I

Es una ciudad portuaria.

Aquí las emanaciones herrumbran el cielo, pensó el general. Los gases industriales sonrojaban la tarde con naranjas, rosados, púrpuras con demasiado rojo. Al oeste, los transportes que ascendían y descendían, cargueros con destino a los centros estelares y a los satélites, laceraban las nubes. Además, es una ciudad espantosamente pobre, pensó el general al doblar la esquina, esquivando las pilas de basura amontonadas junto a la acera.

Desde la Invasión, seis embargos de varios meses de duración habían asfixiado a esta ciudad, cuyo corazón debía latir alimentado por el comercio interestelar para sobrevivir. Secuestrada, ¿cómo podía existir esta ciudad? En los últimos veinte años se lo había preguntado seis veces. ¿Respuesta? No podía hacerlo.

Pánico, disturbios, incendios, dos veces canibalismo…

El general paseó la mirada desde la silueta de las torres de carga —que se perfilaban detrás del desvencijado monorriel— hasta los vetustos edificios. Las calles eran más estrechas aquí, atestadas de obreros de transporte, cargadores, unos pocos oficiales estelares con sus uniformes verdes y una horda de pálidos y correctos hombres y mujeres que manejaban la intrincada red de operaciones aduaneras. Están tranquilos ahora, concentrados en sus hogares o sus trabajos, pensó el general. Sin embargo, toda esa gente había vivido veinte años bajo la Invasión. Se habían muerto de hambre durante los embargos, habían roto ventanas, saqueado, habían huido gritando ante las mangueras contra incendio, habían desgarrado la carne del brazo de un cadáver con sus dientes descalcificados…

¿Quién es este hombre animal? Se hizo esta pregunta abstracta para obnubilar las líneas de la memoria. Era más fácil, siendo general, preguntarse acerca del «hombre animal» y no acerca de la mujer aquella que, durante el último embargo, se había sentado en mitad de la acera sosteniendo una pierna de su bebé esquelético, o acerca de las tres huesudas adolescentes que lo habían atacado con navajas en la calle (ella había siseado a través de sus dientes pardos, mientras la hoja de metal relucía al acercarse a su pecho: «¡Ven aquí, bistec! ¡Ven a buscarme, carne…!». Él había utilizado karate), o acerca del hombre ciego que caminaba gritando por la avenida.

Hombres y mujeres pálidos y correctos ahora, que hablaban suavemente, que vacilaban antes de permitir que una expresión se marcara en sus rostros, con ideas pálidas y adecuadas: trabajar por la victoria sobre los Invasores; Alona Star y Rip Rhyak estaban grandiosos en «Vacaciones Estelares», pero Ronald Quar era el mejor actor serio del momento. Escuchaban música Hi Lite (escucharían, se preguntó el general, durante esos bailes lentos en los que nadie se tocaba). Un puesto en Aduana era un trabajo bueno y seguro; trabajar directamente en Transporte era probablemente más excitante y era trabajo divertido para ver en el cine, pero en la realidad la gente de Transporte era tan extraña…

Los que eran más inteligentes y sofisticados discutían la poesía de Rydra Wong.

A menudo hablaban de la Invasión, con algunos cientos de oraciones consagradas por veinte años de repetición en los noticieros y en los periódicos. Rara vez se referían a los embargos, salvo por esa palabra.

Tomemos uno de ellos, tomemos un millón. ¿Quiénes son? ¿Qué desean? ¿Qué dirían si se les diera la oportunidad de decir algo?

Rydra Wong se había convertido en la voz de esta época. El general recordó la elogiosa línea de una crítica hiperbólica. Paradójico: era un líder militar con una meta militar, y se encaminaba a una cita con Rydra Wong.

Se encendieron las lámparas de la calle y su imagen resplandeció súbitamente, reflejada en el bruñido cristal de la vidriera del bar. Está bien, no llevo puesto el uniforme ahora. Vio a un hombre alto y musculoso con la autoridad que medio siglo confería a su rostro arrugado. Se sentía incómodo enfundado en su traje gris de civil. Hasta los treinta años había impresionado a la gente como «grandote y torpe». Después —y el cambio había coincidido con la Invasión—, se había convertido en «imponente y autoritario».

Si Rydra Wong hubiera ido a verlo al Cuartel General Administrativo de la Alianza, se hubiera sentido seguro. Pero estaba de civil, no vestido con el verde de oficial estelar. El bar era nuevo para él. Y ella era la más famosa poeta de las cinco galaxias exploradas. Por primera vez en mucho tiempo volvió a sentirse torpe.

Entró.

Y susurró: «Dios mío, es bella, ni siquiera he tenido que buscarla entre las otras pocas mujeres. No sabía que era tan bella, ni en las fotos…».

Ella se volvió hacia él —al mismo tiempo que la imagen reflejada en el espejo que estaba detrás del mostrador lo veía, y se volvía también—, se puso de pie y sonrió.

Él se adelantó, tomó su mano, con las palabras «Buenas noches, señorita Wong» en la punta de la lengua hasta que se las tragó, impronunciadas. Y ahora ella estaba a punto de hablar.

Usaba lápiz de labios color cobre, y las pupilas de sus ojos eran bruñidos discos de cobre.

—Babel-17 —dijo—. Aún no lo he resuelto, general Forester.

Un vestido tejido de color índigo, y su pelo como una apretada lluvia nocturna cayendo sobre un hombro.

—En realidad, eso no nos sorprende, señorita Wong —dijo él.

Sorpresa, pensó. Ella posa las manos en la barra, se reclina en su banco, sus caderas ondulan bajo el vestido azul y con cada movimiento me quedo atónito, sorprendido, perplejo. ¿Es que yo tengo tan bajas las defensas, o es que ella es verdaderamente tan…?

—Pero he ido más lejos de lo que han podido lograr los del departamento Militar… —la suave línea de su boca se arqueó con una sonrisa suave.

—Por lo que he oído decir de usted, señorita Wong, tampoco eso me sorprende.

¿Quién es ella?, pensó. Se había preguntado abstractamente acerca de la población. Se había preguntado acerca de su imagen reflejada. Y ahora se preguntaba acerca de ella, pensando: «No importa nadie más, pero debo saber acerca de ella. Es importante. Debo saber».

—En primer lugar, general —estaba diciendo ella—, Babel-17 no es un código.

La mente de él regresó vertiginosamente al tema, y llegó bamboleante.

—¿No es un código? Pero yo creí que al menos Criptografía había establecido que…

Se detuvo, porque no estaba demasiado seguro de lo que Criptografía había establecido, y porque necesitaba un momento más para desprenderse de los bordes de los altos pómulos de ella, para retirarse de las cavernas de sus ojos. Tensando los músculos del rostro, encaminó sus pensamientos hacia Babel-17. La Invasión: Babel-17 podía ser la clave para terminar con ese flagelo de veinte años.

—¿Quiere decir que hemos estado tratando de descifrar un montón de tonterías?

—No es un código —repitió ella—. Es un lenguaje.

El general frunció el ceño.

—Bien, se lo llame como se lo llame, código o lenguaje, todavía hemos de averiguar qué es lo que dice. Mientras no lo comprendamos, estamos infernalmente lejos de donde debemos estar.

El agotamiento y la presión de los últimos meses se alojaban en su estómago, como una bestia secreta dispuesta a golpear su lengua, haciendo más ásperas las palabras.

Ella ya no sonreía, y tenía las dos manos sobre el mostrador. Él deseó retractarse por su aspereza.

—Usted no está vinculado directamente al Departamento de Criptografía —dijo ella, con voz calma y pareja. Él sacudió negativamente la cabeza—. Entonces deje que le explique algo. Básicamente, general Forester, hay dos tipos de códigos. En el primer tipo, las letras o los símbolos que hacen de letras son desplazados y acomodados de acuerdo con una estructura particular. En el segundo, las letras, palabras o grupos de palabras son reemplazados por otras letras, símbolos o palabras. Un código puede ser de uno u otro tipo, o una combinación de ambos. Pero todos tienen esto en común: una vez que se descubre la clave, sólo hay que aplicarla y aparecen las oraciones lógicas. Un lenguaje, en cambio, tiene su propia lógica interna, su propia gramática, su propio modo de expresar ideas por medio de palabras que cubren varios espectros de sentido. No existe la clave que se pueda aplicar para descubrir el sentido exacto. En el mejor de los casos se puede lograr una aproximación.

—¿Está tratando de decirme que Babel-17 se decodifica en algún otro lenguaje?

—En absoluto. Eso fue lo primero que comprobé. Podemos hacer una exploración de probabilidades de varios elementos y ver si son congruentes con las estructuras de otros lenguajes, aun cuando estos elementos estén en otro orden. No, Babel-17 es un lenguaje en sí mismo, un lenguaje que no comprendemos.

—Creo —dijo el general Forester intentando sonreír— que lo que está tratando de decirme es que, como no es un código sino un lenguaje desconocido, lo mejor que podríamos hacer es abandonar.

Si esto era la derrota, recibirla de ella era casi un alivio. Pero ella sacudió la cabeza.

—Mucho me temo que eso no es en absoluto lo que estoy tratando de decirle. Se han descifrado lenguajes desconocidos sin traducirlos. Linear B y el hitita, por ejemplo. Pero si debo llegar más lejos con Babel-17, tengo que saber muchas más cosas.

El general arqueó las cejas.

—¿Qué más necesita saber? Le hemos dado todas las muestras. Cuando consignamos más, por cierto que…

—General, tengo que saber todo lo que usted sabe acerca de Babel-17: dónde lo escuchó, cuándo, en qué circunstancias, cualquier cosa que me pueda dar un indicio acerca del tema.

—Le hemos dado toda la información que hemos…

—Me han dado diez páginas mecanografiadas a doble espacio con un texto salpicado y bautizado con el nombre codificado de Babel-17, y me han preguntado qué quiere decir. Con eso solamente no puedo decírselo. Si me dan más, tal vez podría. Es así de simple.

Él pensó: «Si fuera así de simple, si fuera tan sólo así de simple, jamás te hubiéramos llamado, Rydra Wong».

—Si fuera así de simple —dijo ella—, si fuera tan sólo así de simple, jamás me hubieran llamado, general Forester.

Él se sobresaltó, durante un momento absurdamente convencido de que ella había leído sus pensamientos. Pero, por supuesto, eso era algo que ella sabía, ¿verdad?

—General Forester, ¿su Departamento de Criptografía ya había descubierto que se trataba de un lenguaje?

—Si lo habían hecho, no me lo dijeron.

—Estoy casi segura de que no lo saben. He logrado hacer algunas aperturas estructurales en la gramática. ¿Han hecho algo de eso?

—No.

—General, a pesar de que saben muchísimas cosas acerca de códigos, no saben nada de la naturaleza del lenguaje. Esa clase de especialización estúpida es el motivo por el cual no he trabajado con ellos durante los últimos seis años.

¿Quién es ella?, volvió a pensar él. Esa mañana le habían entregado un legajo de seguridad, pero él se lo había pasado a su ayudante, y más tarde había notado que le habían puesto el sello de «Aprobado». Se escuchó decir:

—Tal vez si usted me contara más acerca de sí misma, señorita Wong, yo podría hablar con más libertad.

Ilógico, y sin embargo él se había expresado mesuradamente, con calma y seguridad. ¿Y no lo miraba ella con expresión burlona?

—¿Qué quiere saber?

—Lo que ya sé es esto: su nombre, y que un tiempo atrás trabajó para Criptografía Militar. Sé que aunque usted se fue siendo muy joven, su reputación era tan importante que, seis años después, la gente que la recordaba dijo unánimemente, tras haber luchado durante un mes con Babel-17: «Envíenselo a Rydra Wong»… —el general hizo una pausa—. Y usted me dice que ha llegado a alguna conclusión. Así que ellos tenían razón.

—Tomemos algo —dijo ella.

El camarero se deslizó hacia ellos y luego se alejó, dejando dos copas de color verde humo. Ella sorbió un poco, observándolo. Sus ojos, pensó él, eran sesgados como alas atónitas.

—No soy de la Tierra —dijo ella—. Mi padre era ingeniero de Comunicaciones en el Centro Estelar X-II-8, más allá de Urano. Mi madre era traductora de la Corte de los Mundos Exteriores. Hasta que cumplí los siete años fui la mascota del Centro Estelar. Nos mudamos a Urano XXVII en el 52. Cuando cumplí doce años sabía siete lenguajes terrestres, y me podía hacer entender en cinco idiomas extraterrestres. Aprendí lenguas como otros niños aprenden las melodías de las canciones populares. Perdí a mis padres durante el segundo embargo.

—¿Estaba en Urano durante el embargo?

—¿Usted sabe lo que sucedió?

—Sé que los Planetas Terrestres resultaron mucho más castigados que los Interiores.

—No lo sabe. Pero sí, así fue… —contuvo el aliento cuando la sorprendieron los recuerdos—. Sin embargo, una sola copa no basta para hacerme hablar de eso. Cuando salí del hospital existía la posibilidad de una secuela de daño cerebral.

—¿Daño cerebral…?

—Ya conoce usted la malnutrición. Agréguele la plaga neurociática.

—Conozco la plaga, también.

