Capítulo 4
—¡Hey, Tak!
—¿Chico?
—¿Qué estás haciendo?
—¿Qué estás haciendo tú? ¿Puedes bajar de ahí? Será mejor que vayas con cuidado…
Chico soltó la viga y se dejó deslizar cascotes abajo, alzando una nube de polvo detrás y una avalancha delante.
—Eso fue impresionante —dijo Tak—. ¿Sigues yendo por ahí con un solo zapato? Debes tener la planta del pie como una plancha de roble.
—No. —Chico golpeó de nuevo su pie contra sus tejanos negros, ambas piernas grises hasta la rodilla—. Realmente no.
—¿Estás explorando ahí dentro? —Tak alzó su gorra de visera para observar las volutas de humo que se alzaban por entre las vigas—. ¿Cómo es que no tienes al resto del nido contigo? Creía que los escorpiones nunca viajaban solos.
—Vengo y voy. —Chico se encogió de hombros—. Los llevo a correr. ¿Adónde vas?
—Estoy en una misión de caridad para tu amiga.
—¿Lanya?
—Me ofrecí voluntario a ayudarla con su vestido para tu fiesta.
Chico intentó contener la risa. Hizo estallar el sello de sus labios, y las luces destellaron o en sus ojos o en las ventanas del almacén delante de ellos.
—¿Qué es tan divertido?
—¿Ha conseguido convertirte en modisto?
—No. Ven y te mostraré algo interesante.
Echaron a andar por las calles llenas de escombros.
—Vas a venir a la fiesta, ¿verdad?
—No —dijo Tak—, en toda tu jodida vida.
—¿Eh? Oh, hombre, ven. Calkins quiere que traiga a mis amigos. Voy a llevar a todo el nido conmigo. ¿No quieres ver lo que ocurre cuando todos esos fenómenos sean dejados sueltos por ahí dentro?
—No me siento terriblemente interesado. Pero sospecho que Calkins sí…, aunque nunca lo he conocido personalmente.
—Oh, vamos, Tak…
—No. Alguien tiene que quedarse aquí para leerlo al día siguiente en la columna de chismorreos. Ése es mi trabajo.
Tú limítate a pasártelo bien y a beber una copa de coñac por mí. Roba una botella, si tienen alguna buena marca, y tráemela. Me encanta el Gold Leaf. Alguien descubrió mi central de aprovisionamiento de licor y entró a saco en casi todo lo que valía la pena beber.
—Nosotros tenemos una tienda de licores justo a la vuelta de la esquina. ¿Qué es lo que bebes? Hay de todo. Lo que quieras. Sólo dímelo, y te lo traeré.
—Courvoisier Cinco Estrellas. —Tak se echó a reír con su whiskiosa risa y volvió a bajarse la gorra—. Vamos.
Mientras se apartaban de la esquina, preguntó: —¿Cuánto tiempo llevabas ahí arriba?
—Unas horas.
—Oh —dijo Tak—. Porque me levanté muy temprano, cuando aún estaba amaneciendo. Pasé por aquí, y aún podías ver las llamas… —Indicó con la cabeza hacia la calle lateral que descendía en pendiente y donde un turbulento humo bloqueaba la visión más allá de un par de manzanas.
—¿Tú pudiste?
—Exactamente eso… —Tak asintió de nuevo.
El humo se hinchaba y giraba en torno a los pisos superiores. El cielo era tan denso como el queso y tan opaco como un atardecer sin sombras. Ya no tengo sed (pensó Chico), pero siempre tengo la garganta ronca. Tres botas y un pie pisaron la rechinante calle.
—Tak, ¿dónde está el monasterio, mirando desde aquí? No quiero decir la iglesia de la Reverenda Amy. Me refiero al monasterio.
—Bueno, es… —Tak se detuvo—. Hay que subir hacia arriba y girar en Broadway. Luego sigues recto hasta el otro extremo de Broadway y llegas directo a él.
—¿De veras? ¿Simplemente así?
—Es una larga caminata. No sé si ese autobús funciona todavía. Por aquí. —Tak se metió en la calle.
La rampa de carga se inclinaba hasta una puerta de madera claveteada con remaches del tamaño de monedas de cincuenta centavos. Encima, sobre un marco de oxidado hierro, letras de aluminio, antes atornilladas, anunciaban claramente: Almacenes de la MSE. Junto a la puerta, una placa negra reflejaba distorsionado el rostro de Chico. Unas letras blancas oscurecían sus ojos y labios: Mateland Systems Engineering. Almacén. Chico se agitó momentáneamente con el recuerdo de Arthur Richards mientras Tak tomaba la aldaba con ambas manos, gruñía. La puerta resonó al abrirse a una losa de oscuridad. Tak miró sus manos, llenas ahora de grasa oxidada.
—Vamos dentro. —Tak mantuvo sus manos apartadas de sus costados para impedir que mancharan sus pantalones.
Chico entró, y oyó cambiar el timbre de su respiración. Unos escalones de hierro ascendían hasta un porche de cemento.
—Vamos arriba.
Chico lo hizo, y cruzó de lado la puerta del fondo. La claraboya, tres pisos más arriba, cartografiaba continentes de polvo y luz entre teselaciones longitudinales y latitudinales.
—¿Qué hay —las reverberaciones le hicieron detenerse— aquí dentro?
—Vamos —y Tak no tenía rostro. Pasó delante de Chico. Cada tacón sobre el cemento arrojaba tartamudeantes ecos.
Hacía mucho frío.
Bloqueados por planchas en X de dos metros y medio, carretes lo bastante grandes como para contener cable eléctrico subterráneo ocupaban el suelo entre pilas de cajas de ocho y diez metros de altura. Chico pasó por delante de dos de ellos antes de reconocer lo que tenían enrollado.
Más tarde intentó reconstruir cuál había sido el proceso de reconocimiento. En el momento de verlos se había producido un período en el que todas las emociones estuvieron muertas, durante el cual se había acercado a uno…, sí, había adelantado una mano, la había retrocedido de nuevo, y simplemente se había quedado allí de pie, mirando, durante largo rato.
En vueltas, en colgantes bucles en torno al tambor (¿centenares de metros? ¿centenares de miles? ¿y cuántos tambores había en aquel almacén que ocupaba toda una manzana?), la cadena de cobre, engarzada con prismas, espejos, lentes, colgaba.
Se detuvo ante el alineado fulgor, esperando que despertara algún pensamiento explicativo.
El extremo de la cadena colgaba hasta el suelo, donde unos cuantos metros formaban unas completas (¿cerca de 300 estrellas?) Pléyades.
Había una caja de cartón abierta al lado del carrete. Chico se inclinó, apartó a un lado la tapa. Parecían escarabajos de cobre. Metió la mano entre los pequeños objetos metálicos, tomó uno —había un agujero en un extremo— e intentó leer lo que había grabado en él. La luz era demasiado escasa y le picaban las comisuras de los ojos.
En el cartón de la caja, sin embargo, en letras blancas, decía: PRODUCTO DO BRAZIL.
Chico se irguió.
Tak había avanzado unos doce metros a lo largo de una avenida de cajas.
Los ojos de Chico se habían adaptado lo suficiente a la débil luz como para distinguir los letreros de las cajas apiladas a su alrededor.
FABRIQUE FRANQAISE.
MADE IN JAPAN…, la mancha de la inicial tenía que ser una «M».
ÜPAPMATA EAAENIKAI
Chico volvió a la cadena. Había empezado sus observaciones movido por la curiosidad, pero lo que había generado tenía tan poco que ver con las respuestas que incluso la curiosidad carecía de sentido.
—¡Tak!
—¿Qué? Hey, ven aquí. ¿Has visto eso?
Chico se dirigió al pasillo entre las cajas apiladas.
Tak tiró de una de las tablas de la tapa de una caja de madera. Los clavos rechinaron, y el eco rodó entre las pirámides de cajas.
—Aquí es donde tienes que venir si necesitas más.
Los contenedores en el interior le recordaron a Chico los cuadrados de cartón donde se guardaban los huevos.
Faltaban algo así como una docena.
Los que quedaban, del tamaño de pelotas de golf y el color del metal de una pistola, estaban incrustados con lentes. Los interruptores apuntaban todos hacia la izquierda de la caja. A la derecha estaban las anillas de metal para sujetarlos.
Chico tomó su proyector, lo observó oscilar en su cadena.
—No tienen pilas —dijo Tak—. Tendrás que conseguirlas en las tiendas de la ciudad.
El letrero en el interior de la tapa de la caja decía: ARAÑA.
En las cajas apiladas alrededor, Chico leyó:
DRAGÓN
LAGARTO
RANA
AVE DEL PARAÍSO
ESCORPIÓN
MANTIS
GRIFO
Chico alzó la esquina del contenedor. La capa de debajo estaba llena.
—Tienen que haber… —le frunció el ceño a Tak— miles aquí.
—He venido a buscar algo de arriba —dijo Tak—. Ven.
—Tak. —Contempló la miríada de cajas que formaban un laberinto a su alrededor—. ¡Tiene que haber miles de estas cosas aquí! ¡Quizá millones!
El polvo llenaba la inclinada columna procedente de los semiopacos paneles del tragaluz.
Tak se dirigió a los escalones de metal junto a la pared.
—Hay un montón de cosas extrañas aquí dentro. —Se inclinó sobre el pasamanos, le sonrió a Chico, y empezó a subir.
—Hey. —Chico giró en torno al poste de metal y le siguió—. ¿Qué has venido a buscar?
—Está arriba.
Las cajas de cartón apiladas junto a la pared estaban manchadas por el agua. A su lado pasaban unas tuberías; el forro de asbesto de las tuberías estaba manchado también.
—Aquí está.
Recorrieron una plataforma elevada. Chico pasó su mano por la barandilla, contemplando el almacén.
—Este lugar siempre me recuerda la última escena de Ciudadano Kane —dijo Tak—. Esto es lo que quiero.
Dos rollos de… tela (era como una especie de lame, Chico no podía decir a aquella luz si dorado o plateado) estaban apoyados de pie contra la pared.
—¿Para el traje? —preguntó Chico.
—No dejaba de hablar de ello, y yo le dije que recordaba haber visto algo de materia prima por aquí. —Tomó uno de los rollos y lo desenvolvió—. No sé si es eso lo que quiere. Es más bien especial. Ve a explorar un poco, si quieres. Ya te daré un grito cuando nos vayamos.
Chico caminó una docena de pasos, miró hacia atrás —Tak estaba extendiendo metros de tela—, luego siguió andando.
Las cajas a su alrededor —más pequeñas ahora, y apiladas un poco al azar— estaban marcadas con burdas representaciones de signos zodiacales. Dio una vuelta por entre ellas. Una caja, abierta como las de abajo, estaba en medio de la plataforma metálica.
