. Una: No me gusta que me den por el culo porque, cuando lo he intentado, casi siempre me ha dolido como el infierno. Quizá después de media docena de veces ya no resulte doloroso, sino sólo indiferente (una de esas veces fue hace dos días, con Denny y Lanya, y la parte emocional del asunto, de todos modos, fue hermosa). Pero, Dos: He metido mi polla en los culos de bastantes tipos que obviamente no sentían ningún dolor, sino un montón de placer. Y he estado en la cola y esperado mi turno tanto para el culo de un tipo como para el coño de Risa la otra noche. Así que (Tres:) Si Risa tiene razón, quizás haya algo equivocado conmigo, de modo que cada vez —bueno, casi cada vez— que un fulano ha intentado meterme su polla me ha dolido jodidamente… De todos modos, si no nada más, sí al menos había dicho algo que me había hecho pensar, lo cual es una de las formas por las que decido si una determinada persona es inteligente.
Mientras subía los escalones, la cabeza de Jetadecobre se asomó por la puerta; pasó junto a mí, bajó, se acuclilló junto a ella (¿como me había visto hacer a mí? Presumiblemente no) y apoyó su pecosa mano en la rodilla de los tejanos de Risa. Se acercaron mucho el uno al otro, conferenciando. Ella dijo algo que a él le hizo reír. (Ella, sin embargo, no parecía demasiado feliz.) Crucé la puerta mosquitera al porche, miré de nuevo por la ventana.
Mientras Jetadecobre se levantaba, Dama de España (con Filamento justo detrás de ella) pasó por el otro lado de la verja, se detuvo con tres dedos engarfiados sobre las astilladas tablas, y le preguntó a Risa —pude oír sus cadenas cliquetear contra la madera, pero no lo que dijo— algo así como: ¿Cómo te sientes?
Risa se volvió un poco, frunció el ceño y dijo:
—Me duele la espalda.
Escupitajo estaba en el porche, de pie junto al fregadero, los brazos cruzados.
—Ella es algo grande, ¿eh? —Parecía resentido como el infierno.
Miré a Risa, volví a mirar a Escupitajo. Estaba sacudiendo la cabeza.
—¿Cuántas veces la debieron joder ayer? ¿Sesenta? ¿Setenta y cinco veces?
—Oh, hombre —le dije—. ¿Estás loco? ¿Creerías dieciséis, diecisiete? ¿Quizá veinte?
—¿Eh?
—Éramos sólo siete, ocho como máximo, haciendo algo. Y la mitad sólo lo hicimos una vez.
Escupitajo se lo pensó unos segundos.
—Pero, Jesucristo… ¡Mírala! ¡Está simplemente sentada ahí, leyendo tu maldito libro!
—Escupitajo —dije—, joder con un par de docenas de personas en una misma noche es simplemente un prerrequisito para comprender algo que valga la pena saber. —Quiero decir que yo lo he hecho—. Así son las cosas.
Escupitajo no parecía creer que aquello fuera divertido, así que volví a la cocina y le dejé mirando. Alguien (¿Escupitajo?) había lavado un montón de los platos.
Ésta es la última página completamente blnca [¿blanca?] que queda.
Releyendo, observo que las anotaciones están en un orden sólo fantasmagóricamente cronológico. No sólo he llenado todas las páginas libres, sino todas las medias y los cuartos de página que han quedado en torno a los poemas o al final de las anotaciones. En algunos lugares donde mi escritura es más bien grande, puedo escribir entre líneas. Tendré que escribir mucho más en los márgenes. Quizá intente escribir de través en las páginas ya llenas.
A veces no puedo decir quién escribió qué. Es inquietante. Con algunas secciones, puedo recordar el lugar y el momento en que las escribí, pero no tengo ningún recuerdo de los incidentes descritos. Del mismo modo, otras secciones se refieren a cosas que recuerdo que me han ocurrido, pero sé más/uy bien que nunca las escribí. Luego hay páginas que, hoy, interpreto de una forma con el claro recuerdo de haberlas interpretado de otra la última vez que las leí.
Lo más irritante es cuando recuerdo una anotación, voy a buscarla, y no la encuentro descubro que no está o sólo está en parte: he leído algunas páginas tantas veces que se han soltado de la espiral del lomo. He sujetado algunas de ellas antes de que se suelten por completo, doblando algunas de/ doblándolas y poniéndolas dentro junto a la tapa anterior. Llevando el bloc de un lado para otro, sin embargo, se me deben haber caído. Las primeras páginas —poemas y notas del diario— han desaparecido todas, así como algunas páginas aquí y allá en todo el resto.
Algunas más desaparecerán también.
Saco las tiras de papel, con los bordes dentados de las perforaciones, de la [espiral con la punta del bolígrafo. Y escribo más. Mirando la última página, no puedo decir si es la misma que estaba ahí hace un mes o no.
era casi demasiado extraño para comentarlo:
Entré en Teddy’s. Era tan temprano que me pregunté cómo estaba abierto. Quizá hubiera cinco personas dentro, entre ellas… Jack. Estaba sentado en el último taburete, con las manos (piel gris, cutículas orladas de negro, puntas de las uñas en forma de cimitarras también negras, medias lunas en sombras bajo cuarteada piel) planas sobre la barra. Su pelo formaba como un plumón en torno a su oreja (en el retorcido cartílago: copos blancos. En el suelo de la concha: ámbar seco) y descendía sin cambio alguno en unas patillas que se unían en torno a su barbilla, formando una hirsuta barba. Su cuello era gris…, con una clara mancha (¿donde se había estado rascando?). Sus párpados estaban hinchados, rodeados de coral y sin pestañas. La corta manga de su camisa: desgarrada por la costura sobre la blanca carne. Encima del tacón de sus zapatos, los calcetines, con ambos talones rotos, se retorcían sobre negras y duras callosidades. El carro de la cremallera de sus pantalones estaba roto. El latón de su hebilla colgaba sobre su regazo debajo de su cinturón…, el pasador se había roto, de modo que había atado con un nudo los dos extremos del cinturón.
—¿Me invitas a una cerveza? —preguntó—. La primera noche que llegué a la ciudad os invité a ti y a tu amiga a una.
—Simplemente pide lo que quieras —dije.
El camarero alzó la vista, levantó una enrollada manga; desde debajo de sus gruesos dedos, el tatuado leopardo merodeaba la jungla de su brazo.
—La pediría yo mismo —dijo Jack—. Pero, ¿sabes?, estoy completamente hundido. En todos los aspectos. Invítame a una cerveza, hombre, y haré lo mismo por ti tan pronto como vuelva a ponerme en pie.
—¿Cómo es que no le sirves? —le pregunté al camarero.
Apoyó sus nudillos sobre la barra y agitó la cabeza.
—Todo lo que tiene que hacer es pedir lo que quiera. —Miró a los otros clientes.
—Entonces tráenos un par de cervezas —dije.
—Ahora mismo. —Las botellas abiertas golpearon las tablas delante de nosotros.
—Aquí tienes. —Di un sorbo a la mía.
La botella de Jack permaneció entre sus pulgares. La miró, luego movió los dedos un poco hacia la izquierda.
Lo que había hecho había sido ajustar los espacios de modo que la botella quedara centrada entre sus manos.
El camarero miró de nuevo, frunció los labios —un gesto parecido al anterior de agitar la cabeza— y se alejó, con los puños unidos.
—Aquí no tienes que pagar —dije.
—Si pudiera pagar —dijo Jack—, lo haría; quiero decir, si tuviera que hacerlo, la pediría yo mismo. No soy un gorrón, hombre. Realmente soy generoso cuando se tercia.
Medité un segundo. Luego dije:
—Espera un momento. —Busqué en el bolsillo de mis pantalones.
El billete de un dólar, en una húmeda pelota, apareció entre mi tercer y cuarto dedo. Estaba tan arrugado que al principio pensé que sólo había encontrado algún papel sucio que me había metido allí (¿un poema desechado?). Lo aplané sobre la barra. Una esquina, a causa del sudor y el roce, se había desgastado hasta la filigrana del marco mismo del «1».
Mientras Jack lo contemplaba, me pregunté qué haría Lanya con el de ella; o Denny con el suyo.
Jack alzó la cabeza, lentamente. La comisura de su boca estaba cuarteada y llagada.
—Puedes pasarlo muy mal en esta ciudad, ¿sabes? —Sus manos seguían planas. La espuma burbujeaba por la boca de su botella y resbalaba por el cuello, formando un pequeño charco en su base—. Simplemente no lo comprendo, hombre. En absoluto. Quiero decir, he hecho todo aquello en lo que podía pensar, ¿sabes? Pero simplemente parece como si no supiera cómo hacerlo aquí. Desde que llegué… —Se volvió hacia mí. Las burbujas estallaron contra sus dedos—. ¡He sido amable con la gente! También hay todo tipo de gente distinta aquí. Quiero decir que nunca había visto tantos tipos de gente distinta como aquí antes. He sido amable y he intentado escuchar, y aprender cómo hacerlo, ¿sabes? Aprender la forma de desenvolverme. Porque aquí todo es diferente… Pero simplemente no sé cómo. —Sus ojos ascendieron por encima y más allá de mí.
Miré hacia atrás.
Jack estaba contemplando la jaula vacía de Bunny. La negra cortina de terciopelo en la parte de atrás se agitó como si alguien la hubiera rozado desde el otro lado.
—Como ese gran negro cuya foto está por todas partes, con su maldita polla colgando. Simplemente no lo comprendo. Quiero decir, no tengo nada contra ello. Pero, hombre, si hacen mierdas como ésa, ¿por qué no ponen fotos de algún buen coño también? ¿Lo sabes tú? Si hacen lo uno, ¿no crees que sería correcto que hicieran también lo otro?
—Seguro —asentí.
—Quiero decir, quizás alguien como yo, o tú…, tú tienes una amiga, ¿no?…, esté interesado en alguna otra cosa, ¿no? Cuando llegué aquí, sabía que las cosas no iban a ser como en otros lugares. Fui realmente amable con la gente; y la gente también fue amable conmigo. ¿Tak? ¿El tipo que conocí contigo aquí? Bueno, es una persona estupenda. Y mientras estuve con él, intenté ser amable. Quería chuparme la polla, de modo que le dije: «Adelante, hombre, chúpame la jodida polla.» Y, hombre, nunca había hecho nada así antes… Quiero decir no en serio como él lo hizo, ¿entiendes? Bien, pues lo hice. Y no lamento haberlo hecho. No tengo nada contra ello. Aunque no es lo que más me guste, ¿comprendes? Me gusta una chica, con tetas y un buen coño. ¿Es eso tan extraño? ¿Entiendes eso?
—Seguro —asentí—. Lo entiendo.
Jack empujó la comisura de su boca hacia fuera con la lengua, intentando romper la costra.
—Supongo que él también lo comprendió. Tak, quiero decir. Sigue siendo amable conmigo. Habla conmigo cuando me ve, ¿sabes? Me pregunta cómo me va, cosas así… Hombre, sólo desearía ver algunas fotos de algún hermoso coño por ahí fuera, además de todas esas pollas. Quiero decir que es en eso en lo que estoy interesado; me haría sentir mucho mejor.
Bebí un poco de cerveza.
—A mí también me hace sentir mejor.
—¿Has estado en esa comuna…, ya sabes, ese lugar en el parque? —Jack contempló el arrugado billete—. Tak me llevó allí. Y supongo que era un sitio estupendo, ¿sabes?
Estuve hablando con esa chica, una de las que dirigen…
—¿Milly?
—Ajá. Mildred. Y ella no deja de hablar y hablar acerca del hecho de que yo desertara del ejército, y acerca de lo bien que piensan todos ellos de los desertores, y sospecho que está intentando ser amable también…, pero al cabo de un tiempo, quiero decir después de un par de jodidas horas de eso, tengo que decir: Señorita, ¿cómo puedes estar sentada aquí hablándome de lo malo que es el jodido ejército cuando tú no has estado nunca en el jodido ejército, mientras que yo me he pasado un maldito año y medio en él? Ella no sabe nada del porqué me fui del jodido ejército. Y a ella ni siquiera le importa. —Sus ojos vagaron hasta sus manos, la botella, el charco en la barra, el billete, mis manos…—. Quiero decir, ella no sabe absolutamente nada… —Contuvo el aliento y me miró—. Conocí a Frank en la comuna…, el tipo que se supone que es un poeta. Estuvo en el ejército; y desertó. Él sabía lo que yo estaba intentando decirle a ella. Durante un tiempo, allí, él y yo estuvimos muy cerca el uno del otro. No sé hablar tan bien como él, y él lo sabe todo acerca de un montón de cosas de las que yo no sé nada. Pero fuimos a muchos sitios juntos. Él fue quien me llevó a esa Casa donde viven todas las chicas. ¿Has estado allí?
—No.
—Bueno, pues es realmente grande, hombre. Algunas de las chicas son muy hermosas…, algunas son muy extrañas también. Y los chicos que van por allí…, bueno, algunas de esas chicas sienten predilección hacia algunos tipos realmente extraños. Supongo que incluso les gusté a algunas de las chicas. Deseaba agenciarme una, una chica pequeñita, ¡tienen algunas mujeres realmente enormes allí!, y guapa. Y suave. Y lista. Para mí, el que una chica sea lista es muy importante. Si pudiera agenciarme una chica que supiera hablar de cosas y lo comprendiera todo la mitad de bien que lo hace Frank, sería feliz. Y hay algunas chicas realmente listas allí. De hecho, no creo que ninguna de ellas sea estúpida. Aunque un puñado de ellas son más bien raras. Había algunas allí que eran exactamente como yo deseaba. ¡Y hubiera podido llegar a acostumbrarme a tener una amiga! Quiero decir que hablé con ellas. Y ellas hablaron conmigo. Pero no podía llegar a ningún lado con ellas. Frank sí podía. Podía quedarse allí desde el miércoles hasta el jueves siguiente y luego empezar al otro día. Yo deseaba quedarme también, pero deseaba más que eso. Ahora sé que la gente de por aquí es distinta de mí; pero eso significa que yo también soy distinto de ella. Sólo que supongo que si eres demasiado distinto, nadie desea tener nada que ver contigo. Quiero decir que no les importas una mierda. —Sus manos se agitaron en el charco junto a la base de la botella. Frunció el ceño por un momento, y creí que había terminado. Pero dijo—: ¿Has oído hablar del negro…, de ese tipo negro que acostumbraba a venir por aquí: ése al que le dispararon desde el tejado del edificio del Second City Bank?
Asentí.
—¿Sabes lo que piensan…? —Jack se volvió en su taburete, y una de sus manos se abrió ante la pechera de su camisa—. John, Mildred, toda esa gente de la comuna en el parque… ¡piensan que fui yo quien lo hizo! ¡Y se lo están diciendo además a todo el mundo! ¡Se lo han dicho a esas chicas que viven juntas en la Casa! Porque soy blanco, y soy del sur, y no sé argumentar bien y explicar que todos ellos están jodidamente locos…, ¡están jodidamente locos si creen que yo hice algo así! —Pareció tan sorprendido de decir aquello como lo estaba yo de oírlo—. Yo…, tenía un arma, ¿sabes? —Su mano se cerró en un flojo puño que cayó, deteniéndose y volviendo a caer, por su camisa abajo, dejando una húmeda mancha.
Asentí.
—Siempre había tenido un arma en casa. Deberían tener armas ahí fuera en el parque, con todos esos locos vagando por toda la ciudad. Todo lo que tienen que hacer es meterse en una tienda y tomar una…, como hice yo. Tenían a gente vagabundeando por el parque a todas horas, llevándoseles la comida. Y alguna de esa gente tenía armas. ¿Subirse a un maldito edificio y disparar contra un maldito negro? —Su mano, fláccida sobre su pierna, se crispó—. ¡Jesucristo, yo jamás haría algo así! Pero fui al parque, hombre, y les oí hablar. Quiero decir que oí a la gente hablar; luego se volvieron, y me vieron, ¡y se callaron! Frank no ha querido volver a saber nada más de mí. Quiero decir que me dice hola o algo así cuando yo hablo primero, y luego se marcha a hacer alguna otra cosa. Pero cinco veces…, cinco veces he intentado hablarle para descubrir qué demonios estaba pasando, y él simplemente se marcha tan pronto como me ve acercarme. Quiero decir que es como si me tuvieran miedo; sólo que son ellos quienes me producen miedo a mí. Temo volver. Mierda, no puedo creer que Frank piense que yo lo hice. Frank es un chico estupendo. Simplemente no quiere que los otros piensen que sigue teniendo algo que ver conmigo. Y yo no sé qué hacer con eso. Simplemente no lo sé. Durante un tiempo creí, inmediatamente después de conocerle, que Frank era como Tak. Sé que va detrás de las chicas. Pero escribe esa poesía y todas esas cosas y, bien…, si yo le gustara, podría sospechar que eso formaba parte de ella. Porque no puedo ver ninguna otra maldita razón: es más listo que yo, mayor que yo, y ha conseguido todo lo que desea. Cuando empezó todo esto, pensé que quizá fuera porque nunca he hecho nada con él, como con Tak, que era…, bueno, que era por eso por lo que se mostraba tan malditamente esquivo. Es más bien estúpido, ¿no? Pero este lugar pone ideas así en tu cabeza. Se lo dije claramente; le dije: «Cualquier cosa que quieras hacer…, ¡absolutamente cualquier cosa!» Deseé haber sido gay, hombre. Deseé poderle gustar de ese modo. Porque entonces, después de haber estado con Tak y todo eso, aunque yo no lo sea, sé lo que hay que hacer. ¿Entiendes? —Me miró, agitó la cabeza, contempló su botella—. ¿Sabes lo que quiero decir? —Retiró la mano de su pierna y la volvió a colocar en el charco.
—Sigue —le dije—. Lo has planteado de una manera demasiado simple. Pero sigue.
Su mandíbula se agitó unas cuantas veces, pero no habló.
—¿Cómo no has venido a vernos? —pregunté—. Si tienes hambre, ven al nido. Tak te llevará hasta allí si se lo pides. Ir disparando por ahí con un arma tampoco ha sido nunca lo mío. —Estaba pensando en él y en la gente de Emboriky’s, pero no dije nada.
No recuerdo haber sido corregido nunca en la escuela secundaria o en la universidad por escribir quién en vez de a quién. Pero, excepto para hacer alguna broma, nunca he dicho a quién en mi vida. Lo cual me hace pensar que hay otras dos expresiones: quién y de quién, que pueden confundirse y que significan cosas muy distintas. He estado usando unas por otras en este bloc de notas durante quizás una semana, y ahora me doy cuenta de que queda un tanto raro, así que procuraré enmendarme.
—Bueno, vosotros… —Jack se volvió un poco de lado a lado. (Pensando: Sus palmas están ahora pegadas a la madera, pero no desea que se vea que está intentando soltarlas.)—. Vosotros, muchachos…, no sé. Todo lo que tienes ahí abajo son negros, ¿no? Después de lo que hice…, de lo que dicen que hice, ¿qué va a hacer un puñado de negros cuando me vean entrar? Vosotros hacéis las cosas un poco rudamente…, robando a la gente por las calles. Y matando a la gente. —Agitó sus inflamados párpados—. No lo digo como algo personal. Tú eres un tipo estupendo. Y eres su jefe, ¿no…? Eso es al menos lo que he oído, ¿sabes? Y no deseo meterme en una mierda así. No tengo nada contra ello, pero… —Frunció el ceño y agitó la cabeza—. La gente habla. Y la gente habla. La gente habla, intentando hacer de ti algo que no eres. Y al cabo de un tiempo, casi no sabes lo que has hecho y lo que has hecho y lo que no has hecho por ti mismo. La gente habla de mí, de lo que hice, aquel día cuando el cielo se iluminó de lado a lado con aquella extraña clase de luz, y ese negro que está en todas las fotos fue detrás de la chica blanca y toda la gente de color organizó un tumulto y arrancó las manecillas del reloj de la iglesia allá en Jackson; dicen que puesto que yo subí a ese tejado y disparé contra el negro desde el tejado, soy responsable del tumulto, de todo, de todo lo que ocurrió allí. Sólo por dispararle a un maldito negro… —Sus labios, orlados de marrón, se juntaron, se separaron, volvieron a juntarse—. Yo tenía un arma. No disparé… —Hablaba lentamente—. No disparé contra ese negro. Quiero decir, incluso habíamos hablado tres o cuatro veces. En este mismo bar. Con Tak. Era un hombre agradable. ¿Le disparé…? No le disparé… —De pronto se golpeó con los nudillos el lado costroso de su boca—. Fui allí. Eso sí lo hice. Para comprobar el lugar. ¡Y con mi arma! Subes por los escalones que hay detrás del edificio del Second City Bank y haces el resto del camino por la escalera de incendios. Puedes ocultarte detrás de la cornisa y apuntar por encima de ella a cualquier lado de la maldita calle. ¡Hombre, si dispararas, podrías alcanzarle a cualquiera! Y yo tengo buena puntería… —Me miró, entrecerrando sus hinchados párpados—. ¿Tú crees que lo hice?
—Eso depende —dije—. ¿Lo comprobaste antes o después de que le dispararan?
Algo le ocurrió al rostro sin afeitar de Jack: la piel entre sus cejas se tensó, la piel debajo de su mandíbula se aflojó. Algo ocurrió también detrás de ella.
—Oh, Dios —dijo tan llanamente como, en una ocasión, le había oído a un hombre decir «ascensor»—. Oh, Dios… —Se volvió hacia el bar—. Todos ellos lo desean tanto, que van a culparme de ello lo haya hecho o no. Van a culparme de ello. Sólo deseándolo.
—Lo sé —le dije.
—¿Qué puedo hacer? No sé qué hacer.
—Tienes que saber quién eres —dije—. No importa lo que ellos digan.
No me miró.
—¿Tú sabes quién eres?
Al cabo de un segundo dije:
—Casi dos tercios de ello; así que al menos supongo que estoy en el buen camino. Quizá sea afortunado. —Terminé mi cerveza—. Ven al nido. Siempre que quieras. Pero no traigas tu arma.
—Desearía —dijo Jack al cabo de unos segundos— conseguir algún tipo de trabajo. Un trabajo con el que pudiera hacer algo de buen dinero. Entonces podría conseguirme una amiguita; entonces podría pagarme mi propia bebida. No me gusta sentarme en un bar y gorrear bebidas a los amigos amables.
—Cuando llegué a la ciudad —le dije—, conseguí un trabajo: trasladar muebles. Cinco pavos a la hora. Hubieras tenido que cogerlo. Estaba hecho para ti.
Pero él estaba contemplando el billete de un dólar.
Puesto que la frustración me hacía sentir miserable, decidí que era el momento de marcharme. Me aparté de la barra.
—Hey, Chico.
—¿Qué?
—¿No tomas tu cambio? —Apoyó su dedo medio en el arrugado dólar y lo deslizó sobre la húmeda madera.
Pensé un segundo.
—¿Por qué no te lo quedas tú?
—Oh, no, hombre… No, no me gusta aceptar limosnas. Necesito un trabajo; hacer un poco de dinero; pagarme mi propio camino.
—Tómalo —dije—. Lo necesitas.
—Bueno, gracias, hombre… —Su dedo, sujetando el papel contra la barra, se deslizó de vuelta hacia atrás—. ¡Muchas gracias! Lo acepto. Te lo devolveré una vez haya ganado algún dinero. Eres un tipo estupendo.
Comentarios aparte: deseo ayudar. Y sentir la ayuda puede resultar imposible. Casi. Lo cual significa simplemente olvidar casi toda la ayuda que he recibido.
Espero que venga al nido.
Con casi todo lo demás fuera de su cabeza, está centrado casi exclusivamente en el coño. Pese a George, y a una ciudad consagrada por las lunas gemelas, sé que tiene que existir alguna deidad femenina más grande (de la que George es sólo el consorte), un pecado que aún no ha recibido ningún nombre (como nunca ha recibido nombre ese sol); todos nosotros la hemos entrevisto, la hemos resentido en el bosque de su conocimiento —cada árbol un árbol de ese conocimiento—, y no queda nada excepto alabar.
Esta tarde Dama de España y Filamento cruzaron tambaleantes la puerta de entrada presas de volcánica risa, recorrieron el pasillo sosteniéndose la una a la otra…
—Hey —dije—. ¿Qué os pasa?
Filamento me miró de frente, frunció los labios, hinchó las mejillas, abrió mucho los ojos e hizo resonar las cadenas delante de sus pechos, haciendo mímica de algo que no entendí. Sus mejillas estallaron con más risas. Dama de España, arrastrando a Filamento por el brazo, se la llevó. Dólar pasó por mi lado, sonriendo.
—¡Hey! —llamó—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Es cosa tuya? Filamento se volvió y repitió su mímica.
Dólar —no estoy seguro de que aquello significara más para él de lo que significaba para mí— se aplastó contra la pared, sujetándose el estómago y aullando:
—¡Oh, huau…! ¿Quieres decir…? ¿De veras…? ¡Huau…! —y las siguió pasillo adelante, con una risa más aguda aún que las de ellas.
El sexo entre miembros del nido es lo bastante raro —puedo pensar en seis, no, siete excepciones, incluyéndonos a mí y a Denny— como hacer que me pregunte si básicamente no tengo aquí un grupo totémico exoandrio y/o exógino. La mayor parte del sexo viene de fuera, invitado o no, y finalmente vuelve a marcharse. La séptima excepción fue la sorprendente aventura de Filamento (sorprendente para mí, al menos. Lanya dice: «¿Por qué te sorprendes?» No sé por qué me sorprendió. Me sorprendió, eso es todo) con otra muchacha alta de aspecto italiano llamada Anne Harrison, que, en su primera noche aquí, tomó luces y cadenas y el nombre de Viuda Negra. Siempre van cogidas de la mano, siempre se sientan rodilla contra rodilla, susurrando, no dejan de recorrer toda la casa riendo, o te las encuentras dormidas en cualquier habitación en cualquier momento, la cabeza de una contra el pecho de la otra, el pecho de una debajo de la mano de la otra; intensas, inocentemente exhibicionistas, y casi sin decir una palabra, desarrollaron a su alrededor, en unas pocas horas, un círculo masculino protector/voyeurista (¿?) que iba con ellas a todas partes, y eso, incidentalmente, disolvió a los monos durante toda la duración del asunto (las dos no eran las favoritas de Tarzán). Al cabo de un par de semanas, la Viuda vino a mí y me devolvió sus cadenas. Aquellos pocos minutos de conversación en el patio fueron el único momento en el que realmente llegué a conocerla, y decidí que me gustaba; decidí que se las ofrecería de vuelta si alguna vez la veía de nuevo (recordando a Pesadilla y Lanya): se fue. Filamento se puso triste, pero no habló acerca de ella; luego regresó a los viejos caminos. Éste parece ser el lugar apropiado para mencionarlo: en una ocasión le pregunté a Denny por qué él no tenía apodo.
—Pesadilla acostumbraba a llamarme B. J. —explicó—. Hasta que le dije que acabara con esa jodida historia. Así que simplemente soy Denny.
—¿B. J.? ¿Qué significa?
—Dejaré que lo adivines.
—Oh —dije—. Hey, ¿cuál es tu apellido, por cierto?
—Durante un tiempo fue Martin. En una ocasión fue Cupp. Dependía de la familia con la que estaba.
¿Hace esta maleabilidad de nombre más soportable mi propia pérdida?
Entonces Tarzán entró por el porche de servicio y dijo: —Miren, señoritas, hay gente durmiendo en la habitación de atrás, ¿eh? —Hay doce tonos de voz con los que uno puede decir eso: tres de ellos hubieran dado como respuesta una disculpa entre ahogadas risitas. Tarzán eligió, al azar, uno de entre los otros nueve.
—¡Que te jodan, hombre! —dijo Dólar, enderezándose—. ¡También es su nido! —La suya era en realidad la única risa capaz de despertar a nadie.
—¡Hey, mira! —dijo Tarzán—. ¡Esas zorras vienen aquí en tromba chillando y gritando! Alguien tiene que decirles que paren…
—Ahora mira tú —dijo Filamento. Estaba tan a disposición de Tarzán como de cualquiera de los otros caucasianos del nido—. Puede que tú seas Tarzán. ¡Pero yo no soy Jane!
—Yo me lo follaría —dijo Dama de España. Negra, y cómplice ocasional de largas e intensas conversaciones con Jack el Destripador, del que Tarzán había adquirido algo del aura de los monos. (¿Debido a lo cual era más tolerante con él?)—. Realmente lo haría. Pero Tarzán no folla con nadie. —Sólo uno de los doce tonos podía hacer que aquello sonara bien. Lo eligió con tanta facilidad que espero que él aceptara la lección.
—Oh, bueno: sólo estaba pidiendo que contuvierais un poco…
D-t, desnudo y medio dormido, se asomó por la puerta de atrás, los antebrazos apoyados en la parte alta de las jambas, las huesudas caderas medio inclinadas, las grandes manos (con sus curiosos dedos) y cabeza colgantes. Alzó la cabeza, parpadeando.
—Tarzán, cuando me fui a dormir estabas quejándote de algo. El cielo está completamente iluminado, ¿y aún sigues con eso?
—¡Sólo estaba diciéndoles que se estuvieran quietas para que no os despertaran!
—De todos modos ya es hora de que me levante, muchacho. Y ellas no me han despertado.
—¿Lo ves? —dijo Dólar—. ¿Lo ves? Con todos esos gritos has hecho más ruido que…
Filamento apoyó una mano en el pecho de Dólar y bajó la cabeza.
—Espera tú también un momento. —Alzó de nuevo la vista—. Tarzán, te gusta vivir aquí, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir? —La barbilla se Tarzán se adelantó beligerante.
—Te ha preguntado —dijo Dama de España— si te gusta vivir aquí. O no.
—Sí —dijo Tarzán—. Claro que sí. Me gusta vivir aquí. ¿Qué vas a hacer al respecto?
—No voy a hacer nada —dijo Filamento—. Pero será mejor que hagas lo mismo que está haciendo Dólar.
—¿Eh? —dijo Dólar—. ¿Qué es lo que yo…?
—Y que es eso: puesto que estás viviendo aquí, será mejor que hagas un auténtico esfuerzo por seguir viviendo aquí.
D-t rompió el silencio con su risa. Se agitó en el umbral como un espantapájaros sacudido por el viento.
—Hombre —dijo Tarzán—, ¿de qué te estás riendo?
D-t pasó un brazo en torno al cuello de Tarzán…
—¡… Hey, hombre…!
… y, aún riendo, lo arrastró por el pasillo, frotando ocasionalmente sus nudillos sobre la cabeza de Tarzán, muy fuerte.
—… Hey, deja esto… Hey, para con esto; duele… ¡Maldita sea, negro! Deja esto…, hey, ¿qué estás…? ¡Para…!
En la sala de estar, D-t soltó a Tarzán.
—¿…que jodida mierda estás haciendo? —Tarzán se frotó el rubio pelo con ambas manos.
—¡Sólo estoy intentando ver si tu cabeza es tan dura como intentas hacernos creer, hijo de madre! ¿Hay algo de café?
Tarzán dejó caer una mano, se frotó más fuerte con la otra.
—Sí, creo… creo que sí. Alguien hizo un cubo hará una hora o así. —Aún seguía confuso.
En el pasillo, Filamento y Dama de España siguieron su camino. Tras ellas, Dólar dijo:
—No tenía derecho a hablaros así.
—Tiene derecho a hablar como le parezca —dijo Filamentó—. Del mismo modo que luego tiene que escuchar lo que le respondan, eso es todo.
—Eso es lo que quería decir —dijo Dólar; y teniendo en cuenta las pocas veces en que estoy de acuerdo con él sobre algo, escribo esta excepción a fin de que idea conmigo como un quiste en el hueso caudal durante (¿cuánto tiempo hace?) y hoy (la parte conocida de eso), caminando en el grisor (grisor, un grisor que estoy cansado de observar y anotar; estoy agotado con ese grisor; eso es lo que significa ese grisor para mí) de la calle, este recuerdo: Pasaba junto a la mesa donde alguien había dejado uno de esos vasos de plástico transparente, lleno en sus tres cuartas partes de vino blanco (en la alacena de atrás Cuervo encontró un retractilado lleno de ellos) con la ventana abierta detrás de él; el resplandor de la entrecara entre plástico y vino se difractó como aceite refinado y el vaso se llenó de color. Si me movía de un lado para otro más de diez centímetros, sin embargo, se convertía simplemente en un grasiento plástico lleno de un líquido color orina. Primero pensé que el movimiento prismático se perdería tan pronto como yo me fuera. Pero durante la siguiente hora, cada vez que pasaba por la cocina podía hallar el lugar desde el que tenía de nuevo aquel mismo aspecto.
La idea se estableció del mismo modo en mi mente, y podía encontrarla simplemente pasando cerca de ella.
Escribo esto mientras estoy echando una cagada: pequeño consuelo… esperaba que saliera una salchicha realmente hedionda amarilla con estrías negras de espinacas, tras un asqueroso nudo de mucosidad. Afortunadamente lo que salió fue casi todo líquido, y dejó el agua demasiado turbia para poder examinarlo.
Pensé que sería bueno probar en la Avenida Temple, pero no pude encontrar ninguna calle con ese nombre en el cartel. Así que caminé hasta una calle tan ancha como limpia, con verjas y puertas y cristales en las ventanas tan intactos que sólo el cielo color peltre hablaba de nuestra catástrofe. Vi a una dama con un abrigo negro y un pañuelo azul cruzar por la esquina; pero se fue por una calle lateral; cuando miré tras ella, se estaba metiendo en un portal. Avancé, excitado y hueco y sabiendo cuál era mi apariencia —cómo se movía mi cuerpo, mi cabeza bamboleándose sobre mi cuello, el cojeo de mi caminar sobre una sola bota— desde dentro. Farolas y portales y bocas de incendio avanzaron hacia mí desde el humo…
Supongo que estaba a casi una manzana de distancia, pero durante casi un minuto no estuve seguro de que estuviera allí, entre el humo. Así que me apresuré.
Tenía el pelo corto y negro y llevaba un chaquetón de pana marrón con cuello de lana; hacía más frío de lo habitual, pero debido a ello no había viento. Yo llevaba todavía mi chaqueta. Él mantenía las manos en los bolsillos. El cinturón de su chaquetón colgaba suelto a ambos lados.
No podía apartar mis ojos del cinturón.
Justo en el momento en que estaba a punto de alcanzarle, me rasqué la pierna contra algún cascote o algo que había en la acera…, no miré hacia atrás para ver lo que era. Ahora me pregunto si lo hubiera hecho si eso no hubiera ocurrido; quiero decir: intentando ignorar el sorprendente hormigueo en mi pantorrilla, quizá ignoraba también esa parte de mi cabeza que me impulsaba a apresurarme a pasar por su lado, reflejando lo mucho que me había acercado ya a él. (¿Acaso la topología de la Ciudad nos controla completamente?)
Cuando nos cruzamos, miró hacia atrás. Pero siguió andando. Supongo que pensó que yo iba a seguir andando también.
Aferré su hombro y le hice dar media vuelta y lo aplasté contra los barrotes de la verja.
—¡Hey…! —dijo—. ¿Cuál es su problema?
Puse las hojas de la orquídea contra su garganta. Se encogió y pareció sorprendido.
—Déme todo lo que lleve en los bolsillos —le dije.
Inspiró profundamente.
—Cójalo. —Llevaba gafas.
Rebusqué en el bolsillo de sus pantalones, mientras él mantenía las manos alzadas. Saqué tres billetes de un dólar. (Supongo que una punta de la orquídea pinchó accidentalmente su cuello, y se encogió aún más.)
—Vuélvase y déjeme comprobar los bolsillos de atrás.
—Se volvió, y busqué debajo de los faldones de su chaquetón, hasta que me di cuenta de que sus pantalones no tenían bolsillos de atrás. Entonces pensé que podía pegarle y darle un tajo; pero no lo hice.
Se alejó apresuradamente y se volvió para mirarme. Su boca estaba fuertemente apretada. Mientras se alejaba, me di cuenta de que sus bolsillos laterales eran mucho más profundos de lo que había pensado: pude ver los apiñados círculos de monedas para cambio delineados muy abajo en la negra pana.
Miró por encima de una alzada mano hacia la izquierda.
Un tipo estaba cruzando la calle, observándonos. Pero cuando miré, volvió la vista.
El hombre lanzó un sonido de disgusto, bajó las manos, y se volvió para marcharse.
Hice un gesto con la orquídea y dije:
—¡Hey!
Miró hacia atrás.
—Espere aquí diez minutos antes de marcharse —dije, y di otro paso hacia atrás—. ¡Si llama a alguien, o intenta ir tras de mí, le abriré la garganta! —Me volví y eché a correr manzana arriba; miré una sola vez hacia atrás.
Estaba alejándose.
Doblé una esquina, me metí en un portal para quitarme la orquídea, y me guardé los tres billetes en el bolsillo. Luego me incliné y me alcé la pernera del pantalón para examinar mi pierna. Era un arañazo apenas perceptible, a un lado de la pantorrilla y descendiendo hasta el tobillo, como la señal hecha por un clavo o la astilla de un tablero o
tropecé con Dragón Lady en los escalones delanteros: chaqueta de pana con los lazos ajustados, brazos cruzados (haciendo que los lazos encima de ellos parecieran un tanto flojos), aspecto pensativo.
Hace tiempo que no la veía.
Ahora ya sí.
¿Qué has estado haciendo?
Nada.
¿Dónde has estado?
Por ahí.
La rodeé con un brazo, pero obviamente no tenía ganas de asunto, así que lo dejé correr y simplemente caminé a su lado.
Mientras rodeábamos la casa, se relajó un tanto, con los oscuros brazos aún cruzados.
¿Baby y Adam siguen contigo?
Sí, están por ahí.
Tengo que seguir mencionando esa atemporalidad porque el fenómeno irrita la parte de la mente sobre la que se registra el paso del tiempo, de modo que los instantes, los segundos, los minutos, son dolorosamente reales; pero las horas —y más aún los días y las semanas— son ruidos residuales de una lengua muerta.
Llegamos al patio (yo diciéndole: «Es estupendo verte de vuelta», y ella sonriendo con su sonrisa de manchados dientes), y la deposité en manos de los monos y de Tarzán, que estaban holgazaneando por ahí. La atmósfera presagiaba un día tan carente de rasgos como la noche. No sabía qué hora era; el ruido y las bromas la rodearon cuando fue a sentarse bajo el árbol, con los puños entre sus rodillas y una expresión turbada que no se fijaba en nada. Preguntándome qué hora era (¿tarde? ¿temprano?), decidí que repararía el grifo del porche de servicio (porque había trasteado en el armarito debajo de la fregadera de la cocina en busca de algo, no recuerdo qué, y había visto algunas herramientas; de nuevo, topología preordenada), y una vez hube cerrado el agua y desmontado la primera tuerca, decidí desmontar todo el conjunto y luego ver si podía montarlo de nuevo.
Saqué el tapón del fondo del sifón, y montones de pelos y una grasienta sustancia púrpura cayeron al suelo. Saqué los grifos. Hubiera debido hacer esto antes de sacar el tapón del sifón, porque brotó un pequeño chorro de herrumbrosa agua de cada uno de ellos…, se fue por el desagüe y cayó al suelo. Luego desatornillé el cuello de los grifos para sacar los émbolos.
He perdido un nombre. ¿Y? Si los habitantes de esta ciudad tienen algo en común, es que tales accidentes no les interesan; lo cual no es saludado aquí como libertad ni lamentado como daño; es aceptado como un rasgo más del paisaje, no de la personalidad.
D-t salió, se acuclilló a mi lado y observó durante un rato, dándome de tanto en tanto las herramientas; al fin preguntó, curioso:
—¿Qué es lo que estás haciendo? —y me ayudó a separar la pileta de la pared (poniéndose bruscamente en pie cuando estuvo a punto de caer), soltándola de las sujeciones esmaltadas.
