Capítulo 6
—¿Estás seguro que es aquí donde vive Lanya? —preguntó Chico a Denny. Los otros se agruparon ante la entrada.
—Sí —dijo Denny—. ¡Sí! Seguro. Toca el timbre.
Chico lo hizo. Unos momentos más tarde, tras un sonido de pasos (y oyó a alguien decir: «Oh, Dios mío…» al otro lado de la mirilla), ella abrió la puerta y salió, toda plata, a la humosa luz.
—¡Oh, huau! —dijo Cuervo tras él, apreciativamente.
Lanya se protegió los ojos con la mano, miró a su alrededor, dijo:
—¡Dios mío! —y estalló en una carcajada.
Madame Brown, llevando algo azul y hecho a la medida, salió detrás de ella, con expresión tentativa. La difusa luz reflejó en su rostro las arrugas y el exceso de maquillaje que Chico había visto la primera vez a la luz de las velas. Una vez más, su pelo era dura alheña. Y su cuello, rodeado una y otra vez por las cuentas ópticas, parecía excesivamente decorado…, pero era lo mismo que cuando las llevaba con los marrones y beiges cotidianos.
Muriel ladró una vez, saltó hacia adelante y se irguió al extremo de la correa.
—Oh, ¿por qué no la dejas en casa? —instó Lanya—. Mira nuestra escolta. Estaremos…
—A Chico no le importa que Muriel venga con nosotros; ¿verdad, Chico? Dijiste que Roger tiene todo ese terreno. Se portará bien.
—Claro —dijo Chico; y descubrió, al decirlo, que realmente no le importaba—. ¡Tráigala!
—Se siente tan sola si no la llevo conmigo. —Madame Brown observó los alineados escorpiones.
Muriel intentó volver a subir los escalones del porche, no pudo, y ladró de nuevo.
—¡Quieta ahora! —dijo Madame Brown—. ¡Quieta!
—Toma, llévame esto. —Lanya le tendió a Denny la pieza de equipo que Tak había tomado del almacén junto con la tela—. ¿La puedes poner en el bolsillo de tu camisa?
El fleco plateado de la manga de Denny se agitó en cortinas de luz cuando se guardó la caja de control.
Lanya tomó a Chico de la mano. Su traje era sin mangas, de cuello redondo, y llegaba hasta el suelo. Se inclinó para susurrar:
—Tengo algo para ti también. —Y le tendió su armónica—. ¿La puedes poner en el bolsillo de tus pantalones?
—Por supuesto.
Sintiendo el metal en su muslo a través de la rozada tela, Chico se dirigió hacia los demás. Lanya, Muriel y Madame Brown fueron detrás.
Mientras echaban a andar, oyó a Madame Brown:
—Tu brazo parece mucho mejor. ¿No te ha dado ningún problema?
—No, señora —respondió Siam—. No muchos. Ya no. Pero creí que iba a morirme cuando usted echó todo aquel yodo ahí dentro. —Se echó a reír.
Cruzaron la calle.
—Fue en lo único en que pude pensar para evitar la infección.
Fuiste muy, muy valiente.
—Mierda —dijo Siam—. Aullé como un jodido hijo de madre… Perdón, señora. Pero recuerde como me tuvieron que sujetar.
—Sí. Y sigo pensando que fuiste valiente.
—Es muy considerado por su parte el decir esto. Pero si uno de esos negros me hubiera soltado, es probable que la hubiera matado. —Rió de nuevo.
Se diseminaron por la acera, por la calle, cada bestia navegando en un charco de luz.
Las ventanas gotearon reflejos fundidos…, las que tenían cristales.
Quizá la mitad de ellos mantenían sus escudos encendidos a la vez. La silueta de un tumultuoso negro podía convertirse en un hipogrifo, una langosta; algún espléndido papagayo o lagarto podía colapsarse en torno a una silueta andante iluminada lateralmente… Chico intentó recordar qué había sido una de ellas, pero su aparición, entre tantas, había atraído su atención sólo al desvanecerse.
Dragón Lady, con las luces apagadas, miró escéptica a Lanya, le dijo a Chico:
—Creí que habías dicho que nadie iría vestido a la fiesta.
—¡Pero tú y yo —le dijo Lanya— luciremos esto mucho mejor!
Dragón Lady se echó a reír.
—¿Tú y yo? ¡Oh, querida, seguro que sí! —Se echó hacia atrás y enlazó su brazo plateado en el desnudo de Lanya—. ¡Vamos a pavonearnos por ahí, querida, y haremos sufrir a todos esos hijos de puta! —Lo cual hizo reír a Lanya. Durante una manzana los tres caminaron cogidos del brazo.
Pero, cuando se produjo algún altercado ahí delante, Dragón Lady llameó jade y se apresuró para solucionarlo:
Revelación (una rana) había empezado a pelearse con Catedral (un gran pájaro que, se dio cuenta Chico al mirarlo desde más cerca, podía ser un águila americana): Dragón Lady se metió entre ellos, haciendo más ruido que los dos juntos; se apaciguaron.
Detrás y a un lado, Tarzán rozó, pero dudó en encenderlo, su multicolor monstruo de Gila.
—Ése… —Madame Brown señaló con la cabeza hacia delante, con el ceño profundamente fruncido y una teatral contención—. No sé si se habrá dado cuenta, pero cada vez que ese grifo parpadea… —lo cual hizo en aquel momento, revelando un cerdoso pelo amarillo, una nudosa espina dorsal, unas nalgas pustulosas y unos talones mugrientos—, ¿no parece como si no llevara nada de ropa?
—No la lleva —dijo Chico.
—¿Le ocurre algo? —preguntó Madame Brown—. ¿Se encuentra bien?
Su tono había cambiado de picante complicidad a puritano disgusto. Chico reconoció ambos, pero no pudo seguir la mecánica de la transición; empezó a temer la ligereza con la que oscilaba su mente.
—No. Simplemente va desnudo —explicó, preguntándose si estaba perdiendo de nuevo la habilidad de seguir las conexiones lógicas.
—Oh… —dijo Madame Brown, en un tono completamente distinto a los dos anteriores.
Se agruparon en torno al pequeño parque entre los dos Brisbain.
—Espero que alguien nos lleve de vuelta —dijo Lanya—. Es una larga caminata incluso estando sobrios.
—No cuentes con ello.
—Roger habla siempre en el periódico de llevar a la gente dentro y fuera de la ciudad. Quizá pueda hacer que uno de sus conductores nos lleve de vuelta a casa.
—He visto su coche. Es algo de los años treinta. Además, ¿cómo meteremos dentro a toda la gente?
—Eres demasiado democrático para las palabras. —Le besó en la mejilla—. ¿Crees que tengo buen aspecto?
—¿No te lo he dicho?
—No lo has hecho. Como tampoco has dicho: ¿Te has hecho tú misma el traje? Ni ninguna de esas cosas para los cuales había preparado respuestas muy ingeniosas.
—¿Realmente te has hecho tú misma el traje? —Chico deslizó su mano en torno al hormigueante material de su cintura—. Parece muy bonito.
—No aprietes demasiado —dijo ella—. No quiero dañar el material. No, no… ¡No te estoy apartando!
—Creo que tienes un aspecto estupendo —dijo Denny—. Creo… —susurró algo en su oído.
—¡Jovencito! —dijo Lanya—. No creo que te conozca lo suficiente…
—Anda —dijo Denny— y ve a chuparme mi… —y echó a andar, alejándose.
—Hey, estaba bromeando… —llamó Lanya, regocijadamente desconcertada ante la actitud de Denny. Su cintura se agitó en el brazo de Chico.
Denny se volvió, con el rostro parpadeante a las luces que pasaban por su lado. Cuando llegaron a su altura, sonrió.
—Yo no lo hacía. —Pasó también su brazo en torno al talle de ella.
Cruzaron la siguiente esquina, observando las bamboleantes luminosidades, delicadas o bulbosas, pasar junto a carbonizadas ramas, bajo farolas de las que colgaban coronas invertidas de cristal roto, junto a casas con porches encolumnados, entradas que se abrían a la oscuridad, como si los ocupantes se hubieran asomado para ver, luego hubieran huido demasiado precipitadamente para cerrar las puertas tras ellos.
Unas manzanas después de esa imagen, que aún daba vueltas por la mente de Chico, dejó escapar finalmente una risita que rodó dentro de su boca.
Lanya y Denny le miraron, ella con una sonrisa que anticipaba la explicación, él simplemente sin comprender. Chico la apretó más fuerte. Los flecos de Denny rozaron su brazo, luego se aplastaron contra él cuando bajó su propio brazo por la espalda de ella. Su cadera, moviéndose bajo los dedos de Chico, no cambió de ritmo.
—¡Todo esto es muy colorista! —dijo Madame Brown tras la tensa correa—. Pero es una buena caminata. ¡Muriel, quieta!
—Los amigos de Roger también son muy coloristas —dijo Lanya—. Estará a la altura de las circunstancias.
Las enredaderas trepaban por el muro. Las ramas de los sauces colgaban por encima de él, dentadas sombras que crecían y se encogían a medida que las luces rojas, naranjas y verdes pasaban por su lado.
—Ya casi estamos, ¿no? —preguntó Pesadilla desde mitad de la calle. Insectos y artrópodos flotaban a su alrededor, riendo estentóreamente.
—¡Sí! —exclamó Chico—. La puerta está ahí arriba.
Denny estaba trasteando en el bolsillo de su camisa.
—¿Qué se supone que tengo que hacer ahora con esta cosa?
—Una vez estemos dentro —explicó Lanya—, simplemente conéctame. De tanto en tanto da un vistazo, y si lo que ves es demasiado apagado, trastea con estos botones hasta que ocurra algo interesante. Tak dijo que su alcance es de cincuenta metros, así que no te vayas demasiado lejos. De otro modo me apagaré.
De pronto Chico se alejó para abrirse camino entre la brillante y ruidosa multitud. Movido por un impulso repentino, accionó la esfera del campo: cliqueteó.
Desde dentro, recordó, tu campo es invisible. Pero la gente había hecho sitio a su alrededor. (No sé lo que soy.) Bajó la vista al cuarteado pavimento. (Pero, sea lo que sea, es azul.) El halo se movió con él por el cemento.
Tres a su alrededor apagaron sus luces, creando sombras ante ellos por las luces que les llegaban desde atrás.
Es como un juego (ahí estaban los soportales de piedra), no saber quién, o qué, eres. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera llamar a alguien a su lado y preguntarle. Y accionó su esfera para matar la tentación.
Se situó delante del numeroso grupo y sujetó los barrotes de la puerta. Los otros se apretujaron ruidosamente a su alrededor. Dudó, mientras miraba hacia los pinos, levemente iluminados y oscilando ante el brillante espectáculo, acerca de qué decir.
—¡Hola! —Un joven (¿filipino?; probablemente) con un jersey verde de cuello vuelto y chaqueta deportiva apareció.
—¿Es usted el Chico? Me lo imaginé. Yo soy Barry Lansang. Esta noche estoy en la puerta. Espere un momento. Les dejaré entrar.
—¡Hey, estamos aquí!
—¿Cuándo vamos a entrar?
—¡Callaos! Ahora nos está abriendo la puerta.
—¿Es aquí dónde vamos?
Lansang se echó a un lado. La puerta hizo clang, y el nivel de ruido en torno a Chico descendió dos tercios.
Lansang tiró de los barrotes.
Chico avanzó, consciente de que los demás no le seguían.
—Suban —sonrió Lansang—. Todos les están esperando. ¿Es éste todo su grupo?
—Sí. Supongo que sí.
—Si espera a alguien más que llegue un poco más tarde, simplemente déme sus nombres y tomaré nota.
—No. Éstos son todos.
Lansang sonrió de nuevo.
—Bien, si luego llega algún rezagado y se me presenta algún problema de identificación, siempre puedo subir y preguntárselo a usted. Entren. —Esto último por encima del hombro de Chico, acompañado de un gesto.
Chico miró hacia atrás.
La puerta estaba llena de silenciosos rostros familiares.
—Entrad —dijo Chico.
Entonces entraron.
Dragón Lady estaba entre los primeros.
—Es realmente algo, ¿eh?
—Sí —dijo Chico—. Y esto solamente son los árboles.
—Sigan el camino hacia arriba —indicó Lansang. Estaba, vio Chico, pasándoselo en grande.
Lanya se reunió con Chico; su ropa resplandeció rosa. Mientras caminaban juntos, pequeñas gotas del tamaño de huevos de petirrojo crecieron a charcos que crecieron a océanos.
—¿Lo estoy haciendo bien? —Denny rebuscó bajo su chaqueta el bolsillo de su camisa con un negro y brillante brazo.
Lanya se miró.
—Creo que el otro botón, el de delante, es para la intensidad del color. Déjalo así por ahora. No queremos gastar todos los tiros en la entrada.
Una serie de focos entre los grandes pinos iluminaban el sendero de grava; tras el recorrido nocturno, les hicieron parpadear.
—Aquí estamos —dijo Madame Brown, mirando entre dos árboles donde uno de los focos no funcionaba—. Sanos y salvos.
Muriel caminaba pegada a ella.
—¿Dónde se supone que debe estar todo el mundo? —preguntó Chico a Lanya, cuyo vestido goteaba un verde metálico desde su pecho izquierdo.
—Fuera, en la terraza de los jardines. Donde estuvimos aquella tarde con el señor Newboy.
Chico no recordaba que el sendero fuera tan largo.
—¿Cómo consiguen toda esta electricidad?
—Cuando funciona toda, pueden hacer que el lugar reluzca prácticamente como bajo la luz del día —dijo Lanya.
Pasaron los últimos árboles:
La casa brillaba como el día contra la noche.
—Newboy dijo algo acerca de quinqués…
—No toda funciona dentro —dijo Lanya—. Había toda un ala donde no funcionaba ni un solo enchufe. —(Varias docenas de hombres y mujeres a lo largo de la terraza de piedra se volvieron para mirar)—. Pero sea como sea, Roger siempre ilumina así el lugar. Tengo la sensación de estar contemplando algún estúpido espectáculo de Son et Lumiére.
Los escorpiones se tranquilizaron cuando vieron a los otros invitados.
Con traje, camisa y corbata en diferentes tonos de azul, uno de ellos se abrió paso entre los demás. Pelo rubio corto, expresión seria, iba seguido por dos mujeres, la mayor también de azul, el pelo teñido del mismo tono que su blusa. La más joven, con un traje de brocado que llegaba hasta el suelo, parecía triste.
Calkins, pensó Chico, adelantándose. Pero la anticipación le había traicionado: era el capitán Kamp.
—¡Chico…! —exclamó afablemente—. Ha venido. Y ésos son sus amigos… Yo… Hum. Bueno, hemos tenido… —Desaparecida la afabilidad inicial, Kamp parecía confuso—. Bien, Roger aún no ha vuelto. Nos ha dicho que quizá llegara tarde, y que de ser así le expresáramos cuánto lamenta… Nos pidió que yo y Thelma —señaló con la cabeza a la mujer del brocado— y Ernestine —a la mujer de azul— le diéramos la bienvenida en su nombre cuando llegara aquí…, hum, puesto que yo ya le conozco… —sus ojos no se apartaban de la gente reunida detrás de Chico—, para presentarle a los demás y todo eso. Bien: Ernestine, éste es el Chico. Y ésta es Thelma…
Ernestine, que parecía mucho menos nerviosa que Kamp, dijo:
—Mi nombre es Ernestine Throckmorton. Es maravilloso tenerles a todos ustedes aquí. Hola, querida —con una inclinación de cabeza especial a Lanya, que le devolvió una sonrisa—. Ahora creo que lo único que queda por hacer es meternos de cabeza y ver de pasarlo lo mejor posible. ¿Por qué no vienen todos con nosotros y les mostramos dónde conseguir algo de comer y beber? Vengan.
—Se volvió y les hizo un gesto para que la siguieran escalones arriba hacia la terraza.
Mientras los demás invitados retrocedían, mirando, ella se acercó a los dos escorpiones más próximos y brillantes.
—¿Y cuáles son sus nombres?
—Pesadilla —dijo Pesadilla, casi como una pregunta.
—¿Y su amigo?
—Oh, sí. Lo siento. Ella es Dragón Lady.
—Encantada de conocerles. ¿Saben?, había oído sus nombres antes; bueno, en realidad los había leído, en el periódico. De veras. Me siento aterrada.
Chico miró.
Ernestine, que no parecía ni un ápice aterrada, pasó junto a los huéspedes que no dejaban de mirar (algunos sonrieron), con Pesadilla a un brazo, Dragón Lady al otro.
—¡Bill! —llamó. (Bill estaba sonriendo)—. Ven aquí, querido.
Bill, un hombre alto y apuesto, quizá treinta y ocho años, con un jersey negro de cuello vuelto, una lata de cerveza en una mano (el único invitado allí sin chaqueta), se dejó caer junto a ellos.
—Bill, éstos son Pesadilla y Dragón Lady. Los mencionaste en ese artículo que hiciste para Roger hace algún tiempo. Bien, ¿los conocías ya?
—Me temo que no.
—Bueno, pues aquí los tienes.
