I

Pensamientos abstractos en un cuarto azul: nominativo, genitivo, elativo, acusativo uno, acusativo dos, ablativo, partitivo, ilativo, instructivo, abesivo, adesivo, inesivo, esivo, alativo, translativo, comitativo. Los dieciséis casos del sustantivo finlandés. Raro, algunos lenguajes se arreglan solamente con singular y plural. Los lenguajes de los indios americanos ni siquiera tenían distinción para el número. Excepto el sioux, en el que había un plural pero sólo para los objetos animados.

El cuarto azul era redondo y cálido y terso. Ningún modo de decir cálido en francés. Sólo existen caliente y tibio. Si no hay ninguna palabra para designarlo, ¿cómo se piensa en eso? Y, si no existe la forma adecuada, ni siquiera existe el «cómo», aunque se tengan las palabras. Piensen: en español hay que asignar sexo a todos los objetos: perro, árbol, mesa, abrelatas. Piensen: en húngaro no se puede asignarle sexo a nada: él, ella, ello, todo la misma palabra. Vos sois mi amigo pero tú eres mi rey; ésas eran las distinciones del inglés de Elizabeth I. Pero en algunos lenguajes orientales, que no se eximen para nada de la cuestión de género y número, tú eres mi amigo, eres mi padre, y TÚ eres mi sacerdote, y eres mi rey, y eres mi siervo, y eres mi siervo a quien voy a despedir mañana si no te cuidas, y eres mi rey con cuya política disiento y en TU cabeza tienes aserrín en vez de cerebro, TU alteza, y tal vez seas mi amigo, pero aun así te daré un golpe en tu cabeza si vuelves a decirme eso alguna vez, y de todos modos, ¿quién mierda eres tú?

¿Cuál es tu nombre?, pensó ella en el cuarto redondo y cálido y azul.

Ideas sin nombre en un cuarto azul: Úrsula, Priscila, Bárbara, Mary, Mona y Natica: respectivamente Oso, Vieja Dama, Charlatana, Amarga, Mono y Asentaderas. Nombre. ¿Nombres? ¿Qué hay en un nombre? ¿En qué nombre estoy? En la tierra de los padres de mi padre, su nombre vendría primero: Wong Rydra. En la tierra de Mollya, yo no llevaría para nada el nombre de mi padre, sino el de mi madre. Las palabras son nombres para las cosas. En la época de Platón, las cosas eran nombres para las ideas… ¿qué mejor descripción del ideal platónico? Pero ¿las palabras eran los nombres de las cosas, o había un poco de confusión semántica? Las palabras eran símbolos para categorías enteras de cosas, en las que un nombre le era dado a un solo objeto: un nombre para algo que requiere un símbolo resulta discordante, gracioso. Un símbolo para algo que requiere un nombre también resulta discordante: un recuerdo que contiene un visillo desgarrado, un aliento cargado de licor, el de él, el sentimiento de ultraje de ella, y la ropa arrugada y confinada detrás de una mesa de noche desportillada, barata: «¡Bien, mujer, ven aquí!»; y ella había susurrado: «¡Mi nombre es Rydra!». Un individuo, un ser aparte de su medio y aparte de todas las cosas de ese medio; un individuo era un tipo de cosa para el cual los símbolos resultaban inadecuados, y así se inventaron los nombres. Yo soy inventada. Yo no soy un cuarto redondo y azul y cálido. Soy alguien en el interior de ese cuarto, soy…

Sus párpados habían estado entrecerrados sobre los globos oculares. Los abrió, y se encontró de repente encerrada en una red de contención. La dejó sin aliento y volvió a tenderse, girando para observar el cuarto.

No.

No «observó el cuarto».

Hizo «algo con el algo». El primer algo era un minúsculo vocablo que implicaba una percepción inmediata, pero pasiva, una percepción que podía ser tanto auditiva como olfativa o visual. El segundo algo eran tres fonemas igualmente minúsculos que se mezclaban en tres alturas tímbricas diferentes: uno era un indicador que delimitaba las dimensiones del cuarto en unos siete metros de largo y cúbicos; el segundo identificaba el color y la sustancia probable de los muros —algún metal azul—, en tanto el tercero era al mismo tiempo un ubicador espacial de las partículas —que debería denotar la función del cuarto en el momento en que ella lo descubriera— y una especie de rótulo gramatical por medio del cual ella podía referirse a la experiencia completa utilizando tan sólo ese único símbolo durante todo el tiempo que lo necesitara. Los cuatro sonidos juntos requerían de su lengua y de su mente menos tiempo que el torpe diptongo de la palabra «cuarto». Babel-17: ella ya lo había sentido antes con otros lenguajes, esa apertura, ese ensanchamiento, su mente forzada repentinamente al crecimiento. Pero esto…, esto era como si de repente una lente desenfocada durante años hubiera ajustado el foco.

Se sentó otra vez. ¿Función?

¿Para qué se utilizaba el cuarto? Se enderezó de a poco y la red le oprimió el pecho. Una especie de enfermería. Miró la… no la «red», sino un diferencial vocálico de tres partículas, cada una de las cuales definía un acento de la triple ligadura, de modo que los puntos más débiles de la red se identificaban cuando el sonido total del diferencial alcanzaba su punto más bajo. Si cortaba los hilos en esos puntos, advirtió, toda la red se destejería. Si ella se hubiera asustado y no hubiera nombrado la red en el nuevo lenguaje, la malla hubiera sido perfectamente segura para aprisionarla. La transición entre «memorización» y «conocimiento» se había llevado a cabo mientras estaba…

¿Dónde había estado? ¡Ansiedad, excitación, miedo! Obligó a su mente a regresar al inglés. Pensar en Babel-17 era como si de repente uno viera el fondo de un pozo cuya profundidad uno había estimado en pocos metros un momento antes. Se tambaleó de vértigo.

Le llevó un parpadeo registrar la presencia de los otros. Brass estaba suspendido en una enorme hamaca en la pared más distante; vio los bordes de una zarpa amarilla. Los dos bultos más pequeños que estaban del otro lado debían ser chicos del equipo. Por encima de un borde vio pelo negro y brilloso cuando una cabeza giró, en sueños: Carlos. No alcanzó a ver al tercero. La curiosidad se cerró como un puño poco amistoso en algún lugar importante de su bajo vientre.

Entonces la pared se esfumó.

Había estado intentando ubicarse; si bien no en el espacio y el tiempo, al menos en algún determinado esquema de posibilidades. Cuando la pared empezó a esfumarse, su intento se interrumpió. Observó.

Era la parte superior de la pared que estaba a su izquierda. Empezó a brillar, se hizo transparente y en el aire se formó una lengua de metal, suavemente inclinada hacia ella.

Tres hombres:

El más próximo, en la cima de la rampa, tenía un rostro como de roca parda y desprolijamente cortada y armada al descuido. Llevaba puesto un atuendo antiguo, de la clase que había precedido a las ropas de contorno automático. Se adaptaba automáticamente al cuerpo, pero estaba hecho de plástico poroso y parecía más bien una armadura. Un material negro, apilado, caía como capa sobre un hombro y un brazo. Sus usadas sandalias estaban ceñidas a los tobillos. Unas bandas de piel debajo de las correas prevenían la irritación que éstas podrían causar. La única cosmetocirugía era su pelo falso, plateado, y las cejas metálicas, arqueadas. Rozó la funda de la pistola vibrátil que pendía de su cintura mientras revisaba las camas.

El segundo hombre dio un paso al frente. Era delgado; una fantástica mezcla, resultado de la imaginación de la cosmetocirugía: una especie de grifo, mono, hipocampo: escamas, plumas, garras y pico habían sido injertados en un cuerpo que —Rydra estaba segura— originariamente se había parecido al de un gato. Se acuclilló junto al primer hombre, apoyándose sobre sus ancas distendidas por la cirugía, restregando los nudillos contra el piso metálico. Levantó la vista cuando el primer hombre bajó distraídamente una mano para rascarle la cabeza.

Rydra esperó que hablaran. Una palabra bastaría para identificarlos: Alianza o Invasores. Su mente estaba lista para saltar al lenguaje que hablaran, para extraer lo que pudiera de sus hábitos de pensamiento, sus tendencias hacia las ambigüedades lógicas, la ausencia o presencia de rigor verbal, en cualquier área en que pudiera aprovecharlas…

El segundo hombre se retiró y ella pudo entonces ver al tercero, que aún no se había adelantado. Más alto y de contextura más poderosa que los otros dos, sólo llevaba puesto un pantalón y tenía los hombros ligeramente redondeados. En sus muñecas y talones tenía injertados espolones de gallo, que tenían la misma significación que los nudillos de hierro de otros siglos. Su cabeza había sido recientemente afeitada y el pelo comenzaba a crecer como un cepillo negro. Alrededor de un nudoso bíceps tenía una banda de piel rojiza, como si fuera una herida sangrante o una cicatriz inflamada. Esa marca se había vuelto tan común en los personajes de las novelas de misterio de cinco años atrás, que ahora se había dejado de lado como un cliché. Era la marca aplicada a los convictos de las cavernas del penal de Titin. Había algo tan brutal en él, que ella tuvo que desviar la mirada. Había algo tan lleno de gracia en él que la obligó a mirarlo otra vez.

Los dos que estaban en la cima de la rampa se volvieron hacia el tercero. Ella esperaba las palabras para definir, ordenar, identificar. La miraron y después caminaron trasponiendo la pared. La rampa se retrajo.

Ella se incorporó.

—Por favor —dijo—. ¿Dónde estamos?

—En Tarik de Jebel —dijo el hombre de pelo plateado. La pared se solidificó.

Rydra miró la red —que era otra cosa en otro lenguaje—, tiró de una cuerda, tiró de otra. La tensión cedió hasta que la red se deshizo, y Rydra saltó al piso. Cuando se puso de pie vio que el otro chico del equipo era Kile, que trabajaba en Reparaciones junto con Lizzy. Brass había empezado a debatirse.

—Quédate quieto un segundo —le dijo ella, y empezó a tirar de las cuerdas.

—¿Qué le dijo? —quiso saber Brass—. ¿Era su nombre o le estaba diciendo que se tendiera y no hablara?

Ella se encogió de hombros y cortó otra cuerda.

Tarik, eso quiere decir montaña en moro antiguo. Montaña de Jebel, tal vez.

Brass se incorporó cuando la debilitada red lo liberó.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó—. Yo em’ujé y em’ujé esa cosa durante un rato y no cedía.

—Te lo diré en otra oportunidad. Jebel podría ser el nombre de alguien.

Brass miró la red rota, se rascó detrás de una peluda oreja con la zarpa y después sacudió la cabeza, perplejo.

—Al menos no son Invasores —dijo Rydra.

—¿Quién lo dice?

—Dudo de que haya muchos humanos del otro lado del eje que hayan oído hablar en moro antiguo. Los terrícolas que emigraron allí provenían todos de Norte y Sudamérica, antes de que se formara Americasia, y de que Panáfrica absorbiera Europa. Además, las cavernas del penal de Titin están en César.

—Oh, sí —dijo Brass—. Hum. ’ero eso no significa que uno de sus ’u’ilos tenga que ser de allí.

Ella miró la pared, el sitio donde se había abierto. Comprender la situación en la que estaban parecía tan fútil como tratar de asir esa pared de metal azul.

—Y de todos modos, ¿qué diablos ’asó?

—Despegamos sin piloto —dijo Rydra—. Supongo que sea quien fuere el que emite en Babel-17, también puede hacerlo en inglés.

—No creo que hayamos des’egado sin ’iloto. ¿Con quién habló Control justo antes de que ’artiéramos? Si no hubiéramos tenido ’iloto no estaríamos aquí. Seríamos una mancha de grasa en el sol más cercano y más grande.

—Tal vez habló con el mismo que rompió los circuitos… —Rydra lanzó su mente al pasado a medida que se resquebrajaba el yeso de la inconsciencia—. Creo que el saboteador no pretende matarme. TW-55 hubiera podido liquidarme con tanta facilidad como al Barón.

—Me ’regunto si el saboteador de la nave también hablará en Babel-17.

—Yo también me lo pregunto —asintió Rydra.

Brass miró a su alrededor.

—¿Y éstos somos todos? ¿Dónde está el resto de la tri’ulación?

—¿Señor, señora?

Los dos se volvieron.

Otra abertura en la pared. Una chica delgada, con un pañuelo verde que le mantenía recogido el pelo castaño, sostenía un bol en las manos extendidas.

—El amo dijo que estaban aquí, así que les traje esto.

Tenía ojos oscuros y grandes, y los párpados se movían como alas. Hizo un gesto con el bol. Rydra respondió a su actitud abierta, aunque también detectó su miedo ante los desconocidos. Sin embargo, sus dedos delgados asían con determinación los bordes del bol.

—Eres muy amable al traérnoslo.

La chica inclinó ligeramente la cabeza y sonrió.

—Tienes miedo de nosotros, lo sé —dijo Rydra—. No nos tengas miedo.

El miedo empezó a desvanecerse, los hombros huesudos se relajaron.

—¿Cómo se llama tu amo? —preguntó Rydra.

—Jebel.

Rydra se volvió y asintió en dirección a Brass.

—¿Y estamos en la Montaña de Jebel? —dijo Rydra, tomando el bol de manos de la chica—. ¿Cómo llegamos hasta aquí?

—Remolcó su nave desde el centro de la nova Cygnus-42, justo antes de que sus generadores de estasis fallaran de este lado del salto.

Brass siseó, su sustituto del silbido.

—No es raro que hayamos ’erdido la conciencia. Derivamos a gran velocidad.

Esa idea aflojó el puño del estómago de Rydra.

—Entonces derivamos hasta el área de una nova. Después de todo, quizá no hayamos tenido piloto.

Brass quitó la servilleta blanca que cubría el bol.

—Coma un ’oco de ’ollo, ca’itán —estaba asado y todavía caliente.

—En un minuto —dijo ella—. Tengo que pensar un poco más —se dirigió a la muchacha—. Montaña de Jebel es una nave, entonces. ¿Y nosotros estamos en ella?

La chica se llevó las manos a la espalda y asintió.

—Y es una nave muy buena, además —dijo.

—Estoy segura de que no llevan pasajeros. ¿Qué carga transportan?

Había hecho la pregunta inadecuada. Miedo otra vez; no desconfianza de los desconocidos, sino algo formal y penetrante.

—No llevamos carga, señora —dijo, y después estalló—. Se supone que no debo hablar con ustedes. Tendrá que hablar con Jebel —retrocedió hasta la pared.

—Brass —dijo Rydra, volviéndose lentamente y rascándose la cabeza—, ya no quedan piratas espaciales, ¿no es cierto?

—Durante los últimos setenta años no se ha ’roducido ningún asalto a naves de trans’orte.

—Eso es lo que creía. Entonces, ¿en qué clase de nave estamos ahora?

—No lo sé… —entonces, los pulidos planos de sus mejillas se movieron bajo la luz azul. Sus cejas sedosas se juntaron por encima de los profundos discos de sus ojos—. ¿Remolcó al Rimbaud fuera del Cygnus-42? Creo que sé ’or qué la llaman Montaña de Jebel. Esta cosa debe ser tan grande como una condenada nave de combate.

—Si es una nave de guerra, Jebel no se parece a ningún oficial estelar que yo haya visto alguna vez.

—Y, de todos modos, en el ejército no admiten exconvictos. ¿Dónde le ’arece que hemos caído, ca’itán?

Ella tomó un palillo del bol.

—Creo que esperaremos hasta hablar con Jebel —en las otras hamacas hubo movimiento—. Espero que los chicos estén bien. ¿Por qué no le pregunté a esa chica si el resto de la tripulación estaba a bordo? —se acercó a la hamaca de Carlos—. ¿Cómo te sientes esta mañana? —preguntó con voz brillante. Por primera vez vio las tiras que sujetaban la red a la parte inferior de la cucheta.

—Mi cabeza —dijo Carlos, haciendo una mueca—. Tengo una jaqueca, me parece.

—No con esa sonrisa en tu rostro. Y de todos modos, ¿qué sabes tú de jaquecas?

Se demoraba tres veces más en desatar las tiras que en romper la red.

—El vino —dijo Carlos—, en el banquete. Bebí mucho. Hey, ¿qué ocurrió?