Sus pasos, incluso los de su pie descalzo, despertaban un resonar metálico. La tapa abierta se agitaba con la vibración del suelo.
Diagonalmente a través del cartón podía leerse:
CAPERUZAS — OJOS ROJOS
No frunció el ceño. Todos los músculos de su rostro presionaban hacia la expresión. Pero había algo paralizado en él. Se acuclilló, echó a un lado la tapa.
Probablemente habían estado cuidadosamente empaquetadas uno al lado de otro. Pero el mover la caja había mezclado la mayoría. Tomó una. Era como un disco cóncavo del tamaño de un cuarto de dólar, como cortado de una pelota de ping pong.
Era roja.
La hizo girar entre sus callosos dedos. Pero eso no lo explicaba, pensó. Luego parpadeó, porque sus ojos estaban llenos de agua. ¡No lo hace! Sintió que la carne de gallina se apoderaba de sus hombros, su espalda, sus nalgas, como un velo de gasa. ¿Qué podía desear hacer alguien con…?
Parpadeó de nuevo.
La lágrima cayó sobre la superficie mate de la caperuza. Allá donde incidió, el color se intensificó hasta adquirir el lustre del cristal escarlata.
No: aquello era un doble pensamiento, con y sin palabra, y difícilmente una superposición.
La caperuza crujió entre sus dedos. La dejó caer en la caja, se puso en pie en un solo movimiento. Dejó escapar todo el aliento, inspiró, y tragó saliva, sorprendido ante el eco.
Retrocedió.
¿Cuándo se las ponen? ¿Cuándo se las quitan? ¿Dónde se las ponen…? Diría más bien (el pensamiento se hizo caleidoscópico y luego lúcido) que no tienen nada que ver, nada en absoluto que ver con…
Chico retrocedió de nuevo, se volvió, se apresuró plataforma arriba.
Tak, con el lame doblado sobre el brazo, estaba acuclillado junto a otra caja.
—Ya tengo todo lo que necesito. ¿Hallaste algo interesante?
Desde donde estaba Chico, la visera de su gorra enmascaraba el rostro del ingeniero.
¡Lo más terrible, se dio cuenta Chico, es que estoy demasiado asustado para preguntar!
—Hey, ¿estás bien? —Tak alzó la cabeza. La sombra osciló en la parte superior de su rostro—. No vas a meterte ahora en otra de tus idas, ¿no?
Chico intentó decir: Estoy bien. Todo lo que consiguió fue expeler de nuevo el aire.
Tak extrajo de la caja una pieza cuadrada metálica de equipo y se puso en pie.
—Vámonos. —Suspiró.
A medio camino escaleras abajo, Chico consiguió decir:
—Estoy bien. —Las palabras colgaron en la polvorienta luz, su filo embotado por los ecos. Tak le lanzó una sarcástica mirada.
¿Es ésta, pensó Chico, una de las cosas que, dentro de unos minutos, se deslizarán fuera del registro de la memoria para dirigirse a algún lugar inaccesible y almacenarse junto a mi nombre? (Cerró la boca, y el rugido que había resonado dentro de ella durante los últimos minutos cesó.) Lo más probable es que sea una de esas cosas de las que nunca seré capaz de hablar, y nunca podré olvidar.
Estaban a medio camino de la puerta antes de que la primera voz, llena de irónico regocijo, bostezara en algún lugar dentro de él e inquiriera: ¿Nunca?, antes de darse la vuelta, dejar escapar una risita y echarse a dormir.
Bueno, no por un malditamente largo tiempo.
Pero se sintió un poco mejor.
—¿Has visto ésas? —Tak señaló con la cabeza hacia otro pasillo de cajas.
—¿Qué? —El corazón de Chico seguía latiendo muy rápido. Sentía la cabeza ligera.
—Ven. —Tak le condujo hasta allí.
Las orquídeas colgaban en hileras de soportes de madera provistos de clavijas.
Chico se dirigió hacia una batería de hileras.
—Son… del tipo fantasía. —Miró hacia atrás—. Como la que tú tienes, ¿no?
—Las sencillas están ahí. —Tak se situó a su lado y señaló—. Pensé que tal vez hubieras estado aquí antes.
Ante la mirada interrogativa de Chico, Tak tomó la más cercana. Debajo de ella estaba escrito:
ORQUÍDEAS DE COBRE
Chico se echó a reír. El sonido reverberó débil en su garganta, pero el eco vibró en todo su cuerpo.
—Hey, déjame ver esto. —Chico tomó el cerrado instrumento y le hizo dar vueltas y vueltas—. Creo que puedo tomar una…, ¿no?
Tak se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
Chico juntó los dedos y los metió por la muñequera.
—Dejé la otra allá en el nido. Quizá valga la pena tener dos…, una para las ocasiones especiales. —Hizo una repentina finta a Tak—. ¿Te gusta? —Rió de nuevo.
—Vámonos. —Tak no se había movido en lo más mínimo—. Salgamos de aquí.
Veían ya la puerta cuando Chico sufrió otro ataque de carne de gallina. Pero éste sólo le hizo sonreír. Alzó la vista hacia la claraboya, hundió los hombros, y se apresuró detrás de Tak. Probablemente nunca seré capaz de encontrar de nuevo este lugar, pensó. Robar un recuerdo (miró las amarillas hojas en torno a su mano) pareció de pronto ser la habilidad definitiva.
Fuera, Tak alisó la doblada tela cruzada sobre su brazo.
—Puesto que esto va a ser el traje de baile de tu amiga, creo que tendría que mostrarte como funciona. Es algo muy ingenioso. Espera un segundo. —Sacó de su bolsillo la pieza de equipo que había tomado: una caja metálica del tamaño de un paquete de cigarrillos, con tres diales, dos mandos y una pequeña luz en una esquina—. Préstame la pila de tu escudo.
—Oh, claro. —Chico trasteó en la esfera a través de las hojas. El proyector se abrió con un cliqueteo—. Sólo tengo una mano. Cógela tú mismo.
—De acuerdo.
Tak abrió la parte de atrás de su caja y metió dentro la pila.
—Ahora observa.
Giró un botón.
La luz de la esquina de la caja parpadeó con un color naranja argón.
—Ahí vamos.
Giró otro botón.
La tela sobre el brazo de Tak —al principio Chico pensó que Tak la estaba agitando— se volvió púrpura.
—¿Eh? —dijo Chico.
Las escamas metálicas que formaban la tela parecían haberse invertido. Algunas se invirtieron de nuevo, y una mancha escarlata creció en un ángulo, cubrió el púrpura, hasta que a su vez fue barrida por un resplandeciente verde.
—¡Oh, hey…! —Chico retrocedió un paso—. ¿Eso va a ser un vestido?
—Hermoso, ¿no?
El parpadeo multicolor, como las alas de un insecto, se resolvió en un azul que se hizo más oscuro, y más oscuro, hasta llegar a ser casi negro.
Tak cerró los dos botones de la caja. La mayor parte de la tela adoptó un color plata mate. La sacudió; y de nuevo fue de un uniforme gris metálico.
—¿Sabes cómo funciona?
—Hummm. —Tak devolvió la caja a su bolsillo—. En realidad es sencillo. Hey, no le digas a Lanya que te lo mostré. Ella quería que fuese una sorpresa.
—Oh, seguro —dijo Chico—. Seguro. —Miró hacia atrás, al almacén—. Hey, Tak, ¿quién…?
—No esa pregunta —dijo Tak junto a su hombro—. Si supiera la respuesta, ya te la habría dicho.
—Oh —y Chico empezó a listar aquellos de quienes podía esperar una respuesta adecuada.
—¿Quieres subir y tomar una copa?
Chico dijo:
—Hey, déjame ver de nuevo cómo funciona eso. Es todo lo que deseo ver.
Tak suspiró.
—Por supuesto.
—¡…te voy a matar, hijo de madre! —chillando como un bebé retorcido por el dolor. Chico saltó del altillo, giró hasta situarse junto a la jamba de la puerta. Dólar bailaba en el pasillo, agitando la tabla por encima de su cabeza.
—¡Hey…! —Jetadecobre retrocedió unos pasos, cubriéndose el rostro con un brazo.
—¡…te mataré si no me dejas solo!
Jetadecobre se agachó. La tabla golpeó la pared.
Tres escorpiones (dos negros, uno blanco) se apiñaban en la puerta de la sala de estar. Otros dos (un hombre, una mujer) entraron, mirando, por el porche de servicio.
Dólar echó hacia atrás la cabeza.
Chico arremetió y agarró; su mano se enredó en el pelo de Dólar. Sujetó el hombro del escorpión y empujó su espalda contra la pared. Dólar se estrelló contra el papel y sus largos dientes castañetearon. La esquina de la tabla golpeó el hombro de Chico y resonó contra el suelo, mientras Dólar abría de nuevo la boca. Sus labios se pegaron en gomosa saliva. Dólar intentó empujar hacia delante, jadeando. Jetadecobre forcejeó para apartar a Chico.
Chico lanzó su codo hacia atrás como si fuera un ariete.
—¡Suelta!
—¡Voy a matarle! —chilló Dólar en el rostro de Chico—. No quiere dejarme solo. ¡Voy a matarle! ¡Sabe que voy a hacerlo! ¡Voy a matarle! ¡Voy a…!
Chico se apretó contra Dólar, manteniéndolo, brazos y piernas abiertos, contra la pared. Dólar inclinó la cabeza. Entonces su hombro, aún escocido por el golpe de la tabla, estalló en dolor, tan sorprendentemente que ni siquiera pudo lanzar una exclamación. Se limitó a gruñir y a mantener inmovilizada la cabeza de Dólar contra la pared. Los dientes de Dólar se abrieron a una bocanada de aire. Oyó el cráneo de Dólar golpear dos veces contra la pared, y se dio cuenta de que era él quien lo estaba golpeando. Sintió que la sangre resbalaba por su brazo. Los ojos de Dólar estaban desenfocados. Intentaba sacudir la cabeza. Sus dientes superiores estaban cubiertos de sangre, su labio inferior orlado de ella.
—¿Vas a dejar que me ocupe de él? —La voz de Jetadecobre le llegó una octava demasiado baja; sus palabras parecían temblar—. ¡Este jodido solitario va a hacerle daño a alguien! Y luego no vengas diciéndome nada. ¿Vas a dejar que nos ocupemos de él?
Chico miró hacia atrás. La barbuda mandíbula de Jetadecobre estaba hundida en su cuello. Sus pecosos puños se abrían y cerraban mientras él se tambaleaba y jadeaba.
Dólar agitó su cabeza contra la pared.
—¡Dile que me deje solo! —Las lágrimas hacían que sus pestañas resplandecieran—. ¡Voy a matarle! ¡Él lo sabe! —Dólar parpadeó. Las lágrimas rodaron por el cerdoso pelo que crecía en su pustulosa mejilla.