—Hola —y—: Hola —dijeron Pesadilla y Dragón Lady, casi sincrónicamente.
—Me alegra conocerles, pero no estoy seguro de que a ustedes les alegre conocerme después de algunas de las cosas que dije.
—¿Escribió usted un artículo? —preguntó Pesadilla—. ¿En el periódico?
—Yo no leo ningún artículo —dijo Dragón Lady.
—Probablemente sea lo mejor, teniendo en cuenta algunas de las cosas que puse en él…, bueno, ya estamos llegando al carrito de las cervezas, allí al fondo… —Bill hizo un gesto con su lata—. Les confieso que me sorprende encontrarles aquí con el Chico. Tenía la impresión de que las distintas pandillas…, nidos…, se arrojaban los unos a la garganta de los otros.
—No —dijo Pesadilla—. No, no es nada de eso…
Mientras Pesadilla explicaba cómo eran las cosas, Chico miró de nuevo. Bill había reemplazado a Ernestine, que se había trasladado a otros escorpiones.
—Soy Ernestine Throckmorton. ¿Y ustedes son…?
Lanya sonrió y susurró:
—Esto va a llevar trabajo. —Había una preocupación subyacente en su sonrisa.
—¿Eh?
—Puesto que Roger no está aquí. Conseguir que la gente se mezcle. Quiero decir que si algo lo consigue, ese algo sólo puede ser su talento abrumador. Claro que Ernestine es competente. La he visto trabajar antes…
—Supuse que la conocías.
—Reconozco a unas cinco personas aquí, creo. Gracias a Dios. Roger mantiene normalmente un grupo muy inspirador. Ernestine puede llegar a ser incluso brillante. Roger, sin embargo, tiene genio. Y me temo que estaba contando con él esta noche. No te enfades si te abandono por un cierto tiempo. Puedes cuidar de ti mismo. ¿Por qué no empiezas presentándome al capitán?
—Oh —dijo Chico—. Por supuesto. Le conozco. Cristal y yo hablamos con él de camino hasta aquí, una noche.
—Cristal… —consideró ella, y su consideración le obligó a hacer una pausa hasta que ella asintió.
—¿Capitán Kamp? —Tuvo que decirlo tres veces antes de que el capitán se volviera—. Ésta es mi amiga, Lanya Colson.
—Puesto que todo el mundo está hablando con gente de la que ha leído en los periódicos —dijo Lanya—, supongo que puedo decir que he leído acerca de usted.
—Hum… —El capitán sonrió, inseguro.
—Pasé algún tiempo aquí con Roger hace poco —dijo Lanya, lo cual le sonó a Chico fuera de lugar.
Pero el «¿Oh?» del capitán estaba lleno de alivio.
Ella parecía saber lo que estaba haciendo.
—¿Dónde ha ido Roger? No es propio de él preparar algo como esto y luego no estar presente.
—Estoy seguro de que volverá —dijo el capitán—. Estoy completamente seguro. Lo ha dejado todo arreglado con la dama que se encarga de la cocina…
—¿La señora Alt?
—… sí. Y ella ha preparado algo realmente estupendo. No sé dónde ha ido. Yo esperaba que volviera a tiempo. Llevar las riendas de una fiesta no es mi punto fuerte. Y no creía que ustedes fuesen a ser tantos. Por supuesto, Roger le dijo que trajera a veinte o treinta amigos, ¿no? Pero. Bueno. La verdad…
La larga terraza terminaba en un patio.
Se habían dispuesto dos mesas en las grandes losas de piedra.
Las llamas azulaban el fondo de cobre de media docena de calientaplatos.
Había platos de papel. Había tenedores de plástico. Las servilletas eran de lino.
La mayor parte de los invitados, hasta entonces en la terraza, se habían trasladado ahora con ellos al patio.
—Sírvanse ustedes mismos lo que les apetezca. —Los brazos de Ernestine se alzaron como los de un guía turístico—. Ahí está el bar. Cualquiera de estos caballeros —un joven camarero negro, otro mayor, blanco, ambos con chaqueta cruzada azul— les servirá la bebida que pidan. Estos dos barrilitos de aquí son de cerveza. Si la quieren en lata, esta nevera —tropezó con ella; dos personas rieron— está llena a rebosar. —En un tono más modulado, a quien fuese que tenía junto a ella—: ¿Le apetece algo de comer?
—Por supuesto —dijo Revelación.
—Sí, señora —de Araña.
No se había cocinado ninguna comida completa en el nido aquel día.
—Capitán Kamp —estaba diciendo Lanya—, éste es Cristal. Cristal, éste es el capitán Kamp.
—Oh, sí. Ya nos conocemos.
—¿De veras? —La sorpresa de Lanya sonó perfectamente deliciosa y perfectamente sincera. (Si escribiera sus palabras, pensó Chico, la entonación de lo que dice se desvanecería como el registro literal de los sonidos que emiten June o George)—. Entonces puedo dejarles a solas e ir a buscar algo de comer —y se dio la vuelta.
(—Oh —dijo Kamp—. Bueno. ¿Qué ha estado haciendo usted desde que nos vimos la última vez?
—Nada —dijo Cristal—. ¿Ha hecho usted algo?
—No —dijo Kamp—. No realmente.
Lanya se abrió camino a través de Tarzán-y-los-monos.
—Hey, venid conmigo. Quiero que conozcáis a alguien. No, de veras, venid. —Y emergió con Jack el Destripador y Cuervo, empujando delante de ella al diminuto Ángel negro—. Doctor Wellman, usted es de Chicago. Quiero que conozca a Ángel, el Destripador y Cuervo. —Se quedó un poco con ellos.
Chico escuchó la conversación empezar, detenerse, y finalmente asentarse en intercambios (al menos entre Ángel y el doctor Wellman) acerca de los centros sociales de Chicago, que Ángel parecía creer que eran «perfectos, hombre. Sí, realmente me gustaron», mientras que el doctor Wellman sostenía, afablemente, que «no estaban muy bien organizados. Al menos no aquellos sobre los que establecimos nuestro informe».
—Hey, Chico.
Chico se volvió.
Paul Fenster le tendió un plato de papel.
—Oh, gracias… —Chico sonrió, sorprendido de lo feliz que se sentía al ver a alguien conocido.
—Sírvase usted mismo algo de comer, ¿quiere? —dijo Fenster, y se alejó entre otros dos invitados, mientras Chico retenía las palabras que estaba a punto de salir torpemente de su boca.
Deseó que Tak hubiera venido. Y que Fenster no.
Lanya pasó lo bastante cerca como para sonreírle. Y lo bastante cerca como para oírla instar a Madame Brown: «¡Trabajo, trabajo, trabajo!», en un susurro.
Medio enrollada en su correa, Madame Brown se volvió Y dijo:
—Siam, éste es un muy buen amigo mío, Everett Forest. Siam fue paciente mío, Everett.
Everett era el hombre al que Chico había visto normalmente en Teddy’s con el angora púrpura. Ahora llevaba un bleiser azul marino y unos pantalones grises de punto.
En alguna parte al otro lado del patio, Lanya sujetaba platos de papel con ambas manos, a punto de dárselos a alguien. El turquesa empezó a hincharse en su dobladillo plata, intentó alzarse y fracasó como una vela a punto de extinguirse perezosamente. Ella empezó a dar uno de los platos, pero repentinamente pensó en Denny, lo buscó a su alrededor…
—Le pedí a Roger estar…
Chico se volvió.
—… en su comité de recepción —(la triste Thelma del brocado que llegaba hasta el suelo)—, porque no creía que tuviera la oportunidad de hablar con usted de otro modo. Deseaba decirle cuánto placer me proporcionó Orquídeas de cobre. Sólo ahora me… he dado cuenta… —sus oscuros ojos, aún tristes, cayeron, se alzaron— de lo muy difícil que le debió resultar hacerlo.
—Hum…, gracias —ofreció Chico.
—Resulta difícil hacerle cumplidos a un poeta. Si una dice que su obra parece hábil, se vuelve y te explica que en todo lo que está interesado es en el vigor y la espontaneidad. Si dices que la obra tiene vida y proximidad, sale con que básicamente está interesado en superar algún problema técnico. —Suspiró—. Me gustaron, de veras. Y aparte algunas pocas frases educadas, no hay ningún vocabulario para describir ese tipo de goce de una forma que suene real. —Hizo una pausa—. Y sus poemas son una de las cosas más reales que me hayan ocurrido en mucho tiempo.
—¡Vaya! —dijo Chico—. ¡Gracias!
—¿Quiere beber algo? —sugirió ella en el silencio que siguió.
—Sí. Claro. Vayamos a tomar algo.
Se dirigieron a la mesa.
—Yo he escrito, y publicado, dos novelas —siguió Thelma—. Nada de lo que usted haya podido oír hablar. Pero el efecto de sus poemas en mí, en especial los cuatro primeros, la Elegía, y los dos últimos antes del largo conversacional en metro, es el efecto que siempre he esperado que tuvieran mis libros entre el público. —Se echó a reír—. En cierto modo, su libro es desanimador, porque observar que sus poemas consiguen ese efecto me ha mostrado algunas de las razones por las cuales mi prosa a menudo no lo consigue. Esa visión descriptiva clara y condensada es algo que le envidio. Y usted la ofrece como un habla natural, convirtiéndola en esto y aquello y lo de más allá… —Agitó la cabeza, sonrió—. Todo lo que puedo hacer es hallar un montón de adjetivos que usted ha puesto allí para llenar un significado para usted mismo: Hermoso, quizá maravilloso, o sublime…
Chico decidió que todos aquellos adjetivos podían aplicarse al menos a ella; su deleite fue sorprendente. Pero mantenerlo (el camarero negro le sirvió un bourbon) fue una fascinante irritación tan agradable como el alivio proporcionado por un estornudo.
Denny se acercó a la mesa, trasteando en el bolsillo de su camisa.
—Hey, ¿quieres ver algo? —Chico y Thelma miraron.
Y al otro lado del patio, el vestido de Lanya salpicó naranjas y dorados. La gente con la que estaba hablando retrocedió unos pasos, sorprendida. Ella se miró a sí misma, rió, buscó a su alrededor hasta que vio a Chico y Denny, y les envió un beso.
Thelma sonrió y no pareció comprender.
Chico presentó a Denny a Thelma. Ella les presentó a alguien más. Bill, el periodista, se unió a ellos. Thelma se fue. Chico observó la escalada de relaciones, giros y tensiones, interpretándolas ya como agradar y desagradar, comodidad e incomodidad. Lanya trajo a Budgie Goldstein para presentársela. Budgie, inmensa en su chifón verde, explicó lo asustada que siempre había estado de los escorpiones, pero que ahora le parecían adorables, puntuando su explicación con secas y cortas risas. Habían ido de la terraza a…
—¿Ésos? Creo que son… Toby, ¿cuáles son ésos?
—Los jardines de Septiembre, Roxanne. Septiembre, recuerda… ¿Y quién es este joven? ¿No será por casualidad el Chico?
Se vio estrechando manos.
Y le gustó.
Le tomó media hora darse cuenta de que había sido completamente apartado de los demás escorpiones.
Además de lo que estimó en dos docenas de invitados de la casa, había otros treinta y tantos invitados de la ciudad, incluidos Paul Fenster, Everett (Angora) Forest y (Chico se sorprendió al verle reclinado contra la pared de piedra, hablando con Revelación) Frank.
Había un puente entre Enero y Junio.
Chico miró por encima de la barandilla a las húmedas rocas; los focos resplandecían sobre una vena de hojas agrupadas…, no se veía el agua. Lanya y Ernestine pasaron por el pequeño sendero de abajo.
Ernestine estaba diciendo en su bebida:
—Lo único que pude pensar en hacer fue en empujarles físicamente el uno hacia el otro…
Chico creyó que Lanya no le había visto, pero un momento después de desaparecer dijo:
—Hola —a sus espaldas.
Se volvió, apartándose de la barandilla.
—Has estado muy ocupada.
Con el puño apoyado contra su frente, ella fingió aflicción.
—En cualquier caso, la fase uno ha terminado. Ahora casi todo el mundo sabe que es posible hablar con todo el mundo. ¿Te lo estás pasando bien?
—Sí. Todos están por mí. —Luego sonrió—. Pero todos hablan de ti.
—¿Eh?
—Tres personas me han dicho lo estupendo que es tu vestido —lo cual era cierto—. Denny está haciendo un buen trabajo.
—¡Eres un encanto! —Apoyó sus palmas contra las mejillas de él y le besó en la nariz.
Catedral, California y Trepenques pasaron por el sendero debajo de ellos, hombros claros y oscuros muy juntos. Me siento responsable de ellos, pensó, recordando los esfuerzos iniciales de ella. Rió.
El vestido de Lanya empezó a hervir verde y lavanda.
Ella miró a su alrededor y preguntó:
—¿Dónde ha ido Denny? Será mejor que lo busquemos. —Lo hicieron y no pudieron encontrarle; hablaron con otros, y luego Chico la perdió de nuevo.
Desde las altas rocas de —«Octubre», decía la placa sobre el baño para pájaros de oxidado borde—, miró hacia la terraza, abajo.
Dos mujeres que no le habían sido presentadas, con Bill (que sí le habían presentado) entre ellas, habían acorralado a Baby y estaban hablando intensamente con él. Baby sonreía muy esforzadamente, con el plato de papel inmediatamente debajo de su barbilla. A veces inclinaba la cabeza para asentir, a veces para coger una y otra vez un poco de comida con el tenedor. De tanto en tanto alguien al otro lado de la terraza, cuando estaba seguro de no ser observado, echaba una ojeada… Dos damas, una detrás de otra, maniobraron para conseguir una mejor vista, se dieron cuenta de que eran observadas y se alejaron.
Había alguien entre los arbustos detrás de él.
Chico miró a su alrededor: Jack el Destripador salió de espaldas; por el movimiento de sus codos, estaba subiendo la cremallera de su bragueta. Se volvió.
—¿Eh? Oh…, sólo eres tú, hombre. —Sonrió, se inclinó, se ajustó los pantalones—. Temí que alguien me hubiera visto ahí echando una meada.
—Hay un cuarto de baño en alguna parte de la casa.
—Mierda. No quiero tener que ir preguntando por él. Mi orina no va a matar las flores. Es un lugar realmente encantador, ¿eh? Y una fiesta realmente encantadora. Todo el mundo es realmente encantador. ¿Te lo estás pasando bien?
Yo sí.
Chico asintió.
—¿Atrapaste a Baby cuando entró?
—No. —La palabra brotó con una cadencia interrogativa.
—Dijiste que deseabas ver cuál iba a ser la reacción. Yo me la perdí. Estaba preguntándome si tú la habrías conseguido atrapar.
—¡Dios mío! —El Destripador hizo restallar sus dedos—. ¿Sabes que ni siquiera estaba mirando?
—Está ahí.
—¿Dónde?
Chico señaló con la cabeza hacia la terraza.
El Destripador se metió las manos en la parte de atrás de sus pantalones.
—¿De qué están hablando?
Chico se encogió de hombros.
—¡Hey, hombre! —Las manos del Destripador se agitaron libres de nuevo—. Tengo que escuchar eso. —Sonrió a Chico, que empezó a decir algo. Pero el Destripador ya se alejaba por entre las rocas.
El Destripador pasó una pierna por encima del muro de metro veinte de altura de la terraza —media docena miraron— y saltó. Una corta carrera lo llevó hasta el bar. El camarero blanco le entregó dos bebidas. Se dirigió hacia la esquina, tendió un vaso a Baby y dijo, lo suficientemente fuerte como para que Chico pudiera oírlo:
—Sé que necesitas algo de beber, Baby, porque necesitas algo que te mantenga caliente.
Varias personas rieron.
Baby tomó el vaso con las dos manos —tuvo que dejar el plato encima del murito— y lo contempló como si fuera a echarse de cabeza dentro de él. Pero Bill y las dos mujeres se limitaron a hacer un poco más de sitio, y continuaron.
Segundos más tarde, el Destripador, con todo el peso de su cuerpo apoyado sobre una pierna, chupándose el grueso labio inferior y la cabeza burlonamente inclinada hacia un lado, escuchaba con atención, asintiendo al unísono con Baby.
Curioso ante su conversación mantenida en voz baja, Chico se alejó en dirección a Marzo.
Sólo una luz funcionaba allí, anclada alta y brillante sobre un olmo. El capitán Kamp permanecía de pie silueteado en el vértice de su sombra.
—Hola; ahora iba a volver por este lado…, ¿se lo está pasando bien? —La luz que lo iluminaba desde atrás lo hacía parecer ominoso; su voz era alegre—. Estaba ahí echando una —(Chico esperó que dijera «meada»)— mirada a los jardines de Agosto. No hay luces ahí, así que supongo que la gente no va a ellos por eso. Pero puede verse la ciudad. Unas cuantas farolas funcionan todavía. No soy demasiado bueno en este asunto de hacer de anfitrión. Y esta fiesta exige uno. —Kamp echó a andar hacia arriba. Chico se volvió para caminar a su lado—. Le aseguro que desearía que Roger estuviera aquí.
—No parece que nadie le eche mucho en falta.