—Te lo diré cuando lo averigüe. Upalalá —golpeó la cucheta y él se puso de pie.

Carlos se quitó el pelo de la cara.

—¿Dónde están los demás?

—Kile está aquí. No hay nadie más en este cuarto.

Brass había liberado a Kile, quien ahora estaba sentado en el borde de la hamaca, tratando de meterse los nudillos en la nariz.

—Eh, chico —dijo Carlos—, ¿estás bien?

Kile hizo correr los dedos de los pies por su tendón de Aquiles, bostezó y dijo algo ininteligible al mismo tiempo.

—No lo hiciste —dijo Carlos—, porque yo me fijé en eso en cuanto llegamos.

«Oh, bien», pensó Rydra, «aún quedan lenguajes en los que puedo adquirir mayor fluidez».

Kile se rascaba un codo ahora. De repente puso la lengua en un extremo de la boca y miró hacia arriba. Lo mismo hizo Rydra.

La rampa volvía a extenderse desde la pared. Esta vez llegó hasta el piso.

—¿Quiere acompañarme, Rydra Wong?

Jebel, armado y de pelo plateado, estaba de pie en la negra abertura.

—El resto de mi tripulación —dijo Rydra—, ¿está bien?

—Están en otras salas. Si quiere verlos…

—¿Están bien?

Jebel asintió. Rydra le dio a Carlos un golpecito en la cabeza.

—Los veré más tarde —susurró.

La sala común tenía arcadas y balcones, los muros eran opacos como la piedra. En toda su extensión pendían signos del zodíaco en carmesí o verde, y escenas de batallas. Y las estrellas… Al principio ella creyó que ese vacío tachonado de luces que se abría más allá de las columnas de la galería era verdaderamente un visor, pero era tan sólo una enorme proyección de treinta metros de largo de la noche que se extendía afuera de la nave.

Hombres y mujeres estaban sentados ante mesas de madera, conversando, o en divanes junto a los muros. Bajando unos gruesos peldaños se hallaba un enorme mostrador repleto de alimentos y jarros. Detrás de una abertura repleta de cacerolas y utensilios se veían los recodos de color aluminio de la cocina, donde hombres y mujeres de delantal blanco preparaban la cena.

Todos se volvieron cuando ellos entraron. Los que estaban más próximos se rozaron la frente a modo de saludo. Ella siguió a Jebel, que ascendía unos peldaños y se dirigía a unos bancos con almohadones situados arriba.

El hombre grifo vino a los altos.

—Amo, ¿ésta es ella?

Jebel se volvió hacia Rydra con su rostro de piedra suavizado.

—Capitán Wong, él es mi diversión, mi distracción, el paliativo de mi ira. En él guardo el sentido de humor que todo el mundo le dirá que me falta. Eh, Klik, levántate y acomoda los asientos de conferencia.

La emplumada cabeza se echó hacia atrás con vivacidad, los negros ojos titilaron y Klik esponjó los almohadones. Un momento más tarde Jebel y Rydra se sentaron.

—Jebel —preguntó Rydra—, ¿en qué ruta se mueve tu nave?

—Nos quedamos en el Resorte de Specelli —se echó hacia atrás la capa, descubriendo las tres protuberancias del hombro—. ¿Cuál era su posición original antes de ser atrapados por la marea de la nova?

—Nosotros… despegamos de los Depósitos Bélicos de Armsedge.

Jebel asintió.

—Son afortunados. La mayoría de las naves-sombra los hubieran dejado emerger en la nova cuando sus generadores se descompusieron. Hubiera sido una descorporización bastante definitiva.

—Eso creo… —Rydra sintió que el estómago se le encogía ante la posibilidad—. ¿Naves-sombra? —preguntó.

—Sí. Eso es lo que es Tarik de Jebel.

—Me temo que no sé qué es lo que es una nave-sombra.

Jebel se rió, un sonido suave y ronco que venía desde el fondo de su garganta.

—Tal vez sea mejor. Espero que nunca tenga ocasión de lamentar que se lo haya dicho.

—Adelante —dijo Rydra—. Le escucho.

—El Resorte de Specelli es radio-denso. Una nave, incluso una montaña como Tarik, es indetectable por encima de cualquier longitud de onda. También corre a través del lado de estasis de Cáncer.

—Esa galaxia está en poder de los Invasores —dijo Rydra, con aprensión condicionada.

—El Resorte es el límite del borde de Cáncer. Nosotros… patrullamos el área y mantenemos a las naves Invasoras… en su lugar.

Rydra observó la vacilación en su rostro.

—Pero… ¿no oficialmente?

Él volvió a reírse.

—¿Cómo podríamos, capitán Wong? —acarició un manojo de plumas que crecía entre los omóplatos de Klik. El bufón arqueó la espalda—. Ni siquiera las naves de guerra oficiales pueden recibir órdenes o instrucciones en el interior del Resorte, a causa de la radio-densidad. De modo que el Cuartel General Administrativo de la Alianza se muestra tolerante con nosotros. Hacemos bien nuestro trabajo; ellos hacen la vista gorda. No nos pueden dar órdenes, pero tampoco pueden enviarnos armas o suministros. Por lo tanto, ignoramos ciertos acuerdos de salvataje y ciertas reglamentaciones de captura. Los oficiales estelares nos llaman salteadores… —escrutó el rostro de ella, buscando alguna reacción—. Somos leales defensores de la Alianza, capitán Wong, pero… —alzó una mano, cerró el puño y se lo llevó al estómago—. Pero si tenemos hambre, y no aparece ninguna nave Invasora… bien, capturamos lo que pase.

—Ya veo —dijo Rydra—. ¿Debo comprender que he sido capturada? —recordó al Barón, el vacilante hombre implícito en su escueta figura.

Los dedos de Jebel se abrieron sobre su estómago.

—¿Parezco hambriento?

Rydra esbozó una sonrisa irónica.

—Pareces muy bien alimentado.

Él asintió.

—Este mes ha sido próspero. Si no, no estaríamos aquí sentados hablando tan amistosamente. Por ahora son nuestros invitados.

—Entonces, nos ayudarás a reparar los generadores fundidos…

Jebel volvió a alzar una mano, indicándole que se detuviera.

—Por ahora —repitió.

Rydra se había sentado en el borde de su asiento; ahora volvió a reclinarse.

—Trae los libros —le dijo Jebel a Klik.

El juglar se alejó rápidamente y se puso a revolver en un nicho que estaba junto a los bancos.

—Vivimos peligrosamente —prosiguió Jebel—, y tal vez es por eso que vivimos bien. Somos civilizados… cuando tenemos tiempo. El nombre de Rimbaud fue lo que me convenció de que aceptara la sugerencia del Carnicero de remolcar su nave. Aquí en el borde jamás recibimos la visita de un bardo.[3]

Rydra sonrió tan cortésmente como pudo ante el juego de palabras. Klik regresó con tres volúmenes; las cubiertas eran negras con rebordes plateados. Jebel los tomó.

—El segundo es mi favorito. Me conmovió especialmente Exiliados en la niebla, ese largo poema narrativo. Me ha dicho que nunca escuchó hablar de las naves-sombra; sin embargo, conoce ese sentimiento… «La noche se curva para atarte»… ésa es la línea, ¿no es cierto? Confieso que no comprendo su tercer libro. Hay muchas referencias y alusiones humorísticas a sucesos corrientes. Aquí estamos poco informados —se encogió de hombros—. Conseguimos el primer libro en un salvataje; pertenecía a la colección del capitán de un transporte Invasor que había derivado de su curso. El segundo… bien, provino de un destructor de la Alianza. Creo que tiene una inscripción en el interior… —lo abrió y leyó—. «Para Joey en su primer vuelo: ¡ella dice tan bien lo que siempre he deseado tanto decir! Con mucho mucho amor de Lenia» —lo cerró—. Conmovedor. Hace sólo un mes que adquirí el tercero. Lo leeré varias veces más antes de que vuelva a hablarle de él. Estoy muy asombrado por la coincidencia que nos ha reunido… —dejó el libro en su regazo—. ¿Cuánto hace que ha aparecido el tercero?

—Un poco menos de un año.

—¿Hay un cuarto?

Ella sacudió la cabeza negativamente.

—¿Puedo preguntarle en qué obra literaria se halla embarcada ahora?

—Ahora, en nada. He escrito algunos poemas cortos que mi editor quiere reunir en una colección, pero yo quiero esperar hasta tener otra obra mayor y más sólida para equilibrarlos.

Jebel asintió.

—Ya veo —dijo—. Pero su reticencia nos priva de un gran placer. Sería para mí un gran honor que usted sintiera deseos de escribir. A la hora de las comidas tenemos música, y algún entretenimiento cómico o dramático dirigido por el inteligente Klik. Si usted nos ofreciera algún prólogo o epílogo con lo que se le ocurriera elegir, tendrá un público capaz de apreciarla.

Extendió su mano parda, dura. La apreciación no es un sentimiento cálido —advirtió Rydra—, sino frío, y hace que uno distienda los músculos de la espalda al mismo tiempo que sonríe. Tomó la mano de Jebel.

—Gracias, Jebel —dijo.

Yo le agradezco —respondió Jebel—. En vista de su buena disposición, dejaré en libertad a su tripulación. Son tan libres como mis hombres para recorrer Tarik a su antojo —sus ojos pardos se desviaron y Rydra le soltó la mano—. Ah, el Carnicero.

Él hizo un gesto de asentimiento y ella se volvió. El convicto que había estado con Jebel en la rampa estaba ahora de pie en el peldaño inferior.

—¿Qué era ese manchón cerca de Rigel? —preguntó Jebel.

—Alianza huyendo, Invasor persiguiendo.

El rostro de Jebel se tensó y luego se distendió.

—No, deja pasar a ambos. Ya hemos comido bien este mes. ¿Por qué perturbar a nuestros huéspedes con violencia? Ésta es Rydra…

El Carnicero golpeó la palma de su mano izquierda con el puño derecho. La gente que estaba abajo se dio vuelta. Ella pegó un salto ante el chasquido y con los ojos trató de descubrir el sentido en los músculos que temblaban apenas en el rostro inexpresivo, de labios llenos: una hostilidad penetrante pero desarticulada, un sentimiento de ultraje ante la quietud, temor de que el movimiento se detuviera, seguridad en el silencio furioso del movimiento…

Ahora Jebel volvió a hablar, en voz más baja, más lenta, más cortante:

—Tienes razón. Pero ¿qué hombre entero no se muestra indeciso en cuestiones momentáneas? ¿No es verdad, capitán Wong? —se puso de pie—. Carnicero, acércanos a su trayectoria. ¿Están a una hora? Bien. Los observaremos un rato, después les daremos una zurra… —hizo una pausa y sonrió a Rydra—… a los Invasores.

Las manos del Carnicero se separaron, y Rydra vio que el alivio —o la liberación— le relajaba los brazos. Volvió a respirar.

—Apresta a Tarik; yo escoltaré a nuestra invitada a algún lugar desde donde pueda observar.

Sin responder, el Carnicero descendió los peldaños. Los que estaban más cerca habían escuchado, y la información ya corría por el salón. Hombres y mujeres se ponían de pie. Uno volcó su cuerno lleno de vino. Rydra vio a la chica que los había atendido en la enfermería buscar un lienzo y secar el líquido.

Después de subir la escalera de la galería, Rydra se acodó en uno de los balcones y observó la sala común que se extendía debajo, vacía ahora.

—Venga —le dijo Jebel, indicándole el camino a través de las columnas en dirección a la oscuridad y las estrellas—. La nave de la Alianza viene por aquí… —señaló una nube azulada—. Tenemos equipo para penetrar esta niebla, pero dudo de que la nave de la Alianza sepa siquiera que es perseguida por Invasores.

Se acercó a una mesa y oprimió un disco que sobresalía. Aparecieron dos puntos de luz en medio de la niebla.

—Rojo para los Invasores —explicó Jebel—. Azul para la Alianza. Nuestros pequeños botes araña serán amarillos. Desde aquí puede observar las alternativas del encuentro. Todas nuestras evaluaciones sensorias, perceptores sensorios y navegantes permanecen en Tarik y dirigen la estrategia por control remoto, de modo que las formaciones sean coherentes. Pero dentro de un cierto límite, cada uno de los botes araña pelea por su cuenta. Es un buen deporte para los hombres.

—¿Qué clase de naves son éstas que perseguirán ustedes? —preguntó Rydra, divertida al darse cuenta de que el tono ligeramente arcaico que caracterizaba el discurso de Jebel había empezado a afectar el suyo.

—La nave de la Alianza es una nave de suministros militares. Los Invasores la persiguen con un destructor pequeño.

—¿A qué distancia están uno del otro?

—Se encontrarán en veinte minutos más.

—¿Y vas a esperar sesenta minutos antes de… zurrar a los Invasores?

Jebel sonrió.

—Una nave de suministros no tiene mucha chance frente a un destructor.

—Lo sé —dijo ella, viendo cómo él esperaba, detrás de su sonrisa, las objeciones que ella pudiera hacer.

Ella buscó en sí misma las objeciones, pero estaban bloqueadas por un apiñamiento de minúsculos sonidos cantarines localizados en un área de su lengua del tamaño de una moneda: Babel-17. Definían el concepto de una curiosidad impostergable o inminente, que en cualquier otro idioma hubiera sido una torpe retahíla de polisílabos.

—Jamás he presenciado una contienda estelar —dijo.

—La hubiera llevado conmigo en mi nave enseña, pero sé que el poco peligro que hay es suficiente peligro. Desde aquí podrá seguir todo el combate con mayor claridad.

La excitación la invadió.

—Me gustaría ir con usted —dijo, esperando que él cambiara de idea.

—Quédese aquí —dijo Jebel—. El Carnicero irá conmigo esta vez. Aquí tiene un casco sensorio, por si quiere observar las corrientes de estasis, aunque con las armas de combate se produce tanta confusión electromagnética que ni siquiera una reducción significaría demasiado… —una combinación de luces centelleó en la consola—. Excúseme. Voy a controlar a mis hombres y a revisar mi crucero —hizo una breve inclinación—. Toda su tripulación ha revivido. Serán conducidos aquí, y usted podrá explicarles del modo que le parezca apropiado su condición de invitados míos.

Mientras Jebel se dirigía hacia la escalera, ella volvió los ojos hacia la reluciente pantalla visora y un momento más tarde pensaba: «Qué gigantesco cementerio deben tener en esta nave; deben hacer falta más de cincuenta descorporizados para hacer todas las lecturas sensorias necesarias para Tarik y los botes araña»… todo esto nuevamente en vasco. Miró hacia atrás, y vio las formas translúcidas de su Ojo, Oreja y Nariz que cruzaban la galería.

—¡No saben qué contenta estoy de verlos! —dijo—. No sabía si Tarik tenía comodidades para descorporizados.

—¡Vaya si las tiene! —fue la respuesta en vasco—. La llevaremos a hacer un viajecito por el submundo de aquí, capitán. Lo tratan a uno como si fuera un señor del Hades.

Por el altavoz llegó la voz de Jebel:

—Escuchen: la estrategia es Manicomio. Manicomio. Repito por tercera vez: Manicomio. Residentes reunirse frente a César. Psicóticos listos en la puerta K. Neuróticos reunirse ante la puerta R. Locos criminales listos para la descarga en puerta T. Bien, quítense la camisa de fuerza.

Al pie de la pantalla de treinta metros aparecieron tres grupos de luces amarillas: los tres grupos de botes araña que atacarían a los Invasores una vez que éstos hubieran dado cuenta de la nave de suministros de la Alianza.

—Neuróticos, avanzar. Mantener contacto para evitar la ansiedad de la separación.

El grupo del medio empezó a avanzar lentamente. En los altavoces, ahora, puntuados con descargas de estática, Rydra empezó a escuchar voces más bajas a medida que los hombres se comunicaban con los Navegantes de Tarik.

—Mantennos en ruta, ahora, Kippi, y no te irrites.

—Seguro. Halcón, por favor, envía tus informes a tiempo Tranquilo. Mi unidad de control se queda pegada.

—¿Quién te dijo que podías salir sin reparación?

—Vamos, señores, por una vez sean amables con nosotros.

—Eh, Pezuña, ¿quieres que te impulsemos alto o bajo?

—Alto, con violencia y rápido. No me cuelguen.

