21
Al editor

El teléfono dio dos timbrazos antes de que Ángela lo cogiera. David miró el reloj. Las cinco y cuarenta y dos de la mañana. Los trinos de los pájaros se oían débiles a través de los cristales de las ventanas y el sol, aún detrás de las montañas, no alumbraba con sus rayos las copas de los árboles. En la claridad del día que aún no había nacido, Ángela habló durante menos de un minuto a través del aparato. Cuando colgó, su rostro tenía la serenidad de lo inevitable.

—Alicia ha fallecido hace una hora. La capilla ardiente se instalará a las diez en la ermita de Santo Tomás.

David no dijo nada. No había nada que decir, nada que pudiera hacerla sentir mejor. Se limitó a mirarla en silencio y a asentir.

—Voy a darme una ducha —dijo Ángela. Salió del salón y dejó a David sentado en el sofá.

David había dormido poco y mal aquella noche. Desde el descubrimiento del día anterior no había dejado de pensar en Alicia y en la posibilidad de que ella pudiera ser Thomas Maud. Tumbado en el sofá cama, dando vueltas física y mentalmente, esa posibilidad se había tornado en certeza. Y el desánimo por haber llegado tarde a esa conclusión oprimía el corazón del editor. Se sentía como el guardaespaldas que se planta delante del protegido cuando ya ha recibido la bala. Como el futbolista que golpea el aire cuando ya ha pasado el balón. Todas las pistas estaban delante de él y no había sabido interpretarlas. Quizá hubiera sido mejor que Khoan mandara a un detective especializado en vez de a un editor laureado injustamente por un escritor agradecido.

No sólo había que encontrar las pistas. Eso sólo era tener todas las piezas del puzzle; además había que saber encajarlas. Alicia descubrió hace cuatro años que tenía esclerosis lateral amiotrófica. Con esa afección resultaba imposible continuar la saga: al final no podía coger un bolígrafo, ni manejar un teclado ni dictar para que alguien lo transcribiera. Como le refirió Esteban, a partir de cierto momento no había sido posible comunicarse verbalmente ni por escrito con su mujer. Sólo Yeray, ese extraño chico al que Alicia tenía tanto aprecio, había sido capaz de relacionarse con ella más allá del simple entendimiento humano.

David se había equivocado al considerar que Thomas Maud era un hombre. Debido al género del seudónimo que había escogido, el editor (y Khoan también, a juzgar por la charla que tuvieron en Madrid) lo había dado por supuesto. Una trampa tan simple que todas las mentes simples habían caído en ella. Y David, pese a haber leído a Arthur Conan Doyle, a Edgar Allan Poe, a Agatha Christie, no había recordado un precepto sencillo que había leído muchas veces usando distintas palabras en boca de Sherlock Holmes, de Auguste Dupin, de Hercules Poirot: determinemos primero si el sujeto que buscamos es hombre o mujer.

Se levantó del sofá y salió de la casa a dar un paseo. La cruda temperatura del alba le obligó a subirse las solapas de la chaqueta. Las calles estaban vacías y sus pasos resonaban en las paredes haciendo parecer que era el único habitante despierto de Bredagós.

Pero no era así. De casa en casa habían ido sonando los teléfonos y encendiéndose las luces. La noticia del esperado fallecimiento de Alicia había hecho coincidir la salida del sol con los despertadores.

El amanecer no traía una nueva esperanza esa vez. Mañana sería otro día, pero Esteban continuaría siendo viudo, y Thomas Maud seguiría muerto.

El paseo de David se dirigió hacia el bosque. En su cabeza, docenas de ideas revoloteaban tratando de hacerle fijar su atención: la muerte de Alicia, la soledad de Esteban, la furia de Khoan, la tristeza de Silvia, la entereza de Ángela… y el futuro de David. Ya no habría aumento de sueldo y de categoría laboral para él, ni vuelta atrás para el beso con Ángela, ni compañera para Esteban. Pero sobre todo pensaba en que la saga quedaría sin culminar, y eso era una enorme pérdida para el mundo literario. Una sensación de abatimiento le recorría por dentro, como cuando sabes que ya no hay nada que hacer, que todo está perdido. Con la muerte no se puede negociar. Es la democracia en estado puro: cuando llega lo hace igual con ricos que con pobres, con hombres de mérito o de nula calidad humana, con los que tienen grandes empresas por realizar y con aquellos que jamás han hecho nada más allá de la mera supervivencia.

Para todos y cada uno. Sin escapatoria posible.

Caminando entre los árboles comenzó a escuchar un sonido lejano. Eran golpes rítmicos secundados por sonoras ráfagas de viento a los que seguía una caída amortiguada. Tropezando con las raíces de las hayas y resbalando en las laderas cubiertas de hierba y rocío, fue siguiéndolos hasta llegar a una zona a la que ya había ido una vez con Silvia y otra en solitario.

La arboleda de los ataúdes.

A lo lejos Esteban cortaba un árbol a golpes de hacha. Con cada tajo salían astillas disparadas, saltando por los aires y creando un círculo a su alrededor.