—De todos modos, vine a la Tierra a vivir con un tío y una tía, y a recibir neuroterapia. Sólo que no la necesitaba. Y no sé si fue psicológico o fisiológico, pero salí del asunto con rememoración verbal absoluta. Toda mi vida había estado al borde de eso, así que no resultó nada raro. Pero también tenía perfecta entonación.

—¿Habitualmente eso no está acompañado de cálculo relámpago y memoria eidética? Me doy cuenta de la enorme utilidad que eso tendría para un criptógrafo.

—Soy un buen matemático, pero no un calculador relámpago. Tengo un alto puntaje en concepción visual y en relaciones espaciales; sueño en tecnicolor y todo eso… pero la rememoración absoluta es estrictamente verbal. Ya había empezado a escribir. Durante ese verano me empleé como traductora del gobierno y empecé a dedicarme a los códigos. Al poco tiempo descubrí que tenía ciertas dotes…

»No soy buen criptógrafo. No tengo la paciencia necesaria para trabajar fuerte sobre algo escrito, si es que no lo he escrito yo. Neurótica como el demonio: por eso abandoné para dedicarme a la poesía. Pero mi «don» era un poco atemorizador. De algún modo, cuando tenía mucho trabajo y de veras quería estar en alguna otra parte y tenía miedo de que mi supervisor empezara a fastidiarme, de repente me venía a la memoria todo lo que sabía acerca de comunicaciones, y me resultaba más sencillo leer lo que estaba frente a mí y decir lo que decía que sentirme tan asustada y cansada y desdichada.

Echó un vistazo a su copa.

—Eventualmente el don se ubicó en un sitio donde casi podía controlarlo. Para entonces ya tenía diecinueve años, y me había ganado la reputación de ser la chica que podía descifrar cualquier cosa. Creo que lo que posibilitaba que lo hiciera era algo que sabía acerca del lenguaje, ya que era particularmente apta para reconocer estructuras… algo así como distinguir el orden gramatical del orden arbitrario, por pura intuición, que es lo que me sucedió con Babel-17.

—¿Y por qué abandonó?

—Ya le he dado dos razones. La tercera es que cuando llegué a manejar el don, quise usarlo para mis propios propósitos. A los diecinueve, dejé el Departamento Militar y… bien, me casé, y empecé a escribir en serio. Tres años más tarde apareció mi primer libro —se encogió de hombros, sonrió—. Para cualquier cosa acerca de lo que me sucedió más tarde, lea los poemas. Está todo allí.

—Y ahora, en los mundos de cinco galaxias, la gente explora sus imágenes y sus significados en busca de respuestas para los acertijos de la grandeza, el amor y la soledad… —estas tres palabras se colaron en su frase como vagabundos en un vagón de ferrocarril. Ella estaba ante él, y era grande; aquí, separado de todo lo militar, se sintió desesperadamente ena… ¡No! Eso era imposible y ridículo, y demasiado simple para explicar lo que se agitaba y latía detrás de sus ojos, dentro de sus manos.

—¿Otra copa?

Defensa automática. Pero ella la tomaría por cortesía automática. ¿O no? El barman se acercó, se alejó.

—Los mundos de cinco galaxias —repitió ella—. Es tan raro. Sólo tengo veintiséis años.

Sus ojos estaban fijos en algún lugar más allá del espejo. Sólo había tomado la mitad de su primera copa.

—Cuando Keats tenía su edad, ya había muerto.

Ella se encogió de hombros.

—Ésta es una época rara —dijo—. Construye héroes muy repentinamente, muy jóvenes, y después los deja caer con igual rapidez.

Él asintió, recordando a media docena de cantantes, actores e incluso escritores que a los veinte años habían sido llamados genios por uno o dos o tres años y luego habían desaparecido. La reputación de ella misma era un fenómeno que tenía sólo tres años de duración.

—Soy parte de mi tiempo —dijo ella—. Me gustaría trascender mi época, pero esa misma época tiene mucho que ver con lo que soy… —su mano retrocedió por la caoba hacia la copa—. Usted, en Militar, debe ser bastante parecido —levantó la cabeza—. ¿Le he dado lo que quería?

Él asintió. Era más fácil mentir con un gesto que con una palabra.

—Bien. Ahora, general Forester, ¿qué es Babel-17?

Él miró alrededor de sí buscando al barman, pero un resplandor le hizo volver la mirada hacia ella: el resplandor era simplemente su sonrisa, pero por el rabillo del ojo él la había confundido verdaderamente con una luz.

—Tome —dijo ella, empujando hacia él su segunda copa, intacta—. Yo no terminaré éste.

Él lo aceptó. Sorbió.

—La Invasión, señorita Wong…, tiene algo que ver con la Invasión.

Ella se apoyó en un brazo, escuchándolo con los ojos entrecerrados.

—Comenzó con una serie de accidentes… Bien, al principio parecían accidentes; ahora estamos seguros de que es sabotaje. Han venido ocurriendo en toda la Alianza con regularidad desde diciembre del 68. Algunos en naves de guerra, otros en los Depósitos Especiales de la Marina, y usualmente involucran la destrucción de equipos importantes. Dos veces, las explosiones han causado la muerte de oficiales importantes. Varias veces estos «accidentes» se han producido en plantas industriales que fabrican productos bélicos esenciales.

—¿Qué otro nexo hay entre todos estos «accidentes», aparte de que todos ellos están relacionados con la guerra? Con el funcionamiento actual de nuestra economía, sería extraño que cualquier accidente industrial importante no afectara a la guerra.

—El nexo que los conecta, señorita Wong, es Babel-17.

Él la observó terminar su copa y dejarla precisamente en el círculo húmedo que había quedado sobre el mostrador.

—Justo antes, durante e inmediatamente después de cada accidente, toda el área está inundada de transmisiones de radio en una y otra dirección, todas procedentes de fuentes indefinidas; la mayoría sólo tienen un alcance de un par de cientos de yardas. Pero hay intromisiones ocasionales a través de canales hiperestáticos que cubren varios años luz. Hemos trascripto todo el material durante los tres últimos «accidentes» y le hemos dado el título operativo de Babel-17. Ahora bien, ¿le sirve algo de lo que le he dicho?

—Sí. Hay una buena posibilidad de que hayan estado recibiendo instrucciones radiales para el sabotaje, enviadas por quien sea que dirija los «accidentes»…

—¡Pero no hemos averiguado nada! —la exasperación lo invadió—. No hay nada más que ese condenado galimatías que zumba y zumba a doble velocidad… Finalmente, alguien advirtió ciertas repeticiones en la estructura, algo que sugería un código. Aparentemente, Criptografía pensó que era un buen indicio, pero no pudo descifrar nada durante un mes, así que la llamaron a usted.

Mientras hablaba, él la miraba pensar. Entonces ella dijo:

—General Forester, me gustaría tener los monitores originales de esas emisiones, más un informe exhaustivo, segundo por segundo si es posible, de esos accidentes coordinados con las grabaciones.

—No sé si…

—Si no tiene un informe así, hágalo durante el próximo «accidente» que ocurra. Si ese galimatías radial es una conversación, debo estar en condiciones de descubrir acerca de qué se está hablando. Tal vez usted no lo haya advertido, pero en la copia que me envió Criptografía no había distinciones entre las diferentes voces. En resumen, estoy trabajando en base a una trascripción de una comunicación altamente técnica, consignada sin puntuación y que carece hasta de las pausas entre palabras.

—Probablemente pueda conseguirle todo, salvo las grabaciones originales…

—Tiene que hacerlo. Debo hacer mi propia trascripción, cuidadosamente y con mi propio equipo.

—Haremos una nueva de acuerdo con sus instrucciones.

Ella sacudió la cabeza.

—Debo hacerla yo misma, de lo contrario no puedo prometerle nada. Existe el problema de las distinciones fonémicas y alofónicas. Su gente ni siquiera advirtió que se trataba de un lenguaje, de modo que no se les ocurrió…

Ahora fue él quien la interrumpió:

—¿Qué clase de distinciones?

—¿Conoce usted el modo en que algunos orientales confunden los sonidos R y L cuando hablan un lenguaje occidental? Eso sucede porque en muchos lenguajes orientales R y L son alófanos, es decir, que se consideran el mismo sonido y se escriben y hasta se oyen igual… tal como la s inicial en «sigo» y la central en «asta».

—¿Y qué es diferente en esos dos sonidos?

—Dígalos de nuevo y escuche. Uno es más aspirado que el otro. Son tan distintos como F y V, sólo que en nuestro idioma son alófanos, y uno está habituado a escucharlos como si fueran el mismo fonema.

—Oh.

—Así, se dará cuenta de los problemas que puede tener un «extranjero» al transcribir un lenguaje que no conoce; el resultado puede dar demasiadas distinciones de sonidos, o insuficientes.

—¿Y cómo se propone hacerlo?

—Por medio de todo lo que sé acerca de los sistemas sonoros de muchos otros lenguajes, y por intuición.

—¿Otra vez el «don»?

—Supongo que sí —dijo ella, y sonrió.

Esperó que él le diera su aprobación. ¿Y qué es lo que él no hubiera aprobado? Por un momento la voz de ella lo había hechizado con todas sus sutilezas de sonidos.

—Por supuesto, señorita Wong —le dijo—. Usted es nuestra experta. Venga mañana a Criptografía y tendrá acceso a todo lo que necesite.

—Gracias, general Forester. Llevaré mi informe oficial.

Él se quedó en el estático resplandor de la sonrisa de ella. Debo irme ahora, pensó con desesperación. Oh, por favor, debo decirle algo.

—Perfecto, señorita Wong. Hablaré con usted entonces —algo más, algo…

Logró desprender su cuerpo —debo alejarme de ella—, decir algo más, gracias a usted, sea usted, la amo a usted. Se encaminó hacia la puerta, sus ideas se calmaban: ¿quién es ella? Oh, las cosas que habría que haber dicho. He estado brusco, militar, eficiente. ¡Pero qué exuberancia de ideas y palabras le hubiera ofrecido! La puerta estaba abierta, y la noche le restregó los ojos con sus dedos azules.

Mi Dios, pensó mientras el fresco le golpeaba la cara, ¡todo eso adentro mío y ella no lo sabe! ¡No le comuniqué absolutamente nada! En algún lugar de su interior estaban las palabras: «absolutamente nada, aún estás a salvo». Pero más fuerte, en la superficie, estaba el ultraje ante su propio silencio. No comuniqué nada en absoluto…

Rydra se puso de pie, con las manos apoyadas en el mostrador, mirándose al espejo. El barman vino a llevarse las copas que estaban junto a sus dedos. Cuando las tomó, frunció el ceño.

—¿Señorita Wong?

El rostro de ella sin expresión.

—Señorita Wong, ¿está…?

Tenía blancos los nudillos, y mientras el barman la observaba, la palidez trepó por sus manos hasta que parecieron de trémula cera.

—¿Le sucede algo, señorita Wong?

Ella volvió bruscamente el rostro hacia él.

—¿Lo advirtió?

Su voz era un ronco susurro, áspero, sarcástico, tenso. Giró y se dirigió hacia la puerta, se detuvo una vez para toser y luego siguió apresuradamente.

II

—¡Mocky, ayúdame!

—¿Rydra?

El doctor Markus T’mwarba se alzó de su almohada en la oscuridad. Su rostro apareció en la luz ahumada que bañaba el lecho.

—¿Dónde estás? —dijo.

—Abajo, Mocky. Por favor, tengo que hablar contigo.

Ella movió el rostro perturbado de derecha a izquierda, tratando de eludir la mirada de él. Él cerró los ojos por el resplandor, después los abrió lentamente.

—Sube —dijo.

El rostro de ella desapareció.

Él hizo correr la mano por el tablero de control y una luz suave llenó el suntuoso dormitorio. Retiró el acolchado dorado y se incorporó sobre la alfombra de piel, descolgó una bata de seda negra de una nudosa columna de bronce y, cuando se la echó sobre la espalda, los cables de contorno automático ciñeron los paños a su pecho y le acomodaron los hombros. Con un gesto retrajo nuevamente el perchero, volviéndolo a su marco rococó, y unas hojas de aluminio aparecieron sobre el aparador. Salió rodando una garrafa humeante acompañada de varios botellones de licor.

Otro gesto, y varios sillones inflables surgieron del suelo. Cuando el doctor T’mwarba se volvió hacia la cabina de entrada, ésta crujió, se deslizaron unas puertas de mica y Rydra contuvo el aliento.

—¿Café? —dijo él. Empujó la garrafa, y el campo de fuerza la atrapó y la acercó gentilmente hacia ella—. ¿Qué has andado haciendo?

—Mocky… ¿Yo…?

—Toma tu café.

Ella se sirvió una taza, la dejó a mitad de camino hacia su boca.

—¿No tiene sedantes?

—¿Crema de cacao o crema de café? —él levantó dos vasos pequeños—. A menos que pienses que también el alcohol es un truco. Oh, hay algunos guisantes y salchichas que quedaron de la cena. Tuve compañía.

Ella sacudió la cabeza.

—Cacao solamente.

El diminuto vaso siguió al café a través del haz.

—He tenido un día absolutamente espantoso —dijo él, cruzando las manos—. Nada de trabajo durante toda la tarde, invitados a cenar con ganas de discutir, y después un diluvio de llamadas desde el momento en que se fueron. Hace sólo diez minutos que me fui a dormir. —Sonrió—. ¿Y qué tal fue tu noche?