—Sólo manda los informes a tiempo, cariño.

En el altavoz principal, Jebel dijo:

—El Cazador y el Cazado se han enfrentado…

La luz roja y la azul empezaron a titilar en la pantalla. Calli, Ron y Mollya llegaron a lo alto de la escalera.

—¿Qué está…? —empezó Calli, pero se interrumpió ante un gesto de Rydra.

—Esa luz roja es una nave Invasora. Atacaremos en unos instantes. Somos estas luces amarillas —dijo Rydra por toda explicación.

—Buena suerte, nosotros —dijo Mollya con sequedad.

En cinco minutos sólo quedaba la luz roja. Para entonces Brass ya se había reunido con ellos. Jebel anunció:

—El Cazador se ha convertido en Cazado. Dejen salir a los esquizofrénicos criminales.

El grupo amarillo de la izquierda se adelantó, separándose.

—El Invasor parece bastante grande, allí, Halcón.

—No te preocupes. Nos hará trabajar duro.

—Mierda. No me gusta el trabajo duro. ¿Recibiste mi informe?

—Ajá. ¡Pezuña, deja de estorbar el haz de Luciérnaga!

Okey, okey, okey. ¿Alguien revisó los tractores nueve y diez?

—Piensas en todo en el momento más adecuado, ¿no es cierto?

—Simple curiosidad. ¿La espiral no parece muy lejana desde allí?

—Neuróticos, adelante con los delirios de grandeza. Napoleón Bonaparte adelante. Jesucristo en retaguardia.

Las naves de la derecha se adelantaron en formación de diamante.

—Simular severa depresión, no comunicativa, con hostilidad reprimida.

Rydra escuchó voces juveniles a sus espaldas: Control conducía a los chicos del equipo, que ascendían la escalera. Al llegar se aquietaron ante la vasta proyección de la noche. La explicación de la batalla se filtró por entre los chicos en susurros.

—Comiencen el primer episodio psicótico.

Las luces amarillas se adelantaron en la oscuridad.

El Invasor debía haberlos localizado finalmente, pues la nave empezó a alejarse. La enorme nave no podía escapar de los botes araña a menos que saltara las corrientes. Y no les quedaba suficiente resto como para hacerlo. Los tres grupos de luces amarillas —en formación, sin formación y dispersa— se acercaron. Al cabo de tres minutos la nave Invasora dejó de huir. En la pantalla hubo un súbita invasión de luces rojas. Los Invasores habían lanzado sus propios cruceros, que también se habían separado en los tres grupos de ataque habituales.

—El objetivo de vida se ha dispersado —anunció Jebel—. No se pongan melancólicos.

—¡Vamos, dejen que esos niños traten de cazarnos!

—Recuerda, Kippi, ¡alto, con violencia y rápido!

—Si los asustamos para que tomen la ofensiva, ¡lo conseguiremos!

—Preparados para penetrar mecanismos de defensa hostiles. Bien. ¡Administren medicación!

La formación de los Invasores, sin embargo, no era ofensiva. Un tercio se había abierto en abanico horizontalmente a través de las estrellas, el segundo grupo peinaba sus rutas en un ángulo de sesenta grados y el tercer grupo se deslizaba en otro ángulo de sesenta grados de modo que formaban un triple enrejado defensivo ante la nave madre. Los cruceros rojos giraron al terminar su recorrido y recomenzaron su barrida, formando una red en el espacio ante el Invasor con sus naves pequeñas.

—Cuidado. El enemigo ha ajustado sus mecanismos de defensa.

—¿Y qué es, de todos modos, esta nueva formación?

—Nos arreglaremos. ¿Estás preocupado?

Una descarga enmudeció al altavoz.

—¡Maldición, le dieron a Pezuña!

—Hacia atrás, Kippi. ¿Pezuña?

—¿Viste cómo le dieron? Hey, vámonos.

—Administren terapia activa a la derecha. Sean tan directos como puedan. Que el centro disfrute el principio del placer. Y que la izquierda se vaya al diablo.

Rydra observaba, fascinada, las luces amarillas que se enfrentaban con las rojas, que aún barrían hipnóticamente el espacio formando un enrejado, una red…

¡Red! La imagen volvió a centellear en su mente, y allí tenía todas las líneas que faltaban. El enrejado era idéntico a la red triple que había desarmado en su litera unas horas antes, con el factor agregado del tiempo —ya que los hilos estaban formados por el rumbo de las naves, no por cuerdas—, pero funcionaba del mismo modo. Arrebató un micrófono de la consola.

—¡Jebel!

La palabra demoró una eternidad en deslizarse de atrás hacia adelante desde la explosiva postdental hasta la bilabial y de regreso a la fricativa palatal, además de todos los sonidos que danzaban en su cerebro. Rugió a los Navegantes que estaban a su lado:

—¡Calli, Mollya, Ron, coordenen el área de batalla!

—¿Qué? —dijo Calli—. Muy bien.

Empezó a ajustar el diámetro del estelarímetro en su palma. Cámara lenta, pensó ella. Todos se mueven en cámara lenta. Ella sabía lo que debía hacerse, lo que había que hacer, y observaba cómo cambiaba la situación.

—Rydra Wong, Jebel está ocupado —llegó la voz grave del Carnicero.

Calli dijo, por encima de su hombro izquierdo:

—Coordenadas 3-B, 41-F y 9-K. Bastante rápido, ¿cierto?

Parecía como si las hubiera pedido una hora antes.

—Carnicero, ¿recibiste esas coordenadas? Bien, escucha: en veintisiete segundos un crucero pasará por… —le transmitió una ubicación de tres cifras—. Atácalo con tu neurótico más próximo. —Mientras esperaba la respuesta, vio dónde estaría el próximo—. Dentro de cuarenta segundos empezando… ocho, nueve, diez, desde ahora, un crucero Invasor pasará por… —y dio otra ubicación—. Atácalo con lo que esté más cerca. ¿La primera nave está fuera de servicio?

—Sí, capitán Wong.

A pesar de la sorpresa y del alivio no se dio respiro. Al menos, el Carnicero la escuchaba. Le dio las coordenadas de otras tres naves de la «red».

—¡Ahora atácalas y observa cómo se hacen pedazos!

Cuando Rydra dejó el micrófono, la voz de Jebel anunció:

—¡Avanzar para terapia grupal!

Los amarillos botes araña surgieron otra vez de la oscuridad. En el lugar donde debería haber habido Invasores, había agujeros vacíos; confusión donde debería haber habido refuerzos. Primero uno y después otros cruceros rojos abandonaron sus posiciones.

Las luces amarillas habían atravesado el enrejado. El resplandor de una descarga vibrátil despedazó el resplandor rojo de la nave Invasora.

Ratt saltaba una y otra vez, apoyado en el hombro de Carlos y en el de Plop.

—¡Hey, ganamos! —gritaba el minúsculo Ingeniero de Reconversión—. ¡Ganamos!

Todo el equipo intercambió murmullos. Rydra se sentía rara, como muy distante. Hablaban tan lentamente, demoraban tanto tiempo en decir lo que podía ser delineado muy rápidamente con unos pocos y simples…

—¿Está bien, ca’itán? —preguntó Brass, rodeándole los hombros con una zarpa amarilla.

Ella trató de hablar, pero sólo consiguió emitir un gruñido. Se tambaleó contra el brazo de Brass.

—Mmmm —y se dio cuenta de que no sabía cómo decirlo en Babel-17. Su boca hizo un esfuerzo y se adaptó al inglés—. Mareada —dijo—. Dios mío, me siento mareada.

Mientras lo decía, la sensación de vértigo se atenuó.

—¿No sería mejor que se recostara? —sugirió Control.

Ella sacudió negativamente la cabeza. Estaba desapareciendo la tensión de los hombros y la náusea.

—No. Estoy bien. Creo que me excité demasiado.

—Siéntese un minuto —dijo Brass, apoyándola contra el escritorio.

Pero ella se incorporó.

—De veras, ya estoy bien —dijo, con una honda inhalación—. ¿Lo ven? —se soltó del brazo de Brass—. Voy a caminar un poco. Después me sentiré mejor.

Aún insegura, se puso en marcha. Sintió que ellos no querían dejarla ir, pero de repente deseaba estar en otra parte. Se alejó a través de la galería.

Su respiración se había normalizado para cuando llegó a los niveles superiores. Allí, desde seis direcciones distintas, los pasillos se unían con rampas mecánicas que descendían hacia otros niveles. Se detuvo sin saber qué camino tomar; entonces sintió ruidos.

Un grupo de la tripulación de Tarik cruzaba el corredor. El Carnicero, que estaba entre ellos, se detuvo, apoyándose en el marco de la puerta. Le sonrió al ver su confusión, y señaló hacia la derecha. Ella no tenía ganas de hablar, así que simplemente le devolvió la sonrisa y se rozó la cabeza a modo de saludo. Cuando se dirigió hacia la rampa de la derecha, se sintió sorprendida por el significado oculto en la sonrisa de él. Había orgullo por el éxito de ambos —que había permitido que ella permaneciera en silencio—, sí, y un placer directo al ofrecerle su ayuda sin palabras. Pero eso era todo. Faltaba la esperada diversión que causaba siempre alguien que se había perdido. La presencia de un sentimiento así no la hubiera molestado. Pero su ausencia le encantaba. Se adecuaba perfectamente a esa angulosa brutalidad que ella había detectado antes en él, y también a su gracia animal.

Ella seguía sonriendo cuando llegó a la sala común.

II

Se apoyó en la baranda del pasadizo, para observar la actitud en la plataforma de carga y descarga que se curvaba debajo de ella.

—Control, lleva a los chicos abajo para que den una mano con esos montacargas. Jebel dijo que les vendría bien un poco de ayuda.

Control guió al equipo hasta la silla ascensor que descendía hasta las profundidades de Tarik.

—… Muy bien, cuando lleguen abajo acérquense a ese hombre de camisa roja y díganle que los ponga a trabajar. Sí, a trabajar, ¿de qué se sorprenden, estúpidos? Kile, asegúrate con las correas, ¿quieres? Hay setenta y cinco metros hasta abajo, y tu cabeza encontrará un poco dura la caída. Eh, ustedes dos, basta. Ya sé que él empezó. Sólo vayan allí abajo y hagan algo constructivo…

Rydra vio maquinaria y suministros orgánicos —de la Alianza y de los Invasores— recuperados por los equipos de desmantelamiento que trabajaban en las ruinas de las dos naves y del enjambre de cruceros; las cestas repletas se apilaban en el área de carga.

—Muy pronto arrojaremos al espacio las naves crucero —Rydra se volvió al oír la voz de Jebel—. Mucho me temo que también el Rimbaud irá con ellas. ¿Hay algo que le gustaría recuperar antes de que lo botemos, capitán?

—Me gustaría recuperar algunos papeles y grabaciones importantes. Dejaré aquí al equipo y llevaré conmigo a los oficiales.

—Muy bien —dijo Jebel, reuniéndose con ella ante la barandilla—. Tan pronto como terminemos aquí enviaré una tripulación de trabajo con usted, por si necesita traer algo de gran tamaño.

—No será nece… —empezó ella—. Oh, ya entiendo. Necesita combustible, ¿verdad?

Jebel asintió.

—Y componentes de estasis, y repuestos para nuestros botes araña. No tocaremos el Rimbaud hasta que usted no haya terminado con él.

—Ya veo. Creo que es justo.

—Estoy impresionado —prosiguió Jebel, cambiando de tema— con su método para romper la red defensiva de los Invasores. Esa formación particular siempre nos ha dado un poco de trabajo. El Carnicero me dice que usted la desarmó en menos de cinco minutos y sólo perdimos un bote araña. Es un récord. No sabía que era una consumada estratega aparte de ser poeta. Sus talentos son múltiples. Es una suerte que el Carnicero haya respondido a su llamada. Yo no hubiera sido lo suficientemente sensato como para seguir sus instrucciones así, repentinamente. Si los resultados no hubieran sido tan buenos, me hubiera enojado con el Carnicero. Pero sus decisiones jamás han dejado de beneficiarme.

Dirigió la mirada hacia la fosa. El exconvicto se hallaba en una plataforma suspendida en el centro, silencioso espectador de las operaciones que se llevaban a cabo abajo.

—Es un hombre curioso —dijo Rydra—. ¿Por qué estuvo en prisión?

—Jamás se lo pregunté —dijo Jebel, alzando la barbilla—. Él jamás me lo dijo. En Tarik hay muchas personas curiosas. Y la privacidad es muy importante en un espacio tan pequeño. Oh, sí, en un mes usted podrá darse cuenta de lo pequeña que es la Montaña.

—Lo olvidé —se disculpó Rydra—. No debí haber preguntado.

Una sección delantera completa de la nave bombardeada era arrastrada por el túnel en un transportador dentado de seis metros de ancho. Los desmanteladores se apiñaban en un costado, con taladros y rayos láser. Unas grúas gigantescas asieron el casco y comenzaron a hacerlo rotar lentamente.

Un operario situado frente a una compuerta emitió un grito repentino y se hizo a un lado con rapidez. Sus herramientas cayeron con un ruido metálico. La compuerta se abrió hacia arriba y una figura embutida en un traje de piel plateada se dejó caer los siete metros que la separaban de la cinta transportadora, rodó entre los dientes, se puso de pie, cubrió de un salto los tres metros que la separaban del piso y echó a correr. La capucha se le deslizó de la cabeza y liberó una cabellera castaña, larga hasta los hombros, que se sacudió violentamente cuando esquivó un furgón de desperdicios. Se movía rápido, aunque con cierta torpeza. Después Rydra advirtió que lo que había tomado por un exceso de peso del Invasor que huía era en realidad un embarazo de por lo menos siete meses. Un mecánico le arrojó una pinza, pero ella la esquivó desviándola con la cadera. Corría en dirección a un espacio abierto entre las pilas de suministros.

Entonces, un vibrante siseo cortó el aire: la Invasora se detuvo, cayó sentada y el siseo se repitió. Ella cayó de lado, pataleó una vez, luego otra.

En la torre, el Carnicero guardó su pistola vibrátil en la funda.

—Eso no era necesario —dijo Jebel con impactante suavidad.

—¿No podríamos…? —y parecía que no había nada por sugerir.

En el rostro de Jebel había dolor y curiosidad. El dolor, advirtió Rydra, no se debía a la doble muerte, sino que era el desagrado de un caballero atrapado haciendo algo feo. La curiosidad estaba concentrada en cuál sería la reacción de Rydra. Y tal vez reaccionar a ese tirón que sentía en el estómago le costaría la vida. Ella observó cómo él se preparaba a hablar: estaba a punto de decir —y ella lo dijo por él—:

—Ponen mujeres embarazadas en las naves de combate. Sus reflejos son más rápidos.

Ella vio cómo él se relajaba, cómo empezaba a relajarse.

El Carnicero ya descendía de la silla ascensor y llegaba a la pasarela. Se acercó a ellos, dando un golpe con el puño cerrado en su muslo, impaciente.

—Tienen que irradiar todo antes de traer las naves aquí. No quieren escuchar. Ésta es la segunda vez que ocurre en dos meses —gruñó.

Abajo, los hombres de Tarik y los del equipo de Rydra se mezclaban junto al cuerpo.

—Lo harán la próxima vez —la voz de Jebel seguía suave y fría—. Carnicero, aparentemente has concitado la atención de la capitán Wong. Se preguntaba qué clase de persona serías, y yo no pude responderle. Tal vez tú puedas explicarle por qué…

—Jebel —dijo Rydra. Sus ojos, que buscaban los de Jebel, tropezaron con la oscura mirada del Carnicero—. Me gustaría ir a mi nave ahora y ocuparme de ella antes de que ustedes empiecen el salvataje.

Jebel exhaló el resto del aire que había estado conteniendo desde el siseo de la pistola vibrátil.

—Por supuesto —dijo.

—No, no es un monstruo, Brass —dijo Rydra, mientras abría la puerta de la cabina del capitán, en el Rimbaud, y entraba—. Es tan sólo expeditivo. Es como si… —y le dijo muchísimas cosas más hasta que la boca de él, distendida por los colmillos, sonrió y Brass sacudió la cabeza.

—Hábleme en inglés, ca’itán. No la entiendo.

Ella tomó el diccionario de encima de la consola y lo colocó encima de los gráficos.