Estaba talando el árbol de Alicia.

Levantó la vista y ambos se miraron. Esteban, aun con el frío de la mañana, tenía la frente perlada de sudor y dos roderas en las axilas de su camisa. Tras unos segundos, retornó a su tarea, y los golpes de hacha volvieron a resonar a través del bosque.

Esteban no le pidió ayuda. David no se la ofreció. Era algo que debía hacer solo.

Tras media hora de ímprobos esfuerzos, el árbol se desplomó sobre el suelo. Esteban cortó las ramas y por fin dejó caer el hacha y estiró la espalda con un crujido.

Levantó el tronco por un extremo y trató de apoyarlo en una carretilla, pero era evidente que no podría cargar solo con ese peso. David se acercó y se dispuso a ayudarle. Esteban miró las astillas a su alrededor y le habló. Su voz reflejaba una paz que parecía inundar el bosque.

—Pasé la noche hablándole, cogiendo su mano. Le dije todo lo que tenía que decir y disfruté de los últimos momentos que Dios nos iba a conceder juntos en este mundo. A las cinco de la mañana, el médico le tomó el pulso y me dijo que llevaba muerta una hora. El calor de sus manos era el que le habían transmitido las mías. No me había dado cuenta de cuándo había dejado de respirar, así que estoy convencido de que no sufrió más de lo que ya había sufrido.

David, como le había ocurrido antes con Ángela, no supo qué decir. Supuso que cualquier cosa sería inadecuada, así que se mantuvo en silencio.

—Alicia amaba este árbol. Decía que era como ella, dura y llena de nudos. Le gustaba acariciar su corteza.

Esteban pasó la mano por el tronco mientras hablaba. David pudo ver que algunas de las ampollas que le había producido el hacha habían estallado, manchando sus manos y la corteza con trazas de sangre.

—Ayúdame a llevarlo a casa de Ángela, ¿quieres, David?

—Claro.

David comprendió que Ángela era la carpintera del pueblo y por consiguiente, debía ser ella la que construyera los ataúdes. Incluidos los de los amigos.

Lo levantaron y lo apoyaron en la carretilla. A David le pareció que pesaba una barbaridad, pero no estaba dispuesto a que ninguna queja saliera de su boca. Con los músculos en tensión y bufando por el esfuerzo de mantener el tronco estable, salieron de la arboleda.

Llevaban unos cien metros recorridos cuando Esteban aminoró el paso y se detuvo. David le preguntó por el motivo, pero por toda respuesta Esteban señaló con el dedo.

A unos cincuenta metros, una osa y tres oseznos cruzaban tranquilamente entre los árboles. El sol ya había salido y marcaba sus contornos en el horizonte. Se dirigían a Clot der Os, el agujero del oso.

—Los osos vuelven al valle de Arán —dijo Esteban.

Los cuatro osos se perdieron entre los árboles. Ni David ni Esteban pronunciaron una palabra hasta casa de Ángela.

Requena y Fran volvían dando un paseo del metabús de la Casa del Reloj en Legazpi. Requena pensaba que iba a ser algo desagradable, como una consulta con una sala de espera llena de drogodependientes con mirada perdida. Pero se equivocó. Consistía en una pequeña furgoneta con una ventanilla en un costado parecida a una secretaría de facultad. Llegabas, dabas tu nombre, te daban un vasito con la metadona mezclada con Tang y listo. No había colas ni análisis de sangre para comprobar que no seguías consumiendo estupefacientes. La conversación tampoco primaba demasiado. Era algo rápido y aséptico, sin complicaciones.

No había notado síntomas de ansiedad en Fran a la ida, pero ciertamente a la vuelta le encontraba más tranquilo. Tenía una zancada larga y elástica, como si anduviera sobre un colchón de aire.

—¿Has tenido hoy ganas de meterte? —preguntó Requena.

Fran continuó andando y sonrió a Requena lo mismo que a un niño que por inexperiencia hace una pregunta obvia.

—Siempre tengo ganas, Reque.

—¿Siempre?

—Sí.

—¿Y cómo lo aguantas?

Fran señaló con el pulgar hacia atrás, por donde habían venido.

—Con metadona.

—¿Y eso te quita las ganas?

—No, te quita la ansiedad, el mono.

—Pues no te veo mal.

—Lo peor son las madrugadas. Sobre las cinco me sigo despertando. Pero ya casi no tengo necesidad de beber. Me dijeron que la primera fase sería la más dura, pero también la más corta, y casi ha pasado. Ahora viene la fase donde te estacionas y tienes que intentar volver a tu vida normal en la medida de lo posible. No te digo que vaya a empezar una carrera, pero sí he de hacer algo que me mantenga ocupado.

—¿Y qué va a ser?

—Ni idea, pero algo he de hacer. Cuando vuelven a la rutina es cuando muchos recaen.

—¿Y por qué, si ya no tienen mono?