En la quietud y el silencio, el pánico de Chico murió. Lo que brotó en su lugar fue rabia. Pero no pudo hallar palabras que aullar. Alzó las manos y dejó escapar un rugiente aliento.
Jetadecobre parpadeó y retrocedió.
Los ojos de Dólar dejaron de girar.
Chico notó que un músculo tironeaba en su mandíbula y flexionó la boca para controlarlo. Se frotó el escocido hombro.
Cristal estaba de pie en la puerta del cuarto de baño, con Escupitajo a unos pocos pasos detrás de él. En la abierta puerta delantera, Denny tenía una mano en el picaporte y la otra en la moldura.
Aguardando a que le llegaran las palabras, Chico oyó hablar:
—¿…lo has visto? ¿Has visto lo que ha hecho? —Pimienta, encajado en la puerta de la sala de estar, susurraba intensamente a D-t, que no estaba escuchando—. ¿Has visto la forma en que Dólar fue detrás de ese negro, con una maldita tabla? Apuesto a que le hubiera partido la cabeza, apuesto a que sí. Será mejor que vigilemos a Jetadecobre a partir de ahora, porque Jetadecobre lo va a coger por su cuenta. ¿Crees que hubiera podido pegarle a Jetadecobre? ¿Eh? Si Chico no hubiera acudido a detenerlos, ¿quién apostáis que le hubiera dado primero al otro, eh? Si Chico no hubiera aparecido…
Entre sus delgados hombros cargados de cadenas, el rostro de Pimienta exhibía su extática y podrida sonrisa.
—Jetadecobre —dijo Chico—, espera a que yo te lo diga.
Jetadecobre cerró los labios y agitó la cabeza, casi un remedo de asentimiento.
—Vete —dijo Chico—. Simplemente no le molestes.
—… sí —dijo Jetadecobre. Sus puños se abrieron—. Sólo porque tú lo dices… —Se volvió y se encaminó al extremo del pasillo; Cristal y Escupitajo se apartaron a un lado.
—¡Voy a matarle! Él sabe que voy a…
Jetadecobre se volvió e hizo ademán de cargar de nuevo.
Chico golpeó a Dólar en un lado de su rostro con los dos puños unidos. Fue un golpe débil y torpe (y su hombro le escocía y pulsaba bajo el escozor), pero Dólar se derrumbó con las manos contra sus oídos.
Jetadecobre sujetó a Chico por los hombros (el dolor en el izquierdo ascendió otro nivel) y lanzó dos patadas por entre las piernas de Chico.
—¡Ay…! ¡No…!
Chico empujó a Jetadecobre hacia atrás.
—¡Que alguien lo saque fuera de aquí!
Nadie se movió.
—¡Vosotros dos! ¡Sacad a este bastardo fuera de este maldito nido antes de que alguien lo mate! —Se volvió y apoyó ambas manos en el pecho de Jetadecobre. La chaqueta de Jetadecobre resbaló a lo largo de un brazo y colgó. Una cadena había caído por el otro—. Déjale solo… ¡o de otro modo voy a tener que pegarte a ti también, y entonces los dos resultaremos heridos!
Tras él hubo un roce y movimiento.
Miró por encima del hombro. Denny y otro escorpión (ninguno era los dos a los que se lo había dicho) sostenían a Dólar, que jadeaba, fláccido, incapaz de sostenerse sobre sus pies. Chico pensó: Tiene que estar fingiendo. Maldita sea, nadie le golpeó tan fuerte.
Jetadecobre dio otra profunda inspiración, tragó saliva, agitó la cabeza, inspiró de nuevo.
—… Dólar le hubiera abierto la cabeza a Jetadecobre si Chico no llega a detenerle, apuesto a que sí. ¿Crees que hubiéramos tenido que matarle? Apuesto a que hubiéramos tenido que hacerlo, quiero decir, ¿viste la forma en que fue detrás de Jetadecobre con esa tabla? Y luego apareció Chico, corriendo hacia ellos…
La puerta delantera se abrió; los pies de Dólar golpearon contra los escalones.
Chico respiró ruidosamente, dio una fuerte palmada a Jetadecobre en el hombro y avanzó unos pasos más allá de él. Intentó atomizar los fragmentos de la acción. Notaba la cabeza terriblemente clara. Pero pese a toda esa claridad, no podía rastrear las motivaciones a través de los recuerdos de golpes y dolor.
Se detuvo en el porche de servicio, masajeándose el hombro, escuchando a la gente que se movía de nuevo en las otras habitaciones.
—¿Chico…?
Con la muchacha que había estado besuqueándose con Dólar la otra noche (por sus ropas, vio Chico, no era una escorpión) bajo uno de sus brazos, Jetadecobre, aún respirando pesadamente, salió al porche. Escupitajo y Cristal estaban muy cerca detrás de él.
—¿Qué? —Chico se frotó de nuevo el hombro—. ¿Qué es lo que quieres? —La rozadura de la tabla le había hecho más daño que el mordisco de Dólar. Rabia, pensó: voy a pillar la rabia por culpa del bastardo.
—¿Nos dejas salir y ocuparnos de él? Está merodeando en torno a la casa. Va a intentar causar problemas de nuevo. Si lo trabajamos un poco, se tranquilizará y volverá a estar suave de nuevo, cuando se ponga mejor. No sé lo que estás intentando hacer —dijo Jetadecobre—. Pero no va a funcionar de ninguna otra manera.
—No me importa —dijo Chico, principalmente porque le dolía el hombro— lo que hagas con él, siempre que lo hagas fuera.
Jetadecobre miró a los otros dos escorpiones.
—De acuerdo —dijo con voz espesa—. Vamos.
La chica se quedó sola en la puerta, manoseando las trabillas de sus tejanos marrones.
—No deberían hacerlo —dijo, con acento de Florida y expresión preocupada.
Tan intensa como la claridad que había sentido hacía unos momentos, Chico sintió ahora un fuerte torpor. Hizo un gesto de asentimiento hacia ella, con la boca abierta.
Más tarde recorrió a largas zancadas la casa, ignorando a la gente que se movía a su alrededor. Se detuvo en la puerta delantera, luego se dio bruscamente la vuelta y regresó al porche de atrás, y se detuvo delante de la puerta de allí, sin mirar realmente al patio de fuera; cuando fue consciente de ello, regresó a la cocina.
Fuera de la puerta mosquitera, una chica estaba preguntando:
—¿…dentro? ¿No sabes si está ahí dentro? Es corpulento…
Chico abrió la puerta.
Con el nudillo apoyado contra su barbilla. Su rubio pelo, sujeto por una horquilla adornada con flores de plástico, se deslizó de su hombro cuando volvió la cabeza.
—Está usted a unas ocho manzanas fuera de Jackson —dijo Chico.
June agitó la cabeza.
—No estaba buscando a…
Cuervo (uno de los escorpiones propietarios de la Harley) se frotó las sucias manos en la chaqueta, apretó su largo e hirsuto pelo, juntándolo, tomó la cinta de cuero que sostenía entre sus dientes y se ató en la parte superior del cráneo un moño grande como su cabeza.
—No sé qué es lo que quiere.
—¿Usted…, usted vive aquí? —preguntó June.
Chico asintió.
—¿Qué es lo que quiere? Si no está buscando a George, ¿a quién busca?
La mano de ella resbaló, botón a botón, sobre su blusa.
—A mi hermano.
Chico frunció el ceño.
—A mi hermano mayor, Edward.
—Oh… —El ceño de Chico se endureció—. ¿Qué le hace pensar que lo encontrará aquí?
—Alguien le vio…, dijo que lo había visto… por aquí…
—Miró a Cuervo.
Éste se había metido el pulgar en el cinturón; le devolvió la mirada.
Chico le hizo un signo con la cabeza de que entrara. Ella avanzó de costado y cruzó la puerta. Como fuera que la fregadera volvía a estar llena, alguien había puesto la olla, con los costados estriados de endurecida sopa, en mitad del suelo.
June la miró.
Chico intentó recordar cuántas veces había pasado al lado de ella sin fijarse.
—Alguien le dijo a mi madre que… que había creído ver a alguien que…
Pasaron a la siguiente habitación.
—Mis padres no saben que he venido —dijo ella—. No hubieran querido que yo…, que viniera aquí.
Dos chicas negras se volvieron para observarla. Un muchacho rubio apareció tras ellas, se inclinó sobre sus hombros, se chupó el labio inferior y dijo, con voz arrastrada:
—Mierda… —Los tres rieron.
—¿No es ninguno de ellos? —preguntó Chico—. ¿No es él?
Ella contempló las puntas de sus zapatos negros; manchas rojas florecieron en sus mejillas.
—¿Quiere echar un vistazo?
Ella asintió y se apresuró hacia delante para que él se interpusiera entre ella y los observantes escorpiones. Otros dos pasaron junto a una puerta, la mujer blanca del pelo corto (con un tatuaje en el brazo) y D-t, que clavó sus ojos en ella hasta que June apartó bruscamente la cabeza y cerró la boca.
—Vamos, le mostraré el lugar.
En el pasillo, la chica de los tejanos marrones estaba hablando con Siam. June contempló la fotografía con el cristal roto al mismo tiempo que Siam y la muchacha la miraban a ella.
Es el que ella se mantenga tan apartada de mí, pensó Chico, tan nerviosa, lo que hace que todos la miren de este modo. Da vueltas, sigue dando vueltas, no deja de dar vueltas. ¡Y sin embargo está tan lejos! Ni siquiera es (el pensamiento se le ocurrió de pronto) que sea una chica bonita, sino más bien que hay otras dos docenas de personas viviendo aquí dentro y el aislamiento que ella exige a su alrededor destruye nuestro concepto del espacio humano. Que su hostilidad brota en miradas sexuales y gestos sexuales («¿Has visto a esa conejita que ha pasado por ahí?», dijo alguien, masculino o femenino, no estaba seguro, en la otra habitación. «¿Dónde están mi tenedor y mi cuchillo?») como respuesta genérica a algo mucho más personal que su sexo…, aunque es posible que ella no comprenda eso durante muchos años. Algunas personas son muy jóvenes a los diecisiete años.
—¿Ya no vive usted en el parque? —preguntó June.
—No. —Miró al porche y al patio al otro lado—. ¿No es ninguno de ésos?
Ella agitó la cabeza sin, creyó, mirar.
—Quizá ahí dentro. —Cruzaron el pasillo; Chico abrió la puerta.
Hacía calor, e incluso Chico se preguntaba a veces cómo podían dormir en la abrasante semioscuridad. Cuatro, entre ellos una chica, desnudos en el gran colchón de la esquina, sudaban inertes, con sus respiraciones silbando a diferentes ritmos. Catedral, con la espalda contra la pared, estaba leyendo un libro cuya cubierta había sido arrancada (… Orquídeas de cobre: Chico reconoció el título en la primera página). Como deferencia a los durmientes, no había alzado la persiana. El león, agazapado en el alféizar, leía por encima de su hombro.