—Mocky… fue terrible.

El doctor T’mwarba sorbió su licor.

—Bien. De otro modo jamás te hubiera perdonado que me despertaras.

Ella sonrió a pesar de sí misma.

—Siempre puedo… c-c-contar con tu comprensión, Mocky.

—Puedes contar con mi buen sentido y mi sólido consejo psiquiátrico. ¿Comprensión? Lo siento, no después de las once y media. Siéntate. ¿Qué pasó?

Un gesto final de su mano hizo aparecer una silla detrás de ella. El borde del asiento le golpeó la parte posterior de las rodillas y ella se sentó.

—Ahora deja de tartamudear y cuéntame. Superaste el tartamudeo cuando tenías quince años —la voz de él se había vuelto muy suave y segura.

Ella tomó otro sorbo de café.

—El código, ¿recuerdas ese código en el que estaba trabajando?

El doctor T’mwarba se dejó caer en una amplia hamaca de cuero y se echó hacia atrás los mechones de pelo blanco, aún desordenado por el sueño.

—Recuerdo que el gobierno te pidió que trabajaras en algo. Te mostraste bastante desdeñosa con todo el asunto.

—Sí. Y… bien, no se trata del código, que es un lenguaje, dicho sea de paso; pero esta noche, es-estuve… hablando con el general a cargo, el general Forester, y sucedió, quiero decir… sucedió otra vez… ¡sucedió, y yo supe!

—¿Supiste, qué?

—¡Tal como la última vez, supe qué estaba pensando!

—¿Le leíste el pensamiento?

—No. No, ¡fue como la última vez! Por lo que hacía, yo podía saber lo que estaba diciendo…

—Ya has tratado de explicármelo antes, pero sigo sin entender, a menos que se trate de alguna clase de telepatía.

Ella sacudió negativamente la cabeza. El doctor T’mwarba entrelazó los dedos y se reclinó hacia atrás. De repente Rydra dijo con voz pareja:

—«Ahora sí tengo una idea de lo que estás tratando de decir, querida, pero tú tendrás que ponerlo en palabras». Eso es lo que estabas por decir, Mocky, ¿no es cierto?

T’mwarba arqueó sus cejas blancas.

—Sí, eso era. ¿Dices que no me leíste la mente? Ya me lo has demostrado varias veces…

—Yo sé lo que estás tratando de decir y tú no sabes lo que yo estoy tratando de decir. ¡No es justo! —ella casi se levantó de su silla.

Los dos dijeron al unísono:

—Por eso eres una poeta tan exquisita.

—Lo sé, Mocky —continuó Rydra—. Tengo que elaborar cuidadosamente las cosas en mi mente y ponerlas en mis poemas, para que la gente comprenda. Pero eso no es lo que he estado haciendo durante los últimos diez años. ¿Sabes qué es lo que hago? Escucho a la gente, a los tropezones con sus ideas y frases a medio hacer, y con todos sus torpes sentimientos que no saben expresar, y eso me duele. Así que me voy a casa y pulo y fundo y lo acoplo a un encuadre rítmico, hago relucir los colores opacos, y enmudezco la ostentosa artificialidad convirtiéndola en suaves colores pastel para que no sea tan hiriente: ése es mi poema. Sé qué es lo que quieren decir, y lo digo por ellos.

—La voz de tu época —dijo T’mwarba.

Ella dijo algo irreproducible. Cuando terminó de hacerlo, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Lo que yo quiero decir, lo que yo quiero expresar, no puedo… —otra vez sacudió la cabeza—. No puedo decirlo.

—Tendrás que hacerlo, si quieres seguir creciendo como poeta.

Ella asintió.

—Mocky, hasta hace un año ni siquiera me había dado cuenta de que estaba expresando ideas de otros. Creía que eran mías.

—Todos los escritores jóvenes de algún valor pasan por eso. Así es como se aprende el oficio.

—Y ahora tengo cosas que decir que son totalmente mías. No son cosas que otra gente ha dicho antes, puestas de modo original. Y tampoco son violentas contradicciones de lo que otra gente ha dicho, que finalmente sería lo mismo. Son cosas nuevas… y siento un miedo mortal.

—Todos los jóvenes escritores que se transforman en escritores maduros tienen que pasar por eso.

—Es fácil repetir lo que la gente dice, pero es difícil decirlo, Mocky.

—Está bien que estés aprendiendo eso. ¿Por qué no empiezas por decirme cómo funciona este… este asunto de saber lo que el otro va a decir?

Ella quedó en silencio durante cinco, diez segundos.

—Está bien. Trataré. Justo antes de salir del bar, estaba allí de pie, mirándome al espejo, y el camarero se acercó y me preguntó si me pasaba algo.

—¿Se dio cuenta de que estabas perturbada?

—No se dio cuenta de nada. Me miró las manos. Estaba aferrada al borde del mostrador y se me estaban poniendo blancas. No tenía que ser un genio para imaginarse que algo raro pasaba en mi cabeza.

—Los camareros son bastante sensibles ante esa clase de indicios. Es parte de su trabajo —él terminó su café—. ¿Se te ponían blancos los dedos? Bien, ¿qué era lo que este general te estaba diciendo…, o qué era lo que no te decía, que sí quería decirte?

En la mejilla de ella un músculo se crispó dos veces, y el doctor T’mwarba pensó: «¿Tendría que poder interpretar ese movimiento más específicamente que como simple nerviosismo?».

—Era un hombre brusco, rígido, eficiente —explicó ella—, probablemente soltero, con una carrera militar y con toda la inseguridad que eso implica. Alrededor de los cincuenta años, sintiéndose raro por eso. Entró en el bar donde se suponía que debíamos encontrarnos: sus ojos se entrecerraron, después se abrieron, una de sus manos descansaba contra la pierna y los dedos se le crisparon repentinamente, después se extendieron; disminuyó el paso cuando entró, pero después se aceleró cuando estaba a tres pasos de mí, y me estrechó la mano como con miedo de romperla.

La sonrisa de T’mwarba se convirtió en carcajada.

—¡Se enamoró de ti! —Ella asintió—. Pero ¿por qué diablos tiene que perturbarte eso? Creo que tendrías que sentirte halagada.

—¡Oh, pero si fue así! —ella se inclinó hacia adelante—. Me sentí halagada. Y pude seguir todo el asunto en su cabeza. Una vez, mientras él trataba de concentrar sus ideas en el código, Babel-17, le dije exactamente lo que estaba pensando, sólo para hacerle saber que estaba muy próxima a él. Vi cómo se le ocurría la idea de que tal vez yo estuviera leyéndole la mente…

—Espera un momento. Ésa es la parte que no comprendo. ¿Cómo supiste exactamente lo que estaba pensando?

Ella se llevó una mano al mentón.

—Me lo dijo con esto. Yo había dicho algo acerca de que necesitaba más información para descifrar el lenguaje. Él no quería suministrármela. Yo dije que tendría que hacerlo, porque si no no adelantaríamos nada; era así de simple. Él alzó la cabeza sólo un poquito… para no sacudirla en negación. Si la hubiera sacudido negativamente, frunciendo ligeramente los labios… ¿qué te parece que hubiera estado diciendo?

El doctor T’mwarba se encogió de hombros.

—¿Que las cosas no eran tan simples como tú pensabas?

—Sí. Entonces hizo un gesto para no hacer ese otro gesto. ¿Qué significa eso?

El doctor T’mwarba sacudió negativamente la cabeza.

—No hizo ese gesto —dijo Rydra—, porque relacionó el hecho de que las cosas no fueran tan simples con el hecho de que yo estuviera allí con él. Así que en vez de sacudir la cabeza, la alzó un poquito.

—Algo como: «Si fuera tan simple no la necesitaríamos» —sugirió T’mwarba.

—Exactamente. Ahora bien, mientras alzaba la cabeza, hizo una brevísima pausa a mitad de camino. ¿Te das cuenta de lo que eso añade?

—No.

—Si fuera tan simple… ahora la pausa… si sólo fuera tan simple, no la hubiéramos llamado —entrecruzó las manos en su regazo—. Y eso fue lo que yo le dije; entonces su mandíbula se crispó.

—¿Por la sorpresa?

—Sí. Y fue entonces cuando se preguntó, por un instante, si no estaba leyéndole la mente.

El doctor T’mwarba sacudió la cabeza.

—Es demasiado exacto, Rydra. Lo que estás describiendo es una lectura muscular, que puede ser bastante exacta, especialmente cuando se conoce el área lógica en la que se centran las ideas de esa persona. Pero aun así… es demasiado exacto. Volviendo a la razón de tu perturbación, ¿tu modestia se vio ofendida por la atención de ese… audaz oficial estelar?

Ella respondió con algo que no era modesto ni tímido. El doctor T’mwarba se mordió los labios, preguntándose si ella se habría dado cuenta.

—No soy una niñita —dijo ella—. Además, él no estaba pensando en nada demasiado audaz. Como ya dije, me sentí halagada. Cuando le hice esa pequeña broma, sólo estaba tratando de demostrarle hasta qué punto nos comunicábamos. Me pareció encantador. Y si hubiera podido ver tan claro como yo, se habría dado cuenta de que lo que sentía por él era afecto y buena disposición. Sólo que cuando salía…

El doctor T’mwarba sintió una nota áspera infiltrándose en la voz de ella.

—… cuando salía, lo último que pensó fue: «Ella no lo sabe, no le comuniqué absolutamente nada».

Se le oscurecieron los ojos… no, se inclinó ligeramente hacia adelante y entrecerró los párpados y sus ojos parecieron más oscuros. Él había visto ese gesto miles de veces desde que aquella chica flacucha, autista, con doce años, había llegado a él para neuroterapia, que había evolucionado a psicoterapia y luego a amistad. Ésta era la primera vez que comprendía la mecánica del efecto. La precisión de observación de ella lo había inspirado para observar más atentamente a los demás. Pero sólo después de que la terapia había terminado oficialmente se había cerrado el círculo, y sólo desde entonces podía observarla a ella con igual atención. ¿Qué significaba ese oscurecimiento aparte de un cambio? Él sabía que alrededor de sí había miles de indicios de su personalidad, indicios que ella leía como un microscopio. Rico y mundano, él había conocido a muchas personas tan famosas como ella. La fama no lo impresionaba, pero a menudo ella sí.

—Creyó que yo no había comprendido. Creyó que no había comunicado nada. Y yo estaba furiosa. Estaba herida. Todos los malentendidos que aquejan al mundo y que separan a las personas saltaban ante mis ojos, esperando que yo los desentrañara, que los explicara, y no pude. No sabía las palabras, la gramática, la sintaxis. Y…

Algo más sucedía en su rostro oriental, y él se esforzó por percibirlo.

—¿Sí? —dijo él.

—Babel-17.

—¿El lenguaje?

—Sí. ¿Te acuerdas de lo que solía llamar mi «don»?

—¿Quieres decir que de repente comprendiste el lenguaje?

—Bien, el general Forester acababa de decirme que lo que me habían dado no era un monólogo, sino un diálogo, hecho que yo desconocía. Eso se amoldó a algunas otras cosas que yo tenía en un rincón de mi mente. Me di cuenta de que podía discernir en qué punto cambiaban las voces. Y entonces…

—¿Lo comprendes?

—Comprendo algunas cosas mucho mejor que esta tarde. Pero hay algo en ese lenguaje que me asusta mucho más que el general Forester.

Una expresión de perplejidad invadió el rostro de T’mwarba.

—¿En el lenguaje mismo? —ella asintió—. ¿Qué es?

El músculo de la mejilla de ella se volvió a crispar.

—Para empezar, creo que sé dónde ocurrirá el próximo accidente.

—¿Accidente?

—Sí. El próximo sabotaje que planean los Invasores, si es que son los Invasores, hecho del que no estoy muy segura. Pero el lenguaje mismo… es… es extraño.

—¿Cómo?

—Pequeño —dijo ella—. Apretado. Conciso… Eso no te dice nada, ¿no es cierto? Quiero decir, ¿con respecto a un lenguaje?

—¿Que sea compacto? —preguntó el doctor T’mwarba—. Yo diría que es una buena cualidad para una lengua hablada.

—Sí —dijo ella, y la sibilante se transformó en un suspiro—. ¡Mocky, tengo miedo!

—¿Por qué?

—Porque voy a tratar de hacer algo, y no sé si puedo o no.

—Si vale la pena intentarlo, tienes que sentir un poco de miedo. ¿Qué vas a hacer?

—Lo decidí en el bar, y me pareció que sería mejor hablarlo con alguien antes. Habitualmente, eso significa hablar contigo.

—Suelta.

—Voy a resolver por mí misma todo este asunto de Babel-17… —T’mwarba inclinó la cabeza hacia la derecha—… porque tengo que averiguar quién habla esta lengua, de dónde viene y qué es lo que está tratando de decir.

La cabeza de él se torció hacia la izquierda.

—¿Por qué? —continuó ella—. Bien, la mayoría de los textos dicen que el lenguaje es un mecanismo para expresar las ideas, Mocky. Pero el lenguaje es idea. La idea es una información a la que se le da forma. La forma es el lenguaje. La forma de este lenguaje es… sorprendente.