—Te relajas. Has hecho ya lo más duro y crees que el resto es pan comido. Y un día, aburrido, vas dando una vuelta y cuando te quieres dar cuenta estás en el poblado otra vez. Te encuentras con viejos conocidos y te metes un pico por los viejos tiempos. Y ya has caído de nuevo, porque ese pico te sabe a gloria y sólo piensas en meterte otro y luego otro. Y vuelta al principio.

—Pero a ti no te ha pasado nunca.

—Nunca he intentado dejarlo.

—¿Entonces cómo lo sabes? —preguntó Requena.

—Porque lo he visto mil veces. Cuando te dicen que alguien se ha quitado, siempre hay quien augura: «Ya volverá». Y normalmente tiene razón. Pasadas unas semanas vuelves a verlo, con unos kilos de más y mejor cara. Pero va a pillar igual que tú. No es sencillo salir. Todos lo queremos y muy pocos lo consiguen.

Continuaron paseando en silencio. Fran, meditabundo, tenía la mirada perdida en algún lugar. Requena miraba a su amigo de reojo, preguntándose qué pensaría.

—A nadie le gusta drogarse. Al principio sí, al principio todo es juerga y diversión y te metes un pico de cuando en cuando y te quedas como Dios. Pero cuando tú no dominas ya a la droga, sabes que estás jodido. Lo sabes. Es una putada, pero ya no puedes hacer otra cosa que seguir chutándote.

»Cuando ya llevas un tiempo te odias a ti mismo por haber caído y no ser capaz de salir. Y todo el mundo te mira con asco y por encima del hombro. Y lo peor es que tú además crees que te lo mereces. Todo es mierda: la mierda en la que vives, la mierda que te metes y la mierda que te echan los demás. Pero ¡coño! Puede que todos nosotros seamos unos mierdas y que la gente tenga razón y no valgamos ni para tomar por culo, pero también somos personas. Y que te insulten siempre duele.

»He conocido a mucha gente que pienso que estaría mejor muerta y también dejo a muchos amigos atrás. Uno de mis compañeros de piso decía que con la droga de por medio no había amigos y generalmente tenía razón. Pero conoces a gente que sabes que en otras circunstancias…, bueno, qué más da. Cuando quieres intentar salir tienes que ser egoísta, Reque, porque la gente que intentes sacar contigo es un lastre. Tiran de ti para dentro de ese mundo otra vez.

»Y cuando estás durmiendo en una cama y piensas que tienes compañeros en la calle pasando frío, buscándose la vida para meterse un pico, te sientes una mierda de nuevo. Y sufres. Sufres por ti cuando sales, por los que aún no han salido y por los que entrarán y no podrán salir. Y ya sólo piensas una cosa: que la vida es una mierda y que más te valdría meterte un pico y olvidarte de todo.

—Joder, tío, me has dejado hecho polvo —dijo Requena tras unos segundos.

Fran sonrió y le dio un puñetazo cariñoso en el hombro.

—Perdona, no era a ti. Estaba pensando en voz alta. Al final sois los amigos a los que os toca aguantar estas cosas.

—Tranquilo, no hay problema. Para eso estamos los colegas.

—Es que nunca hablo de ciertos temas y cuando salen, pues lo hacen en torrente. Pero ya me he quedado más a gusto. Venga, invítame a algo, a ver si me quito este sabor amargo de la boca.

Tomaron un helado en una terraza que había al lado de casa de Requena, que en los años que llevaba viviendo allí aún no había visitado. Fran ya había cogido algo de peso desde su vuelta y sus mejillas, antes hundidas, se veían ahora un poco más rellenas. No era de extrañar, al ver cómo se comía el cucurucho de dos bolas con pepitas de chocolate. Requena, por su parte, había decidido prescindir de los cafés de sobre y saboreaba un capuchino con mucha crema.

Fran dejó de comer helado lo justo para preguntar:

—¿Así que te has decidido?

Esta vez fue Requena el que sonrió.

—Sí. Es posible que sea una locura y que dentro de dos meses esté de nuevo en Madrid arrepentido, pero al menos me habré arriesgado.

—No lo creo una locura tampoco. Un poco raro sí. ¡Pero qué diablos! Hay que hacer cosas raras de vez en cuando.

—Me he pasado mi vida haciendo lo que creía que debía hacer. He estudiado, me he sacado la carrera, he trabajado como el que más y mírame: estoy solo y en paro, viviendo con un amigo que ronca como un hipopótamo.

—Yo no ronco —respondió Fran un tanto ofendido.

—Más que hablas, que ya es decir. Quiero cambiar de aires, probar a ver cómo me va en este nuevo trabajo, tratar de buscar a alguien que me quiera.

—Nos lo merecemos, Reque. ¿Cómo es la chica que te gustaría encontrar?

—Ni idea. Pero que no me llame Requena.

—¿Por?

—No me gusta.

—¿En serio? Si te hemos llamado así desde siempre.