—Lo siento —dijo—. Esta lengua es perversa. Una vez que uno la ha aprendido, hace las cosas tan fáciles… Quita esas cintas del reproductor. Quiero escucharlas otra vez.

—¿Qué son? —dijo Brass mientras las traía.

—Son transcripciones de los últimos diálogos en Babel-17, antes de que partiéramos de los Depósitos Bélicos.

Los colocó y empezó la primera grabación.

Un melodioso torrente onduló en la habitación y la atrapó en estallidos de diez y veinte segundos que ella pudo comprender. El plan para sabotear a TW-55 apareció delineado con vividez alucinante. Cuando llegó a una parte que no pudo comprender, Rydra se quedó temblorosa, trabada contra un muro de incomunicación. Mientras escuchaba, mientras comprendía, era como si se moviera entre percepciones psicodélicas. Cuando la comprensión desaparecía, el aire se escapaba de sus pulmones de repente y ella tenía que parpadear, sacudir la cabeza —una vez se mordió accidentalmente la lengua— antes de estar nuevamente en libertad de comprender.

—¿Capitán Wong?

Era Ron. Ella volvió la cabeza, que ahora le dolía un poco, para mirarlo.

—Capitán Wong, no quiero molestarla.

—Está bien —dijo ella—. ¿Qué ocurre?

—Encontré esto en la Cueva del Piloto —tenía en la mano un carrete de cinta.

Brass seguía de pie junto a la puerta.

—¿Y qué estaba haciendo en mi ’arte de la nave? —preguntó.

Los rasgos de Ron se contrajeron buscando una expresión.

—Acabo de reproducir la grabación con Control. Es el pedido del capitán Wong, o de alguien, solicitando permiso de despegue en los Depósitos Bélicos, y la señal enviada a Control de aprestarse para el despegue.

—Ya veo —dijo Rydra. Tomó el carrete. Después frunció el ceño—. Esta bobina es de mi cabina. Uso los carretes trilobulados que tengo desde la universidad. Todas las otras máquinas de la nave tienen carretes de cuatro lóbulos. Esta cinta salió de mi máquina, ésta que está aquí.

—Así que —dijo Brass—, a’arentemente alguien se filtró aquí y lo grabó mientras usted no estaba.

—Cuando yo no estoy, este lugar está cerrado en forma tan segura que ni siquiera una pulga descorporizada podría colarse por debajo de la puerta… —sacudió la cabeza—. Esto no me gusta. No sé dónde me pegarán la próxima vez. Bien —añadió, poniéndose de pie—, al menos ahora sé lo que debo hacer acerca de Babel-17.

—¿Qué hará? —dijo Brass.

Control se había acercado hasta la puerta y la miraba por encima del florido hombro de Ron.

Rydra observó a la tripulación. La incomodidad o la desconfianza, ¿qué era peor?

—Verdaderamente, ahora no puedo decírselo a ustedes, ¿no es así? —dijo—. Es así de simple —se dirigió hacia la puerta—. Querría poder hacerlo. Pero sería un poco tonto después de todo lo sucedido.

—¡Pero necesito hablar con Jebel!

El bufón, Klik, se rizó las plumas y se encogió de hombros.

—Señora, complacería su deseo por encima de todos los demás moradores de la montaña, salvo Jebel. Y es el deseo de Jebel el que ahora la contradice. Desea que no se lo moleste. Está planeando el destino de Tarik durante el próximo ciclo temporal. Debe considerar cuidadosamente las corrientes, sopesando hasta el peso de las estrellas que nos rodean. Es una ardua tarea y…

—¿Dónde está el Carnicero, entonces? Le preguntaré a él, pero preferiría hablar directamente con…

El bufón señaló con su talón verde.

—Está en el anfiteatro de biología. Baje por la sala común y tome el primer ascensor hasta el nivel doce. Está directamente a su izquierda.

—Gracias —dijo ella, y se encaminó hacia la escalera de la galería.

Al salir del ascensor halló la enorme puerta irisada y oprimió el disco de entrada. Las hojas se abrieron, y ella parpadeó bajo la luz verde.

La cabeza redonda y los hombros ligeramente caídos de él se perfilaban frente a un tanque que burbujeaba, y en el cual flotaba una figura minúscula: el chorro de burbujas se abría en los pies, convergía en el hueco de las manos cruzadas y curvadas, espumeaba en la cabeza gacha y en la mata de pelo que se agitaba en las corrientes en miniatura.

El Carnicero se volvió, la vio y dijo:

—Murió —y después asintió con vigorosa beligerancia—. Hace cinco minutos aún estaba vivo. Siete meses y medio. Tendría que haber vivido. ¡Era suficientemente fuerte!

Su puño izquierdo chasqueó contra la palma de su mano derecha, tal como ella lo había visto hacer en la sala común. Los temblorosos músculos se aquietaron. Con el pulgar él señaló hacia una mesa de operaciones donde estaba tendido el cuerpo de la Invasora… seccionada.

—Malherida antes de salir. Órganos internos todos alterados. Mucha necrosis abdominal en todas partes… —giró la mano de modo que su pulgar apuntaba ahora al homúnculo que flotaba, y el gesto que había parecido rudo adquirió una gracia económica—. Sin embargo… tendría que haber vivido.

Apagó la luz del tanque y las burbujas cesaron. Dio un paso avanzando desde atrás de la mesa del laboratorio.

—¿Qué desea la dama? —dijo.

—Jebel está planeando la ruta que seguirá Tarik durante los próximos meses. ¿Podrías preguntarle…? —se detuvo—. ¿Por qué? —preguntó después.

Los músculos de Ron, pensó, eran cuerdas vivientes que se tensaban y cantaban sus mensajes. En este hombre, los músculos eran escudos que dejaban afuera las palabras y al hombre adentro. Y algo de adentro saltaba y saltaba, golpeando el escudo desde atrás. El estómago musculoso se agitó, el pecho se contrajo con una exhalación, la frente se alisó y luego volvió a arrugarse.

—¿Por qué? —repitió ella—. ¿Por qué trataste de salvar al niño?

El rostro de él se contrajo, buscando una respuesta, y su mano izquierda rodeó la marca de convicto del otro bíceps, como si hubiera empezado a dolerle. Después, con disgusto, cedió.

—Murió. No sirve de nada. ¿Qué desea la dama?

Lo que saltaba y saltaba dentro de él se retrajo ahora, y lo mismo hizo ella.

—Quiero saber si Jebel me llevará hasta el Cuartel General Administrativo de la Alianza… Tengo que llevar cierta información importante con respecto a la Invasión. Mi piloto me dice que el Resorte de Specelli se extiende a lo largo de diez unidades de hiperestasis, que pueden ser cubiertas en un bote araña, de modo que Tarik podría quedar en el espacio radiodefendido todo el tiempo. Si Jebel me escolta hasta el Cuartel General, yo le garantizo protección y un seguro retorno a la parte más densa del Resorte.

Él la miró.

—¿Todo el camino por la Lengua del Dragón?

—Sí. Brass me dijo que así se llama la punta del Resorte.

—¿Protección garantizada?

—Eso es. Le mostraré mis credenciales expedidas por el general Forester de la Alianza si tú…

Pero él le indicó silencio con un gesto.

—¿Jebel? —dijo, hablando por el intercom que estaba en la pared.

El altavoz era direccional, así que ella no pudo escuchar la respuesta.

—Que Tarik descienda por la Lengua del Dragón durante el primer ciclo.

Del otro lado hubo preguntas u objeciones.

—Desciende por la Lengua y todo andará bien.

Luego asintió ante un murmullo ininteligible que llegó del otro lado y dijo:

—Murió —y cortó la comunicación—. Está bien. Jebel llevará a Tarik hasta el Cuartel General.

La sorpresa sustituyó al escepticismo inicial de Rydra. Era una sorpresa que ya debería haber sentido antes, cuando él respondió tan íntegramente a su plan para destruir la defensa de los Invasores, si esos sentimientos no hubieran estado bloqueados, en aquel momento, por Babel-17.

—Bien, gracias —empezó ella—, pero ni siquiera me has preguntado… —entonces decidió refrescar la idea de otro modo.

Pero el Carnicero formó un puño con su mano:

—Sabiendo qué naves destruir, y las naves se destruyen —se golpeó el pecho con el puño—. Ahora descender por la Lengua del Dragón y Tarik desciende por la Lengua del Dragón —volvió a golpearse el pecho.

Ella quería preguntarle, pero miró al feto muerto que giraba en el líquido oscuro detrás de él y dijo, en cambio:

—Gracias, Carnicero.

Mientras trasponía la puerta irisada, caviló acerca de lo que él le había dicho, tratando de estructurar alguna explicación de su conducta. Hasta su mismo modo de expresarse, tan primitivo…

¡Sus palabras!

Lo advirtió de inmediato, apresurándose por el corredor.

III

—¡Brass, no puede decir «yo»!

Se inclinó sobre la mesa, y la curiosidad y la sorpresa la hacían excitarse. El piloto cerró sus zarpas alrededor del cuerno de vino. Las mesas de madera de la sala común estaban siendo preparadas para la cena.

—Yo, a mí, mío, yo mismo. Creo que no puede decir nada de eso. Ni pensarlos. Me pregunto de dónde diablos habrá venido…

—¿Conoce algún idioma en el que no exista la ’alabra «Yo»?

—Se me ocurren un par de lenguajes en el que esa palabra no se utiliza con frecuencia, pero ninguno que carezca del concepto, aunque sea dependiente de alguna desinencia verbal.

—¿Y qué significa eso?

—Es un hombre extraño, con un extraño modo de pensar. No sé por qué, pero se ha puesto de mi parte, es una especie de aliado en este viaje e intermediario con Jebel. Me gustaría comprenderlo, para no herirlo.

Miró a su alrededor, observando la actividad en la sala común. La joven que les había llevado pollo la miraba ahora, curiosa, con miedo aún. El miedo se fundió con la curiosidad y la hizo aproximarse a dos mesas de distancia; después la curiosidad se evaporó hasta convertirse en indiferencia y se fue a buscar más cucharas al cajón de la alacena.

Se preguntó qué pasaría si traducía a Babel-17 todas sus percepciones de los movimientos y tics musculares de la gente. Ahora comprendía que Babel no era tan sólo un lenguaje, sino una flexible matriz de posibilidades analíticas en la que la misma «palabra» definía los acentos en una red de vendaje médico, o en un enrejado defensivo de naves espaciales. ¿Qué podría hacer con las tensiones y ansiedades de un rostro humano? Tal vez un parpadeo o un movimiento de los dedos se convertiría en matemáticas, sin significado. O tal vez… Mientras pensaba, su mente cambió de velocidad hasta la coherencia compacta de Babel-17. Y ella paseó la vista, abarcando las… voces.

Expandiéndose y definiéndose unas a otras, no eran las voces mismas, sino las mentes que hacían esas voces, entrelazándose entre sí; así que ahora ella podía saber que el hombre que entraba en ese momento era el apenado El hecho que estuviera sentada en la gran sala común mientras los hombres y mujeres desfilaban para la comida de la noche era una parte muy pequeña de conciencia. hermano de Pezuña, y que la chica que los había atendido antes estaba enamorada, muy enamorada del joven muerto del sector descorporizado que poblaba sus sueños considerando el hambre general, una panzona bestia con dientes en un hombre, un plácido estanque en otro, ahora el familiar estrépito de confusión adolescente mientras el equipo del Rimbaud entraba alborotando, conducido por la profunda concentración de Control, y más allá, entre el alboroto, el hambre, el amor… ¡un miedo! Resonaba en la sala, refulgía de color rojo en la marea de índigo, y ella buscó a Jebel o al Carnicero porque sus nombres figuraban en ese miedo, pero no halló a ninguno de los dos en la sala; en lugar de ellos percibió a un hombre flaco llamado Geoffry Cord, en cuyo cerebro unos cables cruzados resplandecían y echaban chispas diciendo Pusieron sus cubiertos, trajeron primero un botellón y después el pan, y ella lo vio y se sonrió, pero estaba viendo muchas más cosas; «Causar muerte con el cuchillo que llevo envainado en mi pierna», y otra vez «Con la lengua hacerme un lugar en un sitio elevado de Tarik», y las mentes lo rodeaban, asiendo y buscando, tartamudeando acerca del amor y el dolor, amando un poco y tanteando por más, todas marcadas con la relajación por la comida que se aproximaba, y en otros con la expectativa por lo que el listo Klik presentaría esa noche, las mentes de los actores de la pantomima concentradas en la representación mientras inspeccionaban a los espectadores con quienes —más temprano— habían trabajado y dormido, un viejo navegante de cabeza geométrica apresurándose a entregarle a la muchacha —que en la obra debía representar a una enamorada— un broche de plata que él mismo había fundido y grabado, para ver si ella aceptaba representar que era a él a quien amaba. Sin embargo, en medio de todo esto, la mente de ella volvía en círculos alrededor de la alarma de Geoffry Cord: «Debo actuar esta noche cuando terminen los actores»; A su alrededor la gente se sentaba, se relajaba, mientras los encargados de servir se apresuraban hacia el mostrador donde humeaban las frutas asadas y fritas. incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera la urgencia de él, lo vio deleitarse y urdir su conspiración, adelantarse cuando comenzó la pantomima como si quisiera acomodarse en un sitio más próximo, deslizarse junto a la mesa donde se sentaría Jebel y después enterrar en las costillas de Jebel su colmillo de serpiente, metal acanalado empapado en ponzoña paralizante, y luego morder su diente falso repleto de drogas hipnóticas para que cuando lo apresaran los otros pensaran que había estado bajo control de otra persona, y finalmente soltaría una loca historia, implantada debajo del nivel de los hipnóticos mediante muchas horas dolorosas con la personafix, diciendo que estaba bajo el control del Carnicero; después, de algún modo se las arreglaría para quedarse a solas con el Carnicero y Vio muchísimo más que al demoniaco bufón, en él escenario, que ya decía: «Antes de comenzar el entretenimiento de la noche deseo pedir a nuestra invitada, capitán Wong, que diga, si desea, algunas palabras, o que nos recite algo». Y ella supo, con una pequeñísima parte de su mente —pero nada más que con esa parte— que debía usar esa oportunidad para denunciarlo. morderle una mano o una pierna o la muñeca, inyectándole la misma droga que emponzoñaba su propia boca, dejando así indefenso al enorme convicto, y así lo controlaría, y cuando finalmente el Carnicero se convirtiera en el amo de Tarik después del asesinato, Geoffry Cord sería el lugarteniente del Carnicero tal como ahora el Carnicero era el lugarteniente de Jebel, y cuando Tarik de Jebel fuera Tarik del Carnicero, Geoffry controlaría al Carnicero del mismo modo en que él sospechaba que el Carnicero controlaba a Jebel, y allí comenzaría un reinado de dureza y todos los extranjeros serían expulsados de la montaña y condenados a morir en el vacío, y arrasarían a todas las naves, Invasores, de la Alianza o Sombras en el Resorte, y Rydra apartó su mente de la de él y exploró la breve superficie de la mente de Jebel y la del Carnicero y no vio hipnóticos, Esa convicción borró momentáneamente todo lo demás, pero luego recobró su magnitud adecuada, porque ella sabía que no podía permitir que Cord le impidiera llegar al Cuartel General, así que se puso en pie y caminó hasta el escenario situado al fondo de la sala común, recogiendo mientras caminaba —de la misma mente de Cord— una daga mortal muy rápidamente afilada para penetrar en las grietas de Geoffry Cord. pero también vio que no sospechaban ninguna traición y su propio miedo dilatado, arrancándola de lo que sentía con voz doble y a medias y no si, era capaz, aún mientras caminaba, de elegir las palabras y las imágenes que lo llevarían a traiciones… —y no si, una vez golpeada por su miedo y ya de vuelta, se rehizo—… por medio de una sola línea que se grababa tanto en la percepción como en la acción, en el habla y en la comunicación, ambas aunadas ahora, eligiendo sonidos que persuadirían con la deliberación que era precisa en este tiempo dilatado y llegó a la plataforma y se ubicó junto a la gloriosa bestia, Klik, y ascendió, Su miedo se apartó de su vasta visión de palabras, mientras sentía sísmicos accesos de miedo y aún así sobreviviría y descubriría su miedo como algo poroso, poroso como una esponja. escuchando las voces que cantaban en el silencio de la sala, y arrojó al aire las palabras desde la honda de su vibrante voz, de modo que pendieran fuera de ella, y las contempló como él las contemplaba: el ritmo que para todos los otros de la sala era apenas intrincado le resultaba a él muy doloroso, porque estaba cronometrado con los procesos de su cuerpo, para discordar con ellos y golpearlos…

«Muy bien, Cord,

para ser amo de esta negra barraca, Tarik,

hace falta más que la erudición del chacal,

o unas tripas llenas de homicidio y rodillas de jalea.