—Yo sí. No estoy acostumbrado a todo este…, bueno, a este tipo de cosas. Quiero decir, intentar estar a cargo de ellas.
—Supongo que me gustaría conocerle.
—Oh, claro. Por supuesto que lo conocerá. —Kamp asintió con la cabeza mientras se acercaban a la casa—. Quiero decir que está dando esta fiesta por usted, por su libro. Usted cree que él…, pero estoy completamente seguro de que se presentará. No se preocupe por ello.
—No lo estoy, y no pienso preocuparme.
—¿Sabe? —subieron los escalones de piedra—, he estado pensando en alguna de las cosas de las que hablamos la primera vez que nos vimos.
—Fue una extraña velada. Pero se produjo después de un extraño día.
—Sí, es cierto. ¿Conoce ya el observatorio de Roger? —Kamp se interrumpió a sí mismo—: Quizá le gustaría subir y verlo.
Chico se sintió más curioso por la transición que por la sugerencia.
—De acuerdo.
Viniendo por la terraza, Dama de España, Araña, Ángel, Cuervo y Tarzán rodeaban al delgado D-t:
—¡D-t, hombre, tienes que ver eso!
—Nunca antes he visto un jardín así. Todo él está lleno de flores…
—… y también una gran fuente que funciona.
—Vamos, ven. Te lo mostraremos. —Dama de España tiró de su brazo.
—¡D-t, nunca has visto un jardín tan hermoso como ése en toda tu vida!
—Supongo —Kamp abrió la puerta para Chico— que simplemente no estoy acostumbrado a eso. Quiero decir, a todas estas clases… distintas de gente. Como ese chico de ahí abajo yendo de un lado para otro sin ninguna ropa encima. Y todo el mundo pasando por su lado como si eso no tuviera ninguna importancia. —La amplia y oscura habitación estaba flanqueada de libros. A la luz de las velas, una docena de personas se sentaban en el suelo o en almohadones. Varias contemplaban una grabadora de cinta de la que brotaba música de órgano. Un hombre (Chico lo recordó explicando algún chiste acerca del humo en Noviembre) dijo:
—¿Chico? ¿Capitán? ¿Quieren unirse a nosotros? Estamos escuchando un poco de…
—Vamos al observatorio. —Kamp abrió otra puerta.
La música de órgano cesó; tras una corta pausa sonó una larga nota. Luego otra… Estaban tocando Difracción.
Chico sonrió mientras caminaba detrás de Kamp por un pasillo casi a oscuras. Pudo oír el silbido de Lanya. En la parte de arriba de la escalera Chico vio una débil luz. La moqueta era gruesa y tan cálida debajo de su pie desnudo que pensó que la calefacción estaba puesta.
—Supongo que las cosas no serían tan malas si Roger estuviera aquí. Pero ser dejado a cargo de todo en una fiesta con un montón de personas que, francamente, yo hubiera echado fuera de mi casa…
Chico se sintió silenciosamente sorprendido y se preguntó lo que estaría pensando Kamp en la pausa.
—… la verdad es que no sé qué hacer. ¿Comprende lo que quiero decir?
Cualquier cosa que diga, pensó Chico, sonará irritada y estúpida. Dijo:
—Claro —y siguió a Kamp escaleras arriba.
—Hace unos meses —dijo Kamp— colaboré en algunos experimentos. No tenían nada que ver con la Luna. De hecho, necesité un permiso especial del Programa para poder participar. Algunos estudiantes de un amigo mío en Michigan estaban efectuando una serie de pruebas, y supongo que pensó que se apuntaría un tanto consiguiendo mi participación como conejillo de indias. Bien, llevaba tanto tiempo desde que había colaborado en algo que no estuviera conectado de alguna manera con el Programa Espacial que acepté. Se trataba de experimentos sobre privación sensorial y sobrecarga. —Kamp aguardó a Chico en el rellano antes de empezar a subir un tercer piso.
Condujo a Chico por un suelo de ladrillo hasta una doble puerta.
—Yo estaba en la parte de sobrecarga. En realidad, todo era a un nivel muy de aficionado.
Chico entró en lo que al primer momento le pareció un balcón semicircular.
Débilmente, debajo, una habitación llena de gente empezó a dar palmadas al ritmo de la música…
—Supongo que todos habían estado leyendo demasiados artículos acerca del LSD…
… y gritando.
—… yo había tomado LSD allá a finales de los cincuenta…, y me había sometido a más tests de los que ese psiquiatra amigo mío estaba realizando. Pero siempre he estado un poco por delante de lo que ocurre. Así que sabía lo que era eso del LSD. Y estoy completamente seguro de que la mayoría de esos chicos que realizaban los experimentos en Michigan no.
La terraza estaba cerrada por un domo de cristal. En el centro había un globo celeste de casi dos metros de diámetro, de plástico transparente. La luz del jardín de abajo luchaba con el humo de arriba, resplandeciendo como leche diluida.
—Supongo que usted habrá tomado LSD y toda esa mierda.
—Claro.
—Bien, todo lo que habían estado haciendo había sido mirar esos dibujos que había estado dibujando todo el mundo. —Kamp tocó el globo, agitó los dedos. Aries pasó cruzando Libra. Las estrellas eran resplandecientes piedras en las grabadas constelaciones—. Tenían habitaciones esféricas con proyecciones, prácticamente tan grandes como este lugar. Podían cubrirlas con colores y formas y destellos. Me pusieron unos auriculares y me lanzaron bips y clics y frecuencias oscilatorias. Se suponía que yo tenía que extraer esquemas de todo aquello. Más tarde supe que el mío era el grupo de control: no se nos proporcionaba ningún tipo de esquemas. Me dijeron que me había impuesto a todos los que había visto… Pero después de dos horas de pruebas, dos horas de estímulos y oscilaciones de luz y sonido, cuando salí fuera, al mundo real, me quedé sorprendido de lo… intenso y complicado que me parecía y sonaba repentinamente todo: las texturas del cemento, la corteza de los árboles, la hierba, las sombras de las nubes en el cielo. Pero intenso en comparación a la cámara sensorialmente sobrecargada. Intenso…, y de pronto me di cuenta de que lo que los chicos habían estado llamando una sobrecarga sensorial era en realidad privación de información. Es el esquema que asumen colores y formas lo que te dice que es una vaca o un coche lo que estás mirando. Son las más sutiles alternancias en la diferenciación del color sobre una superficie las que te dicen si se trata de un arce o un pino, estireno o polietileno, lino o franela. Tome cualquier vista delante de usted y corte sus partes superior e inferior hasta que obtenga solamente una franja de un par de centímetros de ancho, y seguirá sintiéndose sorprendido de toda la información que puede obtener con sólo pasar sus ojos por ella. Bien, todo esto me hizo empezar a pensar de nuevo en la Luna. Porque aquello había sido un lugar, y esto había ocurrido a lo largo de cada kilómetro del camino, donde los esquemas estándar de información simplemente se habían visto rotos. Y sin embargo, eso es algo de lo que no fuimos capaces de hablar, a nadie, desde que volvimos. Fuimos entrenados a la ingravidez prolongada pasando mucho tiempo bajo el agua en trajes de buceo. Recuerdo que, cuando nos hallamos realmente en ingravidez, radié a la Tierra: «¡Hey, esto es como estar debajo del agua!»; y sin embargo, mientras lo estaba diciendo en el laringófono, estaba pensando: En realidad nunca podrías confundir una condición con la otra. Pero no podía pensar en ninguna forma de decir lo que había de diferente en ello, así que simplemente lo describí de la misma forma que todo el mundo que no había estado nunca realmente allí me había dicho que sería. Más tarde pensé: Eso es como decirle a alguien que el mundo es plano y enviarle a caer por el borde; pero puesto que no sabrá cómo describir su suave redondez, murmurará y tartamudeará y dirá: «Bueno, sí, eso fue el… borde.» Y lo referente a la propia Luna, lo que realmente no le he dicho nunca a nadie, porque no creo que ni yo mismo lo supiera antes de esos experimentos: es otro mundo, y cuando estás allí, no tienes ninguna forma de saber qué significa nada. Físicamente. Todo ese paisaje no te dice nada sobre sí mismo, a ningún nivel, de la misma forma en que la más desolada extensión de arena sobre la Tierra te habla de vientos que han soplado sobre ella, lluvias que han caído o no han caído, o la sensación que puedes sentir debajo de tus pies si caminas por ella. «Un vacío sin agua ni aire…», ¿no es así como la describen en todas las historias de ciencia ficción? No, eso se refiere a algún desierto sobre la Tierra, o al aspecto del espacio entre las estrellas cuando te hallas protegido a salvo bajo la capa de la atmósfera. La Luna es un mundo distinto, con un orden distinto que no comprendes. No hay esa riqueza…, no porque no existan los colores brillantes, o porque todo sean marrones, púrpuras y grises. Es porque mientras recorres con los ojos las rocas y el polvo, no tienes ninguna forma de saber lo que significan las pequeñas alteraciones en los colores. Aunque haya un horizonte y perspectiva y…, bueno, rocas y polvo, es más bien como estar en esa cámara sobrecargada sensorialmente que ninguna otra cosa. Y por supuesto, no es en absoluto como eso. No era horrible. El horror siempre tiene algo que ver con la Tierra. Supongo que era algo aterrador. Pero incluso eso resultaba absorbido por la excitación. Yo —hizo una pausa— no sé cómo explicárselo. —Sonrió y se encogió de hombros—. Y eso es probablemente algo que no le he dicho realmente a nadie antes de ahora. Oh, he dicho: «No puedes describirlo. Tienes que haber estado allí.» Pero eso es lo mismo que mi primera esposa hablándole a mi suegra de los días que pasamos en Persia. Y no es eso lo que quiero decir.
Chico le sonrió y deseó no haberlo hecho.
No es tanto de esta Luna de lo que desconfío, pensó, como de esa primera esposa en Persia.
—Comprendo —dijo—, hasta tanto como me es posible.
—Quizá sí —dijo Kamp al cabo de un momento—. Volvamos a la fiesta.
Mientras bajaban las escaleras, Chico se sintió traicionado por sí mismo y se preguntó si podía extraer algún beneficio de aquella sensación. Deseó reunirse con Lanya y Denny.
Fuera en la terraza, mientras el capitán, a su lado, miraba a su alrededor como si buscara a alguien con quien hablar, Chico pensó: Siento hacia él la misma responsabilidad que él probablemente esperó que sintiera yo la noche que subimos con él hasta aquí. Eso no está bien, y no me gusta.
Ernestine Throckmorton dijo:
—¡Capitán! ¡Chico! Ah, están aquí —y empezó a hablar definitivamente sólo a Kamp.
Chico se disculpó, preguntándose si ella era realmente un ángel, y bajó a los jardines.
Lanya estaba cruzando el puente en medio de una furia de esmeralda e índigo.
—Hey —dijo Chico—. ¿Has visto a Denny?
Ella se volvió.
—Tú no lo has visto. Está empezando a sentirse abandonado.
Paul Fenster, sujetando su vaso debajo de su barbilla, pasó junto a Chico y dijo:
—Jesucristo, nunca creerán lo que ha pasado ahí abajo en Abril. Yo tampoco creí que fuera capaz de hacerlo. —Se echó a reír.
Lanya no; dijo:
—¿Qué fue?
—Un puñado de chicos negros, ahí en Abril, pusieron en marcha toda su rutina. Cogieron a ese chico blanco llamado Tarzán, ¡y se pusieron a actuar! Y, por supuesto, ese viejo y encantador coronel de Alabama de Roger estaba allí, ése que le dije que me dio tantos quebraderos de cabeza cuando yo estaba de huésped aquí, y por supuesto estaba riendo más fuerte que todos los demás. Sé que no lo creerán, ¡pero estaban colgados y saltando de los malditos árboles!
—¿Qué hizo usted? —Lanya había empezado a reír.
—Sudar un montón —dijo Fenster—. E intentar pensar en alguna forma de irme. ¿Sabe?, hay algunos tipos que vienen a las fiestas que están completamente locos y hablan de liberar al mobiliario de su esclavitud: Puedo aceptar eso. Pero sospecho que todos esos tipos han tenido el suficiente buen sentido como para marcharse de Bellona cuando aún era tiempo. Estos otros, sin embargo… ¡Bien, todo lo que puedo decir es que ha sido todo un espectáculo!
—Se supone que el sufrimiento es bueno para alguien —dijo Chico.
—¡Mejor que así sea! —replicó Fenster. Gruñó (¿simiescamente?) y caminó hacia el otro lado del puente.
Lanya tomó a Chico de la mano.
—¿…Denny?
—Ajá.
—Acabo de dejarlo. —Su vestido era de un negro brillante. Un círculo plata creció en el dobladillo—. En Marzo. —Hizo un gesto con la cabeza.
—Eres hermosa —dijo él.
Está pensativa, pensó.
—Gracias. ¿Te gusta realmente el vestido?
Él asintió, siguió asintiendo, y de pronto ella se echó a reír y cerró la boca de él con sus dedos.
—Te creo. Pero estaba empezando a pensar que era demasiado. Por supuesto, esperaba poder quedarme simplemente en algún rincón elegantemente arbolado, atendiendo a mi corte; no ir de un lado para otro trabajando. Me pregunto: ¿Dónde estará Roger?
Chico sujetó las frías manos de ella contra su rostro con las cálidas suyas.
—Busquemos a Denny.
El amanecer se insinuó en la cintura de ella.
—Búscalo tú —dijo—. Te veré un poco más tarde. —Un sol escarlata, rodeado por un halo amarillo, eclipsó la luna plata.
Se preguntó por qué, pero dijo:
—De acuerdo —y la dejó en el puente.
El riachuelo se convirtió en un estanque en Marzo, escamado con inmóviles hojas.
—¡Se lo dije a esa puta! —Dólar estaba de pie y se agitaba de un lado para otro sobre arqueadas piernas—. Se lo dije a esa puta. Después de que ella lo intentara, ¿entiendes? Simplemente se lo dije.
Denny permanecía sentado con las piernas cruzadas sobre el banco de piedra, y no parecía que estuviera escuchando con demasiada atención.
Chico rodeó el estanque.
—¿Estás intentando buscar problemas en mi fiesta?
La cabeza de Dólar se alzó bruscamente: parecía asustado.
Denny dijo:
—Dólar está bien. No ha hecho nada.
—No he hecho nada —coreó Dólar—. Es una fiesta estupenda, Chico.
Chico apoyó una mano en la hoyosa nuca de Dólar y apretó.
—Te lo estás pasando bien. Estupendo. No dejes que nadie te lo estropee, ¿entiendes? Tienes un montón de espacio para caminar por él. Si alguien quiere buscarte las cosquillas, ve en otra dirección. Si ocurre por tercera vez, ven a decírmelo. ¿Entiendes? Esta noche no hay ningún sol extraño en el cielo.
—Esta noche algo va mal, Chico. Todo está como corresponde. —La sonrisa inquieta desapareció; Dólar pareció simplemente triste—. De veras.
—Bien. —Chico soltó el cuello de Dólar y miró a Denny—. ¿Te lo estás pasando bien?
—Supongo que sí. —La camisa de Denny, desabrochada, colgaba fuera de sus pantalones—. Sí.
Un grupo llegó por la puerta cubierta de hiedra, escorpiones y otros, siguiendo a Ernestine Throckmorton.
—Oh, hey —dijo Dólar, y echó a andar, parloteando, tras ellos, rodeando el estanque y saliendo por otra entrada.
—Voy a quitarme esto. —Denny se liberó de la chaqueta, tomó la caja de control de su bolsillo, se quitó la camisa, y se sentó de nuevo, haciendo girar la caja en una mano, la otra colgando de sus cadenas—. Lanya dice que he estado haciendo un buen trabajo. Esta pequeña cosa es algo grande, ¿eh?
Chico se sentó y apoyó una mano en la seca y nudosa espalda de Denny. Un cierto alivio aleteó en la mirada del muchacho.
Chico frotó su espalda.
Denny dijo:
—¿Por qué haces eso? —Pero sonreía a su regazo.
—Porque a ti te gusta. —Chico llevó su mano hacia arriba y hacia abajo siguiendo el contorno del omoplato, apretando. Denny se balanceó con cada frote.
—A veces —dijo Lanya, y Chico se volvió—, os envidio a los dos.
Chico no dejó de frotar, y Denny no alzó la vista.
—¿Por qué? —Denny agitó los hombros, alzó una mano para rascarse el cuello.
—No lo sé. Supongo que es porque puedes dejar que la gente…, dejar que Chico sepa que tú deseas cosas que yo temo pedir.
—¿Quieres que te frote la espalda? —preguntó Chico.
—Sí —sonrió—. Pero no ahora.
—Os observé a los dos —dijo Chico— cuando estabais jugando. Cuando os estabais arrojando cosas el uno al otro, empujándoos y riendo todo el tiempo. Os envidié.
—¿Tú…? —Lanya adelantó una mano hacia el hombro de Denny.
Pero Denny se puso en pie bruscamente y echó a andar.
Chico se preguntó si él habría visto el gesto de ella, observó el dolor que cruzaba el rostro de Lanya mientras su mano se retiraba.
Denny se volvió al borde del estanque y rió.