—No, desde siempre no. Un día en el colegio me llamó así Pablo Beotas y yo me enfadé y él se puso a gritarlo por todos lados. Y a partir de ese día todos me llamasteis Requena. Pero si encuentro a ese alguien haré que me llame Juan. Y sólo dejaré que me llame así ella.

—Es un bonito detalle.

—No sé si es bonito, pero es lo que me apetece. Que alguien me llame Juan al oído con sus brazos a mi alrededor.

Fran sonrió. Y Requena con él.

—¿Y tú? ¿Te has decidido ya? —preguntó Requena.

—¿Sobre qué?

—Venirte conmigo. Podríamos compartir piso allí también. Y estarías más lejos de las drogas. Dices que en tu situación lo mejor es alejarse.

—No me convence, Reque.

—¡Vente, Fran!

—Creo que no. Si supero esto lo superaré en Madrid. Ya me conoces, yo soy muy de ciudad. A mí me sacas de aquí y me agobio. Además, allí no habría metabús.

—Habría que averiguarlo. Pero no me vengas con milongas, Fran. Te quedas por Marta.

—Es cierto.

—Habéis salido pocas veces. Tampoco es una relación seria.

—Lo sé, pero me gusta estar con ella.

—No le has dicho nada, ¿no?

—No.

—¿Se lo vas a decir?

—Se lo diré pronto. No me queda más remedio, al menos si quiero intentarlo en serio. Estoy ya cansado de engañar y mentir; con ella me apetece empezar de cero.

—¿Y si te deja?

Una sombra pareció cruzar por el rostro de Fran. Se repuso pronto.

—Pues a joderse tocan. ¿Ves? Es otra razón para decírselo pronto. Si me deja al menos no habré tenido tiempo de encariñarme demasiado.

—¿Crees que lo hará?

—No lo sé. Y no creas que no lo he pensado. Aunque lo entendería.

—Si las cosas te van mal siempre puedes venirte conmigo.

—Como saltar con red. Gracias.

Terminaron el helado y el capuchino. Pidieron la cuenta.

—Han sido unos días raros, ¿verdad? —dijo Requena.

—Sí. Los dos cambiamos de vida.

—Justo después de encontrarnos.

—Quizá somos como elementos que sólo reaccionan estando juntos.

—Quizá. Si te vas a quedar en Madrid, quiero darte una cosa.

Requena se metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.

—¿Me regalas tu coche?

—Exacto.

—¿El que tiene doscientos cuarenta mil kilómetros?

—Sí.

—¿El que golpeaste la otra noche?

—Sí, ése.

—¡Gracias, tío! ¡Madre mía, un coche!

—Bueno, está ya muy cascado. Úsalo hasta que se rompa y después véndelo como chatarra.

—No lo quieres, ¿en serio?

—No, en mi nuevo trabajo no me imagino cuándo podría hacerme falta. Mejor que lo aproveches tú. Pero me tienes que ayudar a algo.

—¿A qué?

—A empaquetar todas mis cosas.

Trajeron la cuenta. Requena fue a pagar pero Fran se le adelantó.

—No deja, a ésta invito yo.

—Gracias, hombre.

—Tú pagas el coche, yo el café. Es lo justo.

David ayudó a Esteban a llevar el haya al garaje de Ángela, que se puso a trabajar en él inmediatamente. Esteban se marchó a descansar. David, sin saber a qué dedicar el tiempo y no queriendo quedarse solo en casa de Ángela, se marchó a desayunar a Era Humeneja.

Muchos de los aldeanos estaban allí, pesarosos tras la noticia. Bebían café en silencio y miraban por las ventanas sin apenas decir nada.

David también estaba deprimido, pero por razones muy distintas. No había conocido a la fallecida más que a través de sus libros y personajes, pero sentía tanta o más tristeza que los demás. No sólo había enterrado a Alicia sino también sus esperanzas de futuro, las de Ediciones Khoan y muy posiblemente las de su matrimonio.

La saga La hélice iba a quedar incompleta. Ediciones Khoan sería demandada por vender los derechos de libros que no tenía ni iba a tener. David no iba a ser ascendido a director editorial. Es posible que tuviera que buscar un trabajo tras la quiebra de Ediciones Khoan. Silvia, si volvía con él, se lo iba a tener en cuenta mucho tiempo. Trataría de encontrar un nuevo trabajo donde dispusiera de más tiempo libre, y si ello implicaba menos dinero, rebajaría su nivel de vida. En esos momentos sólo deseaba dos cosas: la primera, volver con Silvia, disculparse y abrazarla durante mucho, mucho tiempo. La segunda, hablar con Esteban.

Porque si Alicia era Thomas Maud, Esteban tenía que saberlo. David dio un sorbo a su café y estuvo pensando en cuando le preguntó a Esteban si había enviado el paquete a la editorial Khoan, y contestó que no, claro. Él no lo había enviado. Había sido Alicia. No había mentido, pero desde luego le había ocultado la verdad. Si se hubiera ido aquel día de Bredagós nunca se habría enterado de qué era lo que ocultaba. Sólo quería hablar con él y decirle que había descubierto el secreto de Alicia. Aunque ya no valiese para nada y las cartas hubieran vuelto al mazo, no quería irse sin decírselo; decirle que le comprendía y que no le había engañado, que tan sólo había llegado demasiado tarde. Había sido enviado por Khoan cuando Maud dejó de escribir y que Maud dejó de escribir a causa de una grave enfermedad que le había llevado a la muerte, era del todo imposible que David hubiera llegado a tiempo. Pero finalmente había tenido éxito. Había encontrado al escritor.