Chico avanzó unos pasos.
June, con la mano otra vez delante de su rostro, le siguió.
La puerta del armario había sido sacada de su sitio y apoyada contra unas cajas. Un saco de dormir, abierto, había sido depositado en el suelo. Un chico y una chica, ambos con el pelo muy largo, dormían juntos sobre él. Ninguno de los dos eran escorpiones, y el muchacho (la cabeza acurrucada contra el cuello de ella) parecía como si hubiera dormido mucho mejor en la comuna.
Alguien (¿Ángel?) se agitó dentro del armario. Algunas cosas cayeron y resonaron y gruñeron, puntuadas por: «Mierda…» y «Maldita sea…» y «¡…mierda!» y «Mierda…»
Desde que Chico había estado por última vez en la habitación, alguien había colgado un póster de George como la Luna. Alrededor de él había media docena de desplegables de Playboy, dos portadas de Black Garters, y montones de mujeres desnudas jugando al tenis en algún campo nudista.
June cerró tan fuerte los puños en la pechera de su mono verde que temblaron.
Esto es una afirmación, pensó Chico. Bien, así que está aquí.
—¿Eddy? —Su voz era firme, pese a sus temblorosos brazos.
—¿Eh…? Oh, hey… —Era el escorpión rubio de cuadrada mandíbula que había incordiado a Pimienta—. ¿Qué haces…? Espera un segundo. —Apartó la sábana de sus pies y empezó a atarse sus zapatillas. Cerró la cremallera de sus tejanos y buscó su chaqueta. El pelo, claro como el de su hermana, creaba un revuelto e hirsuto casco de alambre dorado demasiado grande para su cabeza.
—Yo…, ¡nunca había visto nada así en mi vida! —acusó June, en voz muy baja. Su rostro parecía como si, esperando leche, hubiera tragado zumo de naranja. Finalmente dijo—: Eddy…, ¿eres realmente tú?
—Sólo un segundo —repitió el rubio; se puso la chaqueta y se levantó, inseguro, encima del colchón. Parecía demasiado mayor para la imagen que se había hecho Chico del otro hermano de June. Su frente estaba mugrienta. Tenía unos pómulos altos. Del mismo modo que yo tengo un rostro de bebé, pensó Chico, quizá sólo pienses que tiene más de veinticinco años; pero había una clara inseguridad juvenil en sus movimientos. Como los de su hermana. Sus ojos y sus labios superiores eran idénticos. El inferior de él era más grueso que el de ella…, más como el de la señora Richards. Avanzó hacia ellos.
—¿Qué has venido a hacer aquí?
—¡Creímos que te habías ido a otra ciudad, Eddy! —Ella miró más allá de su hombro, luego de nuevo a él—. Oh…, si papá y mamá pudieran verte aquí, con este aspecto, simplemente… se morirían…, se morirían…
—¿Qué es lo que quieres?
—Hablar contigo. Verte. Ver si realmente estabas… Alguien dijo que había visto a alguien que se parecía a…
—Espera un momento —dijo Eddy—. Tengo que ir al…
Quiero decir, acabo de despertarme. —Acarició los hombros de su hermana, luego pasó junto a Chico y salió al pasillo—. Vuelvo en seguida…
California se dio la vuelta en el colchón.
Catedral alzó la vista del libro.
Los ojos de June recorrieron aleteantes la habitación en sombras, se clavaron en el póster, lo eludieron.
—Me gustó mucho su libro… Creo que es hermoso…, la parte que escribió usted sobre nosotros cuando… ¡No, no! —Al cabo de un momento dijo—: Eddy vive aquí con ustedes… Quiero decir, ¿cuánto tiempo hace que…?
Chico se encogió de hombros.
—A mi madre también le gusta su libro —dijo ella al cabo de otro momento—. Le dedicó una cierta…
Cuando no terminó su frase, él dijo:
—Salúdela de mi parte.
—¡No me atrevería! —Cerró la boca al cabo de un segundo—. Oh, no podría…
No sirve de nada irritarse, pensó Chico. Se reclinó contra el marco de la puerta. Ángel, en el armario, miró fuera, dijo:
—¿Qué…? —no obtuvo respuesta, se encogió de hombros y siguió con lo suyo. No he contestado porque no hay nada que decir. Ella se vuelve y contempla fijamente un montón de ropa de cama en el suelo que en realidad no ve, segura de que se le pide alguna respuesta.
Podía marcharse y dejarla que aguardara a solas.
—Cuidado —dijo Cristal a sus espaldas.
Chico se volvió.
—Lo tenemos. —Escupitajo sujetaba los tobillos de Dólar entre sus brazos.
—Ponedlo aquí dentro —dijo Jetadecobre—. Estará bien.
June se había vuelto también. Chico se sintió impresionado por la forma en que ella, pese a su nerviosismo, parecía interesada pero no histérica.
El hombro de Dólar golpeó contra la puerta.
—Lo dejaremos aquí, ¿eh? —Cristal alzó sin muchas consideraciones a Dólar por los brazos, pasó junto a Chico y entró en la habitación.
—¿…has visto eso? ¿Has visto lo que le han hecho? Sólo estaba por ahí fuera, ni siquiera se había marchado ni nada, cuando cayeron sobre él. Mierda, no le hicieron mucho. Tan pronto como Jetadecobre le pegó por tercera vez, se derrumbó así. Ni siquiera le ha sangrado la nariz. Su ojo, sin embargo, parece estar bastante mal…
Debajo del ojo, la hinchada mejilla estaba arañada. Los brazos de Dólar colgaban a ambos lados. Su cinturón estaba abierto.
—Creo que está fingiendo —le dijo Jetadecobre a Chico, rascándose la cabeza—. Creo que simplemente no quiere que le peguemos más, así que está fingiendo. Pero lo hace bastante bien.
—¿No echó a correr cuando os vio llegar? —preguntó Chico.
—¿Adónde iba a echar a correr? —Jetadecobre palmeó su mano izquierda con su puño derecho. Los pecosos nudillos sangraban—. Ponedlo ahí.
Chico miró, pero no pudo ver las manos de Cristal.
Ángel salió de nuevo del armario, miró a su alrededor, dijo:
—Oh, Jesucristo… —Agitó la cabeza y volvió dentro.
Junto a la ventana, Catedral, que había cerrado su libro, lo abrió de nuevo.
—Lo han puesto en el de Eddy… —empezó a decir June.
La pareja en la puerta se movió. El contrapunto de los ronquidos de los escorpiones desnudos no sufrió ningún cambio.
—Disculpadme, ¿eh? —Con una tensa mirada, Eddy pasó junto a Pimienta. Se dirigió a su colchón, se agachó, y tiró de un puñado de cadenas que habían quedado debajo del hombro de Dólar. Alzó la vista hacia Chico—. ¿Le dieron?
—Agitó la cabeza, alzó la sábana y la echó por encima de los hombros de Dólar.
Eso, pensó Chico, es por ella. Hacía demasiado calor en la habitación para sábanas.
Eddy se puso sus cadenas y volvió a la puerta.
—¿Para qué has venido aquí?
—No lo sé… Simplemente no lo sé… No comprendo cómo puedes…
Escupitajo y Cristal se habían ido. Jetadecobre miró a June, frunció el ceño a Chico y se fue también.
—Vamos —dijo Chico—. ¿Queréis hablar? Salgamos al porche, ¿eh? Aquí hay gente durmiendo.
Chico les dejó pasar primero y echó andar detrás de Eddy.
En el pasillo, la puerta del cuarto de baño estaba abierta; Filamento —sí, ése era el nombre de la mujer del pelo corto, recordó bruscamente— estaba efectuando su cagada matutina, los tejanos en torno a sus tobillos, el Times doblado sobre sus rodillas.
—Por ahí —Eddy señaló por encima del hombro de June.
June cruzó la puerta del porche de servicio y dijo:
—Oh, lo sient…
—¿Eh? —El chorro de Cuervo se interrumpió—. Hay alguien usando el cuarto de baño —explicó, desconcertado, ante la desconcertada mirada de June; y su orina volvió a chapotear en la fregadera del porche.
—Vamos, vamos —Chico les empujó de nuevo hacia dentro—. Habrá terminado en un minuto.
Cuervo sacudió su pene, volvió a meterlo en los pantalones.
—Bueno, ya he terminado.
Esto ha sido planeado, pensó Chico socarronamente. Esto no puede haber ocurrido porque sí.
Cuervo se fue…
—Si hay alguien más lo echaré —dijo Chico.
… luego regresó unos pasos hacia la puerta.
—Hey, pensaba echar un poco de agua en el fregadero, ¿sabes?
—Más tarde —dijo Chico.
—De acuerdo. —Se fue otra vez.
June estaba mirando fuera por la ventana. Eddy la miraba a ella, tironeándose el pelo de la nuca.
—¿Qué quieres, eh?
June se dio la vuelta.
—Supuse —dijo Eddy— que os habríais ido todos. Quiero decir que pensé que mamá y papá os llevarían a ti y a Bobby a otra… ciudad…
—¿No le dijo —preguntó June a Chico— lo de Bobby?
—No sabía que fuera su hermano hasta hace tres minutos —dijo Chico—. June empujó a Bobby por el hueco de un ascensor y le rompió accidentalmente el cuello. Está muerto. —E inmediatamente el rostro de George llenó su mente, borrando todas las demás reacciones.
—Mamá está muy enferma —dijo June—. De veras, no está en absoluto bien. Y estoy preocupada por papá. Sale a trabajar cada día, ya sabes; pese a todo eso. Pero a veces, ahora, no vuelve a casa en tres o cuatro días…
—¿Eh? —Eddy se apoyó en la lavadora—. ¿Qué…? —lo cual no era una reacción a lo que June estaba diciendo.
—Estoy tan preocupada que… no sé qué hacer. ¡Te juro…! —Aunque sus frases eran tan entrecortadas como antes, pronunciaba cada fragmento con mayor firmeza—. Desde que te fuiste, todo… todo parece haberse hecho pedazos. Todo, Eddy. Desde que te fuiste, es como… como si alguien hubiera sacado el tapón y todo se estuviera saliendo. Absolutamente todo.
—Jesucristo… —Eddy miró al suelo y agitó la cabeza—. ¿Bobby…?
Ella traza círculos, pensó Chico, traza círculos, magníficamente banal, negando culpabilidad o inocencia: ¡aunque sólo sea por su obcecación, es heroica!
Mordiéndose ambos labios, June agitó la cabeza.
—¿Vas a volver a casa?
Y, como un pensamiento residual: ella es sólo un dios de diecisiete años, sobreprotegido. (En alguna parte, George rió.)
—Bueno —dijo Eddy—, ¿pero para qué…? —Luego cambió—: ¿Bobby está muerto? ¿Y papá ya no regresa a casa?