—Estoy intentando arreglar esto le dije, porque simplemente decidí hacerlo.
D-t gruñó y empujó la pileta de vuelta a su sitio. Las articulaciones de sus dos pulgares estaban muy torcidas y deformadas; las miré: nunca antes me había dado cuenta de ello.
Había un trozo de cuerda en el alféizar de la ventana, y traje una lata de masilla de la cocina. Pero cuando abrí la tapa con el destornillador, su superficie estaba más agrietada que Arizona. Y no sabía dónde encontrar un poco de aceite. D-t volvió con una botella de Wesson, y no pude hallar ninguna razón para por qué no. D-t volvió a instalarse en su sitio para observar.
—Podríamos haber buscado un lugar donde los grifos no gotearan —dijo—. Pero supongo que entonces no tendríamos nada que hacer.
Me eché a reír tanto como pude mientras sujetaba la cañería del agua fría e intentaba volver a atornillar el grifo en ella.
Le pregunté algo.
No recuerdo su respuesta exacta, pero en algún momento dentro de ella dijo:
—… como cuando vine aquí la primera vez: solía recorrer las calles, y sabía que podía entrar casi en cualquier casa que deseara, y la verdad es que estaba mortalmente asustado…
Hablamos sobre eso. Recordé mis primeras incursiones por aquellas calles. (D-t dijo: «Pero entré en algunas casas, pese a todo.») Mientras hablábamos, recuerdo que pensé: No es que no tenga futuro. Sino que más bien se fragmenta constantemente en el efímero insustancial e indistinto del entonces. En el país del verano, punteado por los relámpagos, de algún modo no hay ninguna forma de llegar a una conclusión; pero aquí, la propia conclusión es superflua. Le dije a D-t algo acerca de:
—Lo que necesita este lugar es un buen viento, o una tormenta de rayos. Para limpiarlo todo. O truenos.
—Oh, hombre —dijo D-t—. Oh, hombre… ¡No! No, no creo que pudiera soportar eso. No aquí. —Y rió (como, sospecho, alguien tras escuchar su sentencia). Hablamos realmente largo rato. De esa forma tranquila en la que manejas sentimientos, si no información. En un momento determinado me preguntó cuánto tiempo creía que podía mantenerme allí, y yo le dije:
—No lo sé. ¿Cuánto tiempo crees que podrías mantenerte tú? —y él rió también. Yo estaba enrollando un poco de cuerda en torno a la junta y apretando el grifo del agua fría cuando alguien en la puerta dijo:
—Hey, Chico.
Leyendo mi diario, encuentro difícil decidir incluso qué incidentes ocurrieron primero. Tengo momentos histéricos en los que creo descubrir que salir de aquí es mi única esperanza/salvación posible. También me pregunto acerca de algunas de las cosas sobre las que no he escrito: El día con Lanya cuando ella me llevó al museo de la ciudad, y pasamos desde antes del amanecer hasta después del anochecer sentados en las reconstruidas habitaciones del siglo XVIII («¡Podríamos vivir aquí, como Calkins!»; y ella susurró, sonriendo: «No…»; y luego hablamos acerca de correr allí, y ella dijo de nuevo: «No…», esta vez sin sonreír. Y no lo hice. Pero hablamos mucho allí, y fuimos de un lado para otro, sintiéndonos más y más hambrientos a la perlina luz que llegaba a través de los paneles del techo, porque no podíamos decidirnos a irnos), debería constituir el más largo y detallado incidente en este diario, porque fue allí donde ella me mostró una cosa tras otra y me habló de todas ellas, haciendo que significaran algo para mí; ella se convirtió en una auténtica persona, por lo que sabía y por lo que hizo, más que cualquier cosa que yo hubiera podido hacer por ella, hacer por ella, hacer: lo cual era con demasiada facilidad la forma en que yo siempre he deseado definirla. Deseando que ella tomara a Denny y a todo el nido hasta allí; y, sujetando una pequeña pintura que ella había descolgado de la pared para mostrarme algo respecto a cómo preparaban la tela en el siglo XVII («¡Cristo, yo pasaba semanas preparando el óleo negro y el Meriquet! Me sorprende que no asfixiara a alguien.»)…
—No —dijo ella cuando se lo pedí—. Creo que no. Ya es bastante arriesgado contigo. Todavía no. Quizá más adelante —y volvió a colgar la pintura, cabeza abajo.
Reímos.
Así que colgué otros diecisiete cuadros cabeza abajo…
—¡Oh, vamos! Para ya… —insistió ella, pero lo hice de todos modos. Porque, expliqué, cualquiera que venga los verá así, fruncirá el ceño, quizá volverá a colocarlos bien. Y terminará mirándolos un poco más detenidamente. —Sólo lo estoy haciendo con aquellos que me gustan.
—Oh —dijo ella, dubitativa—. Bueno, está bien.
Pero es más memorable no trasladado al papel. Y para mí, eso es lo importante. (Sólo cuando estoy escribiéndolo realmente, por un instante, resulta en realidad más vívido…) Así que me detendré aquí, cansado.
Excepto para hablar de esa curiosa discusión con Denny, que sigo aún sin comprender, y en la que creí que iba a matar al pequeño bastardo. Y Lanya simplemente pareció desinteresarse. Lo cual me puso tan furioso que la hubiera matado también a ella.
Y así pasé toda una tarde con una botella de vino y Dama de España, quejándome de ellos dos, y pasándonos la botella de uno a otra —ella había empezado a llevar muchos anillos—, y fuimos tambaleándonos hasta el Emboriky’s, animándonos mutuamente a entrar, cosa que no hicimos, pero diciéndole yo a ella, mientras pasábamos trastabillando por su lado, con nuestros brazos en el hombro del otro: «Tú eres mi única auténtica amiga aquí, ¿sabes?», todo muy sensiblero, pero necesario. Luego gritamos: «¡Hijos de madre! ¡Malditos hijos de madre comedores de mierda!», y nuestras voces resonaron en la desnuda calle. «¡Salid ahí fuera y luchad!» Estábamos histéricos, trastabillando arriba y abajo del bordillo, derramando vino. «¡Sí!», chilló Dama de España. «¡Asomaos y…» Eructó; pensé que iba a vomitar, pero no: «… bajad!» Sus ojos estaban muy rojos, y no dejaba de frotárselos con sus dedos llenos de anillos. «¡Bajad y…!» Entonces lo vio: en la gran ventana del tercer piso. Sujetaba un rifle bajo el brazo. El pecho de pichón, el pelo demasiado largo, incluso la camisa azul, azul, que desde la calle pude ver que era demasiado grande; reconocerle me hizo sentir extraño. «Hey», le dije a Dama de España, y le indiqué quién era. Ella dijo: «No jodas.» Yo me eché a reír. Entonces ella dijo: «Espera un momento. ¿Te reconoce él a ti?» Pero yo empecé a gritar de nuevo. Le llamé todo lo que se me ocurrió, entre accesos de risa. Dama de España insistió: «¡Mira, tiene un arma!», ya no tan borracha como había estado antes.
Alcé la vista.
Frank estaba de pie allí, con una expresión como si estuviera pensando si debía meterse o no las manos en los bolsillos.
—Hola —dije, y volví a mi trabajo.
—¿Cómo vamos?
Gruñí.
—Me alegra encontrarte. Nadie parecía saber dónde estabas. Quería saber si podía hablar contigo acerca de algo.
Me sentí irritado con él por interrumpirme; también porque, ignorándole a él, tenía que ignorar de algún modo a D-t.
—¿Qué quieres?
El marco de la puerta crujió; Frank se agitó en la jamba.
Luego las planchas del suelo; D-t se movió en su postura acuclillada.
—Bueno —dijo Frank, al parecer con la idea de hablar un rato conmigo. Yo no le miraba—, me estaba preguntando… Quiero decir, ¿cómo puede alguien como yo unirse de algún modo a vosotros?
Alcé la vista hacia él, y me encontré con que D-t ya lo estaba mirando, luego desviaba la vista.
—Quiero decir —prosiguió Frank—: ¿hay alguna iniciación o algo así? ¿Tiene que presentarte alguien, o simplemente os reunís y votáis?
—¿Para qué quieres saberlo? —pregunté—. ¿No eres feliz allá en la comuna? ¿O se trata solamente de una investigación para un artículo que estás pensando escribir para el Times?
California volvió esta mañana. Debí verle tres/cinco veces antes de darme cuenta —estábamos en los escalones de atrás— de que llevaba colgadas una estrella de oro de seis puntas (con letras hebreas en ella) y una esvástica negra (orlada de plata) de su cadena del escudo de luz. Jack el Destripador, hablando de algo, empezó a llamar a California «… loco bastardo judío…» apenas vio la estrella y la cruz de dobladas puntas. Pude oír la forma del no expresado epíteto labrado en el silencio. Luego el Destripador siguió hablando de alguna otra cosa. California, desde que se fuera, ha cambiado: sus delgadas manos son más delgadas; sus huesudos hombros se inclinan más hacia delante; sus ojos azules, entre los mechones de su largo pelo, son más grandes y furiosos. (¡Qué extraños símbolos constituyen!) Creo que el cambio es como el que sufrí yo cuando conseguí mi cadena de prismas, espejos, lentes… La sensibilidad del Destripador me sorprendió (llamó a California bastardo judío cinco minutos más tarde), pero las palabras despectivas que gritamos por ahí con tan aparente libertad son en realidad puntos de un complicado juego, y esta vez el punto correspondía al Destripador. Las penalizaciones por jugar mal pueden ser grandes…, recuerden la paliza que recibió Dólar en lo de Calkins. ¿Las recompensas? Sospecho que, en este ambiente, son igual de grandes. ¿Estoy siendo sólo pomposo, o es la auténtica y necesaria información que generan esos epítetos (haciendo de ellos una parte real y necesaria del lenguaje mismo de Bellona) el recordatorio de que a menudo es sólo cuando somos más conscientes de la libertad del campo en que nos movemos que nuestras acciones se convierten en algo más ligado culturalmente?
—¿Un artículo de cómo entrar en los escorpiones? —Frank se echó a reír—. No. Sólo quiero saberlo porque… Bueno, las cosas se están poniendo un poco difíciles en el parque. —Miró al pasillo—. Tenemos alguna gente un tanto extraña por allí. Aunque aquí también parece un poco atestado. —Decidió meterse las manos en los bolsillos—. ¿Os las arregláis bien con la comida? Probablemente no debiera mencionarlo, pero John y Milly están muy agradecidos de que hayáis dejado de afligirles vendo en busca de suministros.
—Ha sido un descuido —dije.
—No hubiera debido mencionarlo.
Volví a meterme bajo el desagüe, busqué algo que hacer con el sifón, pero no pude encontrar realmente nada. Así que seguí mirando.
—Parece que tenéis algo estupendo aquí, muchachos. No me siento feliz con lo que pasa a mi alrededor allí donde estoy. Quisiera saber dónde podría ir, la forma en que puedo conseguir un billete…
—Oh, hombre —dije—. Ahora no puedo hablar contigo de ese tipo de mierda. Estoy ocupado.
—Claro, Chico. —Lo dijo de una forma demasiado rápida, y dejó de apoyarse en el marco de la puerta—. Quizá más tarde. Estaré por aquí…, hasta que dispongas de algo de tiempo.
D-t me tendió la cuerda.
—Hey, gracias —le dije a D-t—, pero no creo que deba meterla aquí. —De modo que no lo hice, y al parecer quedó bien.
Miré hacia atrás.
Frank se había ido.
Así que rascamos toda la costrosa y grasienta pileta del fregadero, tomándonoslo con calma, preguntándonos si aquel trabajo no era idiota y descubriendo que su valor —la posibilidad de hacer algo con D-t— había desaparecido. Bueno, al menos ahora no goteaba.
Estaba ocurriendo algo (lo oí) frente a la casa. Escuché, sorprendido, como alguien se levantaba en la habitación de delante, corría a la puerta de entrada…
—Oh-o —dije—. Vamos. —Recorrimos juntos el pasillo. D-t iba delante; pasé por su lado, empujándole, y salí a la puerta; me detuve en el cuarto escalón.
—¡Jesucristo! —gritó Frank—. ¡Hey, cuidado…!
—Quieres una cadena, ¿eh? —Jetadecobre, agazapado, enrolló una vez más los eslabones en torno a su puño, lo echó hacia atrás, y la hizo girar de nuevo—. ¡Voy a enrollar ésta en torno a tu jodido cuello!
—¡Maldita sea, hombre! ¡Mira, todo lo que hice fue…!
Alguien en el amplio círculo alzó la vista hacia mí; lo mismo hizo Frank, luego saltó hacia atrás cuando Jetadecobre hizo una finta:
—¡Hey…!
Jetadecobre, concentrado como un jugador de billar, alzó de nuevo su puño.
—¡YA BASTA! —y bajé los escalones—. ¿QUÉ MIERDA ESTÁIS ORGANIZANDO? —lo cual llamó la atención de todo el mundo excepto la de Jetadecobre—. ¡JETADECOBRE…! ¡He dicho que ya basta! —Pensando: Ésta va a ser la ocasión en que tenga que enfrentarme con él. Pensando también: No vale la pena. Pero él seguía untando, y agarré el extremo de su cadena y tiré. La soltó y retiró bruscamente los dedos. Debí hacerle daño en la mano, porque me lo hice en la mía.
Me dirigí a Frank (que parecía tan asustado de mí como lo estaba de Jetadecobre) y dije:
—¿Qué ocurre, eh? Bueno, ¿qué estás haciendo en este…?
—Yo no… —empezó a decir, observando algún movimiento a mis espaldas.
No me volví.
—Creo que será mejor que te marches de aquí. —Debía ser Jetadecobre, haciendo alguna otra finta—. Vete. ¡Vamos, vete! Ahora.
—Hum… —empezó a decir, y me di cuenta de lo acostumbrado que estaba yo de que la gente hiciera lo que yo decía cuando no tenía ninguna otra cosa que hacer.
California volvió esta mañana. Debí verle tres/cinco veces antes de darme cuenta —estábamos en los escalones de atrás— de que llevaba colgadas una estrella de oro de seis puntas (con letras hebreas en ella) y una esvástica negra (orlada de plata) de su cadena del escudo de luz. Jack el Destripador, hablando de algo, empezó a llamar a California «… loco bastardo judío…» apenas vio la estrella y la cruz de dobladas puntas. Pude oír la forma del no expresado epíteto labrado en el silencio. Luego el Destripador siguió hablando de alguna otra cosa. California, desde que se fuera, ha cambiado: sus delgadas manos son más delgadas; sus huesudos hombros se inclinan más hacia delante; sus ojos azules, entre los mechones de su largo pelo, son más grandes y furiosos. (¡Qué extraños símbolos constituyen!) Creo que el cambio es como el que sufrí yo cuando conseguí mi cadena de prismas, espejos, lentes… La sensibilidad del Destripador me sorprendió (llamó a California bastardo judío cinco minutos más tarde), pero las palabras despectivas que gritamos por ahí con tan aparente libertad son en realidad puntos de un complicado juego, y esta vez el punto correspondía al Destripador. Las penalizaciones por jugar mal pueden ser grandes…, recuerden la paliza que recibió Dólar en lo de Calkins. ¿Las recompensas? Sospecho que, en este ambiente, son igual de grandes. ¿Estoy siendo sólo pomposo, o es la auténtica y necesaria información que generan esos epítetos (haciendo de ellos una parte real y necesaria del lenguaje mismo de Bellona) el recordatorio de que a menudo es sólo cuando somos más conscientes de la libertad del campo en que nos movemos que nuestras acciones se convierten en algo más ligado culturalmente?
—Mira —dije—, aunque estás haciendo que cada vez me resulte más y más difícil el que lo recuerde, hasta ahora tú has sido mi crítico más exacto; en consecuencia, mereces una cierta consideración. Así que voy a concederte ahora esta consideración: ¡Lárgate!
Frank se volvió y pasó torpemente entre Bola de Fuego y Dama de España, que rompieron el círculo para él.
Me volví a Jetadecobre:
—Debes estar realmente irritado conmigo, hombre. Porque siempre estoy apareciendo para estropearte la diversión; ¿no?
—Oh, Chico… —Jetadecobre se frotó la barba con el puño—. No pensaba hacerle daño.
—Sólo pretendías asustarle un poco. Seguro. —Vi la historia que iba a seguir: los irritantes modales de Frank, las preguntas demasiado directas, la discordancia de opiniones, una expresión: y una violencia cristalizada a partir del aburrimiento del día.
Jetadecobre empezó a contármelo, insistentemente. (Le arrojé su cadena, y él la atrapó y la enrolló en torno a su cuello, sin dejar de hablar). Así que le hice un signo de que me siguiera y, medio escuchando, subí con él los escalones. D-t, que había estado observando desde arriba, permanecía de pie junto a Dragón Lady. Hablaban en voz baja e intensamente, y no se interrumpieron cuando los demás pasaron por su lado.
Al pasar junto a ella, Jetadecobre intentó ampliar su anécdota para incluirla. Quizá debido a la breve mirada que ella le lanzó (o quizá porque sus ojos no se cruzaron en realidad con los de él), siguió finalmente su camino, limitándose a dejar caer una mano sobre el hombro de la muchacha, y ella hizo una inclinación con la cabeza. Y siguió hablando con D-t. Lo cual es una buena introducción al porqué
conversación se interrumpió sobre la chamuscada hierba. Una ascensión cruzando las rocas y entre verdes matorrales medio quemados la reanudó de nuevo. Catedral le dijo a Sacerdote que el edificio de piedra negra entre el humo era la Torre Meteorológica.
Sigo sin ver veletas, aparatos de medición atmosférica o anemómetros.
Rodeamos una esquina, con las caderas izquierdas rozando piedras del tamaño de cabezas, las caderas derechas (los codos alzados) arañadas por los matorrales.
El hombre en medio del patio estaba inclinado sobre un trípode. Cuando avanzamos hacia él alzó la vista: era el capitán Kamp.
Que no me reconoció hasta que estuvimos encima suyo.
—¿… Chico?
—Hola, capitán.
Entonces se echó a reír.
—Muchachos, parecen más bien ominosos viniendo de este modo por aquí. —Dudó en tender la mano para estrechar las nuestras. Ángel resolvió el asunto ofreciendo la suya. Unieron los pulgares.
—Ángel —dijo Ángel.
El puño rosado y el más oscuro se unieron, se estrecharon. Pareció como si Kamp hubiera esperado un apretón más enérgico; más tarde me dijo que era la primera vez que lo veía.
—Michael Kamp —dijo Kamp.
—Catedral —dijo Catedral.
Otro apretón.
—California —dijo California.
Apretón.
—Sacerdote… Usted es el astronauta, ¿no?
Apretón.
—Correcto.
—España.
—Ésa es Dama de España —corrigió Sacerdote.
Apretón. Kamp esbozó una especie de curiosa sonrisa, pero pensó que lo mejor era no decir nada. Lo cual era lo mejor.
—Tarzán.
Apretón.
—Chico.
Nos estrechamos la mano.
Y Kamp dijo:
—Seguro. No les he olvidado. —Y todos rieron. Porque la cosa había sido tan formal.
—¿Qué está haciendo con eso? —Sacerdote fue a sentarse en los escalones de piedra. Había estado quejándose de que le dolían los pies.
—Eso es un telescopio —dijo Dama de España—. Del tipo de espejo, ¿no?
—Exacto —Kamp pasó al otro lado.
—Sí, claro —dijo Dama de España. (El telescopio me recuerda una conversación con Lanya y un puñado de gente en el nido que había deseado transcribir.)
—¿Qué está haciendo con él? —preguntó Sacerdote, inclinándose hacia delante para mover la punta de su zapatilla hacia arriba y hacia abajo. Su cadena colgó contra su bronceado pecho hundido y cliqueteó.
Kamp frunció los ojos hacia las nubes.
—Probablemente no mucho. Ocasionalmente he visto algunas brechas en la capa que nos cubre, así que se me ocurrió que tal vez pudiera echar una mirada a su cielo desde aquí. Después de todas esas historias acerca de dobles lunas y soles gigantes…
En la quietud, pensé acerca de todas las veces en que la gente no había dicho nada acerca de esos fenómenos.
—Al final… —¿Han oído hablar de voces rompiendo el silencio? Me di cuenta de lo intenso que puede ser ese silencio por la forma en que ese Al final restalló en mi cabeza— …he podido ver algo de él. —¿Cuánto tiempo se había prolongado aquel silencio?—. Pensé en llevar el telescopio hasta el parque, me dijeron que esta colina era uno de los puntos más altos de la ciudad, y quizá ver si podía comprobar si los planetas estaban donde se supone que deben estar. Encontré una Efemérides en la biblioteca de Roger. Sólo que mi reloj lleva una semana sin funcionar. ¿Ninguno de ustedes sabe qué fecha es hoy, muchachos?
Cuando nadie respondió, hizo chasquear la lengua, se volvió hacia el blanco cilindro de aluminio (con anillos negros en la parte central) y miró por el extremo abierto.
—Bien, supongo que alguien habrá por ahí que lo sepa.
Me pregunté si George o June lo sabían.
—El periódico dijo que es el nueve de noviembre —dijo California—. Esta mañana.
Kamp ni siquiera levantó la vista.
—Si los planetas están donde se supone que deben estar, eso significa más o menos que la Tierra se halla donde se supone que debe hallarse. —Miró con el rabillo del ojo el tiempo suficiente para sonreír—. Frente a toda esta confusión cosmológica, descubrir eso debería conseguir que todos nos sintiéramos un poco mejor.
—¿Y si no? —pregunté.
—Yo creo que sí —dijo Kamp—. Pero saberlo nos hará a todos más felices.
—Imagino que es una buena razón —dijo Ángel. Se puso en pie y miró por la parte de arriba del tubo—. ¡Hey, puedo ver mi rostro cabeza abajo ahí dentro!
—Creo que sería una buena idea, políticamente, poder imprimir en el periódico, ahora, que sabemos al menos eso.
Calmaría un poco las cosas…, alguna gente se ha mostrado muy trastornada. Y puedo comprender por qué. —Kamp alzó la vista al mismo tiempo que lo hacía Ángel; sus ojos se cruzaron—. Claro que ustedes, muchachos —lo utilizó como una excusa para volver la vista a Dama de España y añadir un inclusivo movimiento de cabeza—, no están interesados en política, supongo, pero me parece…
En la pausa, Catedral dijo:
—Usted está interesado en política, ¿verdad?
—Yo… estoy en la política, supongo. —Sus manos descansaron sobre el blanco tubo. Agitó los huesos dentro de su piel como si ésta fuese un guante—. Pero creo que su señor Calkins es un político más bien conservador. ¿Ustedes no?
Catedral se masajeó el grueso lóbulo de la oreja con sus oscuros índice y pulgar. Un pliegue más oscuro allá donde lo había atravesado un arete de oro indicaba que lo había llevado hasta hacía poco.
—Estoy seguro de que él piensa que es un radical. Pero creo que yo soy el radical y él el conservador. —Supuse que iba a echarse a reír: frunció los ojos hacia las nubes, al telescopio—. Supongo que eso es lo que he estado pensando.
—¿Es usted tan conservador —sugirió Dama de España— que ha pasado al otro lado y se ha vuelto radical?
—No. —El capitán Kamp se echó a reír—. No. No es eso. Quizá no esté realmente… en la política. —Hizo una pausa—. Pero así son las cosas en un país tan grande como éste. Roger…, bueno, supongo que es difícil para cualquiera pensar ahora… que existe un país tan grande como eso.
—¿A menos que usted lo haya visto —indiqué— desde una nave espacial?
—Un cohete —dijo él—. No. No, no es eso lo que quiero decir. La República Megalítica…, bueno, las Repúblicas Megalíticas: la República de los Estados Unidos de América, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y la República Popular China…, son tipos muy diferentes de entidades políticas que, digamos, Francia, Borneo, Uruguay o Nigeria. La gente que vive en naciones pequeñas lo sabe, pero no sabe por qué. La gente que vive en las Repúblicas Megalíticas simplemente mira a las pequeñas como algo extraño, exótico, sorprendente, pero ni siquiera está segura de por qué las historias de las pequeñas son como son. ¡Doscientos millones de personas, el noventa por ciento alfabetizadas, todas hablando un mismo idioma! Sitúen eso al lado de un país como… —Durante su pausa, me pregunté cuántos ejemplos tenía—, Grecia, pongamos por caso. Sólo ocho millones de personas…, menos gente en todo el país que en la ciudad de Nueva York. Un tipo de Macedonia no puede comprender a un tipo de Tesalónica. Infiernos, el tipo del lado norte de Creta no puede comprender al tipo del lado sur. Mi esposa decía que debíamos ir allí. Y estuvimos seis semanas. Era mi primera esposa. Pero no hay ningún lugar en Europa donde puedas ir en línea recta más de dos horas por transporte mecánico sin encontrarte con un idioma distinto, una moneda distinta, ¡una cultura distinta! ¿Cómo esperan enseñar tres mil años de política europea a los chicos americanos en las escuelas americanas, o a los chicos rusos en las escuelas rusas, en un país donde puedes ir en coche durante tres días en cualquier dirección y no cruzar ninguna frontera? Se tiene que haber estado allí para comprenderlo. Quiero decir, ¿ha estado alguno de ustedes alguna vez en Europa?
Catedral asintió.
Ángel dijo:
—Yo estuve en Alemania, con el ejército.
—Yo nunca he estado —dijo California.
—Yo he estado —hice eco, recordando Japón, Australia, Uruguay.
—Yo no —dijo Dama de España.
Bien, dos no eran suficientes para poner trabas al punto de vista de Kamp.
—Sí, bueno, supongo entonces que entienden lo que quiero decir. América… América es tan grande. Y Bellona es una de la media docena de ciudades más grandes de América. Lo cual la convierte en una de las más grandes del mundo. —Frunció el ceño, principalmente para Catedral—. Pero ustedes, aquí, y también Calkins, no tienen ni idea de lo grande que es, de lo distinta que hace eso a la gente que vive en ella.
—¿Consigue usted ver algo con esto? —pregunté—. Cuando se produce una brecha en las nubes, no suele durar mucho.
Kamp emitió un mmmmm de asentimiento.
—No necesita usted mucha… información, como le dije en una ocasión allá en la fiesta. Enmascárelo casi todo: pese a ello, incluso un ápice le dirá a usted mucho. —Miró al cielo de nuevo. Las arrugas que brotaban de las comisuras de sus ojos se alargaron. Sus labios se abrieron y se hicieron más delgados.
—Hey, nosotros hemos estado en Europa —dijo Ángel—. ¿Va a decirnos algo sobre la Luna? Usted es el único de aquí que ha estado allá.
—Mierda, yo lo vi por televisión —dijo Dama de España—. En directo. Nunca he visto nada de Europa por televisión. Excepto en películas.
Kamp rió suavemente.
—Estuve en la Tierra durante treinta y ocho años. —Bajó la vista—. Estuve en la Luna durante seis horas y media. Y una vez vuelto de la Luna, he vuelto a estar en la Tierra… otro puñado de años. Pero esas seis horas y media son lo único en lo que todo el mundo está interesado respecto a mi persona.
—¿Cómo era aquello? —preguntó Tarzán, como si aquello fuera una conclusión lógica de lo que Kamp acababa de decir.
—¿Saben? —Kamp rodeó el telescopio—. Fue algo así como venir a Bellona.
—¿Qué quiere decir? —Sacerdote puso ambas manos en los escalones de piedra y se inclinó hacia delante, como esperando ver si lo que Kamp acababa de decir era fruto de la hostilidad, o sólo un nuevo pensamiento; o ambas cosas.
—Cuando fuimos a la Luna, ¿saben?, sabíamos mucho acerca del lugar donde íbamos; y al mismo tiempo apenas sabíamos nada sobre él. Ocurre exactamente lo mismo con este lugar. Después de seis horas y media… —Kamp meditó unos instantes, con los ojos entrecerrados en el humo—, fue hora de irse. Y si no puedo descubrir dónde estamos aquí esta tarde, creo que también será hora de irme de aquí.
Dama de España miró al cielo, luego me miró a mí…
—¿Y dónde irá?
… luego al cielo de nuevo.
—A algún lugar donde pueda decir dónde estoy.
El cielo era una masa confusa de lado a lado.
—Buena suerte —dijo Catedral.
—Supongo entonces que esto es un adiós —dije yo.
Sacerdote se levantó de los escalones.
Kamp golpeó suavemente una de las patas del trípode con la puntera de su zapato.
—Quizá sí. —La punta de metal de la pata rascó contra el suelo de una manera horriblemente fuerte.
—Adiós —dijo Catedral.
Bajamos la colina.
El habla se halla siempre en exceso de la poesía del mismo modo que la publicación es siempre inadecuada para el habla. Una palabra arroja imágenes volando a través del cerebro, de las que hacemos volver augurios todo extensión e intención. No soy poeta porque no tengo nada a lo que dar vida para convertirlo en adecuado, excepto mi atención. Y no sé si mi herida clase es suficiente. Probablemente la gente oye a los relojes hacer tic-tac. Pero yo estoy seguro de que el reloj de mi infancia hacia tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic… ¿Por qué recuerdo esto en una ciudad sin tiempo? Lo que los hombres encuentran en sus cuerpos es sorprendente.
Ángel quería saber lo que Kamp había dicho respecto a la información en la fiesta. Intenté reconstruirlo. Aquello excitó a Ángel, y empezó a lanzar un ditirambo acerca de lo mucho que todo, mientras caminábamos entre los arbustos y las rocas y la maleza, le decía sobre el parque; fue muy divertido.
Salimos de los árboles hablando mucho entre nosotros, justo en el momento en que alguien echaba un tronco al fuego. Las chispas ascendieron muy altas en el gris cielo de última hora de la tarde; la columna de humo se hizo más delgada.
—¡Hey! —dijo John, y se acercó por entre los muchachos sentados y de pie—. ¿Cómo estáis, chicos? ¿De dónde venís?
Observé el humo.
Cada vez más delgado.
Dos muchachos (caras rosadas; largo pelo color paja) tiraron de unos sacos de dormir que había debajo del banco de picnic.
Reconsiderar: desde que ha habido tantas repercusiones, debería dedicarme más a ello, sólo para aclarar las cosas conmigo mismo. Unas cuantas cosas no se apartan de mí: Como: tenían la comida preparada para él allá al extremo de la mesa de picnic (como acostumbraba a estarlo para Pesadilla). Y él llevaba unos pantalones caqui con la cintura muy alta, una camisa caqui (¿del ejército? ¿de la marina?; no lo creo), y botas de la construcción naranjas…, camisa, pantalones y botas parecían todos muy nuevos. Pero no podría decirles el color de su pelo. También: el rifle, que mencioné hace un momento, no me sorprendió como algo extraño en aquel instante. Hasta que empezó a hablar y agitarse de un lado para otro, y en una ocasión apuntó al chico que aún seguía sentado en el saco de dormir. Pensé que quizá fuera algún amigo solitario de ellos como Tak, y que yo lo había visto antes; ¿y dónde? He dicho a un par de personas desde entonces que era alguien a quien yo había conocido antes, a fin de explicar aquel sentimiento. Ahora no estoy seguro; pero por un momento estuve convencido de que era el tipo que estaba sentado en la galería aquella noche en casa de George. Pero ahora estoy casi tan seguro (sea lo que sea lo que significa seguro) de que no lo era. En realidad fue Catedral quien se movió primero…, algo que nadie menciona cuando hablan de ello. Pensé que iba a tomar la caja de comida para él. Supongo que el tipo lo pensó también; eso fue lo que le hizo alzar el arma.
Pasando por delante de John, Woodard, amarillo como una hoja y lanudo como…, bien, como Woodard, se detuvo y me (¿nos?) parpadeó. Creo que al principio pensó que nos conocía, pero luego no estuvo seguro.
Iba a decirle hola pero John pasó entonces por delante de él, revolvió el pelo del niño y dijo:
—Chico, no te he visto por aquí desde hace mucho tiempo. —Sus manos estaban limpias, pero su chaqueta de gruesa tela parecía como si no hubiera parado de hacer cosas desde la última vez que lo había visto.
—¿Cómo vamos? —pregunté.
John esbozó una tibia sonrisa.
—Tan bien como es posible, supongo.
Tuve la sensación de que algo no funcionaba; como si estuviera contemplando algún lugar que no reconocía aunque debiera…, o que reconocía aunque nunca lo hubiera visto.
—¡Chico! —ésa era Milly.
Se pusieron a hablar sin darme la oportunidad de presentar a los otros, lo cual pensé que era estúpido, pero Milly y John hacían así las cosas. Milly, que era la que más hablaba, pasó por encima de un saco de dormir, donde un tipo ya mayor se sentó y empezó a frotarse los cristales de las gafas en los faldones de una camisa de franela a cuadros.
Luego pensé: que los jodan, será mejor que sepan quién es cada cual, así que simplemente dije, lo suficientemente alto como para hacer que dejaran de hablar:
¿Qué pensaban la docena de personas que estaban de pie a su alrededor?
¿Qué pensaba yo?
Agarré el cañón con una mano y golpeé la caja con la otra, tan duramente que creí que me rompía la muñeca. Pensando (como parte de esta primera sensación de desplazada familiaridad): Ya he hecho esto antes… No… Nunca he hecho esto antes, ¡pero si alguna vez tengo que hacerlo, es ahora! Y si no recibí un disparo en el pecho, fue porque el tipo estaba demasiado asustado o simplemente no estaba acostumbrado a matar gente. De lo que me alegro mucho. Retorcí el arma, con mi brazo todo en fuego, y observé su rostro pasar de la sorpresa al dolor cuando sus dedos se engancharon en la guarda del gatillo.
¡El arma resonó! Creí que la explosión se había producido en mi boca. Pero el cañón estaba apuntando por encima de mi hombro derecho. (Si me lo hubieran preguntado entonces, hubiera dicho que sentí la punta de la bala en mi oreja…, pero eso es imposible, supongo.)
El arma bajó/cayó/se deslizó (¿?) de su mano; tiré de ella, volví a empujar, y la lancé contra su cadera. Trastabilló, gruñendo. Supongo que pensó que yo estaba loco. (¿Estaba yo loco?) Quiso lanzarse contra mí, pero Dama de España lo sujetó; luego Catedral.
Le golpeé de nuevo en el estómago con la culata del arma.
Más tarde, John no dejaba de decir:
—¡Chico, estás loco, hombre! ¡Hombre, estás loco, Chico! —en un paroxismo de alegre histeria, mientras Catedral y los otros cinco mantenían sus hombros cerca del mío. Mis pensamientos burbujeaban (Sí, le grité al tipo, cuando se puso en pie y se alejó cojeando: «¡Lárgate de aquí y ve a buscar tu propia comida!», porque era lo más fácil de decir que podía darle una razón a lo que había hecho; pero mientras todos los demás estaban de pie allí parloteando acerca de lo duro que resultaba estar buscando comida todo el tiempo, y que quizá no iban a volver por un tiempo de modo que les dejarían tranquilos, no dejé de pensar que lo que debía hacer era llevarme simplemente la caja de comida conmigo [con las provisiones que teníamos debajo de la casa no la necesitábamos] porque no la necesitábamos), pero el poso era: Tómala; porque ésa era la única forma de hacerles comprender cuál era mi razón de haber hecho aquello.
La olvidé…, la caja.
Estaba a medio camino de regreso al nido con Catedral y los otros hablando ruidosamente acerca de lo audaz que había sido todo cuando recordé tres veces y olvidé lo que había decidido hacer. Les hablé de ello, lo cual requirió un montón de energías desde un principio. Pero no comprendieron («¡Sí! ¡Sí, eso es lo que hubiéramos debido hacer!», de Tarzán; y de Dama de España: «Eso hubiera sido lo correcto. A ellos no les hubiera importado») y siguieron gritando.
No soy un poeta.
No Soy un héroe.
Pero a veces pienso que esa gente distorsionará de cualquier forma la realidad para convertirme en uno. Y a veces pienso que la realidad me distorsionará a mí de cualquier forma Para hacerme aparecer como uno…
Pero eso es una locura’ ¿no? Y no deseo volverme loco de nuevo. No lo deseo.
—Éste es Catedral. Y éste es… —siguiendo la hilera. Mientras hacía esto, vi aquel tipo entrar en el claro con un arma debajo del brazo, y así es como empezó la pelea.
Que, después de pasar por todo ello, no me siento con ánimos de describir de nuevo porque la he contado ya a tanta gente en el bar y en el nido. Dama de España estaba entusiasmada y no dejaba de preguntar de dónde era el tipo. John y Milly creo que iban a decir que no lo sabían, pero Jommy dijo que era de los malditos almacenes del centro, y Milly dijo: No sabes seguro que sea de Emboriky’s, y Jommy dijo que mierda, lo sabía, y ya estaban todos corriendo de un lado a otro del claro, por lo que nunca llegué a saberlo con certeza.
—Hombre —dijo John, dándome una palmada en el hombro y sonriendo—. Estás realmente loco, Chico; estás realmente loco… —Agitó la cabeza, riendo, como si se tratara de algo tremendamente divertido—. ¡Hombre!
—¿Queréis la caja? —estaba diciendo Milly—. Deberíamos darles la comida, John. Acostumbrábamos a darle comida a Pesadilla.
—Mierda —dijo Sacerdote—. Tenemos todo un sótano lleno de comida.
—Vámonos —dije yo—. ¡Vámonos, salgamos de aquí y dejemos solos a esos pobres hijos de madre tontos del culo! —Se lo dije directamente a John (y pasó por encima de su hombro a Frank, que estaba sentado junto a la mesa al lado de la caja de comida como si estuviera custodiándola. Y, ¿saben?, los bastardos no dejaron de sonreír durante todo el tiempo). Así que nos fuimos.
Ángel no paró de ir de un lado para otro y empezó a tirar de mí como lo había hecho John (Sacerdote llevaba el rifle y había empezado a examinarlo, y yo le dije: «¡Hombre, tira de una vez esta jodida cosa! ¿Me has oído? Tira esta jodida cosa…, ¡rómpela contra algo, negro, o yo te romperé tu negra cabeza!» Partió la culata contra una piedra, «¡Ajá!», gruñendo, y retorció la recámara de tal modo que quedó completamente inutilizable. Yo dije: «¡Ésa no es un arma de escorpión! ¡Los escorpiones tienen un jodido aguijón!», y alcé mi orquídea. Les gustó eso.), exactamente como lo había hecho John, diciendo:
—¡Hombre, eres demasiado!
—Hubiera debido coger su jodida caja.
—Sí —dijo Dama de España—. Sí. Eso es lo que hubiéramos debido hacer.
Trazan dijo:
—Si. Eso hubiera sido lo correcto. A ellos no les hubiera importado.
—Eres demasiado —dijo de nuevo Sacerdote y Catedral se echo a reír y me sacudió por el hombro.
Siguieron así todo el camino hasta el nido. Tarzán y Sacerdote entraron conmigo. Catedral, Dama de España y Ángel se detuvieron fuera, donde empezaron a contar la historia. Bien, supongo que eso era lo correcto. Había por allí suficiente gente borracha —un puñado de no miembros que al parecer eran amigos de Devastación o algo así, no me importó— para absorberla.
Iba por el pasillo cuando Denny salió de la sala de estar y me sujetó por el brazo.
—¡Hey…! —Estaba realmente excitado.
Pensé que iba a decirme algo acerca de lo que había ocurrido en el parque.
—¿Hey qué?
Se limitó a parpadear. Así que eché a andar de nuevo por el pasillo. Me siguió y dijo:
—Lanya está en la habitación, en el altillo, pero… —yo iba a entrar— …creo que está ocupada.
Así que me detuve.