De súbito, la puerta de la taberna se abrió y por ella entró Yeray buscando a alguien. Movía la cabeza en todas direcciones. Cuando su mirada se encontró con la de David corrió a sentarse frente a él. En la mano llevaba un enorme paquete marrón acolchado. Jon, desde la barra, le preguntó si quería desayunar, pero Yeray hizo como si no le hubiera escuchado y siguió mirando a David. Comenzó a hablarle en un tono sereno y confiado, sólo un leve tartamudeo en la voz.

—¿Has venido a Bredagós buscando a alguien?

David le miró inquisitivo. Era la frase más larga que le había oído decir. Sin saber adónde llevaría esa nueva conversación, respondió afirmativamente.

—¿A Thomas Maud? —preguntó Yeray.

Sacó de debajo de la mesa el paquete marrón acolchado y lo abrazó, rodeándolo con los dos brazos.

—Sí —respondió David.

—Entonces esto es para ti.

Le tendió el paquete. David estaba tan asombrado que no lo cogió. Yeray lo depositó en la mesa y sonrió como si diera por concluida una misión. Se fue a levantar cuando David le cogió por el antebrazo.

—¡Espera! —gritó el editor—. ¿De quién es esto?

—Ahora es tuyo. Alicia me dijo que te lo diera.

—¿Cuándo?

—Hace tres años me dio el sobre y me dijo que se lo diera a quien viniera preguntando por Thomas Maud cuando ella muriera. Y hace cuatro días me dijo que esa persona eras tú. Ella se ha muerto y tú ya tienes el paquete. Lo he hecho bien, ¿verdad?

—Sí, lo has hecho muy bien.

Yeray sonrió. Era la primera vez que le veía sonreír. Se soltó del brazo de David y enfiló hacia la puerta. David le llamó desde la mesa.

—¿Sí? —contestó Yeray.

—¿De verdad te hablaba? —quiso saber David.

—Claro. Era mi amiga.

Salió dejando a David con el sobre.

Lo miró un momento antes de abrirlo. En él estaba escrito: «Al editor».

Al abrirlo encontró un pesado libro con el título La búsqueda, encuadernado en piel. Estaba ajado por el uso y tenía el lomo medio descosido. También había un sobre cerrado con el mismo destinatario del exterior. El editor lo abrió y se dispuso a leer las cuartillas que contenía.

Estimado editor:

Si está leyendo esta carta es porque ha desoído mi petición de no investigar la procedencia del envío. No se preocupe, no le culpo.

Le agradezco que haya seguido mis indicaciones hasta ahora. Lo más probable es que en el momento de leer esta carta yo ya no esté, así que trataré de darle por escrito lo que ya no me es posible hacer de palabra.

Imagino que a estas alturas ya habrá descubierto la identidad de Thomas Maud, pero hay datos que me gustaría aclararle.

Mi marido Esteban siempre ha disfrutado escribiendo. Le gustaba sentarse delante de la máquina de escribir y desarrollar las ideas que tenía en la cabeza simplemente por el placer de hacerlo, sin buscar ninguna recompensa. Yo le hubiera amado de igual manera aunque no hubiera escrito una palabra en su vida, pero escribir formaba parte de él.

La noche en que yo cumplía cincuenta y un años, Esteban me hizo el regalo más maravilloso que jamás hubiera podido imaginar. Envuelto en papel de estraza me entregó el primer volumen de una saga que había titulado La búsqueda. Me dijo: «Ésta es la única copia que hay. Ahora es tuya».

No necesito expresarle lo que sentí al leerla. Pero en mi posición, me encontraba con un gran dilema: debía elegir si quedarme con el regalo de mi marido o darlo a conocer al mundo.

Él escribía por placer, como por placer había leído toda su vida. En el momento en que se convirtiera en un escritor de éxito, su afición se convertiría en profesión. Saber que cada una de las frases que había escrito iba a ser analizada y criticada por millones de personas conllevaría para él una presión que quitaría el gusto a la afición que había desarrollado. Por fuerza no disfrutaría igual y le puedo asegurar que él disfrutaba escribiendo. El éxito conlleva muchos cambios, cambios que nosotros no deseábamos. Éramos felices y no necesitábamos nada más.

Por eso decidí no decir nada a Esteban sobre lo que planeaba hacer.

Consideraba demasiado egoísta guardarme la novela para mí y demasiado arriesgado mandarla a una editorial a cara descubierta.