—A veces —dijo ella—. Oh, a veces regresa…
Eddy alzó la vista.
—¿Para qué quieres que vuelva?
—Oh, si te vistieras con algunas ropas un poco mejores, y te cortaras el pelo, y les dijeras que lo sientes mucho…
—¿Sentir qué? ¡Él dijo que iba a matarme si volvía!
—Pero eso fue sólo porque…
—Ellos lo empezaron todo —dijo Eddy—. Ellos lo empezaban cada vez que volvía, y yo no podía detenerlo. No sabía cómo. Por eso me fui…
—Pero si dijeras que sentías la forma en que habías actuado…
—¿Sentir qué? ¡Sí, siento que, cada vez que volvía allí, ellos empezaban a aguijonearme hasta que estallaba, y entonces ellos estallaban también! Siento que mamá esté enferma, siento que papá esté trastornado. Siento que Bobby haya muerto. —Eddy frunció el ceño y, al cabo de un segundo, preguntó—: ¿Tú lo mataste…?
June se echó a llorar, en silencio, los ojos convertidos en dos fuentes.
—Oh, hey, yo… Mira, yo no quería… —Sus manos se abrían y se cerraban y se abrían y se cerraban junto a sus caderas, con aquel mismo movimiento que Chico reconoció era el que había precedido la furia de Jetadecobre.
—¡Tú puedes sacarnos de aquí…! —Su llanto estalló. Lo que Chico creyó entender entre sus lágrimas fue—: ¡…de este horrible lugar! —Pero, con sus sollozos, resultaba tan difícil de comprender como algunos negros de Jackson. Finalmente encajó la boca, se secó los ojos, sorbió—. Sólo desearía que alguien me llevase… ¡fuera!
—¿Por qué no se fue papá?
—No cree que mamá quiera irse. Y…, ni siquiera creo que él quiera tampoco.
—Llévatelos tú.
—Sólo soy una chica —dijo June—. No puedo hacerlo todo. ¡No puedo hacerlo absolutamente todo! —Se frotó la frente con las palmas de las manos.
(Las manos de Eddy se agitaron sobre sus rodillas.)
—¿No quisieron irse antes? —dijo Eddy—. ¡Yo no puedo hacer que se marchen ahora!
June alzó su rostro de entre sus palmas.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó en voz muy baja—. ¡Oh, Denny, por favor, vuelve a casa! ¿Qué estás haciendo en un lugar como éste? ¡Todo esto es… simplemente… horrible!
—¿Qué?
—Quiero decir —insistió ella—, ¿qué haces aquí?
—Hum —Eddy se encogió de hombros—, no hacemos mucha cosa. Simplemente vivimos todos aquí. Los escorpiones, quiero decir. ¿Sabes?, estamos todos juntos. Aquí. Eso es todo.
—Tú no puedes —empezó ella tentativamente— robar a la gente por la calle, y golpear a las personas y quitarles su dinero, y cosas así…, ¿verdad?
—No —dijo Eddy, todo indignación—. No, no hacemos esas cosas. ¿Por qué piensas que hacemos esas cosas?
—Es lo que dice la gente —murmuró June—. A veces el periódico también dice cosas así.
—El periódico dice un montón de cosas que no son ciertas, ¿sabes? Tú lo sabes. Además, ahora que el Chico es amigo del tipo que hace el periódico, va a dar una fiesta para el Chico, y todos vamos a ir ahí arriba. Así que el periódico nos tratará un poco mejor, ¿eh? —esto último a Chico.
Chico, junto a la puerta, con los brazos cruzados, se encogió de hombros.
—¿Qué es lo que haces, entonces?
—No lo sé —dijo Eddy—. Corremos.
—¿Qué es eso?
—Ya sabes… —Eddy miró a Chico—. Chico es el jefe aquí; él nos lleva a correr.
—¿Qué hacéis cuando… corréis?
—Nos reunimos todos y… vamos a alguna parte. La exploramos; tomamos cosas: las cosas que queremos, cosas que nos gusta tener con nosotros.
—¿Como comida?
—¡No comida! No corres en busca de comida si eres un escorpión, a menos que las cosas se hayan puesto realmente difíciles. Buscas otras cosas…
—¿Como qué?
—Cosas.
—¿Y las traéis aquí?
—Si es algo que queremos.
—No parece que tengáis muchas cosas aquí —dijo June.
—No necesitamos mucho.
—Entonces, ¿qué hacéis cuando corréis?
—Bueno, nosotros… —Eddy se encogió de hombros.
—Rompemos cosas —dijo Chico—. Principalmente. Y si hay alguien por ahí que no nos gusta, lo echamos.
—¿Es eso lo que haces? —preguntó June a Eddy.
—A veces. Sí, a veces hacemos eso. Pero en la mayor parte de los lugares a los que vamos no hay nunca nadie. La gente que encuentras está tan asustada que generalmente se caga de miedo y se va. —Su expresión era como si estuviera intentando recordar algo—. Oh, sí. Mantenemos las cosas tranquilas si alguien tiene un problema y acude a nosotros. Pero eso no ocurre demasiado a menudo. La gente está asustada de nosotros. Así que si intervenimos no actúan.
—Eso es lo que algunas personas llaman nuestro negocio de protección —explicó Chico—. Sólo que no protegemos a nadie.
—Ajá —afirmó Eddy.
—¿Pero por qué…?
—Haríamos algo distinto —dijo Chico— si hubiera algo distinto que hacer…
—Porque la verdad es… —empezó Eddy—. Mira, soy un escorpión, y me gusta ser un escorpión. Es mejor que cualquier otra cosa que haya hecho nunca. Éste de ahí fuera es un mundo duro y peligroso, y debemos sobrevivir…, ¿comprendes? La gente está asustada de nosotros, y quizá no debiera estarlo. Pero esto lo hace más fácil. El sobrevivir. La razón de que yo sea un escorpión es que cuando un puñado de nosotros camina calle abajo, y alguien nos ve, piensa —Eddy hizo restallar sus dedos—, ajá. Seguimos adelante y cogemos lo primero que se nos presenta que nos guste; y si alguien intenta quitárnoslo, será mejor que vigile primero. Porque estamos juntos, ¿comprendes? Uno para el otro. Si un escorpión se mete en problemas, entonces acude todo el nido y ¡arrasa! Si algo le ocurre al nido, entonces tienes a escorpiones venidos de todos lados. A los chicos de aquí no les importa quién eres, ni de donde vienes, ni lo que haces; para ti son… como una familia. Cuando eres un escorpión sabes que formas parte de algo que es importante, que significa algo, que hace que la gente se pare y piense…, ¿sabes…?
En el silencio, June parecía confusa.
—¿Es por eso por lo que eres un escorpión? —Chico se puso en pie en el umbral y agitó la cabeza—. Mierda… ¡Hey!
Los ojos de ella se volvieron bruscamente hacia él…
—¿Todavía no ha encontrado a George?… y se abrieron mucho; su cabeza vibró, antes negación que shock.
—Siga buscando. —Chico intentó sonreír, lo consiguió, y halló que el esfuerzo era honesto—. Lo conseguirá.
Mientras caminaba por el pasillo, Chico meditó en las probabilidades de que Eddy se fuera con June. Aquello estaría bien. Miró en la habitación de atrás para comprobar a Dólar. Estaba en la misma posición de antes (como todos los demás), respirando pesada y regularmente.
En la habitación del altillo, Chico sacudió la rodilla de Cuervo con los dedos desnudos de su pie. Cuervo estaba sentado, con las piernas cruzadas, delante de un montón de tuercas y tornillos.
—Ahora puedes ir a echar el agua al fregadero del porche.
—¿Eh? —Cuervo alzó la vista—. Oh, sí. Dentro de un segundo.
Chico dio otro golpecito en su rodilla, esta vez con la puntera de su bota.
—¡Ve a limpiar el maldito fregadero!
—De acuerdo, de acuerdo. No va a oler más por otro minuto…
—No me preocupa el jodido olor. Simplemente ve. —Lo cual era cierto.
—¡De acuerdo! —Cuervo se puso en pie y abandonó la habitación.
Con una furia repentina hacia hermano y hermana, Chico deseó que interrumpieran su charla y se marcharan los dos.
Trepó por las muescas del poste al altillo. Denny, con los pies alzados apoyados contra la pared, miró desde el Escher apoyado sobre su pecho, luego giró otra página. Chico se sentó con la espalda contra la pared.
—¿Hey?
—¿Os he llevado ya a correr alguna vez?
—¿Estás volviendo a olvidar cosas?
—Cuéntame si os he llevado o no, y te lo diré.
—Sólo esa vez.
—¿Cuándo?
—¿No lo recuerdas?
—¡Cuéntamelo, chupapollas!
—Cuando… apareció el sol, y tú nos llevaste a todos hasta aquella casa. Donde Dólar mató a Wally. Ésa es la única vez que hemos corrido contigo, hasta ahora. Quiero decir si no planeas que salgamos a correr ahora o algo así. Eso es todo.
—Oh.
—¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Hummm. —Denny asintió y volvió a su libro.
—Supongo que vamos a tener que salir a correr de nuevo pronto.
—Hummm —dijo Denny de nuevo, pero no alzó la vista.
¿Por qué corremos?, pensó Chico: Porque si no lo hiciéramos, estaríamos un poco más locos de lo que estamos ahora.
Eddy cruzó la puerta.
—¿Hey, Eddy?
Eddy se detuvo.
—¿Qué?
—¿Se ha ido ella?
Eddy expulsó el aliento.
—Sí.
—¿Y tú te quedas?
—Hombre —dijo Eddy—, no puedo hacerlo todo por ellos. Y ella está… Bueno…
—Lo sé —dijo Chico—. Hey, Eddy…, no hagas más discursos. Eres un auténtico mal agente de prensa.
—¿Eh? —Eddy entró en la habitación—. Oh…, sí. Esto… ¿Chico?
Chico oyó algunas tuercas rodar por el suelo.
—¿Sí?
—Bueno… «Eddy», ¿sabes?, es como me llaman mi hermana y mi familia. Pero los chicos de aquí me llaman todos Tarzán.
—¿Tarzán? —Era una pregunta, pero con una inflexión descendente, no ascendente.
—Sí.
—De acuerdo.
Eddy se volvió para irse.
—Hey, Tarzán.
—¿Qué?
—Siento lo de tu familia.
Eddy sonrió, breve y débilmente.
—Gracias. —Se fue.
Cuervo entró y dijo:
—¡Oh, mierda! ¡Alguien pateó mis jodidos tornillos por todo el maldito suelo! —Chasqueó la lengua, se agachó y, fuera de la vista del borde del altillo, empezó a hacerlos rodar para reunirlos de nuevo.