—Probablemente no deberías entrar —dijo Denny.
—¿Qué está haciendo?
—Jodiendo.
—¿Aquí? —dije, no tan fuerte. Además de sentirme sorprendido, recuerdo que pensé que no era muy propio de alguien con sus ideas respecto a la violación en pandilla (pero básicamente de alguien muy firme cuando se trataba de mantenerse en su lugar frente a las personalidades masculinas de tipo agresivo) el estar haciéndolo con uno de los chicos del nido en mi altillo.
Alguien salió al pasillo desde el baño.
—Ven conmigo —le dije a Denny. Salimos al porche de servicio—. ¿Con quién está jodiendo? —Sabía que la respuesta iba a ser una sorpresa; y también que había seis…, no, cinco tipos que no me gustaría particularmente que fueran: Escupitajo, Jetadecobre, Trepenques, Jack el Destripador o Bola de Fuego; porque todos ellos eran del tipo que, por malicia o ignorancia, podían intentar convertirlo en algo desagradable.
—Un tipo al que recogí en la parte baja de la ciudad.
Me sorprendió.
—¿…que tú recogiste? —Sin embargo, no había esperado sentirme aliviado—. ¿Tú también jodiste con él?
—No. No, fue idea suya.
—Eso suena muy familiar —dije—. ¿Qué quieres decir con idea suya?
—Me pidió que encontrara a alguien que deseara joder con ella por dinero…, por cinco dólares.
—¿Cinco dólares de quién? —pregunté—. ¿De él o de ella?
Tarzán y D-t subieron los escalones y cruzaron la puerta del porche, Tarzán para escuchar, D-t para esperar a que Tarzán terminara de escuchar.
—Él se los tenía que pagar a ella. —Denny sonrió—. Dijo que nos había estado escuchando hablar, mucho supongo, acerca de joder por dinero, y supongo que sintió curiosidad. Cristo, fue difícil encontrar a alguien que tuviera dinero…
—No hablamos tanto acerca de joder por dinero.
—Lo cual no impidió que ella escuchara. Me dijo que sentía curiosidad. Me dijo que deseaba probarlo.
—Sí, sí. Seguro. —Le di un apretón en el hombro—. Sólo quiero saber por qué no estás tú también haciendo tu número.
—Mierda. —Denny frunció el ceño—. El tipo es un cagarro. No parecía tan malo cuando lo encontré. Pero es un cagarro, ¿sabes?
—Jesucristo. —Tarzán se reclinó en el alféizar del marco sin cristal de la ventana—. ¿Dejas que tu amiga…? —y se detuvo; probablemente a causa de la mirada que le lancé.
—¿Dejarle qué? —pregunté.
—Bueno, ya sabes, mezclarse con…, bueno, ya sabes.
Tome la orquídea de la cadena en torno a mi cuello, alcé la mano y la deslicé en el arnés, y el cielo se oscureció fuera de las ventanas, el cielo rugió fuera de los paneles de las ventanas, y yo encajé el collar en mi muñeca y la luz se escindió en dos, cada brazo resplandeciente, raído por los lados, con los bordes brillando como magnesio, arqueando el cielo, y lancé mi mano hacia arriba, hacia el pecho de Tarzán.
—Tarzán —dije—, si mi amiga desea joder con un macho cabrío con un consolador colgado de la nariz, eso es principalmente su problema, muy secundariamente el mío, y en absoluto el tuyo. Ella puede joder con quienquiera que desee…, con la posible excepción de ti. Eso, creo, me revolvería el estómago. Sí, creo que eso no sería capaz de aceptarlo. Tendría que matarte. —En mi mano (se alzó hacia el pecho de Tarzán) estaba la orquídea—. Sí, creo, que eso es lo que voy a tener que hacer. Jugaré al tres en raya en tu rostro y luego …
—Hey… —susurró Tarzán—, ¡estás loco…! —Parecía muy asustado. Miró a Denny, luego a D-t; pero los dos habían retrocedido unos pasos, y eso aún le asustó más.
—¿Sí? —asentí—. ¿No sabías que yo estaba loco?
Apoyé el racimo de puntas de las hojas sobre su tetilla izquierda. Mientras todo el mundo contenía la respiración, pensé: Sería mucho más fácil aquí que en ningún otro lugar. Luego dije:
—¡Oh, mierda! ¡Echa a correr, hijo de madre!
Tarzán pareció confuso.
Dejé caer mi mano.
—¡Quiero verte correr! Y eso es lo último que quiero ver de ti hasta después de que el sol salga mañana. De otro modo, te sacaré la mierda del culo a patadas, arrastraré tu roto, sangrante e inconsciente cuerpo de vuelta al umbral de la puerta de tus padres, apartamento 19-A, ¡y te dejaré allí!
—Ellos no viven en… —Entonces su mente recordó; suspiró (supuse que era un suspiro) y se dirigió a la puerta. Tropezó con un hombre con pecho de pichón y la camiseta más azul que jamás hubiera visto («¡Hey, cuidado! ¿Estás bien…?»), y huyó por el pasillo.
El hombre también pareció confuso.
No era que su pelo fuese largo; pero para el tipo de persona que era, tu primer pensamiento natural hubiera sido: Necesita un corte de pelo.
—Ella dijo que debía salir por aquí… —murmuró, incómodo.
—Sí —dijo Denny—. Ahí está la puerta.
Dragón Lady había subido los escalones y estaba de pie delante de ella, observando.
No es desesperación. Ésa se desvanece con la suficiente risa y razón. Tengo con plenitud ambas de esas dos cosas. Supongo que la mayor parte de personas, cuando todo, ha sido dicho y hecho, llevan vidas tan interesantes como posiblemente puedan soportar. Pero no recuerdo haber hecho eso. No lo recuerdo.
—Le di el dinero. Hey, muchas gracias. Fue realmente estupendo. Quizá vuelva. —Me miró, luego pareció un poco más confuso.
Dragón Lady abrió la puerta para él, y el hombre se apresuró a bajar al patio. Miró hacia atrás, luego dejó que la puerta se cerrara, pero permaneció fuera, en el escalón de arriba.
Contemplé la orquídea.
No recordaba habérmela puesto.
Me la quité.
—¿Te gusta, D-t? —pregunté.
—¿Quién? —dijo D-t—. ¿Tarzán? Hombre, es un buen chico. Sólo que no sabe cómo tener la boca cerrada. Eso es todo.
—Hiciste que se meara en los pantalones —dijo Denny. Luego se echó a reír—. ¿Lo viste? Tenía mojado todo un lado de la pierna. —Hizo un gesto hacia su propio muslo.
—¿Eh? —dije.
—Se mojó todo. —Denny volvió a echarse a reír, una risa seca como el ladrido de un cachorro.
—Me hubiera gustado verlo —dije—. Me hubiera hecho sentir mejor.
—A mí… no me importa Tarzán —dijo Denny.
—Mira, hombre —dijo D-t—, Tarzán es sólo un crío. No sabe nada.
—¡Mierda! —Deslicé la orquídea de nuevo a mi cuello—. ¡Es mayor que Denny!
—Viene de una extraña familia —dijo D-t—. Nos contó algo sobre ella. Tienes que hacer concesiones.
—No son tan extraños —observé.
—Quiero decir —indicó D-t— que no le enseñaron demasiado. Quiero decir, sobre la forma como son las cosas.
—¿De veras? —Inspiré profundamente—. Quizá lo que me pone nervioso de él sea la forma en que su familia me recuerda a la mía.
Me dirigí al pasillo y entré en mi habitación.
Lanya, visible hasta la nariz, miró por encima del borde de la cama.
—Hola —dije—. ¿Cómo estás?
—Cuando te oí llegar —indicó—, pensé que Denny te mantendría en la habitación de delante. Por eso envié al tipo por detrás.
Subí al altillo.
Ella se sentó e hizo sitio; llevaba puestos los tejanos, pero aún sin abrochar.
—¿Sabes qué fue lo que más le excitó? Que yo fuera una pollita que jodía con escorpiones —dijo inmediatamente—. Eso fue lo que realmente le fascinó. Fue bastante bueno. Pero yo hubiera podido ser igual un trozo de hígado que alguno de vosotros hubiera echado a un lado; él se hubiera sentido igual de feliz. —Acarició tentativamente mi rodilla—. Quiero decir, no me importa ser… lo que ellos llaman «un puente homosexual», si disfruto en los dos extremos. Realmente…, fue demasiado curioso.
—Iba a preguntarte —dije— si te habías vuelto completamente loca. Pero supongo que, viniendo de mí, la pregunta es presuntuosa al punto de la extravagancia.
—No creo que esté loca. —Frunció el ceño—. Para terminar con la fantasía, tendría que darte esto —sacó un billete de cinco dólares de debajo de su rodilla—. O dárselo a Denny… —Se chupó el labio inferior, luego lo soltó—. En realidad, me gustaría conservarlo.
—Me parece muy bien —dije—. Pero no pienses demasiado en serio en todo este asunto del dinero. O terminarás como Jack.
—No es el dinero —insistió—. Se trata de un símbolo.
—Eso es precisamente lo que quiero decir.
—Creo que deberías aplicarte tu propio consejo.
—Lo intento —admití—. Hey…, supongo que eso no pretendía ser alguna especie de revancha por asaltar a ese tipo en la calle.
—¡Chico! —Se sentó erguida—. ¡Acabas de sorprenderme por primera vez desde que te conozco!
—Espera un momento —dije—. ¿De dónde has sacado esa mierda acerca de yo sorprendiéndote a ti?
—Ni siquiera pensé en ello. Quiero decir, ¿cómo pueden ser las dos cosas comparables? Quiero decir que… ¡Huau! ¿Es eso lo que pensaste?
—No —dije—. No lo sabía. Así que pregunté. —Permanecimos sentados unos segundos, con aspecto más bien lúgubre. Luego pregunté—: ¿Estuvo bien?
Se encogió de hombros.
—Son cinco dólares.
Entonces, porque no había ninguna otra cosa que hacer, me eché a reír. Ella también lo hizo. La rodeé con mis brazos y ella cayó hacia ellos, aún riendo.
—¡Hey! —Denny se asomó por el borde—. Era un auténtico cagarro, ¿eh? Lo siento. Algunos tipos no son tan malos. Algunos incluso están un poco bien. ¿Sabes?, pensé que si te traía a un tipo aquí por primera vez, tenía que buscar a alguien que estuviera bien. Creí que estaba bien cuando lo traje, pero… ¿Qué es tan divertido?
Lo cual nos hizo reír aún más fuerte.
Denny se arrastró detrás nuestro.
—Me gustaría que me dijerais qué es tan divertido acerca de joder con un cagarro como ése.
—Ahora que estamos con el tema —conseguí dominarme lo suficiente para preguntar—, ¿has jodido con algún otro de los chicos del nido?
Lanya se agitó un poco en mis brazos.
—¿En el nido? Bueno, no aquí…
—¿Dónde jodiste con ellos? —preguntó Denny, más bien secamente.
—¿Con quién jodiste? —pregunté yo. Supongo que estaba sorprendido de nuevo.
—Con Revelación —dijo Lanya.
Asentí.
—… y, bueno, Jetadecobre.
—Jesús —dijo Denny—. ¿Cuándo?
Lanya alzó el índice para mordisquearse el esmalte verde de la uña.
En mitad de una queja correctiva acerca del esfuerzo conjunto de cocina de Risa/Ángel, Lanya se volvió hacia mí cuando entré en la cocina y dijo:
—Chico, he pensando en algo acerca de ese asunto Tuyo de la memoria.
—Todos estáis llenos de pensamientos —dijo Ángel—. ¿Por qué no nos dejáis cocinar?
—Ella sólo está ayudando —dijo Risa.
—Y ella sabe que yo sólo estoy bromeando —dijo Ángel—. ¿No es así?
—Prefiero callar —dijo Lanya.
Me senté en un ángulo de la mesa.
—¿Cuál es tu idea? —Un cubierto cayó.
—¡En realidad —empezó Lanya—, tienes una memoria sorprendente! Estuve hojeando de nuevo tu bloc de notas…, ¡y tu memoria para las conversaciones es prácticamente fotográfica!
—No, no lo es —dije.
—He dicho «prácticamente».
—No —dije de nuevo—. Más o menos un tercio de todas las conversaciones que he transcrito son simple paráfrasis.
—Ser capaz de recordar dos tercios de lo que dice la gente, incluso unos pocos minutos después de que lo haya dicho, es muy poco usual. Incluso tu relato de la noche en el parque.
—Me limité a transcribir lo que tú me dijiste que ocurrió.
—¿Recuerdas la noche de la fiesta de Chico, cuando él salió a Cumberland Park, durante el fuego, y encontró a esos chicos con George? Tú habías ido a alguna parte, Denny, y yo estaba simplemente sentada por ahí hablando con todo el mundo. Gladis y yo estábamos contándoles acerca de la Casa…, ese lugar donde están las chicas. Se mostraron muy interesados. Así que finalmente Gladis y yo tomamos a Jetadecobre, Escupitajo y Cristal y los llevamos allí…, incidentalmente, allí es donde me proveo de mis píldoras anticonceptivas. La noche resulta un tanto brumosa, pero por lo que recuerdo, Revelación estuvo por ahí hasta un poco más tarde… —Se sentó, frunciendo el ceño a su regazo—. Escupitajo se retiró pronto con una joven a la que conoció apenas entrar…, subieron en seguida escaleras arriba. Y Cristal no se sentía bien, así que se fue para volver aquí. Pero Jetadecobre y Revelación se quedaron abajo con el resto de nosotras: Dragón Lady había ido allí también, y todo el mundo estaba hablando de los viejos tiempos…, y nos emborrachamos de una forma increíble. Y… —hizo una pausa, con una expresión entre la consideración y la confesión—, finalmente, jodí con ellos. Y… —inclinó la cabeza hacia Denny— tu amiguita que está allí jodió con ellos. Y Gladis jodió con ellos. Y Filamento, y Dragón Lady. Y, en total, unas… —alzó su puño y empezó a abrirlo, dedo tras dedo; alzó su otro puño— nueve mujeres más jodieron también con ellos No en ese orden. Yo fui la quinta o la sexta Denny dijo, lenta y maravilladamente:
—¡Huau!
—Fue muy divertido. —Lanya hundió los hombros—. Realmente, al principio pensé que los dos se habían pasado. Me preocupé por ellos. No creí que pudieran ponerse en pie y caminar. Era casi como si estuvieran en alguna especie de semitrance. Revelación permaneció tendido de espaldas gritando la mayor parte del tiempo. Esa parte no me excitó mucho. ¡Pero volvió locas a algunas de las otras, y de qué modo! Y no perdió su erección.
Yo estaba tan sorprendido como curioso:
—¡Si no has puesto las frases exactas, sí al menos has captado la sensación! Y con mi apresurada escapada has puesto todas las frases. Eso lo recuerdo bien.
—¿También has leído eso? —pregunté.
—Y también tu relato de algunas de las conversaciones que hemos mantenido. No sé lo exacta que será la transcripción, pero sigue siendo impresionante.
—Así, ¿cuál es tu idea?
—Sólo que, quizá, esta memoria tuya para los detalles tenga algo que ver con tu pérdida de períodos enteros o…, bueno, ya sabes.
—Esto es algo tan interesante —dije— que creo que voy a olvidarlo ahora mismo.
—¡Ella sólo está intentando ayudar! —dijo Risa desde delante de la cocina, haciendo resonar las tapas de los potes.
—Y ella también sabe que estoy bromeando —dije—. Pero aunque tengas razón en eso, ¿de qué nos sirve?
Por supuesto que no lo olvidé, puedo dar fe de ello. Sin embargo, sospecho que mis altamente creativas transcripciones son más convincentes que exactas, no importa lo que ella diga…, supongo (¿espero?).
—¿Eyacularon?
—Quizá un par de veces al principio. Creo. Pero después de esto, se mantuvieron sólo permanentemente empalmados. Nadie les dio oportunidad de deshincharse. Podías hacer con ellos todo lo que desearas. Y cualquiera que estuviera interesada lo hizo.
—¿Todo chicas? —preguntó Denny.
Lanya asintió.
—Mierda.
Lanya se reclinó contra mí.
—Nunca había visto a ningún hombre en ese estado antes.
Todo el asunto fue más bien sorprendente. —Cruzó los brazos debajo de sus pechos—. Dudé. Estaba un poco asustada. Pero fue… una experiencia.
Escribo este comentario sobre lo que dijo Lanya respecto a las muchachas ahuyentando de la casa a los dos chicos inmediatamente después de transcribir mi relato de nuestro caos y confusión con lo de Emboriky’s (¡con Jack, no lo creerán, siendo de tanta ayuda y organizando tanto trastorno!), porque mucha parte de lo que ocurrió allí, lo que les dijimos, lo que nos dijeron, empujó mi mente de vuelta a ello. Observo que Jetadecobre y Revelación se hallan interesados casi exclusivamente en las chicas; recuerden, la última noche (¿significativo en términos de hoy?), a Revelación intentando explicárselo educadamente a un completamente borracho Ángel. En realidad no se trataba de nada personal pero no, no deseaba joder con él, y no, nunca lo había probado antes, y no, no deseaba probarlo, al menos no por ahora; y los dos siguieron con aquello, hablando en voz baja en el porche de servicio, durante media hora. La verdad, por supuesto, es que Revelación se sentía enormemente halagado de recibir tanta atención por parte de alguien que era mucho más rápido que él, y deseaba extenderla durante tanto tiempo como fuera posible. (¿Acaso pensábamos que prestándoles una seria atención estábamos halagándolos lo suficiente como para conseguir que sacaran sus pies de nuestros cuellos?) A veces pienso que la diferencia estriba en que están seguros de que, cualesquiera que sean las estructuras sociales que surjan, crecen a partir de esquemas innatos al Acto Sexual…, sea eso lo que sea; mientras que hemos visto, una y otra vez, que la psicología, estructura y entorno que definen cualquier acto sexual son siempre internalizados a partir de estructuras sociales que ya existen, que han sido creadas, que pueden ser cambiadas. De acuerdo: Déjenme formular la terrible pregunta: ¿Es posible que todos aquellos perfectamente definidos, contentos con su orientación sexual en el mundo, exclusivamente heterosexuales, sean
—Estás teniendo experiencias una tras otra, ¿eh? —En lo primero que pensé fue en lo que Risa me había dicho aquel día en el patio; lo que me hizo sonreír fue el hecho de que la posibilidad de una aplicación genital de su sugerencia me dejó exactamente tan dubitativo como la anal acerca de si deseaba o no pasar por algo como aquello. Oh, bueno; quizás algunas personas no puedan tenerlo todo.
Lanya me sonrió(«Hummmm») y me besó la nariz.
—¿Qué piensa tu Madame Brown acerca de todo esto? —pregunté.
—Que llevo una vida loca y fascinante —respondió.
—Oh —asentí.
—Sólo se pregunta cómo consigo llegar cada día a tiempo a la escuela.
—¿Cómo consigues llegar cada día a tiempo a la escuela?
Lanya se encogió de hombros.
—Simplemente siendo consciente, supongo.
—¡Jesús! —Denny se echó hacia atrás, las manos en sus rodillas—. ¡Violasteis en grupo a Revelación y Jetadecobre! Hey…, ¿quién fue mejor, el rosa o el negro?
—Ninguno de los dos —Lanya se inclinó hacia delante y besó a Denny en la punta de la nariz— fue tan dulce como tú.
realmente (de alguna forma psicológica mal definida que conduzca de manera definitiva a un mundo mejor) más sanos que (¡gulp…!) nosotros? Déjenme responder: ¡De ninguna manera! Los activos (sean del sexo que sean) son más enérgicos y crueles. Los pasivos (sean del sexo que sean) son más perezosos y complacientes. En una sociedad donde se hallan en la cima, se aferran como alguien que se está ahogando en su esquema activo/pasivo, macho/hembra, dueño/sirviente, él/otro, no por placer, lo cual sería razonable, sino debido a que esto les permite acusar o perdonar cualquier tipo de compasión entre ellos, o con cualquier otro, y eso (al menos en esta sociedad, tal como ellos la han establecido) es inmoral, enfermizo y maligno; cualquier locura es preferible a eso. ¡Y, puedo asegurárselo formalmente, la locura no es preferible!
—Y por cierto —dijo Denny—, ¿dónde están mis cinco pavos?
Le lancé un manotazo.
—Hey, ¿queréis saber lo que me ha ocurrido hoy?
—¡Son mis cinco pavos, querido! —dijo Lanya.
—¡Oh, mierda! Yo salí a la maldita calle a buscarte el jodido semental…
—¡Hey, callaos! —les dije—. Escuchad. —Y les describí lo que había ocurrido allá en el parque. Pensé que era divertido. Pero ambos opinaron que era algo completamente serio.
Hablamos de ello largo rato.
Tres conversaciones en las que Lanya tomó parte durante sus últimos días aquí. (Se quedó una noche; lo cual me gustó. ¿Quizá yo esté dispuesto a pasar algún tiempo en su casa? El instinto del nido no es el mismo que el del hogar. ¿Cuál palidece antes?) Ella estaba hablando con Gladis cuando salí al patio:
—¡Oh…! —y corrió hacia mí, me bloqueó a medio camino bajando los escalones.
Enfoqué mi mirada en ella, como en el recuerdo de una lluvia en la montaña, una luz de otoño, el rumor del mar.
(¡Tiene los ojos verdes!)
Como la cosa más natural del mundo, me hizo dar media vuelta en los escalones y me condujo de vuelta al porche… Cuando me di cuenta de que estaba siendo llevado, empujó un poco más fuerte; urgió:
—Ven conmigo —y me llevó a la habitación del altillo.
Una vez allí, preguntó:
—¿Dónde está tu bloc de notas? O tus nuevos poemas, al menos.
—¿Eh? Creí que querías joder.
—Oh, si tú quieres… —imitando a otro tipo de chica, luego se echó a reír ante el éxito de su imitación—. ¡Aquí está! —La punta del bloc de notas asomaba por el borde del altillo; lo bajó. Cayeron dos páginas.
Las recogió.
—¿Puedo llevarme éstas a casa?
—Por supuesto —dije—. No…, ésa no —y tomé de nuevo la hoja de papel azul (del paquete de papel de cartas que Cuervo trajo a casa).
Dobló la página que le dejé y se la metió en el bolsillo de su camisa. Yo puse la otra dentro de la tapa y deslicé de nuevo el bloc de notas sobre la cama.
—¿Para qué la quieres?
—¿Por qué las escribes?
—No lo sé…, ya no.
—Lo mismo digo —dijo, como inquieta; lo cual me inquietó.
—Hey —pregunté—, ¿has visto recientemente al señor Calkins?
—No —de una forma que preguntaba por qué yo había preguntado.
—Quiero decir, ¿no es esto idea suya…, conseguir a través de ti mis nuevos poemas? ¿No estás guardándolos para alguien?
—Por supuesto que no. Sólo pensé que yo tenía menos posibilidades de perderlos que tú.
—El señor Calkins me habló acerca de robarlos. Pensé que estaba bromeando…, ¿no se los has enseñado a nadie?
—Por supuesto que no… —Luego dijo—: ¿Sería tan terrible si lo hubiera hecho? Leí uno…, unos cuantos a Madame Brown. Y a un amigo de ella que vino una noche a visitarnos.
—No parece tan horrible como eso.
—Sin embargo, parece que no te gusta.
—No lo sé. Sólo estoy confuso. ¿Por qué los leíste? ¿Te gustaron?
—Mucho. En realidad, fue Everett Forest, el amigo de Madame Brown, quien me lo pidió. Estábamos hablando de ti, una noche que se dejó caer por allí. Salió en la conversación que yo tenía parte de tu obra no publicada; se mostró muy interesado en verla. Así que le leí tres o cuatro de mis favoritos. Supongo —dijo, y se sentó en el sillín de la moto— que ésta es la parte que no debería decirte: Él quería copiarlos. Pero no creí que debiera… ¿Chico?
—¿Qué?
—Hay mucha gente en Bellona que está muy interesada en prácticamente todo lo que se refiere a ti.
—No hay tanta gente en Bellona —dije—. Todo el mundo no deja de decirme esto; ¿porqué están interesados en mí?
¡Tonterías! Sólo yo siento así cuando lo escribo… No: siento algo, y pienso que esas palabras son las cenizas adecuadas de los sentimientos cuando rebusco entre los rescoldos. Pero sólo eran humo. ¡Ahora no puedo decir si fue el propio sentimiento el que resultó mal interpretado, o simplemente es inexacta su transcripción!
Mis sensibilidades se han visto inflamadas como nuestro gigantesco sol. Ahora estoy escribiendo poemas porque no hay nada más que leer excepto el periódico, que discute durante páginas y comentarios efímeros que humean por toda la ciudad. ¿Cómo puede seguir adelante esto cuando tales lunas se alzan y tales soles se ponen? Vivo de esta forma porque el horror aquí parece preferible a la vida en la familia de Tarzán.
—Creen que eres importante, interesante…, quizá una combinación de ambas cosas. ¿Hacer copias de tus poemas? Conozco a gente que, si le diera tu lista de la lavandería, mecanografiaría cuidadosas reproducciones como si fueran para alguna biblioteca universitaria o algo así.
—No tengo ninguna jodida lista de lavandería. Ni siquiera tengo una lavandería —dije—. ¿Quién?
—Bueno, Everett, por ejemplo. Cuando le dije que a veces dejabas tu bloc de notas en mi casa, sufrió prácticamente un ataque. Me suplicó que se lo hiciera saber la próxima vez que lo dejaras, a fin de poder echarle un vistazo y quizá…
—Te romperé la cabeza.
—No haría eso. —Se agitó en el sillín—. Jamás lo haría.
—No hay bastante gente interesada en esta ciudad.
—Creo —dijo— que tienes razón. Pero aunque no les deje curiosear en tu diario, sigo pensando que el hecho de que lo escribas me irrita; no, me pone furiosa. —A mí, sin embargo, no me puso furioso cuando ella y yo hablamos de ello; fue halagador. Pero su transcripción, ahora, resulta enloquecedora. Disfruto teniendo fantasías acerca de esas cosas, pensando en ellas…, pero como un juego. (¿No es así?) No hay ninguna razón para no seguir disfrutando de ellas de este páginas los rumores modo. Pero desde la publicación de Orquídeas de cobre, a veces me descubro a mí mismo diciéndome: «De acuerdo. Quiero dejar de jugar a este juego e intentar por un tiempo algún otro. ¡Señor, déjame pensar en alguna otra cosa!» Y no puedo. Ésta es una versión mucho más inferior de la aterradora mañana debajo del árbol. Pero la verdad es que la mayor parte de los poemas en el libro fueron escritos antes de que fuera con los escorpiones. (¿Cuáles he escrito realmente después?) La otra ironía es que la única vez en que fui realmente su jefe fue cuando hice que me ayudaran a sacar al hermano de June y Tarzán del pozo del ascensor. Todo desde entonces ha sido la concretización de alguna fantasía empezada entonces…, y en sus mentes, no en la mía. ¿He perdido la realización? En bien de la (¿arbitrariamente?) preciosa cordura tengo que pensar al menos que he aprendido.
Cuando sacas agua de la cocina o del cuarto de baño o del grifo del porche de servicio, se forman burbujas en torno a los lados del vaso, pero no equitativamente repartidas por toda la superficie. Forman una banda con un definido borde de fondo, pero se agotan a medida que van subiendo. En los últimos días he observado que la línea empieza más y más arriba. Tengo que preguntarle a Tak si esto significa algo.
A la siguiente conversación, pues; quizá tenga más suerte:
Me detuve fuera de la puerta de la cocina porque les había oído hablar dentro. A través de la puerta mosquitera vi a Lanya sentada junto a la mesa, con la espalda contra la pared, con Gladis y casi todos los monos (no Tarzán); también D-t, apoyado en la nevera, y Cristal de pie en la puerta de la sala de estar; y Escupitajo justo detrás de él, al otro lado. Una fuerte discusión; y la voz de Lanya cortándola (se inclinó hacia delante, mirando a su alrededor):
—Nunca he visto… ¡No, esperad un momento! Esperad. ¡Nunca he visto a un grupo menos interesado en el sexo que vosotros, muchachos! ¡No, escuchad! Quiero decir, para muchachos que no tienen otra cosa que hacer. De veras, no estoy bromeando. Cuando estuve en la universidad, o prácticamente en cualquier parte, en cualquier trabajo de los que he tenido; o con chicos que simplemente he conocido…, ¡nunca he visto a un grupo que estuviera menos interesado en…!
—¡No veo por qué te estás quejando! —de Jack el Destripador.
—No me estoy quejando —dijo Lanya—. Pero quiero decir, paso quizá la mitad de mi tiempo aquí. Quizá más de la mitad. Y creo que os conozco a todos bastante bien…
Y D-t:
—¡No, ahora espera tú un momento! Hey, espera…
Lanya terminó en el silencio:
—Simplemente me sentía curiosa acerca del porqué, eso es todo.
—Ahora espera —repitió D-t—. Tenemos a un grupo muy extraño y curioso de gente aquí. Y supongo que no hablamos mucho acerca de ello debido a que tienes que ser muy cauteloso, ¿sabes? Muy considerado.
—No me refiero solamente a hacer chistes sobre el sexo —dijo Lanya—. Pero ni siquiera eso, cuando piensas en ello. Podéis ser realmente sucios durante diez, veinte minutos. Luego nada durante un día, dos días…
—¿Quieres decir pensar y maquinar cómo follar un poco? —dijo Cuervo—. Sí, entiendo lo que quieres decir.
—Yo no tengo que hablar sobre ello —dijo Escupitajos—. Yo lo hago.
Cristal, con las manos detrás suyo contra la pared, se limitó a reclinarse un poco más, observando (Escupitajo y Lanya eran los únicos blancos en la habitación), curioso, como si la discusión se refiriera enteramente a él.
—Hay tipos muy distintos de personas aquí —dijo D-t—. Para mí, quizá, lo que ella dice es cierto. Simplemente nunca he estado tan interesado en el sexo, supongo, comparado con algunas personas. En una ocasión le dije a un amigo que follaba quizá dos, tres veces al año. Y me dejaba follar más o menos las mismas veces. Él dijo que resultaba muy extraño…
—¡Sí, es extraño! —aulló Jack el Destripador, y la gente se echó a reír.
—Araña, aquí, veamos…, es… ¿diez años más joven que yo? Y baja al parque prácticamente cada maldita noche, me parece, haciendo que se la soplen los tipos que merodean por entre los arbustos…
—Maldita sea… —dijo Araña, incómodo.
—Tenemos gente muy diferente —prosiguió D-t—, a la que le gustan cosas diferentes. De formas muy diferentes. Gente como yo y Gladis, digamos. Estamos casi exclusivamente interesados en el sexo opuesto, y además, uno a uno y raras veces.
—Tres veces al año, querido —dijo Gladis, con su inflexión tan baja como pudo—; no sabía que fuese tan parecido a ti —y alta de nuevo.
Lo cual hizo sentir un hormigueo al Destripador.
—Mierda —dijo D-t—. ¿Sabéis?, yo creía que era normal. Pero luego conocí a tipos como Jack el Destripador, que están interesados en cualquier cosa.
Araña dijo, hoscamente:
—Yo estoy interesado en cualquier cosa.
—Oh, negro —dijo D-t—, ¡tú te interesarías en una almeja si te sonriera y te prometiera no morder!
Escupitajo añadió por encima de las risas:
—¡… e incluso entonces, no sé! —lo cual no creo que oyera nadie.
—Luego tenemos a los groupies… —prosiguió D-t.
—¡Groupies! —de Cristal, que rió por primera vez—. ¡Hey, ésas eran las chicas fans de los cantantes de rock! ¿Es así como nos llamas?
—Quiero decir que vosotros, chicos, simplemente no estáis interesados en algo que sea menos que un encuentro sexual a pleno grupo…
—Oh, hombre —de Cristal—, tú lo que quieres es poder… —y no oí el resto porque:
—¿Qué está pasando ahí dentro? —preguntó Tarzán.
Miré hacia atrás.
—Nada.
Pero algunos de los muchachos de dentro nos vieron a través de la mosquitera. Un par más se volvieron para mirar. Así que abrí la puerta y entré, con Tarzán a mis talones. Lanya todavía estaba riendo. Apartando un poco a Trepenques, me senté a su lado.
—Con tantos tipos diferentes, ¿veis? —dijo D-t, llamando de nuevo la atención de Lanya—, tienes que ser muy considerado: Cuando vives tan cerca los unos de los otros. Y eso significa que no hablas demasiado. Sólo lo haces cuando tienes que hacerlo, y el resto del tiempo hablas de alguna otra cosa.
Tarzán se quedó junto a la puerta, con la espalda apoyada contra la mosquitera, tan apartado del grupo como antes lo había estado Cristal.
Las risas los llevaron a otros temas distintos (comida, ¿no lo habían adivinado?): Trepenques dijo que teníamos comida en el sótano de la que no sabíamos nada hasta entonces porque nadie se había molestado en mirar, hasta que él bajó aquella mañana. Nos llevó fuera a algunos de nosotros para mostrárnosla. No había una auténtica puerta al sótano; sólo una trampilla de madera, con un candado reventado colgando del pasador. Conducía a una húmeda madriguera de menos de dos metros de alto que ocupaba más o menos la mitad de la extensión de la casa, y donde, junto a todas las cajas de latas de conserva —algunas con etiquetas mohosas—, estaba la caja de los fusibles y el calentador de agua, que encendí.
Más tarde, un par tomaron un baño.
Deseé que continuaran la discusión sobre el sexo. No tenía la sensación de que hubiera terminado. Me pregunté si había sido mi llegada (el Jefe) o la de Tarzán (el Chiflado) lo que la había interrumpido; o simplemente el equilibrio de la relación crema-café. Echando a un lado el orgullo, decidí que debía haber sido Tarzán.
Revelación, con su pelo color ceniza pálido, sus cadenas doradas y su piel rosada, polariza a un grupo de negros cuando él es el único blanco entre ellos, del mismo modo que Dama de España, más negra que Araña, alta de nalgas, escasa y baja de pechos (por las bromas que hacen los otros, es de descendencia antillana), polariza a un grupo de blancos cuando es la única negra: visualmente.
Tarzán, sin embargo, muy a menudo el único rubio de ojos azules entre los monos (ahora el nombre oficial del subgrupo de cinco entre los quince/dieciséis negros del nido [Cuervo, Jack el Destripador, Trepenques, Ángel, Araña]), los polariza de una forma muy distinta. Su servil fascinación, su casi beligerancia, y su general falta de utilidad para cualquier blanco, hace imposible verle/s sin toda un aura de resonancias sexuales/políticas, que llevan como si fuesen sus luces. (Dos pensamientos. Primero:) Incluso así, todo el mundo parece más o menos capaz de absorber la situación con tolerancia y apenas un comentario. (Segundo:) Con todos esos excéntricos negros, no parece haber ninguno entre ellos, hombre o mujer, en una posición similar con un grupo de blancos (Cristal, triunvirato con Escupitajo y Jetadecobre, parece algo muy diferente. ¿Por qué?) Quizá el nido (o la Casa) sea un buen lugar para June después de todo…, después de todo, puedo alojarla con Eddy (¿Puedo?)
Muy pronto salimos del sótano y regresamos juntos al patio… Pero no volvimos a hablar de sexo. Oh, bueno: esa consideración. Supongo que Lanya tiene razón.
La tercera conversación empezó en el altillo. Yo estaba tendido de espaldas; Lanya estaba reclinada sobre mi pecho, mirando mi boca mientras yo hablaba de algo. En medio de una frase, me hizo olvidar lo que estaba contando cuando dijo:
—Podría correrme sólo con el olor de tu aliento. Sueltas una pequeña nube ardiente con cada palabra.
—Huele más bien mal, ¿no?
—No es malo… Por favor, no dejes de hablar.
Pero no pude volver a pensar en lo que estaba diciendo.
Ella dijo:
—Tu boca es como una flor. Cada diente es como un pétalo de margarita, completo con su cáliz; se te está formando una especie de piel verde sobre la base de tus dientes, cerca de la encía.
—Hermoso —dije—. Pronto estaré a punto para que Bunny se me lleve.
—Hey —Denny rodó sobre sí mismo—. Déjame ver —inclinándose por encima de mi hombro.
—¡Uf! —dije, y no sonreí.
—Sonríe —dijo Denny.
—Me pregunto si se desprende. —Lanya se alzó un poco y tendió una mano, como una garra, sobre mi rostro—. Espera un momento —mientras bajaba un dedo.
—¡Deja esto…! —Giré la cabeza.
—Sólo iba a rascarlo con la uña.
Denny contempló su mano sobre mi hombro.
—Hombre, mis uñas están sucias.
—Están orladas con el color exacto de la perla negra. —Lanya apoyó su mejilla cerca de la de él—. Probablemente lo utilizará en uno de sus poemas.
—Demasiado elaborado —dije, apoyando mi mano sobre la de él. Ella cubrió la mía. Entonces Denny cerró fuertemente los ojos e intentó meterse entre nosotros como un cachorrillo de basset (lo cual nos hizo reír), y a veces ella es un periquito. Y a veces él es un loro; y ella es un alado borzoi.
Dije:
—Levantaos. Quiero mostraros algo. —Ante lo cual Denny rió y Lanya gruñó.
Denny le dijo:
—Está bien. Cuando volvamos nos quitaremos la ropa.
—¡Oh, vamos! —dije yo.
Nos pusimos algo (Denny: calcetines, chaqueta, cadenas. Lanya: camisa; su armónica cayó; regresó al bolsillo del pecho; zapatillas de tenis. Yo: pantalones), bajamos del altillo, nos pusimos más ropa (Denny: pantalones, botas. Lanya: se quitó las zapatillas para ponerse los pantalones, volvió a ponerse las zapatillas. Yo: chaqueta, cadenas, bota), y salimos todos juntos al pasillo.
Baby Adam, Sacerdote, Devastación, Filamento, el Ejecutor (al que todo el mundo llama normalmente X-X) y Catedral estaban revueltos, y X-X me dijo que estaban hechos polvo, habían estado corriendo desde no sabían qué hora de ayer. Le dije que tres o cuatro de ellos podían ir a echarse en la cama del altillo porque nosotros no íbamos a usarla. Filamento, con los nudillos de una mano apoyados en su cadera, la otra mano agitándose (normalmente sólo lleva delgadas cadenas, algunas por la parte de fuera de sus pechos [los pezones como manchas de peptobismol en las laderas superiores de unos pechos de esteatita], algunas por la parte de dentro), contó lo que habían hecho en el parque: habían asustado a algunos niños, sin intención, y habían mantenido una especie de imprecisa e indefinida confrontación con dos hombres que podían haber sido Tom y Mak. Tres fueron a buscar colchones en la habitación de atrás.
La trampilla del techo del porche estaba abierta. Denny trepó por la escalerilla clavada a la pared; Lanya y yo (preguntándonos quién la había abierto y por qué) le seguimos. Asomé la cabeza tras sus talones al cielo color plomo. Apoyé los pies en al granulado papel embreado del techo y no pude imaginar cómo se había producido la transición entre la losa de chorreante metal a un metro más allá de la trampilla y el deprimente globo del tamaño de un campo de fútbol en torno a nosotros-y-los-edificios-más-cercanos. Pensé en bajar y volver a subir de nuevo y mirar otra vez.
Al otro lado del techo, Bola de Fuego, completamente desnudo excepto su cinturón óptico, volvió la cabeza y sonrió, un poco confuso.
—¿Abriste tú la trampilla del techo? —preguntó Lanya.