—Oh, vosotros dos estáis… —y giró un mando.
Ella brilló negra desde el cuello hasta el dobladillo; el negro se granuló en plata; el escarlata brotó por todos lados.
—¡Hey, mira, lo he hecho bien!
—Claro que sí —dijo Lanya.
Chico se puso en pie y tomó el brazo de ella.
—Vamos.
—¿Adónde…?
Chico sonrió.
—¡Vamos!
Ella alzó una ceja y se dejó llevar, intensamente curiosa.
Denny les siguió; su confusión parecía mucho menos aguda que la de ella.
Al otro lado de la piedra cubierta de hiedra, Ernestine apostrofaba:
—… carne de cangrejo picada, ¡no del tipo fibroso! Luego huevos. Luego unos pocos trozos de pan. Todo sazonado con laurel. Cuando vivía en Trenton, tenía que hacérmelo traer de Maryland. Pero la señora Alt, nadie se sorprendió más que yo por ello, encontró toda una estantería llena en una tienda allá abajo en Temple…
En el silencio que siguió, Dólar murmuró reverentemente:
—Dios santo…
—Sazonarlo con laurel —reiteró Ernestine mientras Chico y Lanya pasaban por su lado— es lo más importante.
En el sendero al siguiente jardín, Denny susurró:
—¿Qué vamos a hacer?
—Por aquí —dijo Chico—. Las luces están apagadas ahí…
—Agosto —dijo Lanya.
Penetraron en una escamosa oscuridad. La hierba se deslizó fría entre los dedos del pie de Chico. Quiso aferraría; se deslizó con el siguiente paso, haciéndole cosquillas.
El siguiente paso fue, sorprendentemente, piedra.
Agitó su pie desnudo: humedad, frío…, aspereza. El pie calzado permaneció firme.
—Creo que estamos… —la voz de Lanya creó ecos; hizo una pausa para escuchar las reverberaciones— …en alguna especie de paso inferior.
Salieron de debajo de él cuatro pasos más adelante.
—Ni siquiera me di cuenta de que nos metíamos en él —dijo Denny cuando salieron de nuevo a la herbosa noche.
Chico curvó de nuevo sus dedos, alzó el pie; oyó el sonido de la hierba al desgarrarse.
—Hey, se puede ver la ciudad —dijo Denny—. Casi.
Más allá de un animal de piedra de abundante melena se distinguían algunas manchas de luz con la parte inferior cubierta por la silueta de edificios. Colinas, pendientes o depresiones más supuestas que vistas configuraban la oscuridad a su alrededor.
—La casa de Calkins alucina a muchas personas. —Los altos árboles, como pequeños cipreses, tenían el color del carbón contra la confusa noche. Chico intentó contemplar Bellona. ¿Un edificio… alto? Tenía quizá una docena de ventanas iluminadas.
—Qué extraño —dijo Lanya—. Todos los límites desaparecen, y no puedes creer que quede realmente ninguno. Estamos acostumbrados a objetos como icebergs o pozos de petróleo de los que sabes que la mayor parte de ellos está debajo del suelo o del agua. Pero algo como una ciudad de noche, con grandes partes de ella sumidas en la oscuridad, es algo completamente distinto…
—Amigos —interrumpió Denny—, no os envidio…, creo. Pero podéis hablar de cosas que, ¿sabéis?, se hallan tan más allá de mí que a veces ni siquiera sé cómo preguntar acerca de ellas. Escucho. Pero a veces, cuando no comprendo, o incluso a veces cuando comprendo, simplemente siento deseos de llorar, ¿entendéis? —Cuando guardaron silencio, preguntó de nuevo—: ¿Entendéis?
Lanya asintió.
—Yo sí.
Denny suspiró y miró.
Permanecían separados, pero se sentían muy unidos.
Chico observó como el vestido de ella capturaba la luz ambiental y resplandecía en un tenue carmesí, con olas de azul marino, o el verde del océano al oscurecer.
—¿Qué es eso? —preguntó Denny.
Chico miró más allá de ellos.
—Un fuego.
—¿Dónde crees que es? —preguntó Lanya.
—No puedo decirlo. En realidad ni siquiera sé dónde estamos. —Apoyó una mano sobre el hombro de ella: el tejido metálico hormigueaba. La piel de Lanya estaba fría.
Denny, bajo su otra mano, estaba febrilmente caliente y, como siempre, seco como el papel.
Chico sentía deseos de caminar.
Así que caminaron con él, cadera contra cadera, golpeándose en los diferentes ritmos. Chico deslizó sus manos por las espaldas de los dos hasta los hombros del otro lado. La mano en el hombro de Lanya permaneció inmóvil. Denny pasó su brazo por la espalda de Chico.
Lanya tenía los brazos cruzados, mirando a la distancia mientras caminaba y contemplaba la chamuscada ciudad.
Luego apoyó su cabeza en el hombro de él (aún mirando), su brazo en torno a él, su hombro más firmemente en el lugar debajo de su brazo, y apretó su muslo contra el muslo de él.
Y siguió mirando.
Caminaron siguiendo el pequeño muro que les llegaba a la altura de la cintura. Éste es el jardín más grande, pensó Chico. Denny cambió de paso…
—¿Qué? —preguntó Chico.
—Uno de los focos que no funcionan… —Denny lo rodeó.
Cruzaron frías losas.
Las hojas raspaban en el silencio. ¿Una brisa? Mientras caminaba debajo de los pesados y negros flecos de algún alto olmo o roble, aguardó el soplo cálido o frío. El silencio regresó; no sintió ninguno de los dos.
—¿Por qué no ha ardido aquí arriba? —preguntó Denny, demasiado suave, demasiado intenso. Su nombro se estremeció bajo la mano de Chico—. ¿Por qué simplemente no ha ardido todo? ¿Por qué no se ha propagado…? —Chico dejó de dar masaje y sólo frotó.
Denny hizo otra profunda inspiración, rápida, luego soltó el aliento durante los cinco siguientes pasos.
Lanya se volvió sobre el hombro de Chico, miró a Denny, y recuperó su posición anterior.
Chico intentó aflojar la tensión en su abdomen. Era una repentina e inquietante sensación: Todos sus órganos, intestinos, hígado, pulmones y corazón, parecían haberse desplazado algunos centímetros hacia abajo. No interrumpió su paso, pero la sensación pasó a través de un momento de náusea que terminó con una ventosidad.
Que le hizo sentir mucho mejor.
Apretó más fuerte a Lanya; la pierna contra su pierna y el hombro fuertemente aferrado igualaron sus ritmos. Traducido a través del cuerpo de Chico, los movimientos de Denny se afirmaron y, ante la tensión, los de Chico se afirmaron también. Lanya suspiró, con la boca apenas entreabierta, comisura a comisura, luego restregó su nuca contra el brazo de él. La mano de Denny se deslizó entre la cadera de Chico y la de ella.
Otro león de piedra permanecía agazapado sobre la pared, mirando.
Junto a él, con unas ramas desprovistas de hojas parecidas a quebraduras en el cristal ahumado de la noche, había un árbol. Debajo del pie de Chico el suelo estaba desnudo y era terroso y… ¿ceniciento? Reconociendo la textura, pasó de la hierba quemada a la fresca.
Rodearon el jardín.
Estaba demasiado oscuro para decir si el pequeño estanque estaba lleno o vacío. Lanya adelantó una mano y tocó el tronco de un árbol. Ya no contemplaba los pequeños incendios que culebreaban en la noche de la ciudad. Caminaba más al ritmo de sus pasos de lo que lo hacía Denny. (Chico pensó: La libera el pensar en las cosas alejadas.) Se sentía protector hacia las meditaciones de ella, y asustado por ellas.
Un recuerdo de susurros dio énfasis al silencio.
Chico escuchó, buscando alguna conversación en otro jardín. El ruido de sus propios pasos era tan suave.
Más allá del murito (¿a kilómetros de distancia?), las cosas humeaban y parpadeaban.
Un susurro:
—¡Viene alguien…!
Y otro:
—Oh, espera un minuto. ¡Cuidado…!
Chico reconoció la voz de una de las muchachas, pero no la otra.
Una rama entre los arbustos se agitó, se inmovilizó.
El muchacho que salió, subiéndose la cremallera de la bragueta, el cinturón colgando sobre sus caderas y sonriendo… era Cristal.
—Oh —dijo—. Sois vosotros. —Y se abrochó la hebilla del cinturón.
Una de las muchachas dijo:
—Espera un momento. Ya está…
—¿Puedes ver algo? —preguntó la otra, luego rió…, la muchacha con los tejanos marrones que había venido con ellos desde el nido: se abrió camino entre los arbustos.
Alguien detrás de ella estaba mirando hacia todos lados: Escupitajo.
Chico creyó reconocer a la otra muchacha primero como una de las invitadas de Roger. Incluso en la casi oscuridad parecía desgreñada. Su segundo reconocimiento fue que se trataba de Milly: su pelo rojo caía sobre un oscuro mono de terciopelo, ahora desabrochado: llevaba algo metálico debajo. Jetadecobre, con una mano sobre cada uno de sus hombros, la guió hacia fuera.
—¡Señor! —dijo Lanya, y se echó a reír.
—¡Oh! —dijo Milly—. ¡Sois vosotros! —en un acento distinto pero con idénticas inflexiones que el de Cristal. Se apartó de Jetadecobre.
Ella y Lanya se unieron en un acceso de risitas.
Jetadecobre le frunció el ceño a Chico y agitó la cabeza.
Chico se encogió de hombros.
—¡No puedo encontrar mi peine! —dijo finalmente Milly—. ¿No es sorprendente? No puedo encontrar mi peine.
Lanya miró a Chico.
—Hey, nos veremos dentro de un rato.
Luego, con el brazo en torno al hombro de Milly, se alejaron por el jardín.
—Hombre —dijo Cristal—, es una fiesta estupenda.
Jetadecobre, privado de Milly, se situó al lado de la primera muchacha. Se inclinó para susurrarle algo. Ella le susurró algo de vuelta.
—¡Maldita sea, negro! —exclamó Escupitajo—. ¿No sabes hacer nada más que joder, eh?
—Mierda —dijo Cristal—. Estuve observando tu rosado culo subir y bajar rítmicamente durante un buen rato.
—Sí, claro —dijo Escupitajo—. Pero hombre, tú estuviste en ésta, luego en ésa otra, luego otra vez en ésta… ¡Maldita sea!
Cristal se limitó a soltar una risita.
Luego los dos vieron que Jetadecobre y la muchacha se estaban yendo.
—¡Hey! —llamó Escupitajo, y echó a correr tras ellos. Cristal se apresuró también, situándose al otro lado.
Escoltados por blanco y negro, la muchacha y Jetadecobre desaparecieron.
—Vámonos. —Denny tiró de Chico, que le siguió, preguntándose qué era lo que más había interesado a Denny de todo aquel intercambio. Pero tan pronto como Denny hubo cruzado entre los setos —un hombro sumido en la sombra, el otro iluminado por las luces de Junio—, se detuvo para ajustar la caja de control.
—Ya está.
Chico estaba seguro de que no había visto a John por ninguna parte. Pero tampoco había reconocido a Mildred antes.
Unos invitados que venían de Noviembre les separaron de Jetadecobre y los demás.
Después de dejar a Denny, Chico pensó: Pero la idea era precisamente pasar algún tiempo con él. Hizo chasquear su lengua, irritado consigo mismo, y cruzó otro puente.
Las luces del lado de Chico funcionaban.
Frank se dirigió hacia él, sonriendo ampliamente, con un ligero parpadeo en los ojos, el rostro iluminado de lleno por la luz de los focos.
Debe verme en silueta, pensó Chico.
—¡Hey! —dijo Frank—. Esta fiesta que te han dedicado es realmente estupenda. Felicidades por todo. Me lo estoy pasando en grande.
—Sí —dijo Chico—. Yo también.
Más allá de Frank, más allá del puente, Chico vio un destello de luz metálica. Lanya seguía aún con Milly, cuyo complicado peinado estaba ahora de nuevo en su lugar. Seguían riendo. Seguían alejándose.
—¿Has visto mi libro?
—Claro.
—¿Qué opinas de mis poemas? Estoy interesado en saber lo que piensas de ellos. Quiero decir, puesto que eres un auténtico poeta.
Frank alzó las cejas.
—Realmente… Bueno… —Las bajó—. ¿Quieres que sea sincero? Te hago la oferta porque supongo que has estado recibiendo un montón de cumplidos, especialmente aquí en tu fiesta. Y la auténtica sinceridad debe ser algo más bien raro…, quizás esta noche no sea el lugar ni el momento para ella, y debamos dejarlo para alguna otra noche en Teddy’s.
—No, adelante —dijo Chico—. Sospecho que no piensas que sean algo tan grande como eso.
—¿Sabes…? —Frank sujetó la barandilla con una rígida mano y se inclinó—. No he dejado de preguntarme qué iba a decirte sobre ellos si alguna vez me lo preguntabas. He estado pensando mucho en ti. Sospecho que mucho más de lo que tú hayas podido pensar en mí. Pero no dejo de oír de hablar de ti en todo momento, la gente no hace más que hablar siempre de ti. Y se me ocurre que no te conozco en absoluto. Pero siempre has parecido una buena persona. Y pensé que quizá fuera bueno que alguien fuese simplemente directo y sincero contigo, ¿entiendes? —Se echó a reír—. Y aquí estaba yo, empezando a decirte: «Son estupendos», como todos los demás. Pero éste no es mi carácter. Creo que es mejor ser sincero.
—¿Qué es lo que piensas? —Chico oyó la frialdad en su propia voz, y se sintió sorprendido; escuchándose a sí mismo, se sintió de pronto atrapado.
—No me gustan.
Es su sonrisa, pensó y pensó Chico después de eso: No, simplemente estás intentando decirte a ti mismo que es su sonrisa lo que no te gusta. Ha dicho que no le gustan, eso es todo.
—¿Qué hay de malo en ellos?
Frank lanzó una carcajada que era casi un bufido y miró a las rocas de abajo.
—¿Realmente quieres saberlo?
—Por supuesto —dijo Chico—. Quiero saber lo que piensas de ellos.
—Bien. —Frank alzó la vista—. El lenguaje es extremadamente artificial. No hay relación, ni siquiera tensión, entre él y cualquier tipo de habla real. La mayor parte de los poemas son pomposos y excesivamente emocionales… Estoy seguro de que eras sincero en cada uno de ellos. Pero la sinceridad en sí misma, sin habilidad, normalmente sólo da como resultado sensiblería. La falta de un foco emocional convierte unos temas que hubieran podido ser interesantes en un melodrama de Gran Guiñol. Terminan convirtiéndose en algo perfectamente banal. El método es un cliché, y a menudo también lo es la dicción. Y son opacos. —Tras un silencio en el que Chico intentó imaginar las variedades de desagrado que estaba experimentando, Frank prosiguió—: Mira, en una ocasión me dijiste que sólo llevabas escribiendo poesía un par de semanas. ¿Ni siquiera se te ocurrió pensar que era un poco improbable que pudieras simplemente saltar a ella de buenas a primeras y producir algo que valiera la pena leer? Sospecho que lo que realmente me trastornó de todo el asunto fue la forma en que se ha producido. —Hizo un gesto hacia los invitados a ambos lados del puente—. Tak me dijo en una ocasión que tienes la misma edad que él…, ¡dos años más que yo! ¡Chico, la mayor parte de la gente de aquí creen que tienes diecisiete o dieciocho años! Esto, junto a esa aura de los Ángeles del Infierno, y todas esas habladurías acerca de las cosas extravagantes en las que estás metido…, la gente ha venido aquí únicamente por el espectáculo. En lo que a la mayoría de ellos se refiere, Orquídeas de cobre es como la actuación de un perro que habla. Encuentran tan curioso el hecho mismo de que hable, que no les importa nada de lo que dice.
—Ojn… —Chico había pretendido que fuera un Oh—. ¿Y tú —lo cual tampoco era lo que había querido decir, pero brotó porque tenía que asegurarse— crees que los poemas no son demasiado buenos?
—Creo que son muy malos —dijo Frank.
—Uf —dijo Chico, gravemente—. ¿Y crees que eso es todo lo que significan los poemas para la gente de aquí?
—Para la mayoría de la gente —Frank apoyó de nuevo su mano, al extremo de un rígido brazo, en la barandilla—, la poesía no significa nada en absoluto. Sin embargo, a partir de un par de cosas que me dijiste en el bar, acerca de lo que habías leído y de lo que sentías, sospecho que sí significa algo para ti. Y es por eso por lo que no deja de preocuparme el meter la pata de la forma en que lo estoy haciendo.
—No —dijo Chico—, sigue. —Pensando: Pero no has dejado de hablar, ¿eh?
La sombra de Chico partía el rostro y la camisa púrpura de Frank por la mitad.