Vengo. Voy. Antes que irme, sin embargo, me quedaré. Parece demasiado fácil huir de esta jaula. ¿Es eso lo que nos mantiene aquí? Abandonar la ciudad: ése es el pensamiento que hace que sienta debilidad al final de mi espalda y licua mi mente, tanto que es mucho más fácil no recordarlo una vez el pensamiento ha pasado. Aguardando una palabra que empuje esas paredes, con su bajo siseo, no hay forma de empezar. Ajustando el marco para acomodar el día, me siento hinchado por el terror ante mi incapacidad de distinguir, en cualquier acción, qué es lo que diferencia el tiempo de después del tiempo de antes.
—Hey, ¿qué estás juntando? —preguntó una voz de mujer.
—Sólo un poco de basura… —dijo Cuervo.
Denny cerró el Escher de un golpe y rodó sobre sí mismo para asomarse por el borde.
—¡Hey! ¡Lanya!
—Hola, cariño. ¿Está Chico ahí arriba?
—Sí, está aquí a mi lado.
—¿Hay sitio para mí? —Luego su cabeza se asomó por el borde del altillo, y frunció el ceño—… Resulta más difícil subir a éste que al otro con la escalerilla.
Chico se puso de rodillas para sujetar el hombro de ella.
Denny estaba ya en el borde para ayudarla.
—Hey, creo que puedo hacerlo más fácilmente yo sola. Veamos… —Frunció los rasgos—. Hum… No, por favor. Yo lo haré. —Se izó sobre el borde, casi estuvo a punto de resbalar—. Ya está. —Resopló—. Ahora de todo lo que hay que preocuparse es de bajar.
—¡Viniste a vernos!
—Por supuesto —le dijo a Denny, que puso ahora sus dos manos sobre la rodilla de ella—. Os dije que lo haría, ¿no? —Tomó la mano de Chico y una de las de Denny—. Tak me dijo que viste lo que va a ser mi vestido. —Llevaba unos tejanos y una blusa tostada—. No importa, aunque no sea ya una sorpresa. ¿Has decidido qué camisa vas a llevar, Denny?
—Creo —murmuró Denny— que puedo llevar todas tres e irlas cambiando de tanto en tanto.
—¿Qué vas a llevar tú?
—Lo que llevo puesto ahora —dijo Chico.
Lanya se lo pensó un minuto.
—Primero lava los pantalones. Dámelos y los pasaré por la máquina. Tenemos una que funciona en el sótano de nuestro edificio.
—Sólo tengo un par —dijo Chico.
Lanya se echó a reír, soltó sus manos, y se arrastró hasta el extremo de la cama.
—Pero me afeitaré.
—Pensaba que habías decidido dejarte la barba.
Cuervo, desde el suelo, exclamó:
—Yo tengo una navaja, si quieres utilizarla. Todo el mundo lo hace.
—Es probable que yo también lo haga —dijo Chico—. Gracias.
—Estuve dando clase toda la mañana y toda la tarde —dijo Lanya—. ¿Qué habéis hecho vosotros?
Denny se encogió de hombros.
—Nada. No hemos estado haciendo demasiado de nada. Ni siquiera hemos hecho nada por aquí. —Denny extrajo su bota de debajo de él y se sentó hacia atrás, muy cerca del borde—. Dólar intentó abrirle la cabeza a Jetadecobre con una tabla, y Chico saltó sobre él y lo detuvo…
—… el pequeño bastardo… —Chico flexionó su hombro, que aún le dolía—. Intentó arrancarme el brazo a mordiscos…
—… así que lo echamos fuera, pero Jetadecobre y Cristal y Escupitajo salieron y lo atraparon de todos modos. Está ahí dentro, con los huesos un poco molidos.
—No tenemos mucho que hacer aquí —dijo Chico—. Nunca adivinarás quién vino a visitarnos. Acaba de irse justo antes de que tú llegaras.
—¿Quién?
—June Richards.
—¿Para qué demonios?
—Su hermano está aquí.
—Tenía entendido que se cayó por el pozo de un ascensor y se rompió el cuello.
—¿Ése era su hermano? —preguntó Denny.
—Su otro hermano —dijo Chico. Luego, a Denny—. Su hermano es Tarzán.
—Sí. Yo estaba allí, ¿recuerdas?
—Oh.
—¿Qué era lo que quería?
—Problemas familiares.
—Pensé que ya habías tenido bastante de esos problemas familiares.
—Yo también lo pensaba. —Chico se inclinó hacia delante y apoyó su cabeza en el regazo de Lanya—. ¿Qué piensas de nuestro nido de aquí?
—¿Debo ser brutal?
—No te gusta, ¿eh? —Denny se acercó para sentarse al lado de ella—. Creo que es hermoso. Es mucho mejor que el otro.
—En mi camino desde la puerta de entrada hasta el cuarto de baño, y luego de vuelta hasta aquí, debo haber pensado siete veces distintas en cómo podéis soportarlo.
—Maldita sea —dijo Chico—, nosotros estuvimos por ahí no sé cuánto tiempo…
—¡Pero eso fue fuera, al aire libre! Y pasamos la mayor parte del tiempo solos…, lejos de los demás, al menos.
—No creo que a ella le guste esto —dijo Denny, hundiendo los hombros—. ¿No crees que es más bonito que el otro lugar? Tenemos un colchón…
—Tenéis cincuenta personas en un espacio que apenas podría contener…
—Veinte —dijo Chico—. Quizá veinticinco.
—… veintiocho conté hasta ahora, entre los escalones de la entrada, la cocina, el cuarto de estar, el porche de servicio, las dos habitaciones de atrás…, ¡en un espacio que estaría atestado con cinco o seis! Hay un montón de mierda, humana, supongo, a un lado de los escalones de atrás, lo cual es comprensible considerando que sólo tenéis un cuarto de baño. En el que entré, por cierto, y eso es casi increíble. ¿Cómo alimentáis a esta gente? Quiero decir: ¡estuve en la cocina!
—Comemos bastante bien —dijo Denny—. Creo que comemos bastante bien.
—¡La falta de intimidad me haría subirme por las paredes!
—¿Sabes? —dijo Chico—, hay algo curioso respecto a la intimidad. Si hay aquí dos o tres personas en una habitación, es realmente difícil sentirte aislado. Pero si hay nueve o diez, especialmente si estáis viviendo todos juntos, si deseas estar a solas todo lo que tienes que hacer es pensar que quieres estar a solas, y todos los demás tienen algo en lo que ocuparse, y estás a solas. Yo tuve dos compañeros de habitación en un apartamento en mi primer año en Columbia; teníamos cuatro habitaciones, y era realmente imposible. Un par de años más tarde pasé los meses de diciembre, enero, febrero y marzo en tres habitaciones en la calle Segunda Este de Nueva York con unos diez tipos y diez pollitas. Hacía un frío que se las pelaba, y estábamos ahí dentro todo el día. Todo lo que hacíamos era comer, joder y darle a la mierda: fue la mejor época de mi vida.
—¿De veras? —dijo Lanya. Y luego—: Si lo fue, ¿cómo lo comparas con esto?
—Ésta no es la mejor época de mi vida. Pero ha habido otras que han sido infernalmente peores.
—Tenemos todo tipo de cosas buenas para comer —dijo Denny—. ¿Tienes hambre? Apuesto a que puedo subirte algo.
—Gracias, querido. Pero acabo de comer.
—Allí estaba todo mucho más limpio —dijo Chico—, quizá porque había unas cuantas chicas más que aquí.
—Cerdo macho chauvinista —dijo secamente Lanya—. Importa esclavas para que laven los platos y…
—No soy un cerdo macho chauvinista —dijo Chico—. Soy un marica comunista pervertido.
—No hay nada que te impida ser ambas cosas.
—Todo el mundo limpiaba. Exactamente igual que aquí. Hacíamos que la gente se quitara los zapatos antes de cruzar la puerta: Nueva York estaba lleno de nieve. Sólo que es más divertido con más chicas.
—Estás sermoneando. Puede que todo aquello estuviera muy bien, pero no es aquí. Apenas consigo resistir el invitaros a venir a vivir conmigo y ser mis amores.
—Sospecho que con el lugar que tienes, no querrías que viniéramos a vivir allí —dijo Denny—. Pero puedes quedarte aquí por un tiempo.
Cuervo asomó repentinamente su boscosa pelambrera por el borde del altillo.
—Hey, señorita, si ellos no quieren ir a vivir contigo, yo estaré encantado de hacerlo. Soy limpio, soy amigable. También me ocupo de casi toda la cocina aquí; soy muy buen…
—¡Ve a que te jodan a otro lado, chupapollas! —dijo Chico en voz muy alta, inclinándose hacia delante.
—Seguro. —La pelambrera desapareció—. Pensé que tenía que hacer la oferta.
—Y no dejes que nadie suba aquí. Estamos ocupados, ¿sabes?
—De acuerdo —desde abajo. Resonaron tuercas y tornillos.
—Oh, hay otras razones por las que no vengo aquí.
—Supongo que a Madame Brown no le gustaría —dijo Denny.
—Es posible que no —dijo Lanya—. Pero no estaba pensando en eso. Simplemente tengo la sensación de que necesito un lugar donde poder retirarme a solas. Donde poder lamerme mis heridas; cuando me sienta herida.
—Tranquila —dijo Chico.
—¿Tienes miedo de nosotros? —Denny apartó su mano, que había estado entre los muslos de ella.
—Sí. —Ella tomó su mano y volvió a ponerla donde antes—. Pero hacéis que las cosas se mantengan interesantes. No sé por qué debería… ¡Oh, tonterías! Puedo pensar en cuatrocientas razones por las cuales debería…, o razones por las cuales otras personas dirían que debería. ¿Las mías? Supongo que lo hago para descubrir cuáles son. Más bien derrotista, ¿eh? De acuerdo, sólo lo estoy haciendo para descubrirlo.
—Supongo —dijo Denny— que es casi…
—¿…está ahí arriba? —dijo alguien.
—Está ocupado. No puedes subir.
—¡Sólo quiero hablar con él un minuto!
—He dicho que está ocupado, hombre. No puedes…
—Mira, amor, puedo ver la parte superior de sus cabezas desde aquí, de modo que no puede estar haciendo nada tan complicado.
Chico se asomó por el borde del altillo.
—¿Bunny?
—¿Lo ves? —Bunny avanzó—. Ni siquiera se han quitado la ropa. ¡Hola, ahí arriba! Soy, ¡ta-ta-ta, ta-ta-ta, ta!, yo. —Los brazos de Bunny se extendieron verticales hacia arriba, cayeron; con ellos cayó la sonrisa de Bunny—. Se supone que tú estás al cargo aquí, Chico. ¿Has visto a Pimienta?
—Sí, ha estado por aquí.
—Hola, Bunny. —Lanya se asomó por el borde. Lo mismo hizo Denny.