—Sí. Sólo quería salir y dar un paseo. —Nos dijo que le gustaba caminar desnudo. Ante su innecesaria explicación, Denny explicó (innecesariamente) que en Bellona uno podía ir completamente desnudo por la calle si le apetecía, «… sin molestar a nadie.» Lanya, por aquel entonces, ya estaba quitándose sus ropas. Así que yo me quité las mías. Denny dudó unos momentos y luego dijo:
Filamento tiene un escorpión azul tatuado en su hombro, que dice que se hizo tatuar antes de venir a Bellona. Es la persona que probablemente ha ofrecido voluntariamente más información sobre su vida anterior de todas las que forman el nido (la mayor parte de su vida suena absolutamente anodina); pero, por otro lado, consigue ser también una de las más invisibles. Si uno escribiera acerca del lugar, es muy probable que ella estuviera entre la media docena de personas que quedaran fuera, o cuyos rasgos sirvieran simplemente como decoración de fondo para perfilar otro personaje. Aunque es blanca, posee, de una forma casi increíble, una típica personalidad de escorpión. De hecho, me pregunto a menudo si yo creo en ella; de ahí esta nota.
—Qué demonios —y se quitó las suyas. (Dejó el collar de castigo de perro enrollado y vuelto a enrollar en torno a su tobillo.) Lanya sacó su armónica del bolsillo de su camisa y empezó a tocar aquellas discordantes notas. Todos caminamos de un lado para otro y miramos a los demás cuando los demás no nos estaban mirando; nos asomamos al borde del tejado; nos sentamos en las buhardillas que jalonaban uno de los lados. Durante largo rato.
Luego Bola de Fuego se puso sus pantalones y cadenas…
—Adiós —dijo Lanya.
Bola de Fuego sonrió.
—Adiós.
… y bajó.
Nos juntamos en el extremo más alejado y hablamos de él durante un rato, principalmente Lanya y yo, con Denny escuchando. Luego les hablé por primera vez acerca de haber asaltado a aquel tipo la semana pasada.
Maravillado, Denny dijo:
—¡Huau!
Lanya dijo:
—Estás bromeando, ¿no? ¡Jesús, no estás bromeando! —Estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la baja pared. Cuando alzó la armónica, en su muslo quedaron dos señales paralelas.
—No, no estoy bromeando. Fue interesante.
—Debió ser horrible. Estoy segura de que lo hiciste para averiguar lo que se sentía, o por alguna otra razón medio justificable.
—Lo principal —expliqué— no es que me sintiera tan asustado, sino que si te sales de esta línea muy delgada, te vuelves más furioso que un hijo de madre…
—Mira —dijo ella—, tú no matarías a nadie simplemente para averiguar lo que se siente.
—Sería más fácil aquí que en ningún otro lugar.
—¡Cristo! —Alzó la vista al cielo.
—De acuerdo —dije—. Así que no lo apruebas. ¿Por qué estás furiosa?
—Porque —y sus ojos descendieron para encontrarse con los míos—, de alguna manera un tanto curiosa, tengo la impresión de que es culpa mía. Y no me pidas que te lo explique: o tú te pondrás furioso.
Mientras intentaba pensar en alguna manera de conseguir que ella se explicara, el práctico Denny preguntó:
—¿Qué fue lo que conseguiste?
—Tres pavos. Por el trabajo, resulta mejor pagado que lo de los Richards. —Busqué en mis pantalones, saqué los billetes del bolsillo y se los di a él—. Aquí están. —Miré a Lanya con una pequeña sonrisa—. Lo repartiría con vosotros, pero ella no querrá coger uno.
Adoptó una expresión tensa que me dejó saber que realmente lo haría.
Denny contempló los billetes y repitió:
—¡Huau! —Pensando: Usaría la misma inflexión si descubriera que le habían robado algo—. Toma —le tendió un billete a Lanya, y—: Toma, guarda tú uno. De esta forma el reparto es equitativo —un billete volvió a mí—. Voy a echar una meada. —Se puso en pie y se alejó, las palmas de las manos hacia atrás, el billete cogido con el dedo medio de su mano izquierda.
Lanya me observó.
—Supongo que te encontraría aburrido si alguna vez dejaras de lanzar cosas como ésta contra mi cabeza. No, no digas nada. Todavía estoy pensando. —Se puso de rodillas—. Yo también tengo que echar una meada. —Sus nalgas y un muslo habían quedado impresos con el papel del tejado.
En la esquina del desagüe, Denny miró hacia atrás por encima del hombro.
—¿Vas a bajar al cuarto de baño?
—No —dijo ella con un tono considerado que, cuando hubo terminado el resto de su intercambio, hubiera debido hacerme comprender que ella sabía lo que iba a venir a continuación.
—Oh, sí. Supongo que puedes acuclillarte aquí. —Denny terminó y se sacudió las últimas gotas.
—¿Qué te hace pensar que tengo que acuclillarme para orinar?
—Eres una chica. No puedes hacerlo de p… Quiero decir que creía que las chicas tenían que sentarse para hacerlo o algo así.
—¡Jesucristo! —dijo Lanya.
—Bueno, ¿cómo lo haces entonces? —preguntó Denny.
—De la misma forma que tú.
—¿Pero tú no tienes un…?
Ella alzó dos dedos en el signo de la paz, los bajó hacia sus genitales y apretó.
—Así, si quieres saberlo. Ahora, ¿quieres hacer el favor de dejar de mirar y permitirme orinar en paz?
—Oh…, sí. —Denny frunció el ceño—. A veces no puedo mear en unos urinarios públicos si alguien está mirándome directamente el aparato. —Se volvió, miró hacia atrás, apartó de nuevo la vista—. Huau.
Como si se le hubiera ocurrido algo.
Se dirigió hacia la pared.
—Nunca había oído eso —dijo.
Cuando ella se reunió con nosotros, él estaba examinando su armónica; se la tendió por encima de mi hombro.
—¿Sabes cómo tocarla? —preguntó ella.
—No.
—La escala empieza aquí —dijo ella—. ¿Ves? En el cuarto agujero.
Bajamos (poniéndonos de nuevo la ropa la mitad aquí, la mitad allí), y en la sala de estar se metió en la discusión con algunas de las personas mencionadas (Bola de Fuego, Filamento y los demás), de la que he intentado transcribir en primer lugar algunas de las cosas que dijo Lanya. (Cuando empecé esto, pensé que el asunto acerca de Lanya excitándose con todas esas cosas curiosas acerca de mí, y lo que ocurrió en el tejado, haría un buen prólogo, debido a que en la discusión se refirió a ello, pero de nuevo me siento cansado de transcribirlo, ahora que ya he reflejado la sustancia.)
una intercaladora jamba entre el miércoles y el veintidós, bendita sea. Grano, charloteando en semitiempo, le contó sus problemas al árbol (todos corriendo en el rezumante carrusel encarnado). Ella no correría los jueves. La parte de abajo de su pequeña mano está descolorida; ¿por qué es tan fácil glorificar la locura? Huellas entrecruzadas de camiones como patas de gallo babeando a medias. Ella no recordaba cómo o cuándo, la última vez. Las salchichas del pavimento se hienden; la col recuerda. Leones con ojos prensiles alzan sus garras, apocopadas, y van a la ciudad. ¡Cuidado con ellos, pequeño guisante! ¡Consíguelo, como se llame! No me atraparás forzando mi tenacidad bajo tu bufet libre. Mima mi nódulo, ama a mi perro. El ritmo es igual de fácil. Agujas de tejer retroceden en torno a la visión, manteniendo su curvatura, liberando sus interioridades. Así que no es para eso. La muerte de las patatas fritas y la compota de manzana no te arrastrará, y despertarás con vida a la mañana siguiente. Tu rosamundus puede atematizarlo, pero eso no moverá mi despepitador mecánico de manzanas. He venido a herir la ciudad otoñal: el otro lado de la pregunta es una entremezclada metáfora como nunca he oído otra. Los métodos cronometrados han pasado: arrulla, pájaro de la mañana. Puedo detenerme antes de respirar efluvios marmóreos. Recuperar una disyuntura, eso es todo lo que quienes estáis en medio del anillo en torno a la Harley Davidson lindáis, floreciendo, floreciendo, vergüenza, puñadas, pudín de carestía y pasión, flores, o la señorita Prístina Cristalina.
Su tosca mixtificación se halla codificada en su rostro. Pastel apendicular y hambrienta ciudad, oh Dios mío oh demasiado, mi carne y mi puré de patatas, yo en medio de todo.
Una de las cosas que surgieron también en la discusión fue una polémica acerca de conseguir comida, y eso supongo que fue lo que lo desencadenó realmente todo, y lo demás surgió simplemente por sí mismo; pero mi mente sigue extraños vericuetos.
Era algo que tenía que ver con las diferencias (y similitudes) entre las chicas que eran escorpiones y las chicas que simplemente estaban por allí con nosotros. Con referencia a los chicos que eran miembros y a los que simplemente estaban por allí. Fue una buena discusión para mantenerla y aburrida para reconstruirla Y supongo que se suscitó principalmente en beneficio de Mike (Mike es uno de los chicos que simplemente estaban por allí, un amigo de pelo largo de Devastación; duerme aquí la mayor parte del tiempo, pero no desea unirse a nosotros), y supongo/creo/sospecho que una diferencia entre miembros y no-miembros es de todos modos que los miembros conocen ya la diferencia y no tienen que hablar de ella (de nuevo esa consideración), aunque a veces, por algunas de las cosas que dice Tarzán, me lo pregunto.
trabajan? —pregunté. Pero Faust estaba caminando delante de mí por entre las prensas en sombras.
—Aquí —dijo—. Es esto lo que quiere ver, ¿no?
Me acerqué a la mesa de trabajo. El linóleo color gris militar brillaba con virutas de plomo.
—Aquí —señaló con un amarillo dedo indicador una bandeja del tamaño de una página, llena de tipos.
La sangre de venado es un buen cebo para atrapar moscas. Lo mismo la mierda fresca de oveja. Mugiendo en el vacío espacio aurical, piensas que Atocha está en Madrid, lo que ocurre en la Calle 92, o lo que ella me dijo de St. Croix. Ella no eres tú corriendo la severa prueba de la espada, el plano o el filo. Ella tiene razón respecto al circuito del guache donde un principio es un principio con todo el infierno alineado esperando cobrar su precio. Santo, Tributario, Fibrilación, Factótum, Susquahana, Espléndido día de verano. Todo es lo mismo en la cocina de la zorra. Esta vez miras los dados. Quizá puedas conseguir la victoria. Sumario, Abatimiento, Titular, Sabiduría, Taumaturgia, Ficticio, Samoa y cinco manos perdidas. Cuando crezca voy a hacerme por mí mismo la vasectomía. (Una dendrita en el bálano vale lo que todo lo demás.) ¿Por qué él insiste todo el tiempo en el invierno? Puedes tartamudear en el agua pero ésa no es la forma de pensar. No el pensar sino la forma en que se siente el pensar. No el conocimiento sino la forma del conocimiento. Si hay suficiente uva, unos buenos pies y una dorada cabeza cornuda, puedes desear, soñar, mentir como un sajón aunque sólo prevariques como un comicastro virginiano. ¡George! La ingeniosidad que he empleado para llenar cinco días desaparecidos.
Conversación con Forest en Teddy’s:
—¿Qué estás escribiendo ahora?
—No estoy escribiendo nada —dije—. No he escrito nada y no pienso escribir nada. Frunció el ceño, y esperé que la mentira tuviese al menos la estructura de la verdad. ¿Pero cómo era posible? Es por eso precisamente por lo que no he sido capaz de escribir nada excepto este diario en tanto tiempo.
Y gracias a las cegadas estrellas, siento las energías para eso.
¿Qué otros días de mi vida se han ido? Al cabo de una semana, no puedo recordar cinco. Al cabo de un año, ¿cuántos días no volverás a recordar de nuevo?
El relieve de las letras, gris sobre gris, proclamaba:

—Pero…
—Ése es usted, ¿no? —Su cloqueo re sonó entre las tuberías del techo.
—¡Pero yo no le he dado a Calkins la segunda colección! ¡Ni siquiera sabe que exista una!
—Quizá sólo esté haciendo una suposición.
—Pero yo no deseo…
—Se supone que también tienen preparadas necrológicas para toda la gente famosa que hay por aquí y que puede morir.
—Oh, vamos —dije—. Salgamos de aquí.
—¿No me ha pedido insistentemente que le muestre dónde imprimen el periódico…?
Me aparté de la mesa.
—Pero no veo ninguna bobina de papel por aquí. Las prensas no están funcionando. ¿Quiere decir que un periódico de treinta y seis páginas sale de aquí cada día?
Pero Faust ya se estaba alejando, riendo aún, con su blanco pelo —patillas, barba y nuca— cubriendo la llamativa bufanda.
—¿Joaquim? —llamé—. Joaquim, ¿dónde lo imprimen realmente? Quiero decir que esto parece como si nadie hubiera estado aquí desde antes de
yendo a lo largo de Broadway. El humo era tan malo como siempre lo he visto…, brotando de los callejones laterales, cubriendo las calles con ondulantes capas. Una manzana más abajo, la fachada de un edificio de (conté) ocho pisos estaba cubierta por él como si fuese una cortina, ocultando las rotas ventanas desde el borde del tejado hasta la misma calle, ondulando agitadamente.
Una sección del pavimento había sido reemplazada por planchas de metal (alguna reparación incompleta), que resonaron cuando las crucé. Al cabo de otra media hora, los edificios eran más altos y la calle más ancha y el cielo gris y estriado como lona a la intemperie, como terciopelo plateado.
En la ancha escalinata de un edificio negro y de cristal había una fuente. Subí para examinarla: húmedas manchas de color en el polvoriento mosaico del fondo; óxido en torno al pentágono de caños en la esfera de cemento; me subí al borde para examinar lo que creí que contenía plantas: secos muñones de tallos asomaban de la cenicienta tierra; tapones de botellas de cerveza y de soda. Pisé una de las húmedas manchas verdes y amarillas del mosaico con mi pie desnudo; al retirarlo dejé una huella gredosa.
El autobús giró la esquina. Esta vez no me asustó. Crucé al otro lado de la fuente y bajé los escalones.
Siente que la experiencia cuyos detritus se hallan intercalados en las páginas/pétalos de Orquídeas le ha dejado una perfecta voz con la cual no puede decir nada; es incapaz de imaginar nada más torpe. (Para que esta frase tenga sentido, debe ser tan repulsiva como sea posible. Y no lo es…, del todo. Así que fracasa.)
Las puertas se abrieron, abofeteando la carrocería, antes incluso de que me detuviera.
—Hey —llamé—. ¿Hasta cuán arriba de Broadway llega?
¿Conocen ustedes la expresión del rostro de alguien cuando lo despiertas de un profundo sueño con un asunto serio, como un incendio o una muerte? (El pequeño y calvo negro con ojos como ostras, obsesionado en llevar su autobús de aquí para allá.)
—¿Hasta dónde va?
—Bastante lejos —dije.
Mientras él meditaba lo lejos que eso podía ser, subí. Luego ambos pensamos en la última vez que estuve en aquel autobús; no sé si el pequeño movimiento de su nuca en el cuello caqui de su camisa lo reconoció o no; pero estoy seguro de que era en eso en lo que estaba pensando. También pensé: no hay otros pasajeros.
Cerró las puertas.
Me senté detrás de él, contemplando sin verlo realmente el ancho parabrisas delantero mientras nos bamboleábamos calle arriba.
Un sonido me hizo mirar hacia atrás.
Todos los espacios publicitarios habían sido llenados con pósters, o secciones de pósters, de George. Desde encima de la ventanilla su rostro me miraba; al otro lado estaban sus rodillas. El espacio alargado sobre a la puerta de atrás mostraba su pierna izquierda, en posición horizontal, desde el pie hasta la mitad del muslo. Un tercero exhibía sus testículos.
De nuevo el sonido; así que me levanté y recorrí el pasillo central, hilera tras hilera de asientos. El viejo —fingiendo dormir— estaba tan hundido en el asiento de atrás que no pude verlo hasta que rebasé la segunda hilera. Un ojo castaño y marfil se abrió sobre el deshilachado cuello que se clavaba diagonalmente en la negra arruga de una de sus orejas. Lo cerró de nuevo, se volvió de lado y emitió su gemido estrangulado…, de nuevo ese sonido que hasta entonces había sospechado que era alguna tensa queja del motor.
La falsificación de este diario: en primer lugar, no refleja mi vida cotidiana. La mayor parte de lo que ocurre hora tras hora aquí es tranquilo y aburrido. Casi todo el tiempo lo pasamos sentados, contemplando deslizarse el opaco cielo. Francamente, es demasiado estúpido escribir sobre ello. Cuando ocurre algo realmente interesante, violento o
Me senté, con el pie desnudo sobre el cálido guardarrueda, la bota en la barra inferior del asiento delantero. El humo era fluidamente denso contra los cristales; en la superficie de éstos se formaban culebreantes regueros. Pensando (complicados pensamientos): La vida es humo, las líneas claras que lo cruzan, inmiscuyéndose en él y olvidadas por él, son poemas, crímenes, orgasmos…, llevando esta analogía a cada salto y bamboleo del autobús, a cada reguero en el cristal, observando incluso que a través de las ventanillas al otro lado del pasillo central podía verse algunos edificios.
El autobús se detuvo. El conductor se volvió; por un momento pensé que le hablaba al viejo detrás de mí:
—No puedo llevarle más lejos —sujetando la barra del respaldo del asiento del conductor, el codo colgando de una forma extraña en el aire—. Le he llevado más allá de los almacenes. —Hizo una pausa significativa; deseé que no la hubiera hecho—. Puede bajar aquí.
Lo que se refleja aquí, pues, es una crónica de incidentes con un potencial de totalidad que no tenían cuando ocurrieron; de nuevo una falsa imagen, porque no muestran ni la amplitud general del entramado de mi vida ni los puntos más significativos del esquema.
Mostrar lo uno es demasiado aburrido, y lo otro demasiado difícil. Es por eso probablemente por lo que (mientras utilizo más y más papel intentando hacer regresar la sensación que tuve cuando creí que estaba escribiendo poemas) ya no soy poeta… ¿por más tiempo? Los poemas tal vez apunten hacia algo distinto, pero para mí son tan secos como las últimas hojas que caen de los quemados árboles de Brisbain. Hubo momentos en los que tuve la intensidad de ver, y la energía de construir, alguna cuidadosa analogía que completó la visión.
Este fenómeno, pienso, ¿me afectó durante dos semanas? ¿O fue durante tres?
Realmente no sé si se produjo. Necesitaría otro empuje como aquél. Todo lo que me ha quedado es el agotador hábito de intentar traducir el aburrimiento de mi vida en palabras.
A mis espaldas, el viejo se agitó y resopló.
Me puse en pie y, bajo los ojos de George (y rodillas y manos y pie izquierdo y tetilla derecha), me dirigí a la salida. Las puertas se abrieron. Bajé a la acera.
El pavimento estaba cuarteado en torno a una boca de incendios medio inclinada. Me volví y contemplé alejarse el autobús.
Un hombre salió de un portal al extremo de la manzana. O una mujer. Fuera quien fuese iba desnudo. Creo.
Caminé en aquella dirección. La figura volvió a meterse en el portal. Pasé junto al roto escaparate de una floristería. Al principio me sorprendió todo el verdor en los pequeños estantes a un lado. Pero eran plantas de plástico: helechos, hojas, troncos. Tres grandes macetas en el centro sólo contenían tocones. Detrás, entre las sombras, junto al marco de aluminio de la puerta de cristal del armario refrigerador, algo grande, fétido y húmedo se movió. Sólo lo vi un segundo antes de apresurarme. Pero se me puso la carne de gallina.
La razón de que el conductor del autobús no hubiera querido seguir hasta más lejos era que Broadway adquiría adornadas barandillas de hierro forjado a ambos lados y se alzaba unos doce metros sobre la vía del tren que cruzaba por debajo, encajonada en un cañón de paredes de ladrillo. Unos pocos metros más adelante, un trozo de pavimento de unos cuatro metros se había derrumbado, como si un enorme diente de gigante le hubiera dado un mordisco. La barandilla estaba retorcida a ambos lados del hueco. Desde el borde, mirando hacia abajo, no pude ver dónde habían ido a parar los cascotes.
Más allá del paso elevado, a la izquierda, una oxidada tela metálica cercaba algunos árboles; por entre los árboles vi una extensión de agua manchada de ceniza. A la derecha, sobre una ladera manchada con algunas extensiones de hierba, estaba el monasterio.
Simplemente así.
Subí los escalones por entre las piedras beige. A medio camino, volví la vista hacia la carretera.
Volutas de humo se alzaban por entre los árboles y la cercada agua, para florecer y mezclarse con el cielo.
Alcancé la parte superior de los escalones con la más extraña de las sensaciones de alivio y anticipación. El sencillo viaje era la resolución que hasta entonces había creído suspendida. Una torre se alzaba detrás del cuerpo principal del edificio. Me metí las manos en los bolsillos, sintiendo que los músculos de mi pierna se movían mientras caminaba; un dedo se metió por un agujero. Pensando: Llegas a un monasterio a medio camino a través de un pequeño estanque redondo. Seguro. Relajé mi estómago (se había contraído con la ascensión) y caminé, respirando pesadamente, por las losas de piedra rojas y grises. Entre los polvorientos paneles, la masilla salpicaba las plomizas teselaciones. En el mismo momento en que decidí que el lugar estaba desierto, un hombre con túnica y capucha giró una esquina y miró.
Saqué las manos de los bolsillos.
Él dobló las suyas sobre su vientre y avanzó. Eran blancas y translúcidas. Las punteras blancas y negras de unas zapatillas de básquet muy viejas se asomaban alternativamente por la parte inferior de su túnica. Sus ojos eran grises. Su sonrisa parecía como la congelada sonrisa anfetamínica de la pálida azafata de unas líneas aéreas. Su capucha estaba lo suficientemente echada hacia atrás como para ver que su cráneo era blanco como la pasta de pan. Una ulceración, en su mayor parte oculta, como un mapa excéntrico, era visible bajo el borde de la capucha: húmeda, hinchada, con puntos púrpuras en la parte de dentro y amarillentos en el borde.
—¿Sí? —preguntó—. ¿En qué puedo ayudarle?
Sonreí y me encogí de hombros.
—Le vi llegar subiendo las escaleras y me pregunté si habría algo que pudiera hacer por usted, alguna cosa en particular que deseara ver.
—Sólo estaba echando un vistazo.
—La mayor parte de los terrenos están en la parte de atrás. En realidad no animamos a la gente a que merodee por aquí, a menos que sean residentes. Con franqueza, en estos momentos la propiedad no está en muy buenas condiciones. Precisamente ayer el Padre estuvo hablando en la comida de la mañana acerca de iniciar un proyecto para volver a poner las cosas en orden. Todo el mundo está encantado de tener un lugar al otro lado del lago Holland —hizo un gesto con la cabeza hacia el otro lado de la carretera—. Pero véalo por usted mismo.
Cuando aparté la vista de la degradación lacustre, él estaba echándose la capucha más hacia delante con un grueso pulgar y un cerúleo índice.
Contemplé los edificios. Hacía tanto tiempo que había estado intentando encontrar aquel lugar; pero una vez encontrado, la búsqueda parecía tan fácil. Había partido hacia un viaje…
—Disculpe —dijo.
… y vuelto.
—¿Es usted el Chico?
Sentí una cálida sensación en el estómago y un fuerte impulso de decir: No.
—Sí.
Su mandíbula y su sonrisa se crisparon en una risita sin sonido.
—Pensé que podía serlo. No sé por qué, pero lo pensé, y pareció una suposición razonable. Quiero decir que he visto fotos de… escorpiones, en el Times. Así que supe que era usted uno de ellos, aunque no tenía forma de saber cuál de ellos. Que era él… —y agitó la cabeza, el gesto de un hombre satisfecho—. Bien —cruzó las manos—. Nunca antes habíamos sido visitados por escorpiones, así que sólo supuse. —Su rostro sin una arruga se frunció—. ¿Está seguro de que no está buscando a nadie?
—¿A quién se puede buscar aquí?
—Mucha gente que viene asiduamente desea ver al Padre…, pero en estos momentos está en consulta con el señor Calkins, de modo que hoy no es posible…, a menos por supuesto que desee usted esperar, o volver en algún otro…
—¿Está aquí el señor Calkins? —En mi cabeza me hallaba a mitad de un diálogo imaginario que había empezado respondiendo a su primera pregunta con un: ¿El Chico? ¿Quién, yo? No…
—Sí.
—¿Puedo verle? —pregunté.
—Bueno, no sé…, como he dicho, está en consulta con el Padre.
—Él querrá verme —dije—. Es amigo mío.
—No sé si debo molestarles. —Su sonrisa fijó alguna emoción que no pude comprender hasta que habló—: Y creo que una de las razones por las que el señor Calkins vino aquí fue para mantener a algunos de sus amigos a una distancia más confortable. —Entonces rió. En voz alta.
—Nunca nos hemos visto personalmente —dije, y me pregunté por qué. (¿Para explicar que las razones personales que te hacen desear mantener a los amigos a distancia no tenían nada que ver con Calkins y conmigo? Pero no sonó así.) Lo dejé correr.
Sonó una campana.
—Oh, supongo —miró a la torre— que la hermana Ellen y el hermano Paul no lo han olvidado después de todo —y sonrió (¿a algún chiste personal?), mientras yo contemplaba un modelo del monasterio que ni siquiera me había dado cuenta de que me había formado: los tres edificios habitados únicamente por el Padre, Calkins, y ese hermano de ahí, disolverse y volver a formarse en: una comunidad de hermanos y hermanas, un pequeño jardín, cabras y pollos, maitines, completas, vísperas…
—Hey —dije.
Me miró.
—Vaya a decirle al señor Calkins que está aquí el Chico, y averigüe si desea verme. Si no, volveré en algún otro momento…, ahora que sé dónde está este lugar.
Se lo pensó, sin que pareciera gustarle mucho el asunto.
—Está bien, de acuerdo. —Se volvió.
—Hey.
Miró hacia atrás.
—¿Quién es usted?
—Randy…, esto, el hermano Randolf.
—De acuerdo.
Desapareció tras la esquina, con el eco de la campana.
Debajo de la tallada piedra angular, la arqueada puerta parecía como si (una mancha de óxido debajo del cerrojo del tamaño de un puño) no hubiera sido abierta en todo un año.
Y volví a pensar en mi viaje: había estado buscando demasiado tiempo aquel lugar; encontrarlo era algo que había realizado sin preocuparme siquiera por la meta. Durante unos minutos me pregunté si no podría conseguir de aquella misma forma todo lo demás en mi vida. Cuando finalmente elaboré una respuesta cuerda («No»), me eché a reír (en voz alta) y me sentí mejor.
—Ya han…
Me volví, apartando la vista de las miasmas del lago Holland.
—… terminado por esta tarde —dijo el hermano Randy desde la esquina—. Hablará con usted. El señor Calkins ha dicho que hablará unos momentos con usted. El Padre dice que está bien. —(Me dirigí hacia él, y él siguió diciendo)—: Venga conmigo. —Creo que estaba sorprendido de que las cosas hubieran ido de aquella manera. Yo también estaba sorprendido; pero a él, además, no le gustaba.
—Aquí. —Había una silla de jardín, de madera pintada de blanco, en un porche de piedra encolumnado que recorría todo un lado del edificio.
Me senté y le dediqué una sonrisa.
—Han terminado, ¿sabe? —ofreció—. Por esta tarde. Y el Padre dice que está bien que él hable con usted ahora, si no es demasiado rato.
Creo que deseaba sonreír.
Me pregunté si aquella cosa debajo de su capucha le dolía.
—Gracias —dije.
Se fue.
Contemplé la irregular hierba a mi alrededor, arriba y abajo del porche, la piedra beige; incrustada a mi lado en la pared había una reja de piedra con dibujos florales. Me levanté y miré desde cerca a su través. Otra reja, detrás de ella, estaba desplazada unos quince centímetros fuera de alineación, de modo que no podías ver el interior. Estaba pensando que probablemente servía para ventilación cuando mi rodilla (mientras me movía junto a las flores de piedra intentando ver) golpeó la silla, y sus patas rascaron ruidosamente contra el suelo.
—¿Perdón…?
Retrocedí unos centímetros.
—¿Hola? —dije, sorprendido.
—No me di cuenta de que estaba usted aquí…, hasta que le oí moverse.
—Oh. —Me aparté unos pasos de la reja—. Pensé que iba a salir usted ahí al porche… —(Rió)—. Bueno, supongo que así está bien. —Arrastré mi silla más cerca.
—Muy bien. Me alegra que considere esto aceptable. Es muy poco habitual que el Padre permita a alguien que busca la comprensión de la comunidad monástica, como él describe el proceso aquí, tener alguna relación con gente de fuera de estas paredes. Incluso la conversación con los miembros es limitada. Pero aunque llevo varios días aquí, no empiezo oficialmente mi curso de estudios hasta la puesta del sol de hoy. De modo que ha hecho una excepción.
Me senté en el brazo de la silla.
—Bueno —dije—, suponiendo que hoy se ponga…
Rió de nuevo.
—Sí. Supongo que sí.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —pregunté.
—Supongo que la mejor forma de describirlo es decir que estoy a punto de embarcarme en un curso espiritual de estudios. No estoy demasiado seguro de cuánto va a durar. Me ha pillado usted justo a tiempo. Oh…, debo advertírselo: puede que haga usted algunas preguntas que no me esté permitido responder. He recibido instrucciones del Padre de que, cuando me sean hechas, debo permanecer simplemente en silencio hasta que usted hable de nuevo.
—No se preocupe —dije—. No sondearé ninguno de los secretos de sus juegos devocionales aquí —deseando de alguna forma poder hacerlo.
Pero la voz dijo:
—No, no preguntas que tengan algo que ver con el monasterio.
Y (¿mientras él consideraba más explicaciones?), pensé en la torre estallando lentamente, arrojando mampostería en un confuso aire demasiado tenue para que los ladrillos y los cerrojos y la cuerda de la campana flotaran.
—No creo que haya nada respecto al monasterio que pueda usted preguntar y que no me esté permitido contestarle…, si conozco las respuestas. Pero parte del entrenamiento es una especie de autodisciplina: cualquier pregunta que hace destellar algunas reacciones internas en mí me hace pensar en ciertos pensamientos, sentir ciertos sentimientos, antes que lanzarme a alguna respuesta verbal que, informativa o no, es planteada principalmente para reprimir esos pensamientos y sentimientos. Se supone que debo experimentar completamente esas preguntas en la ansiedad del silencio.
—Oh —dije—. ¿Qué tipo de pensamientos y sentimientos? —Tras diez tranquilos segundos, me eché a reír—. Lo siento. Sospecho que es algo así como no pensar en el hipopótamo blanco cuando uno está cambiando el agua hirviendo en oro.
—Más bien.
—Suena interesante. Quizá lo intente algún día. —Y sentí casi lo mismo que la mañana que le dije a la Reverenda Amy que me dejaría caer por alguno de sus servicios—. Hey, gracias por la nota. Y gracias por la fiesta, también.
—Es yo quien debo dárselas. Si recibió mi carta, entonces no hace falta que siga disculpándome. Aunque no estoy sorprendido de encontrarle, no le esperaba exactamente en este momento. Me atrevería a preguntar si se lo pasó bien…, aunque quizá sea mejor dejarlo correr.
—Fue educativo. Pero no creo que tuviera demasiado que ver con el hecho de que usted no se presentara. Todos los escorpiones se lo pasaron estupendo…, traje a todo el nido.
—¡Me hubiera gustado estar allí!
—Todos acabaron borrachos. Las únicas personas que no se lo pasaron bien probablemente tampoco se lo merecían. ¿Recibió usted algún informe de sus amigos? —Por un momento pensé que había formulado una de las preguntas.
—Sí… Sí, los recibí. Y algunos de mis amigos son unos charlatanes extremadamente coloristas…, a veces me pregunto si no es por eso por lo que los elegí. Confío que no ocurriera nada que le haya distraído de lo que esté escribiendo en estos momentos. Fui completamente sincero acerca de todo lo que dije respecto a su próxima colección en mi carta.
—Sí.
—Después que algunos de mis amigos, mis espías, terminaran su relato de la velada, Thelma, ¿la recuerda?, me dijo prácticamente lo mismo que acaba de decir usted, casi palabra por palabra, respecto a que cualquiera que no se lo hubiera pasado bien simplemente no se lo merecía. Cuando lo dijo, sospeché que solamente estaba intentando hacerme sentir mejor por mi ausencia. Pero aquí está, corroborado por el invitado de honor. Mejor no preguntar más al respecto. No sabía que fuera usted amigo de Lanya.
—Es cierto —dije—. Ella le conocía.
—Una jovencita impresionante, tanto entonces como, aparentemente y por los informes, ahora. Como estaba diciendo, después de que mis espías terminaran su relato, decidí que usted es más aún el tipo de poeta que necesita Bellona de lo que creí al principio, en todos los aspectos…, excepto en lo referente a calidad literaria, que, como le expliqué en mi carta, no me siento capacitado, y pretendo seguir así, para juzgar.
—La forma más amable de decirlo, señor Calkins —dije—, es que simplemente no estoy interesado en lo que usted me propone. Nunca estuve interesado en ello. Creo que en su conjunto mis poemas no son más que un puñado de mierda. Pero…
—¿Es usted consciente —dijo, tras mi embarazado silencio— del hecho de que, precisamente porque siente así, es mucho más idóneo para su papel tal como yo le acabo de decir? Cada vez que rechaza usted otra entrevista para el Times, debemos informar de ello, como un ejemplo inspirador de su desinterés en la publicidad, en el propio Times. Así, su imagen se ve más propagada… Por supuesto, usted todavía no ha rechazado ninguna entrevista, hasta ahora. Y ha dicho: «Pero…» —Calkins hizo una pausa—. ¿«Pero» qué?
Me sentí realmente incómodo en el brazo de la silla.
—Pero… Tengo la sensación como si estuviera mintiendo de nuevo. —Bajé la vista hacia los pliegues de mi estómago, cruzado por las cadenas.
Si captó el «de nuevo», no lo demostró.
—¿Puede explicarme cómo?
La ventaja de transcribir tu propia conversación: Es la única posibilidad que tienes de ser inteligente. Esta conversación debió ser cinco veces más larga y diez veces más torpe. Dos frases que realmente destacaría, sin embargo, son las relativas a «… el claro conocimiento de la dirección que las veletas de mi alma pueden señalar…» y «… experimentarlos en la ansiedad del silencio…». Sólo que se me ocurre que «… las veletas de mi alma» era de él, mientras que «… la ansiedad del silencio…» era mía.
—Recuerdo… Recuerdo una mañana en el parque, antes incluso de conocer al señor Newboy, o incluso saber que nadie deseara alguna vez publicar algo escrito por mí, sentado bajo un árbol…, desnudo, con Lanya dormida a mi lado, y yo estaba escribiendo…, no, estaba copiando algo que había escrito antes. De pronto me vi asaltado por… ¿ilusiones de grandeza? Las fantasías eran tan intensas que ¡no podía respirar! Me dolía el estómago. ¡No podía… escribir! Lo cual es lo más importante. Esas fantasías eran todas en los términos de los que está usted hablando. Así que sé que las tengo… —Intenté imaginar por qué me había detenido. Cuando lo hice, inspiré profundamente—. No creo ser un poeta…, ya no, señor Calkins. No estoy seguro de haberlo sido nunca. Por un par de semanas, en una ocasión, puede que llegara cerca de ello. Si realmente lo fui, nunca lo sabré. Nadie podrá saberlo nunca. Pero una de las cosas que he perdido también, si alguna vez la tuve, es el claro conocimiento de la dirección que las veletas de mi alma pueden señalar. No sé… Simplemente estoy suponiendo que usted está interesado en esto debido a que en su carta mencionaba que mencionaba que deseaba otro libro.
—Mi interés —dijo fríamente— es político. Sólo quiero examinar ese pequeño lugar donde política y arte se nivelan Usted comete ese error tan común en los escritores: supone que publicar es la única actividad política que tengo. Es una de las más interesantes para mí; también es una de las más pequeñas. En consecuencia resulta perjudicada, y no hay nada que ninguno de los dos podamos hacer al respecto, con Bellona en la forma en que está. Luego, también, quizá yo cometa un error común para un político. Tiendo a ver todos sus problemas simplemente como un asunto de un pequeño Dichtung, un pequeño Warheit, con el énfasis en lo último. —Hizo una pausa, y medité sobre aquello. Pero siguió—: Usted dice que no está interesado en el entorno extraliterario de su trabajo…, supongo que se refiere a la vez a la aclamación, al prestigio, a la adoración al héroe y a sus inevitables distorsiones…, todas esas cosas, en efecto, que refuerzan el placer de la audiencia en el artista cuando se desea la obra en sí. Entonces lo que me dice usted es en realidad que ya no está interesado en la propia obra…, ¿de qué otra forma debo interpretar una información como la de que «ya no soy un poeta»? Dígame, y se lo pregunto porque yo soy un político y realmente no lo sé: ¿Puede un artista sentirse realmente interesado en su arte y no en todas esas otras cosas? Un político, y eso puedo jurarlo, no puede sentirse realmente (mejor decir: efectivamente) interesado en el bienestar de su comunidad sin desear al menos (lo consiga o no) la aclamación de esa comunidad. Muéstreme a uno que no la desee (lo consiga o no), y yo le mostraré a alguien capaz de matar a los judíos por su propio bien o capaz de conquistar Jerusalén y hacerla excavar para construir un depósito de agua sagrada.
—Los artistas pueden —dije—. Algunos emperadores muy buenos han sido los mecenas de algunos poetas muy buenos. Pero muchos más poetas parecen haber conseguido llevar adelante su arte sin el mecenazgo de ningún emperador, bueno, malo o de otra clase. De acuerdo: un poeta está interesado en todas esas cosas: aclamación, reputación, imagen. Pero en tanto que forman parte de la vida. Tiene que ser una persona que sepa lo que está haciendo de una forma muy profunda. Sentir interés por cómo funcionan es una cosa. Desearlas es otra…, el tipo de cosa que empañará cualquier auténtica comprensión de cómo funcionan. Sí, son interesantes. Pero no las deseo.
—¿Está usted mintiendo… «de nuevo», como usted mismo dijo? ¿Está eludiendo…, como he dicho yo?
—Estoy eludiendo —admití—. Pero…, también estoy escribiendo.
—¿De veras? ¡Qué sorpresa después de todo esto! He leído suficientes cosas horribles de hombres y mujeres que en una ocasión escribieron una obra digna de ser leída como para saber que el hábito de poner palabras una detrás de otra sobre un papel tiene que ser algo infernalmente tenaz… Pero está haciendo usted que me resulte muy difícil mantener mi prometida objetividad. Tiene que haberse dado cuenta, aunque sólo sea a través de mi eufuista periodicucho, que enarbolo todo tipo de teorías literarias…, un defecto que comparto con César, Carlomagno y Winston Churchill (sin mencionar a Nerón y a Enrique VIII). ¡Ahora quiero leer sus poemas por el claro deseo de ayudar! ¡Pero ése es exactamente el punto donde la política, tras convencerse de que sus motivos son puramente benévolos, debe mantener sus manos fuera, fuera, fuera! ¿Por qué está usted insatisfecho?
Me encogí de hombros, me di cuenta de que él no podía verme, y me pregunté cuánto de él me estaba perdiendo tras la piedra labrada.