Abre tu boca y tus manos. Para comprender

el poder usa, por favor, tu ingenio.

La ambición, como un líquido rubí, tiñe tu mente,

parida en el ya alumbrado deseo de matar,

mecido en el arco de la muerte,

tu propio nombre la víctima

cada vez que llenas de carroña

el cráneo que lame el homicidio.

Predice el movimiento de tus dedos

hasta la daga ya ha mucho yaciendo junto al cuerpo

y bien fijada para cumplir el plan

que tus pálidos dedos han tramado;

tú quedas a salvo, perdiendo mundos, maravillas,

bajo el leve siseo de la personafix

que infunde falsos recuerdos que los han de confundir,

mientras el trueno hiende el cambio en Tarik.

Clavas palillos en los duraznos, ubicas tu extraña daga,

mientras las largas y fuertes líneas de mi verso

cambian tu mente: ahora es frágil, no fulgente.

Ahora escuchas la cuerda equivocada que te instruye.

Asesino, abstente…».

… Y Rydra se sorprendió de que él lo hubiera soportado tanto tiempo.

Miró directamente a Geoffry Cord. Geoffry Cord la miró directamente y cayó.

El grito cortó algo con brusquedad. Ella había estado pensando en Babel-17 y eligiendo por medio de él sus palabras inglesas. Pero ahora pensaba nuevamente en inglés.

Geoffry Cord sacudió la cabeza hacia un costado, agitando el pelo, dio vuelta su mesa y corrió, enfurecido, hacia ella. La daga envenenada que ella había visto solamente con su imaginación estaba desenvainada y apuntaba a su estómago.

Rydra saltó hacia atrás y soltó un puntapié destinado a la muñeca del hombre mientras él trepaba a la plataforma. No le dio en la muñeca, pero le golpeó el rostro. Él cayó hacia atrás y rodó por el piso.

Oro, plata, ámbar: Brass venía corriendo desde su lado. Jebel, con su pelo de plata, corría desde el otro lado, con el manto flotando. Y el Carnicero ya estaba a su lado, interponiéndose entre ella y Cord, que ya se recuperaba.

—¿Qué es esto? —preguntó Jebel.

Cord estaba de rodillas; aún esgrimía el cuchillo. Sus ojos negros se pasearon de una pistola vibrátil a otra y luego se posaron en las garras de Brass, desenvainadas. Se paralizó.

—Me desagrada que se ataque a mis invitados.

—Ese cuchillo te estaba destinado, Jebel —jadeó ella—. Controla los registros de la personafix de Tarik. Iba a matarte y a controlar al Carnicero por medio de hipnóticos para dominar Tarik.

—Oh —dijo Jebel—. Uno de ésos… —se volvió hacia el Carnicero—. Ya era hora que apareciera otro, ¿no es cierto? Aparece uno cada seis meses. Debo agradecerle una vez más, capitán Wong.

El Carnicero dio un paso hacia adelante y tomó la daga de Cord, que parecía paralizado, aunque sus ojos danzaban. Rydra sintió la respiración de Cord —que le daba una medida al silencio— mientras el Carnicero, sosteniendo el cuchillo de la hoja, lo examinaba. La hoja que el Carnicero tenía entre los pesados dedos era de acero. El mango, unos catorce centímetros de hueso, era acanalado y teñido de color nogal.

Con la mano libre el Carnicero tomó el pelo de Cord. Después, no demasiado rápido, incrustó el cuchillo en el ojo derecho de Cord, el mango primero.

El grito se transformó en un gorgoteo. Las manos dejaron de agitarse y cayeron de los hombros del Carnicero. Los que estaban sentados más cerca se pusieron de pie.

El corazón de Rydra palpitó dos veces con tanta fuerza que le pareció que las costillas se le deshacían.

—Pero ni siquiera comprobaste… ¿Y si yo me hubiera equivocado? Tal vez no fuera… —su lengua se enredó en las protestas sin sentido. Y tal vez su corazón se hubiera detenido.

El Carnicero, con ambas manos ensangrentadas, la miró con frialdad.

—El que en Tarik se mueve con un cuchillo hacia la Dama o Jebel, muere.

El puño derecho aterrizó sobre la palma de la mano izquierda, silenciosamente a causa del rojo lubricante.

—Señorita Wong —dijo Jebel—, por lo que vi, casi no me queda duda de que Cord era peligroso. Estoy seguro de que tampoco usted lo duda. Es usted tremendamente útil. Le estoy muy agradecido. Espero que este viaje por la Lengua del Dragón resulte propicio. El Carnicero acaba de decirme que vamos por aquí en base a su pedido.

—Gracias, pero…

Su corazón palpitaba violentamente otra vez. Ella trató de construir alguna cláusula para colgar del gancho del «pero» que aún vacilaba en sus labios. Pero se sintió muy enferma y se inclinó hacia adelante, casi enceguecida. El Carnicero la atajó con sus manos rojas.

Otra vez el cuarto redondo, azul, cálido. Pero estaba sola, y al menos podía pensar acerca de lo ocurrido en la sala común. No había sido lo que tan a menudo había tratado de describirle a Mocky. Era aquello en lo que Mocky tantas veces había insistido: telepatía. Pero, aparentemente, la telepatía era un nexo entre su viejo talento y un nuevo modo de pensar. Le abría mundos de percepción, de acción. Y entonces, ¿por qué se sentía enferma? Recordó de qué modo el tiempo se ralentizaba cuando su mente trabajaba controlada por Babel-17, de qué modo se aceleraban sus procesos mentales. Si había una aceleración parecida en sus funciones fisiológicas, tal vez su cuerpo no pudiera tolerar la tensión.

Las cintas del Rimbaud le habían revelado que el próximo «sabotaje» se llevaría a cabo en el Cuartel General Administrativo de la Alianza. Quería llegarse hasta allí con el lenguaje, el vocabulario y la gramática, dárselos y retirarse. Estaba casi dispuesta a abandonar la búsqueda del misterioso hablante. Pero no…, no del todo. Aún quedaba algo, algo por escuchar y por hablar…

Enferma y cayéndose, tropezó con los ensangrentados dedos. La brutalidad sin yo del Carnicero —hecha lineal por algo que ella desconocía, algo menos que primitivo— era aún humana a pesar de todo su horror. A pesar de sus manos ensangrentadas, él era más seguro que la precisión de un mundo corregido lingüísticamente. ¿Qué se le podía decir a un hombre que no podía decir «yo»? ¿Qué podía decirle él a ella?

Las cualidades y las bondades de Jebel existían dentro de los límites articulados de la civilización. Pero esa roja bestialidad… ¡la fascinaba!

IV

Se incorporó de la litera deshaciendo la red esta vez. Se había sentido bien durante casi una hora, pero se había quedado quieta pensando. La rampa se elevó hasta sus pies.

Cuando la pared de la enfermería se solidificó detrás de ella, se detuvo en el corredor. El flujo de aire pulsaba como una respiración. Sus pantalones translúcidos rozaban el empeine de sus pies desnudos. El cuello de la blusa de seda le caía flojamente sobre los hombros.

Había descansado hasta bien entrada la noche de Tarik. Durante los períodos de mucha actividad, las horas de sueño eran por turno; pero cuando sólo se movían de un lugar a otro, había horas durante las que casi toda la población dormía.

En lugar de encaminarse hacia la sala común, tomó por un túnel inclinado que no conocía. Del piso brotaba una luz difusa, que se hizo ámbar a unos quince metros y luego anaranjada —se detuvo y se miró las manos bañadas en esa luz— y doce metros más allá la luz anaranjada era roja. Después azul.

El espacio se abrió alrededor de ella. Las paredes se retiraban, los techos se alzaron hasta una oscuridad demasiado elevada, que no le permitía ver nada. El aire titilaba, y se borraba con las imágenes que quedaban en la retina después de los cambios de color. Una niebla insustancial, sumada a la inestabilidad de su visión, la hicieron girar buscando orientación.

La silueta de un hombre se perfilaba contra la roja entrada de la sala.

—¿Carnicero?

Él caminó hacia ella; la luz azul le nublaba los rasgos a medida que se acercaba. Se detuvo, asintió.

—Decidí dar una caminata en cuanto me sentí mejor —explicó ella—. ¿Qué parte de la nave es ésta?

—Sector descorporizado.

—Tendría que haberlo sabido… —empezaron a caminar juntos—. ¿Tú también estás dando un paseo?

Sacudió su pesada cabeza.

—Una nave extraterrestre está pasando cerca de Tarik y Jebel necesita sus vectores sensorios.

—¿Alianza o Invasores?

El Carnicero se encogió de hombros.

—Sólo sabe que no es una nave humana.

Había nueve especies en las cinco galaxias exploradas por los viajes interestelares. Tres se habían agrupado definitivamente con la Alianza. Cuatro estaban del lado de los Invasores. Dos eran neutrales.

Se habían internado tanto en el vector descorporizado, que ya nada parecía sólido. Las paredes eran una niebla azul sin ángulos. Los ecos de los crujidos producidos por las transferencias de energía provocaban unos distantes relámpagos, y los ojos de Rydra eran perseguidos por fantasmas recordados a medias, que pasaban a cada momento aunque jamás se hacían totalmente presentes.

—¿Hacia dónde vamos nosotros? —preguntó ella, tras haber decidido que lo acompañaría, pero pensando mientras hablaba: Si no conoce la palabra «yo», ¿podrá comprender la palabra «nosotros»?

Comprendiendo o no, él respondió:

—Pronto —dijo. Después, mirándola directamente con sus ojos oscuros y ojerosos, preguntó—. ¿Por qué?

El tono de su voz era tan diferente, que ella se dio cuenta de que no se refería a nada de lo que habían hablado durante los últimos minutos. Trató de encontrar en sus recuerdos algo que ella podía haber hecho, algo que al Carnicero pudiera haberle resultado incomprensible.

—¿Por qué? —repitió él.

—¿Por qué qué, Carnicero?

—¿Por qué salvar a Jebel de Cord?

En su pregunta no había ninguna objeción, sino simple curiosidad ética.

—Porque Jebel me gusta, y porque necesito que me lleve al Cuartel General. Y porque me hubiera sentido muy mal si hubiera permitido… —se detuvo—. ¿Tú sabes quién soy yo?

Él sacudió la cabeza.

—¿De dónde provienes, Carnicero? ¿En qué planeta naciste?

Él se encogió de hombros.

—La cabeza —dijo, después de un momento—. Dijeron que tiene algo mal el cerebro.

—¿Quiénes?

—Los médicos.

Una bruma azul flotaba entre ellos.

—¿Los médicos de Titin? —aventuró ella.

El Carnicero asintió.

—Entonces, ¿por qué no te llevaron a un hospital, en vez de a la prisión?

—El cerebro no está loco, dijeron. Esta mano —alzó la izquierda— mató a cuatro personas en tres días. Esta mano —alzo la otra— mató a siete. Hizo estallar cuatro edificios con termita. El pie —se golpeó la pierna izquierda— pateó la cabeza de un guardia del banco Telechron. Fueron más o menos cuatrocientos mil créditos. No mucho.

—¡Robaste cuatrocientos mil créditos del banco Telechron!

—Tres días, once personas, cuatro edificios: todo por cuatrocientos mil créditos. Pero Titin —su rostro se contrajo— no fue nada divertido.

—Eso he oído decir. ¿Cuánto tiempo les llevó atraparte?

—Seis meses.

Rydra emitió un silbido.

—Me quito el sombrero ante ti, si pudiste mantenerte libre durante todo ese tiempo después de asaltar un banco. Y sabes lo suficiente de biótica como para llevar a cabo una difícil operación cesárea sin matar al feto. Tienes algo en esa cabeza.

—Los doctores dijeron que el cerebro no es estúpido.

—Mira, tú y yo vamos a charlar un rato. Pero primero tengo que enseñarte algo… —se detuvo—… al cerebro.

—¿Qué?

—Algo acerca de y yo. Debes escuchar esas palabras más de cien veces por día. ¿Jamás has preguntado qué significan?

—¿Para qué? La mayoría de las cosas tienen sentido sin ellas.

—Bien, habla en tu lenguaje natal.

—No.

—¿Por qué no? Quiero ver si es algún lenguaje que conozco.

—Los médicos dicen que algo anda mal en el cerebro.

—Muy bien. ¿Qué es lo que dijeron que anda mal?

—Afasia, alexia, amnesia.

—Entonces estabas bastante trastornado —dijo ella, y frunció el ceño—. ¿Eso fue antes o después del asalto al banco?

—Antes.

Ella trató de ordenar lo que escuchaba.

—Te sucedió algo que te quitó la memoria, que te dejó incapacitado para hablar o leer, y entonces lo primero que hiciste fue robar el banco Telechron… ¿cuál banco Telechron?

—El de Rhea IV.

—Oh, uno pequeño. Pero aún así… Y te mantuviste en libertad seis meses. ¿Tienes alguna idea de lo que ocurrió antes de que perdieras la memoria?

El Carnicero se encogió de hombros.

—Supongo —continuó ella— que habrán explorado todas las posibilidades referidas a la probabilidad de que estuvieras trabajando para otra persona, controlado hipnóticamente. ¿No sabes qué lenguaje hablabas antes de perder la memoria? Bien, tus estructuras actuales del habla deben estar basadas en tu viejo lenguaje; de no ser así, ya hubieras aprendido el yo y el por simple incorporación de palabras.

—¿Por qué esos sonidos significan algo?

—Porque acabas de hacerme una pregunta que yo no puedo contestarte si tú no entiendes esos sonidos.

—No —dijo él, y la incomodidad ensombrecía su voz—. No. Hay una respuesta. Las palabras de esa respuesta deben ser más simples, eso es todo.

—Carnicero, hay ciertas ideas que tienen palabras para ser designadas. Si no conoces las palabras, no puedes conocer las ideas. Y si no tienes la idea «tú», no tienes la respuesta.

—La palabra dos veces, ¿sí? Y sin embargo, nada oscuro, y no significa nada.

Ella suspiró.

—Eso es porque yo estaba utilizando la palabra fácticamente, ritualmente, sin considerar su verdadero significado… como un recurso de la lengua. Mira, yo hice una pregunta que no pudiste contestar.

El Carnicero frunció el ceño.

—¿Ves? Tienes que saber qué significan para comprender lo que acabo de decirte. El mejor modo de aprender un lenguaje es escuchándolo. Así que escucha: cuando tú —y lo señaló— me dijiste a mí —y se señaló a sí misma—: «Sabiendo qué naves destruir y se destruyen. Ahora descender por la Lengua del Dragón y Tarik desciende por la Lengua del Dragón», por dos veces este puño —ella rozó la mano derecha de él— golpeó el pecho.

Ahora ella levantó su mano hasta el pecho de él. La piel era fresca y tersa bajo su mano.

—El puño trataba de decir algo. Y si tú hubieras usado la palabra «yo», no hubieras tenido que usar tu puño. Lo que tú querías decir era: «Tú sabías qué naves había que destruir, y yo las destruí. Ahora quieres descender por la Lengua del Dragón, y yo haré que Tarik descienda por la Lengua del Dragón».

El Carnicero frunció el ceño.

—Sí —dijo—, el puño para decir algo.

—Ya ves. A veces quieres decir algo y te falta la idea, y las palabras con las que se hace la idea. «En el principio fue la palabra»; así es como alguien trató de explicarlo una vez. Y eso es algo que el cerebro necesita que exista, de otro modo no te golpearías el pecho o la palma de la mano con el puño. El cerebro quiere que eso exista, ¿entiendes? Déjame enseñarte la palabra.

El ceño se hizo más profundo en el rostro de él.