—¡Ah-ah-ah! —Bunny agitó un dedo hacia ella—. Ya sabes lo que dicen, querida; uno a uno, y poco a poco. Hola. —Eso era para Denny, que estaba sonriendo—. Tienes un mordisco de lo más encantador. —Miró de nuevo a Chico—: Lo apruebo. No podéis estar a punto de hacer lo que pensé que estabais haciendo. ¿Me permitís subir y charlar unas palabras?
—Probablemente íbamos a hacerlo —dijo Lanya—. Pero sube.
Bunny alzó una fruncida frente de platino.
—No comprendo esas relaciones modernas. Bajo mi resplandeciente exterior, no soy más que una chica dulce y chapada a la antigua. Sin ofender, querida —con una inclinación de cabeza a Lanya—. Bien…, ¿cómo se supone que debo negociar esto? —Bunny agarró el poste con las muescas—. Oh, no es tan difícil. —Cabeza y flaca garganta (en un jersey negro con desbocado cuello cisne) llegaron a la altura del colchón—. Ahora, ¿cómo se supone que hay que hacer el resto del camino?
—Así. —Denny se arrodilló y agarró los hombros de Bunny.
—Oh, cuidado, cuidado, cuidado ahora, yo… ¡Oh! —Bunny se aseguró en el borde del altillo, los negros tejanos arrugados a la altura de la cintura—. ¡Gracias! Bien, tengo que decir esto de una forma más bien íntima. ¿Dijiste que Pimienta estaba por aquí? No puedo expresar el peso que se alza de mi pequeño, agotado y distorsionado cerebro. ¿Sabes?, estaba conmigo; luego, hace unos días, desapareció. De nuevo. Bien, ya sabes que me preocupo. Ha conseguido cuidar de sí mismo de una u otra forma durante esos últimos veintinueve años sin pasar demasiado tiempo en la cárcel…, ¿sabéis que me dijo que en una ocasión fue arrestado por exhibirse en público? ¿No es eso terriblemente curioso? Pero oí que estabais formando un nido, así que me dije: Voy a ir a echar un vistazo antes de decidir si debo ponerme o no frenética de pesar.
—Ha estado por aquí —dijo Chico—. Pero no sé si sigue por aquí en estos momentos. ¿Quieres llevártelo de vuelta contigo? Me parece estupendo.
Bunny hizo girar sus pupilas.
—Oh, daría mi mejor diente por tenerlo de vuelta. —Las uñas de Bunny, con el perlino esmalte cuarteado, se enredaron en las brillantes cuentas que rodeaban sus pequeños y oscuros hombros—. Pero no voy a forzar al pobre niño a hacer algo que no desee. No es bueno para él. Tiene que aprender a hacer lo que él crea que es mejor. Si yo dirijo toda su vida (y no creeríais lo mucho que él desea que lo haga; prácticamente me pide que tome por él todo lo que se parezca a una decisión), no crecerá nunca. Una tiene que ser responsable de la gente a la que ama, en todas las formas que pueda. —Bunny, con las manos dobladas, pálidas y nudosas, frunció los ojos de uno a otro—. ¿Tres? Queridos, ¡eso va a ser mucho trabajo! Bien, os tenéis los unos a los otros para apoyaros en tiempos de crisis. —El fruncimiento cambió; las manos se desanudaron—. ¿Dices que me lo puedo llevar? No se habrá metido en ningún lío aquí, ¿verdad?
—No —dijo Chico—. Pero he tenido que gritarle un poco a alguien que intentaba hacérselas pasar moradas.
—¿De veras? —Bunny se echó un poco hacia atrás—. ¡No sólo escribes hermosos poemas, sino que también tienes un alma poética! Lo sabía, lo supe cuando Pimienta te presentó la primera vez. Por eso vine; porque tienes un alma poética. —Bunny retrocedió un poco más—. Dime. En ese quinto poema, en la página diecisiete. Mab; no comprendo el título y no sé si deseo comprenderlo, pero, por casualidad: lo que detecté, ¿era una aleteante referencia a… mí?
—Sí —dijo Chico—. Es probable. Estaba sentado en el lavabo de Teddy’s cuando lo escribí. Tú estabas ahí fuera, bailando.
—¡Ahhhh! —exclamó Bunny, dando una palmada y bajando los ojos—. Eso es de lo más excitante… ¡Oh! —De pronto la mano de Bunny revoloteó hacia arriba por encima de su cabeza—. ¡Por supuesto, eso no tiene nada que ver contigo, querida! —Aterrizó sobre la rodilla de Lanya—. Quiero decir que tú eres prácticamente la Dama Oscura de los Sonetos. —Bunny se inclinó hacia delante—: Querida, no lo hagas sentirse miserable. —La mano de Bunny se adelantó para rozar el hombro de Denny. Denny frunció el ceño ante el gesto—. Tú también. Sé amable con él. —Bunny se volvió una vez más hacia Chico—. Estás condenado a la tragedia, ¿sabes? Aquellos que son como nosotros, como tú y como yo, con la sonrisa de Ipana, siempre lo estamos. Quiero decir, ¿quién puede amarnos? Y todo debido a nuestra aura; la tragedia empieza con esas pequeñas cosas. Pero es por eso precisamente porque todos nosotros, con nuestras ultrabrillantes muecas, tenemos que contentarnos con terminar en Hollywood, como estrellas del cine, horriblemente famosas, fabulosamente ricas, arrastrando detrás nuestro todos los corazones destrozados, los romances rotos, divorcio tras divorcio… ¡Mírate a ti! Fama y fortuna están brillando ya ahí arriba en Brisbain South. ¿Lo ves? ¡Ya ha empezado, pobre cosita miserable!
—Y una mierda —dijo Denny con gravedad.
Lanya dijo:
—Hey, si Bunny está en tu libro, deberías invitarlo a la fiesta.
—Sí —dijo Chico—. ¿Quieres venir? La mayor parte de los chicos del nido van a hacerlo. Así que probablemente Pimienta vendrá también.
—¡Oh, no podría! —Bunny inclinó la cabeza con una pequeña sacudida—. Probablemente no podría. —Luego alzó los ojos—. Me encantaría, de veras me encantaría. Pero no puedo.
—¿Por qué no?
—Principios.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno… —El espacio entre la nariz de Bunny y su labio superior se ensanchó—. Ese astronauta, el capitán Kamp, va a estar también ahí, ¿no?
—Es invitado de Calkins. Supongo que sí.
—Ése es el porqué.
—¿Es el tipo al que conociste y que ha estado en la Luna? —preguntó Denny.
—Mmm —asintió Chico.
Lanya dijo:
—No comprendo, Bunny.
—¿Estabas allí la noche que el capitán vino al bar?
—Estaba —dijo Chico.
—Entonces sabes lo que ocurrió. A mí y a George.
—No —dijo Chico—. No lo sé.
Bunny hizo una inspiración preparatoria.
—Tan pronto como Teddy se dio cuenta de quién era aquel glorificado cebo, ¿sabes?, alguien tuvo que decírselo, vino a mí y me sugirió que, tomando en consideración la clientela de aquella noche, ¡sería mejor que no bailara!
—No —dijo Lanya—. No estarás hablando en serio, ¿verdad? ¿Por qué?
—No quería ofender las tiernas sensibilidades de nuestro héroe nacional sorbedor de escocés con agua. Presumiblemente no tienen chicos go-go en la Luna. Teddy imaginó que el shock podía ser demasiado fuerte para él.
—Cuando yo entré —dijo Chico—, todo el mundo estaba sentado a su alrededor, como en una reunión de la cámara de comercio.
—Que no había empezado todavía —dijo Bunny— cuando Teddy me comunicó su pronunciamiento. Y cuando empezó, resultó que George estaba allí. Estaban todos sentados por ahí haciendo preguntas, y George estaba muy interesado. De modo que hizo algunas. Una de ellos, yo estaba mirando desde mi jaula, fue si el capitán Kamp había visto alguna vez la luna George. Algunos de los presentes se rieron discretamente. Pero George hablaba en serio. Y diré esto del capitán: contestó con una perfecta seriedad. Quiero decir, teniendo en cuenta la noche, era absolutamente presuntuoso pensar que cualquier pregunta fuera tan estúpida. Pero al cabo de un par de preguntas más de George, Teddy se le acercó y le dijo algo. Un minuto más tarde, George echaba hacia atrás su silla y se marchaba.
—¿Qué le dijo? —preguntó Denny.
—No pude oírlo —dijo Bunny—. Pero sí pude ver el efecto. Y sé lo que me dijo a mí.
—George acababa de marcharse cuando yo llegué —dijo Chico—. Tak me lo dijo.
—Eso suena tan estúpido —exclamó Lanya—. Teddy siempre ha sido un poco… formal, pero tú haces que suene como un miembro del Rotary Club.
—¡Hijo de la Revolución Americana! ¡Pedorreo del tubo de escape de un Chevrolet del cincuenta y dos con neumáticos podridos y llantas oxidadas! ¡Espero que la próxima vez que se monte un número se deje el prepucio en un puente dental! —Lo cual colapso a Denny de espaldas, con un histérico ataque de risa—. Hay dos razones, aparte la bebida gratis, para que la gente venga a ese asqueroso antro infestado de cucarachas. Una de ellas es George. La otra soy yo… ¡Oh, sí! Algunos se han presentado también esperando tener la suerte de poder echarle una mirada al Chico. Pero no te preocupes: Dale sólo un poco de tiempo a ese neonazi, y empezará a pedirte que lleves corbata la próxima vez que vayas. Recuerda las sabias, sabias palabras de mamá.
—Todo esto suena tan estúpido —dijo Lanya, e hizo una mueca.
—Pensaba invitar a George, si lo veía —dijo Chico—. Pero sospecho que ahora no querrá ir.
—Bueno —dijo Bunny—, George es una luminaria bastante grande en nuestro cielo local; tal vez pueda permitirse el ser más generoso que yo. Yo, me temo, debo guardar más celosamente mi honor. Después de todo, querido, es todo lo que tengo.
—La siguiente vez que vi a Kamp —dijo Chico—, estaba en la función que dio George para la Reverenda Tayler en Jackson.
—Bunny —dijo Lanya—, ¡tú estás siendo estúpido! Respecto a la fiesta, quiero decir. Chico no ha invitado a Teddy, te ha invitado a ti. Y por todo lo que sé, Kamp vino precisamente a verte hacer tu acto; Teddy no hizo más que mostrarse estúpido y presuntuoso. Eso no debería impedirte el pasar un buen rato.
—No voy a subir ahí arriba y actuar para esa gente —dijo Bunny.