—¿Qué es lo que te sorprende?

—Mocky, cuando aprendes otra lengua aprendes el modo en el que otra gente ve el mundo, el universo… —él asintió—. Y por lo que veo a través de este lenguaje, empiezo a ver… demasiado.

—Suena muy poético.

Ella se rió.

—Siempre me dices eso para traerme de vuelta a la tierra —dijo.

—Algo que no tengo que hacer muy a menudo. Los buenos poetas tienden a ser prácticos y aborrecen el misticismo.

—Algo así como tratar de denunciar la realidad, imagínate —dijo ella—. Sólo que como la poesía trata de tocar algo real, tal vez esto sea poético.

—Está bien. Sigo sin entender. Pero ¿de qué modo te propones resolver el misterio de Babel-17?

—¿De veras quieres saberlo? —dejó caer las manos sobre las rodillas—. Voy a conseguir una nave espacial, una tripulación, y voy a ir a la escena del próximo accidente.

—Está bien, tienes credencial de Capitán Interestelar. ¿Puedes financiar la empresa?

—El gobierno la financiará.

—Excelente. Pero ¿por qué?

—Conozco más de media docena de lenguajes de los Invasores. Babel-17 no es uno de ellos. Tampoco es un lenguaje de la Alianza. Quiero descubrir quién habla esa lengua… porque quiero descubrir quién, o qué, en el universo piensa de ese modo. ¿Crees que puedo?

—Toma otra taza de café —estiró la mano hacia atrás y envió otra garrafa flotando en dirección a ella—. Ésa es una buena pregunta. Tenemos que considerar un montón de cosas. Tú no eres la persona más estable del mundo… Dirigir la tripulación de una nave requiere una clase de psicología especial, que tú tienes. Tu credencial, si mal no recuerdo, fue resultado de ese extraño… eh, matrimonio tuyo, un par de años atrás. Pero sólo usaste una tripulación automática. Para un viaje de esta magnitud, ¿no tendrás que utilizar gente de Transporte?

Ella asintió.

—Casi siempre —continuó el doctor— he tratado con personas de Aduana. Tú eres más o menos Aduana.

—Mis dos padres eran Transporte. Yo fui Transporte hasta la época del embargo.

—Es verdad. Supongamos que te digo: «sí, puedes hacerlo»…

—Te diría «gracias», y saldría mañana.

—Supongamos que te digo que me gustaría tomarme una semana para controlar tus psicoíndices con un microscopio, mientras te tomas unas vacaciones en mi casa sin dar clases ni conferencias públicas ni cocktails

—Te diría «gracias». Y saldría mañana.

Él hizo una mueca.

—Entonces, ¿por qué me molestas?

—Porque… —se encogió de hombros—, porque mañana voy a estar más ocupada que el diablo… y no tendré tiempo de despedirme.

—Oh.

La tensión de la mueca se distendió en una sonrisa.

Y el doctor volvió a pensar en el pájaro myna. Rydra, delgada, de trece años, desgarbada, había irrumpido a través de la puerta triple del invernáculo con esa cosa nueva llamada risa que acababa de descubrir en su boca. Y él se sintió paternalmente orgulloso de que aquel casi cadáver que le habían confiado seis meses antes fuera ahora otra vez una muchacha, con el cabello muy corto y enfurruñamientos y berrinches y preguntas y caricias para los dos hamsters a los que había llamado Lump y Lumpkin. El aire acondicionado apretaba los arbustos contra el vidrio, y el sol pasaba a través del tejado de vidrio. Ella había dicho:

—¿Qué es eso, Mocky?

Y él, sonriéndole, bañado por el sol y vestido con shorts blancos y una superflua remera, le respondió:

—Es un pájaro myna. Te hablará. Salúdalo.

El ojo negro estaba muerto como una pasa de uva, con una cabecita de alfiler de luz viva en un rincón. Las plumas relucían y el pico ahusado pendía sobre una lengua ancha. Ella torció la cabeza como lo había hecho el pájaro, y susurró:

—Hola.

El doctor T’mwarba, para darle una sorpresa, lo había entrenado durante dos semanas, recompensándolo con lombrices frescas. El pájaro zumbó, mirando por encima de su hombro izquierdo:

—Hola, Rydra, es un hermoso día y me siento feliz.

Ella gritó. Así de inesperado.

Él había supuesto que ella se echaría a reír. Pero tenía el rostro contorsionado, empezó a golpear algo con los puños, se tambaleó hacia atrás, cayó. El grito era áspero en sus pulmones casi vacíos, se ahogó, volvió a resonar con aspereza. Él corrió a recoger la figura agitada, histérica, mientras el zumbido de la voz del pájaro servía de fondo a los gemidos de la niña: «Es un hermoso día y me siento feliz».

Él ya había visto ataques agudos de ansiedad. Pero éste lo conmovió. Cuando más tarde ella pudo hablar acerca del episodio, lo único que dijo —tensa, con los labios blancos— fue:

—¡Me asustó!

Y eso hubiera sido todo, si el condenado pájaro no se hubiera escapado tres días más tarde y no se hubiera posado en la red de la antena que él y Rydra habían instalado para el aparato amateur de radioestasis con el que ella escuchaba las comunicaciones hiperestáticas de las naves de transporte que atravesaban este ramal de la galaxia. El pájaro se enredó una pata y un ala y empezó a debatirse, golpeando una de las líneas electrificadas de tal modo que se podían ver las chispas aun bajo la luz del sol.

—¡Tenemos que sacarlo de allí! —había gritado Rydra. Se cubría la boca con los dedos pero, mientras miraba al pájaro, el doctor vio que empalidecía debajo del bronceado.

—Yo me ocuparé, querida —le dijo él—. Tú quédate tranquila.

—Si toca esa línea un par de veces más, ¡morirá!

Pero él ya había entrado en busca de una escalera. Cuando salió, se detuvo. Ella ya estaba a cuatro quintos de la altura del cable, trepada en el árbol catalpa que sombreaba una esquina de la casa. Quince segundos más tarde, el doctor la vio estirarse, retroceder, estirarse otra vez en dirección a las plumas del pájaro. Él sabía condenadamente bien que ella no tenía miedo de la línea: ella misma la había fijado. Chispas otra vez. Eso la decidió, y asió al pájaro. Un minuto más tarde atravesaba el patio, sosteniendo al estropeado pájaro lejos de su cuerpo. Tenía el rostro tan pálido como si lo hubiera sumergido en cal.

—Tómalo, Mocky —dijo casi sin voz, con labios temblorosos—, antes de que diga algo y yo empiece a los gritos otra vez.

Y ahora, trece años más tarde, otra cosa le hablaba, y ella decía que tenía miedo. Él sabía hasta qué punto ella podía estar asustada, pero también sabía con cuánto coraje podía enfrentarse a sus miedos.

—Adiós —dijo él—. Me alegra que me hayas despertado. Estaría tan furioso como un gallo mojado si no hubieras venido.

—Gracias a ti, Mocky —dijo ella—. Yo sigo asustada.

III

Danil D. Appleby, quien raramente pensaba en sí mismo con ese nombre —era un funcionario de Aduana—, miró fijamente la orden a través de sus anteojos con armazón de acero y con una mano se revolvió el pelo rojo y cortado a cepillo.

—Bien, aquí dice que puede hacerlo si quiere.

—¿Y?

—Y está firmada por el general Forester.

—Entonces espero que usted coopere.

—Pero tengo que aprobar…

—Entonces venga conmigo y apruebe allí mismo. No tengo tiempo de presentar los informes y esperar que los procesen.

—Pero no hay modo…

—Sí que lo hay. Venga conmigo.

—Pero, señorita Wong, yo no acostumbro a andar por el sector Transporte de la ciudad de noche.

—A mí me gusta. ¿Asustado?

—No exactamente. Pero…

—Tengo que tener una nave y su tripulación para mañana. Y ésta es la firma del general Forester, ¿de acuerdo?

—Supongo que sí.

—Entonces, venga. Tiene que aprobar mi tripulación.

Insistente y rezongando respectivamente, Rydra y el funcionario salieron del edificio de bronce y vidrio.

Esperaron el monorriel durante casi seis minutos. Cuando descendieron, las calles eran más pequeñas y del cielo caía el ininterrumpido gemido de las naves. Depósitos y negocios de reparación y repuestos, desvencijados edificios de departamentos y casas de pensión. Una calle más ancha cruzaba a ésta, colmada de tráfico, vehículos de carga y oficiales estelares. Pasaron entre luces de neón, restaurantes de muchos mundos, bares y burdeles. En el apiñamiento, el funcionario de Aduana enderezó los hombros y caminó más rápido para adecuarse al paso de las largas piernas de Rydra.

—¿En dónde se propone encontrar…?

—¿A mi piloto? Eso es lo que quiero conseguir primero.

Se detuvo en una esquina, se puso las manos en los bolsillos de sus pantalones de cuero y miró a su alrededor.

—¿Ha pensado en alguien en especial?

—Estoy pensando en varias personas. Por aquí.

Entraron en una calle más angosta, más frecuentada, más brillantemente iluminada.

—¿Dónde vamos? ¿Conoce esta zona?

Pero ella se rió, deslizó su brazo en el de él y, como una bailarina que guiara a su acompañante, lo encaminó hacia una escalera de acero.

—¿Aquí? —dijo él.

—¿Ha estado antes aquí? —le preguntó ella, con una inocente ansiedad que le hizo sentir por un momento que era él quien la llevaba.

Él sacudió negativamente la cabeza.

Del café del sótano surgió una mancha negra: un hombre de piel de ébano, con gemas rojas y verdes engarzadas en pecho, rostro, brazos y muslos. Húmedas membranas, también enjoyadas, caían de sus brazos, ondulando en delgadas puntas cuando se apresuró a subir las escaleras.

Rydra lo tomó del hombro.

—¡Eh, Lome!

—¡Capitán Wong! —la voz era aguda, los blancos dientes afilados como agujas. Se dio vuelta hacia ella con las aspas extendidas. Sus puntiagudas orejas se deslizaron hacia adelante—. ¿Para qué está aquí?

—Lome, ¿Brass lucha esta noche?

—¿Quiere verlo? Sí, Skipper, contra el Dragón de Plata, y es una lucha pareja. Eh, la busqué en Deneb. También compré su libro. No sé leer mucho, pero lo compré. Y no la encontré. ¿Dónde ha estado estos seis meses?

—En la Tierra, enseñando en la Universidad. Pero ahora vuelvo a salir.

—¿Busca a Brass como piloto? ¿Piensa ir hacia Specelli?

—Así es.

Lome le rodeó los hombros con un negro brazo y la membrana la abrigó como un manto.

—Cuando quiera ir a César, busque a Lome de piloto. Conozco César… —sacudió la cabeza—. Nadie lo conoce mejor.

—Cuando vaya, te buscaré. Pero ahora se trata de Specelli.

—Entonces le irá bien con Brass. ¿Ha trabajado con él antes?

—Nos emborrachamos juntos una vez que los dos estuvimos en cuarentena durante una semana en uno de los planetoides Cygnet. Aparentemente, sabía de qué estaba hablando.

—Charla, charla, charla —dijo desdeñosamente Lome—. Sí, la recuerdo, capitán que habla. Vaya y vea luchar a ese hijo de perra; entonces sabrá qué clase de piloto es.

—Eso es lo que he venido a hacer —asintió Rydra.

Se volvió hacia el funcionario, que se encogió contra la baranda de acero. «Dios», pensó él, «¡ahora va a presentarme!». Pero ella irguió la cabeza, esbozando una sonrisa, y se volvió hacia el negro.

—Te veré otra vez, Lome, cuando vuelva a casa.

—Sí, sí, eso es lo que usted dice siempre. Pero en seis meses no la he visto… —se rió—. Pero usted me gusta, señora capitán. Alguna vez lléveme a César y entonces verá.

—Cuando yo vaya, tú vas, Lome.

Una aguda miradita de soslayo.

—Ir, ir, dice usted. Yo debo irme ahora. Adiós, señora capitán —se inclinó y se rozó la cabeza a modo de saludo—. Capitán Wong —y desapareció.

—No debería temerle —dijo Rydra al funcionario.

—Pero él… —mientras buscaba las palabras, se preguntó: «¿Cómo lo sabe ella?»—. ¿De dónde demonios viene?

—Es terráqueo. Aunque creo que nació en ruta desde Arturo hacia uno de los Centauros. Su madre era Control, creo, si es que no me mintió también en eso. Lome es un gran cuentero.

—¿Quiere decir que todo ese aspecto es cosmetocirugía?

—Ajá. —Rydra empezó a bajar la escalera.

—Pero… ¿por qué diablos se hacen esas cosas? Todos ellos son tan excéntricos… Es por eso que la gente decente no quiere tener nada que ver con ellos.

—Los marineros solían tatuarse. Además, Lome no tiene otra cosa que hacer. Dudo que haya trabajado como piloto durante los últimos cuarenta años.

—¿No es buen piloto? ¿Y qué fue todo eso acerca de la nebulosa de César?