En ese momento la niebla se abrió delante de ellos. Algo se movía, gelatinoso y titilante, en la oscuridad tachonada de estrellas. Habían llegado hasta una portilla sensoria que transmitía en frecuencias cercanas a las de la luz.

—Allí —dijo el Carnicero— está la nave extraterrestre.

—Es de Ciribia IV —dijo Rydra—. Son amigos de la Alianza.

El Carnicero se sorprendió al ver que Rydra había reconocido la nave.

—Una nave muy rara —dijo.

—A nosotros nos parece muy rara, ¿verdad?

—Jebel no sabía de dónde provenía —dijo él, sacudiendo la cabeza.

—No he visto una desde que era niña. Teníamos que atender a los delegados de Ciribia que habían venido a la corte de los Mundos Exteriores. Mi madre era traductora allí… —se apoyó en la barandilla y observó la nave—. Nadie creería que algo tan endeble y que se sacude de ese modo puede volar o saltar en estasis. Pero lo hace.

—¿Tienen esa palabra, «yo»?

—En realidad tienen tres formas: yo (por debajo de una temperatura de seis grados centígrados), yo (entre seis y noventa y tres grados), y YO (por encima de noventa y tres).

El Carnicero parecía confundido.

—Es algo relacionado con su proceso de reproducción —explicó Rydra—. Cuando la temperatura es inferior a los seis grados, son estériles. Sólo pueden concebir cuando la temperatura oscila entre los seis y los noventa y tres grados, pero recién dan a luz por encima de los noventa y tres.

La nave ciribiana se movió por la pantalla como un manojo de fláccidas plumas.

—Tal vez pueda explicarte algo de este modo: a pesar de las nueve especies de vida que saltan de una a otra galaxia, cada una de ellas tan expandida como la nuestra, con tecnologías tan avanzadas como la nuestra, con economías tan complicadas como la nuestra, con siete de esas especies involucradas en la misma guerra que nosotros…, casi nunca nos encontramos con ellas; y ellas se encuentran entre sí con la misma escasa frecuencia. Nos vemos tan extrañamente, que incluso cuando un viajero estelar tan experimentado como Jebel pasa junto a la nave de una de ellas no es capaz de identificarla. ¿Sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque los factores de compatibilidad para la comunicación son increíblemente bajos. Tomemos a los ciribianos, que son lo suficiente sabios como para navegar en esa especie de huevo duro de triple yema de una estrella a otra: no tienen ninguna palabra para «casa», «hogar», o «morada». Cuando nosotros estábamos preparando el tratado con ellos en la corte de los Mundos Exteriores, lo recuerdo, se demoró cuarenta y cinco minutos para expresar esta oración en ciribiano: «Debemos proteger a nuestras familias y a nuestros hogares». Toda su cultura está basada en el calor y los cambios de temperatura.

»Es una suerte que comprendan qué es una «familia», pues son los únicos, además de los humanos, que la tienen. Pero para nombrar «casa», hay que terminar por describir: «Un lugar cerrado que crea una discrepancia de temperatura de tantos grados con el medio externo, discrepancia capaz de mantener cómoda a una criatura con una temperatura corporal uniforme de 36,7 grados Celsius, capaz también de hacer descender la temperatura durante los meses de la estación cálida y de elevarla durante la temporada fría, suministrando un lugar donde se puede refrigerar y así conservar el alimento orgánico, ofreciendo también la posibilidad de calentar dicho alimento más allá del punto de ebullición del agua con el objeto de estimular la mecánica gustativa del habitante indígena quien, a causa de costumbres que se remontan a millones de estaciones cálidas y frías, ha buscado habitualmente este dispositivo para cambiar la temperatura…», y así por el estilo. Finalmente logramos darles la idea de lo que es un «hogar», y de por qué vale la pena protegerlo. Se les entregó un esquema del sistema de refrigeración y calefacción central, y las cosas empezaron a andar.

»Ahora bien: hay una enorme planta de conversión de energía solar que suministra toda la energía eléctrica a la Corte. Los componentes amplificadores y reductores de calor ocupan un área un poco mayor que la de Tarik. Un ciribiano puede escurrirse en esa planta y después describírsela a otro ciribiano que nunca la vio antes, de modo tal que el segundo puede construir un duplicado exacto hasta en el color de las paredes, el lugar donde está ubicada cada pieza, el tamaño total… En resumen, puede describir todo en nueve palabras. Y nueve palabras muy pequeñas, además. Y eso sucedió realmente, porque pensaron que habíamos hecho algo verdaderamente ingenioso con los circuitos y quisieron probarlo ellos mismos.

El Carnicero sacudió la cabeza negativamente.

—No —dijo—. Un sistema de conversión del calor solar es demasiado complicado. Estas manos desarmaron uno no mucho tiempo atrás. Demasiado grande. No…

—Sí, Carnicero, nueve palabras. En inglés eso precisaría un par de libros repletos de especificaciones eléctricas y arquitectónicas. Ellos tienen las nueve palabras adecuadas; nosotros no.

—Imposible.

—Es así —dijo ella, señalando la nave ciribiana—. Y allí están, y vuelan… —observó el cerebro inteligente y dañado que pensaba—. Si tienes las palabras adecuadas —dijo—, ahorras un montón de tiempo y haces las cosas más sencillas.

Al cabo de un rato él preguntó:

—¿Qué es «yo»?

Ella sonrió.

—En primer lugar, es muy importante. Bastante más importante que cualquier otra cosa. El cerebro dejará que un buen número de cosas se vayan al diablo en tanto «yo» permanezca vivo. Eso es porque el cerebro es parte de yo. Un libro es, Jebel es, el universo es, pero, como habrás notado, yo «soy».

El Carnicero asintió.

—Sí —dijo—. Pero ¿yo soy qué?

La bruma se cerró sobre el visor, nublando a las estrellas y a la nave ciribiana.

—Ésa es una pregunta que sólo tú puedes responder.

—Tú debes ser también importante —reflexionó el Carnicero—, porque en algún lado el cerebro ha escuchado que tú eres.

—¡Buen chico!

De pronto él le puso una mano sobre la mejilla. El espolón descansó levemente sobre la boca de ella.

—Tú y yo —dijo el Carnicero. Acercó su rostro al de ella—. No hay nadie más aquí. Sólo tú y yo. Pero ¿cuál es cuál?

Ella asintió, moviendo la mejilla debajo de los dedos de él.

—Estás captando la idea… —el pecho de él era fresco al tacto; su mano, cálida. Ella puso la mano encima de la de él—. A veces me asustas.

—«Yo» y «mi» —dijo el Carnicero—. Sólo una diferencia morfológica, ¿verdad? El cerebro ya se lo había imaginado. ¿Por qué me asustan a veces?

—«Asustas», debes decir. Una corrección morfológica. Me asustas porque asaltas bancos, y empujas mangos de cuchillos en los ojos de la gente, Carnicero.

—¿Tú lo haces? —dijo él, y su sorpresa se desvaneció en seguida—. Sí, lo haces, ¿verdad? Tú lo olvidaste.

—Pero yo no —dijo Rydra.

—¿Y por qué eso asusta a yo?… corrección, a mí.

—Porque es algo que yo nunca he hecho, ni deseado, ni podido hacer. Y tú me gustas, me gusta tu mano en mi mejilla, así que si de repente decidieras poner el mango de un cuchillo en mi ojo, bien…

—Oh, tú jamás pondrías un mango de cuchillo en mi ojo —dijo el Carnicero—. Yo no tengo que preocuparme.

—Tú podrías cambiar de idea.

—Tú no lo harás —la miró más intensamente—. Yo no pienso realmente que tú vayas a matarme. Tú lo sabes. Es alguna otra cosa. ¿Por qué no te cuento algo más que asuste a mí? Tal vez tú puedas ver alguna estructura y entenderás entonces. El cerebro no es estúpido.

La mano de él se deslizó hasta el cuello de ella y había preocupación en sus ojos perplejos. Ella había visto lo mismo en sus ojos un momento antes de que abandonara el feto en el anfiteatro de biología.

—Una vez —empezó ella lentamente—… bien, había un pájaro.

—¿Los pájaros me asustan?

—No. Pero este pájaro sí. Yo era sólo una niña. Tú no te acuerdas de haber sido niño, ¿no? Para la mayoría de la gente, lo que has sido de niño tiene muchísimo que ver con lo que eres actualmente.

—¿Y con lo que yo soy también?

—Sí, con lo que soy también. Mi médico había conseguido este pájaro como regalo para mí. Era un pájaro myna, de los que hablan. Pero el animal no sabe qué está diciendo. Simplemente, repite como un grabador. Muchas veces yo sé lo que la gente está tratando de decirme, Carnicero. Jamás lo he comprendido antes, pero desde que estoy en Tarik he podido darme cuenta de que lo mío tiene algo que ver con la telepatía. De todos modos, este pájaro myna había sido entrenado para hablar, y cada vez que decía las palabras adecuadas lo premiaban con lombrices. ¿Sabes cómo es de grande una lombriz?

—¿Así?

—Eso es. Y algunas de ellas son incluso unos centímetros más largos. Y un pájaro myna mide unos veinte centímetros. En otras palabras, una lombriz puede tener cinco sextos, más o menos, del tamaño del pájaro myna, lo que es muy importante. El pájaro había sido entrenado para decir: «Hola, Rydra, es un hermoso día y me siento feliz». Pero lo que eso quería decir en la mente del pájaro era una ruda combinación de sensaciones visuales y olfatorias que podían traducirse más o menos como: «Hay otra lombriz en camino». Entonces, cuando entré al invernadero y saludé a ese pájaro myna y me contestó: «Hola, Rydra, es un hermoso día y me siento feliz», supe inmediatamente que estaba mintiendo. «Había otra lombriz en camino», una lombriz que yo podía ver y oler, y era una lombriz gruesa y medía cinco sextos de mi altura. Y se suponía que yo debía comérmela. Me puse un poco histérica. Jamás se lo conté a mi médico, porque hasta ahora no podía darme cuenta de lo que había ocurrido. Pero cuando lo recuerdo… aún me estremezco.

El Carnicero asintió.

—Cuando tú te fuiste de Rhea con el dinero —dijo—, te escondiste finalmente en una cueva en el infierno helado de Dis. Fuiste atacado por gusanos, por gusanos de tres metros y medio. Salieron de sus cuevas y treparon por las rocas con sus cuerpos cubiertos de un ácido resbaladizo. Tú tenías miedo, pero los mataste. Armaste una red eléctrica con la fuente de energía de tu platillo aéreo. Los mataste, y cuando supiste que podías vencerlos, ya no tuviste miedo. No los comiste únicamente porque el ácido había vuelto tóxica su carne. Pero no habías comido nada durante tres días.

—¿Lo hice? Quiero decir… ¿lo hiciste?

—Tú no tienes miedo de las cosas de las que yo tengo miedo. Yo no tengo miedo de las cosas de las que tú tienes miedo. Eso es bueno, ¿verdad?

—Creo que sí.

Muy suavemente él apoyó su rostro en el de ella; después se apartó y buscó una respuesta en el rostro de Rydra.

—¿De qué tienes miedo? —preguntó ella.

Él sacudió la cabeza, no negando sino a causa de la confusión, y ella pudo ver el esfuerzo que hacía para articular las palabras.

—El cerebro tiene miedo, miedo por ti, miedo de que te quedes solo.

—¿Cómo miedo de que te quedes solo, Carnicero?

Él volvió a sacudir la cabeza.

—La soledad no es buena.

Ella asintió.

—El cerebro lo sabe —siguió él—. Durante mucho tiempo no lo supo, pero después lo aprendió. Tú estabas solo en Rhea, a pesar de todo el dinero. Más solo aún en Dis; y en Titin, aun con los otros prisioneros, fue cuando más solo estuviste. En verdad, nadie te entendía cuando tú les hablabas. En verdad… tú no los entendías. Tal vez porque decían tantas veces «yo» y «tú», y tú recién ahora estás empezando a aprender lo importante que tú eres y yo soy.

—¿Querías criar tú mismo al bebé… para que cuando creciera… hablara el mismo lenguaje que tú? ¿O que al menos hablara inglés del mismo modo que tú?

—Entonces los dos no estarían solos.

—Ya veo.

—Murió —dijo el Carnicero. Gruñó una vez más—. Pero ahora tú ya no estás tan solo. Yo te he enseñado a comprender a los otros, un poco. Tú no eres estúpido y aprendes rápido.

Se volvió completamente hacia ella, apoyó los puños sobre los hombros de Rydra y habló con tono grave:

—Te gusto. Desde la primera vez que me vi en Tarik, hubo algo en mí que te gustó. Yo vi que tú hacías cosas que a mí me parecían mal, pero te gusté. Te dije cómo destruir la red defensiva de los Invasores, y tú la destruiste, por mí. Te dije que quería ir hasta la punta de la Lengua del Dragón y tú te ocupaste de llegar allí. Tú harás cualquier cosa que yo te pida. Es importante que yo sepa eso.

—Gracias, Carnicero —dijo ella, perpleja.

—Si tú llegas a robar otro banco alguna vez, me darás todo el dinero.

Rydra rió.

—Bien, gracias. Nadie ha querido hacer eso por mí, jamás. Pero espero que no tengas que robar…

—Tú matarás a cualquiera que trate de herirme, los matarás mucho más rápidamente de lo que has matado antes.

—Pero no tienes que…

—Tú matarás a todo Tarik si tratan de separarnos y dejarnos solos.

—Oh, Carnicero… —Rydra se dio vuelta y se llevó un puño a la boca—. ¡Soy una maestra espantosa! No entiendes nada de lo que… yo… «yo»… estoy diciendo.

La voz de él, lenta y asombrada:

—Yo no te comprendo, tú crees…

Ella se volvió hacia él.

—¡Pero yo sí, Carnicero! Yo sí que te comprendo a ti. Por favor, créeme. Pero créeme que tienes que aprender un poco más.

—Tú me crees —dijo él, con firmeza.

—Escucha, entonces. Hasta ahora nos hemos encontrado a mitad de camino. No te he enseñado verdaderamente todo acerca de yo y . Hemos inventado nuestro propio lenguaje, y eso es lo que estamos hablando ahora.

—Pero…

—Mira, cada vez que dijiste durante los últimos diez minutos, tendrías que haber dicho yo. Cada vez que dijiste yo, querías decir .

Él bajó la vista, después volvió a levantarla, sin responder.

—A lo que yo le digo yo, tú debes decirle tú. Y viceversa, ¿entiendes?

—¿Son la misma palabra para la misma cosa, si son intercambiables?

—No, sólo que… ¡sí! Las dos quieren decir la misma clase de cosa. En cierto modo, son la misma palabra.

—Entonces tú y yo somos lo mismo.

Arriesgándose a la confusión, ella asintió.

—Lo sospechaba. Pero tú —la señaló— me has enseñado a… mí —y se tocó.

—Y es por eso que no puedes andar por ahí matando gente. Al menos… será mejor que pienses más que el diablo antes de hacerlo. Cuando hablas con Jebel, tú y yo siguen existiendo. Mires a quien mires en la nave, o incluso a través de una pantalla visora, tú y yo seguimos ahí.

—El cerebro debe pensar en eso.

—Tú debes pensar en eso, con algo más que tu cerebro.

—Si debo hacerlo, lo haré. Pero nosotros somos uno, más que los otros… —volvió a rozarle el rostro—. Porque tú me enseñaste. Porque con yo no tienes que tener miedo de nada. Acabo de aprender, y puedo cometer errores con las otras personas, pues que un yo mate a un sin pensar muchísimo es un error, ¿no es cierto? ¿Estoy usando las palabras correctamente ahora?

Ella asintió.

—No cometeré errores con tú. Eso sería demasiado terrible. Cometeré tan pocos errores como pueda. Y algún día aprenderé del todo —sonrió—. Espero que nadie trate de cometer errores con yo, sin embargo. Lo lamento mucho por ellos si lo hacen, porque probablemente yo cometa un error con ellos muy rápidamente y pensando muy poco.

—Eso es justo por ahora, creo —dijo Rydra. Le tomó los brazos—. Estoy muy contenta de que tú y yo estemos juntos, Carnicero.

Los brazos de él se alzaron y la apretaron contra su cuerpo, y ella oprimió el rostro contra el hombro de él.

—Yo agradezco —susurró él—. Yo agradezco una y otra vez.