—Con toda la variedad que forma parte de la poesía normal —Frank parpadeó su entrecerrado ojo visible—, quizá sea una estupidez que emita juicios como éste. Hay montones de tipos de poesía. Y por supuesto, algunos los prefiero personalmente a otros. Seré sincero: el tipo que la tuya está intentando ser no es el tipo que considere interesante en el mejor de los casos. Lo cual quizá sea la razón por la que hubiera debido cerrar la boca desde un principio. Bueno, mira, no estoy emitiendo ningún juicio. Sólo estoy hablando de mis propias reacciones. Supongo que lo que estoy intentando decir es que, por todo lo que puedo expresar, y admito que me siento condicionado al hacerlo, resulta completamente claro lo que tú deseabas hacer en los poemas. Y resulta también completamente claro que no te acercaste mucho a ello. Quiero decir, ese último, en verso absolutamente libre…, puede que sea o no un buen poema; no puedo decirlo. Es ilegible. —La sonrisa de Frank era pálida—. Pero tienes que admitirlo, es un obstáculo.
Chico gruñó lo que pretendía que fuera un educado asentimiento. Sonó más bien como si alguien le hubiera dado un codazo en el hígado. Y eso no era, pensó, lo que quería que fuese.
—Quizá en alguna ocasión, en Teddy’s o en alguna otra parte, podamos revisar uno o dos de ellos y tú puedas decirme en qué forma son…
—No. —Frank agitó la mano, los dedos envarados y el rostro todo ceño fruncido—. No, no. Ése no es el tipo de… Mira, no puedo decirte cómo ser poeta. Sólo puedo decirte lo que pienso. Eso es todo.
Chico gruñó de nuevo.
—No lo tomes como algo más que eso.
¿Tienes que darle las gracias, pues?, se preguntó Chico. Dar las gracias es un signo de buena educación.
—Gracias. —Sonó como la más tentativa de las preguntas.
Frank asintió, miró de nuevo por encima de la barandilla.
Chico pasó por su lado y se dirigió al extremo del puente. A medio camino, como un tic, tuvo la impresión de que Frank iba a darle una palmada en el hombro. Se volvió, y se dio cuenta, al hacerlo, de que había algún núcleo no transformado, perfectamente hostil, intentando emerger. Frente a las luces de Mayo, Chico no pudo distinguir si Frank estaba mirándole a él o en otra dirección.
Entrecerrando los ojos, tragó el pensamiento antes de que se transformara en palabras y siguió andando hacia los altos senderos de Enero; desde los cuales podía contemplar desde arriba la atestada terraza.
¡Están todos aquí, pensó Chico, por mí! Se sentía desesperadamente incómodo. La sonrisa de Frank…, tenía la impresión de que había pronunciado su crítica como si creyera que estaba liberándose de algo. Bien, eso no cambiaba lo que había dicho. Alguien, recordó, pero no pudo recordar quién, había dicho que le habían gustado…, y decidió que eso no era lo que deseaba pensar ahora al respecto. Pero con la resolución brotaron recuerdos de otras siete reacciones: desconcertadas, indiferentes, aleteantemente interesadas y otras. Recordó la compleja negativa de Newboy a implicarse, y la consideró una traición, no tanto de Newboy como suya, a algo que el poeta había intentado decir y que no había sido capaz de comprender.
—Es como… —se oyó a sí mismo empezar a decir en voz alta, y se echó a reír. Aquello era como la noche en el parque, cuando su fantasiosa receptividad había presionado tan fuertemente que había sido incapaz de escribir.
Rió de nuevo.
Una pareja le devolvió la sonrisa e hizo una inclinación de cabeza.
Su expresión fue de sorpresa cuando los vio. Pero pasaron por su lado y se alejaron.
Quiero beber algo, se dijo, y se dio cuenta de que se estaba encaminando ya hacia el bar. Realmente necesito beber algo.
No es así, se descubrió repitiéndose a sí mismo, como deberían ser las cosas. Repitiéndoselo por dieciseisava o diecisieteava vez, se sentó en la barandilla de piedra, contemplando la mesa y las botellas, aún sin ningún vaso en la mano.
—¡Hey! —Entonces la expresión de Lanya (y puñados de escarlata cayeron entre fuegos verdes) cambió—. ¿Qué te ha pasado?
Sus manos se tendieron hacia las caderas de ella: en torno a una se creó un charco azul, en torno a la otra verde.
—¿Estoy sangrando? —Las deslizó hasta sus nalgas, pensando: Qué cálida es. Hundió el rostro en el cálido vientre. Ella sujetó su pelo. Ante su parpadeo, negras escamas parpadearon a plata, a escarlata, a verde.
—No. Pero parece como si acabaras de tropezar con una pared y estuvieras esperando a que se apartara.
Chico emitió un sonido que se suponía iba a iniciar la siguiente frase: sólo brotó otro gruñido. Así que retrocedió y empezó de nuevo, en un tono un poco más alto:
—Sólo estuve… hablando con Frank. Acerca de mis… poemas.
Ella se soltó y se izó a la barandilla de piedra a su lado, hombro contra hombro, pierna contra pierna, convirtiéndose en un cambiante resplandor en la comisura de sus ojos mientras se contemplaba sus arruinados pulgares, ahora fuertemente apretados sobre sus deformes y callosos nudillos.
—¿Qué te dijo? —preguntó Lanya.
—Que no le gustaron demasiado.
Ella aguardó.
—Dijo que todo el mundo aquí cree que no soy más que un perro que habla. Que todos piensan que soy una especie de idiota loco, que soy diez años más joven de lo que soy, y que simplemente les sorprendería que pudiera llegar a deletrear correctamente mi nombre…, si tuviera algún nombre…
—Chico… —la palabra brotó mucho más suave que su voz. Apoyó una mano sobre la de él. Él alzó un pulgar. Ella lo atrapó en su puño—. Eso fue jodidamente malintencionado.
—Quizá sea jodidamente cierto.
—¡No lo es! —Su voz le dijo que estaba frunciendo el ceño—. ¿Es ese Frank? ¿El que se supone que tiene un libro de poemas publicado en California?
Preguntándose quién otro podía haber sido, dijo:
—Sí.
Ella respondió:
—¡Está celoso, Chico!
—¿Eh? De qué. —Lo cual era una afirmación, no una pregunta.
—Los dos sois poetas. Los dos tenéis un libro publicado. Mira toda la atención que estás consiguiendo. Dudo que ocurriera esto cuando fue publicado su libro.
—Eso es muy fácil de decir. Además, no me importa por qué lo haya dicho, sólo quiero saber si es cierto… ¡Oh, mierda! Calkins ni siquiera leyó los poemas cuando decidió publicarlos. Quizá lo hizo cuando finalmente salieron, y se sintió tan embarazado que decidió no mostrarse esta noche.
—¡No! Esto es una tontería…
—¿Y recuerdas cómo Newboy no dejó de escabullirse cada vez que le preguntaba si creía que eran…?
—Le gustaron…
—¡Mierda! ¡Le gusté yo! Si alguna vez intentó decir algo, fue que no podía hacer la distinción.
—¿Y qué te hace pensar que Frank es más capaz de hacerlo? Se siente resentido hacia ti, se siente resentido por la forma en que todo el mundo se ha fijado en ti: y luego intenta leer los poemas. Al menos el señor Newboy fue lo bastante sincero como para admitir que no podía hacer la distinción. ¡Infiernos, a mí me gustan!
—Tú estás condicionada.
—¿Crees que Frank no? Mira, ellos no… —Soltó su pulgar.
Él alzó la vista.
Los puños de Lanya estaban anudados sobre la ondulante marea de su regazo.
—Estamos enfocando mal esto. —Su labio inferior se movió sobre sus dientes, para encajar su boca en un nuevo tono de voz—. Tiene razón. Respecto a muchas cosas, al menos.
El simple dolor empezó en su garganta. Tragó saliva y lo arrastró al fondo de su estómago.
—No le gustan tus poemas, y probablemente sea sincero. Acerca de que no le gustan. A Thelma le gustan, y ella es probablemente igual de sincera.
—Estaba intentando recordar su nombre. Me resultaba difícil.
—Debería ser igual de difícil recordar el de él. Ser sinceros no significa que tengan razón. Simplemente significa que ellos creen que la tienen.
—Sí —dijo él—. Sí, claro. Eso es lo que dijo Frank, sobre los poemas.
—Lo siento.
—Tiene razón respecto a la gente, respecto a lo que piensa todo el mundo aquí.
—No todo el mundo —dijo ella—. Sospecho que ni siquiera la mitad. ¿Te importa lo que piensa la gente?
—Me importa… —hizo una pausa— …la gente. La gente de aquí. De modo que si piensan eso, me importa también. Y desearía que no pensaran lo que él dice.
Ella emitió un sonido de asentimiento.
—Quizá no hubiéramos debido venir a esta fiesta —dijo él.
—¿Quieres irte?
—No. Quiero quedarme y ver lo que pasa. —Chico abrió una mano sobre cada rodilla—. Es algo que quizá no vuelva a hacer nunca. Pero no creo que desee irme a la mitad. Estoy aprendiendo demasiado. —Saltó de la barandilla y se volvió hacia el bar.
—¿Qué es…? —dijo Denny.
Chico lo rodeó con sus brazos: las manos de Denny se alzaron primero para empujarle hacia atrás, luego, repentinamente, se apretaron contra la espalda de Chico. Chico hundió su rostro contra el seco y cálido cuello y pensó: Mi rostro debe estar frío. Se mantuvo apretado contra el cálido hombro y pensó: Mis manos…
Denny se movió una vez, se inmovilizó, se movió de nuevo; mantuvo sus brazos medio bajados, preparados para empujar.
Chico alzó la cabeza.
Dos personas que pasaban desviaron la vista.
Chico retrocedió.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Denny, luego miró a Lanya.
Las cejas de ella se agitaron para responderle.
—Estoy bien —dijo Chico, y se preguntó si la había contradicho.
—¿Estás seguro? —preguntó ella.
Chico apoyó una mano en su brillante rodilla.
—Estoy bien. Alguien dijo algunas cosas desagradables sobre mis poemas. Sean ciertas o no, me hicieron sentir jodidamente mal.
Lanya suspiró.
—Imagino que es por eso por lo que me alegra no ser una artista.
—¿Por qué siempre estás diciendo eso? —Chico se apartó—. ¡En estos momentos hay toda una habitación llena de gente ahí dentro escuchando Difracción! ¡Y disfrutando con ello!
—Quiero decir —Lanya pareció incómoda— artista en la forma en que lo presupone esta fiesta. De acuerdo, compuse una pieza musical; o un jodido vestido para la ocasión…, ¡te sorprendería lo similares que son! Pero simplemente no creo que tú puedas ser ese tipo de artista. Mucha gente hace cosas mucho mejores que otra gente; pero, hoy en día, hay tanta gente que hace tantas cosas muy bien, y tanta gente está seriamente interesada en tantas cosas distintas que hacen por razones propias, que no puedes decir que nada sea lo mejor para una persona determinada, ni siquiera para cada persona seria. Así que sólo prestas una auténtica atención a las cosas que te afectan directamente; y no pierdes tu tiempo observando el resto. Esta fiesta…, es una atención ritual, el tipo de fiesta que se ofrece a un héroe social. Supongo que podría ser a un artista si hubiera los suficientes de ellos alrededor…
—¿…aquí en Bellona?
—Bellona es una parte muy pequeña del universo. Y esta fiesta es un lugar muy bueno para tener eso en cuenta. Chico, todas las críticas que recibas aquí, sean buenas o malas, serán de tipo ritual. —Le miró por debajo de sus cejas—. Quizá fuera eso lo que el señor Newboy intentaba decirte.
—Quizá —dijo Chico, y apoyó su rostro contra el hombro de ella—. Y quizá sólo era demasiado cobarde como para decirme lo que me dijo Frank.
—No lo creo. —Lanya acarició de nuevo su pelo—. Pero ésa es sólo mi reacción personal.
—Frank dijo lo mismo.
—Entonces sé generoso y créele. —Se echó hacia atrás—. ¿Sabes?, ¡algún día voy a sorprenderos a todos produciendo un tratado filosófico tan grueso como La crítica de la razón pura, La fenomenología de la mente y Ser y tiempo puestos juntos! Estará claramente numerado, con referencias cruzadas de párrafos, y un tercio de él serán símbolos matemáticos. Lo llamaré —alzó pulgar e índice en el aire, escribiendo de arriba a abajo en una pizarra imaginaria— Notas preliminares hacia un cálculo de la percepción atencional e intencional, con un análisis de la realimentación modular… Supongo que «modular» es el adjetivo para «modal». Entonces veréis. ¡Todos vosotros!
—Siempre puedes titularlo: Lanya le echa una mirada a la vida —sugirió Chico.
—¡Poetas! —exclamó Lanya, fingiendo desesperación—. ¡Artistas! ¡Dios…! —y rodeó con sus cálidas y pálidas manos las de él, para envolver las serpientes en que se habían convertido sus dedos.
Él los extrajo de la cueva que habían formado los dedos de ella para apoyarlos en las hojas de cobre que giraban, tic-tic-tic, en su pecho.
Ella se puso en pie, derramando turquesa hasta el dobladillo, y se acercó a Denny. El bolsillo de atrás de los pantalones del muchacho marcaba los cuadrados ángulos de la caja de control.
—Vamos a dar un paseo —dijo Lanya—. Te sentirás mejor.
Dragón Lady dio la vuelta al poste en la parte inferior de los escalones y le dijo a Baby:
—Vamos, ¿por qué le dijiste eso a esa mujer, eh? ¿Eh?
—Porque ella dijo que yo…
—¿Pero por qué tenías que decirle algo así?
Tres pasos tras ellos, Adam caminaba con Pesadilla; Pesadilla se doblaba sobre sí mismo de risa, sujetándose el estómago; subió tambaleante los escalones. Desde la rodilla hasta los pies, una de las perneras escarlatas estaba manchada a causa de una caída.
Los ojos de Adam estaban muy abiertos detrás del cerdoso y suelto pelo; su sonrisa se hendió, marrón, sobre unos dientes amarillentos.
—¡Maldita sea! —dijo Dragón Lady—. No puedes ir por ahí diciendo esas cosas.
—Mierda. —Las manos de Baby estaban cerradas sobre sus ingles. Llevaba la cabeza gacha, y su pelo rubio colgaba como si estuviera hurgando algo en sus dientes—. Si ella no hubiera dicho… ¡Oh, mierda!
La mano de Pesadilla cayó sobre el hombro de Chico. Adelantó el rostro, luchando por explicarse, pero estalló en otra risotada. Olía a muy borracho. Finalmente se limitó a agitar la cabeza, impotente, y se tambaleó, pesado, hacia delante.
Chico inspiró profundamente y bajó, meditando acerca de los constituyentes de la locura. Más tarde no pudo recordar dónde fueron sus pensamientos a partir de ahí. Y pensó en qué otras pérdidas podía haber, aparte días o nombres.
Abajo, Frank dijo:
—Esperen un minuto…, ¡esperen un minuto! ¡Esperen…!
Chico sujetó la barandilla de metal negro del puente y bajó la vista hacia el sendero.
Llegaban, riendo, por el atajo que iba de Marzo a Octubre.
Las rocas estaban cubiertas de musgo y pulidas por la luz de los focos.
—Hey, miren, sé algo que es de lo más divertido.
—De acuerdo. —Bill, con su suéter negro, se detuvo, aún riendo—. ¿Qué es?
Thelma permanecía de pie a un lado.
—No debe decir nada malintencionado acerca de él, Frank —dijo Ernestine—. Creo que todos ellos son perfectamente encantadores, si lo tenemos en cuenta todo.
—Es un tipo estupendo —admitió Frank—. De veras lo es. Pero nos vimos un par de veces antes, eso es todo. Y yo sólo…
—Bien —dijo un hombre cuyo pecoso cráneo estaba orlado de pelo blanco, arrastrando las palabras—, yo todavía no le conozco. Pero sus amigos son los tipos más extraños que jamás haya visto. Oh, han organizado un auténtico espectáculo. ¡Gibones, eso es lo que digo! ¡Una auténtica pandilla de pequeños gibones negros!
—La mayoría no son tan pequeños como eso —dijo Bill.
—Yo sólo me pregunto —repitió Frank— si realmente los escribió él o no.
—¿Por qué piensa que no lo hizo? —preguntó Bill, volviéndose.
—Le conocí —dijo Frank— en ese lugar… ¿Teddy’s? Hace tiempo. Yo había perdido un bloc de notas hacía una semana, y se lo estaba contando. De pronto se excitó mucho… se puso muy trastornado, y llamó al camarero para que le diera su bloc de notas, que me dijo que había encontrado en el parque. Me dijo que lo había encontrado ya lleno de cosas escritas. Estoy muy seguro de eso. Lo hojeé, y estaba lleno de poemas y de un diario y de cosas. Quiso saber si era mío. No lo era, por supuesto. Pero al menos dos de los poemas de aquel bloc de notas, y lo recuerdo porque me llamaron la atención como realmente extraños, juraría que eran idénticos a dos de los poemas de Orquídeas de cobre. Ese libro de notas tenía un poema prácticamente en cada página.
—¿Está hablando en serio? —preguntó Roxanne, como si considerara el relato muy divertido—. Bueno, no debe decírselo nunca a Roger. ¡Podría sentirse un tanto incómodo!
—¡Ja! —dijo Bill, en voz alta, al cielo—. Si eso es cierto, ¡es la cosa más divertida que he oído en toda la noche!