—Estoy segura de que la conoce. Pero tiene por lo menos ciento veinte años. Después de los ochenta los reflejos empiezan a disminuir, y ése es el fin de una carrera de piloto. Lo único que hace es ir de ciudad puerto a ciudad puerto, viviendo a expensas de alguien. Sabe todo lo que le pasa a todo el mundo, es bueno para los chismes y los consejos.

Entraron al café por una rampa que zigzagueaba por encima de las cabezas de los clientes que bebían en el mostrador o en las mesas, nueve metros más abajo. Por encima y hacia un costado, una esfera de quince metros flotaba como humo bajo la luz de los reflectores. Rydra paseó su mirada del globo al funcionario.

—El espectáculo todavía no ha comenzado —dijo.

—¿Allí es donde se llevan a cabo esas luchas?

—Así es.

—¡Pero se supone que eso es ilegal!

—Nunca se aprobó la ley. Después del debate, la archivaron.

—Oh.

El funcionario parpadeó mientras descendían entre los joviales trabajadores de transporte. La mayoría eran hombres y mujeres comunes, pero los resultados de la cosmetocirugía eran suficientes como para hacerle abrir grandes los ojos.

—¡Jamás he estado en un lugar así! —susurró.

Criaturas anfibias o reptiles discutían y reían con grifos y esfinges de piel metálica.

—¿Dejan su ropa aquí? —sonrió la chica del guardarropa. Su piel desnuda era verde y acaramelada, su pelo se enrollaba en una pila inmensa, como algodón rosado. Sus senos, ombligo y labios refulgían.

—No lo creo —dijo rápidamente el funcionario de Aduana.

—Al menos quítese los zapatos y la camisa —dijo Rydra, desprendiéndose de su blusa—. La gente pensará que es muy raro.

Se agachó, se enderezó y entregó sus sandalias por encima del mostrador. Había empezado a desabrocharse la hebilla del cinturón cuando percibió la desesperada expresión de su compañero, sonrió, y volvió a abrocharse.

Cuidadosamente él se quitó la chaqueta, el chaleco, la camisa y la camiseta. Estaba a punto de desatarse el lazo de los zapatos cuando alguien lo tomó del brazo.

—¡Eh, Aduana!

El funcionario se encontró ante un hombre enorme y desnudo, de cara marcada de viruela y con un ceño tan fruncido que parecía una rajadura en una corteza podrida. Su único adorno era una hilera de luces de luciérnagas mecánicas que se agrupaban formando diseños sobre su pecho, hombros, piernas y brazos.

—¿Sí, perdón? —dijo el funcionario.

—¿Qué está haciendo aquí, Aduana?

—Señor, yo no lo estoy molestando.

—Y yo no lo estoy molestando a usted, Aduana. Lo invito a un trago, Aduana. Estoy tratando de ser amistoso.

—Muchas gracias, pero preferiría…

—Me estoy mostrando amistoso. Usted no. Si usted no se muestra amistoso, Aduana, yo tampoco lo haré.

—Bien, estoy con alguien… —miró desesperadamente a Rydra.

—Vamos. Entonces los dos vengan a tomar un trago. Yo invito. Verdaderamente amistoso, maldito sea.

Su otra mano cayó sobre el hombro de Rydra, pero ella lo agarró de la muñeca. Los dedos se abrieron a causa del estelarímetro lleno de medidas que tenía injertado en la palma.

—¿Navegante?

Él asintió y ella le soltó la mano, que aterrizó sobre su hombro.

—¿Por qué está tan «amistoso» esta noche?

El hombre, intoxicado, sacudió la cabeza. Tenía el pelo anudado en una gruesa trenza negra que le caía sobre la oreja izquierda.

—Sólo soy amistoso con Aduana. Ustedes me gustan.

—Gracias. Invítenos con ese trago y yo le invitaré con otro como retribución.

Él asintió pesadamente y sus ojos verdes se entrecerraron. Estiró la mano y tomó entre los dedos el disco dorado que ella llevaba entre los senos, colgado de una cadena.

—¿Capitán Wong?

Ella asintió.

—Mejor no mezclarse con usted, entonces… —se rió—. Venga capitán, y yo les compraré a usted y a Aduana algo que los hará felices.

Se abrieron paso hasta el mostrador. Esa bebida verde que se servía en vasos pequeños en los establecimientos respetables, aquí se servía en jarros.

—¿Por quién apostarán en la contienda entre el Dragón y Brass? Y si dicen que por el Dragón, les arrojaré esto en la cara. Es una broma, por supuesto, capitán.

—No apuesto —dijo Rydra—. Contrato. ¿Conoces a Brass?

—Fui navegante en su último viaje. Volvimos hace una semana.

—¿Estás tan amistoso por la misma razón que él va a luchar?

—Se podría decir que sí.

El funcionario de Aduana se rascó el cuello con aspecto perplejo.

—En su último viaje, a Brass le fue muy mal —le explicó Rydra—. La tripulación está fuera de servicio. Brass está en exhibición esta noche… —se volvió hacia el Navegante—. ¿Habrá muchos capitanes que quieran contratarlo?

Él se puso la lengua detrás del labio superior, bizqueó y agachó la cabeza. Se encogió de hombros.

—¿Soy la única con la que te has encontrado que tenga interés en Brass?

Un gesto afirmativo y un largo trago de licor.

—¿Cómo te llamas?

—Calli, Navegante Dos.

—¿Dónde están tu Uno y Tres?

—Tres anda por aquí emborrachándose. Uno era una dulce chica llamada Cathy O’Higgins. Está muerta.

Terminó su trago y se estiró para buscar otro.

—Yo invito —dijo Rydra—. ¿Por qué está muerta?

—Nos topamos con Invasores. Los únicos que no estamos muertos: Brass, yo, Tres y nuestro Ojo. Perdimos el equipo completo y a Control. Un Control condenadamente bueno. Capitán, fue un mal viaje. El Ojo se vino abajo sin la Oreja y la Nariz. Habían estado descorporizados durante diez años juntos. Ron, Cathy y yo habíamos estado triplados sólo durante dos meses. Pero aun así… —sacudió la cabeza—. Es muy malo.

—Llama a tu Tres —dijo Rydra.

—¿Por qué?

—Estoy buscando una tripulación completa.

Calli arrugó la frente.

—Ya no tenemos Uno —dijo.

—¿Y se van a quedar así, apáticos, para siempre? Vayan a la Morgue.

Calli hizo «uf».

—Si quiere ver a mi Tres, venga.

Rydra se encogió de hombros en gesto de aquiescencia, y el funcionario de Aduana los siguió.

—¡Eh, estúpido, date vuelta!

El chico que giró en la banqueta del bar tendría unos diecinueve años. Al funcionario le recordó un nudo de bandas metálicas. Calli era un hombre grande, cómodo…

—Capitán Wong, éste es Ron, el mejor Tres del Sistema Solar.

… pero Ron era pequeño, delgado, con una definición muscular pavorosamente marcada: pectorales como acanaladas láminas de metal bajo una piel tensa y cerosa, estómago marcado como una manguera, brazos como cables trenzados. Hasta los músculos faciales sobresalían detrás del mentón y se agrupaban en las separadas columnas de su cuello. Estaba desgreñado, el pelo como estopa, y tenía ojos de color zafiro; pero la única cosmetocirugía visible era una brillante rosa que emergía de su hombro. Esbozó una rápida sonrisa y se tocó la frente con un dedo para saludar. Tenía las uñas roídas, en dedos que parecían pedazos de soga blanca anudada.

—El capitán Wong está buscando una tripulación.

Ron cambió de posición en la banqueta, alzando un poco la cabeza; todos los otros músculos de su cuerpo se movieron también, como serpientes sumergidas en leche.

—No tenemos Uno —dijo Ron. Su sonrisa fue otra vez rápida y triste.

—¿Y si yo consigo un Uno para ustedes?

Los Navegantes se miraron. Calli se volvió hacia Rydra y se restregó un lado de la nariz con el pulgar.

—Usted sabe cómo son las cosas con un triple como el nuestro…

Rydra se tomó la mano izquierda con la derecha.

—Tienen que ser así —dijo—. Mi elección estará sujeta a la aprobación de ustedes, por supuesto.

—Bien, es bastante difícil que otra persona…

—Es imposible. Pero ésa es la opción. Sólo hago sugerencias. Pero mis sugerencias son condenadamente buenas. ¿Qué dicen?

El pulgar de Calli se movió de la nariz al lóbulo de la oreja. Se encogió de hombros.

—No puede hacernos una oferta mejor.

Rydra miró a Ron. El chico puso un pie sobre la banqueta, se abrazó la rodilla y atisbó por encima de su rótula.

—Digo, veamos cuál es su sugerencia —dijo.

—Es justo —asintió ella.

—Ya sabes que los trabajos para triples desarmados no son muy comunes —dijo Calli, rodeando los hombros de Ron.

—Sí, pero…

—Vamos a mirar el combate —dijo Rydra, alzando la vista.

Toda la gente que estaba ante el mostrador levantó la cabeza. En las mesas, los patrones reclinaron los respaldos. El jarro de Calli tintineó sobre el bar y Ron puso ambos pies sobre la banqueta y se reclinó contra el mostrador.

—¿Qué es lo que están mirando? —preguntó el funcionario de Aduana—. ¿Dónde está todo el mundo…?

Rydra le puso la mano en la nuca y le hizo algo. Él se rió y alzó la cabeza; inspiró profundamente y luego dejó salir el aire lentamente.

El globo de humo, colgado de la cúpula, estaba bañado en luces de colores. El recinto estaba en penumbras. Miles de vatios bañaban la superficie plástica y relucían en los rostros que observaban desde abajo a medida que se desvanecía el humo en el interior de la brillante esfera.

—¿Qué sucederá? —preguntó el funcionario de Aduana—. ¿Allí es donde luchan…?

Rydra pasó la mano por encima de la boca de él, que casi se tragó la lengua pero se quedó callado.

Y apareció el Dragón de Plata, las alas agitándose en el humo, plumas plateadas como espadas apretadas, escamas sacudiéndose sobre las grandes ancas: se estremeció su enorme cuerpo de tres metros, serpenteando en el campo antigravitatorio, sus verdes labios plegados en una sonrisa desdeñosa y los plateados párpados agitándose sobre las verdes órbitas.

—¡Es una mujer! —exclamó el funcionario de Aduana.

Un apreciativo barullo de dedos que chasqueaban surgió del público. El humo ondulaba en el globo…

—Ése es nuestro Brass —susurró Calli.

… Y Brass bostezó y sacudió la cabeza, marfilinos dientes de sable reluciendo con la saliva, músculos encorvados en hombros y piernas, garras de bronce de doce centímetros desenvainadas de sus zarpas de felpa amarilla. Debajo de ellas, sobre su estómago, se ceñían unas apretadas cinchas. La cola lengüetada golpeaba contra las paredes de la esfera. Su melena, recogida para prevenir tirones, caía como agua.

Calli apretó el hombro del funcionario.

—¡Chasquee los dedos, hombre! ¡Ése es nuestro Brass!

El funcionario, que jamás había podido hacer chasquear los dedos, casi se rompió la mano.

El globo se volvió rojo. Los dos pilotos se enfrentaron. Las voces se aquietaron. El funcionario paseó su mirada desde el techo hasta los rostros que lo rodeaban. Todo el mundo miraba hacia arriba. El Navegante Tres estaba encogido en posición fetal en la banqueta del mostrador. Un movimiento de cobre: también Rydra bajó la mirada para echar un vistazo a los delgados brazos encorvados y a los estriados muslos del muchacho que tenía una rosa en el hombro.

Arriba, los contrincantes se encogían y estiraban, circulando. Un repentino movimiento del Dragón y Brass retrocedió para impulsarse desde la pared.

El funcionario de Aduana tomó algo.

Las dos formas chocaron, se amarraron, giraron contra una pared y rebotaron. La gente empezó a patear el piso. Brazo sobre brazo, pierna sobre pierna, hasta que Brass, como un remolino, se liberó de ella y salió expelido hacia la pared superior de la esfera. Sacudiendo la cabeza, se incorporó. Abajo de él, alerta, el Dragón se retorcía, la ansiedad sacudía sus alas. Brass saltó desde el techo, se dio vuelta repentinamente y atrapó al Dragón con sus patas traseras. Ella se tambaleó, debilitada. Los dientes de sable atacaron y erraron.

—¿Qué están tratado de hacer? —susurró el funcionario—. ¿Cómo se puede saber quién está ganando?

Miró hacia abajo una vez más: lo que había tomado era el hombro de Calli.

—Cuando uno de los dos puede arrojar al otro contra una pared, tocando la pared opuesta solamente con una extremidad en el rebote —explicó Calli sin bajar la vista—, eso es una caída.

El Dragón de Plata hizo ondular el cuerpo como una vara de metal doblada y luego suelta, y Brass salió despedido, despatarrado, hasta golpear la pared del globo. Pero cuando ella se deslizó hacia atrás para recibir el impacto en una sola pierna, perdió el equilibrio y tocó la superficie con ambas extremidades.

La expectación del público disminuyó. Chasqueos de estímulo; Brass se recuperó, saltó, la empujó hacia la pared, pero también el rebote resultó demasiado fuerte y aterrizó sobre tres de sus miembros.