Así que tomé una decisión y cambié el título de la novela de Esteban por La hélice. Sin que él lo supiera la firmé con el seudónimo de Thomas Maud y la mandé a una editorial en Madrid a través de un servicio de mensajería algo especial, como sin duda habrá comprobado, ya que está aquí.

Se preguntará por qué elegí su editorial. Fue por un libro que Esteban leyó y me recomendó: El tiempo de los jazmines, de José Manuel Elis. Era una novela hermosa que salió a la venta sin apenas publicidad y de la que nosotros nos hicimos con un ejemplar. Tiempo después fue publicada por la editorial Aranda y recibió el reconocimiento que merecía. Cuando tuve que mandar el manuscrito de La hélice a una editorial, Nautilus me pareció una buena elección. Y lo ha sido. Durante estos años, hasta hoy, ha seguido las indicaciones de la carta que le envié y por ello les estoy inmensamente agradecida.

Pero el éxito del libro desbordó todas mis previsiones. Le dije a Esteban que había heredado algún dinero de una rama de la familia de mi padre y que, unido al esfuerzo de ambos, podríamos vivir holgadamente. Así ha sido hasta hoy.

Esteban siempre tuvo la habilidad de sorprenderme y dos años después lo consiguió de nuevo. En la fiesta de mis cincuenta y tres, me regaló el segundo volumen. Ya no podía hacer otra cosa que repetir el método que empleé la primera vez: misma editorial, misma carta.

Y el segundo volumen volvió a ser un éxito.

Cada dos años, puntual como un reloj, me fue regalando el resto de volúmenes. Cuando supe que llegado el día yo iba a faltar para enviárselos, dejé encargado a Yeray, un chico del pueblo muy especial, al que también mi marido le dejaba leer sus escritos, que le fuera mandando lo que Esteban escribiese. Mucha gente tiende a considerar que Yeray no es capaz de ejecutar siquiera una tarea sencilla, pero se equivocan. Su gran corazón es tan evidente como su retraso, pero no dudo ni por un momento que no va a tener problemas con las instrucciones que le he dado.

Es por todo esto por lo que mi marido no sabe que él es Thomas Maud. Sé que no estaba autorizada a decidir por otra persona, como no lo está nadie. Simplemente hice lo que creí más correcto para preservar nuestra felicidad. No sé si ha sido la mejor decisión. Quizá alguien más inteligente que yo hubiera encontrado la manera de combinar ambas cosas, pero yo no fui capaz. Y le aseguro que pasé noches y noches en vela tratando de encontrar otra solución.

De cualquier forma, nos ha permitido tener a mi marido y a mí muchos años de felicidad, así que no puedo evitar sentir que tomé la decisión correcta. Y doy gracias, incluso desde mi situación, por cada uno de los días que hemos pasado juntos. Si de algo tengo la seguridad es de que el lujo y la fama no nos habrían hecho más dichosos. A lo largo de estos años Esteban me ha demostrado que la felicidad es algo contagioso; cuanto más feliz era él, más felices nos hacía a los demás.

Le pido por favor que no le comunique a Esteban el contenido de esta carta, pues temo que pudiera trastocar su recuerdo de mí y es algo que no creo que pudiera perdonarme.

Gracias por los años que nos han permitido disfrutar. Siento de veras cualquier inconveniente que mi decisión haya podido ocasionarles.

Afectuosamente,

ALICIA RUISECO

El editor reconoció la letra al momento de empezar la carta. El grafólogo tenía razón: era la letra de una persona culta, con claridad de ideas, sensata, altruista y de gran imaginación.

La letra de Alicia.

David miró el libro titulado La búsqueda. En el canto se leía el nombre del autor: Esteban Paniagua.

Lo abrió por la primera página. Había una dedicatoria escrita a mano. La letra era curvada e irregular:

No eres lo que me ayuda a vivir, Alicia. Eres la vida.

Tenía entre sus manos el manuscrito original de la saga La hélice. Una edición de un solo ejemplar. Algo así podría valer millones entre los coleccionistas, pero el editor sólo valoraba a la persona que lo inspiró. Todo el pueblo se lo había dicho repetidas veces, pero David hubo de pasar muchas dificultades para darse cuenta de hasta qué punto era Alicia una mujer extraordinaria.

Salió a caminar. Necesitaba activar sus pensamientos. Las palabras de Alicia le bailaban en la cabeza y trataba de establecer un plan de acción. Su petición de que no le comunicase su secreto a Esteban le ponía en una situación muy comprometida. No podía dejar de pensar que nadie podía negarle el reconocimiento a su trabajo, cómo sus novelas inspiraban a millones de personas. Los escritores pasan la vida luchando por que sus libros se lean, por que lleguen a los lectores, y que ella hubiera tomado la decisión por él de no poder sentir el orgullo por el trabajo bien hecho le parecía increíblemente injusto para Esteban. No se sentiría un traidor a la memoria de Alicia si se lo dijera. Él era editor y llevaba toda la vida trabajando con escritores. Y no podía imaginar ni a uno solo que no quisiera ser reconocido. Había guardado el secreto catorce años, y había conseguido que su marido continuara escribiendo. ¿Lo habría hecho igual de saber el éxito que había tenido su obra? ¿Habría habido alguna diferencia?