—¡Jamás me inventaría algo así!
—Es una cosa terrible de decir —murmuró Ernestine—. ¿Cree realmente que él haría algo parecido?
—Bueno, ya lo ha conocido —señaló Frank—. No es lo que yo llamaría un tipo literario.
—Oh, todo el mundo y hasta su hermano escribe poemas —dijo Bill, como queriendo zanjar el asunto.
—Entonces, ¿cree usted —era la voz de Kamp: llegó desde debajo del puente, donde Chico no podía verle— que tomó todos los poemas de ese bloc de notas?
—Oh, quizá… —empezó Frank—. No estoy acusándole de nada. Quizá sólo tomó esos dos. No lo sé. Quizá sólo tomó un par de estrofas que luego yo reconocí…
—Ha dicho usted que eran idénticos —dijo Thelma, y Chico tendió el oído y no pudo oír más que sus palabras.
—Dije que creía que lo eran —señaló Frank, lo cual, recordó Chico con obsesiva lucidez, no era en absoluto lo que había dicho.
Los otros le siguieron debajo del puente.
Frank dijo:
—Esa noche me dijo que sólo era poeta desde hacía, creo que lo expresó así, un par de semanas. Y luego, ahí estaba ese bloc de notas que encontró, todo él lleno de poemas que, bueno, al menos los dos que examiné más atentamente, son terriblemente similares a los que hay en el libro. —Las voces resonaron debajo de él—. ¿Qué pensarían ustedes?
Thelma (no pudo ver su rostro) fue la última en meterse.
—Bueno, usted cree obviamente que los tomó… —La identidad de la voz quedó oscurecida por el eco.
—Yo creo —dijo otra voz— que es simplemente un tipo agradable, no diría tonto, sólo no muy locuaz, que probablemente no se preocupa demasiado por el significado de ese tipo de cosas. Demonios, me gusta. Con todos esos tipos con cadenas que ha traído consigo como guardaespaldas, espero que nosotros también le gustemos a él.
—No ha firmado el libro con su nombre —dijo la voz con acento sureño.
—Oh, Frank, creo que es usted…
Chico tuvo que carraspear, así que se perdió las últimas palabras de Ernestine. (Corre a la otra barandilla, escucha lo que digan cuando salgan…) Contempló el vacío sendero.
En un bosque de Oregón, hacía tiempo, durante aquel invierno, en su día libre, un tronco, soltándose de la pila a la que había estado trepando, aplastó su pierna, haciendo sangrar su tobillo derecho y desgarrando sus tejanos. Creyó que se había roto la pierna. Pero, finalmente, fue capaz de volver cojeando al cobertizo, a medio kilómetro de distancia…, le tomó cuarenta minutos. Durante todo el tiempo no dejó de pensar: «Me duele más que cualquier otra cosa que me haya dolido en toda mi vida. Me duele más que cualquier otra cosa…» Llegó a la vacía cabina, repitiendo ahora el pensamiento como una melodía antes que como una idea; se sentó en el bajo camastro —pertenecía a un trabajador llamado Dehlman—, se soltó el cinturón, se bajó los pantalones más abajo de las nalgas y, en un solo movimiento, se los quitó de sus…
No gritó. En vez de ello, sus pulmones se aplastaron en su pecho, y durante los diez minutos siguientes sólo pudo emitir pequeños sonidos jadeantes. Sangre y carne, secas contra la tela, se habían visto arrancadas a todo lo largo de su pierna, enviando el dolor a lugares que no sabía que existieran. Cuando pudo pensar de nuevo, el pensamiento de antes que aún seguía machacándole, conectado con el recuerdo de lo que había sido un dolor mucho más pequeño, le pareció estúpido.
Dejó caer su mano de la barandilla y pensó en aquello (y, por alguna razón, el nombre del hombre en cuyo camastro se había sentado con su sangrante tobillo), e intentó recordar su reacción a las críticas de Frank hacía diez minutos.
No podía encajar ninguna de las dos cosas en nada que pareciera un solo cuadro. (¡Se lo toman tan a la ligera!) Parpadeó al vacío sendero.
¿Escribí…?
Le picaban los ojos; se apartó del puente. Alzó la mano para frotarse el rostro, tuvo un atisbo de borroso cobre y detuvo el movimiento.
Un pie pisó algo en el sendero y vaciló hacia delante, a punto de perder el equilibrio.
¡Recuerdo reescribirlos!
Recuerdo cambiar estrofas, convertirlos en algo más… ¿mío?
Chico parpadeó; y sus callosos dedos estaban rodeados de curvadas hojas. El primer terror, ¿precede al grito?
… alguien, ¿Dólar?, Dólar, más allá del seto, gritó.
Chico retiró la mano de delante de su rostro y corrió… hacia el sonido. Porque lo que había detrás de él era demasiado aterrador.
Mientras penetraba a toda velocidad en el jardín, una rama baja golpeó su rostro.
Apartó hojas con su mano armada, llegó al lugar, y oyó (aunque no pudo verlo) a Dólar gritar de nuevo, pensando: ¡Dios mío, los demás permanecen tan callados!
Brazos negros y bronceados se agitaban y giraban (y entre ellos estaban el pelo amarillo de Tarzán y sus hombros color masa de pan) contra algo enterrado en medio del tumulto. Alguien gruñó.
Thelma, mirando, intentaba contener el aliento, haciendo resonar el silencio con sus jadeos.
Entre la refriega:
—¡Hey, cuidado…! ¡Cuidado aquí…! ¡Vigila… Huy!
Sus raspantes botas resonaban más que sus contenidas respiraciones y voces.
Chico se lanzó, agarró, tiró, y apenas recordó el mantener su orquídea fuera del camino.
—Hey, ¿qué es lo que…?
Catedral le golpeó mientras apartaba a Trepenques.
La cabeza de Sacerdote chocó contra su costado con la fuerza suficiente como para que le doliera.
Chico agitó su mano en un círculo hacia delante, y Araña no chilló sino que silbó:
—¡Ehhhhhhhhhh… maldito hijo de madre! —Un filamento de sangre se ensanchó en su vientre.
—¡SOLTADLE! —Chico empujó al Destripador hacia atrás—. ¡Maldita sea, he dicho que lo soltéis!
Cuervo, Tarzán, luego Dama de España, aún puñeando, fueron echados hacia atrás.
Cuando le reconocieron, uno a uno se apartaron entre los invitados que rodeaban el jardín. Estaban llegando más.
Siam, en el forcejeo central, alzó la vista, luego se agachó bajo el brazo de Chico; Chico trastabilló hacia delante, se metió entre los dos últimos (Ángel y Jack el Destripador), que se apresuraron a apartarse a un lado; agarró la espalda de la chaqueta de Dólar, su orquídea aún alta.
Dólar chilló una vez más, y luego se derrumbó en un colapso fetal sobre las losas del suelo.
—¡No me mates, por favor no me mates! ¡No me mates, Chico, por favor, no me mates! ¡Lo siento, Chico! ¡No me mates! —La mejilla derecha de Dólar estaba amoratada y sangrante; su ojo izquierdo estaba hinchado, y su boca parecía como si tuviera caspa. Intentando sostenerle en pie, Chico estuvo a punto de caer. Agitó la cabeza, y vio destellar sus hojas; hojas como verdes escamas nocturnas cayeron de entre sus dedos que se estaban abriendo. Vio el anillo de escorpiones e invitados…
Ernestine Throckmorton tenía sus dos puños clavados debajo de su barbilla. Lanya, Pesadilla, Denny y Dragón Lady se apelotonaban en la entrada del jardín. Baby y Adam empujaron junto a ellos. El capitán Kamp, al otro lado de la fuente —el agua goteaba un hilillo color orín a lo largo de un pecho de mármol y una cornucopia— parecía furioso y estaba a punto de avanzar. El coronel sureño (con la corona de pelo blanco), a su lado, lo retenía.
—¡No he hecho nada! No pensaba hacer nada, de veras. ¡No pensaba hacer nada, te lo juro, Chico! ¡Te juro que no lo hice!
Chico bajó la vista.
—¡PONTE JODIDAMENTE EN PIE! —Bajó su orquídea.
Dólar agachó la cabeza.
—Ponte en pie, ¿quieres? —Tiró de nuevo de la chaqueta de Dólar.
Cristal agarró a Dólar por un sobaco y ayudó a Chico a ponerle en pie. Chico y Cristal intercambiaron frustradas miradas.
—¿Estás bien? —preguntó Cristal—. ¿Puedes mantenerte en pie?
—¿Está todo… bien? —preguntó Ernestine Throckmorton.
Chico se volvió para decirle que se largara…
Pero ella estaba a tres metros de distancia, y le preguntaba a Pesadilla, que dijo:
—Sí, está todo bien. Simplemente olvídenlo, ¿quieren? Sí, está todo bien.
Y otras personas se estaban alejando.
Los sentidos de Chico brillaban como ahítos de anfetaminas. Escuchando, sin embargo, las palabras se confundían de nuevo a la incoherencia normal.
—¡Yo no hice…! —chilló de nuevo en su oído Dólar, mientras intentaba mantenerse de pie entre Chico y Cristal.
Tarzán dijo:
—¡Oh, hombre, no voy a hacerte nada! —Miró a Chico—. Pero si sigue yendo por ahí llamándole «negro» a la gente va a conseguir que le abran la cabeza.
—¡Sí! —del hirsuto Cuervo, detrás del hombro izquierdo de Tarzán.
—¿Eh? —preguntó Chico.
Y:
—¡Sí, voy a partirle esa jodida cabeza! —del Destripador, detrás de su hombro derecho.
—¡Yo no hice nada! —Dólar tiró del brazo de Chico y trastabilló hacia atrás, contra Cristal, que lo sujetó—. ¡Vosotros lo hacéis todo el tiempo! Todos vosotros lo decís, ¿por qué yo no puedo decirlo?
—¡Oh, vamos, hombre! —dijo Chico—. ¡Entre todos me estáis haciendo perder la paciencia!
—¡Él le llama «negro» al negro que no debe, así que va a conseguir que le metan la cabeza contra el suelo y se la retuerzan! —dijo D-t.
—De acuerdo —le dijo Chico a Dólar—. ¿A quién le has estado llamando cosas?
—¡A mí, maldito sea! —dijo Tarzán—. Y si ese pequeño bastardo psicótico vuelve a…
—¡Oh, mierda! —dijo D-t—. ¿Como quieres que te llame a ti negro? Se lo ha estado llamando al Destripador, y al Destripador no le gusta. Y a mí tampoco.
—Oh —dijo Tarzán—. Pensé que se estaba refiriendo a mí… Me estaba mirando cuando lo dijo.
D-t gruñó.
—¡Maldita sea, negro, el Destripador estaba de pie justo detrás de tu hombro! —Señaló al otro lado del jardín.
Varias personas se apartaron de la línea de su dedo proyectada sobre el césped.
Tarzán dijo:
—Oh.
—Le pedí que dijera que lo sentía —señaló el Destripador—. No quería empezar ninguna pelea, aquí en la maldita fiesta. Si él hubiera dicho que lo sentía, yo no hubiera hecho nada.
—De acuerdo —dijo Chico a Dólar—. Dile que lo sientes.
—¡No! —Dólar aflojó las piernas bajo las manos de Cristal. La chaqueta de vinilo de Cristal se abrió sobre la cicatriz cruzada que asomaba sobre su cinturón, luego se cerró de nuevo.
—Di que lo sientes. —Chico agarró a Dólar por la nuca con una mano y apoyó las puntas de la orquídea contra el cuadrante inferior izquierdo de su barriga; la sucia carne se estremeció. Las cadenas de Dólar tintinearon—. Di que lo sientes, o te extirparé el apéndice aquí mismo, y esparciremos todo lo demás que tienes dentro sobre el maldito suelo…
—¡Noooo! —gimió Dólar, y se retorció—. ¡Por favor, no me mates!
Las conversaciones se habían interrumpido de nuevo.
—Di que lo sientes.
—¡Lo siento!
—Así está bien. —Chico dejó que su mano armada cayera y miró al Destripador—. Ha dicho que lo siente. ¿Es suficiente?
—No tenía que decirlo. —El Destripador miró hoscamente al círculo a su alrededor—. Ya le he zurrado lo bastante.
Pero otros invitados habían empezado a hablar de nuevo.
—De acuerdo —dijo Chico—. Entonces olvidemos todo el asunto. ¿QUERÉIS LARGAROS CADA UNO POR VUESTRO LADO, POR FAVOR? —Empujó hacia delante a Dólar por la cabeza. Cristal fue con ellos.
Pesadilla dijo:
—Vamos, chicos. Ya habéis oído al Chico. ¡Dispersaos! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!
Alguien preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
Y alguien:
—¿Qué es lo que hizo?
—No lo vi. ¿Visteis lo que ocurrió? ¿Ya está arreglado todo?
—No, yo acabo de llegar. Supongo que ya está arreglado todo…
—Hey, Chico.
Era Bill.
—Cuando tenga un momento, ¿puedo…? —pero alguien se interpuso entre ellos.
Lo cual fue de agradecer.
Chico sujetaba a Dólar por un brazo. Cristal lo sujetaba por el otro. Chico clavó un dedo en el sobaco de Dólar.
—¿No te dije que si pasaba algo, vinieras a mí?
—No tuve oportunidad —dijo Dólar—. Se lo dije a ellos, les dije exactamente lo que tú me habías dicho, que si se metían conmigo iba a decírselo al Chico. Exactamente lo que tú me dijiste. —Miró a Cristal por encima de su magullado hombro—. ¿Dónde estabas tú? ¿No me oíste decírselo?
El agitar de la cabeza de Cristal mostró más frustración que ninguna otra cosa.
—Pero no tuve ninguna oportunidad de hacerlo, ¿sabes? Todos esos tipos de color se echaron sobre mí.
Frank se inclinó sobre la barandilla y llamó hacia abajo:
—Hey, Chico, ¿está todo…?
Cristal alzó la vista. Chico no.
—Creo que a ellos —la voz de Dólar adquirió eco debajo del puente—, ¿sabes?, creo que no les gusto mucho. Supongo, ¿sabes?, que a algunas personas no les gustan los demás.
—A mí personalmente no es que me gustes demasiado —dijo Chico.
—La verdad es que desearía —Dólar hundió la cabeza entre sus hombros y le habló a su pecho— que alguien me dijera qué es lo que tengo que hacer.
—No lo tienes demasiado fácil, ¿eh? —dijo Cristal, y ni siquiera se molestó en mirar a Chico.
—¡Oh, hombre! —dijo Dólar—. Oh, hombre, a veces simplemente no lo sé, ¿entiendes? Estoy medio enfermo todo el maldito tiempo. Apenas puedo comer la jodida comida. Es a causa de mi estómago, ¿sabes? No puedo beber nada excepto vino, o me pongo enfermo. No me emborracho, sólo me pongo enfermo. A menos que sea vino. Quiero decir que la mitad de esos malditos negros están… —miró a Cristal— …los tipos de color… —Luego miró a Chico—. Bueno, eso es lo que ellos dicen, quiero decir…
—Habla por ti mismo —dijo Cristal.
—… la mitad de los malditos tipos de color están ya borrachos.
Apuesto a que por eso saltaron sobre mí. No lo hubieran hecho si no hubieran estado borrachos. Son unos chicos estupendos; incluso las chicas. Y yo no estaba bromeando…, no estaba borracho. No he bebido nada aquí excepto un poco de vino, porque no quiero ponerme enfermo en tu fiesta. Sólo querría que alguien me dijera qué tengo que hacer.
Salieron de debajo del puente.
El sendero se curvaba como un bumerang hacia las rocas.
—¿Sabéis? Si alguien me dijera simplemente…
—¿Por qué no te limitas a dejar de molestar a la gente que puede zurrarte? —dijo Cristal.
—No es eso lo que quiero decir —murmuró Dólar—. Todo el mundo me está diciendo siempre lo que no tengo que hacer. Mantente alejado de esto. Sal de ahí. No molestes eso otro. Si alguien me dijera simplemente lo que debo hacer, sacaría mi jodido culo de problemas.
—Ahora es el momento de hacerlo —dijo Cristal—, porque alguien te ha sacado toda la mierda de él.
—Podría —dijo Dólar—. Realmente podría.
—Limítate a venir conmigo —dijo Cristal—. ¿De acuerdo?
Asomados a la barandilla negra de arriba, entre una serie de pequeños árboles, Jetadecobre, Escupitajo y la muchacha de los tejanos marrones aguardaban.
Dólar parpadeó a Chico y se frotó la escamada comisura de su boca con el pulgar. Parecía triste y asustado.
—No vamos a hacerte ningún daño —dijo Cristal—. Nosotros también nos sentimos satisfechos. Lo único que vamos a hacer es asegurarnos de que no vuelvas a meterte en más problemas aquí en la fiesta de Chico.
Chico, dubitativo, soltó el brazo de Dólar.
—Yo sólo querría que alguien me dijera qué se supone que debo hacer.
—Ir con ellos —dijo Chico.
Cristal y Dólar subieron la ladera entre los matorrales y los jóvenes árboles.