Giros en el centro otra vez. El Dragón hizo una mueca, se estiró, se sacudió las escamas. Brass miró ceñudo, escrutándola con ojos que eran como monedas de oro encapuchadas; giró hacia atrás, luego hacia adelante.

El Dragón giró ante su golpe, tocó el globo. Ella buscaba el mundo como si tratara de ascender a una montaña. Brass rebotó levemente, sosteniéndose en una sola zarpa, después volvió a impulsarse.

El globo centelleó, verde, y Calli golpeó el mostrador.

—¡Miren cómo le enseña algunas cosas a esa perra llena de lentejuelas!

Miembros y extremidades se amarraron como en una trenza, y las zarpas se cruzaron hasta que los brazos agotados se sacudieron, separándose. Dos caídas más que no favorecieron a ninguna de las dos partes; después el Dragón de Plata golpeó con la cabeza el pecho de Brass, lo arrojó contra una pared y se recuperó sosteniéndose tan solo con la cola. Abajo, la multitud pateó el piso.

—¡Eso es un foul! —exclamó Calli, dándole un empujón al funcionario—. ¡Es foul, maldita sea!

Pero el globo resplandeció verde otra vez. Oficialmente, la segunda caída era a favor de ella. Cansados ahora, volvieron a girar en la esfera. Dos veces atacó el Dragón y dos veces Brass apartó sus garras o entró la panza para eludirla.

—¿Por qué no lo voltea? —preguntó Calli hacia arriba—. Lo está provocando a muerte… ¡Tómala y pelea!

Como en respuesta, Brass saltó, otra vez proyectando un hombro: lo que hubiera sido una perfecta caída se arruinó porque ella lo tomó de un brazo y él giró, estrellándose torpemente contra la superficie plástica.

—¡No puede hacer eso! —esta vez era el funcionario, que volvió a asir el hombro de Calli—. ¿Puede hacer eso? Me parece que no deberían permitirlo…

Y se mordió la lengua porque Brass se lanzó de nuevo, la levantó de la pared, haciéndola pasar por debajo de sus piernas y, mientras ella se estrellaba contra la superficie, él rebotó sobre su antebrazo y flotó hacia el centro, inclinándose para saludar al público.

—¡Eso es! —gritó Calli—. ¡Dos caídas sobre tres!

El globo volvió a relampaguear, verde. El chasquido de dedos se transformó en aplauso.

—¿Ganó él? —preguntó el funcionario—. ¿Ganó?

—¡Escuchen! ¡Por supuesto que ganó! Hey, vamos a verlo. ¡Venga, capitán!

Rydra ya había empezado a abrirse paso entre la multitud. Ron saltó detrás de ella y Calli, arrastrando al funcionario de Aduana, cerró la marcha. Un tramo de peldaños de mosaico negro los llevó a una habitación con divanes, donde unos grupitos de hombres y mujeres rodeaban a Cóndor, una gran criatura dorada y carmesí que se estaba preparando para luchar contra Ébano, que esperaba solo en un rincón. La salida del ruedo se abrió y Brass apareció sudoroso.

—Hey —llamó Calli—. Hey, eso sí que estuvo grande, muchacho. Y aquí el capitán quiere hablarte.

Brass se estiró, después se dejó caer sobre sus cuatro extremidades, mientras un gruñido suave invadía su garganta. Sacudió la melena, y sus ojos dorados se abrieron muy grandes al reconocer a Rydra.

—¡Ca’itán Wong! —su boca, distendida por la implantación cosmetoquirúrgica de los colmillos, no podía articular una consonante labial explosiva que fuera muda—. ¿Le gustó mi trabajo esta noche?

—Lo suficiente para solicitarte que seas mi piloto hasta Specelli —le tironeó un mechón amarillo detrás de una oreja—. Hace un tiempo me dijiste que me demostrarías de qué eras capaz.

—Sí —asintió Brass—. Me ’arece estar soñando… —se quitó la tela que le servía de taparrabos y se restregó el cuello y los brazos con ella; entonces interceptó la asombrada expresión del funcionario de Aduana—. Es sólo cosmetocirugía —dijo, y siguió restregándose.

—Entrégale tu psicoíndice —le dijo Rydra— y él te aprobará.

—¿Eso significa que ’artimos mañana, Ca’itán?

—Al amanecer.

Brass extrajo una delgada tarjeta metálica del bolsillo de su cinturón.

—Aquí tienes, Aduana.

El funcionario escrutó la inscripción rúnica. En una lámina que sacó de su bolsillo anotó la variación en el índice de estabilidad, pero decidió integrarlo a la suma más exacta que haría más tarde. La práctica le decía que el índice estaba bien por encima de lo aceptable.

—Señorita Wong, quiero decir, capitán Wong… ¿y qué pasa con las tarjetas de ellos? —dijo, señalando a Calli y a Ron.

Ron se llevó una mano a la nuca y se restregó la escápula.

—No se preocupe por nosotros hasta que no consigamos un Navegante Uno —dijo, y su rostro duro y adolescente tenía una expresión beligerante.

—Los controlaremos más tarde —dijo Rydra—. Primero tenemos que encontrar más gente.

—¿Está buscando una tri’ulación com’leta? —preguntó Brass.

Rydra asintió.

—¿Y qué pasa con el Ojo que regresó con ustedes? —preguntó.

Brass sacudió la cabeza.

—’erdió su Oreja y su Nariz. Eran un tri’le realmente unido, ca’itán. Anduvo ’or aquí unas seis horas antes de volver a la Morgue.

—Ya veo. ¿Puedes recomendarme a alguien?

—A nadie en ’articular. Dé una vuelta ’or el Sector Descor’orizado y vea lo que a’arece.

—Si necesita una tripulación para la madrugada, será mejor que empecemos ahora —dijo Calli.

—Vamos —dijo Rydra.

Cuando se dirigían hacia el pie de la rampa, el funcionario preguntó:

—¿El Sector Descorporizado?

—¿Qué pasa con él? —preguntó Rydra, que cerraba la marcha.

—Es tan… Bien, no me agrada la idea.

Rydra se rió.

—¿A causa de los muertos? No le harán daño.

—Y que eso es ilegal, que las personas corpóreas anden por el Sector Descorporizado.

—En algunas partes —corrigió Rydra, y los otros hombres se rieron—. Nos mantendremos lejos de las secciones ilegales… si podemos.

—¿Quieren que les devuelva sus ropas? —preguntó la chica del guardarropas.

La gente se había estado deteniendo para felicitar a Brass, dándole golpecitos en las corvas con puños apreciativos y haciendo chasquear los dedos. Ahora Brass estiró sobre su cabeza la capa de contorno automático y ésta cayó sobre sus hombros, rodeó el cuello y se ajustó debajo de los brazos y alrededor de sus gruesas nalgas. Saludó a la multitud con un gesto y se encaminó hacia la rampa.

—¿De veras puede evaluar a un piloto viéndolo luchar? —preguntó a Rydra el funcionario.

Ella asintió.

—En la nave —dijo—, el sistema nervioso del piloto está conectado directamente a los controles. Todo el tránsito hiperestático consiste, literalmente, en su lucha contra las desviaciones de estasis. Se lo juzga por sus reflejos, por su habilidad para controlar su cuerpo artificial. Un Transporte experimentado puede decir de qué modo se comportará, exactamente, con las corrientes hiperestáticas.

—Había oído hablar de eso, por supuesto. Pero ésta es la primera vez que lo veo. Ha sido… excitante.

—Sí —dijo Rydra.

Cuando llegaron a la punta de la rampa, las luces volvieron a encenderse en el interior de la esfera. Ébano y Cóndor empezaban a girar dentro del globo.

Ya en la vereda, Brass se retrasó, plantando sus cuatro miembros al lado de Rydra.

—¿Y qué ’asa con el Control y el equi’o?

—Si puedo, me gustaría encontrar un equipo con un solo viaje.

—¿’or qué tan verdes?

—Quiero entrenarlos a mi modo. Los grupos más experimentados tienden a ser más rígidos.

—Un gru’o con un solo viaje hecho ’uede ocasionar endemoniados ’roblemas de disci’lina. Y suelen ser muy ineficientes, eso he oído. Jamás he viajado con uno así.

—Mientras no haya locos, no me importa. Además, si quiero uno ahora, seguramente lo conseguiré para mañana si hago un pedido a Marina.

Brass asintió.

—¿Ya ha hecho el ’edido?

—Primero quería conversarlo con mi piloto, ver si tenías alguna preferencia.

Estaban pasando delante de una cabina telefónica situada en un poste de luz de la esquina. Rydra se encogió debajo de la capucha plástica. Un minuto más tarde estaba diciendo:

—… un equipo para un viaje a Specelli que partirá mañana al amanecer. Ya sé que es con poca anticipación, pero no necesito un grupo muy experto. Me servirá uno con un solo viaje… —miró a sus compañeros desde abajo de la cabina y les guiñó un ojo—. Excelente. Llamaré más tarde para hacer aprobar sus psicoíndices en Aduana. Sí, hay un funcionario conmigo. Gracias.

Salió de la cabina.

—El camino más corto hacia el Sector Descorporizado es por aquí.

Las calles se hicieron más angostas, serpenteantes, desiertas. Después apareció un tramo de concreto en donde se cruzaban y recruzaban las torretas de metal. Los cables las unían formando una red. Pilotes de radiación azulada se erguían entre las torres.

—¿Es esto…? —empezó el funcionario. Después quedó en silencio.

Caminaron en silencio. En la oscuridad se encendieron unas luces rojas entre las torres.

—¿Qué…?

—Simplemente una transferencia. Duran toda la noche —explicó Calli.

Un relámpago verde centelleó a la izquierda.

—¿Transferencia?

—Es un rápido intercambio de energía resultante de la reubicación de estados descorporizados —informó volublemente el Navegante Dos.

—Pero sigo sin…

Ya estaban entre los pilotes cuando tomó forma un resplandor. Plata bañada de luces rojas, brillando a través del smog industrial. Se formaron tres figuras: mujeres, relucientes esqueletos que se deslizaban hacia ellos, mirándolos con cuencas vacías.

Un escalofrío recorrió al funcionario, pues las luces de los pilotes brillaban a través del torso de las apariciones.

—Los rostros —susurró—, en cuanto se desvía la vista de ellas, ya no se recuerda cómo eran. Cuando uno las mira, parecen personas, pero en cuanto se desvía la vista… —contuvo el aliento cuando pasó otra—… ¡no se las recuerda! —se quedó mirándolas—. ¿Muertas? —sacudió la cabeza—. Saben, hace diez años que apruebo psicoíndices de trabajadores de Transporte, corpóreos y descorporizados. Y jamás había estado tan cerca como para hablar con un alma descorporizada. Oh, he visto fotos y ocasionalmente me he cruzado con algunos de los menos fantásticos por la calle. Pero esto…

—Hay algunos trabajos —dijo Calli, y su voz estaba tan cargada de alcohol como sus hombros de músculos—, algunos trabajos en una nave de Transporte que no pueden confiarse a un ser humano.

—Lo sé, lo sé —dijo el funcionario—. Así que usan muertos.

—Así es —asintió Calli—. Tales como el Ojo, la Oreja y la Nariz. Un ser humano escrutando todo lo que sucede en esas frecuencias de hiperestasis… bien, moriría primero y se volvería loco después.

—Conozco la teoría —afirmó secamente el funcionario.

De repente, Calli asió con una mano la mejilla del funcionario y la acercó a su rostro marcado.

—No sabes nada, Aduana —el tono era el mismo que el del primer encuentro en el café—. Oh, tú te escondes en tu jaula de Aduana, jaula escondida en la segura gravedad de la Tierra, Tierra firmemente sostenida por el sol, sol fijado en dirección a Vega, todo en la bien predicha marea de este brazo de la espiral… —hizo un gesto en la noche señalando hacia el lugar donde estaría la Vía Láctea si la ciudad hubiera sido menos brillante—. ¡Y jamás estás en libertad! —de repente apartó violentamente la cabeza pelirroja, de anteojos—. ¡Eeeh! ¡No tienes nada que decirme!

El acongojado navegante aferró un cable maestro que servía de soporte al concreto. El cable hizo «tuang». La nota grave liberó algo en la garganta del funcionario, algo que llegó a su boca con el gusto metálico del ultraje. Lo hubiera escupido, pero ahora los ojos de Rydra, de color cobre, estaban tan cerca de su rostro como lo había estado el rostro hostil y marcado del navegante.

—Él formaba parte —dijo Rydra, con tono calmo y preciso, sus ojos fijos en los de él— de un triple, una estrecha y precaria relación sexual y emocional con otras dos personas. Y una de ellas acaba de morir.

El filo de su tono disminuyó la dimensión de la furia del funcionario, pero se le escapó una brizna:

—¡Pervertidos! —dijo.

Ron ladeó la cabeza; su musculatura revelaba claramente la mezcla de dolor y perpejidad.

—Hay algunos trabajos —dijo, repitiendo la sintaxis de Calli—, algunos trabajos en una nave de Transporte, que no pueden confiarse a dos personas solas. Son trabajos demasiado complicados.

—Lo sé —dijo el funcionario. Después pensó: «También he herido al muchacho».

Calli estaba reclinado en una viga. Algo más pugnaba por salir de la boca del funcionario.