¿Qué era más importante, el escritor o su obra? Los escritores mueren, pero sus obras viven para siempre. Es lo más cercano que existe a la inmortalidad.

Yeray no había enviado ningún manuscrito a la editorial, lo que quería decir que Esteban no había vuelto a escribir desde entonces. La saga estaba sin terminar. El plan maestro de Alicia había fallado, pero incluso desde el más allá se había asegurado de hacer algo más. Le había puesto la pelota en su tejado para que él la jugase. Quizá si hablara con Esteban se animaría a completar la saga. Él le ayudaría, sería su editor. Le proporcionaría la calma y la orientación para terminarla. Le guiaría para llegar a buen término, como había hecho con Leo Baela y tantos otros. Pero no lo sabría hasta que hablara con él. Todavía había una pequeña esperanza.

Continuó caminando con el paquete bajo el brazo, acariciando por el extremo abierto el canto del libro, el original de La hélice que Esteban regaló a su mujer en su cumpleaños. Hoy la enterrarían, pero no se había llevado el secreto a la tumba. Su increíble planificación había previsto incluso su muerte.

En una calle, apoyados en una pared y fumando un cigarrillo, algunos aldeanos hablaban de la que parecía la única noticia del día. Contaban recuerdos de Alicia, anécdotas que tuvieron con ella. Apenas sin darse cuenta, David aguzó el oído al pasar a su lado.

—Mira que era guapa —dijo uno de ellos.

—¡Guapísima! —contestó otro.

—Y se la acabó llevando Esteban.

—Ella podía haber salido con cualquiera del instituto. ¡Con cualquiera! Y le acabó escogiendo a él. Mira que han pasado años y todavía no me lo creo.

—¡Ni yo! ¡El tío más tímido de toda la escuela! ¡Pero si hasta tartamudeaba al hablar! ¿Te acuerdas de la que se montó cuando se supo que estaban saliendo?

—¡No se hablaba de otra cosa!

David, que se había detenido a escuchar al otro lado de la calle, se acercó hasta ellos. Entonces se quedaron callados, haciéndole sentir un intruso en su conversación.

—Perdonad que os interrumpa —comenzó—. ¿Decís que Esteban y Alicia comenzaron a salir en el colegio?

Se miraron azorados, sin saber muy bien qué contestarle.

—Sí, así pasó —dijo el más atrevido.

—¿El colegio en Bossòst? —preguntó David.

—Claro.

—Entonces… —David comenzó a hacer cálculos—. ¿Lo dejaron cuando Esteban se fue a trabajar de marino o volvieron luego o qué ocurrió?

Todos se miraron un instante y comenzaron a reír. Largas carcajadas que les hacían apoyarse unos en otros para no caerse al suelo de la risa. Uno de ellos, entre hipidos, le preguntó:

—¿Lo dices por lo de sus historias marineras?

—Eh…, sí —contestó David.

Y comenzaron a reír de nuevo con igual intensidad. David esperó de pie a que terminaran, sintiéndose humillado por algo que todavía no sabía.

—Por el amor de Dios, eso lo dice por los niños, para que las historias que cuenta sean más creíbles. Pero hasta los críos saben que es mentira. Esteban ha vivido aquí toda su vida, lo mismo que Alicia. ¡Lo mismo que nosotros! ¡Si su madre era la antigua dueña de la pescadería! En clase le decíamos que olía a besugo para que se picase. ¿En serio creías que fue marino?

—Sí.

Y otra vez volvieron a reír. David salió de allí dando grandes zancadas.

—¡Eh, amigo! ¡No te enfades!

Pero David continuó andando. Estaba enfadado consigo mismo por suponer que las introducciones de las historias de Esteban eran ciertas y que sus aventuras no eran más que exageraciones de anécdotas que le habían ocurrido.

Esteban no había sido marino. ¿De dónde sacaba las ideas para esas historias, entonces?

La misa por el alma de Alicia se celebró a última hora de la tarde en la ermita de Santo Tomás. David caminó hasta allí solo, recordando el mismo viaje que hizo con Silvia a su lado. Ahora ella estaba en Madrid y él casi había completado su misión. Cada paso sobre la grava del camino, aun acompañado por los pasos de docenas de vecinos de Bredagós, le parecía más solitario que el anterior. Todos a su lado caminaban apenas rompiendo el silencio con palabras sueltas. Los trinos de los pájaros en los árboles adyacentes les siguieron hasta la ermita.