—Nadie te está pidiendo que bailes…
—Tú no comprendes, corazón. —Una vez más, Bunny acarició la rodilla de Chico—. Por todo lo que se refiere a Calkins, o a cualquiera de ahí arriba, tú, yo, o cualquiera que sepas que va a aparecer por allí, tiene que actuar. Calkins acondicionó ese bar, puso a Teddy a cargo de él. El lugar existe sólo para su diversión o para la diversión de sus invitados que, una vez al mes, sientan deseos de bajar a mezclarse con la plebe. Y aunque no creo ni por un instante que le diera órdenes a Teddy de que yo no fuera exhibida a este nuevo joven de Marte o de donde sea, es una actitud inevitable en esa cadena, haya dinero implicado o no. Simplemente, no puedo formar parte de ello. ¡Negros y homosexuales, querido! ¡Negros y homosexuales! Tras haber sido metidos en los mismos clichés durante tanto tiempo, estamos empezando a aprender. Con las mujeres y los niños —Bunny hizo un gesto con la cabeza hacia Lanya y Denny—, la cosa toma un poco más de tiempo. Bien, tú tienes algunos clichés más que superar. No tienes que pensar que estoy intentando echar una manta mojada sobre tu fiesta. Has escrito un hermoso libro, aunque no comprendo ni una estrofa de él, y tienes que subir ahí arriba y tener tu celebración, y espero que sea absolutamente fabulosa. De veras. Lo único que tengo que hacer es leer el relato en la página de sociedad del día siguiente. Pero tengo que vivir conmigo misma. Eres un querido, querido muchacho por pedirme que vaya. Y siento demasiado el no poder aceptar.
—¿No vas a volver a bailar en Teddy’s? —preguntó Denny.
—Eso —las manos de Bunny volvieron a cruzarse— es otro asunto. No, sigo bailando ahí. Cada noche, tres shows. Los sábados y domingos por la tarde, tan pronto como acaba el almuerzo. Oh, nosotras, las tipas creativas, debemos ponerlo todo de nuestra parte. Miseria. Pura miseria. Vergüenza y humillación. —Bunny miró a Chico—. Oh, vas a sufrir tanto que me haces sentir deseos de llorar. Pero ése es el precio de tener un alma poética.
—Si Teddy es un bastardo tan grande como esto —preguntó Denny—, ¿por qué simplemente no dejas de bailar para él?
Bunny alzó una mano, con la palma hacia arriba.
—Si no bailo ahí, ¿dónde más puedo hacerlo? Quiero decir aquí, en Bellona. Pero debemos terminar de hablar de todo esto. Todo lo que consigo es sentir lástima por mí misma. Y vosotros os estáis burlando. Dijiste que Pimienta estaba por aquí. ¿Dónde —la voz de Bunny descendió de volumen— crees que debo buscar?
—Vamos —dijo Chico—. Te acompañaré en el gran tour.
—Oh, no, no tienes que…
Chico se abrió paso entre Lanya y Denny y se dejó caer al suelo.
—Veamos…, ¿cómo bajo yo de aquí? Oh, es complicado; ¿no crees que (¡oh, querido!) una escalera sería mucho más fácil que…? ¡Ya está!
—Vuelvo en un segundo —dijo Chico a los dos rostros que le miraban por encima del borde. Rodeó a Cuervo, que alzó la vista de la chatarra que tenía reunida en el suelo y, seguido por Bunny, salió al pasillo.
—¿Sabes? —Bunny se puso a la altura de Chico—, no puedo expresar lo aliviada que me has hecho sentir. Sólo con saber que él está aquí y se encuentra bien. Estoy segura de que jamás llegaré a saber lo que veo en él. Pero a veces sonríe, y yo me vuelvo toda natillas por dentro. O gelatina de patas de cordero. Sí, más bien gelatina de patas de cordero. ¡Quiero decir transparente y temblorosa y fría!
—¿No como un pastelillo de crema? —Chico se sintió apaciguado y pensativo por el relato de Bunny.
—¡Exactamente no como un pastelillo de crema! —Bunny sonrió con una sonrisa blanca, blanca—. ¡Tú lo sabes!
—No está en el patio —Chico se asomó al porche, luego retrocedió.
—No le veo con ninguno de esos chicos en los escalones de la entrada —dijo Bunny—. Y no está en la cocina ni en la habitación de delante.
—Probemos ahí dentro. —Chico empujó la puerta.
Entre los dormidos escorpiones (Dólar se había vuelto boca abajo), Pimienta, acurrucado de lado en medio de un montón de mantas, las vueltas de su cadena sobre sus huesudos hombros, los puños clavados en las ingles de sus tejanos, dormía y silbaba a través del fláccido pelo que caía sobre su rostro.
—Siempre duerme así —dijo Bunny en voz baja.
—¿Quieres que lo despierte y…?
—¡No! —susurró Bunny, y alzó una muñeca ante sus fruncidos labios—. No… Yo sólo deseaba…, bueno, ya sabes. —La sonrisa de Bunny se abrió camino entre su preocupación—. Así está bien. De veras. Sólo saber que no le pasa nada. Eso es todo lo que deseaba. Una tiene que ser responsable de ellos, pero en formas…, en formas que ellos puedan comprender. —Bunny agitó la cabeza—. Y la comprensión, estoy segura de que lo sabes, no es el punto fuerte de Pimienta. Vamos, vamos. No hay necesidad de despertar a nadie.
—Araña Negra se había dado la vuelta y había levantado la cabeza.
Al gesto de Bunny, Chico cerró la puerta.
—Gracias, gracias. Un millón de veces, gracias. Tengo que irme para dar la bienvenida a mi audiencia con —Bunny adelantó una cadera y cerró un ojo— lo auténtico. Eres un perfecto amor. ¡Ta-ta! —A medio camino pasillo adelante, Bunny se dio la vuelta y agitó una mano mientras la otra sujetaba las cuentas ópticas—. Y pásatelo fabulosamente bien en tu fiesta. Fuiste muy amable invitándome. Gracias, gracias. Eres demasiado bueno, de veras. Bebe una copa de champán en nombre de la vieja Bun-buns, y recuerda: cualquier cosa que pase, ¡envíalos al infierno!
California y Revelación se habían parado para mirar. Dama de España salió de la habitación de delante detrás de ellos, se inclinó sobre sus hombros y sonrió.
Bunny les envió tres besos, revoloteó hasta la puerta delantera, la abrió, se volvió, canturreó, con agitantes brazos: «La sombra de tu sonrisa…» en un sorprendente bajo; luego chirrió un «¡Adiós!» y desapareció.
Meditabundo, Chico volvió al altillo.
Sentado, Cuervo sostenía un trozo de alambre enrollado y dos tornillos en la boca.
—¿Qué era eso? —preguntó, con la voz oscurecida por el metal.
Chico se limitó a echarse a reír y trepó por el poste.
—Maldita sea —dijo—. ¿No podíais haber esperado cinco minutos para empezar?
Denny, desnudo, estaba encima. Lanya llevaba todavía su blusa.
—No hemos empezado muy en serio —dijo Lanya sobre el antebrazo de Denny.
—¿De veras? —Chico acabó de subir y metió una mano entre sus caderas (Denny se alzó un poco, Lanya se echó hacia atrás)—. Oh, bueno. —Se quitó la ropa.
Hicieron el amor, respirando suavemente con las bocas muy abiertas. Durante un rato, con su cinturón y sus pantalones abiertos, Chico se negó a quitárselos…
(—Lo siento, señorita, no puedes subir ahí arriba. Chico está ocupado.
—¿Está jodiendo?
—Ajá. Vuelve luego.)
… pero al cabo de un rato empezaron a picarle y, mientras reía, tendido, acabó de sacárselos con los pies. Abrazados, con las cabezas muy juntas, Denny susurró:
—Eso fue bonito, ¿eh? Déjame joderte por el coño y tú puedes volver a joderme por el culo mientras lo estoy haciendo.
—Maravilloso —dijo Lanya, y enterró su risa en el hombro de Chico.
—Seguro —dijo Chico—. Si tú quieres. Seguro.
Pero, con las rodillas incómodamente abiertas, los codos doblados, y la seca espalda del muchacho rozando su vientre, el pene de Chico, empujando en la flexible hendidura, siguió fláccido. Empezó a decir algo, se lo pensó mejor, y besó el hombro de Denny, volvió a besarlo.
Lanya abrió los ojos y, entre jadeos, frunció el ceño. Consiguió liberar una mano y se lamió y lamió los dedos. Luego la deslizó hacia abajo por la espalda de Denny. Primero sólo el lado de su pulgar tocó su pene. Luego el movimiento de él en el túnel de los dedos de ella hizo que la cosa que no era un músculo se endureciera (y todo un entramado encima y en torno a su pubis se relajara). Su pene llenó el abrazo de los dedos de ella.
—Me gusta… —jadeó Denny cuando Chico estuvo dentro de él.
—Es estupendo… —admitió Chico; cambió la posición de su peso, y decidió que Lanya había tenido la idea correcta: hablar era una estupidez. No eyaculó en el ano de Denny, sino en el de ella.
Permanecieron tendidos de lado, con Lanya emparedada entre los dos.
—Puedo sentirlo —susurró Denny—. Moviéndose. Dentro de tu coño, en mi polla. Puedo sentirlo.
—Yo también —susurró ella. Y le silenció con un Chissss. Las dos manos de Chico rodeaban sus pechos. Alguien sujetó el pulgar de Chico. Pensó que era ella porque Lanya siempre acostumbraba a hacerlo, pero era Denny. En una ocasión despertó de un medio sueño para oírles reír quedamente juntos. Agitó sus dedos en el vivo calor del pecho de ella. Alguien apretó de nuevo su pulgar.
Despertó, de pronto y por completo. Ambos estaban inmóviles. Su pene estaba erecto; pero cuando alzó la cabeza para mirarse, lo notó deshincharse. Había rodado ligeramente hacia un lado. El pene se inclinó hacia el muslo de Lanya.
No está tocándola, pensó.
Luego, un ligero calor. Y una presión.
Está tocándola.
Con los ojos muy abiertos, rodó de espaldas, intentando comprender por la simple razón aquella transición aterradora y maravillosa.
Soy limitado, finito y fijo. Estoy aterrorizado ante el infinito que se abre ante mí, tras haber cruzado el que queda detrás sin haber podido adquirir ningún conocimiento. Me encomiendo a aquello que es más grande que yo, e intento ser bueno. Eso significa luchar con lo que se me ha dado. ¿Debo enfurecerme ante lo que no se me ha dado? (¿Es el infinito alguna ilusión generada por la forma en que es percibido el tiempo?) Intento terminar con este orgullo y esta furia y encomendarme a lo que hay aquí, en vez de a la ilusión. Pero el velo es la unión de lo percibido y la percepción. ¿Y quién puede desgarrar eso en toda una vida? Entonces, ¿es la única plegaria vivir firme y opacamente, haciendo y dudando de lo que la mente exige? Soy limitado, finito y fijo. Me enfurezco en busca de razones, lloro en busca de piedad. Haced conmigo lo que queráis.