Usted tiene algo que decir —dijo Rydra.

La sorpresa de que ella supiera movilizó sus labios. Paseó su mirada de Calli a Ron.

—Lo siento mucho por ustedes —dijo.

Brass dijo desde atrás:

—Hay un cónclave de transferencia a un cuarto de milla, en los estados medios de energía. Eso atraerá a la clase de Ojo, Nariz y Oreja que necesitará para S’ecelli —le hizo una mueca al funcionario, mostrándole los colmillos—. Ésa es una de sus secciones ilegales. El conteo alucinatorio es intenso y algunos egos cor’óreos no ’ueden tolerarlo, ’ero la mayoría de las ’ersonas sanas no tienen ’roblema.

—Si es ilegal, prefiero esperarlos aquí —dijo el funcionario de Aduana—. Pueden volver a recogerme. Entonces aprobaré los índices.

Rydra asintió. Calli rodeó con un brazo la cintura del piloto de tres metros y con el otro los hombros de Ron.

—Hemos de ir, capitán, si quieres tener la tripulación completa para mañana.

—Si no hallamos lo que buscamos en una hora, volveremos aquí de todos modos —dijo ella.

El funcionario los vio alejarse por entre las delgadas torres.

IV

…Recuerdo de riberas desmoronadas, el color de la tierra irrumpiendo en la clara agua del estanque de sus ojos; la figura parpadeando y hablando.

Él dijo:

—Un funcionario, señora. Un funcionario de Aduana.

Sorpresa ante su ingeniosa respuesta, primero ofensa, luego diversión. Respondió:

—Casi diez años. ¿Cuánto hace que está descorporizada?

Y ella se acercó a él, y su pelo traía el recordado olor de. Y los rasgos definidos y transparentes recordándole a. Más palabras de ella, ahora, haciéndolo reír.

—Sí, todo esto es nuevo para mí. ¿No la afecta a usted también esta vaguedad en la que ocurre todo?

Otra vez su respuesta, provocativa e ingeniosa.

—Bien, sí —sonrió él—. Me imagino que para usted esto no es vago.

La soltura de ella lo contagió; y o bien ella juguetonamente le tomó la mano, o fue él quien se sorprendió tomando la de ella, y la aparición era muy real bajo sus dedos, con una piel tan tersa como.

—Usted es tan directa… Quiero decir, que no estoy habituado a que las jóvenes se acerquen y… se comporten de este modo.

La encantadora lógica de ella se lo explicó, haciéndolo sentir más próximo, aproximándolo, y la cháchara de ella era música, una frase de.

—Bien, sí, usted está descorporizada, así que no importa. Pero…

Y la interrupción de ella fue una palabra o un beso o un gesto o una sonrisa, que ya no le causaron diversión sino una luminosa sorpresa, miedo, excitación; y el roce del cuerpo de ella contra el suyo completamente nuevo. Él luchó por retenerlo, por retener la sensación de la presión, que se desvanecía a medida que se desvanecía la presión misma. ¡Ella se alejaba! Se reía como, tal como, como si. Él se quedó quieto, perdiendo la risa de ella, reemplazada por un torbellino de perplejidad en las mareas de su conciencia que se desvanecía…

V

Cuando los otros regresaron, Brass gritó:

—¡Buenas noticias! Hemos conseguido lo que buscábamos.

—Ya viene la tripulación —comentó Calli.

Rydra le entregó las tres tarjetas con los índices.

—Se presentarán en la parte descorporizada de la nave dos horas antes de… ¿Qué es lo que le pasa?

Danil D. Appleby extendió la mano para recibir las tarjetas.

—Yo… ella —dijo, y no pudo articular nada más.

—¿Quién? —preguntó Rydra.

La preocupación que se reflejaba en su rostro estaba alejando los pocos recuerdos que le quedaban a él, y él se resintió, recuerdos de, de.

Calli se rió.

—¡Un súcubo! —dijo—. Mientras nosotros no estábamos, ¡se mezcló con un súcubo!

—¡Sí! —dijo Brass—. ¡Mírenlo!

También Ron se rió.

—Era una mujer… creo. Puedo recordar lo que yo dije…

—¿Cuánto te sacó? —preguntó Brass.

—¿Me sacó?

—Creo que no sabe —dijo Ron.

Calli hizo una mueca al Navegante Tres y después al funcionario.

—Echa un vistazo a tu billetera —le dijo.

—¿Qué?

—Echa un vistazo.

Incrédulamente metió la mano en el bolsillo. El sobre metálico se separó entre sus dedos.

—Diez… veinte… ¡Pero si tenía cincuenta al salir del café!

Calli se golpeó los muslos, riendo. Se extendió y rodeó los hombros del funcionario.

—Cuando esto te suceda un par de veces más —le dijo—, terminarás por ser un hombre de Transporte.

—Pero ella… yo…

La vacuidad de sus robados recuerdos era tan real como cualquier herida amorosa. La billetera despojada parecía algo trivial. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero si ella era… —y su confusión convirtió el final en un gruñido.

—¿Qué era ella, amigo? —preguntó Calli.

—Ella… era… —y eso era, tristemente, todo.

—Desde la descor’orización, uno ’uede llevarse eso consigo —dijo Brass—. Usan algunos métodos bastante oscuros, además. Me avergonzaría contarte cuántas veces me ha ocurrido a mí.

—Al menos, le dejó lo suficiente para regresar a casa —dijo Rydra—. Yo le devolveré el resto.

—No, yo…

—Vamos, capitán. Él ya pagó por lo suyo y consiguió lo que quería a cambio de su dinero, ¿no es cierto, Aduana?

Ahogándose en su vergüenza, el funcionario asintió.

—Entonces controle estos índices —dijo Rydra—. Todavía tenemos que conseguir un Control y un Navegante Uno.

Desde un teléfono público, Rydra volvió a llamar a Marina. Sí, había aparecido un equipo. Había un Control recomendado junto con ellos.

—Excelente —dijo Rydra, y le entregó el auricular al funcionario.

Éste tomó los psicoíndices y los incorporó para la integración final con el Ojo, la Oreja y la Nariz, cuyas tarjetas Rydra ya le había entregado. El Control parecía particularmente favorable.

—Parece ser un coordinador talentoso —aventuró el funcionario.

—Un Control nunca es excesivamente bueno —dijo Brass, sacudiendo su melena—. Es’ecialmente con un equi’o nuevo. Tiene que mantener a raya a esos chicos.

—Éste podría hacerlo. Tiene el índice de compatibilidad más alto que he visto en mucho tiempo.

—¿Qué nivel de hostilidad? —preguntó Calli—. ¡Compatibilidad, qué diablos! ¿Es capaz de dar un buen puntapié en el trasero cuando hace falta?

El funcionario se encogió de hombros.

—Pesa ciento cuarenta kilos —dijo—, y mide solamente un metro setenta. ¿Hasta ahora ha conocido a alguna persona obesa que no sea en el fondo mezquina como una rata?

—¡Tiene razón! —rió Calli.

—¿Y ahora adónde vamos a restañar la herida? —preguntó Brass a Rydra.

Ella arqueó inquisitivamente las cejas.

—A buscar un ’rimer navegante —aclaró Brass.

—A la Morgue.

Ron frunció el ceño. Calli parecía perplejo. Las centelleantes luciérnagas formaron un collar alrededor de su cuello, luego volvieron a dispersarse por su pecho.

—Ya sabe que nuestro primer navegante tiene que ser una muchacha que… —dijo.

—Lo será —dijo Rydra.

Abandonaron el Sector Descorporizado y tomaron el monorriel que atravesaba los tortuosos restos de la Ciudad Transporte, y que después bordeaba el espaciopuerto. La oscuridad de las ventanillas estaba mechada con el azul de las luces de señal. Las naves se elevaban con un centelleo blanco, se azulaban con la distancia, se convertían en sangrientas estrellas en el aire herrumbrado.

Durante los primeros veinte minutos bromearon por encima del zumbido de los impulsores. El techo fluorescente arrojaba una luz verdosa sobre sus rostros y regazos. El funcionario observó cómo se iban quedando en silencio uno a uno, a medida que la inercia lateral se transformaba en impulso hacia adelante. Él mismo no había hablado en absoluto, aún decidido a recuperar el rostro, las palabras, la forma de aquella mujer. Pero no lo conseguía; el recuerdo seguía lejano, frustrante como el imperativo comentario que abandona la mente justo cuando comienzan las palabras y la boca se queda vacía, una referencia perdida al amor.

Cuando se bajaron en la plataforma de la estación Thule, un viento cálido soplaba del este. Las nubes se habían desgarrado bajo una luna de marfil. Grava y granito plateaban los bordes dentados. Atrás estaba la bruma roja de la ciudad. Ante ellos, en la noche rota, se erguía la negra Morgue.

Bajaron las escaleras y caminaron silenciosamente a través del parque de piedra. El jardín de agua y roca parecía sobrenatural en la oscuridad. Nada crecía allí.

La puerta, de placas de metal, sin luces exteriores, era una mancha que absorbía la oscuridad.

—¿Cómo se entra? —preguntó el funcionario, mientras ascendían los pequeños peldaños.

Rydra levantó la placa de capitán que pendía de su cuello y la colocó contra un pequeño disco. Algo zumbó y la luz dividió la entrada cuando la puerta se deslizó hacia atrás. Rydra entró, el resto la siguió.

Calli observó las bóvedas metálicas que estaban arriba.

—Saben, aquí hay suficiente carne de Transporte congelada como para suplir las necesidades de cien estrellas y sus planetas —dijo.

—Y también hay gente de Aduana —dijo el funcionario.

—¿Acaso alguien se ha molestado alguna vez para llamar de regreso a un Aduana que haya decidido tomarse un descanso? —preguntó Ron con cándida ingenuidad.

—No sé para qué —dijo Calli.

—Se sabe que ocasionalmente ha sucedido —dijo secamente el funcionario.

—Es más raro que con Transporte —dijo Rydra—. Hasta ahora, el trabajo de Aduana, que implica el hecho de llevar las naves de estrella a estrella, es una ciencia. El trabajo de Transporte, que consiste en maniobrar a través de niveles de hiperestasis, es aún un arte. Dentro de cien años, es posible que ambos sean una ciencia. El trabajo de Transporte, maniobrando a través de las fuentes de hiperestasis es un poco más raro que el de la persona que aprende las reglas de la ciencia. Además, hay toda una tradición. La gente de Transporte está habituada a morir y ser llamada de regreso, a trabajar con vivos o con muertos. A un Aduana aún le resulta un poco difícil aceptar algo así. Por aquí, hacia los Suicidios.

Salieron del vestíbulo central, dirigiéndose a través de un corredor señalizado que ascendía hacia la cámara de almacenamiento. Llegaron a una plataforma en una habitación iluminada con luz indirecta, con sus treinta metros de altura repletos de cajas de vidrio, con pasadizos y escaleras como la tela de una araña. En los ataúdes, unas figuras oscuras estaban rígidas detrás de los vidrios congelados.

—Lo que no comprendo de todo este asunto —susurró el funcionario—, es el llamado de regreso. ¿Alguien que muere puede ser corporizado otra vez? Tiene razón, capitán Wong, en Aduana es casi una falta de educación hablar de cosas… como ésta.

—Cualquier suicida que se descorporiza a través de las vías regulares de la Morgue puede ser llamado de regreso. Pero una muerte violenta, donde la Morgue sólo recibe el cuerpo, o el vulgar final senil que la mayoría de nosotros alcanza más o menos a los ciento cincuenta años… entonces uno está muerto para siempre. Aunque en ese caso, si uno pasa por los canales habituales se registra la estructura cerebral, y la capacidad de pensar queda grabada por si alguien quiere utilizarla; pero la conciencia se va al sitio donde sea que se va la conciencia habitualmente.

Junto a ellos, un cristal-archivo de tres metros y medio relucía como cuarzo rosado.

—Ron —dijo Rydra—. No, Ron y Calli también.

Los Navegantes se adelantaron, intrigados.

—¿Conoce a algún primer navegante que se haya suicidado recientemente y que le parece que podría…?

Rydra sacudió la cabeza. Pasó la mano por el cristal-archivo. En la pantalla cóncava de la base, relampagueaban las palabras. Ella detuvo su dedos.

—Navegante Dos… —dio vuelta la mano—. Navegante Uno… —se detuvo e hizo correr la mano en otra dirección—… hombre, hombre, hombre, mujer. Bien… ahora hablen, Calli, Ron.

—¿Eh? ¿Que hablemos de qué?

—De ustedes mismos, de lo que quieran.

Los ojos de Rydra se movían de la pantalla a los rostros de los dos.

—Bien… ¿entonces? —dijo Calli, rascándose la cabeza.

—Bonita —dijo Ron—. Quiero que sea bonita —se inclinó hacia adelante y una intensa luz relucía en sus ojos azules.

—Oh, sí —dijo Calli—. Pero no puede ser una dulce y regordeta chica irlandesa de pelo negro y ojos de ágata y pecas que le aparecen después de cuatro días de estar al sol. No puede tener ni siquiera el más ligero ceceo, que hace que uno se estremezca incluso cuando dispara sus cálculos más rápida y precisamente que una computadora parlante, y sin embargo ceceosa, o que hace que uno se estremezca cuando ella sostiene la cabeza de uno en su regazo y le dice cuánto necesita sentir…

—¡Calli! —exclamó Ron.