David se sentó en el banco corrido, como la otra vez. Habían dispuesto el ataúd abierto en mitad de la estancia. En él reposaban los restos de Alicia. Miró alrededor, pero no vio ni a Esteban ni a Ángela. No sabía cómo se sentiría cuando viera al recién descubierto escritor. Tras todos los acontecimientos de las últimas horas, la verdad es que no tenía muy claro cómo sentirse. A veces pasas tanto tiempo imaginando cómo será algo que cuando llega no puedes evitar sentirte decepcionado porque no se ha desarrollado de la forma en que habías pensado. El ataúd, que David había imaginado tosco, como una caja de madera claveteada, tenía un delicado acabado. Apenas podía creer que ese receptáculo proviniera del árbol que habían cargado esa misma mañana con una carretilla. Ángela lo había forrado de satén por dentro, como el último regalo que podría hacerle a Alicia, la mujer que había enviado el sobre dejando la huella de sus seis dedos.

Todos se volvieron al ver entrar al padre Rivas y a Esteban. Vestía un traje negro con unos zapatos deslucidos. Detrás de él pudo ver a la casi totalidad del pueblo que se había sumado al acto. Muchos de ellos seguían la ceremonia desde fuera, aguantando estoicos los vientos del Pirineo. Ángela apareció con Tomás al lado de la puerta. El pequeño, con la mano cogida a la de su madre, apenas podía aguantar las lágrimas.

El padre Rivas tomó la palabra.

—Gracias a todos por acercaros. Vamos a comenzar la misa.

Todos bajaron la cabeza en señal de respeto mientras el padre Rivas entonaba las lecturas y bendecía el féretro con agua bendita. Sólo se oía a algunos vecinos sorbiendo sus lágrimas en un intento de no interrumpir. David observaba a Esteban, que, de pie, miraba fijo el ataúd con los restos de su mujer. Había escrito la saga La hélice, pero no era consciente de la repercusión que habían tenido sus libros en todo el mundo. En ese momento sólo era un hombre que se despedía de su esposa. Alicia le había dicho en la carta que no le dijera nada, pero no sabía qué hacer. Tendría que meditarlo, darse un poco de tiempo para que sus emociones se calmasen. Esteban dejó caer una lágrima que secó con un pañuelo y David tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no sumarse a él.

Acabada la misa, David iba a encaminarse a la salida cuando vio cómo Jon, Edna, Ángela y todas las gentes que había conocido en su estancia en el pueblo sacaban velas y, tras prenderlas en el cirio que reposaba junto a la talla de santo Tomás, comenzaban a depositarlas en los salientes de las rocas que conformaban la iglesia. Tal como hicieron en la misa en honor del santo, ahora lo hacían en honor de Alicia. Unos pocos minutos después, el pórtico de la iglesia resplandecía en el anochecer aranés. Era la forma que tenía Bredagós de decir que puede que Alicia ya no estuviera entre ellos, pero su luz permanecía.

David se posicionó delante de la talla de madera que parecía velar por la historia de ese pueblo del Pirineo. Cerró los ojos y en silencio oró por el alma de Alicia. Él, que no había rezado desde sus tiempos del colegio cuando la misa era obligatoria, desempolvó las palabras de su mente para honrar su recuerdo. Tras finalizar, levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la del padre Rivas, que se acercó hasta él y le puso una mano en el hombro.

—Pensaba que no eras creyente, David.

—No creo en Dios, creo en Alicia —dijo David—. Son dos cosas completamente distintas.

El padre Rivas sonrió. La luz de las velas del pórtico iluminaba todas las arrugas de su cara.

—No, David. Es exactamente lo mismo.

Cargaron el ataúd en un carro tirado por dos mulas que recorrió los caminos con trote lento y distinguido. Todos caminaban detrás, de forma que los pasos de los animales secundados por los casi ochocientos pies creaban un murmullo bajo y continuo que parecía envolverlo todo, como si Bredagós mismo estuviera triste.

El cementerio era pequeño y vetusto. Las parcelas de tierra aún se delimitaban con una verja metálica y las lápidas de granito tenían los nombres tallados con cincel. Esteban y Ángela permanecieron al lado de la fosa mientras un par de vecinos bajaban el féretro al fondo con ayuda de unas cuerdas. Detrás de ellos, a su resguardo, Yeray y Tomás. El padre Rivas se acercó al frente y entonó una breve oración. Volvió a arrojar agua bendita sobre el ataúd y miró a Esteban pidiendo permiso para continuar. Esteban se secó las últimas lágrimas con el pañuelo de hilo y lo lanzó sobre la superficie de madera cortada esa misma mañana. Miró al padre Rivas y asintió. El cura indicó que ya podían comenzar a cubrirlo de tierra.

El pueblo enterraba a Alicia, pero David enterraba a alguien más. Y es que sabía que un pedazo de Thomas Maud descansaría por siempre bajo esa tierra, la parte que había muerto con Esteban.

Todos comenzaron a marcharse. Muchos de ellos dejaron flores en la base de la lápida. David tendría que hablar con Esteban sobre el secreto de Alicia, pero no hoy. No con su cuerpo aún tibio en la tierra.

En la tumba de Edgar Allan Poe, en Baltimore, cada 19 de enero, se depositan tres rosas y una botella de coñac a medio terminar. En la de Alicia, la tarde de su entierro, había docenas de ramos de flores frescas y, encima de ellas, una flor de lantana ya marchita.