—Eres cálido —dijo ella, con el rostro enterrado en el hombro de él—. No me sueltes todavía.

Cuando él la soltó, ella lo miró parpadeando a través de la niebla azul y se quedó helada de repente.

—¿Qué es lo que pasa?

Él le tomó el rostro entre las manos e inclinó la cabeza hasta que su pelo de color ámbar rozó la frente de ella.

—Carnicero, ¿recuerdas que te dije que podía saber lo que estaba pensando la gente? Bien, ahora sé que hay algo que anda mal, y tú dijiste que no tenía que tener miedo de ti, pero ahora me estás asustando… —Rydra alzó el rostro, y estaba surcado de lágrimas—. Mira, así como algo malo en mí te asustaría, algo que me asustará muchísimo durante mucho tiempo es algo que no esté bien en ti. Dime qué es.

—No puedo —dijo él, roncamente—. Yo no puedo. Yo no puedo decírtelo a tú.

Y lo único que ella alcanzó a comprender, era que lo que le sucedía era lo más horrible que él podía concebir dentro de los límites de su nuevo conocimiento. Lo vio debatirse, y ella misma se debatió.

—¡Tal vez yo pueda ayudar, Carnicero! Hay un modo de penetrar en tu cerebro y descubrir lo que pasa…

Él retrocedió y sacudió la cabeza.

—Tú no debes. Tú no debes hacer eso a yo. Por favor.

—Carnicero, no… no lo haré —Rydra estaba perturbada—. Eh… en-entonces n-no lo haré… —la confusión le resultaba dolorosa—. Carnicero… ¡n-no lo haré! —el tartamudeo adolescente la atacó.

—Yo… —empezó él, suspiró hondo y prosiguió más suavemente— he estado solo, no siendo yo durante mucho tiempo. Debo estar solo un poco más.

—Ya v-veo —dijo ella. La sospecha, muy pequeña y fácil de combatir, se interpuso. Cuando él había retrocedido, la sospecha se había instalado entre ellos. Pero también eso era humano—. Carnicero, ¿puedes leer mi mente?

—No —dijo él, sorprendido—. No. Ni siquiera comprendo cómo haces tú para leer la mía.

—Está bien. Pensé que tal vez habías descubierto algo en mi mente, algo que te asustaba.

Él sacudió la cabeza negativamente.

—Eso es bueno. Diablos, no me gustaría tener a alguien fisgoneando adentro de mi cráneo. Creo que comprendo.

—Ahora te diré —dijo él, acercándose otra vez—, que tú y yo son uno, pero tú yo son muy diferentes. Yo ha visto un montón de cosas que tú nunca sabrás. Tú conoce cosas que yo nunca verá. Tú has hecho que yo sintiera un poco menos solo. En el cerebro, en mi cerebro, hay muchísimas cosas acerca de herir, huir y luchar… y, aunque estuve en Titin, acerca de ganar. Si alguna vez estás tú en peligro, en verdadero peligro de que alguien cometa un error con tú, entonces penetra en el cerebro, en mi cerebro, y observa lo que hay allí. Usa lo que necesites. Lo único que pido yo es que intentes todo lo que puedas antes de hacerlo.

—Esperaré, Carnicero —dijo ella.

—Ven —dijo él, tendiéndole la mano.

Ella tomó su mano, evitando el espolón.

—No hay necesidad de controlar las corrientes de estasis alrededor de la nave, si es amiga de la Alianza. Tú y yo nos quedaremos un rato juntos.

Ella caminaba con el hombro apoyado en el brazo de él.

—Amigo o enemigo —dijo ella mientras avanzaban por la penumbra colmada de fantasmas—. A veces toda la Invasión parece algo tan estúpido… Eso es algo que no permiten pensar en el lugar de donde vengo. Aquí, en Tarik de Jebel, ustedes se evaden un poco de la cuestión. Les envidio eso.

—Quieres ir al Cuartel General a causa de la Invasión, ¿verdad?

—Así es. Pero una vez que me vaya, que no te sorprenda si regreso… —dio unos pasos y volvió a hablar—. Ésa es otra cosa que me gustaría aclarar dentro de mí. Los Invasores mataron a mis padres, y el segundo embargo casi me mata a mí. Dos de mis Navegantes perdieron a su primera esposa, asesinada por los Invasores. Sin embargo, Ron se preguntaba hasta qué punto eran correctos los Depósitos Bélicos. La Invasión no le gusta a nadie, pero sin embargo sigue adelante. Es tan grande, que en realidad jamás había pensado en salirme de ella. Es muy raro ver a un enorme grupo de personas que hace precisamente eso, con su estilo particular… y quizá destructivo. Tal vez ni debiera molestarme en ir hasta el Cuartel General; tal vez debiera decirle a Jebel que diera la vuelta y se encaminara hacia la parte más densa del Resorte.

—Los Invasores —dijo el Carnicero, reflexivamente— han hecho daño a muchísimas personas, a ti, a mí. También hicieron daño a mí.

—¿Lo hicieron?

—El cerebro, enfermo, ya te dije. Los Invasores lo hicieron.

—¿Qué hicieron?

El Carnicero se encogió de hombros.

—Lo primero que recuerdo es haberme escapado de Nueva Nueva York.

—Ése es el enorme puerto terminal del grupo de Cáncer, ¿verdad?

—Así es.

—¿Los Invasores te habían capturado?

Él asintió.

—Y me hicieron algo —agregó—. Tal vez algún experimento con mí, tal vez tortura… —volvió a encogerse de hombros—. No tiene importancia. Yo no puede recordarlo. Pero cuando yo escapé, lo hice sin nada: sin memoria, sin voz, sin palabras, sin nombre.

—Tal vez eras un prisionero de guerra, o tal vez incluso hayas sido una persona importante antes de que te capturaran.

Él se agachó y puso una mejilla sobre los labios de ella, para que no siguiera hablando. Cuando se enderezó, sonrió, y ella vio que con tristeza.

—Hay algunas cosas —continuó él— que el cerebro no sabe, pero que puede adivinar: yo fue siempre un ladrón, un asesino, un criminal. Y yo no era yo. Los Invasores me capturaron una vez. La Alianza me capturó más tarde, en Titin. Escapé…

—¿Tú te escapaste de Titin?

Él asintió.

—Probablemente me capturarán otra vez, pues eso es lo que ocurre a los criminales en este universo. Y tal vez escape una vez más —se encogió de hombros—. Aunque… tal vez no me atrapen otra vez —la miró, sorprendido; no de ella, sino de algo que había visto en sí mismo—. Yo no era yo antes, pero ahora hay una razón para permanecer libre. No me atraparán de nuevo. Hay una razón.

—¿Cuál es, Carnicero?

—Que yo soy —dijo él con suavidad—, y que tú eres.

V

—¿Terminando su diccionario? —preguntó Brass.

—Lo terminé ayer. Poema —dijo Rydra, cerrando el cuaderno—. Pronto estaremos en la punta de la Lengua. El Carnicero me dijo esta mañana que los ciribianos han estado acompañándonos durante los últimos cuatro días. Brass, ¿tienes alguna idea de lo que…?

Magnificada por los altavoces, la voz de Jebel dijo:

—Tarik, alistarse para defensa inmediata. Repito, defensa inmediata.

—¿Qué demonios sucede? —preguntó Rydra. Alrededor de ella toda la sala común se puso de pie en forma casi simultánea—. Mira, reúne a la tripulación y llévalos a las puertas de eyección.

—¿Es desde donde salen los botes araña?

—Sí —dijo Rydra, y se puso de pie.

—¿Vamos a mezclarnos en la acción, ca’itán?

—Si tenemos que hacerlo —dijo Rydra, y se puso en marcha.

Llegó un momento antes que su tripulación, y se encontró con el Carnicero frente a la compuerta de eyección. La tripulación de lucha de Tarik se apresuraba por el corredor en una ordenada confusión.

—¿Qué sucede? ¿Los ciribianos se han vuelto hostiles?

El Carnicero negó con la cabeza.

—Invasores a doce grados del centro galáctico —dijo.

—¿Tan cerca de la Alianza?

—Sí. Y si Tarik de Jebel no ataca primero, no se salvará. Son más grandes que Tarik, y Tarik tropezará directamente con ellos.

—¿Jebel los atacará?

—Sí.

—Entonces vamos, ataquemos.

—¿Vienes conmigo?

—Soy un gran estratega, ¿recuerdas?

—Tarik está en peligro —dijo el Carnicero—. Esta batalla será mayor que la que viste antes.

—Mejor para usar mis talentos, querido. ¿Tu nave está equipada para llevar una tripulación completa?

—Sí, pero utilizamos los detalles Sensorios y de Navegación de Tarik por control remoto.

—Llevemos una tripulación, de todas maneras, para el caso de que necesitemos romper la estrategia de apuro. ¿Jebel va contigo esta vez?

—No.

Control dobló el recodo del corredor, seguido de Brass, los tres Navegantes, las insustanciales figuras del trío de descorporizados y el equipo.

El Carnicero paseó la mirada desde ellos hasta Rydra.

—Muy bien —dijo—. Vengan.

Ella lo besó en el hombro porque no alcanzaba su mejilla; el Carnicero abrió la compuerta de eyección y les hizo una seña para que entraran.

—¡Arriba, todos!

Allegra tomó a Rydra del brazo cuando empezaba a subir la escalera.

—¿Esta vez vamos a luchar, capitán? —le preguntó, con una sonrisa de excitación en su rostro pecoso.

—Es bastante probable. ¿Asustada?

—Sí —dijo Allegra, aún sonriente, y se deslizó por el negro túnel.

Rydra y el Carnicero cerraban la marcha.

—No tendrán ningún problema con el equipamiento de la nave si tienen que hacerse cargo, ¿verdad?

—Este bote araña es tres metros más corto que el Rimbaud. Las cosas están un poco más apiñadas en el sector descorporizado, pero todo lo demás es igual.

Rydra pensó: «Hemos obtenido los detalles Sensorios en una chalupa de doce metros; esto es juego de niños, capitán»… en vasco.

—La cabina del capitán es diferente —agregó él—. Allí están los controles de las armas. Vamos a cometer algunos errores…

—Dejemos las consideraciones morales para más tarde —dijo ella—. Pelearemos como el diablo por Tarik de Jebel. Pero en el caso de que eso no sirva de nada, quiero estar en condiciones de salir de aquí. Pase lo que pase, tengo que llegar al Cuartel General Administrativo de la Alianza.

—Jebel quería saber si la nave de Ciribia lucharía de nuestro lado. Todavía siguen ubicados en dirección a T.

—Lo más probable es que observen toda la escena sin comprender muy bien lo que ocurre, a menos que alguien los ataque directamente. Si los atacan, sabrán defenderse perfectamente. Pero dudo de que se unan a nuestra ofensiva.

—Eso es malo —dijo el Carnicero—, porque necesitaremos ayuda.

—Estrategia Taller. Estrategia Taller —dijo la voz de Jebel por el altavoz—. Repito, Estrategia Taller.

En el mismo lugar donde habían estado, en la cabina de ella, los gráficos lingüísticos, una pantalla visora —réplica de la proyección de treinta metros de la galería de Tarik— se extendía sobre la pared. En el sitio donde había estado su consola se alineaban los controles de las vibrabombas.

—«Armas rústicas, incivilizadas» —comentó ella, mientras se sentaba en uno de los curvados bancos antichoque, que ocupaba el lugar donde había estado su asiento inflable—. «Pero más efectivas que el diablo, supongo, si uno sabe lo que está haciendo con ellas».

—¿Qué? —preguntó el Carnicero, mientras se sujetaba al lado de ella.

—Estaba citando al difunto Maestro de Armas de Armsedge.

El Carnicero asintió.

—Ocúpate de tu tripulación. Yo controlaré esta lista.

Ella conectó el intercom.

—Brass, ¿estás conectado?

—Correcto.

—¿Ojo, Oreja, Nariz?

—Está todo lleno de polvo aquí abajo, capitán. ¿Cuándo fue la última vez que barrieron este cementerio?

—No me importa el polvo. ¿Funciona todo?

—Oh, todo funciona bien… —la frase concluyó con un estornudo fantasmal.

Gesundheit. Control, ¿cómo anda todo?

—Todo en orden, capitán… —y después, ahogadamente—. ¿Por qué no dejan esas canicas de una vez?

—¿Navegación?

—Estamos bien. Mollya está enseñándole judo a Calli. Pero yo estoy atento y los llamaré en cuanto ocurra algo.

—Mantente alerta.

El Carnicero se inclinó hacia ella, le acarició el pelo y se rió.

—A mí también me gustan —dijo ella—. Espero que no tengamos que usarlos. Uno de ellos es un traidor que ha intentado matarme dos veces. Preferiría no darle una tercera oportunidad. Aunque si tengo que hacerlo, creo que esta vez podría manejarlo.

La voz de Jebel en el altavoz:

—Carpinteros, reúnanse para quedar frente a los treinta y dos grados del centro galáctico. Sierras ante la puerta que da a K. Serruchos, apréstense ante la puerta R. Sierras en cruz, ante la puerta T.

Los eyectores se abrieron con un clic. La cabina se oscureció y la pantalla centelleó, repleta de estrellas y de gases distantes. El panel de control de las armas resplandeció con luces de señales rojas y amarillas. A través de los altavoces empezó a llegar la cháchara de las tripulaciones que se comunicaban con el departamento de Navegación de Tarik.

—Ésta sí que va a ser brava. ¿La ves, Josafat?

—Está justo frente a mí. Una enorme nave madre.

—Espero que aún no nos haya visto. Mantennos frescos, Kippi.

—Fresas, Sinfines y Tornos: asegúrense de tener las piezas aceitadas y las conexiones eléctricas en buen estado.

—Ésos somos nosotros —dijo el Carnicero. En la penumbra sus manos se movieron sobre el panel de control.

—¿Qué son esas tres pelotitas de ping pong en el mosquitero?

—Jebel dice que es una nave de Ciribia.

—Mientras esté de nuestro lado, nene, por mí está bien.

—Que las herramientas eléctricas comiencen a trabajar. Las herramientas manuales preparadas para terminar el trabajo.

—Cero —susurró el Carnicero. Rydra sintió el salto de la nave. Las estrellas empezaron a moverse. Diez segundos más tarde vio la chata nariz de la nave Invasora que se acercaba hacia ellos.

—Fea, ¿no es cierto? —dijo Rydra.

—Tarik tiene más o menos el mismo aspecto, sólo que un poco más pequeña. Y cuando volvamos a casa, nos parecerá hermosa. ¿No hay modo de ganar la colaboración de los ciribianos? Jebel tendrá que atacar al Invasor directamente en las troneras, destruyendo todas las que pueda, que no serán demasiadas. Después, cuando nos ataquen, si los botes araña Invasores siguen superando en número a los de Tarik, y si la sorpresa no favorece a Jebel, bien… —ella escuchó que un puño de él se estrellaba contra la palma en la oscuridad—… todo habrá terminado.

—¿Y no puedes arrojarles una rústica e incivilizada bomba atómica?

—Tienen deflectores que la harían estallar en las manos de Jebel.

—Me alegro de haber traído la tripulación, entonces. Tal vez tengamos que partir rápidamente hacia el Cuartel General Administrativo de la Alianza.

—Si nos dejan —dijo el Carnicero, sombríamente—. ¿Qué estrategia usamos, entonces?

—Te lo diré en cuanto empiece el ataque. Tengo un método, pero si lo uso mucho lo pagaré muy caro —dijo Rydra, recordando el malestar que había sentido tras el incidente de Cord.

Mientras Jebel seguía disponiendo la formación, los hombres charlaban con Tarik y los botes araña seguían internándose en la noche.

Todo comenzó tan rápido que Rydra casi se lo pierde. Cuatro serruchos se habían deslizado a poca distancia del Invasor. Bombardearon simultáneamente las troneras eyectoras, y rojas luciérnagas se deslizaron por los lados de la nave. Los eyectores que quedaron demoraron cuatro segundos y medio en abrirse para disparar la primera tanda de cruceros. Pero Rydra ya estaba pensando en Babel-17.

Por medio de su sentido del tiempo distendido, vio que necesitaban ayuda. Y la articulación de esa necesidad era también la respuesta.

—Rompe la estrategia, Carnicero. Sígueme con diez naves. Mi tripulación se hará cargo.