—Lo que escribo —dije— no parece ser… cierto. Quiero decir que puedo modelar tan poco de ello. La vida es algo muy terrible en su mayor parte, con momentos de maravilla y belleza. La mayor parte de lo que la hace terrible, sin embargo, es simplemente que hay tanta, resonando estrepitosamente a través de los cinco sentidos. En mi altillo, a solas, en mitad de la noche, empieza a trompetear. Así que trabajo en recopilar lo suficiente de ella como para construir momentos de orden. —Enlacé mis dedos, que estaban fríos, y los crucé sobre mi estómago, que estaba caliente—. No dispongo de las suficientes herramientas. Soy un loco. No he tenido suficiente vida. Soy un loco en esta ciudad loca. Cuando el problema es tan complicado como una palabra dicha entre dos personas, ambas sospechando que la comprenden… Cuando te tocas el estómago con la mano e intentas determinar qué está sintiendo qué… Cuando tres personas apoyan sus manos sobre mi rodilla, cada una respirando a un ritmo distinto, el latir en la yema del pulgar de una mezclándose con el pulso en la arteria que bordea mi rótula, y uno de esos latidos es mío…, lo que en mí puede ordenar las cosas se agota ante todo eso.
—¿Está seguro de que simplemente no me está diciendo (¡Oh, desearía poder verle!), o evitando decirme, que la responsabilidad de ser un escorpión grande y malo está metiéndose en el camino de su trabajo?
—No —dije—. Más bien es lo opuesto. En el nido, he conseguido al fin: la gente suficiente para mantenerme caliente por la noche. Y puedo sentirme tan seguro como cualquiera en la ciudad. Los escorpiones que piensan en lo que he escrito se hallan simplemente deslumbrados por el objeto…, el libro que usted fue tan amable de poner en imprenta. Algunos incluso enrojecen cuando leen en él descripciones que corresponden a ellos. Eso deja lo que realmente ocurre entre la primera estrofa y la última enteramente para mí. Los escorpiones me aceptaron sin una lucha. Mi mente es un imán y ellos virutas de hierro en un campo que yo he construido… No, ellos son los imanes. Yo soy la viruta de hierro, ahora en una posición estable.
—¿Está usted demasiado satisfecho para escribir?
—Usted es un político —dije—; y simplemente no lo puede comprender.
—Al menos me está dando un poco más de apoyo en mi resolución de no leer su obra. Bueno, dice que aún está escribiendo. Independientemente de cualquier prefacio personal que pueda usted hacer, incluso éste, sigo estando interesado en su segundo libro, tanto como lo estuve en el primero.
—No sé si estoy dispuesto a perder el tiempo intentando hacérselo llegar.
—Si puedo conseguir que le sea robado, con la tinta aún húmeda, de debajo de la misma sombra de su pluma, supongo que eso es lo que voy a tener que hacer. Veamos, ¿tendremos que llegar a ello?
—Tengo otras cosas que hacer. —Por primera vez, me sentí realmente furioso ante su afectación.
—Hábleme de ellas —dijo, con una voz tan natural, pero siguiendo tan naturalmente a la socarronería, que mi furia se vio derrotada.
—Yo… quiero que me diga algo —indiqué.
—Si puedo.
—¿Es el Padre, aquí en el monasterio, un buen hombre? —pregunté.
—Sí. Es muy buen hombre.
—Pero para que pueda aceptar esto, entienda —dije—, tengo que saber que puedo aceptar su definición de bueno. Probablemente no sea la misma que la mía… ¡Ni siquiera sé si yo tengo una!
—De nuevo desearía poder verle. Su voz suena como si estuviera trastornado por algo. —(De lo cual no me había dado cuenta; no me sentía trastornado)—. No se me pasan por alto sus esfuerzos por mantener nuestra charla a un nivel de honestidad que podría considerar tedioso si no sintiera el respeto hacia la verdad de un hombre obligado a decir una gran cantidad de mentiras por las más recomendables de las razones. No estoy muy satisfecho conmigo mismo, Chico. En los últimos meses, una docena de situaciones separadas me han impulsado a darme cuenta de que, para ser un buen gobernador, aunque no sea absolutamente necesario ser un buen hombre, sí es de una ayuda inestimable. Bellona es una ciudad excéntrica que fomenta actitudes excéntricas. Pero la razón de que yo esté aquí, entre todos los lugares excéntricos de este lugar absolutamente excéntrico, es porque realmente deseo…
Polvo, o algo, sopló dentro de mi boca, descendió por mi garganta; carraspeé, pensando: ¡Cristo, espero qué no decida que mi voz se quiebra por la emoción!
—… remediar un poco esa insatisfacción. Si no es un buen hombre, lo que sí es el Padre es un hombre generoso. Me permite quedarme aquí… Por supuesto, siempre hay una extraña relación entre el jefe del estado y el jefe de la religión aprobada por el estado. Después de todo, yo le ayudé a instalar este lugar. Del mismo modo que ayudé a instalar Teddy’s. Por supuesto, en este caso, el trabajo mayor, y el más fácil, dada mi posición con el Times, fue asegurarme de que no hubiera publicidad. En su actual estado de ánimo, probablemente apreciará usted eso. Pero no, mi relación con el Padre no es la de simple ciudadano a sacerdote. Por mi parte, en cualquier caso, es engañosa, fraguada por la duda. Si no dudara, no estaría ahora aquí. Temo que la política trabaje a través de lo espiritual como la podredumbre. El buen gobernador, al menos, desea ser la mejor podredumbre posible.
—¿Es un buen hombre el Padre? —pregunté de nuevo, e intenté no sonar en absoluto como si estuviera trastornado. (¿Quizá una acción defensiva?)
—¿Se le ha ocurrido a usted, mi joven Diógenes, que, si pule la chimenea de su propia lámpara, es un poco más probable que descubra este misterioso y milagroso Otro que está buscando? ¿Por qué le preocupa tanto esto?
—Porque puedo vivir aquí, en Bellona —dije.
—¿Teme usted que por la voluntad de un buen hombre la ciudad resulte destruida? Será mejor que vuelva a mirar al otro lado de las vías del tren, muchacho. El Apocalipsis ha venido y se ha ido. Simplemente estamos cavando en las cenizas. Ése ya no es nuestro problema. Si usted deseara irse, hubiera pensado en ello hace ya mucho tiempo. Oh, es usted muy orgulloso…, y yo también lo soy a veces. Bueno, como cabeza de la religión del estado, el Padre hace un muy buen trabajo; lo suficientemente bueno como para que aquellos que no lo hacen enteramente bien puedan hacerlo un poco mejor sin preguntar…, especialmente si eso es todo lo que pueden conseguir.
—¿Qué piensa usted de la religión del pueblo? —quise saber.
—¿Qué quiere decir?
—Ya sabe. La iglesia de la Reverenda Amy; George, June; todo ese asunto.
—¿Hay alguien que se lo tome en serio?
—Para un gobernador —dije—, está usted muy fuera de contacto con la gente, ¿no? Ha visto las cosas que se han mostrado en el cielo. Hay pósters de George por toda la ciudad. Usted publicó la entrevista, y las fotos que hicieron de ellos dioses.
—He visto algo de ello, por supuesto. Pero me temo que todo ese misticismo negro y ese homoerotismo no sea algo que personalmente halle muy atractivo. Y por supuesto, no me parece una base particularmente apetitosa para la adoración. ¿Es la Reverenda Amy una buena mujer? ¿Es George un buen… dios?
—No estoy tan interesado en la religión de nadie —le dije—. Pero si desea suscitar usted la cuestión de la finalidad de la iglesia respecto a la gente que hace cosas buenas: Cuando yo estaba terriblemente hambriento, ella me dio de comer. Pero cuando estuve herido y sediento, alguien en la puerta de usted me dijo que no podía darme un vaso de agua.
—Sí. Fui informado de ese lamentable incidente. Las cosas no le fueron bien ahí, ¿verdad? Pero sin embargo, cuando usted estaba inédito, yo le publiqué.
—De acuerdo. —Mi risa fue demasiado seca—. Usted lo ha dicho todo, señor Calkins. Seguro, es su ciudad. Hey, ¿recuerda el artículo sobre mí salvando a los chicos del fuego la noche de la fiesta? Bueno, pues no fui yo. Fue George. Él también estaba allí. Pero estaba metido en el edificio, buscando por entre el fuego, viendo si alguien necesitaba ayuda. Yo simplemente vagaba por ahí; y la única razón de que me quedara fue porque él me dijo que los que habían salido con él de Teddy’s se habían asustado como gallinas y se habían marchado a escape. Yo fui el primero que oyó llorar a los niños, pero fue George quien se metió en el edificio y sacó a los cinco con vida. Luego, cuando su periodista habló con él, George le hizo creer que había sido yo, porque él no deseaba la aclamación, el prestigio y la adoración del héroe. Lo cual, en el estado de ánimo en que me hallo ahora, apruebo completamente. ¿Es George un mal hombre?
—Creo —la voz era seca— que en lo que preguntó usted originalmente iba implícita la distinción necesaria entre aquellos que hacen el bien y aquellos que son buenos.
—Seguro —dije—. Pero en lo que usted dijo había explícito algo respecto a hacer todo el bien que uno pueda. Puedo confiar en George si lo necesito. Es lo suficientemente genial como para ser un dios, con algunos espléndidos fallos humanos como una historia de lujuria.
—Creo que aún sigo siendo lo suficientemente judeocristiano como para sentirme incómodo con los demiurgos expresamente humanos.
—En la religión aprobada del estado, el gobernador es el representante nombrado por Dios sobre la Tierra, si recuerdo bien. ¿No es eso, cuando todo se ha dicho y hecho, lo que hace la relación entre el jefe del estado y el jefe de la iglesia tan delicada como acaba de decirme que es? Es usted tan dios como George, menos algunos portentos celestes y, por supuesto, sólo estoy suponiendo, unos cinco centímetros de pene.
—Supongo que una finalidad válida de los poetas es llevar la blasfemia a los escalones del altar. Hubiera deseado que no se sintiera usted obligado a hacerlo hoy. De todos modos, lo aprecio como una necesidad política, si no religiosa.
—Señor Calkins —dije—, la mayoría de sus súbditos no están seguros de si este lugar existe o no en la realidad. No estoy presentando una protesta largamente meditada. No estaba seguro de que hubiera un Padre hasta hoy. Sólo estaba preguntando…
—¿Qué está preguntando, joven?
Lo que estaba intentando decir se vio cortado de cuajo al comprender su auténtica zozobra.
—Hum… —Intenté pensar en algo brillante, y no pude—. ¿Es el Padre un buen hombre?
Cuando no respondió, y empecé a sospechar/recordar por qué, sentí deseos de reír. Decidido a irme en silencio, abandoné el brazo de la silla. Tres pasos, sin embargo, y mi burbujeo se convirtió en una risita a plena garganta que amenazaba con estallar en torrentes. Si Calkins hubiera podido verme, hubiera hecho llamear todas mis luces.
El hermano Randy, con la túnica agitándose sobre sus zapatillas, apareció por la esquina.
—¿Ya se va? —Seguía exhibiendo su mueca de metadrina.
—U-hum.
Se dio la vuelta para caminar a mi lado. La brisa que apenas había sido un soplo en mi oído izquierdo se afirmó ahora lo suficiente como para azotar mi chaqueta contra mis costados; arrancó la capucha de Randy de su cabeza. Contemplé la solitaria Australia en el Pacífico Sur de su cráneo. No era tan grande como había imaginado por su borde. Me vio mirar; así que pregunté:
—¿Le duele?
—A veces. Creo que el polvo y todo lo que hay en el aire la irritan. Ahora está un poco mejor de lo que solía estar. Antes bajaba junto a la oreja y descendía por el cuello…, cuando llegué aquí. El Padre sugirió que me afeitara la cabeza; evidentemente, eso le ha dado la oportunidad de curarse. —Llegamos a los escalones—. El Padre sabe un montón sobre medicina. Me hizo poner una sustancia en ella, y parece que se está curando. Durante un tiempo pensé que tal vez fuera un doctor o algo así, pero le pregunté…
Asentí en su pausa, y empezamos a bajar. Hubiera jurado que iba a decir algo, y en el momento que empezó a hablar de nuevo tuve visiones auditivas del interminable arrebato.
—… y dijo que no lo era.
Llegamos abajo.
—Adiós. —Agitó su enorme y translúcida mano.
No dijimos todas esas cosas exactamente de esa forma; pero de eso fue de lo que hablamos. Releyéndolo, me devuelve su realidad ¿Lo haría también a él? ¿O he dejado fuera |os emblemas particulares, personales, por los cuales él podría recordar y reconocer?
Durante todo el camino a través del roto paso elevado intenté reunir todo lo que había conseguido del hombre detrás de la pared (mis luces llameando a través de dos floridas rejas de piedra, una red de luz en torno a su cuerpo); incluso me pregunté qué habría sentido él durante nuestra conversación. Lo único que quedó claro cuando todas mis especulaciones cayeron fue que sentía una gran urgencia por escribir. (¿Han experimentado alguna vez ese desasosiego…, como dicen en las contraportadas de las revistas? Seguro.) Pero sentado aquí, en una mesa de atrás en Teddy’s, esta noche, mientras Bunny ejecuta su número ante una clientela no tan abundante como de costumbre (le pregunté a Pimienta si quería venir conmigo, pero realmente siente escrúpulos en acercarse por aquí, de modo que me traje mi bloc de notas como compañía), veo que todo lo que ha producido es esta transcripción…, y no es lo que deseaba hacer. (Bunny vive en un mundo peligroso; desea un buen hombre. Lo que ha conseguido es Pimienta…, no, una imagen que Pimienta, en sus mejores momentos [cuando puede sonreír], consiente en entregarle, pero normalmente está demasiado cansado o avergonzado para hacerlo. ¿Soy yo quien debo decirle eso, relatándole mi blasfemia en los escalones del altar, compartiendo con ella mi viaje del mediodía? Desearía disfrutar un poco más de su baile.) Esto no es un poema. Es un pobre relato de algo que ha ocurrido en el Año de Nuestro Señor oh sería tan agradable escribirlo, día, mes y año. Pero no puedo.
Si Dólar no deja de importunar a Jetadecobre, entonces Jetadecobre acabará matándolo. Si Dólar deja de importunar a Jetadecobre, entonces Jetadecobre acabará dejándolo tranquilo. Si Jetadecobre mata a Dólar, entonces es que Dólar no habrá dejado de importunar a Jetadecobre. Si Jetadecobre deja tranquilo a Dólar, entonces es que Dólar habrá dejado de importunar a Jetadecobre. ¿Qué de lo de arriba es cierto? Lo que tiene menos palabras, por supuesto. Pero ésta es una lógica falsa. ¿Por qué? Tres veces bendecido es el Señor de las Divinas Palabras, el Dios de los Ladrones, el Dueño del Submundo, personaje de dos sexos, de naturaleza doble, y sin embargo uno a través de toda difracción.
el codo contra su barbilla.
—¡Hey…! —dijo John, y retrocedió, las manos alzadas, las palmas hacia fuera.
El sonido que emitió ella fue algo que jamás había oído de nadie. Pateó su pierna, le alcanzó debajo de la rodilla. Él sujetó su brazo de nuevo, pero ya no estaba allí, de modo que volvió a retroceder.
Y tropezó con una raíz, cayendo directamente contra el tronco. Lo cual le puso realmente furioso: se lanzó de nuevo contra ella.
Ella saltó. Directamente hacia arriba. El puño de él aterrizó sobre el brazo de ella. Ella bajó arañando su cuello. La camisa se rasgó.
La golpeó, duramente. Pero no importaba; pensé que ella iba a arrancarle la garganta de un mordisco. Mordió algo. Él silbó:
—¡Mierda…!
Denny sujetó mi brazo.
—Hey, ¿no vas a detenerla…?
—No —dije. Estaba mortalmente asustado.
John intentó darle un puñetazo en el estómago.
Los dos se retorcieron, fallando.
Milly seguía dando vueltas en torno a ellos, y Jommy empezó a decir:
—Hey, que alguien… —y entonces nos miró al resto de nosotros, y simplemente tragó saliva.
John empujó la cara de ella hacia atrás. Ella agarró su brazo y tiró. Con todas sus fuerzas. El codo de él golpeó el árbol. Chilló, y la golpeó con la mano plana en la barbilla.
—¡JODIDO…! —gritó ella, tan fuerte que todos supieron que debía haberle dolido en la garganta—. ¡JODIDO…!
Su puño derecho descendió desde la altura de su oreja y golpeó el rostro del hombre. Como un eco, su cabeza crujió contra el tronco.
—¡Hey! Para… Para ya… —Entonces supongo que realmente intenté interrumpir la pelea. Él gritó, agarró la muñeca de ella…
Ella tenía el color rojo de la carne viva desde el cuello hacia arriba; lanzó su puño hacia delante, retorció los dedos; luego se agarró un puño con el otro y los lanzó contra el cuello de él.
—Jesús… —dijo Jommy, me di cuenta que dirigiéndose a mí—. Está loca… —Pero retrocedió ante la mirada que le lancé.
John intentó agarrarla con una especie de abrazo de oso. Pateó contra ella, y los dos rodaron al suelo, él encima. Todo el mundo retrocedió como una sola persona.
Golpeando ciegamente, ella se alzó a medias, con un puñado de hierba en la mano. Luego hubo hierba en el pelo de él, y chilló de nuevo.
Su oreja sangraba. Pero no supe lo que ella había hecho.
—¡Hey, mirad! —dijo Milly, fuerte y trastornada—. ¿Por qué alguien no…? —Entonces se le ocurrió que si alguien podía hacer algo, tenía que ser ella.
Avanzó.
La sujeté por el hombro, y ella miró secamente a su alrededor.
—Es una pelea justa —dije.
Él la golpeó tres veces, muy duro, una tras otra:
—Estúpida. Puta. Estúpida… —Pero ella, de algún modo, se liberó. Y retrocedió. Se lanzó de nuevo con los dos puños contra el rostro de él, uno apuntando a su oreja, y golpeando el suelo, y volviendo a alzarse para golpear de nuevo, ensangrentado. Cuando le alcanzó de nuevo —ahora él simplemente estaba intentando cubrirse el rostro—, vi que se lo había despellejado de mala manera.
Cuando lo golpeó por sexta vez —una de sus rodillas estaba clavada en su estómago—, pensé que quizá debiera detenerla. Pensé en Dólar. Pensé en Pesadilla y en Dragón Lady. Pero no estaba tan asustado como lo había estado al principio, cuando pensé que su estremecida rabia iba a hacerla estallar.
La boca de Denny estaba abierta. Soltó mi brazo.
Ella se puso en pie, estuvo casi a punto de caer.
—¡Jodida mierda! —dijo. Sonó como si su mandíbula chasqueara entre cada sílaba. Le pateó la cabeza. Dos veces.
—Hey, oh, vamos… —dijo uno de los otros, y avanzó hacia ella. Pero no la tocó.
Pensando: Quizá una zapatilla de tenis no sea tan dura como eso.
Seguro.
Se volvió y avanzó, ciegamente, hacia mí.
Mientras Denny retrocedía tambaleante, ella se detuvo, miró por encima de su hombro y gritó:
—¡Eres una jodida mierda! —y siguió avanzando. Su rostro estaba hinchado de un lado.
Dos de los muchachos se arrodillaron al lado de John. Milly flotó tras ellos como si aún no hubiera conseguido recuperarse.
—¡Oh, huau! —dijo Denny—. ¡Realmente has dejado al bastardo hecho papilla!
—¡La jodida mierda! —susurró ella, secándose el rostro y haciendo una mueca—. La jodida… —Tenía un ojo lleno de lágrimas. Echó a andar. Caminamos junto a ella.
—Parece que él también ha acertado un par —dijo Denny.
—Pero ella está andando por su propio pie —dije yo.
—Hey, lo has hecho mejor que Cristal lo hizo con Dólar —dijo Denny.
—Yo tenía… —Ella contuvo el aliento—. Supongo que yo tenía más razón. —Se frotó el hombro con la palma de la mano, los dedos muy abiertos y tensos. Y dejó sangre en la manga. No creo que supiera todavía que estaba sangrando.
—Hey, Lanya —dijo Jack. Frank estaba de pie detrás de su hombro.
Ella se detuvo y miró.
Tragó saliva, y me pregunté si recordaba quién era él. Probablemente yo estaba proyectando.
—Gracias —dijo Jack.
Ella asintió, tragó saliva una vez más, y siguió andando.
—¿Qué ocurre? —preguntó Denny unos veinte metros más tarde—. ¿Te duele el ojo?
Ella agitó la cabeza.
—Es sólo que… —Sonaba realmente alterada—. Bien, las chicas educadas de Sarah Lawrence no suelen pegar así a… —y jadeó de nuevo.
Puse mi brazo en torno a su hombro. Encajó en él como siempre. Sólo que no ajustó su paso al mío. Así que ajusté el mío al suyo.
—¿Hubieras querido que te echara una mano ahí?
—¡Os hubiera arrancado los cojones! —dijo ella—. Hubiera… No sé lo que hubiera hecho…
Apreté su hombro.
—Sólo preguntaba, querida.
Ella se tocó de nuevo la mandíbula, suavemente, dándose cuenta de que le dolía. Dejó una huella de sangre.
—La escuela era cosa mía. No vuestra. No teníais nada que hacer con ello. Ni siquiera os gustaba Paul… ¡Oh, la jodida mierda…! —y dejó de andar.
—Te ayudé con la clase un par de veces —dijo Denny—. ¿Acaso no lo hice? —y miró hacia atrás, a los otros.
—Seguro —dijo Lanya. Apoyó una mano en el hombro de él. Luego hizo una mueca y la bajó para frotarse la pierna. Siguió andando, sin cojear.
—Todavía no comprendo por qué te lanzaste contra él —dije.
—¡Oh, que te jodan! —Se apartó de mí—. No comprendes un montón de cosas. Acerca de mí.
—De acuerdo —dije—. Lo siento.
—Yo también —dijo ella, roncamente. Pero cuando me puse de nuevo a su lado, pasó un brazo alrededor de mi hombro. Y ajustó su paso.
—Hey —dijo Denny—. ¿Quieres estar sola por un rato?
—Ajá —dijo ella—. Eso es lo que quiero.
Caminó con nosotros hasta la entrada del parque, de modo que imaginé que iba a volver con nosotros al nido. Pero junto a los leones dijo:
—Os veré luego —y simplemente se alejó.
—Hey… —llamé.
—Quiere estar sola —dijo Denny.
Seguía sintiéndome extraño.
Ella volvió al nido aquella noche a última hora, cuando estábamos desde hacía ya una hora en la cama (yo medio borracho). La oí quitarse vagamente la ropa, luego trepar por el poste.
Se arrastró encima mío, me sacudió por el hombro y, a caballo sobre mi pecho, bajó la cabeza y me miró con ojos llameantes, oscilando como si fuera a desgarrarme algo con los dientes. Alargué la mano entre sus piernas y empujé dos dedos a través de su vello, entre las granuladas paredes; estaban mojadas.
Apoyó las dos manos sobre mi pecho, con los brazos empujando sus pechos el uno contra el otro, y gruñó.
Denny, en la esquina, se dio la vuelta, alzó la cabeza y dijo:
—¿Eh…?
—¡Tú también! —dijo ella—. ¡Ven aquí!
Jamás antes había sido jodido de aquel modo —pese al ojo hinchado y la pierna dolorida— por nadie. (Ella dijo que había pasado la tarde y la primera parte de la noche con Madame Brown, simplemente hablando. «¿Nunca has jodido con ella?», quiso saber Denny.) En plena efervescencia, Jetadecobre asomó la cabeza por encima del borde del altillo y preguntó:
—¿Qué estáis haciendo ahí arriba, chicos? ¡Vais a derribar el altillo!
—Lárgate de aquí —dijo Denny—. Ya tuviste tu oportunidad.
Jetadecobre sonrió y se fue.
Esta tarde caminé por las calles con Pesadilla, escuchando sus reminiscencias de Dragón Lady.
—Hombre, acostumbrábamos a hacer algunas cosas más bien sorprendentes, todo el tiempo, en cualquier momento, en cualquier lugar, en medio mismo de la jodida calle, hombre, te lo juro. —Caminamos; él señalaba portales, calles, una camioneta aparcada sobre sus ejes—. Una vez con ella sentada encima del taxi y yo de pie en la jodida acera, una mano a cada lado de la portezuela y mi cabeza justo ahí dentro, comiéndome todo aquel negro coño…, con Baby y Adam por algún lado allí en la calle…, luego la jodí en el asiento de atrás, sobre la tapicería. ¡Oh, mierda! —Y cuando, en el parque, ella le había empujado contra la pared y se la había soplado; cuando le hacía ir caminando por el centro de la calle con los genitales fuera de la bragueta—, con ella sentada en el bordillo y haciendo cosas con la boca, hombre, antes de que yo llegara allí, ¡de modo que tenía toda mi erección ahí en medio! —Habla de esas celebraciones como si fuesen rituales religiosos recientemente prohibidos. Cuarenta minutos de eso, antes de que se me ocurra lo solitario que estamos no sólo Pesadilla, sino todos los demás aquí. ¿Cómo puedo discutir la mecánica de Lanya y Denny con alguien? Ni siquiera tengo el consuelo de la desaprobación pública. Probablemente él no haya hablado nunca antes de eso con nadie. En los escalones de mármol del edificio del Second City Bank (me dice), él la hizo quitarse todas sus ropas—, simplemente como Baby, hombre. Quiero decir que la gente podía pasar por la calle viéndola completamente desnuda allí, y eso no significaba nada —y orinar, mientras él permanecía detrás de ella, un brazo sobre su hombro, recibiendo su orina en su palma—. Y una vez me hizo tenderme de espaldas, ¿sabes?, en medio del pavimento —el incidente ilustrado con muchos gestos y agitar de la cabeza, como si buscara sus recuerdos en medio de la seca bruma—, desnudo, hombre, y ella simplemente empezó a dar vueltas y vueltas y más vueltas alrededor mío, ¡una gran mujer! —(Repite esto un montón de veces, como si su girar en torno a él definiera algún límite terriblemente necesario en su loco terreno)—… me hizo chupárselo durante una media hora, lo juro, exactamente —mira a su alrededor, sorprendido— allí, hombre. ¡Exactamente allí! Estaba empezando a amanecer, y apenas podías verla… —Mientras mi atención derivaba alejándose de su relato, pensé en todos los clichés habituales entre los no violentos acerca de cómo actuar entre la gente violenta: Álzate ante el primer desafío o serás etiquetado como un cobarde por todo el resto de tu estancia; una voluntad de luchar te gana el respeto del grupo; una vez lo hayas apaleado, el pendenciero se convertirá en amigo tuyo. ¡Alguien que viniera al nido con esas proposiciones como elementos básicos funcionales terminaría muerto! (Pensando: ¿Frank?) Los hombros de Pesadilla se agitaban. Sus puños, muñecas rodeadas de piel, oscilaban. Contó roncamente—: Ella acostumbraba a cogerme cuando estaba borracho y me la chupaba hasta la última gota, mi culo apretado contra cualquier fría, fría, jodida pared, con los pantalones bajados hasta mis jodidas rodillas, y ella intentando meterme dos dedos por el culo…, no recuerdo cómo llegó a imaginar que a mí me gusta eso. —De pronto alzó la vista, con el ceño fruncido—. ¿Crees que estuve bien?
—¿Eh?
—Cuando tuvimos esa fiesta allá en el nido. —Su carnosa mano volvió a las recientes cicatrices que descendían por su brazo—. ¿Crees que lo hice bien?
—Dragón Lady es su propia mujer —dije.
—¿Qué hubieras hecho tú si alguien se hubiera lanzado contra ti de aquella manera? —preguntó.
—Creo —dije— que le hubiera arrancado la cabeza. O le hubiera dejado el brazo inútil por un par de semanas… Bueno, los dos demostrasteis una gran contención.
—Oh. —Su mano, hecha un nudo, descendió por su pecho hasta engarfiarse en su cintura, pensativa.
—Pero nadie me ha empujado nunca hasta ahí —dije—. Al menos Dragón Lady todavía no lo ha hecho. Así que aún sigo en buenos términos con los dos.
—Sí —dijo Pesadilla—. Seguro. Entiendo. Pero nadie te empujaría nunca a ti de este modo. Todos piensan que eres demasiado listo. Piensan que pueden hablar contigo. Quizá sea por eso por lo que te entregué el nido, ¿sabes?
Aquello me sorprendió.
—Sí —prosiguió—; como decía: ya es hora de que me libere de esta jodida, maldita excusa y…
Detrás de su voz, voces de niños: estábamos pasando junto a las ventanas con cortinas de la escuela de Lanya. Pesadilla miró. La puerta estaba entreabierta a la oscuridad; risas, gritos juveniles y charloteos…
Subí a la acera encima de la rejilla de la alcantarilla. Pesadilla me siguió. Miré atrás: la gruesa piel de su frente estaba fruncida siguiendo el movimiento de sus párpados; sus labios se alzaban y bajaban sobre los dientes enteros (y uno roto).
Crucé la puerta.
Sobre la mesa, encima de las vacías sillas, las bobinas resplandecían y giraban en la grabadora. Miramos durante unos instantes, esperando. A mi lado, Pesadilla se masajeaba el hombro lastimado, escuchando el ruido grabado en la habitación vacía. Cicatrices, cadenas y oficio, algunas cosas desechadas, otras recién adquiridas, hábitos sin correlativos, todo metido en el gran saco que era él, como si sus logros y pérdidas completaran un diseño cartografiado en la disposición de las calles que nos rodeaban. Pensando: puede que nunca vuelva a ver a este hombre después de hoy, si todo
propios ojos, porque en algún lugar en esta ciudad hay un personaje al que llaman: El Chico. Edad: ambigua. Origen racial: lo mismo. Verdadero nombre: desconocido. Vive entre un grupo (cuya pretendida maldad es sólo superada por su visible ociosidad) sobre los que detenta una dudosa autoridad. Se llaman a sí mismos escorpiones. Es el supuesto autor de un libro que ha sido ampliamente distribuido por toda la ciudad. Puesto que es el único libro en la ciudad, el hecho de que haya sido la obra más comentada de toda la temporada es una dudosa distinción. Eso y la intrigante situación del autor tienden a hacer ambigua una afirmación precisa de su valía. Lo admito: estoy intrigado.
Hoy he atajado por la manzana donde he oído que los escorpiones tenían su nido. «¿En qué tipo de calle viven?» En la gramática de otra ciudad, la frase contendría la implicación: ¿En qué tipo de calle se ven más o menos obligados a vivir por la sociedad, dado su status de semi fuera de la ley, sus atroces actitudes y atuendos y la economía de su posición asocial? En Bellona, sin embargo, las mismas palabras implican una compleja libertad, una elección desde una choza hasta una mansión…, compleja porque cada choza y cada mansión sostienen a través de esa elección algún remanente de nuestra inexpresable catástrofe: en cualquier casa aquí el traslado de habitación a habitación es un viaje desde un lugar donde las lunas gemelas han arrojado dobles sombras por encima del alféizar de las ventanas a los suelos a un lugar donde en otro momento, debido a que el sol ha crecido de una forma tan inmensa, no hay ninguna sombra en absoluto. Aquí hablamos otro lenguaje. ¿Es la auténtica importancia de este panfleto que he estado hojeando durante toda la mañana el hecho de que, al contrario que el periódico, es lo único en la ciudad escrito en este lenguaje? Si es lo único, entonces debe ser por defecto lo mejor. Cualquiera sensible al lenguaje, viviendo en esta mezcolanza/miasma, debe aplaudirlo. ¿Hay alguna línea en él, sin embargo, que sea comprensible fuera de los límites de la ciudad?
Esto me ha quedado de mi última conversación con Tak sobre Calkins en la fiesta:
—La otra noche tuve el más extraño de los sueños, Chico. No es que me importe mucho lo que significa…, interpreto los sueños de otras personas y simplemente intento disfrutar de los míos. De todos modos, tenía a ese muchachito negro, unos trece o catorce años, allá en mi casa… ¿Bobby? Creo que tú estabas echando un sueño cuando llegó conmigo En el sueño, él estaba simplemente de pie ahí con una camiseta, y con media erección. (¡Una media erección de y Bobby te obliga a salir de ahí!) De pronto alcé la vista, y George estaba avanzando por el tejado hacia la puerta, como si viniera a hacerme una visita. Cuando entró, nos vio. Todos sus pósters en la pared, creo, aunque no estoy seguro, nos estaban mirando también. Y él tenía esa especie de expresión burlona que decía: «Así que vas detrás de eso.» Y me sentí muy culpable. Oh, lo más importante de todo ello es que en el sueño Bobby y yo no estábamos practicando nada sexual. Él quería mostrarme algo que tenía en el pene, alguna especie de ulceración o algo así. Y yo me sentí repentinamente incómodo, como si hubiera sido descubierto haciendo algo que no debía hacer. Quiero decir que dada mi elección de los tipos, tipos y no individuos, más bien tengo a un granjero de Georgia cada día. No es que pateara a Bobby fuera de la cama. Pero fue un extraño sueño.
Mi primera reacción fue que Tak, que siempre había parecido un hombre más bien grande, se volvió mucho más pequeño. Más tarde me di cuenta de que el hombre grande simplemente contenía muchos componentes, entre ellos el pequeño.
Había cinco sentados en los escalones. Otros dos estaban reclinados contra el destartalado coche junto al bordillo. ¿Por qué me sorprende que la mayoría de ellos sean negros? ¡Los niños-flor, cuyos ligeramente demoníacos herederos son ésos, eran tan enfáticamente rubios, y los ocasionalmente más oscuros entre ellos una señal tan enfática de tolerancia! No eran hoscos. Había tres chicas en el grupo, una de ellas, una exuberante muchacha negra, enorme mente preñada. Llevaban cadenas, algunos tantas como quince tiras algunos tan pocas como dos. Estaban sucios y eran gregarios Sonreían Y hablaban una especie de suave cháchara entre ellos. Botas, chaquetas de cuero —sin camisa— cadenas les hacían parecer como los miembros de algún club campestre de motoristas. Un chico alto, delgado, negro, sobre el escalón superior, tenía un garrafón de vino entre los talones de sus botas, que pasaba periódicamente por toda la ronda hasta el bordillo y de regreso. El chico blanco sin chaqueta y la cicatriz en el estómago era el único que secaba el gollete…, con una mano tan mugrienta que la otra chica de color, alta y corpulenta, se negó a beber después de él. Los otros rieron como si su rechazo contuviera algo más de lo que era evidente. No me miraron cuando pasé por el otro lado de la calle. Se rumorea que esos hombres y mujeres pueden transformarse en la oscuridad en toda una galería de bestias luminosas; que poseen armas para convertir un puño en un instrumento cinco veces cortante. Me pregunto si alguno de los que vi allí sería el Chico…
Todavía no se ha hecho de día (¿se hará alguna vez?) Acabo de regresar de correr por tercera y espero que última vez al Emboriky’s. Ni siquiera deseo escribir sobre ello. Pero, como siempre, lo hago. (Al menos, dijo él, y podían oírse claramente las mayúsculas, No Nos Molestarán De Nuevo. Y el extrañamente reflexivo comentario de Tarzán [¿haciendo eco a algo que me había oído a mí?]: «Es más fácil aquí que en ningún otro lugar.») Cuervo, Sacerdote, Tarzán y Jack el Destripador no habían dejado de decirme: «¡Hombre, no lleves a Pimienta contigo!»
—Todo el mundo puede ir a donde quiera ir —dije. Pero cuando fuimos, sin embargo, Pimienta no estaba por los alrededores. Dragón Lady nos aguardaba frente a lo de Trece; Baby, a pelo como de costumbre, granujiento y hosco, permanecía de pie en el portal en sombras. Con los brazos colgando entre sus cadenas, Adam estaba sentado en el bordillo, gruñendo melancólicamente. Catedral, Revelación y Bola de Fuego habían traído las latas de
También me pregunto si escribir acerca de mí mismo en tercera persona es realmente la forma adecuada de perder o hacerme con un nombre. Mi vida aquí se parece más y más a un libro cuyos primeros capítulos, incluso cuyo título, sugieren misterios que serán resueltos solamente al final. Pero a medida que uno lee, se siente más y más suspicaz acerca de si el autor ha perdido el hilo de su argumento, y sospecha que las preguntas nunca serán respondidas, o, más inquietante, que la posición de los personajes habrá cambiado de tal modo que las respuestas a las preguntas iniciales se habrán convertido en triviales. (Esto es Troya, Sodoma, Abel Quyuk, la Ciudad de la Terrible
un océano de humo y anochecer. Intenté olerlo, pero mi olfato estaba abotagado o aclimatado. Los leones bostezaban en la imprecisión. Nos acercamos a la neblinosa perla de una farola que aún funcionaba, y su rostro pareció crisparse. Se detuvo, turquesa desde el dobladillo hasta por encima de las rodillas, estallando hasta la cintura escarlata.
—¿Debemos…? ¡Oh, Chico! ¡Sabes lo que dijeron!
Esta mañana desperté en el oscuro altillo. Oí un puñado de coches antes de rodar hasta la ventana y apartar la persiana. La luz del sol se abrió como un abanico sobre las mantas. Bajé por el poste con las muescas, me vestí y salí fuera. El aire era lo suficientemente frío como para poder ver tu aliento. El cielo, azul como un lago, mostraba el algodón de unas nubes hacia el sur; el norte estaba tan claro como el agua. Caminé hacia el extremo de la manzana. El pavimento era oscuro en los bordes a causa de la lluvia de antes de amanecer. Pisé un charco. En la parada del autobús —¿aún no eran las ocho?— había un hombre de pie, con una chaqueta acolchada y llevando una fiambrera esmaltada en negro; dos mujeres con cuellos de piel; un hombre con un sombrero gris y un periódico bajo el brazo; una mujer con zapatos rojos de altos tacones cuadrados. Al otro lado de la calle había un muchacho de pelo largo con una chaqueta del ejército, haciendo auto-stop al tráfico que bajaba de la colina. Me sonrió, intentando llamar mi atención. Pensé que era debido a que yo llevaba sólo una bota, pero quería que yo mirara a algo en el cielo sin llamar la atención de toda la demás gente en la parada. Alcé la vista entre los cables eléctricos. Nubes blancas colgaban tras los edificios de la parte baja de la ciudad, con Las ventanas como las celdillas de un roto panal reflejando el cobre de la luz del amanecer. Suspendido en el cielo, quizá veinticinco grados de un arco, estaban el rosa, el verde, el púrpura de un arco iris. Volví a mirar al muchacho de la esquina, pero un Buick del setenta y cinco se detuvo resplandeciente para recogerle, y él estaba diciendo oh Dios oh Jesús por favor oh por favor no puedo yo por favor no
—¿Querrás, por favor…? —empecé. Me dolía la garganta por la carrera y el pungente aire—. ¿Querrás, por favor, contarme lo que… lo que dijeron?
Alzó ambas manos para enjaular su boca. Era una lluvia de plata sobre negro metálico.
—Alguien, allá arriba en el tejado del banco: el Second City Bank…, ¡oh, un maldito francotirador!
—¿A quién, por el amor de Dios? —Agarré sus pequeños codos, y el pelo se agitó en torno a su cabeza—. ¿Me dirás a quién le dieron?
—A Paul —susurró—. ¡A Paul Fenster! La escuela, Chico… ¡todo!
—¿Está muerto?
Agitó la cabeza de una manera que significaba que no lo sabía. Sus manos retorcieron la plateada tela junto a sus caderas; el escarlata sangró hacia aba jo de una de ellas; el amarillo serpenteó cruzando su vientre desde la otra.
—En el incendio —dijo muy rápidamente—. En el fuego…, todos tus poemas, los nuevos; ¡se quemaron…! —Sus labios se unían y separaban, dejando brotar nuevas palabras, ninguna de las cuales encajaba—. Todo, todos ellos… No pude…
—Unnn… —Algo golpeó directamente el interior de mi estómago sin usar entrañas o garganta como entrada; dije—: Unnn…
Ella soltó su falda.
—Supongo… que esto es bueno —fue todo lo que pude decir—. No me gustaban. Así que está bien que hayan… desaparecido.
—¡Hubieras debido conservarlos en tu bloc de notas! ¡Yo estaba equivocada! Hubieras debido… —Agitó la cabeza—. Yo, ¡lo siento tanto!