Y el hombrón se detuvo con un puño en el estómago, respirando agitadamente. Rydra observó, mientras su mano se movía centímetro a centímetro sobre el plano del cristal. Los nombres centelleaban en la pantalla, aparecían y desaparecían.

—Pero bonita —repitió Ron—. Y que le gusten los deportes, luchar, creo, cuando estemos en algún planeta. Cathy no era muy atlética. Yo siempre pensé que me hubiera gustado más si lo fuera. Puedo hablar mejor con aquellas personas con las que puedo luchar. Pero seria, sin embargo; quiero decir en el trabajo. Y rápida para pensar, como Cathy. Sólo…

La mano de Rydra se deslizó hacia abajo, después hizo un rápido movimiento hacia la izquierda.

—Sólo que —dijo Calli, su mano cayendo del pecho, su respiración más tranquila—, tiene que ser una persona entera, una persona nueva, no alguien que sea la mitad de lo que nosotros recordamos de otra persona.

—Sí —dijo Ron—. Quiero decir, si es buen navegante, y si nos ama.

—… si puede amarnos —dijo Calli.

—Si fuera todo lo que ustedes quieren y además ella misma —preguntó Rydra mientras su mano oscilaba entre dos nombres de la pantalla—, ¿podrían amarla?

La vacilación, el lento asentimiento del hombrón, el rápido del muchacho.

La mano de Rydra bajó por la cara del cristal y el nombre centelleó en la pantalla: «Mollya Twa, Navegante Uno». A continuación aparecieron los números de sus coordenadas. Rydra los pulsó en el mostrador.

Veintidós metros más arriba, algo relampagueó. Uno entre cientos de miles de ataúdes de vidrios era retirado de la pared por un haz inductor.

De la plataforma de llamado emergieron una serie de agarraderas de puntas relucientes. El ataúd cayó, su contenido oscurecido por rayas y manchas hexagonales de la escarcha del interior. Las agarraderas asieron la base móvil del ataúd. Se meció por un momento, se aquietó, hizo clic.

De repente la escarcha se fundió y la superficie interior se hizo brumosa, después se llenó de gotitas. Todos se adelantaron para ver.

Oscuras bandas sobre lo oscuro. Un movimiento detrás del vidrio resplandeciente; después el vidrio se abrió, fundiéndose y alejándose de la profunda y cálida piel de ella, de sus ojos conmovidos, aterrados.

—Todo está bien —dijo Calli, rozándole un hombro. Ella alzó la cabeza para mirar la mano de él, después volvió a dejarse caer en la almohada.

Ron se precipitó sobre el Navegante Dos.

—Hola…

—Eh… ¿señorita Twa? —dijo Calli—. Está viva ahora. ¿Nos amará?

—¿Ninyi ni nani? —dijo Mollya, con rostro perplejo—. ¿Niko wapi hapa?

Ron se quedó atónito.

—Creo que no habla inglés.

—Sí, lo sé —dijo Rydra, con una mueca—. Pero aparte de eso es perfecta. De este modo tendrán tiempo de conocerse bien antes de que puedan decir alguna tontería. Le gusta luchar, Ron.

Ron miró a la mujer en el ataúd. Su pelo de color grafito era corto como el de un muchacho, sus labios llenos estaban amoratados de frío.

—¿Luchas? —dijo Ron.

—¿Ninyi ni nani? —volvió a preguntar ella.

Calli retiró la mano del hombro de ella y dio un paso atrás. Ron se rascó la cabeza y frunció el ceño.

—¿Bien? —dijo Rydra.

Calli se encogió de hombros.

—Bien, no sabemos —dijo.

—Los instrumentos de Navegación son estándares. No tendrán ningún problema de comunicación con ellos.

—Es bonita —dijo Ron—. Eres bonita. No tengas miedo. Ahora estás viva.

—¡Ninaogapa! —dijo ella, asiendo la mano de Calli—. Yi, ¿ni usiku au mchana? —tenía los ojos muy abiertos.

—¡Por favor, no tengas miedo! —dijo Ron, asiendo la muñeca de la mano que había tomado la de Calli.

Sielewi lugha yenu —dijo ella, y sacudió la cabeza, un gesto que no contenía ninguna negación, tan sólo perplejidad—. Sikujuweni ninyi nani. Ninaogapa.

Y con la urgencia nacida del abandono, tanto Ron como Calli asintieron para tranquilizarla. Rydra se interpuso entre ellos y habló. Después de un largo silencio, la mujer asintió lentamente.

—Dice que irá con ustedes. Perdió dos tercios de su triple siete años atrás, también asesinados por los Invasores. Por eso vino a la Morgue y se suicidó. Dice que irá con ustedes. ¿La aceptan?

—Aún tiene miedo —dijo Ron—. Por favor, no tengas miedo. Yo no te haré daño. Calli no te hará daño.

—Si quiere venir con nosotros —dijo Calli—, la llevaremos.

El funcionario de Aduana tosió.

—¿Dónde consigo su psicoíndice? —preguntó.

—En la pantalla que está debajo del cristal-archivo. Así es como se los dispone en las categorías más numerosas.

El funcionario volvió hacia donde estaba el cristal.

—Bien… —dijo, y extrajo su anotador para registrar el índice—. Ha llevado un rato, pero creo que ya tiene a todos.

—Integre —dijo Rydra.

Él lo hizo y levantó la vista, sorprendido a pesar de sí mismo.

—¡Capitán Wong, creo que tiene su tripulación!

VI

Querido Mocky:

Cuando recibas esta carta ya habrán pasado dos horas desde mi despegue. Falta media hora para el amanecer y quisiera hablar contigo, pero no quiero volver a despertarte.

Nostálgicamente, me llevo la vieja nave de Fobo, el Rimbaud (el nombre fue idea de Muels, recuérdalo). Al menos, me resulta familiar; hay muchísimos buenos recuerdos aquí. Parto dentro de veinte minutos.

Ubicación actual: estoy sentada en una silla plegadiza, en la escotilla de carga que da al campo. El cielo está tachonado de estrellas hacia el oeste y gris hacia el este. Las negras agujas de las naves forman un dibujo alrededor de mí. Líneas de luces señal azules se esfuman hacia el este. Todo está en calma ahora.

Tema de mi pensamiento: una agitada noche de búsqueda de tripulación que me hizo recorrer toda la Ciudad Transporte y salir hasta la Morgue a través de rampas y relucientes desvíos, etc. Agitado y ruidoso al principio, calmo como ahora al final.

Para conseguir un buen piloto hay que observarlo luchar. Un capitán entrenado puede saber qué clase de piloto será una persona a través de la observación de sus reflejos en el ruedo. Sólo que yo no estoy tan bien entrenada.

¿Recuerdas lo que dijiste acerca de la lectura muscular? Tal vez estabas más en lo cierto de lo que creías. Anoche conocí a un chico, un Navegante, que tiene el aspecto del tributo de graduación de Brancusi, o tal vez de lo que Miguel Ángel deseaba que fuera un cuerpo humano. Nació en Transporte y conoce de arriba a abajo todo lo relativo a la lucha. Así que lo observé mientras él observaba luchar a mi piloto y, mirando sus estremecimientos y sacudidas, hice un completo análisis de lo que estaba ocurriendo en mi mente.

Conoces la teoría de De Faure, que dice que los psicoíndices tienen correspondientes tensiones musculares (otra forma de afirmar la vieja hipótesis de Wilhelm Reich acerca de la armadura muscular): anoche pensaba en eso. El chico de quien te hablo era parte de un triple roto, dos chicos y una chica, y la chica fue liquidada por los Invasores. Los muchachos me dieron ganas de llorar. Pero no lo hice. En vez de llorar los llevé a la Morgue, y les busqué un reemplazo. Un asunto muy raro. Estoy segura de que, por el resto de sus vidas, pensarán que fue mágico. Los requerimientos básicos, sin embargo, estaban todos en el archivo: un Navegante Uno, de sexo femenino, que haya perdido a dos hombres. ¿Cómo congeniar los índices? Leí los de Ron y Calli observándolos moverse mientras hablaban. Los cadáveres están archivados con sus psicoíndices, así que tan sólo tenía que percibir cuándo eran congruentes.

La elección final fue un golpe de genio, si me permites decirlo. Tenía que elegir entre seis jóvenes que servirían. Pero tenía que ser más precisa, y no podía ser más precisa, al menos no de oído. Una de las jóvenes era de la provincia de N’gonda, Panáfrica. Se había suicidado siete años atrás. Había perdido dos esposos en un ataque Invasor, y había regresado a la Tierra en medio de un embargo. Recuerdas cómo era entonces la política entre Panáfrica y Americasia: yo podía estar segura de que ella no hablaba inglés. La despertamos, y por supuesto que no hablaba inglés. Ahora, en este momento, sus índices pueden ser ligeramente discordantes. Pero, para el momento en que logren entenderse —y lo harán, porque lo necesitan— se habrán hecho congruentes en la tabla logarítmica. ¿Inteligente?

Y Babel-17, la verdadera razón de esta carta. Te dije que lo había descifrado lo suficiente como para saber dónde se producirá el próximo ataque. Los Depósitos Bélicos de la Alianza en Armsedge. Quería que supieras adónde voy, por las dudas. Hablar, hablar, hablar: ¿qué clase de mente puede hablar como habla ese lenguaje? ¿Y por qué? Todavía asustada —como un chico en un concurso de deletreo— pero divertida. Mi equipo se presentó hace una hora. Todos chicos locos y adorables. En pocos minutos iré a ver a mi Control (tipo gordo con ojos, pelo y barba negros; se mueve despacio y piensa rápido). Sabes, Mocky, al reunir esta tripulación sólo me interesaba una cosa (por encima de la competencia, y todos son competentes): que fueran personas con las que pudiera hablar. Y puedo.

Con amor,

Rydra

VII

Luz, pero sin sombras. El general estaba de pie en el platillo transportador mirando la nave, el cielo descolorido. En la base, debajo del reluciente disco de sesenta centímetros de diámetro, trepó al ascensor y ascendió los treinta metros hasta la escotilla. Ella no estaba en la cabina del capitán. Se topó con un gordo barbudo que lo guió por un corredor hasta la escotilla de carga. Él trepó hasta la parte superior de la escala y contuvo el aliento porque estaba a punto de quedarse sin aire.

Ella quitó los pies de la pared y se enderezó en la silla de lona, sonriendo.

—General Forester, pensé que tal lo vería esta mañana —dijo, plegando un pedazo de tejido de mensajes, sellando el borde.

—Yo quería verla… —y se había quedado sin aire y tuvo que respirar hondo una vez más—, antes de que partiera.

—Yo también quería verlo.

—Me había dicho que si le daba autorización para conducir esta expedición usted me informaría hacia dónde…

—Mi informe, que espero le resulte satisfactorio, fue enviado anoche y está en su escritorio en el Cuartel General Administrativo de la Alianza… o estará allí dentro de una hora.

—Oh. Ya veo.

Ella sonrió.

—Tendrá que irse en unos minutos. Despegamos en seguida.

—Sí. En realidad, yo mismo parto ahora a la mañana hacia el Cuartel General Administrativo de la Alianza, de modo que como estaba aquí en el campo y ya me habían pasado una sinopsis de su informe por estelarófono hace unos minutos, yo sólo quería decirle… —y no dijo nada más.

—General Forester, una vez escribí un poema que recuerdo en este momento. Se llamaba «Consejos para aquellos que amarían a los poetas».

El general separó los dientes sin abrir los labios.

—Empezaba más o menos así: «Joven, ella te roerá la lengua. Muchacha, él te robará las manos…». Puede leer el resto. Está en mi segundo libro. Si no se está dispuesto a perder a un poeta siete veces por día, es frustrante como el diablo.

—Usted sabía que yo… —dijo él simplemente.

—Sabía y sé. Y me alegro.

El aliento perdido retornó y algo poco familiar le estaba sucediendo a su rostro: sonrió.

—Cuando era cabo, señorita Wong, y nos confinaban en las barracas, solíamos hablar de muchachas, muchachas y muchachas. Y alguien solía decir acerca de una chica: «era tan bonita que no tuvo que darme nada, tan sólo prometerme un poco…». —Dejó que la rigidez abandonara sus hombros durante un momento y, aunque los hombros cayeron casi un centímetro, parecieron casi el doble de anchos—. Eso es lo que estaba sintiendo.

—Gracias por decírmelo —dijo ella—. Usted me gusta, general. Y le prometo que me seguirá gustando la próxima vez que lo vea.

—Yo… le agradezco. Creo que eso es todo. Le agradezco… por saber y por prometer —después agregó—. Tengo que irme ahora, ¿no es cierto?

—Despegamos en diez minutos.

—Déme su carta —dijo él—. La enviaré por usted.

—Gracias —dijo ella, y se la entregó.

Él le tomó la mano y, por un brevísimo segundo y con una ligerísima presión, la retuvo. Después se volvió y salió.

Unos minutos más tarde ella observó su platillo transportador que se deslizaba sobre el concreto, el lado que daba al sol centelleando repentinamente a medida que la luz ampollaba el este.