Chico se volvió antes de que Dólar alcanzara la cima.
Querría, entre toda esa gente que está aquí por causa mía, que alguien se dirigiera a mí y me diera una palmada en el hombro y me preguntara si yo estoy bien, si me siento bien, y me dijera ven conmigo, vamos a tomar una copa, después de esto debes necesitarla. Y, maldita sea, no deseo vagar por ahí buscando alguna persona que quiera hacerlo. Sólo deseo que ocurra. A veces la presión de la visión contra la retina o el sonido contra los tímpanos agota. ¿Dónde me he perdido a mí mismo, dónde he dejado los cimientos de este conducto? Caminar por estos jardines es como si la superficie nerviosa de la mente que registra el paso del propio tiempo se hubiera visto erosionada e inflamada por el ejercicio.
¿Debo escribir…?
Hallar el pensamiento fue como mirar de nuevo hacia abajo a un esquema de baldosas sobre las que había estado andando durante horas.
¿Debo…?
El más sublime momento que recuerdo (meditó Chico) fue cuando me senté desnudo bajo ese árbol con el bloc de notas y el bolígrafo, poniendo primero una palabra, luego otra, luego otra, y escuchando la forma en que se unían, mientras el cielo griseaba saliendo de la noche. Oh, por favor, sea lo que sea lo otro que pierda, que no pierda eso…
—¡Hey, Chico!
—¿Eh?
Pero el Destripador sólo le había saludado de pasada, con un gesto de la mano, y seguía su camino.
Chico le devolvió vacilante el saludo. Luego frunció el ceño. Y por su vida no pudo recordar lo que había estado pensando.
Araña, a solas en Octubre, estaba sentado en el suelo, medio en la oscuridad, junto al foco, frotándose la barriga con un arrugado trozo de periódico. Se agitaba, lleno de sangre, frente al resplandeciente cristal.
—¿Estás bien? —preguntó Chico.
—¿Eh? Oh, sí. —Araña volvió a arrugar el papel, haciéndolo más pequeño—. Sólo es un arañazo, ¿sabes? No ha sangrado mucho.
—Lo siento de veras —dijo Chico—. ¿Estás realmente bien? No te vi antes.
Araña asintió.
—Ya sé —dijo. Arrugó el papel un poco más—. Estoy haciendo un jodido revoltijo. —Clavó los tacones de sus botas en el suelo y se puso en pie—. Pero sólo es un arañazo. —Echó hacia atrás la chaqueta y se frotó de nuevo con el papel, apretándolo contra su cuerpo—. Sólo ha sangrado de verdad en una esquina.
Chico alzó la vista al inclinado rostro del joven negro.
—¿Estás seguro de que ahora estás bien?
—Supongo que sí. Ahora. Hombre, me asustaste mortalmente, porque esperé ver todas mis tripas esparciéndose por la hierba.
—Lo siento, hombre. Déjame ver.
Araña bajó la vista hacia sí mismo.
Su estómago parecía como si alguien hubiera manchado toda la oscura piel con pintura. Desde un extremo del corte, un hilillo rojo descendía hacia su cinturón. El lado izquierdo de sus pantalones tenía un color negro amarronado. Se frotó de nuevo la barriga.
—¡Estás sangrando como un cerdo! —dijo Chico.
—Sólo es un corte. —Araña se tocó el manchado estómago con la punta de los dedos (También se muerde las uñas, pensó Chico), palpó la tensa piel encima de su ombligo, tiró de la cintura de sus pantalones para despegarla—. No me duele.
—Quizá dentro tengan algo, algún vendaje o algo. Ven conmigo…
—Ya se está parando —dijo Araña—. Dejará de sangrar en un momento.
Dio la vuelta al manchado papel, examinándolo.
La sangre es un tejido vivo, pensó Chico, recordando las gafas de su maestra de biología en la escuela secundaria cayendo del borde de la mesa de mármol del laboratorio, un cristal haciéndose añicos contra las baldosas color mostaza.
—Mira, ven conmigo. Tomemos una copa, entonces. Después de todo, parece que te irá bien.
—Sí. —Araña sonrió—. Sí, vamos. Una copa. Eso me gusta. —Hizo una mueca, estrujó el papel hasta formar una bola, lo arrojó ruidosamente contra los matorrales—. Hummm —dijo al cabo de tres pasos—. Quizá debiera ir dentro y limpiarme un poco.
—Lo siento, hombre —dijo Chico—. De veras lo siento.
—Lo sé —dijo Araña—. No lo hiciste a propósito.
Cuando estaban a medio camino cruzando Julio, Ernestine Throckmorton alzó la vista y dijo:
—¡Oh! Hey… ¡Dios!
En la subsiguiente confusión, Denny y Lanya (púrpura floreciendo a azul) lo encontraron mientras Ernestine y varios otros intentaban llevar a Araña dentro.
—Quiero… una copa —dijo Araña, vacilante.
Ernestine preguntó a Araña:
—¿Se encuentra bien? ¿De veras?
—Quiere una copa —dijo Chico.
Araña parecía confuso; luego la confusión se hundió en un beligerante y silencioso embarazo; se dejó llevar.
—Eso podría infectarse —dijo Everett Forest por tercera vez.
Madame Brown permanecía de pie al otro lado del grupo, agitándose y girando las manos. La correa colgaba fláccida y se agitaba.
Chico tocó el hombro de Lanya; miraron. (La segunda vez ella respondió tocando su mano, pero no la primera, la tercera o la cuarta.)
Muriel, jadeante, se empinó sobre sus patas traseras; luego bajó de nuevo el hocico a la altura del suelo.
Denny, en medio del grupo, había intentado llegar junto a Chico varias veces, apoyando una mano sobre su hombro, su brazo o su espalda. Chico contempló alguna respuesta…
—¡Chico!
Chico no se volvió al primer momento.
—Si puede disponer de algunos minutos… Chico, ¿cree que puedo conseguir su atención durante unos minutos?
Cuando se volvió (Lanya y Denny se volvieron también), Bill estaba sonriéndole sobre las cabezas que le rodeaban, y sujetando una caja que se parecía mucho a los controles del vestido de Lanya cerca de su oído.
—¿Puedo disponer de usted unos minutos… Chico?
Esta vez, cuando Chico tocó a Lanya y Dragón Lady, ambos fueron con él. (Pensando: Hubieran venido de todos modos; ambas, trabajando con mecánicas completamente distintas, han desarrollado curiosidades que no les permitirían perderse nada de esto.)
—Por supuesto —dijo Chico—. ¿Qué es lo que quiere?
—Gracias —sonrió Bill, y ajustó el micrófono al bolsillo de su pullover negro de cuello vuelto—. Ahora está conectado. Será mejor que lo dejemos conectado todo el rato, así podrá ignorarlo. Pero apartémonos un poco de todo este ruido. ¿Por qué no vamos ahí atrás?… Dígame, ¿qué le ocurrió a ese chico alto, negro? ¿Forma parte de su nido?
—Le hice un corte —dijo Chico.
Bill intentó no parecer sorprendido.
—Fue un accidente —dijo Chico al micrófono. Soltó las adornadas hojas de su muñeca.
—Son ustedes —Bill observó a Lanya y Denny, pero no dijo nada a ninguno de ellos— muy estrictos con los suyos, ¿no?
Chico decidió: Me lo está diciendo, no preguntando, así que no respondió nada.
—¿Adónde vamos? —susurró Denny, y miró de nuevo, desconfiado, a la grabadora a cassettes de Bill.
—Al infierno, si somos invitados educadamente —dijo Chico—. Cállate y ven. No va a hacerte decir nada. Sólo a mí.
—Bueno… —Parecía como si Bill estuviera buscando alguna forma de desembarazarse educadamente de Lanya y Denny. Lanya parecía como si ella también estuviera buscando educadamente alguna forma de marcharse y llevarse a Denny con ella.
—Tienen que venir —dijo Chico—. Son mis amigos.
—Por supuesto. Sólo quería hacerle unas cuantas preguntas…, vayamos por aquí. —Cruzaron otro jardín—. Es realmente un poco confuso, con Roger no presente. Supongo que él… estará toda la noche fuera. Deseaba tener la oportunidad de hablar con usted, eso lo sé; me lo dijo. Esperaba averiguar algunas cosas de usted en las que creía que podían estar interesados los lectores del Times…, en realidad teníamos que entrevistarle los dos juntos. Yo ayudo a Roger en mucho de su trabajo con el periódico. Redacto el borrador de muchos de sus artículos. Como puede usted imaginar, es un hombre muy ocupado.
—¿Usted escribe sus artículos? —preguntó Lanya—. Siempre me había preguntado de dónde sacaba el tiempo para hacer todo lo que hace.
—En realidad no escribo todo lo que él firma. Pero… hago buena parte de la investigación preliminar por él. —Bill giró subiendo por un pequeño sendero que Chico recordaba haber recorrido más de dos veces durante la noche pero que no podía recordar adónde conducía—. Roger quería preguntarle…, bueno, los dos lo queríamos…, unas cuantas cosas. Yo iba a esperar a que él viniera. Pero tengo la impresión de que la gente empezará a marcharse pronto. Y si Roger no vuelve a tiempo, sé que querrá que yo aproveche la oportunidad.
Ante dos focos, fijados bajos en dos árboles en esquinas opuestas del claro, unos muebles blancos de mimbre arrojaban retorcidas sombras sobre la hierba.
—Nadie parece haber hallado todavía el camino hasta aquí. ¿Por qué no nos sentamos y empezamos?
Denny se sentó al lado de Chico en el borde del sofá de mimbre, reclinándose hacia delante sobre sus rodillas para observar a Bill, que ocupó el sillón con orejeras. Lanya se quedó de pie un poco apartada, inclinada sobre un tronco de árbol, rozando de tanto en tanto su falda color otoño para arrancar de ella una lluvia plateada.
—Quiero hacerle algunas preguntas acerca de su pandilla…, de su nido. Y luego algo sobre su trabajo…, su poesía. ¿De acuerdo?
Chico se encogió de hombros. Se sentía excitado e incómodo; pero los dos estados, vívidos como sentimientos, parecían cancelar cualquier signo físico de ambos.
Miró a Lanya.
Ella había cruzado los brazos y estaba escuchando más bien como alguien que acaba de pasar por allí y se ha detenido. Denny estaba contemplando la caja de control, deseando juguetear con ella, pero también preguntándose si aquél era el momento.
Lanya osciló entre varios azules.
Bill recorrió con su mano desde el micrófono hasta la grabadora a lo largo del hilo, giró un botón, y alzó de nuevo la vista.
—Primero dígame, ¿cómo se siente viendo su libro publicado? Es su primer libro, ¿no?
—Sí. Es el primero. Me gusta, toda esa conmoción. Creo que es estúpido, pero es… divertido. No hay muchos errores en él…, quiero decir del tipo que hace la gente que compone un libro.
—Bueno, esto está muy bien. Entonces, los poemas son tal como usted los escribió; ¿acepta usted la plena responsabilidad de ellos?
—Sí. —Chico se preguntó por qué la velada acusación no le hacía sentirse más incómodo. Posiblemente porque había pasado por ella en silencio.
—Quiero decir —prosiguió Bill— que recuerdo a Ernest Newboy hablándonos, una noche, de lo duramente que había trabajado usted con las galeradas. Se sintió muy impresionado por ello. ¿Le ayudó mucho el señor Newboy con los poemas en sí? Quiero decir, ¿no afirmaría usted que hay una influencia suya en su trabajo?
—No. —¡Piensa, se dijo Chico, que tengo diecisiete años! Se echó a reír, y la familiaridad del engaño le hizo sentirse aún más tranquilo. Se reclinó más cómodamente en su asiento y abrió las rodillas. Hasta ahora no había sido tan malo.
Algo se movió en el rabillo del ojo de Chico. Bill alzó también la vista.
Revelación estaba detrás de ellos con Milly, a la que no había visto desde que los había sorprendido a los dos entre los arbustos.
—Chissst —dijo Denny, llevándose un dedo a los labios y señalando la grabadora.
—¿Puede decirme usted…?
Chico volvió de nuevo la vista.
Bill tosió.
—¿…decirme algo acerca de los escorpiones, sobre la forma en que viven, y por qué viven de esa manera?
—¿Qué es lo que quiere saber?
—¿Le gusta?
—Por supuesto.
—¿Así que tiene usted la impresión de que este tipo de vida le ofrece alguna protección, o le hace más fácil sobrevivir en Bellona? Supongo que en la actualidad es un lugar bastante peligroso y desconocido.
Chico agitó la cabeza.
—No… No es tan peligroso, para nosotros. Y estoy empezando a conocerlo muy bien.
—Todos ustedes viven juntos, en una especie de comuna…, nido, como lo llaman. Dígame, ¿conoce la comuna de jóvenes que vivía en el parque?
Chico asintió.
—Sí. Por supuesto.
—¿Se llevaba usted igualmente bien con ellos?
—Por completo.
—Pero ellos son absolutamente pacíficos; mientras que su grupo cree en la violencia, ¿no es así?
—Bueno, la violencia —Chico sonrió— no es algo en lo que uno crea. Es algo que ocurre. Pero supongo que ocurre más alrededor nuestro que alrededor de ellos.
—Alguien me dijo que, durante un tiempo, fue usted miembro de esa otra comuna; pero aparentemente prefirió los escorpiones.
—Sí. —Chico apretó los labios y asintió—. Bueno…, en realidad, no. Nunca fui miembro de la otra comuna. Vagaba por allí; me daban de comer. Pero nunca me hicieron parte de ella. Los escorpiones, en cambio, tan pronto como entré en contacto con ellos, me aceptaron inmediatamente, me hicieron parte de ellos. Por eso probablemente me gusten más. Teníamos a un par de chicos vagabundeando en torno a nuestro lugar que probablemente hubieran terminado con la gente del parque; pero también les dimos de comer. Luego se integraron a nosotros. Eso creo que lo explica.
Bill asintió, con los labios fruncidos.
—Se ha hablado que algunas de las cosas a las que se dedican ustedes son más bien violentas. Ha resultado muerta gente…, o eso dicen las historias.
—Ha habido gente que ha sufrido daño —dijo Chico—. Un chico resultó muerto. Pero no era un escorpión.
—¿Pero los escorpiones lo mataron?
Chico alzó las palmas de sus manos hacia arriba.
—¿Qué se supone que debo decir ahora? —Sonrió de nuevo.
Detrás de Bill se habían reunido una docena de personas. Otra tos, detrás de Chico, le hizo darse cuenta de que una docena más se habían acercado por aquel lado a escuchar.
Los ojos de Bill volvieron a Chico.
—¿Cree usted, objetivamente, que la forma en que viven es… un buen camino?
—Me gusta. —Chico se palpó la mandíbula con las anchas puntas de sus dedos y notó el raspar de la barba de cinco horas—. Pero eso es subjetivo. ¿Objetivamente? Depende de lo que piense usted de la forma en que está viviendo el resto del mundo.
—¿Qué opina usted de él?
—Bien, mírelo usted mismo —dijo Chico. Luego tosió, lo cual causó una risa general, definiendo la audiencia a la que no había mirado como treinta, incluso cuarenta personas: escorpiones y otros invitados.
Pesadilla avanzó hacia el claro, dijo:
—Hey, ¿qué es lo que hace todo el mundo…? —entonces calló y fue a sentarse sobre la hierba al lado de Dragón Lady.
—¿Cómo describiría usted la vida en el nido?
—¡Jodidamente atestada!
—¡Oh, hombre! —D-t golpeó la palma de la mano de Tarzán—. ¡Ha dicho Jodidamente atestada!
—Callaos, los dos —gruñó Cuervo.
—Y con toda esa cantidad de gente, y toda la violencia, aún consigue trabajar…, escribir.
—Cuando tengo una oportunidad.
Lanya se echó a reír ante aquello. Ahora el color era naranja pálido, escamado a púrpura y rosa aún más pálidos. Denny sujetaba la caja entre sus rodillas; tenía los brazos cruzados.
—Una gran cantidad de gente ha comentado, cómo lo diría, el colorido de sus poemas, su vívida cualidad descriptiva. ¿Hay alguna conexión entre la violencia y eso?
—Probablemente. Pero no sé cuál es.
—¿Les gusta el libro a sus amigos del nido?
—No creo que la mayor parte de los chicos lean mucho.
—¡Hey, hombre! —exclamó Pesadilla—. ¡Yo ni siquiera estoy en ese jodido nido y he leído el jodido libro! —Lo cual hizo que otro exclamara—: ¡Sí, es grande! El Chico escribe grande. —Y otro—: Seguro, ¿acaso no habéis dado esta fiesta en su honor?
Chico se echó hacia atrás y rió y cerró los ojos. Su propia risa empezó en el apogeo de gritos y llamadas.
—¡Oh, vamos! —dijo Bill con voz fuerte—. Vamos. Sólo deseo hacerle al Chico algunas preguntas más. Por favor…
Chico abrió los ojos y descubrió que sus pestañas estaban húmedas. La luz en torno al jardín resplandecía y rielaba. Agitó la cabeza.