Empecé a toser.
—Mira —dijo—. De todos modos, me sé de memoria la mitad de ellos. Puedes reconstruirlos…
—No —dije.
—… y Everett Forest hará…
—No. Está bien que hayan desaparecido.
Esta mañana Filamento trajo a una mujer que primero pensé que era italiana y que esta noche se convirtió en la Viuda Negra. La oí discutir en el patio de atrás hace un momento…, una de las pocas discusiones, aquí, centrada sobre temas políticos de fuera de la ciudad:
—No es que hombres y mujeres sean idénticos, es sólo que son tan casi idénticos en todo excepto en los abusos y privilegios políticos que son malgastados pródigamente en unos y escatimados en las otras, que hablar de diferencias «innatas» como algo significativo, incluso en el nacimiento, es referirse al color del pelo, a la fuerza de un miembro, a una predilección por la historia antes que por las matemáticas o viceversa, como un factor predeterminante respecto a quién debe ser tratado cómo, sin apelación; mientras que ignorar esos abusos y privilegios es ignorar la opresión, la explotación, incluso el genocidio, incluso mientras todo ello está modelando la consciencia, la inconsciencia y la rabia.
Me sentí impresionado. Pero he oído cosas similares de Pesadilla, Dragón Lady, Madame Brown, Tak, D-t, Bunny, incluso Tarzán. ¿Es Bellona, entonces, ese increíble campo donde la consciencia, una consciencia de ese orden, es la única fuerza real? Lo que puede ocurrir aquí es lo que hace posible la idea de abandonarla por otra ciudad
—Chico —dijo—, ¿y Paul…? Allá arriba en el edificio del Second City Bank. ¿Fuiste tú…? ¡Oh, por favor, intenta recordar! —Luego se sobresaltó como si hubiera visto algo (¿detrás de mí? ¿encima mío? ¿llevaba todavía mis luces encendidas?) y se volvió. Y echó a correr, resplandeciendo dorada un momento antes de que las sombras se apoderaran de ella, y corrí tras ella por entre los arbustos, aplastando hojas y cenizas con los pies. Su brillante dobladillo se agitaba como un látigo tras ella hasta que su cuerpo adquirió un color más oscuro. (Pensando: ¿quién la controla? ¿Quién, a menos de cincuenta metros, está siguiéndola discretamente, haciendo girar botones, accionando los interruptores que la cambian del escarlata al ultramarino?) Mi pie desnudo pasó del cemento a la hierba. La noche se hinchaba y oscilaba. ¿Nos guiaba el hábito por entre un laberinto de brumas?
Vi los estremecidos fuegos.
El cuenco de cobre, del diámetro de un neumático de coche, había sido arrastrado seis metros sobre la cenicienta hierba. Tuve la impresión de que estaba muy alto. Los pensamientos oscilaron en mi mente, se desmenuzaron, silbaron como agua sobre carbones encendidos. ¿Algo en el humo…? Alcé el brazo.
Hojas de cobre, conchas, garras…, las largas hojas se curvaban en torno a mi mano desde la ornamentada banda de la muñeca. En el cuenco, pequeñas llamas azules colgaban estremecidas sobre el rojo. La luz del fuego goteó de las hojas.
Di otro paso, flexionando un poco las arañadas puntas de los dedos.
Algo cosquilleó en mi hombro.
Me di la vuelta, agachándome. La hoja rodó hacia abajo por mi chaqueta, dudó unos momentos en las cadenas, rozó las deshilachaduras junto a mi rodilla, cayó al suelo. Jadeante, alcé la vista hacia el inclinado tronco. Arriba, las sobras se enredaban en el tocón de alguna gran rama, arrancada por el rayo.
Casi una tercera parte del nido dice «debemos» de una forma distinta y clara. También lo piensan. No dicen «deberíamos» o «debiéramos». Lo observo en especial en D-t, Filamento, Cuervo, Araña, Ángel, Catedral, Devastación, Sacerdote. Así, utilizan una expresión diferente que el resto de nosotros para traducir un proceso en palabras (Tarzán, por ejemplo, dice «deberíamos»). No creo que sintamos ninguna obligación ante ello, mientras que la gente que dice «debemos» da la impresión de algo imperativo. Una palabra golpea mis oídos y dentro de mi cabeza un punto sensorial apela a formas: la memoria de un objeto, impreciso y desenfocado, el recuerdo de un sonido, un olor, o incluso una expectativa cinestética. Los recuerdos son poco claros…, siempre hay un margen para la corrección. Mientras llegan palabra tras palabra, los recuerdos se unen y se corrigen unos a otros, se hacen más brillantes, más nítidos, se vuelven más precisos: ¡un… enorme… ratón… rosa! ¿Qué quiero decir cuando afirmo que una palabra significa algo? Probablemente el proceso neuroquímico por el que una palabra que resuena contra el oído genera un recuerdo interior. El habla humana tiene tan pocas variaciones, tan poca creatividad: Me siento en los escalones y registro una hora de conversaciones a mi alrededor (incluidas las mías) y capto en una ocasión dos palabras en una yuxtaposición nueva. Cada par de días una de esas yuxtaposiciones evocará algo particularmente apto acerca de lo que el que habla (normalmente Dama de España o D-t; raras veces yo) está diciendo. Pero cuando ocurre, todo el mundo se da cuenta:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es cierto! —Y risas.
—¡Me gusta eso! —Y alguien sonríe.
—Sí, eso está bien.
En la universidad, podía registrar y descubrir uno de tales nodos lingüísticos en diez horas de habla, a veces en dos o tres días. Sin embargo, aquí, la gente estaba mucho más dispuesta a aprobar lo trillado, los clichés, lo no apto y lo impreciso. ¿Es por eso por lo que escribo aquí?
¿Es por eso por lo que no escribo mucho aquí?
En medio de todo esto, Lanya dice:
—Adivina con quién cené la otra noche.
Yo:
—¿Con quién?
Ella:
—Madame Brown me llevó a casa de los Richards.
Yo:
—¿Te lo pasaste bien? —Lo admito, estoy sorprendido.
Ella:
—Fue… educativo. Como tu fiesta. Creo que son gente a la que prefiero ver en mi territorio antes que en el suyo. Madame Brown opina lo contrario. Lo cual significa probablemente que no
El aire permanecía inmóvil. Pero, de pronto, hojas muertas que no podía ver se agitaron ruidosamente arriba, con la intensidad de los chorros de un avión. Abriendo la boca tanto como pude, me incliné hacia delante. El lado de mi pie pisó una raíz. Caderas, vientre, pecho, mejilla, se apoyaron contra la corteza. Respiré profundamente en busca del olor de la madera y empujé mi cuerpo contra el tronco.
Golpeé la corteza con mi mano recubierta de hojas hasta que sentí agitarse el tronco. El sudor corría debajo de mi chaqueta.
Las cadenas mordían mi vientre; los trozos de cristal me apretaban por todos lados; la corteza mordisqueaba mi mejilla. Encima, entre el rugir, oí un crujido; no el sonido que hace la madera cuando se rompe a contrafibra, sino cuando se hiende a lo largo. Y hubo un olor más fuerte que el humo: vegetal, especiado y fétido.
Otro crujido; pero eso era un disparo o un petardeo, más fuerte que las hojas y al otro lado del parque. Me aparté del tronco, parpadeando para liberar el agua de mis ojos. Algo cayó, golpeó contra la hierba, entre las raíces; y algo más…, astillas de madera, de veinte o treinta centímetros de largo. La corteza se escindió delante de mí, como profundamente mordida. Lo que había debajo, pude verlo claramente a la luz del cuenco, era rojo; y húmedo; y se movía. Algo se aplastó entre las ramas, pero no pude ver lo que era.
Oí astillarse más madera, y algo parecido a un gemido.
—¡Lanya! —grité, tan fuerte como pude—. ¡Lanya! —Las hojas se hincharon de nuevo hasta convertirse en un rugido.
Di otro paso atrás…, un repentino dolor a lo largo de mi pantorrilla. Me volví, tambaleante. Mi talón descalzo había rascado contra el alto, elevado borde del caliente metal. Me aparté de un salto de las desparramadas brasas; al inclinarse, el borde había arañado a media altura debajo de mi rodilla. Hubo más disparos. Empecé a correr.
Muy lejos allá delante se veía una luz. (Pensando: ¡Tiene que tratarse de un tumulto! Con Fenster muerto a tiros, los negros deben haber salido de Jackson y deben estar desparramándose como locos desde Cumberland…) Intenté recordar por qué lado estaba la salida del parque.
En todos los árboles a mi alrededor las hojas eran tan pesadas como chorros.
Pensé en conectar mis luces, pero no lo hice. En vez de ello salí del sendero…, tropecé, casi me torcí un tobillo, el que me había rascado Subí a unas a unas rocas desde donde no podía ver nada, de modo que imaginé que nadie podría verme tampoco a mí. Me senté allí, encajado entre piedras, los ojos medio cerrados, intentando permanecer inmóvil.
Me pregunté si estaban aguardando a por mí. Si conseguía salir del parque, seguramente mi suerte haría que lo hiciera por la salida de Cumberland. Donde los incendios eran más fuertes. Pasé una mano en torno a la banda de la muñeca que sujetaba la orquídea.
La luz entre las hojas me sobresaltó. Me arrodillé hacia delante, seguro de que eran escudos brillantes.
Era un puñado de personas con linternas. Cuando hubieron pasado —apreté fuertemente la espalda contra la roca, y una luz pasó barriendo justo por encima de mí, iluminando directamente, por un momento, mis ojos detrás de las ramas— fue muy fácil ver que en su mayor parte eran blancos; y llevaban rifles. Dos de ellos parecían muy furiosos. Luego uno de ellos se volvió y gritó:
—¡Muriel! —(Podía ser la voz de una mujer.)
La perra ladró, ladró de nuevo, y apareció corriendo, iluminada por el oscilante haz de la linterna.
Cerré la boca.
Y los ojos.
Durante largo rato. Durante muy largo rato. Quizá incluso me quedé dormido. Cuando los abrí, tenía el cuello agarrotado; también una pierna.
El cielo mostraba las primeras y brumosas luces del amanecer. Todo estaba muy tranquilo.
Me puse en pie, brazos y rodillas infernalmente doloridos, subí a las rocas, y bajé por el otro lado hasta que salí de los árboles al borde del claro.
Los ladrillos de cenizas en el lado más próximo del hogar habían sido empujados hacia dentro.
El humo ascendía en pequeñas volutas por el aire. Las cenizas griseaban la hierba.
No había nadie allí.
Caminé hacia el fuego, entre latas y viejos envoltorios. Sobre el banco había una caja de basura volcada. Removí algunas cenizas con la puntera de mi bota. Media docena de brasas alzaron sus rojizos ojos, parpadearon, se cerraron.
—¿Lanya?
—¡Lanya!
El sobre azul, con barras inclinadas,
rojas y azules, a lo largo de todo el
borde, está sujeto al fondo de la página
de arriba con cinta adhesiva amarilla
llena de burbujas. Hay dos sellos de ocho
centavos matasellados en la esquina
superior derecha. El matasellos es
ilegible. La dirección de Bellona dice:
Sra. de Author Richards
Apartamentos Labry (#17-E)
Calle 36, 400
Bellona, Estados Unidos
El remitente, escrito por la misma
mano (ambos con tinta verde):
Sra. Julia Harrington
Lilac Vista, 7
Los Ángeles 6, California
La carta de su interior o ha sido
retirada, o se ha perdido.
Cuando subí las escaleras, la puerta de su oficina estaba cerrada. Así que vagué del estudio a la cocina y a la habitación de Lanya y de vuelta al estudio. Finalmente me senté en el borde del escritorio en el salón, tomé los volúmenes de Newboy de entre las estatuillas, los amontoné a mi lado, y empecé a pasar páginas.
Lo cual fue curioso: al cabo de cinco minutos aún no había leído ni un solo poema, ni un párrafo completo de los ensayos o relatos cortos. Mis ojos sólo podían enfocarse delante o detrás de la página. Esa parte del cerebro, directamente detrás del ojo, que refracta las joyas de las palabras y las convierte en imágenes, ideas o información, no funcionaba. (Incluso medité durante un rato cuánto de aquello era debido al hecho de que yo le había oído hablar.) Los libros habían generado fantasmas de sí mismos, y no podía leer las palabras en busca de las imágenes residuales. Seguí tomando distintos volúmenes, hojeándolos, cerrándolos en mi palma, volviendo a depositarlos, luego alzándolos de nuevo hasta mi palma vacía, intentando captar el peso de los fantasmas. Empezó a dolerme el estómago debido a que me concentraba tan intensamente. Los volví a dejar todos —primero los ordené por tamaños, luego los saqué de nuevo y los reordené por las fechas de la página de copyrights…, y caminé por un tiempo (¿recuerdan el cuarto día bajo las drogas?), volví al escritorio, saqué de nuevo los libros, los volví a dejar…, dándome cuenta de que me había alejado solamente para poder regresar.
¿Qué hay en torno a esos objetos que vibra tanto que los propios objetos se desvanecen? Un campo, promovido por el nombre de un hombre que, sin que yo haya leído nunca una obra completa suya, la oculta maquinaria de mi consciencia ha decidido en algún momento determinado que era un artista. Qué cómico, triste, agotador. ¿Por qué soy víctima de esta magia? Pero, por todo lo que sé de mí mismo, me pregunto furiosamente quién estará alzando Orquídeas de cobre en su mano, sopesando su peso nouménico.
—¿Chico? —el cuerpo y el rostro de Madame Brown estaban enmarcados en la puerta—. Oh, está aquí. Bien.
—Hola. —Cerré La cartuja de Ballarat—. ¿Está lista para empezar?
Acabó de abrir la puerta; me bajé del escritorio.
—Sí, empecemos. Espero que no le haya hecho esperar…
—No, está bien. —Entré en la habitación.
Y me hallé ante unas paredes gris mate, madera oscura hasta la altura de la cintura, un canapé con una funda de pana verde, tres sillones grandes de piel, una alta librería, cortinas gris oscuro. Tuve que reajustar mi modelo espacial de la casa: era la habitación más grande de la planta, y nunca antes había estado en ella. En la pared había un expositor giratorio, como los de las tiendas de pósters. Me dirigí hacia él, empecé a abrirlo, miré a Madame Brown…
—Adelante, siga.
… y giré la primera hoja, esperando a George:
La Tierra color rojo ocre colgaba encima de un inclinado esquisto lunar. En el siguiente, un voluminoso astronauta miraba a través de su medio plateado visor. Todas las imágenes —pasé varias docenas— eran de la Luna, o Marte, o los rostros familiares de astronautas, los cuellos anillados con las sujeciones del casco —dos de un Kamp más joven y con el pelo más corto— o su bruñido equipo angular (el pie del módulo bajo el que había huido el ratón lunar de Kamp), banderas de plástico, o pálidos cirros iluminados lateralmente por la luz de los chorros mientras el cohete se elevaba por entre ellos.
¿Dejar que Kamp curioseara en nuestra sesión? No, volví a un gredoso paisaje, con el fondo de una Tierra con nubes como la huella en negativo de un pulgar, o una cacerola de leche agria un momento antes de empezar a hervir; y volví al sillón.
—¿Está cómodo aquí? —Madame Brown cerró la puerta—. Puede tenderse en el canapé si le resulta más cómodo hablar de ese modo.
—No. Prefiero verla.
Sonrió.
—Bien. Y yo prefiero verle a usted. —Se sentó en uno de los otros sillones, formando un ligero ángulo con respecto a mí, una mano sobre el brazo del mueble, una mano en su regazo—. ¿Cómo se siente respecto a hablar conmigo?
—Un poco nervioso —dije—. No sé por qué: he hablado con bastantes aprietatornillos antes. Sin embargo, pienso que todo está bien aquí porque no quedan instituciones mentales a las que usted pueda enviarme.
—¿Cree usted que los demás doctores con los que habló, quizá los doctores a los que vio antes de que fuera al hospital la primera vez… lo enviaron allí? —Dijo esto de una forma completamente abierta, sin ningunas comillas sarcásticas en torno a lo enviaron allí.
Pero de pronto me sentí irritado.
—No sabe usted mucho acerca de locos, ¿verdad?
—¿Qué quiere decirme usted sobre ellos?
—Mire…, soy muy sugestivo. Lábil…, así lo llamaron ellos. Incorporo muy rápidamente cosas a mi… modelo de realidad. Quizá demasiado rápidamente. Eso es lo que me vuelve loco. Pero cuando ustedes nos dicen que estamos locos, o nos tratan como si estuviéramos locos, eso se convierte en parte de… mí. Entonces lo estoy. —Y deseé llorar en aquel mismo momento, sorprendentemente, y mucho.
—¿Qué le ocurre?
Deseé decir: la odio.
—¿Cree usted que pienso que está loco?
—¡No… no sé en absoluto lo que usted piensa! —Entonces grité. Realmente me sorprendió. No podía mover las manos. Pero bajé la cabeza para parar lo que me dolía en la nuca. De una de mis fosas nasales goteó agua. Pensando: ¡Cristo, eso fue rápido!, y sorbiendo las lágrimas cuando el silencio se apoderó de mis nervios.
—¿Le gustaba el hospital donde estuvo?
—¿Gustarme…? —Alcé la cabeza—. Es usted quien me dijo… —Otra lágrima rodó. Estaba fría—. No, usted dijo algo acerca de aprender a amar a la gente que teníamos a mano. Bien, allí había un montón de gente muy dañada, a la que resultaba muy duro aprender a amar, muy costoso… emocionalmente. Pero supongo que lo hice.
—¿Por qué está llorando?
—Porque no creo en la magia. —Sorbí de nuevo; esta vez algo salado del tamaño de una almeja se deslizó hacia atrás y hacia abajo desde mi cavidad nasal, y lo tragué—. Usted es una persona mágica, sentada aquí. Usted está sentada aquí porque piensa que puede ayudarme.
—¿Necesita ayuda?
Estaba irritado de nuevo. Pero era algo profundo y burbujeaba debajo de las cosas.
—No lo sé. Realmente no lo sé. Pero no tiene nada que ver con el hecho de que eso es lo que usted cree.
—Está usted irritado conmigo.
Inspiré profundamente.
—No…, de veras. —Las burbujas, una tras otra, estallaron. Absorbí los humos residuales.
Mi estómago estaba muy tenso.
—Tiene derecho a estarlo. Puede que tenga una buena razón.
—¿Por qué debería…? —y me detuve, porque podía pensar al menos en diez. Dije—: Es usted pagada de sí misma. No es compasiva. Cree que comprende. Y usted no…
—No comprendo todavía, y no sé si seré capaz de hacerlo. Hasta ahora, no me dado usted ninguna razón para ser compasiva. Si soy pagada de mí misma, bueno…, quizá no debería serlo, pero puedo sentir todavía una cierta reserva en mí respecto a acercarme demasiado a usted; lo cual puede ser la clave de la sensación que le doy.
—No creo que pueda usted comprender. —Apreté las dos manos sobre mis rodillas, empujando la una contra la otra.
Parecían ateridas. Lo mismo que mis pies.
—¿Qué es lo que siente ahora?
—No mucho.
—¿Siente deseos de llorar de nuevo?
Inspiré de nuevo.
—No. No creo… —Eché la cabeza hacia atrás—. Creo que lo perdí, haya ido donde haya ido…
—¿Es usted una persona muy emocional? ¿Llora a menudo?
—Ésta es la primera vez que he llorado en… tres años, quizá cuatro…, hace mucho tiempo.
Alzó una ceja. Al cabo de un momento dijo:
—Entonces se halla usted probablemente bajo mucha presión. ¿Bajo qué tipo de presión está?
—Creo que me estoy volviendo loco. Y no lo deseo. No me gusta. Me gusta la vida, me gusta vivir. Me gusta lo que ocurre a mi alrededor, todo lo que hay para observar y mucho de lo que hay por hacer. Hay a mi alrededor todo tipo de personas y situaciones de las que disfruto realmente. Y estoy en un lugar donde no tengo que preocuparme acerca de los otros que no me importan. No quiero volverme loco de nuevo. No ahora.
Al cabo de un momento, sonrió.
—He administrado ocasionalmente terapia a algunos altos ejecutivos de éxito: mucho dinero, familias felices, algunos incluso sin úlceras…, que hubieran dicho prácticamente lo mismo que acaba de decir usted, y de la misma forma. Nos conocemos los dos de fuera de esta oficina, y debo admitir, por lo que yo misma he observado y por lo que Lanya me ha contado, que lo encuentro un poco irónico; quiero decir que lo expresa usted con unas palabras tan parecidas.
—Le dije que usted no comprendería. Le dije que temía, y eso es lo que me irrita, que no podría hacerlo.
—Hábleme de los síntomas de volverse loco.
—Olvido cosas. No sé quién soy…, no he sido capaz de recordar mi nombre desde hace meses. A veces me despierto aterrado, con todo sumido en una niebla color sangre, que empieza a aclararse mientras mi corazón late tan fuerte que me duele en el pecho. He perdido días, días y días de mi vida. A veces veo cosas, como gente con los ojos… —Y sentí que mi espalda se estremecía de miedo. El sudor rodó por la parte interior de uno de mis brazos—. Gente con… —Cerré la boca, tan sorprendido que no pude decir que era incapaz de decirlo. Rastreé en mi mente, buscando algo que pudiera enlazar con palabras—. ¿Puedo…? —Tuve que retroceder más; estaba contemplando las múltiples vueltas de la cadena óptica que ella llevaba en torno a su cuello—. ¿Puedo hablarle de un… sueño?
—Por favor, adelante.
—Soñé que yo…, bueno, estaba en un bosque, en la ladera de una montaña. La luna brillaba…, una sola luna. Y esta mujer, una mujer de aspecto agradable, unos pocos años mayor que yo, apareció andando sobre las rocas y por entre las hojas. Iba desnuda. Y jodimos, allí mismo sobre las hojas. Así de simple. Cuando terminamos, ella se levantó y corrió por entre los matorrales…
—¿…completó el hacer el amor en el sueño?
—Sí. Tras llegar al orgasmo, ella se puso en pie y corrió por entre los árboles hasta aquella cueva, y me dijo que entrara en ella.
—¿Y usted la obedeció?
—Sí. Recuerdo muy claramente eso. Recuerdo que en una ocasión me detuve sobre algunas hojas, en otra sobre agua; salté por encima de una grieta en el suelo de la cueva. En un nicho en una pared de la cueva había una cosa de cobre, redonda y grande como mis dos brazos, llena con brillantes ascuas y pequeñas llamas. Subí a aquel saliente de roca, y encontré… —Toqué la cadena que cruzaba mi pecho—. Soñé que encontré eso allí. —Sujeté la cadena haciendo garfio con el pulgar y observé a Madame Brown—. Quiero decir que tuvo que ser un sueño; por lo que ocurrió luego. —Pareció más intensa; una cuarta línea frunció su frente—. Me la puse. Pero cuando salí, ella se había ido. La busqué en el bosque, hasta que llegué a una carretera iluminada por la luna…, justo antes, recuerdo, pisé un charco de barro. Estaba aún intentando imaginar dónde habría ido cuando la vi allí, en una pradera, al otro lado de la carretera. Así que eché a andar hacia ella, cruzando la hierba. Y ella se convirtió en un árbol. Por alguna razón, en el sueño, aquello me aterrorizó. Así que me alejé corriendo, de vuelta a la carretera, y seguí por ella. Hasta que llegué a una carretera más importante. El resto es un poco vago. Recuerdo que parte de ella la recorrí en un camión con aquel hombre con una especie de rostro lleno de cicatrices. Como de viruela o de acné. Y aquella curiosa conversación que tuvimos acerca de alcachofas. O quizá no fuera realmente una conversación. Uno o el otro de nosotros mencionó simplemente las alcachofas en relación a algo que no recuerdo…
—¿Eso es todo? —Las puntas de sus dedos se unieron.
—Eso es todo —dije, mientras sus manos se separaban, tocaban sus rodillas—. ¡Pero fue tan… extraño!
—¿Qué lo hizo particularmente extraño?
—Bueno, ocurrió todo tan… claramente. Y cuando esa mujer cambió, me asusté tanto. Quiero decir que estaba increíblemente atemorizado. Quiero decir que eché a correr…
Madame Brown cruzó sus piernas.
En su tobillo, glaseado por el nilón, una cicatriz se curvaba hacia abajo.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Intenté abrir la boca, noté crisparse mi rostro.
Ella aguardó largo rato.
Lo intenté un par de veces más.
Mis dedos estaban anudados los unos contra los otros. Separarlos fue tan duro como separar labio de labio.
Pero lo intenté.
Y me hundí hacia atrás en mí mismo, como si mis órbitas fueran cuevas y los globos oculares estuvieran repiqueteando hacia la parte de atrás de mi cráneo, rebotando por el esfuerzo.
—Hábleme de Lanya.
—Denny —no era la cueva donde yo vivía, sin embargo— y yo la queremos mucho.
Hizo: Mmmm.
—Hábleme de Denny.
—Lanya y yo lo queremos… mucho.
Conseguí separar las manos. Fui capaz de moverme de nuevo en el sillón. Miré su pierna. Pero era sólo terror. Inspiré un par de veces, sonreí.
—¿Qué es lo que siente?
—Miedo.
—¿De que yo desapruebe la relación entre ustedes tres?
—¿Eh? —Aquello me sorprendió—. ¿Por qué debería pensar que usted lo desaprueba? Lanya nunca ha dicho nada acerca de que a usted no le guste. Un par de veces ha dicho que se sentía confusa, pero como una broma. Maldita sea, no desaprueba a los Richards, así que, ¿por qué debería desaprobarnos a nosotros?
—Bueno; por un lado, los Richards son una familia normal y sana. No vienen a mí en busca de ayuda; y no creen que se estén volviendo locos.
—¡Más a mi favor! —Ella me había catapultado a una parte completamente distinta de mi cabeza, y lo dejé caer duramente. Me concentré para ver dónde estaba…, había sido un fuerte impacto. Pero aquella rabia era muy fácil de convertir en palabras—: ¿Desaprueba usted a la gente que viene a pedirle ayuda?
—No es eso lo que yo…
Lanya me sorprende una vez más: Todo el nido está fuera en el patio, y ella pregunta:
—Hey, ¿cómo se convirtió Chico en el escorpión jefe de este nido? Quiero decir, antes estaba Pesadilla, y luego Chico. Pensaba que preferíais a un negro para que se ocupara de las cosas.
—Sí —dijo Tarzán—. Yo también. —Mientras, todos los demás parece como si nunca hubieran pensado en nada como aquello. Pero yo sí; así que aguardo.
Finalmente, Cristal dice:
—Bueno, por supuesto, Pesadilla compartía el liderazgo con Dragón Lady. Pero creo que más o menos a todo el mundo se le metió en la cabeza que después de correr algunas veces con ellos la mierda empezaba a bajar. Mucho. Cuando eso ocurre, te das cuenta de que algunos negros se desvanecen en la noche como si no fueran asunto de nadie. Pero el escorpión jefe, quizá, no es capaz de desvanecerse tan rápido como eso. De modo que ese hijo de madre blanco tonto del culo —Cristal apoya su brazo en mi hombro y me dedica una amplia sonrisa— desea quedarse por aquí y jugar al superhombre, para que ningún negro con un poco de sentido común se meta en su camino. Quiero decir que el tipo que está a cargo es el que tiene que ocuparse de todo, ¿no? Al menos, así es como funciona en todos los demás lugares… —Cristal frunce los ojos hacia el cielo.
Jetadecobre parecía pensar que yo era más divertido que cualquier otro.
Bola de Fuego dijo:
—¿Es blanco? No sabía eso. ¡Tiene la Piel más oscura que yo!
—Hombre —dijo Cristal—, el Chico es indio.
—Entonces sigo sin saber que es blanco —repitió Bola de Fuego—. Está tan loco como un negro. Tarzán me dedicó una sonrisa que rezumaba estricnina.
—Seguro que no es como esos hermanitos y hermanitas rubios —Bola de Fuego (cuyo acento negro, más que en cualquier otro aparece y desaparece según la ocasión) señaló a Lanya y Denny (Denny rió)—. El chico Chico es realmente algo distinto, hombre. Realmente algo. —(Lanya estaba pensativa.)
—¡Jesucristo! Hey, ¿qué es lo que…? —Me incliné hacia delante—. ¿Qué piensa usted del Chico? A veces tengo la impresión de que a todo el mundo a mi alrededor le gusto…, aunque estoy seguro de que no hago más que halagarme a mí mismo. Cuénteme.
Unió las puntas de sus dedos, alzó las cejas; de pronto preguntó:
—¿Qué piensa usted de los Richards, Chico?
—No lo sé… —Luego dij e—: Ella es aterradora. Quiero decir que gasta toda esa energía manteniendo un sistema de ilusiones que simplemente no se sostiene. Pero eso es también en cierto modo heroico. ¿Él? Es despreciable. Paga por todo ello; el sistema está sustentado sobre sus especificaciones, y todo en su provecho. —Luego pregunté—: ¿Saben ellos que es usted negra?
—Sí. Por supuesto que lo saben.
—Me sorprende.
—Sospecho que le sorprenderían muchas cosas, incluso acerca de los Richards.
—¿Saben ellos que es usted gay?
Madame Brown se agitó en el sillón y murmuró de nuevo: Mmmm negativamente.
—Déjeme ver —dijo al cabo de un momento—. Negra, lesbiana, también muy de clase media. Y Mary y Author son amigos míos. Pero algunas veces desearía creer que no tiene usted tanta razón. Haría mi vida mucho más sencilla. Pero nunca he deseado una vida sencilla. —Suspiró—. Descubro esto en mí, Chico: cuando ocasionalmente me exaspero con Author o Mary, especialmente cuando hablan de usted, me pregunto, muy honestamente, qué dirían si yo les contara algunas de las cosas que ha hecho realmente usted…, sólo por el revuelo que iba a armar. En ese punto, me dijo a mí misma que es debido a que lo «apruebo» a usted y no los «apruebo» a ellos.
—Si quisiera armar un auténtico revuelo, podría contarles algunas cosas acerca de June, acerca de Bobby y…, ¿cuál es su nombre?, Eddie.
—Por supuesto, usted está del lado de los jóvenes…
—No —dije—. Tengo casi treinta años. Y no sabría jurar de qué lado estoy, por lo que la gente me dice. No estoy tomando posiciones; sólo estoy señalando algunas áreas inquietantes en su vida que están un poco más cerca de casa.
—De casa de los Richards. ¿Qué hay de la suya?
—Iba a decirme usted lo que piensa del Chico. Quizá tropiece con algo y yo pueda sacar algo en claro de ello para usted.
—De acuerdo. Pienso…
Miré su pierna.
—… que está usted muy desequilibrado. Es usted agradable, inteligente, enérgico, vital, lleno de talento. Pero la estructura básica de su ego es casi tan estable como una taza de té rota. ¿Dice que ha perdido fragmentos de su yo? Creo que eso es exactamente lo que le ha ocurrido. El meollo del asunto, Chico, es que aún no tratamos al mentalmente enfermo como si estuviera simplemente enfermo. Lo tratamos como si fuera alguna extraña combinación de suciedad, depravación y malignidad. ¿Sabe?, las primeras instituciones mentales en Europa fueron las leproserías, abandonadas por todo el continente a finales de la Edad Media porque, por alguna razón que aún no comprendemos, había habido una remisión espontánea de la enfermedad desde hacía unos setenta y cinco años, pese a que había sido endémica durante los últimos tres mil. ¿Fue la elevación de los estándares higiénicos? ¿Una mutación en el germen? Lo importante es que hasta entonces, aunque ocasionalmente habían sido ahogados en los ríos locales, los locos nunca habían sido hospitalizados antes. Pero cuando fueron confinados bruscamente en esos inmensos edificios vacíos que, en algunos casos durante cientos de años, habían contenido leprosos, tomaron sobre ellos la carga de tres mil años de superstición y miedo conectados con esa desafortunada enfermedad. Y podemos afirmar que más o menos los seguimos considerando, aún hoy, bajo ese mismo nivel…, completo, incluidas connotaciones religiosas. La enfermedad mental sigue considerándose una maldición del Señor. Freud y sus seguidores la convirtieron en una maldición mucho más sofisticada. Pero incluso para él es esencialmente un estado de desarreglo resultado de la forma en que usted ha vivido su vida y de la forma en que sus padres vivieron la suya. Y eso es lepra bíblica, no el resfriado común. Dígame, ¿qué diría usted ante la idea de que todos sus problemas: las alucinaciones, las depresiones, incluso los momentos de éxtasis, son biogénicos? ¿Que los lapsus de memoria son una depleción del ARN en la corteza inferior del cerebro; que los miedos repentinos son alteraciones adrenalínicas causadas por espasmos al azar de la pituitaria; que la irrealidad que le atormenta es simplemente un quiste pineal, que inhibe la producción de serotonina?
Alcé la vista hacia el paisaje lunar donde no había árboles.
—Eso es lo que malditamente parece —dije.
—Entonces, usted difiere de los hombres de negocios en que ellos normalmente se muestran más bien reluctantes a ceder ante ninguno de los significados extrabiológicos de sus síntomas. La sobredeterminada mente humana prefiere tener ante sí algo más bien relevante, aunque la relevancia sea de una ingenuidad total.
—Cuando estuve en el hospital… —Recordando, sonreí— …tenía un amigo que decía: «Cuando eres paranoide, todo tiene sentido.» Pero eso es algo completamente distinto. Es que todo tipo de cosas que tú sabes que no tienen relación, tienen de pronto el aspecto de cosas que sí la tienen. Todo lo que miras parece como si estuviera desplazado unos centímetros de su lugar en un esquema perfectamente claro. —Miré una vez más su pierna—. Sólo que nunca sabes en qué dirección moverlo esos centímetros… —Sentí que la piel se fruncía sobre los huesos de mi rostro con la concentración.
—Su sueño —dijo—. ¿Puede pensar en por qué deseaba hablarme particularmente de él?
Miré mis piernas.
—No lo sé. Simplemente lo he tenido durante mucho tiempo en mi mente.
—¿Quiere decir que no es un sueño reciente?
—Oh, no. Lo tuve…, no recuerdo cuándo; ¿mientras estaba aún en… el parque?
—¿Y no es un sueño recurrente?
—No. Sólo lo tuve una vez. Pero… no dejo de pensar en él.
Con una mano en la cadena de su cuello, acarició una lente.
—Le pregunté esto antes, pero quiero comprobarlo: En el sueño hizo usted el amor, tuvo un orgasmo, y luego fue a la cueva. ¿No se trató solamente una larga sesión de manoseo?
—No. Ella tuvo su orgasmo primero. Recuerdo que me sorprendió, porque yo casi estaba a punto. Terminé unos treinta segundos después que ella…, lo cual es inusual en mí. Normalmente me toma un par de minutos más. Cuando eyaculé, las hojas se agitaron contra mi costado. Y abrí los ojos y hablamos unos momentos.
Madame Brown rumió unos instantes, con una cuenta de cristal apretada contra su barbilla.
—Hace unos años estuve en un equipo investigador que hizo un estudio, soy una vieja lasciva, acerca de los sueños eróticos. Admito que teníamos un panel muy pequeño…, doscientos treinta y nueve sujetos; todos ellos respondieron sí a la pregunta de si tenían la sensación de que el resultado sexual de su sueño había sido satisfactorio. Teníamos hombres, mujeres, unos cuantos adolescentes a punto de alcanzar la madurez; algunos homosexuales, de ambos sexos. Un esquema abrumadoramente consistente fue que cuando el sexo, en un sueño, conduce al orgasmo real, o el sueño termina o el sujeto despierta. Por supuesto, el estudio no llevó a nada concluyente, y puedo hacer toda una lista de factores de desviación en él. Pero el de usted es el primer sueño que he encontrado, durante o desde el estudio, en que se consigue el orgasmo y el sueño continúa. —Me miró como si estuviera esperando alguna confesión.
—¿Qué se supone que debo decir?
—Cualquier cosa que pase por su mente.
—¿Cree que no tuve el sueño? ¿Piensa que estoy mintiendo, o que quizá el sueño fue…? —Hundí los hombros y me sentí estúpido—. No sé…
—¿Quiere sugerirme usted que no fue un sueño? ¿Que fue real? —Frunció bruscamente el ceño, muy poco—. Sí, así es, ¿verdad? Bien, puedo comprenderlo…, si a usted le pareció real. —Debajo de su ceño fruncido había una ligera sonrisa triste—. Pero fue un sueño, Chico. Porque… —Hizo una pausa; y me pregunté qué lunas y soles regresaban para atormentar sus recuerdos—. Bien, supongamos que no lo fue. ¿Le gustaría discutirlo un poco más? ¿Cuál es la primera cosa que le viene a la mente?
—De pronto estoy asustado —dije—. De nuevo.
—¿De qué?
—De usted. —Intenté una sonrisa, y la noté abortar muy adentro de los músculos de mi rostro.
—¿Qué es lo que le asusta de mí?
Miré la cicatriz de su pierna. Miré la cuenta que frotaba contra su barbilla. (Recordé lo que había dicho, cuando la conocí, respecto a ellas; recordé lo que había dicho Pesadilla. Lo que había dicho Pesadilla tenía más sentido. Pero quiero creerla a ella. ¿No cuenta eso para algo?)
Denny está circuncidado; yo no. Después de haberlo hecho aquella noche, se sentó en un rincón del altillo y le preguntó a Lanya cuál de los dos aparatos le gustaba más:
—¿…uno que aún tiene la cortina, o uno que se la ha cortado?
—Para mí no representa ninguna diferencia. —Permanecía sentada con las piernas cruzadas y mis pies en su regazo, jugando con los dedos.
—¿Pero cuál crees que es más sexy?
—No creo que importe. Ambos se sienten lo mismo.
—¿Pero no crees que uno tiene mejor aspecto que el otro?
—No. No lo creo.
—Pero son diferentes; así que tienes que sentir diferente con ellos. ¿Cuál…? —y así siguió y siguió hasta que empecé a cansarme de estar tendido ahí escuchando.
Para pararlo, le pregunté:
—Mira, ¿cuál es el que te gusta más a ti?
—Oh, bueno, supongo… —Se inclinó hacia delante, hundiendo los hombros—. El que aún lo tiene todo…, como el tuyo, siempre es mejor.
—Oh —dijo Lanya con expresión desconcertada, como si de repente comprendiera algo. Sobre él.
—Sí —sonrió Denny; se apartó de su rincón, y se tendió con su cabeza sobre mi regazo.
Lanya asintió, se apartó de debajo de mis piernas y se tendió con su cabeza apoyada en el repazo de Denny. Yo apoyé mis pies en el de ella.
—No sé… No puedo… —Empecé a llorar de nuevo. Y esta vez no pude parar. En absoluto—. ¡Tiene que ser un sueño! Tiene que ser… —¿Podía ella oírme entre mis sollozos?—. Si no fue un sueño, entonces…, ¡estoy loco! —Y lloré por todas las cosas que una persona no puede comprender cuando otra persona se las dice. Lloré por el milagro de que algunas personas puedan comprender simplemente algo. Y lloré por todas las cosas que había dicho a otras personas y que habían sido malinterpretadas porque yo, sin saberlo, las había dicho mal. Lloré con alegría acerca de esas ocasiones en las que alguien y yo habíamos asentido juntos, sonriendo sobre una comprensión, real o deseada. Un par de veces conseguí decir, atragantándome—: ¡Estoy tan asustado… Estoy tan asustado! ¡Estoy tan solo! —Me metí los dedos en la boca para detener el sonido, inclinándome hacia delante y hacia atrás, me los mordí, y no pude detenerme. Madame Brown me trajo unos pañuelos de papel. Tartamudeé: «Gracias», de una forma demasiado inarticulada para ser entendido, y lloré ante la desesperación de que ni siquiera aquello podía expresar claramente. Vagué lo bastante profundo de la cueva como para pensar: «Esto tiene que haber sido bueno para algo», pero trepé a las rocas donde ella me dijo que fuera, en el destello naranja, y no encontré nada allí, me asusté de nuevo, y lloré y me balanceé en mi sillón, doliéndome las depresiones de la parte de arriba de mis rodillas, que es el lugar que me duele cuando deseo desesperadamente joder, y seguí llorando y mordiéndome los lados de las manos durante lo que parecieron horas pero probablemente sólo fueron quince, veinte minutos.