¡La enloquecedora sensación de que el inglés demoraba una eternidad en su boca! El pedido del Carnicero: «Kippi, pon las sierras a mi cola y ¡déjalas allí!», parecía una cinta pasada a un cuarto de la velocidad normal. Pero su tripulación ya controlaba el bote araña. En un silbido, les transmitió el curso por el micrófono.

Brass los hizo describir ángulos rectos con respecto a la marea, y por un momento ella pudo ver a las sierras que los seguían. Una levísima curva y ya estaban detrás de la primera tanda de cruceros Invasores.

—¡Caliéntenles el trasero!

La mano del Carnicero vaciló antes de activar el arma.

—¿Empujarlos hacia Tarik?

—¡Diablos, sí lo haré! ¡Dispara, cariño!

Él disparaba y las sierras lo siguieron.

En diez segundos se hizo claro que ella estaba en lo cierto. Tarik se encontraba en dirección a K. Más adelante estaban los huevos duros, el mosquitero, el endeble y plumoso bajel de Ciribia. Ciribia era la Alianza y al menos uno de los Invasores lo sabía, pues disparó contra el extrañísimo aparato que pendía en el cielo. Rydra vio la tronera del Invasor que escupía fuego, pero la descarga nunca alcanzó a los ciribianos. El crucero Invasor se convirtió en humo blanco, que se ennegreció luego, dispersándose. Después desapareció otro crucero, luego tres más, luego tres más.

—¡Fuera de aquí, Brass! —exclamó ella, y la nave se elevó alejándose.

—¿Qué era…? —empezó el Carnicero.

—Un rayo de calor de los ciribianos. Pero no lo usarán a menos que sean atacados; es parte del tratado que firmaron en la Corte en el ’47. Así que nosotros empujamos a los Invasores a atacar. ¿Quieres hacerlo otra vez?

La voz de Brass en el altavoz.

—Ya lo estamos haciendo, ca’itán.

—Carnicero —dijo ahora la voz de Jebel—, ¿qué estás haciendo?

—Funciona, ¿no es cierto?

—Sí, pero has dejado un agujero de diez millas en nuestra defensa.

—Dile que lo cubriremos en un minuto —gritó Rydra—, en cuanto empujemos a la segunda tanda.

Jebel la había oído.

—¿Y qué hacemos nosotros durante los próximos sesenta segundos, jovencita?

—Luchar como el diablo —dijo ella.

Y la siguiente tanda de cruceros Invasores desapareció ante el rayo calórico de los ciribianos. Y entonces llegó a través de los altavoces:

—Hey, Carnicero, te persiguen.

—Tienen la idea de que tú estás causando esto.

—Carnicero, tienes seis a la cola. Sacúdetelos.

—Puedo esquivarlos con facilidad, ca’itán —dijo Brass—. Todos funcionan con control remoto. Yo tengo más libertad de movimientos.

—Uno más, y realmente Jebel tendrá ventaja.

—Jebel ya los supera en número —dijo el Carnicero—. Este bote araña tiene que sacarse a ésos de encima… —y dijo por el micrófono—: Sierras, dispersarse y atacar a los cruceros desde atrás.

—Lo haremos. Sujetarse la cabeza, hombres.

—Hey, Carnicero. Uno de ellos no abandona.

—Les agradezco que me hayan devuelto las sierras —dijo la voz de Jebel—, pero hay algo que los sigue y que puede buscar combate cuerpo a cuerpo.

Rydra interrogó al Carnicero con la mirada.

—Héroes —gruñó el Carnicero con disgusto—. ¡Tratarán de amarrarnos, abordarnos y luchar!

—¡No con los chicos en la nave! Brass, da la vuelta y tópalos, o acércate lo suficiente como para que piensen que estamos locos.

—Tal vez nos rom’amos un ’ar de costillas…

La nave giró y ellos fueron lanzados con violencia contra las correas de los asientos antichoque. La voz de un joven por el intercom:

—Uuuuuyyy…

En la pantalla visora, el crucero Invasor giró de lado.

—Buena oportunidad si nos amarran —dijo el Carnicero—. No saben que tenemos una tripulación completa a bordo. Ellos no son más que dos…

—¡Cuidado, ca’itán!

El crucero Invasor llenó la pantalla. Hubo un ¡clang! que repercutió hasta en los huesos del bote araña. El Carnicero desató de un tirón las correas del asiento antichoque e hizo una mueca.

—Ahora a la lucha cuerpo a cuerpo. ¿Adónde vas?

—Contigo.

—¿Tienes una pistola vibrátil? —preguntó él, ajustándose la funda sobre el estómago.

—Por supuesto que sí —dijo Rydra, haciendo a un lado un paño de su floja blusa—. Y también esto: quince centímetros de alambre de vanadio. Una cosa muy perversa.

—Vamos.

Él bajó la palanca de un inductor de gravedad hasta colocarla en campo completo.

—¿Para qué es eso? —preguntó ella; ya estaban en el corredor.

—Luchar ahí fuera con traje espacial no es bueno. El falso campo de gravedad liberado alrededor de las dos naves hará respirable la atmósfera hasta unos seis metros de la superficie, y mantendrá un poco de calor… más o menos.

—¿Qué es menos? —dijo ella, entrando al ascensor detrás de él.

—Alrededor de diez grados bajo cero allí afuera.

Él había abandonado hasta sus pantalones desde la noche en que se habían encontrado en el cementerio de Tarik. Todo lo que llevaba puesto era la funda y la cincha de la pistola vibrátil.

—Creo que no estaremos allí afuera el tiempo suficiente para necesitar abrigos.

—Te aseguro que cualquiera que permanezca allí afuera más de un minuto, morirá, y no por exceso de exposición… —su voz se hizo repentinamente más profunda cuando entraron al corredor de la tronera—. Si no sabes en qué te estás metiendo, quédate —dijo el Carnicero, y después se agachó para rozar la mejilla de ella con su pelo ambarino—. Pero tú sabes y yo sé. Debemos hacerlo bien.

Al alzar la cabeza, no interrumpió el movimiento, y con el mismo impulso abrió la compuerta. El frío los invadió. Ella no lo sintió. El aumento metabólico que acompañaba a Babel-17 la envolvía con un escudo de indiferencia física.

Algo pasó volando por encima de sus cabezas. Los dos sabían lo que debían hacer y ambos lo hicieron: se agacharon. Algo explotó; la explosión hizo que lo identificaran como una granada que le había errado por poco a la compuerta y la luz decoloró el rostro del Carnicero. Saltó y el resplandor que se esfumaba bañó su cuerpo.

Ella lo siguió, confiada por el efecto de cámara lenta de Babel-17. Giró en medio del salto. Alguien estaba oculto detrás de un saliente de tres metros. Ella le disparó: la cámara lenta le dio tiempo para apuntar cuidadosamente. No esperó para ver si le había dado sino que siguió girando. El Carnicero se dirigió hacia la columna de diez metros de ancho que constituía la rampa de amarre de los Invasores.

Como un cangrejo de tres patas, la nave enemiga se angulaba, alejándose en la noche. En dirección a K se elevaba la achatada espiral de la galaxia natal. Las sombras eran negras como el papel carbón sobre los lisos fuselajes de las naves. Desde K nadie podía verla, a menos que sus movimientos bloquearan una estrella fugaz o cayeran en la luz directa que provenía de la rama de Specelli.

Volvió a saltar, ahora a la superficie de la nave Invasora. Por un momento sintió mucho más frío. Después cayó cerca de la base de la grampa que sujetaba su nave a la invasora y rodó hasta quedar de rodillas, mientras debajo de ella alguien arrojaba otra granada hacia la compuerta. Aún no se habían dado cuenta de que ella y el Carnicero estaban fuera. Bien.

Disparó. Y otro siseo brotó del sitio donde debía estar el Carnicero. Debajo, en la oscuridad, unas figuras se movieron.

Después, una vibrabomba golpeó el metal debajo de la mano de ella. Venía desde su propia nave, y Rydra desperdició un cuarto de segundo analizando y descartando la idea de que el espía que ella tanto temía se hubiera unido a los Invasores. La primera táctica de los Invasores había sido tratar de impedir que ellos salieran de su nave para poder matarlos haciendo estallar la tronera. Habían fracasado, así que ahora se habían ocultado en la misma tronera para resguardarse y disparaban desde allí. Ella disparó una y otra vez. Desde su escondite detrás de la otra grampa el Carnicero hacía lo mismo.

Un borde de la compuerta se había puesto incandescente a causa de los repetidos impactos. Después una voz familiar gritó:

—¡Ya está bien, ya está bien, Carnicero! ¡Les dieron, ca’itán!

Rydra trepó por la grampa mientras Brass encendía la luz de la tronera y se ponía de pie ante la luz que se abría sobre la superficie del casco. El Carnicero, con la pistola baja, se acercó desde su escondite.

La luz que venía de abajo distorsionaba aún más los rasgos demoníacos de Brass. En cada garra sostenía un cuerpo exánime.

—En realidad, éste es mío —dijo, sacudiendo al de la derecha—. Estaba tratando de colarse en la nave, así que le ’isé la cabeza… —lanzó los cuerpos exánimes por encima del casco—. No sé qué sentirán ustedes, amigos, ’ero yo tengo frío. Viene hasta aquí en ’rimer lugar ’orque Diávalo me dijo que cuando estuvieran listos ’ara un descanso él les tendría ’re’arado un ’oco de whisky irlandés. ¿O tal vez ’referirían un ’oco de ron caliente con manteca? ¡Vamos, vamos! ¡Están azules de frío!

En el ascensor la mente de ella regresó al inglés, y Rydra empezó a estremecerse. La escarcha del pelo del Carnicero había empezado a derretirse, y tenía la cabeza llena de gotitas relucientes. A Rydra le ardía la mano que había apoyado sobre el metal calentado por la vibra-bomba.

—Hey —dijo, cuando llegaron al corredor—, si tú estas aquí, Brass, ¿quién está a cargo del negocio?

—Ki’i. Estamos bajo control remoto.

—Ron —dijo el Carnicero—. Sin manteca y frío. Sólo ron.

—¡Hombre de mi corazón! —asintió Brass.

Con un brazo rodeó los hombros de Rydra y con el otro los del Carnicero. En señal de amistad, advirtió Rydra, pero también para sostenerlos.

Algo hizo clang en la nave. El piloto miró hacia el techo.

—Mantenimiento acaba de cortar esas gram’as —dijo.

Los llevó hasta la cabina del capitán. Cuando ellos se desplomaron sobre los asientos, Brass dijo por el intercom:

—Diávalo, ven aquí y emborracha a esta gente, ¿quieres? Se lo merecen.

—¡Brass! —dijo ella, tomándolo del brazo cuando ya se iba—. ¿Puedes llevarnos hasta el Cuartel General Administrativo de la Alianza?

Él se rascó la oreja.

—Ya estamos en la ’unta de la Lengua. Yo sólo conozco por los ma’as el interior del Resorte. Pero el De’artamento Sensorio me dice que nos encontramos en algo que debe ser el comienzo de la corriente Natal-Beta. Sé que fluye saliendo del Resorte y que ’odemos seguirla hasta el curso de Atlas, y de allí hasta la ’uerta del Cuartel General Administrativo de la Alianza. Estamos a dieciocho o veinte horas de distancia.

—Vamos —dijo ella, mirando al Carnicero, que no objetó nada.

—Buena idea —dijo Brass—. Casi la mitad de Tarik está… eh, descor’orizada.

—¿Ganaron los Invasores?

—No. Los ciribianos se dieron cuenta finalmente, asaron a esa enorme nave Invasora y ’artieron. ’ero ’ara entonces Tarik ya tenía un agujero en el flanco, del tamaño de tres botes araña ’uestos de ’erfil. Ki’i me dice que todos los que quedan con vida están encerrados en un solo sector de la nave, ’ero carecen de energía ’ro’ulsora.

—¿Y qué pasa con Jebel? —preguntó el Carnicero.

—Muerto —dijo Brass.

Diávalo asomó su blanca cabeza por la compuerta de entrada.

—Aquí tienen —dijo.

Brass tomó la botella y las copas. Después de una descarga de estática, salió por el altavoz:

—Carnicero, acabamos de ver cómo te desprendías del crucero Invasor. Así que estás con vida.

El Carnicero se inclinó y recogió el micrófono.

—Carnicero con vida, jefe.

—Algunos sí que tienen suerte. Capitán Wong, espero que me dedique una elegía.

—¿Jebel? —dijo ella, sentándose junto al Carnicero—. Partimos ahora hacia el Cuartel General Administrativo de la Alianza. Regresaremos con ayuda.

—Como le convenga, capitán. Aquí estamos todos un poco apiñados.

—Partimos ahora.

Brass ya trasponía la puerta.

—Control, ¿están bien los chicos?

—Presentes y listos, capitán. Usted no autorizó a nadie para que trajera petardos, ¿verdad?

—No que yo recuerde.

—Eso es todo lo que quería saber. Ratt, ven aquí…

Rydra se rió.

—¿Navegación?

—Listos, para cuando usted lo disponga —dijo Ron.

Detrás de él, Rydra podía escuchar la voz de Mollya:

Nilitaka kulala, nilale, milele…

—No puedes irte a dormir para siempre —dijo Rydra—. ¡Estamos despegando!

—Mollya nos está enseñando un poema en swahili —explicó Ron.

—Oh. ¿Sensorios?

—¡At-chuuu! Siempre lo he dicho, capitán, mantén tu cementerio limpio. Algún día puedes necesitarlo. Jebel es un buen ejemplo. Estamos listos.

—Que Control te mande uno de los chicos con un plumero. ¿Ya estás conectado, Brass?

—Listo y conectado, ca’itán.

Los generadores de estasis se pusieron en marcha y ella se recostó en el asiento. Por fin algo se distendió en su interior.

—Creí que no lograríamos salir de allí… —se volvió hacia el Carnicero, que estaba sentado en el borde de su asiento, contemplándola—. ¿Sabes?, soy nerviosa como un gato. Y no me siento muy bien. Oh, diablos, ya empieza… —al relajarse, el malestar que había logrado postergar durante tanto tiempo empezó a invadirla—. Todo esto me hace sentir como si estuviera a punto de quebrarme. Cuando se empieza a dudar de todo, a desconfiar de todos los sentimientos, empiezo a pensar que ya no soy yo… —el aire se volvió doloroso en su garganta.

—Yo soy —dijo él con suavidad— y tú eres.

—No dejes que jamás lo dude, Carnicero. Pero lo mismo tengo que preguntármelo. Hay un espía en mi tripulación. Te lo dije, ¿verdad? Tal vez sea Brass, ¡y esté a punto de lanzarnos en otra nova! —dentro de su malestar había como una ampolla de histeria. La ampolla se rompió y ella arrebató la botella de las manos del Carnicero—. ¡No bebas eso! Diá-Diávalo, ¡pue-puede envenenarnos! —se puso de pie, tambaleándose. Una niebla lo enrojecía todo—. O tal vez… uno de los m-m-muertos… ¿Cómo p-p-puedo combatir contra… un fantasma?

Entonces el dolor le golpeó el estómago, y se tambaleó hacia atrás como si hubiera recibido un puñetazo. El miedo llegó con el dolor. Las emociones se movían detrás de su rostro y hasta ellas resultaban borrosas, aunque Rydra intentaba verlas claramente.

—¡Para matarnos… P-p-para m-m-matarnos! —susurró—… A-a-algo para m-m-matarnos… entonces, no t-tú, n-n-no yo…

Fue para alejarse de ese dolor que significaba peligro, y de ese peligro que significaba silencio que finalmente lo hizo. Él había dicho: «Si alguna vez estás en peligro… entonces penetra en mi cerebro, mira lo que hay allí y usa lo que necesites».

Una imagen sin palabras en su mente: una vez ella, Muels y Fobo habían estado en una pelea en un bar de Tantor. Ella había recibido un golpe en la mandíbula y había caído tambaleándose hacia atrás, recuperándose un poco justo en el momento en que alguien le arrojaba el espejo que había descolgado de atrás del mostrador. Su propio rostro aterrado había volado gritando hacia ella, hasta estrellarse contra su mano extendida. Ahora, mientras miraba fijamente el rostro del Carnicero, a través del dolor y de Babel-17, eso volvió a ocurrir…