—Chico, quisiera preguntarle…
—¡Vamos, estáte quieto! —dijo Dama de España—. ¡Vamos; cállate, hombre! ¡Está intentando hacerle al Chico unas cuantas preguntas!
—… quisiera preguntarle: ¿Cómo puede resumir lo que está intentando decir en sus poemas?
Chico apoyó los codos sobre sus rodillas.
—¿Cómo demonios se supone que debo hacer eso, resumir lo que estoy intentando decir?
—Imagino que usted prefiere que simplemente leamos…
—Mierda, no me importa si usted lo lee o no.
—Sólo quería decir que…
—Estoy intentando… —Chico alzó la vista hacia Bill, frunciendo el ceño en la pausa— …construir una ilusión cómplice en catálisis lingual, un alcaesto cristalino y consciente.
—¿…puede repetir? —pidió Bill.
—Usted escucha todo esto con demasiada atención, y luego intentará imaginar lo que significa. —Chico dejó que su ceño fruncido se transformara en una sonrisa—. Entonces las palabras morirán en usted y no comprenderá nada.
Bill se echó a reír.
—Bien, si tiene usted la impresión de que su obra consigue eso…, ¿dónde cree que lo ha puesto?
—¿Cómo se supone que debo decidir eso? —Chico se reclinó de nuevo—. Quiero decir, supongamos que a una persona le ha gustado algo de lo que he escrito. Quiero hacer que lo que digo ahí signifique algo para ella. Supongamos que a otra persona no le gusta. Soy un snob. Me gustaría poder hablar con ella también. Pero usted habla de diferente forma con alguien con quien ha pasado un buen rato que con alguien que ha pasado un mal rato. No hay mucha coincidencia en lo que pueda decirles a ambos. Aunque quizá yo, en cierta medida, lo haya conseguido. —Chico se reclinó en su asiento—. Y quizá, ¿sabe?, otra gente pueda pensar en razones para no insistir tanto sobre esto. Mire, los chicos están empezando a ponerse nerviosos. Ya he organizado demasiado ruido. —Miró a su alrededor, al agrupado nido—. Supongo que el señor Calkins no va a dejarse ver esta noche.
Ernestine Throckmorton (Araña estaba de pie a su lado, con la barriga llena de gasa y esparadrapo) dijo:
—Supongo que no. Va a sentirse absolutamente mortificado de no haber podido verle. Simplemente no sé lo que…
—¿Cree usted que puede haberle ocurrido algo? —Cuervo miró a su alrededor, haciendo oscilar su moño—. ¿Quiere que salgamos y lo busquemos?
—¡Oh, no! —dijo Ernestine—. No, no es necesario. Cuando se marchó, dijo que… tal vez regresara tarde. Por eso nos puso al capitán y a mí a cargo de todo.
Ni el capitán ni Frank estaban presentes. Paul Fenster, con una lata de cerveza apoyada contra su cadera, estaba de pie directamente al otro lado.
—Mire, de todos modos la mayor parte de mis muchachos ya están aquí. —Chico se puso en pie, tanteando entre las cadenas de su cuello—. Creo que ya es hora de que me vaya. Si alguno de vosotros, muchachos, quiere venir conmigo, andando. —Sujetó su escudo (rozó con el nudillo de su pulgar una de las garras de la orquídea y pensó: El precio del drama existe), y accionó el interruptor.
Los escorpiones sobre la hierba parpadearon ante la luz azul.
Denny hizo algo con la caja y rió: Y Lanya se irguió en todo el esplendor de un torbellino de carmesí e índigo.
Donde había estado Dragón Lady se alzó su dragón.
—Hum…, gracias. —Bill miró a su alrededor—. Eh, muchas gracias. Estoy seguro de que Roger tendrá lo que… Quiero decir que me ha proporcionado usted un interesante…
La gente se fue poniendo en pie entre la resplandeciente comparsería.
El Rohrschach en 3-D que era Denny giró y giró y avanzó entre la gente.
Chico disminuyó lo suficiente su luminosidad para que Lanya pudiera verle. Ella cogió su mano. Las ramas cortaron las insustanciales luminosidades que recorrían el jardín.
—¿Qué tal lo he hecho?
—Señor —dijo ella—, ¡ha sido una auténtica fiesta! Roger no sabe lo que se ha perdido…, bueno, quizá sí.
En otro jardín, más allá de más o menos una docena de invitados, Kamp y Fenster se habían sumido profundamente en una animada discusión.
El corpulento Catedral, con el blanco California (con el grasiento pelo oscilando al compás de sus cadenas), estaban muy borrachos en un rincón:
—¿Nos vamos? Oh, mierda… Oh, mierda, no puedo irme…
—¿Por qué nos vamos?
—Porque creo que deberíamos irnos, ¿sabes…?
—Pero podríamos esperar un poco más…
Aparecieron otros tres, chapoteando por en medio del estanque en Mayo.
Y Jetadecobre empezó a reír y a señalar tan vigorosamente que Chico pensó: está lo suficientemente borracho como para caer redondo dentro de un minuto. Momentos más tarde, sin embargo, junto con Cristal, la muchacha, Dólar y Escupitajo, Jetadecobre estaba cruzando la terraza.
Chico pensó (y vio al capitán Kamp alzar la vista y pensó como contrapunto a aquel primer pensamiento: Está pensando lo mismo): Van a empezar a hacer pedazos el lugar.
No lo hicieron.
—Oh —dijo Kamp a Ernestine—, quiere decir que se marchan ahora… Bueno, sí… ¡Buenas noches!
Revelación dijo:
—Hey, hombre, yo no puedo irme. —Agitó la cabeza, deshilachando su pelo como dorado algodón. Cadenas amarillas tintinearon sobre su rosado, rosado pecho—. Tengo algo que hacer aquí, ¿sabéis? Y estoy tan jodidamente hecho polvo… Mirad, iros, y quizá os vea mañana por la mañana.
Chico asintió, pasó junto a él y siguió su camino antes de que Thelma, que había abierto la boca, dijera «Hum…».
Ángel, en la mesa del bar, tomó una botella de whisky llena, se la metió debajo del delgado brazo y echó a andar detrás de los otros.
—Hey… —dijo el camarero negro.
El capitán Kamp se apresuró hacia allá.
Puedo ser un héroe, pensó Chico, y hacer que la devuelva. De pronto dijo:
—Mierda… —Se soltó de Lanya y retrocedió hacia el bar—. Capitán, tenemos…
—Su amigo —dijo el capitán Kamp—, acaba de llevarse una botella llena de…
—… un largo camino de vuelta a casa. Y no creo que una vaya a ser suficiente. —Tomó otra botella (la eligió porque tenía el tapón puesto, pero vio, cuando la tuvo en la mano, que sólo estaba medio llena: bueno, era un gesto) y, ante el ceño fruncido del capitán, conectó su escudo—. Déle las gracias al señor Calkins. Buenas noches.
Kamp parpadeó y retrocedió, su rostro bañado por una luz del mismo azul pálido que su camisa. Sus ojos, muy abiertos, se alzaron.
Cuando Chico hubo abandonado los escalones de la terraza y estuvo a medio camino en el césped, Lanya dijo:
—¡Eres un perfecto niño!
—Que te jodan. ¿Quieres que la devuelva?
—No. Sigamos.
—Hey —estaba diciendo Ángel al joven filipino de la puerta—, ¿quieres dar una chupada de la botella? ¿Cómo es que no te han dejado subir a la fiesta?
—Gracias, no. Está bien así.
—¡Tú tienes tanto derecho a la fiesta como nosotros! ¿Quieres dar una chupada?
—Gracias, no. Buenas noches.
—¡Malditos hijos de madre! Tienen aquí a un maldito amarillo pelándose el culo toda la noche mientras todo el mundo allá arriba se lo está pasando en grande…
—Vamos —dijo Chico—. Salgamos. Apresuraos.
—Hey, amarillo; ¿eres del Nam? Yo estuve en Nam…
—¡Vamos!
—Yo estuve en Nam —dijo Ángel—. ¡Hubiéramos tenido que darle una jodida chupada de la botella!
Mientras cruzaban ciegamente la puerta, como un rebaño, Lansang dijo:
—Discúlpeme; tengo algo para usted.
—¿Eh? —Chico se volvió.
La oscura mano buscó, debajo de la solapa marrón, en un bolsillo interior.
—Tome. —En la esquina del sobre había un pequeño membrete del Times—. El señor Calkins me pidió que le entregara esto si, por casualidad, no había vuelto antes de que terminara la velada.
—Oh. —Chico dobló el sobre y lo deslizó en el bolsillo de sus pantalones, al lado de la armónica de Lanya.
—¿Qué es? —preguntó Lanya. Su brazo rodeaba el hombro de Denny.
Chico se encogió de hombros.
—¿Dónde está Madame Brown?
—Se fue con Everett, hace rato.
—Oh.
Araña, dragón, tritón y pájaro iluminaron la calle.
—Hey, ¿puedo un poco de esto? —pidió Jack el Destripador cuando alcanzaron la esquina.
—Por supuesto. Y puedes llevarla también.
—Gracias. —El Destripador tomó la botella, quitó el tapón, dio un trago, eructó—. ¡Dios! —Volvió a poner el tapón—. ¡Esto está bueno! —Agitó la cabeza como un terrier—. Sí… Hey, ¿viste aquel tipo viejo de Alabama con la cabeza calva? Se supone que era alguna clase de coronel o algo así…
—Lo vi —dijo Chico—. No me lo presentaron.
—Es un tipo curioso —dijo el Destripador—. Hombre, le encanté. Me acorraló a solas toda la maldita noche.
—¿Qué quería?
A la luz de las cambiantes bestias, el Destripador sonrió a la botella.
—Darle una chupada a mi enorme y negra polla.
Chico se echó a reír.
—¿Le dejaste?
—Mierda. —El Destripador secó el cuello de la botella con la palma de su mano, más pálida, luego volvió a poner el tapón—. Si hubiera estado en Atlanta, hubiera podido sacarle diez, veinte dólares a ese viejo tipo, ¿sabes? Incluso en una relación estable, ¿sabes?, cuando te dejas caer cada par de días, te bajas los pantalones y recoges el dinero. No es tan malo. Pero por aquí no hay ningún cochino dinero ni nada parecido, ¿sabes? —El Destripador rebuscó entre los pesados eslabones, hundió la barbilla en el cuello para buscar su escudo, lo encontró, lo accionó—. Pero no fue tan malo —repitió.
Chico caminó al lado de una furiosa mantis de oscilantes ojos rubíes.
Observando a los caminantes entre las hinchadas luces, Chico se dio cuenta de que el grupo era aproximadamente una cuarta parte más pequeño que el que había subido con él. El escorpión de Pesadilla, en un ángulo, plasmó en silueta (Baby era el único reconocible) a media docena de caminantes.
Escuchando su silencioso descenso, Chico recordó el alborotador viaje de subida. Una farola pulsó en la esquina (la habían pasado antes. ¿Dónde?), y Chico vio la pareja, cogida de la mano, bajo ella.
—Hey, vosotros dos.
La mujer se volvió, sorprendida, y alzó su mano libre: los brazaletes tintinearon hasta su pálido codo. Parpadeó interrogativa, luego sonrió.
El hombre miró a Chico por encima de ella.
—Hola. —Se echó hacia atrás el largo pelo, del color del arroz de la India, apartándolo de su mejilla, y sonrió también.
—¿Qué se supone que estáis haciendo aquí?
—Oh, nosotros…, bueno, estábamos… en tu fiesta. —Sobre su chaqueta de doble solapa llevaba un gran medallón con una cabeza de león que, a aquella luz, parecía de plástico metalizado. Colgaba alrededor de su cuello, prendida de una cadena óptica—. Tenemos que bajar hasta Temple, y simplemente pensamos que podíamos ir con vosotros, para tener compañía.
—Podemos, ¿no? —preguntó la mujer.
—Por supuesto —dijo Chico—. Podéis ir donde os dé la gana y con quien os dé la gana.
—Oh…, gracias —dijo el hombre.
—¿Queréis un trago? —Chico miró a su alrededor en la oscuridad—. ¡Hey, Destripador, ven aquí! —Tomó la botella de las manos color neumático viejo que brotaron de la mantis—. Tomad, echad un trago. Nos queda una larga caminata.
—Gracias, no —dijo el hombre—. No bebo.
—Yo sí —dijo la mujer, y tendió un tintineante brazo.
—Bien. —Chico asintió y le pasó la botella. Los dejó mientras ella estaba aún destapándola, preguntándose dónde, en los últimos momentos, había perdido a Lanya y Denny.
Oyó su risa a unos siete metros detrás de él.
Se volvió para enfrentarse a la oscuridad; y se dio cuenta de lo oscuro que estaba todo.
—¿Tienes miedo? —rió Denny—. No hay nada de lo que asustarse.
—No estoy asustada —dijo Lanya—. Al contrario que tú, no creo en los fantasmas.
Chico conectó sus luces.
Lanya lanzó un pequeño chillido y se echó en brazos de Denny, los dos azules e histéricamente indefensos.
—¿Estás borracha? —preguntó Chico.
—No —dijo ella—. No estoy borracha. —Y empezó a reír de nuevo.
—Huele como si lo estuviera —dijo Denny.
—¿Cómo te atreves…? —Aún riendo, se enderezó y casi tropezó con el bordillo.
Ante lo cual los tres se echaron a reír.
Cuando estaban a mitad de la siguiente manzana, Denny preguntó:
—¿Te ha gustado tu fiesta?
—Sí —dijo Chico—. Hubiera querido tener la oportunidad de decirle buenas noches a la dama del pastel de cangrejo con el pelo azul. Era mi favorita.
—¿Ernestine? ¡No tiene precio! —dijo Lanya—. ¿Dónde está mi armónica?
Chico se metió la mano en el bolsillo. Junto a la embocadura del instrumento y el sobre, había arenilla en el fondo del bolsillo. El metal estaba tan cálido en su mano que parecía calentado artificialmente.
Le entregó la armónica.
Ella tocó tres acordes, caminando a su lado, luego empezó alguna improvisación con largas notas de platino que le tomaron dos, tres, cuatro pasos.
Denny había conectado sus luces (y al parecer había apagado el vestido de ella). Su espalda era plata, y mientras tocaba fue pisando las mezcladas sombras de sí misma.
Entre dos notas, algo crujió en la cadera de Chico: el sobre. Metió unos gruesos dedos en su bolsillo para palpar el doblado borde.
Jetadecobre, con la chica de los tejanos marrones fuertemente apretada bajo su brazo, se tambaleó en la incierta penumbra.
—¡Hey, Chico! —sonrió, ancha nariz, moteados labios, y volvió a tambalearse.
Chico fantaseó una conversación: Jetadecobre, ¿te contrató alguna vez el señor Calkins para que mantuvieras a la gente alejada de su casa? Quiero decir, ¿estabas trabajando para él aquel primer día en que me zurrasteis? No, no quería saberlo.
Detrás de Chico, Ángel, Cristal y Sacerdote iniciaron un altercado.
—¡No! —se interrumpió a sí mismo Cristal a alguna pregunta de Dólar—. ¿Para qué quieres un poco? Acabas de decirnos que te pone enfermo.
—Lo que quiero saber… —dijo Ángel con voz espesa—. No, espera, hombre. Dale. Deja que el estúpido hijo de madre blanco se ponga enfermo si lo desea… Lo que yo quiero saber es, ¿de dónde han salido todos esos negros?
—En su mayor parte de Louisiana —dijo Sacerdote—. Pero un montón de los tipos de aquí son de Chicago. Como tú. O de Illinois, al menos.
No me gusta, pensó Chico, la idea de no querer saber nada. Miró la luminosa oscuridad a su alrededor.
—¿Hey, Jetadecobre?
Pero el arácnido que era Jetadecobre, con las escamas brillando como el envés de sumergidas hojas de rosal matizadas por pequeñas burbujas de aire, se agitó allí delante y se alejó. Las piernas, rigurosas e hirsutas, con una débil imagen residual índigo, deshilacharon los ojos de Chico tras deslizantes estriaciones.
Lo que más había esperado de aquella velada —información acerca de Calkins—, la auténtica y superdeterminada matriz, parecía inclinada a negársele.
Un esplendoroso pájaro se colapso cerca de él. Allá delante, entre una docena de otras figuras, un escorpión parpadeó. La música de la armónica se vio ahogada en cristales rotos y risas: alguien había dejado caer la botella. El pájaro entró de nuevo en ignición; Chico miró a su alrededor para ver brillar el pavimento. Agotan mis ojos. Mis orejas están encendidas. No queda nada que contemplar excepto fuego y la noche: círculo dentro de círculo, luz dentro de luz. Los mensajes llegan a la red allá donde se cruzan discretos pulsos. Motores parametálicos de alegría y desastre les dan ondulaciones y movimiento. Interpretamos y derrotamos sus términos mediante límites. ¿La noche? ¿Y qué con ella? Está llena de bestiales guardias, trabando los extremos y los intersticios de la ciudad sin tiempo; los portentos caen, consteladas deidades lastradas en cenizas y humo, merodeando por las ciudades apócrifas, las ciudades de la especulación y el desorden reconstituido, de la inseminación y la incipiencia, barridas con la oscuridad.