Y me tranquilicé un poco; me sentí más débil, mejor, y cuando me serené, Madame Brown dijo:
—¿Sabe?, me preguntó qué pensaba de usted. En lo más fuerte de la amnesia, la ansiedad ataca, sí, y sólo eso me haría sugerir, si estuviéramos en algún otro lugar, que fuera usted a un hospital. Pero como usted mismo ha dicho, ya no hay hospitales mentales en Bellona. Y, francamente, no sé lo que ellos podrían hacer por usted aunque fuera. Puede que liberara algo de la presión el hecho de que dejara de ser «el Chico». Quizá eso permitiera sanar algunas cosas que están heridas, asentarse algunas cosas en lugares que están inflamados.
Asentí como si estuviera considerando lo que decía…, lo cual no era en absoluto lo que estaba haciendo.
—¿Cree usted…? —pregunté—. ¿Cree usted en… mi sueño?
—¿Perdón?
—¿Cree usted que tuve ese sueño?
Pareció confusa.
—No estoy segura de lo que quiere decir. Pero…, ¿usted no?
—Sí —dije—. ¡Oh, Jesucristo, sí creo! Yo… creo que fue…, que tuve ese sueño. —Y me di cuenta de que había todo un pozo de angustia del que sólo había sido extraída una simple taza. Ella no había comprendido. Pero estaba bien así.
Sobre su rostro había una máscara de compasión:
—Chico, no había nada en el estudio que le he mencionado que dijera que no puede ocurrir de la forma en que usted lo ha dicho. Lo recuerda muy claramente, y contó todos los detalles. Sí, creo que fue un sueño. No sé si usted lo cree o no, pero probablemente no sea una mala idea que siga intentándolo.
Sobre el mío había una máscara de alivio:
—Madame Brown —dije—, no voy a volver a una institución mental. El lugar en el que estuve, para ser una leprosería, era bastante hermoso. Pero creo que tendría que estar loco para volver a uno de ellos. ¡Y usted puede interpretar esto de la forma que quiera!
Aquello la hizo reír.
—Bien, el problema, en Bellona, sería si usted deseara ir a un hospital. —De pronto inclinó la cabeza hacia el otro lado—. ¿Sabe por qué le ofrecí ese trabajo con los Richards, la mañana que le encontré en el parque?
—Dijo usted que tenía algo que ver con —apoyé dos dedos en la cadena óptica que cruzaba mi pecho— esto.
—¿Lo dije…? —Su sonrisa se volvió hacia dentro, se hizo preocupada—. Sí, supongo que lo hice. —Parpadeó, me miró—. ¿Le conté la historia de lo que ocurrió en el hospital, con mi amiga, aquella noche…, quiero decir la noche en que todo…?
—Sí —asentí.
—Hubo algo cuando yo estaba yendo por el pasillo del tercer piso y mi amiga estaba en el otro extremo, intentando abrir una de las puertas. Estaba ayudándola un paciente joven, un hombre que…, ¿cómo lo diría?, se parecía mucho a usted. Quiero decir que estuve con él solamente durante quizás un minuto. Estaba trabajando muy duro, intentando forzar aquella puerta cerrada con un trozo de madera o de metal… Se había hecho algo terrible en las manos. Sus manos eran mucho más pequeñas que las de usted; y los vendajes se habían soltado de dos de sus dedos. —Hizo una mueca—. Pero entonces algunas personas necesitaron ayuda al otro extremo del pasillo, y fue con ellos. Nunca lo había visto antes…, bueno, normalmente yo estaba en la oficina. Lo más triste es que nunca volví a verle tampoco. Pero cuando, mucho más tarde, le vi a usted en Teddy’s, aquella noche con la herida en su cabeza, y luego de nuevo en el parque a la mañana siguiente, descalzo, con la camisa colgando abierta, el parecido me impresionó de inmediato. Por un momento pensé que eran la misma persona. Y usted nos ayudó; así que deseé ayudarle… —Se echó a reír—. Así que ya ve que eso —tocó sus cuentas— no significa realmente… nada.
Fruncí el ceño.
—¿Cree que quizá yo…, estaba en aquel hospital? ¿Que nunca vine aquí de ninguna otra parte? ¿Que he estado aquí todo el…?
—Por supuesto que no. —Madame Brown pareció sorprendida—. Ya dije que el joven se parecía algo a usted; tenía algo de su apariencia, especialmente a una cierta distancia. Era más o menos de su tamaño y color de piel…, quizá un poco más bajo. Y estoy segura de que su pelo era castaño oscuro, no negro…, aunque era de noche, con la luz entrando por las ventanas. Creo que, cuando se alejó, alguien, uno de los pacientes, lo llamó por su nombre: ahora no recuerdo cuál era. —Sus manos cayeron sobre su regazo—. Pero ésa fue, de todos modos, la verdadera razón por la que le ofrecí el trabajo. No sé por qué, pero pensé que era el momento adecuado de devolver el favor.
—Yo no he estado siempre aquí —dije—. Vine aquí cruzando el puente sobre el río. Y pronto voy a irme. Con Lanya y Denny… —Parecía muy importante decir aquello.
—Por supuesto —asintió Madame Brown; pero pareció desconcertada—. Todos tenemos que seguir adelante desde donde estamos. Y por supuesto, todos hemos venido de donde estábamos. Realmente, en algún momento, usted tiene que haber llegado aquí. Más importante, sin embargo, es no quedarse atrapado en algún círculo de su habitual… —Fuera, la perra ladró—. Oh, ése debe ser mi próximo paciente —se interrumpió Madame Brown. La perra ladró, volvió a ladrar. Madame Brown frunció el ceño, medio se levantó de su sillón, con una mano acariciando de nuevo ausentemente sus cuentas—. ¡Muriel! —llamó; su voz era fuerte y baja—. ¡Muriel!
Debió haber algo en la yuxtaposición; las cadenas de lentes y prismas, o quizá lo que ella había dicho de que las cuentas no significaban nada, me convenció de que estaba a punto de averiguar su auténtico significado; no que yo era la persona en el hospital, sino que de algún modo yo o él…, o que la forma en que ella llamó a la perra me hizo intentar recordar algún lugar o algún momento en el que ella, o alguna otra persona, lo había llamado; ni siquiera mi nombre, sino posiblemente algún otro, si podía recordarlo… Cada elemento pareció a punto de explicar los otros, aclarando el esquema; y esa cicatriz… Me estremecí. Estaba siendo empujado, tirado, a punto de recordar… ¿qué? ¿Algo más que los vastos abismos de todas nuestras ignorancias? Fuera lo que fuese, era enormemente siniestro y alucinantemente liberador. Pero no supe; y aquella mística ignorancia me hizo poner la carne de gallina.
—Bueno —estaba diciendo Madame Brown—, nuestro tiempo ha terminado. Y estoy completamente segura de que es mi próximo paciente.
—De acuerdo. —Yo también me sentí aliviado, en cierto modo—. Hey, muchas gracias por todo.
—¿Quiere que arreglemos otra…?
—No. Gracias, no, no deseo volver.
—De acuerdo. —Se puso en pie y consideró decir algo; que, supongo, era: «Chico, por favor, no piense que me siento pagada de mí misma. Ni con usted, ni con ninguna de las cosas de las que hemos hablado. Puede que no comprenda. Pero no es porque no me preocupe.»
Sonreí. La carne de gallina volvió…
—No creo que sea usted pagada de sí misma.
… y desapareció.
—Pero yo ya sabía que no iba a venir aquí más de una vez… como paciente. Así que voy a tener que hacer algo con mis trastornos. He gastado mucho tiempo en terapia. Y usted tiene que saber cómo utilizarla. —Reí.
Sonrió.
—Bien.
—La veré la próxima vez que Lanya nos deje venir a Denny y a mí a cenar…, si no antes. Adiós. Hey, si desea hablar de algo de esto con Lanya, adelante.
—Oh, no querría…
—Si ella le pregunta algo, dígale lo que piensa. Por favor.
Apretó los labios un momento.
—De acuerdo. Entonces, esto nos proporcionará probablemente al menos treinta y seis horas de sólida conversación. —Abrió la puerta para mí—. Adiós. Veré… Oh, hola… Estaré con usted en un momento.
—Seguro. —El tipo sentado en la esquina del escritorio, alzando su sonrisa de los volúmenes de Newboy, era el chico de pelo largo que había visto sentado aquella noche en el sótano de la librería, haciendo Om.
Madame Brown regresó a su oficina y cerró la puerta. Fui al escritorio y tomé tres de los libros de su lado.
—Le robo éstos. Dile a Madame Brown que Lanya se los devolverá si realmente los quiere… —Iba a decir algo más, pero incluso aquello sonaba estúpido.
—Seguro. Se lo diré a la doctora Brown tan pronto como entre. —Lo cual me hizo pensar en lo que pensaría de oírme llamarla «Madame». Fui al pasillo. Cuando pasaba junto a Muriel, sentada en el primer escalón, mirándome con ojos gentiles, oí abrirse la puerta de la oficina.
He escrito todo esto porque hoy la página con la lista de nombres en ella falta del bloc de notas. Cuando volví de la sesión al nido, empecé a hojearlo y no pude encontrarla. ¿Cuántas veces la he leído? Había planeado leer algo de Newboy. Pero tan pronto como me di cuenta de que faltaba esa página, sentí repentinamente una obsesión por leerla de nuevo, y empecé a buscar desesperadamente todas las anotaciones, una y otra vez, con la esperanza de que tal vez la hubiera pasado por alto. ¿Cuántas veces la he leído antes? (Y ahora el único nombre que puedo recordar de ella es William Dhalgren.) Al final, sólo para alejar mi mente de ello, empecé a escribir el relato (truncado) de arriba de la hora que Lanya dispuso para mí con Madame Brown mientras ella estaba fuera en la escuela. ¿Y qué me ha reportado esto? El escribirlo, quiero decir.
en sus manos; la cadena óptica (¿treinta metros? ¿sesenta metros de ella?) se tensó entre una docena mientras danzaban, resplandeciendo a la luz de las bestias, enviando escamosos reflejos a lo largo del envés de las hojas. Aullaban en torno nuestro a la noche, encantados, algunos acercándose a las brasas, algunos alejándose.
Jetadecobre se frotó la boca con la muñeca. Sus ojos parecían muy rojos, todo su rostro tenía un aspecto como barnizado, y parpadeaba.
—¡Hey!, ¿qué os parece eso? —dijo—. ¡Protección! ¡Ese bastardo de Calkins deseaba maldita protección! —Se volvió de mí a Cristal. Reí. Las palmadas perforaron mi risa. Jetadecobre alzó bruscamente la vista; empezó a aullar y a palmear también, ahuecando las manos. Estaba fuera de ritmo, pero siguió. No dejaba de bambolear su cabeza hacia la bamboleante cabeza de Cristal, hasta que finalmente se ajustó al ritmo. Dragón Lady, más allá del derribado hogar, una bota apoyada sobre un caído ladrillo de cenizas, se masajeó el hombro, pensativa, observando la danza, su bestia jade momentáneamente apagada.
Lanya se volvió y saltó, con la camisa azul manchada de sudor; sujetaba en alto una cadena con una mano. Con la otra movía la armónica delante de su boca, soplando discordancia tras discordancia. Su frente estaba mojada, su cabello colgaba empapado sobre su frente.
Jommy, creo que era, se abrió camino entre Mildred y alguna ave del paraíso (Catedral gritando: «¡Hey, cuidado…!»), tambaleante en la brillante malla, y agarró una tira para equilibrarse. El extremo de Denny —salté— se rompió (entre espejo y prisma), pero él simplemente hizo girar el trozo suelto; finalmente lo enrolló en torno a la tira de algún otro y lo mantuvo en alto con ambas manos. Un extremo que alguien había dejado caer había caído serpenteando y se agitaba por entre la hierba iluminada por el fuego. Avancé, lo sujeté, y me incliné debajo de él, saltando primero sobre un pie, luego sobre el otro, y aullando. D-t y Araña y Cuervo y Catedral y Tarzán (realmente sabe bailar tan bien como los negros) y Jack el Destripador y Filamento y Ángel tejieron una malla: una cuerda vibró; otra colgó fláccida en catenarias entre trozos tensos. Gladis hizo una pausa, con un puño lleno de tela verde sobre su enorme barriga, oscilando y jadeando con la boca muy abierta. Se inclinó junto a una tira que se tensó contra su mejilla, se apartó, y empezó a dar palmadas.
Dejé de gritar pronto porque me dolía la garganta; y oí, entre las palmadas:
—¡Bunny, ¿por qué no vienes aquí y nos demuestras cómo se hace?!
—¡No seas tonto, querido! Nosotros solamente miramos.
—¡No, ven! Nunca te he visto bailar.
—Oh, vamos. Quiero ver lo que puedes hacer tú.
Algo en el fuego estalló; las chispas se alzaron por encima de las puntas de las llamas y cayeron como una lluvia. La miríada de estrechas parábolas se extinguió.
Dólar, con su granujienta espalda brillante de sudor, permanecía de pie en el centro del claro, los pies muy abiertos, las rodillas y la cabeza inclinadas. Cada palmada detonaba algo en su vientre que hacía oscilar sus manos, caderas y hombros.
Algunos de los chicos de la comuna estaban desnudos.
John bailaba con su barba castaña erizada, su cabello rubio echado hacia atrás y su orquídea de cobre agitándose en su mano por encima de su cabeza. Una muchacha se había enredado las piernas en la cadena al cruzarla y había caído; permaneció sentada largo rato, la cabeza hacia delante, el pelo del color de las hojas secas colgando sobre un pecho. Intentó ponerse en pie unas cuantas veces. Pero otro trozo de cadena cayó sobre su hombro cuando alguien soltó el otro extremo; la muchacha parecía demasiado pesada para levantarse.
Un grifo parpadeó dos veces: Adam se agitó y se estremeció. Cadenas y oscilante pelo resonaron y perdieron su lustre y se apagaron detrás de la remolineante bestia.
Bunny, ladrando agudamente como un perro faldero, con una docena de tiras aferradas entre sus alzados dedos, saltó bruscamente hacia delante, agitando hacia atrás su plateado pelo. Pimienta, inclinado detrás de él, le siguió, palmeando y sonriendo como un demonio.
Una mujer vieja y negra que había traído algunas de las cajas de la cena, fríamente silenciosa hasta entonces, cacareó y empezó también a dar palmadas. El hombre robusto y de pelo negro con la flauta de bambú había conseguido al fin quitarse sus pantalones y bailó delante de ella, intentando arrastrarla al círculo. Tocó su flauta y saltó: sus movimientos sonaban a falso, y por un momento pensé que ella iba a echarle. Pero se levantó y se puso a dar también palmadas siguiendo su ritmo…
Y yo salté al suelo, aterrizando sobre ambos talones, y la vibración ascendió hasta mi cuero cabelludo.
Me volví en medio del tumulto, buscando a alguien (Pensando: ¿De dónde ha venido…? ¿Por qué ahora…? ¿Qué…?, luego echando aquello a un lado e intentando simplemente aferrarlo); Lanya, con la camisa abierta y los faldones aleteando, los pechos agitándose, los ojos cerrados bajo estremecidos párpados, se volvió hacia mí detrás de al menos cinco cadenas. Alargué una mano entre ellas y sujeté sus hombros.
Sus ojos se abrieron bruscamente.
—Michael… —dije.
—¿Qué?
Una cadena se enredó en mi brazo; un prisma rascó mi muñeca. Dama de España estaba a un extremo, tirando.
—Mike Henry… —Bajé la vista entre mis codos, a la pisoteada hierba—. ¿Michael Henry…?
Uno de sus pies desnudos se movió.
—¿Qué es eso?
Muy lentamente, dije:
—Mi primer nombre de pila es Mike…, Michael. Mi segundo nombre es Henry. —Alcé la vista—. Mi apellido… ¿Fl…? ¿Fr…?
Lanya entrecerró los ojos. Luego agarró mi antebrazo con la misma mano con la que sujetaba su armónica.
Su extremo mordisqueó mi carne; lo cual me devolvió a la realidad:
—¿Qué es lo que he dicho?
Pero ella estaba mirando a nuestro alrededor, entre los demás.
—¡Denny!
—Lanya, ¿qué es lo que he dicho?
Sus ojos se volvieron bruscamente hacia mí. Exhibía una sonrisa curiosa, intensa y asustada.
—Has dicho que tu primer nombre de pila era —seguían dando palmadas a nuestro alrededor— Michael. Tu segundo nombre —una nueva palmada— era Henry. ¿Y tu apellido…?
Mi mandíbula se agarrotó de tal modo que toda mi cabeza se agitó.
—Yo… ¡por un momento lo tuve! Pero entonces, yo…
—Empieza con F. —Llamó de nuevo—: ¡Denny!
—¡Espera un momento! Espera, yo… ¡No, no puedo recordar! Pero el nombre de pila…
—… Michael Henry —dijo ella.
Denny apareció corriendo.
—¿Qué…? —Apoyó una mano en su hombro, una mano en el mío—. Oh, vamos, vais a…
—¡Díselo, Chico!
Dejé caer los codos de Lanya y tomé los de Denny. Respiraba muy afanosamente.
—Mi nombre es Michael… —otra palmada—, Henry… algo. Ahora no recuerdo el último. —Inspiré profundamente (¡clap!)—. ¡Pero dos de tres está muy bien! —Debía estar sonriendo ampliamente.
—¡Huau! —dijo Denny. Empezó a decir un par de cosas más, pero finalmente se limitó a encogerse de hombros y a devolverme la sonrisa.
—Yo tampoco sé qué decir —murmuré.
Lanya me dio un apretón. Casi estuvo a punto de hacerme caer.
Denny nos abrazó a los dos, metiendo su cabeza entre las nuestras y agitándola hacia delante y hacia atrás y riendo. Así que Lanya tuvo que sujetarle con una mano. Todos nos tambaleamos. Yo también puse mi brazo en torno a él. Alguien tensó una cadena contra mi espalda. O bien se rompió, o uno de los que la sujetaban la soltó. Nos tambaleamos de nuevo.
Alguien apoyó sus manos en mi espalda y dijo:
—¡Hey, cuidado! ¡No te caigas! —Paul Fenster, ni siquiera lo había visto entre los espectadores, me sujetó cuando nos separamos.
Lanya dijo:
—No importa si caemos, Paul. No pasa nada.
Releyendo esta descripción de Paul Fenster entre esos manchados cartones, este pensamiento: Puesto que la vida puede terminar en cualquier momento, las expectativas de revelación o peripecia, si no idénticas a, son al menos congruentes con la locura. Le dan significado a la vida, pero sus expectativas destruyen nuestra facultad de experimentar significado. Así que sigo escribiendo aún sobre esos incidentes. Pero ahora estoy interesado en el arte del incidente sólo en el aspecto que toca a la vida…, pero he escrito eso al menos en otros tres lugares entre esas páginas. Lo que no he escrito es que, debido a ello, me siento menos y menos interesado en la incidencia del arte. («¿Sexo sin culpabilidad?» ¡Entelequia sin anticipación!) Simplemente me pregunto si Paul hubiera hecho algo distinto aquella noche en el parque si hubiera sabido que iban a dispararle a la cabeza y al cuello, cuatro veces, seis horas más tarde.
Alguien echó otro largo de cadena dentro del círculo. Una mantis y un iguanodon la atraparon, tirando de ella por los dos lados, arrojando luces fantasmales. ¡Clap!
—Hey, me gusta tu escuela —dijo Denny—. He estado ayudando a Lanya con sus chicos.
—¿Te conté acerca de Denny, Paul? Fue él quien sugirió que hiciéramos esa excursión con la clase que resultó tan bien.
Dije:
—Nunca he visto a ningún niño allí. He oído sus voces. En la grabadora. Pero no creo que hayas tenido nunca ningún auténtico niño ahí dentro.
Lanya me miró de una forma extraña.
Fenster se echó a reír.
—Bueno, usted mismo nos trajo a cinco de ellos.
—Pero no había ninguno… —Dentro de mí, sentí como si dos superficies desunidas se hubieran deslizado y fusionado repentinamente; el alivio fue insoportable—. ¿Traje a cinco de ellos… a la escuela?
—Woodard, Rose, Sammy… —dijo Lanya.
—¿No lo recuerdas? —dijo Denny—. ¿Stevie? ¿Marceline?
—Lo recuerdo —dije—. Sé quién soy…
—Michael Henry —dijo Denny.
Apoyé una mano en el hombro de Fenster.
—Ve a bailar.
—No, no me gusta enseñar el culo.
Fruncí el ceño a los bailarines; sólo quince de los veinte estaban desnudos.
—Ve —dije. Le empujé; él retrocedió—. No tienes que quitarte la ropa. Simplemente baila.
Fenster miró a Lanya. ¿Como buscando su apoyo? En mi mente llameó la visión de él cerrando la blusa de ella sobre sus pechos, abrochando el botón superior, palmeando su cabeza y alejándose.
—Adelante. —Estaba irritado—. ¡Baila!
—Oh, vamos, Chico —dijo Lanya, tomando mi brazo.
Fenster se alejó, riendo.
—¿Nos sentamos? —preguntó Denny.
—Vamos —dijo Lanya—. Sentémonos.
Denny tomó mi otro brazo, pero liberé los dos con un gesto brusco.
Fenster caminaba entre los bailarines, ahora empujando y siendo empujado, ahora ayudando a una muchacha que llevaba una empapada camiseta y que cayó contra él, ahora agachándose debajo de una de las resplandecientes tiras de cadena tensas entre brillantes criaturas que saltaban junto al árbol.
—¿Qué estás intentando hacer? —preguntó Lanya.
—Quitarme la ropa. No la necesito…, ahora no. —Arrojé la bota encima de mi chaqueta. Alcé la barbilla y levanté las siete cadenas y el proyector. Los eslabones se me engancharon y tiraron de mis pezones. Las mantuve en alto, oscilando, y las solté. Algunas golpearon mi nariz y mi mejillas y mi oreja. Algunas cayeron sobre mi hombro y se deslizaron, tintineantes, hasta la hierba. Bajé la vista a los bucles gemelos en mi cinturón; me bajé los pantalones. Lanya sujetó mi brazo para que no cayera al liberar mi pie de la manilla.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Denny.
Intenté soltar el cierre a un lado de mi cuello. Tuve la impresión de que una hilera de insectos descendían por mi estómago, se enredaban en el vello de mi pubis. La cadena óptica colgó en torno a mi tobillo.
—Creo que la has roto —dijo Lanya.
—Puedo arreglarla —dijo Denny—. Tengo clavos…
—No —dije.
La gente de la comuna, la del nido, y la que simplemente había acudido para mirar, estaban palmeando y saltando junto al fuego. Otros siete, ladrando, gritando y aullando, rompieron el irregular anillo, giraron entre y debajo (una muchacha muy negra saltó por encima) de la cadena de cuentas que cruzaba y cruzaba el claro. Las cabezas de las bestias extinguían su luz como el cristal corta las volutas de humo; nuestras gargantas picaban en el denso aire.
Tres figuras en silueta, las cabezas muy juntas, avanzaron hacia mí, susurrando. Jetadecobre, en el centro, conferenciaba con Cuervo y Catedral. Cuervo y Jetadecobre iban desnudos. (El diferente rizado y color de su pelo, repentinamente brillante en sus sienes con el fuego a sus espaldas…) Jetadecobre tenía una mano sobre el hombro de Cuervo.
Jetadecobre estaba diciendo:
—¡Protección! ¿Entiendes eso? ¿Calkins pidiendo protección…?
Catedral dijo:
—Los escorpiones no protegen nada.
Jetadecobre dijo:
—Dispararon contra prácticamente todas las malditas ventanas del malditamente jodido edificio. ¡Hombre, fue algo grande!
Cuervo preguntó:
—¿Dispararon contra la casa de Calkins? ¿El francotirador…?
Jetadecobre dijo:
—¡No la casa de Calkins! ¡Y no fue ningún jodido francotirador! Fue la gente de aquellos grandes almacenes. ¿Recuerdas ese gran jodido apartamento en el que estaba Trece, allá en el piso dieciséis? ¡Maldita sea, hombre, hicieron saltar el lugar, prácticamente se cargaron todas las ventanas del edificio!
—¡Mierda, hombre! —Catedral agitó la cabeza—. Los blancos son casi tan malos como los negros.
—¡Protección! —zumbó Jetadecobre.
Cuervo se echó a reír.
Se alejaron en la oscuridad.
Contemplé el fuego. Una de las perneras de los pantalones estaba todavía en torno a uno de mis tobillos. La cadena óptica oscilaba con mis oscilaciones contra mi pantorrilla.
—Quiero… bailar.
—Entonces saca tu pie del dobladillo de tus pantalones —dijo Denny—. O tropezarás contigo mismo. —Sin embargo, sonaba como si no deseara que me fuese.
Cada ¡Clap! golpeaba algo dentro de mi cráneo que destellaba por sí mismo. Mis oídos resonaban como si sólo estuvieran a unos pocos centímetros de un enorme tambor. Cada explosión dejaba un alocado eco que tartamudeaba en el desmoronado sonido. Avancé unos pasos, masajeándome los genitales con una mano. Estaban muy sensibles. Avancé de nuevo.
—Cuidado…
Lanya debió sujetar mis pantalones pierna abajo con su pie, porque se soltaron. Trastabillé, pero mantuve el equilibrio. Hacia el baile.
Estaba de pie con un suéter negro de cuello vuelto, los brazos cruzados, entre los espectadores. No me vio mirarle. Pero Dama de España y D-t y un par más le vieron y dejaron de bailar. Prismas y lentes colgaban de mi cuello. Espejos y prismas colgaban de mi muñeca. Lentes y espejos se arrastraban a mis espaldas desde mi tobillo sobre la hierba.
Se movió un poco. La luz del fuego agitó su pátina barriendo su pelo castaño.
—¡Hey…! —dije en voz alta—. Ahora sé…, ahora sé quién soy. ¿Quién es usted?
Me miró, con el ceño fruncido.
—¿Quién es usted? —repetí—. Dígamelo. ¡Yo sé quién soy! —Unos pocos bailarines más se detuvieron para escuchar. Pero las palmas eran aún terriblemente fuertes. Agité la cabeza—. Casi…
—¿Chico? —preguntó; le había tomado todo aquel tiempo reconocerme, desnudo—. ¡Hey, Chico! ¿Cómo está?
Era el hombre que me había entrevistado en la fiesta de Calkins.
—No —dije—. Sé quién soy. Dígame quién es usted.
—William… —empezó—. ¿Bill…? —Y luego—: ¿No me recuerda?
—Le recuerdo. ¡Sólo quiero saber quién es!
—Bill —repitió. Y asintió con la cabeza, sonriendo.
Dos personas que se habían detenido para escuchar empezaron a palmear de nuevo.
—Sé eso —dije—. Lo recuerdo. ¿Cuál es su apellido?
Alzó un poco la cabeza. Su sonrisa (un dragón, pasando por su lado, manchó su rostro de un momentáneo verde) se tensó:
—Dígame usted el suyo. Yo le diré el mío. —Su boca permaneció un poco abierta, aguardando una risa a punto de brotar.
Pero la risa brotó de mí. ¿William…? Grité:
—¡Sé quién es! —y me encogí con la histeria—. ¡Sé…!
—Hey, Chico. Oh, vamos… —Lanya, ella y Denny me habían seguido, sujetó de nuevo mi brazo. Intenté liberarme, tropecé con las cadenas de los bailarines y me volví, agitando la mía. Pero ella mantuvo su posición; Denny tuvo que sujetarme también. Di otro paso y caí contra un muchacho al que no conocía y que gritó: «¡Uffff!» y me sujetó, riendo. Me volví al resplandor de un escudo, brillantemente ciego por un momento, y unos instantes más tarde las imágenes residuales pulsaron por todas partes.
—Vamos, hombre —no dejaba de decir Denny, tirando de mi brazo—. Cuidado… —y alzó una tira de cadena para que yo pudiera pasar por debajo.
—Eso está bien —dijo Lanya—. Por aquí…
Sentí un vahído y estuve a punto de caer. Fuego y ramas giraban sobre un cielo negro. Me apoyé en un tronco y me volví de espaldas a él:
—¡Pero sé cuál es mi nombre! Tiene que serlo. ¡No puede ser de nadie más! —no dejaba de decirles, luego estallé en una risa nerviosa que, cuando desapareció, me dejó el rostro crispado en una sonrisa tan enorme que me dolieron los músculos de la mandíbula y tuve que frotármelos con las manos—. ¡Esto tiene que ser lo que es él! Comprendéis por qué, ¿verdad? Quiero decir que lo comprendéis.
No lo comprendían.
Pero, por un tiempo, yo sí.
Y, reventando en mi nuevo conocimiento, bailé.
Nunca me lo pasé tan bien.
Luego regresé y me senté con ellos.
La mano de Denny estaba sobre mi rodilla; el hombro de Lanya se apoyaba en mi hombro, su brazo en mi brazo. Nos sentamos sobre las raíces, a tres metros del alto y hendido fuego, contemplando a los hombres y mujeres que bailaban y saltaban a los sonidos de sus propios cuerpos, el uno arqueado y golpeando la parte de atrás de sus muslos, el otro girando lentamente y gritando con fuerza cada vez que su corto pelo rozaba las colgantes ramas. Alguien danzaba con el cinturón suelto y agitándose. Y alguien más se estaba quitando los tejanos.
Bill, con los brazos cruzados sobre su suéter negro, entre los demás que miraban, miraba.
Me senté y jadeé y sonreí (con el sudor chorreando por mi espalda abajo), satisfecho ante el hecho absoluto de su revelada identidad, hasta que incluso eso, como deben hacer todos los absolutos, empezó a disolverse.
—¿Qué…? —Denny agitó su mano sobre mi pierna.
Lanya me miró, movió su hombro contra el mío.
Pero yo seguí sentado, maravillándome mientras se completaba la disolución, excitado y embotado a la vez por las discordantes palmadas que medían metronómicamente cada diferencial en el cambio…, hasta que ya no tuve más certeza del apellido de Bill de la que tenía del mío propio. Con sólo el recuerdo del conocimiento, y la maravilla ante su mecánica, fuera cual fuese, durante algunos minutos hice de ese conocimiento algo tan cierto para mí como mi propia existencia. Permanecí sentado, intentando elucidar aquel fallo de la mecánica que le había permitido deslizarse más allá de mi alcance.
Dragón Lady, con su bota, se destacó en otro lado de la pared de ladrillos de cenizas del hogar, luego se volvió para añadir sus roncas palabras a la discusión que tenía lugar a sus espaldas.
—¿Sabes? —dijo Lanya, mientras alguien arrojaba una rama encendida que aterrizó en el borde del fuego, con la llama del extremo sobre la hierba—, este lugar no va a estar aquí mañana.
—Eso está bien —dijo Denny.
Lanya se apretó más fuerte contra mí, alzó sus rodillas.
El baile estaba a todo nuestro alrededor. La pisoteada hierba se veía llena de enmarañadas cadenas, sencillas y enjoyadas. La mayoría de los escorpiones llameaban, incendiar-al llevar el coñac aquella tarde a casa de Tak —me disculpé por haber abierto una de las botellas—, pareció realmente sorprendido.
Salió por la puerta del cobertizo al tejado, rascándose el pecho y la barbilla y aún medio dormido. Pero diciendo que se alegraba de verme.
aquí más tiempo.
La curiosidad se apoderó de mí.
Una cama había sido volcada contra la puerta, pero cayó resonando hacia atrás tan pronto como empujé. Habían puesto barrotes en las ventanas que llegaban hasta el suelo, pero los cristales estaban rotos en su mayoría, y en el único que quedaba descubrí tres de aquellos pequeños agujeros rodeados por un halo que consigues con una bala. Todavía había un par de sacos de dormir por allí. Todavía quedaban junto a las paredes algunas de las cosas que habían decorado el lugar: y un gran león, casi de tamaño natural, se agazapaba junto a un montón de repuestos de automóviles y otra basura metálica. El cuerpo y la cabeza de una bomba estaban apoyados contra un rincón.
(—Me pregunto qué le ocurrió a la mujer que estaba preparando eso —dijo Lanya cuando se lo conté, más tarde—. Era eurasiática, ¿sabes? Era una persona absolutamente increíble; quiero decir, incluso aparte de construir esa cosa.)
Las paredes de dos habitaciones estaban ennegrecidas por el fuego. Vi un lugar donde un póster había ardido por completo. Y otro lugar donde quedaba aún una cuarta parte de otro: George en el desierto nocturno. Supongo que arriba la mayor parte de las habitaciones nunca habían tenido puerta. Todo era una ruina. Grandes trozos de yeso habían sido arrancados de las paredes. En una ocasión escuché lo que creí que era un gemido, pero cuando corrí hacia la destrozada habitación de arriba —había herramientas esparcidas por todo el suelo, destornilladores, clavos, alicates, llaves inglesas—, no era más que una chirriante contraventana o algo parecido. No sé exactamente lo que era. Atornillada a la pared había una plancha donde habían grabado iniciales, nombres, frases, algunas escritas en caprichosas combinaciones de rotuladores de color, otras garabateadas con tinta negra. Cerca de la parte inferior, tallada claramente con alguna hoja pequeña: June R. Lanya dice que tiene que encontrar alguna farmacia abandonada o algún lugar donde conseguir pastillas anticonceptivas ahora, dentro de los próximos tres meses. Denny está preocupado por su pequeña amiguita. Dice que estaba enferma la última vez que él estuvo por ahí:
—… con fiebre, hombre. Y todo lo demás. Apenas podía moverse, bajo las mantas.
Nadie en la comuna, ni en el bar, ni en la iglesia —ni George ni la Reverenda Amy— saben dónde fueron todos, o siquiera qué ocurrió realmente. Pero si alguien le hiciera eso a la Casa, yo me preocuparía por el nido. ¿Era June la chica rubia que describieron? Supongo y espero que sí.
Denny se subió a la balaustrada para caminar, con las manos extendidas para mantener el equilibrio, por el borde del tejado. Lanya no dejó de correr a su lado y gritarle: «¡Buuu!», como si pretendiera hacerle caer. Pensé que era divertido, pero Tak dijo por favor parad porque eran ocho pisos y aquello hacía que se le anudara el estómago de miedo.
Así que vinieron conmigo al cobertizo.
Una vez dentro, Denny dijo:
—¡Hey, mirad lo que tiene Tak en la pared!
Pensé que se refería a George, pero era la entrevista conmigo de la fiesta de Calkins en el Times. Tak la había clavado con chínchelas a la pared justo al lado de dentro de la puerta. Los bordes estaban ya amarillentos.
—La tengo aquí para inspirarme —dijo Tak—. Me gusta. Me alegra saber que, después de todo esto, el periódico dice que estás preparando otro libro.
—Sí —dije—. Claro. Gracias. —En realidad no deseaba hablar de ello. Salí fuera, porque él me estaba mirando un poco de soslayo. Pero Tak es bueno en captar cosas como ésa.
A nuestro alrededor, el cielo estaba tan cerca como plomo estrujado. El primer puntal del puente apenas era visible a través de él, como una sola ala de algún impreciso pájaro que, en cualquier momento, podía echarse a volar hacia cualquier otro lado.
Tak tiró del corcho de la botella abierta.
—Bueno. Bebamos un poco. —Se acuclilló, con la espalda apoyada contra la pared del cobertizo. Nos sentamos a su lado. Denny dio un sorbo, hizo una mueca, y desde entonces se limitó a pasar la botella a Lanya y a mí.
—Tak —dije—, ¿puedes explicarme algo? —Le pregunté acerca de las burbujas en torno a la parte interior de los vasos—. Creí que podía tener algo que ver con la presión del agua de la ciudad. ¿Quizá esté bajando y eso haga que el anillo vaya subiendo?
—Creo —dijo Tak al verdoso cuello de la botella— que más bien tiene que ver con quién lava vuestros vasos. ¿Ves?, lavas un vaso, y pasas el dedo por la parte de dentro para quitar la suciedad, y dejas tras de él una delgada película. Pero tu dedo no alcanza el fondo. Más tarde pones agua en el vaso, y el aire que hay mezclado con ella se une para formar burbujas. Pero las burbujas necesitan algo para nuclearse. Así que las imperfecciones en el cristal y la suciedad que haya podido quedar encima de la línea de grasa son los lugares más fáciles para nuclearse; así obtienes esa línea definida…
—¿Quieres decir —murmuré— que el que lava los vasos mete su dedo cada vez menos a medida que pasan los días?
Tak se echó a reír y asintió.
—¿No te alegras de conocer a alguien que tenga una cierta idea de tecnología? Más altas las burbujas del agua, menos presión. Puedes volverte paranoico con cosas como ésta si no sabes lo que estás haciendo.
—Sí —y tomé la botella y bebí.
Y durante los siguientes quince segundos, el cielo del atardecer, opaco como el fondo de un pote de aluminio, se oscureció hasta hacerse completamente de noche.
A los cinco segundos de oscurecer, Denny dijo con voz estrangulada:
—Jesús, ¿qué…? —y se puso en pie.
Había un ruido como el de un avión acercándose. Siguió acercándose mientras yo observaba los rasgos de Denny adquirir un tono azul oscuro.
Lanya sujetó mi brazo, y me volví para contemplar su rostro azul, y todo a su alrededor hacerse negro.
Si era un avión, iba a estrellarse contra nosotros.
Giré bruscamente la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha y hacia arriba (me golpeé la nuca contra la pared) y hacia abajo, intentando ver.
Otro sonido, por debajo del rugir, a mi lado: ¿Tak poniéndose en pie?
Algo humedeció mi mano en el papel embreado a mi lado. Debía haber volcado la botella de coñac.
Bruscamente una luz blanca manchó el horizonte, cortada por la silueta de una torre de aguas.
No me sentía asustado, pero mi corazón latía tan lentamente y de una forma tan dura que mi barbilla se agitaba a cada latido.
La luz empezó a ascender por el cielo.
Ahora podía entrever a Tak de pie a mi lado. Su sombra se hizo más precisa en el papel embreado de la pared.
El sonido… ¡cuajó!
La luz se hendió. Cada brazo hizo zig y zag, de una forma separada, con sus bordes deshilachados y un brillo de magnesio. El brazo derecho se escindió de nuevo. El izquierdo estaba casi directamente encima de nosotros.
Y Tak no tenía ninguna sombra. Me puse en pie, ayudé a Lanya a…
Parte de la luz parpadeó y desapareció. Vino más. Y más.
—¿Pero qué es…? —susurró ella junto a mi oído, señalando. Desde el horizonte, otra luz orlaba el cielo, fragmentada, lo cruzaba.
—¿Son… relámpagos? —gritó Denny.
—¡Parecen relámpagos! —gritó Tak como un eco.
Alguien dijo:
—¡Porque George no tiene ese brillo!
El pálido rostro de Tak se crispó como golpeado por la lluvia. El aire era seco. Entonces me di cuenta de lo frío que era.
Los nódulos de aquella descarga eran demasiado brillantes para mirarlos directamente. Las nubes —arena, plomo o acero— ascendían por el cielo, creando cañones, desfiladeros, gargantas, ¡porque los relámpagos eran demasiado lentos, demasiado anchos, demasiado grandes!
¿Era aquello un trueno? Rugía como una escuadrilla de aviones a reacción cruzando por encima de la ciudad, y a veces parecía como si uno de ellos se estrellara o algo así, y el rostro de Lanya
Aquí falta una página, posiblemente dos.
No recuerdo quién tuvo la Idea, pero durante el altercado, por un rato, argumenté:
—¿Pero qué hay acerca de Madame Brown? Además, me gusta aquí. ¿Qué vamos a hacer cuando tú estés en la escuela? Tu cama es estupenda para la noche, pero no podemos dormir durante tanto tiempo.
Lanya, después de responder cuerdamente a eso, dijo:
—Mira, inténtalo. Denny quiere venir. El nido puede pasarse sin ti unos cuantos días. Quizá puedas escribir mejor. —Tomó el papel que había caído detrás de la Harley, trepó sobre ella, salió de debajo del altillo, se puso de puntillas con la cabeza alzada y me besó. Y se metió el papel en el bolsillo de su blusa…, al inclinarse, se había caído de sus tejanos.
Pasé las piernas por el borde del altillo y me dejé caer.
—De acuerdo.
Así, Denny y yo pasamos lo que yo llamo tres días y ella llama uno («¡Vinisteis a última hora de la tarde, pasasteis la noche y el día siguiente, luego os fuisteis a la mañana siguiente! Eso hace un día completo, un poco largo por ambos lados.» «Eso debería contar al menos por dos», dije yo. «Ha parecido mucho tiempo…»), lo cual no fue tan malo, pero…, no sé.
La primera noche Madame Brown preparó la cena a base de cosas enlatadas, con Denny diciendo constantemente: «¿No va a dejarme hacer nada…?» «¿Está segura de que no puedo hacer nada…?» «Mire, haré…», y finalmente lavó algunos platos y trastos.
—¿Qué están preparando? —pregunté, pero no me oyeron, así que me senté en la silla junto a la mesa tabaleando alternativamente en la pared con el respaldo de la silla y en el suelo con las patas delanteras; y bebí dos vasos de vino.
Llegó Lanya y me preguntó por qué estaba tan quieto.
tan fuerte como pude:
—¡Lanya! ¡Denny! —Si respondieron, no pude oírles; y estaba demasiado ronco de gritar. El letrero de la calle repicaba en su alvéolo…, el viento era así de fuerte.
Di otra media docena de pasos, el pie desnudo en el bordillo, la bota en la calzada. Bocanadas de polvo azotaron mi rostro. Mi sombra se tambaleó a mi alrededor sobre el pavimento, haciéndose más definida, más confusa, más oscilante.
La gente avanzaba calle abajo, mientras la oscuridad llameaba a sus espaldas.
Aquel lento, loco relampagueo rodaba bajo el cielo.
El grupo se apelotonaba hacia mí; algunos hacían fintas hacia delante.
Una figura en la parte delantera sostenía a otra, que parecía herida. Se me ocurrió que se trataba de la comuna, con John y Mildred a la cabeza, y que algo le había ocurrido a John. Un brillo entre las nubes…
Estaban diez metros más cerca cuando pensé:
George, mirando al cielo a su alrededor, sus gruesos labios una húmeda cueva en torno al brillo de sus dientes, sus pupilas rodeadas de blanco, y un resplandor orlando sus húmedas y venosas sienes, sujetaba a la Reverenda Tayler; ella permanecía inclinada hacia delante (¿llorando? ¿riendo? ¿frunciendo los ojos ante la luz? ¿buscando algo en el suelo?), su pelo áspero como esquisto, sus nudillos y el dorso de sus uñas más oscuros que la piel entre ellos.
—Estoy pensando —dije.
—¿En un poema? —preguntó Madame Brown.
Comimos. Después de la cena seguimos todos sentados y bebimos algo, yo un poco más que los demás, pero Madame Brown y yo hablamos de algunas cosas: su trabajo, lo que ocurría cuando un escorpión corría («Hace usted que suene tan saludable, quiero decir como un viaje con la clase. No estoy tan segura de que ahora me guste tanto la idea. Sonaba muy excitante antes de que usted me hablara de ello.»), los problemas de los médicos en la ciudad, George. Me gusta Madame Brown. Y es lista como el demonio.
De vuelta a la habitación de Lanya, me senté en el escritorio junto a la ventana, contemplando mi bloc de notas. Lanya y Denny se fueron a la cama. («No, la luz no nos molesta»), y después de unos quince minutos, me reuní con ellos, e hicimos el amor lánguida y crispadamente, con esa curiosa sincopación del turnémonos; pero fue todo un viaje. Estuve a punto de derribar cuatro veces esa gran maceta de plantas junto a la cama.
Me desperté antes de que la ventana se hubiera iluminado, me levanté y merodeé un poco por la casa. En la cocina, consideré la posibilidad de emborracharme. En vez de ello me preparé una taza de café instantáneo, bebí la mitad, y merodeé un poco más. Miré de vuelta en la habitación de Lanya: Denny estaba dormido contra la pared. Lanya estaba tendida de espaldas, con los ojos abiertos.
Me sonrió.
Yo estaba desnudo.
—¿No puedes dormir?
—Ajá. —Fui hacia ella, me arrodillé junto a la cama, la abracé.
—Sigue. Pasea un poco más. Necesito otro par de horas. —Se volvió de lado. Tomé el viejo bloc de notas, me senté con las piernas cruzadas en el suelo, pensando en escribir lo que había ocurrido hasta entonces.
O un poema.
No hice ninguna de las dos cosas.
Miré en el cajón de arriba del escritorio…, parecía como si hubieran pegado papel sobre toda la madera del fondo, y luego lo hubieran arrancado tanto como habían podido. Ella había dicho que unos amigos lo habían sacado del escaparate de una tienda incendiada a unas cuantas manzanas colina abajo.
Tomé los poemas que ella había guardado allí, los desplegué sobre la rasposa madera: escritos sobre cualquier tipo de papel, mugrientos aquí y allá (cayeron unos tallos de begonia empenachados de rojo), e intenté leerlos.
No pude.
Pensé seriamente en hacerlos pedazos.
No lo hice.
Pero comprendí mucho acerca de la gente que lo hacía.
Miré de nuevo a Lanya; los hombros desnudos, la nuca, un puño asomando por debajo de la almohada.
Merodeé un poco más.
Volví a la cama.
Denny alzó la cabeza con un movimiento brusco, parpadeando. No supo dónde estaba. Froté su nuca y susurré:
—Todo está bien, muchacho… —Volvió a dejar caer la cabeza, acurrucándose contra el sobaco de Lanya. Ella se volvió de él hacia mí.
Uno o la otra se levantó por la noche a orinar, volvió a la cama apartando las plantas, y jodimos, dura y un poco ruidosamente, creo.
Por la mañana nos levantamos a la vez.
Observé que Lanya observaba que yo me mostraba tranquilo. Ella observó que yo lo observaba y se echó a reír.
Después del café fuimos todos caminando a la escuela. Denny pidió quedarse por allí para las clases. Entonces me di cuenta que ella se estaba preguntando si dos días seguidos eran una buena idea. Pero dijo:
—Claro —y les dejé y volví a la casa, deteniéndome una vez para preguntarme si no debería volver más bien al nido.
Madame Brown y yo comimos de nuevo juntos.
—¿Disfruta de su visita?
—Sigo pensando mucho —le dije—. Pero también pienso que todo ese pensamiento está a punto de dejarme fuera de combate.
—¿Su poesía?
—No he escrito ni una palabra. Supongo que simplemente me resulta difícil escribir aquí.
—Lanya dijo que no estaba escribiendo demasiado en su casa tampoco. Dijo que creía que había demasiada gente alrededor.
—No creo que sea ésa la razón.
Hablamos un poco más.
Luego llegué a una decisión:
—Voy a volver al nido. Dígaselo a Lanya y Denny cuando regresen, ¿quiere?
—De acuerdo. —Me miró dubitativa sobre una cucharada sopera llena de vichysoise Cross & Blackwell—. ¿No quiere esperar y decírselo usted mismo cuando vuelvan?
Me serví otro vaso de vino.
—No.
Cuando llamó el próximo paciente, tomé mi bloc de notas y me fui paseando (durante cinco extraños minutos, a mitad de camino, creí que me había perdido) de vuelta al nido.
Tarzán y los monos, todos en los escalones, se alegraron enormemente de verme. Sacerdote, California y Catedral practicaron su gran rutina de palmadas en la espalda en el pasillo. Cristal hizo una inclinación de cabeza, amistosa pero abiertamente no comprometedora. Y tuve un claro pensamiento: Si me voy, Cristal, no Jetadecobre, se convertirá en el jefe.
Trepé al altillo, le dije a Mike, el amigo de Devastación, que sacara su jodido culo de allí.
—Oh, sí, Chico. Claro, lo siento. Bajaré…
—Puedes quedarte —le dije—. Sólo échate a un lado. —Luego me tendí con mi bloc de notas bajo el hombro y me quedé dormido, ¡plas!
Me desperté envarado pero buscando mi bolígrafo. Llevé un poco de papel azul a los escalones de atrás, apoyé la tabla de pino sobre mis rodillas y escribí y escribí y escribí.
Fui a la cocina a buscar un poco de agua.
Lanya y Denny estaban allí.
—Oh, hola.
Volví al porche y escribí un poco más. Finalmente fue
La negra pecosa con el pelo color ladrillo, entre rostros más negros, caminaba detrás de ellos; con el ciegomudo; y el rubio mexicano.
Alguien estaba gritando, entre los gritos de los demás:
—¿Oís sus aviones? ¿Oís todos sus aviones? —(No podían haber sido aviones)—. ¡Sus aviones vuelan horriblemente bajo! ¡Van a estrellarse! ¿Oís…? —en cuyo momento la fachada del edificio al otro lado crujió, de arriba a abajo, y se hinchó hacia fuera tan lentamente que me pregunté cómo era posible. Cornisas, remates de piedra, marcos de ventanas, cristales y ladrillos golpearon la calle.
Gritaron —pude oír los gritos por encima de la explosión porque algunos estaban ya a mi alrededor—, y corrieron hacia la pared más cercana, arrastrándome con ellos, y me vi aplastado contra la gente que tenía delante, y el aire escapó de mis pulmones a causa de la gente que tenía detrás, gritando; alguien tendió una mano por encima de mi hombro, buscando apoyo, justo al lado de mi oreja, y estuvo a punto de arrancármela. Más gente (¿o algo?) golpeó a la otra gente detrás de mí, muy fuerte.
Tosiendo y forcejeando, me volví para empujar a alguien de atrás. Al otro lado de la calle, las vigas, sucias de yeso y ladrillos, teselaban el luminoso polvo. Me aparté tambaleante de la pared, entre la tambaleante multitud, y tropecé con una robusta mujer caída sobre manos y rodillas y agitando la cabeza. Intenté levantarla, pero ella se dejó caer de nuevo sobre sus rodillas.
Me di cuenta de que lo que estaba intentando hacer era volver a meter un montón de latas de zumo de tomate y de piña y arrugados envoltorios de galletas en su volcado cesto de la compra. Su abrigo negro estaba abierto a su alrededor sobre fragmentos de ladrillos.
Desperté solo.
Las hojas se arqueaban sobre mí. Miré hacia arriba por entre ellas. Soplé una vez para ver si se movían, pero estaban demasiado lejos. Cerré los ojos.
—Hey —dijo Denny—. ¿Estás dormido? —Abrí los ojos.
—Que te jodan si lo estoy.
—Acabo de acompañar a Lanya a la escuela. —Se apoyó en la jamba de la puerta, sujetando sus cadenas—. Es bonito aquí, ¿eh?
Me senté a un lado de la cama.
—Pero no hay demasiado que hacer… Es considerado por su parte tenernos aquí, quiero decir dejar quedarnos un tiempo, ¿no crees?
Asentí.
Un par de horas más tarde me dijo que iba a salir. Pasé el resto de la mañana contemplando una hoja de papel o merodeando.
Madame Brown, al salir de su oficina, me vio una vez y dijo:
—Parece usted raro. ¿Le ocurre algo?
—No.
—¿Simplemente está aburrido?
—No —dije—. No estoy en absoluto aburrido. Estoy pensando mucho.
—¿Puede dejarlo el tiempo suficiente como para hacer una pausa y desayunar?
—Por supuesto. —No había desayunado.
Ensalada de atún.
Peras en lata.
Tomamos ambos un par de vasos de vino. Ella me preguntó por mis impresiones acerca del carácter de: Tak, Lanya, Denny, uno de sus pacientes que había conocido en una ocasión en el bar; se las dije, y ella creyó que lo que le decía era interesante; me dijo las suyas, y yo creí que eran también interesantes, e hicieron cambiar las mías; así que le dije los cambios. Luego llegó el próximo de sus pacientes, y regresé a contemplar mi papel; a merodear; a contemplar.
Que fue lo que estaba haciendo cuando entraron Lanya y Denny. Él había vuelto a la escuela para ayudar a dar clases.
—Denny sugirió que diéramos un paseo con la clase, para ver la ciudad. Lo hicimos. Resultó una idea excelente. Siendo dos, no tuvimos ningún problema en manejar a los niños. Fue una idea estupenda, Denny. De veras. —Luego me preguntó si había escrito algo.
—No.
—Pareces extraño —me dijo.
—No, no lo es —dijo Denny—. Simplemente da esa impresión algunas veces.
Lanya hizo mmmm. Supongo que me conoce mejor que él.
Denny estaba realmente intentando ser útil…, un rasgo que, pese a lo agradable que es siempre, nunca antes había visto en él. Le ayudé a hacer un par de cosas para Madame Brown: explorar el sótano, bajar una silla, subir un aparador que ella había encontrado en la calle y había conseguido llevar hasta la puerta de atrás.
Fue una tarde agradable.
Me pregunté si la estaba estropeando cuando sugerí:
—Quizá debiéramos volver al nido esta noche.
Lanya dijo:
—No. Deberías utilizar un poco de esta aburrida paz y quietud para trabajar.
—No estoy aburrido —dije. Y decidí sentarme frente a un trozo de papel durante al menos una hora. Lo hice: no escribí nada. Pero mi cerebro burbujeó y se agitó y rodó en mi cráneo como un huevo hirviendo en un cazo con agua.
Una lata rodó contra mi pie. Estaba vacía.
Ella se tendió más hacia allá, apoyando su mejilla contra el pavimento, para alcanzar las latas que habían ido más lejos. Me incliné para alzarla una vez más. Entonces alguien, tirando de ella desde el otro lado, gritó:
—¡Venga! —(¡V’ngá! La primera vocal casi ausente, todo el peso en la segunda, convertida casi en un ladrido; la n una especie de punto de apoyo sobre el que descansar la g como una bisagra para dar salida a la á.) Alcé la vista, sin soltarla.
Era George.
Ella se puso en pie entre los dos, gritando:
—¡Ahhhhhhhh…! ¡Annnnn! ¡No me toque! ¡Ahhhhhhh…, no me toque, negro! —Se tambaleó y se liberó de nuestras manos. No la vi mirar a ninguno de los dos—. ¡Ahhh…, vi lo que hizo! ¡A esa pobre chiquita blanca que no pudo hacer nada contra usted! ¡Nosotros lo vimos! ¡Todos nosotros lo vimos! Ella iba buscándole, preguntando por usted por todos lados, preguntándole a todo el mundo dónde estaba usted todo el tiempo, y usted la tomó, la tomó de esa forma, ¡simplemente la tomó de la forma en que lo hizo! ¡Y vea lo que ocurrió! ¡Sí, véalo! ¡Oh, Dios, oh ayúdame, no me toque, oh Dios! ¡Oh, vamos! —gritó de nuevo George, cuando ella empezaba a derrumbarse otra vez. Un nuevo tirón; ella se liberó de mi mano. El abrigo hizo que mis palmas picaran. Mientras me apartaba hacia un lado, ella aún seguía gritando:
—¡Los blancos se van a ocupar de usted, negro! ¡Los blancos van a matarnos a todos a causa de lo que usted le hizo hoy a esa pobre chiquita blanca! ¡Usted ha reventado los escaparates de las tiendas, ha roto todas las farolas, ha subido y ha arrancado las manecillas del reloj! ¡Ha estado violando y robando y haciendo de todo! ¡Oh, Dios, va a haber disparos e incendios y sangre derramada por todas partes! Van a disparar contra todo el mundo ahí en Jackson. Oh, Dios, oh, Dios, ¡no me toque!
—Cállese de una vez, mujer, y recoja su maldita basura —dijo George.
Lo cual, cuando mire hacia atrás unos segundos más tarde, era precisamente lo que ella estaba haciendo.
George, a tres metros de distancia, estaba agachado para levantar una losa que llovía yeso por todos lados, mientras otra mujer tiraba de una figura que se debatía debajo. Un puñado de grava, procedente de alguna parte, golpeó contra mi hombro, y me agaché hacia delante.
Frente a mí, girando y girando en el plateado desastre, la Reverenda Amy miraba hacia arriba con ojos entrecerrados, los puños agitándose contra sus oídos, hasta que sus dedos se abrieron catatónicamente; el rostro vuelto hacia arriba estaba surcado por lo que creí que era rabia; pero giró de nuevo y vi que la expresión que se debatía entre sus rasgos era lo más cercano al éxtasis.
Trepé sobre ladrillos caídos. La orquídea giraba y saltaba sobre mi estómago.
El ciegomudo estaba sentado en el bordillo cerca de la boca de incendios. El rubio mexicano y la negra del pelo color ladrillo estaban acuclillados a ambos lados. Ella lo tenía sujeto por la mano, apretando su puño, los dedos moviéndose y moviéndose, a cada contacto, contra su palma.
Rebusqué entre mis cadenas, encontré la esfera del proyector y accioné el botón.
El disco de luz azul se deslizó hacia arriba sobre el bordillo lleno de cascotes cuando subí a la acera.
Alzaron la vista, dos de ellos con ojos escarlatas como burbujas de sangre.
Las órbitas del mudo (giró la cabeza hacia mí) eran como vacías copas llenas de sombra.
Hubo un repentino picor en mi garganta a causa del humo; el humo se alejó. Grité:
—¿Qué están haciendo?
El mexicano arrastró sus botas hacia atrás, contra el bordillo. La mujer apoyó su otra mano en el hombro del mudo.
Observé sus movimientos de sorpresa. Traducidos a sus manos por medio de los brazos del ciegomudo, le dieron su único conocimiento de mí. Su rostro se inclinó hacia delante; su mano se cerró sobre la de la mujer…, mi conocimiento de lo que él sabía. Pensando: Necesita tan poca información… Aunque yo estoy encajado en luz y sus ojos orbitados en plástico, en la sobredeterminada matriz, traducida y traducida, quizá su conocimiento de mí sea aún más completo.
¿Estaba asustado de sus ojos rojos?
¿En qué se convierte mi bestia azul detrás de las cápsulas escarlatas?
La gente gritó.
Yo grité más fuerte:
—¿Qué está pasando? ¿Qué ocurre ahora? ¿Lo saben? —y terminé tosiendo en más humo.
La negra del pelo color ladrillo agitó la cabeza, con una mano delante de su boca, dudando entre si tranquilizarme, acercar sus labios a mí o empujarme lejos.
—Alguien puso una bomba en… ¿No es eso lo que han hecho? ¿No es eso lo que dijeron que harían? Alguien puso una bomba en…
—¡No! —dijo con voz fuerte el mexicano. Sacudió los hombros del ciegomudo—. No fue nada…, no fue nada de eso. —Hizo poner al ciegomudo en pie.
Me volví para ver a hombres y mujeres tambalearse hacia mí, contra la luminosa bruma. Y algo detrás de la bruma parpadeó. Me metí en la calle.
—¡No fue ninguna bomba! —chirrió tras de mí el hombre o la mujer—. ¡Ellos le dispararon! Desde arriba el tejado. ¡Algún chico blanco loco! ¡Le disparó y lo mató en medio de la calle! Oh, Dios mío…
Algo cálido chapoteó contra mi tobillo.
El agua rodaba entre los gibosos adoquines, brillante como mercurio bajo las descargas del colapsado y negro cielo. La calle era una red de plata y yo la crucé rápidamente, golpeando con el hombro contra una mujer que giró —gritando— su arañado rostro detrás de mí, derribando casi a otro hombre pero empujándolo con ambas manos; una repentina bocanada de calor golpeó el techo de mis órbitas. Cerré fuertemente los párpados, avancé a través de ello y de más polvo, enganchando la puntera de mi bota con algo que casi me hizo caer. Tosí y me tambaleé, con el dorso de la mano apretado contra mi boca.
Algo azotó mi nuca, tan frío que pensé que era agua. Pero sólo era aire. Con los ojos llenos de lágrimas, la garganta intentando liberarse espasmódicamente del polvo atrapado en ella, me tambaleé una docena de pasos más, hasta que alguien me sujetó y me erguí, contemplando otro rostro negro.
—¡Es Chico! —gritó Dragón Lady a alguien, y pasó un brazo en torno mío para impedir que cayera.
Unos pasos detrás de ella, Cristal se volvió para mirarme.
—¿Eh?
Más allá, contra una pantalla de nubes que giraban lentamente, el lado de un edificio de veinte pisos se desgarró, colapsándose lentamente de la estructura interna de metal. Pero eso debió ser a unas cinco manzanas de distancia.
—¡Jesucristo…! —dijo D-t, luego me miró—. Chico, ¿todos vosotros…? —y el sonido llegó hasta nosotros, llenando el espacio a nuestro alrededor de la misma forma que lo haría un volcán entrando en erupción.
Pasado el estruendo, pude oír gente a mis espaldas, gritando todavía: tres voces distintas balbuceaban instrucciones entre otras cincuenta más a las que no parecía importarles nada.
—¡Maldita sea! —dijo D-t—. ¡Vamos!
Alguien había esparcido rollos de lo que parecía cable de ascensor por toda la acera. También estaban grasientos; así que tras la primera docena de pasos cruzándolos, llegamos a la calle.
Y los gritos detrás nuestro se habían fundido a una única, distante, insistente voz:
—¡Esperad, maldita sea! ¡Me habéis oído, hijos de madre, esperadme! —cada vez más cerca—. ¡Esperadme, maldita sea! ¡Esperad…!
Miré hacia atrás.
Bola de Fuego, puñeando, inclinado hacia delante desde la cintura y con la cabeza echada hacia atrás, corrió directamente hacia Cristal, que lo sujetó por el brazo. Bola de Fuego se tambaleó hacia atrás, jadeando y exclamando:
—¡Esperadme, maldita sea! Condenados negros… —Inspiró tan ruidosamente como si estuviera vomitando—. ¿Por qué no me habéis esperado? —Iba descalzo, sin camisa; media docena de cadenas colgaban y tintineaban de su cuello mientras permanecía inclinado, jadeante, sujetándose el estómago. En mitad de un pulso de luz vi que tenía un gran arañazo que descendía por su mandíbula y cruzaba su clavícula, como si algo hubiera caído sobre él mientras corría. Su rostro estaba estriado de lágrimas, que se secó con el dorso de su puño—. ¡Malditos jodidos negros, esperadme!
—Vamos —dijo D-t—. Ahora ya estás bien.
Pensé que Bola de Fuego iba a derrumbarse intentando recuperar el aliento.
Alguien más esprintó calle arriba, saliendo del humo. Era Araña. Parecía muy joven, muy alto, muy negro, muy asustado. Respirando pesadamente, preguntó:
—¿Está bien Bola de Fuego? Creí que una maldita pared le había caído encima.
—Está bien —dijo D-t—. ¡Ahora vámonos!
Bola de Fuego asintió y echó a andar.
Cristal lo soltó y avanzó a mi lado. Su chaqueta de vinilo estaba sucia con polvo de yeso.
—Hey —dije—, tengo que encontrar a Lanya y Denny. Se supone que iban de vuelta al nido…
—¡Oh, maldita sea, negro! —Bola se Fuego se retorció hacia atrás para mirar. Su rostro estaba sucio, y parte de la suciedad era sangre—. Deja a los jodidos blancos que se las apañen, ¿quieres? ¿Acaso no puedes pensar en nada que no sea tu pajarito?
—¡Tú lo que tienes que hacer es preocuparte de ti! —Dragón Lady empujó secamente a Bola de Fuego por el hombro con el talón de su mano; cuando él se estremeció, sujetó su brazo como si fueran a pasear juntos—. Corta ya esa mierda de «negro», ¿eh? ¿Qué te crees que eres tú, un indio piel roja?
—No tenemos ningún nido —dijo Cristal—. Ya no.
—Si han tenido un poco de buen sentido —dijo D-t—, habrán intentado salirse también. Quizá nos encontremos con ellos en el puente.
—¿Qué les ha ocurrido a los otros? —pregunté—. ¿Cuervo, Tarzán, Catedral? Dama de España… ¿Qué hay de Baby y Adam?
Dragón Lady ni siquiera miró hacia atrás.
—Tú fuiste el último en salir —dijo D-t a Araña—. ¿Les viste?
Araña miró a D-t, a mí, luego de nuevo a él.
—No. —Bajó la vista hacia su cinturón, cuyo extremo sujetaba, ligeramente retorcido, con sus largos y negros dedos.
—Quizá los encontremos —dijo Dragón Lady, soltando el brazo de Bola de Fuego pero sin mirar hacia atrás. Podría jurar que tenía el ceño fruncido—. En el puente. Como él dice. —O cualquier otro.
Caminé otros cinco pasos, contemplando el húmedo pavimento, sintiendo el mordisco del aturdimiento. Me hormigueaban los dedos. También las plantas de ambos pies. Luego alcé la vista y dije:
—¡Bien, maldita sea, el puente está por ahí! —Y fue en aquel momento cuando empezó aquel crujir increíblemente fuerte a nuestra izquierda.
Todos alzamos la vista, volvimos nuestras cabezas, retrocedimos juntos. Araña se separó de los demás, corrió una docena de pasos, se dio cuenta de que no le seguíamos y volvió para mirar también.
Cuatro pisos más arriba, el fuego brotó bruscamente por una ventana. Las llamas se alzaron como tela amarilla bajo una fuerte corriente de aire; chispas y cristales cayeron por entre los ladrillos.
Otras dos ventanas entraron en erupción. (Me golpeé el talón desnudo con el bordillo.) Luego otra…, tan separadas como el tictaqueo de un reloj.
Echamos a correr.
No en la dirección que yo había dicho, porque esa calle era una confusión de humo y llamear. Al final de otra manzana, giramos la esquina y corrimos por la inclinada acera hacia abajo. Había agua a todo lo largo de un extremo.
D-t y yo chapoteamos en ella, observando como las altas paredes de ladrillo, y las henchidas nubes entre ellas, se quebraban bajo nuestros pies.
A diez metros de distancia, el agua llegaba hasta mis rodillas y ya no podía correr. Vadeamos. Cristal, agitando los brazos muy abiertos en un anadeante chapoteo, avanzaba delante de mí, arrastrando abanicos de ondulaciones desde detrás de sus empapados pantalones. Luego la calle empezó a subir de nuevo. Chapoteé hacia el borde.
Tuve la sensación como si algo inmenso cayera sobre la calle a una manzana de distancia. Todo el mundo se estremeció. Miré hacia atrás, a los demás —Bola de Fuego y Dragón Lady estaban aún vadeando— cuando, en el centro, hubo una hinchazón de lo que pareció como burbujas de detergente. Luego brotó el chorro, directamente hacia arriba. El borde del agua se apartó de las chorreantes vueltas de los pantalones de Bola de Fuego, dejando sus empapados pies chapoteando en el resplandeciente pavimento.
Cristal retrocedió unos pasos para sujetar la mano de Dragón Lady, como si creyera que ella (o él) podía caer.
El geyser escupió y silbó y el agua burbujeó dentro de él.
Dimos la vuelta juntos a la siguiente esquina.
Pude ver el puente en toda su extensión hasta el segundo puntal. Aquí y allá, las nubes se habían desgarrado en el negro cielo. Había algo ardiendo allá abajo, entre los edificios que miraban al agua. Nos apresuramos a lo largo de quince metros de pavimento. Justo antes de la boca del puente, parecía como si alguien hubiera arrojado granadas contra la carretera. Una losa de asfalto se alzaba prácticamente unos cinco metros. A través de la grieta formada a su alrededor se podían ver húmedas tuberías y, debajo, la parpadeante agua. Encima, aquel sorprendente y fuerte relampagueo formaba sus entrecruzados nudos entre los cañones de las nubes.
—Vamos —dije—. ¡Por aquí!
Unos escalones de metal conducían al paso para peatones del puente. La primera media docena estaban cubiertos de rota mampostería. Cristal y Dragón Lady cargaron directamente hacia arriba. El polvo de yeso alzó nubes entre los puntales de la barandilla. Bola de Fuego caminó cautelosamente los primeros tres pasos, luego agarró las dos barandillas y dio otros tres. Sus pies estaban llenos de suciedad, y sangraba por un tobillo.
—¡Seguid andando! —empujó D-t desde atrás—. ¡Seguid andando!
Araña y yo subimos los estrechos escalones prácticamente el uno al lado del otro.
Arriba, Araña se colocó en cabeza, y echamos a correr a lo largo de las resonantes planchas durante quizá cincuenta metros cuando algo… ¡golpeo el puente!
¡Oscilamos hacia delante y hacia atrás unos cuatro metros! El metal gruñó contra viejo metal. Los cables bailaron en la oscuridad.
Me sujeté a la barandilla, mirando a la superficie alquitranada cinco metros más abajo, esperando verla hendirse y caer hacia el agua treinta metros más allá.
A mi lado, Bola de Fuego se dejó caer de rodillas, apoyando una mejilla contra los barrotes. Araña rodeó con los brazos la apagada farola, inclinó la cabeza y gritó: «¡Ahhhhhhh…!» con la boca muy abierta…, y cinco segundos más tarde, cuando los crujidos y los estremecimientos cesaron, aquél fue el único sonido que persistió. Dragón Lady tragó saliva, soltó la barandilla e inspiró jadeante.
Me zumbaban las orejas.
Todo estaba silencioso.
—Jesucristo Dios —susurró D-t—, salgamos fuera de aq… —y fue entonces cuando todo el mundo, incluido D-t, se dio cuenta del silencio.
Aferrando fuertemente la barandilla, me volví para mirar atrás. En el borde del agua, las llamas danzaban en medio del humo. Una brisa rozó mi frente. Aquí y allá el humo se agitaba sobre el agua acanalada por el viento. Y no había nadie más en el puente.
—Vámonos… —pasé junto a Bola de Fuego, pasé junto a Dragón Lady.
Unos segundos más tarde oí a Cristal repetir:
—¡Bueno, vámonos! —Sus pasos resonaron.
Dragón Lady lo atrapó.
—Jesús —dijo suavemente a mi lado. Pero eso fue todo.
Seguimos andando.
Las vigas chirriaban a ambos lados. A unos siete metros más allá del primer puntal, miré de nuevo hacia atrás:
La ciudad en llamas se agazapaba sobre las imprecisas imágenes invertidas de sus incendios.
Finalmente, D-t tocó mi hombro e hizo un pequeño gesto con la cabeza. De modo que seguí adelante.
Los dobles cables de suspensión, gruesos como un muslo, colgaban más bajos aún que nuestra pasarela para peatones; unos metros más tarde empezaron a ascender hasta la parte superior del siguiente puntal.
—¿Quién es…? —dijo suavemente Cristal.
Abajo en el asfalto, la mujer caminaba lentamente hacia nosotros.
Asomé la cabeza por la barandilla y miré. Luego llamé:
—¡Hey, tú!
Detrás de mí hubo un destello; luego otro; luego otro. Los demás habían conectado sus luces…, lo cual significaba que yo era una silueta delante de un apiñamiento de dragones, halcones y mantis.
Ella alzó la vista hacia nosotros y entrecerró los ojos: una oriental de piel oscura, con el pelo cayendo sobre la parte delantera de su blusa (como dos llamas negras invertidas); llevaba metida una bufanda roja sobre los hombros, debajo de las correas de su mochila, como un improvisado acolchado. Los faldones de su blusa colgaban fuera de sus tejanos.
—¿Eh…? —Intentó sonreír.
—¿Vas a Bellona?
—Exacto. —Frunció más los ojos para verme—. ¿Tú te marchas?
—Sí —dije—. ¿Sabes?, ¡es peligroso ahí dentro!
Asintió.
—He oído decir que han apostado la guardia nacional y soldados y todo eso. Pero hice auto-stop hasta aquí, sin embargo, y no vi a nadie.
—¿Tuviste suerte? ¿Te recogieron?
—Todo lo que vi fue una furgoneta y un coche familiar. La furgoneta me llevó un trecho.
—¿Qué hay del tráfico de salida?
Se encogió de hombros.
—Supongo que si pasa alguien, te llevará. A veces los camioneros se paran cuando son los chicos para tener a alguien con quien charlar mientras conducen. Quiero decir, los chicos no tienen por qué tener problemas. ¿Adónde vais?
Cristal dijo por encima de mi hombro:
—Yo quiero ir a Toronto. Otros dos de nosotros van a Alabama, sin embargo.
—¡Yo sólo quiero ir a alguna parte! —dijo Bola de Fuego—. No me encuentro bien, ¿sabéis? ¡Realmente llevo dos días que no me encuentro bien…!
—Tenéis un largo camino, en cualquier dirección —dijo ella.
Me pregunté qué pensaba ella de las formas luminosas que me flanqueaban y arrojaban sombras pastel sobre el reforzado asfalto a sus espaldas.
Cristal preguntó:
—¿Las cosas siguen bien en Canadá?
—¿Y en Alabama? —añadió Araña.
—Seguro. Todo anda perfectamente en el resto del país. ¿Ocurre todavía algo ahí?
Cuando nadie respondió, dijo:
—Es curioso, que cuanto más te acercas, más… curiosamente actúa todo el mundo. ¿Cómo es dentro?
—Más bien duro —dijo D-t.
Los demás rieron.
Ella rió también.
—Pero como tú dices —indicó Dragón Lady—, los chicos se las arreglan bastante bien. —No creo que la muchacha captara la ironía, porque a menos que escuches con atención, la voz de Dragón Lady suena como la de un hombre.
—¿Hay algo que podáis decirme? Quiero decir, que pueda resultar útil. Puesto que voy allí.
—Sí —dije—. A veces los hombres aparecen y hacen pedazos el lugar donde vives. A veces la gente te dispara desde el tejado…, es decir, si el propio tejado no decide derrumbarse sobre ti. O tú no eres la persona que está arriba, haciendo los disparos…
—Él escribe esos poemas —dijo Bola de Fuego junto a mi otro hombro—. Ha escrito esos poemas, y se los han publicado en un libro y todo eso. ¡Corrieron por toda la ciudad! Pero luego escribió algunos más, sólo que vinieron y los quemaron todos… —Su voz se estremeció al febril borde de la histeria.
—¿Quieres llevar un arma contigo? —pregunté.
—¡Huau! —dijo ella—. ¿Así están las cosas?
Cristal lanzó una corta y seca carcajada.
—Ajá —dijo—. Lo tenemos claro.
Araña dijo:
—¿Vas a hablarle de… del Padre? ¿Vas a hablarle de June?
—Ya lo averiguará por sí misma.
Cristal rió de nuevo.
D-t dijo:
—¿Qué puedes decir tú?
Ella pasó los dedos a lo largo de las correas de su mochila y apoyó su peso sobre una cadera. Llevaba unos pesados zapatos de excursionista, uno de ellos mucho más lodoso que el otro.
—¿Necesito un arma?
—¿Vas a darle ésa? —preguntó Dragón Lady mientras sacaba mi orquídea de su cadena.
—Ya nos ha dado bastantes problemas —dije—. No la quiero más conmigo.
—De acuerdo —dijo Dragón Lady—. Es tuya.
—¿De dónde vienes? —estaba preguntando Cristal.
—Del Canadá.
—No pareces canadiense.
—No lo soy. Sólo estaba de visita.
—¿Conoces Albright?
—No. ¿Conoces tú Pern?
—No. ¿Conoces alguna de las pequeñas ciudades en torno al sur de Ontario?
—No. Pasé todo mi tiempo en Vancouver y la Columbia Británica.
—Oh —dijo Cristal.
—Aquí tienes tu arma. —Le arrojé la orquídea. Resonó contra el asfalto, rodó sobre sí misma y se detuvo.
—¿Qué es…? —El sonido del motor de un coche hizo que todos alzáramos la vista hacia el extremo del puente; pero murió en algún giro. Volvió a mirarnos—. ¿Qué es?
—¿Cómo le llaman a eso? —preguntó Bola de Fuego.
—Una orquídea —dije.
—Ajá —dijo Bola de Fuego—. Eso es lo que es.
Ella se inclinó, centrada en sus múltiples sombras. Mantenía un pulgar bajo el correaje de la mochila; con la otra mano recogió la orquídea.
—Póntela —dije.
—¿Eres diestra o zurda? —preguntó Crista].
—Zurda. —Se alzó, examinando la flor—. Al menos, escribo con la izquierda.
—Oh —dijo Cristal de nuevo.
—Tiene un aspecto más bien maligno. —La encajó en torno a su muñeca; algo resplandeció allí—. La cosa ideal para el metro de Nueva York durante las horas punta. —Inclinó el cuello para ver como se cerraba. Cuando su cabello colgó hacia delante, bajo el cuello de su blusa hubo otro brillante destello—. Es horrible. Espero que no la necesites.
—Espero que tú tampoco —dije.
Alzó la vista.
Araña y D-t habían apagado sus luces y estaban mirando, ansiosos, más allá del segundo puntal, hacia las oscuras colinas de la orilla segura.
—Espero —dije— que puedas dársela a alguien cuando estés dispuesta a hallarte entre las secas y quebradizas ramas, intentando recordar, deprimida, pensando: ¡No los abandoné así! No lo hice. No es real. No puede serlo. Si lo es, entonces estoy loco. Estoy demasiado cansado…, vagando entre todas ésas y esas calles ardiendo y ardiendo, abandonando las cosas caídas y desmoronadas. Ladrillo, no puente porque toma demasiado tiempo, abandonar, no estoy abandonando. Lo que estaba siguiendo eran las oscuras manchas de sangre que su resplandeciente talón dejaba en el asfalto. Se deslizaron en la V de mis dos sombras sobre la luna y George iluminando el sendero que sigo y conservo. Abandonando. Ramas, hojas, trozos de corteza a lo largo del hombro, las siseantes colinas y el humo, el largo país cortado por el verano y sin ningún lugar desde donde empezar. En la dirección, entonces, Broadway y rodadas, cojeando en él en todas las oscuras manchas hasta las rocas, rezumando herrumbrosa agua, siguiendo a lo largo del roto lodo que resplandece al borde de la zanja, con los árboles tan por encima de modo que penetro en ellos y pienso puedo aguardar aquí hasta que ella llegue, completamente desnuda o quizá sabiendo que yo no puedo, recordar quizá sólo sea uno de ellos. Él. En o encima, no estoy seguro de dónde ir o qué hacer ahora, pero asciendo y me pregunto acerca de México si ella viene, aguardando.
Su mano llena de estrujadas hojas.
Será mejor que aquí. Sólo en el así, si no puedes recordar más si. Quiero saber pero no puedo ver si tú estás ahí arriba. Ya no tengo muchas fuerzas ahora. El cielo esta estriado. Estoy demasiado débil para escribir mucho. Pero sigo oyéndolos caminar en los árboles; no hablando. Aguardando aquí, lejos del aterrador armamento, fuera de las grandes salas de vapor y luz, más allá de la holanda y en las colinas, he venido a
—San Francisco, Abaqii, Toronic Clarion, Milford, Nueva Orleáns, Seattle, Vancouver, Middletown, East Lansing, Nueva York, Londres. Enero. 1969/septiembre 1973.