5
Bredagós
La calle en la que aparcaron el coche era amplia, con una fuente de piedra adosada a la pared donde un ridículo caño de agua manaba de forma intermitente, con esfuerzo. Miraron alrededor y vieron esa mezcolanza de granito, madera y pizarra de la que parecía estar compuesta Bredagós, ese pueblo perdido en el valle de Arán, en Lérida. El hogar de Thomas Maud. A tan pocos kilómetros de la frontera francesa que parecía que podías llegar tirando una piedra.
A Silvia le había sorprendido gratamente la propuesta de su marido. Pero después, la conversación que tuvieron en casa la había dejado algo intranquila. Aunque David parecía convencido, las cosas se ven de muy distinta forma después de consultar con la almohada, y lo que antes parecía urgente acababa perdiendo importancia. Así que cuando se lo propuso, habló con sus compañeras de la oficina para reorganizar los turnos y poder disponer de las vacaciones que le restaban en la consultoría.
Al principio pusieron muchas pegas y se quejaron de la poca antelación, pero las protestas se fueron acallando cuando Silvia enumeró una por una todas las veces que las había cubierto en años anteriores. Era el día de cobro, como luego le relató a David durante el viaje. Le vendrían bien unos días fuera de aquella empresa que no respetaba horarios, que cuando había que cuadrar las cuentas de un proyecto alargaba su jornada laboral hasta que fuera necesario, olvidando horas de comida, sueño y vida familiar.
En ningún momento esperaba que David le sorprendiera con esas vacaciones. Y no pudo decirle que no. No quiso decirle que no. Unos días de descanso para pensar en el futuro, para hacer planes, para recordar por qué desde hacía tanto tiempo estaba empeñada en tener un hijo con ese hombre. Porque aunque trabajaba demasiado y pasaba mucho tiempo viajando, siempre traía un regalo para disculparse, aunque fueran unos simples pasteles. Porque siempre que iba a llegar tarde la llamaba para que no se preocupara. Porque sabía que podía contar con él. Y porque cuando creía que le había fallado la agasajaba con unos días de vacaciones en Bredagós, un pueblo para perderse.
Así, cargaron en el asiento trasero del coche la enorme maleta de Silvia —que debía de pesar unos treinta y cinco kilos, según calculó David, a razón de crujido de vértebra por kilo— y emprendieron la marcha rumbo a Bredagós. Una vez que escaparon de los atascos de la M-40, salieron de Madrid hacia Guadalajara. De ahí rumbo a Zaragoza, donde en la lejanía vislumbraron los cuatro torreones del Pilar. Pararon a tomar un café y estirar las piernas por las concurridas calles de la ciudad, que, en un día soleado como ése, se llenaban de paseantes que disfrutaban del sol reflejado en las aguas del Ebro. Siguieron por la carretera hacia el este, camino de Huesca, después Barbastro, Benabarre y lindando la frontera de Cataluña y Aragón, paralela al río Noguera Ribagorzana, llegaron a Viella. Desde allí, subiendo carreteras secundarias y en mal estado que a veces tocaban los bajos del coche, llegaron a Bredagós, un pueblo tallado en roca de los Pirineos, a mil cien metros por encima del nivel del mar y apenas seis kilómetros de la frontera francesa.
Después de bajar del coche arquearon las espaldas contrahechas del viaje y pensaron en cómo llegar al hostal de Edna donde tenían reservada habitación. Preguntaron a un aldeano que portaba en sus brazos lo que parecía una pesada caja.
—Disculpe…
—¿Sí?
Cuando se inclinó sobre la ventanilla distinguieron el blanco alzacuellos en la sotana debajo de su chaqueta. Tenía un rostro curtido y sin afeitar, y pequeñas gotas de sudor emergían de su frente pese al tiempo fresco.
—Usted es del pueblo, imagino…
—Soy el párroco del pueblo, sí.
—¿Sabría indicarnos cómo llegar al hostal de Edna?
—Claro que sí, me queda de camino. Si quieren les acompaño.
Sin esperar contestación se subió al asiento trasero del coche dejando la caja a su lado.
—Claro, claro —dijo Silvia con el párroco ya sentado.
—Me hacen un favor, la verdad. Estos cirios pesan una barbaridad, y yo ya no soy joven. Me presento, soy el padre Rivas.
David y Silvia se presentaron a su vez.
—¿Se vienen a vivir al pueblo?
—¿Por qué lo cree?
—Bueno, es que he visto esta maleta tan enorme…
David miró de reojo a su mujer y sonrió. Silvia mantuvo la vista al frente.
—No, sólo a pasar unos días de vacaciones.
—¡Ah, estupendo! Les gustará. Es un pueblo muy bonito. Muy… rústico.
El empleo de la palabra rústico y el silencio que le precedió le sonó a David como un eufemismo amable de incómodo.
—El hostal de Edna no es propiamente un hostal —continuó el padre Rivas—, por eso no han visto ningún cartel. Es más una casa de huéspedes de una viuda que se encontró con una pensión corta y muchas habitaciones vacías. Ya la conocerán, es una mujer… peculiar.
Otra vez el silencio y el eufemismo, pensó David.
—Gire a la derecha, ahí. ¿De dónde son?
—De Valladolid —se adelantó David. Silvia le miró de reojo.
—Pare en aquella puerta —dijo señalando al frente—. Ahí es.
Detuvieron el coche. Se ofrecieron a llevarle hasta su destino, pero el padre Rivas se negó alegando que estaba ya muy cerca.
—Les agradezco el viaje. Y si tienen algún problema espiritual o incluso más mundano, no duden en venir a verme a la rectoría. ¿No tienen nada que confesar?
David sintió que la pregunta iba dirigida a él, así que contestó.
—Por ahora no, padre. Pero acudiremos a usted, no lo dude.
—Ya saben lo que se suele decir: tener la conciencia limpia es síntoma de mala memoria.
Se rió de su propia broma y arrancó a andar con una sonrisa que hacía olvidar su cara curtida.
La casa tenía dos pisos y seis habitaciones. Había pertenecido primero a los padres de Edna, una pequeña y gruñona mujer que escondía una botella de anís debajo de la cama. Les dio la llave de la habitación mientras hablaba por teléfono, gritando a través del auricular de tal manera que Silvia pensó que casi podría haberse ahorrado el coste de la llamada.
La habitación tenía una gran cama de matrimonio y una bañera de patas doradas que parecía rescatada de algún naufragio y delataba que en la concepción de esa casa no se habían incluido los aseos. El pequeño armario empotrado apenas bastaba para guardar la mitad de la ropa de Silvia.
David pensaba que Silvia le iba a reprochar que hubiera escogido un lugar tan sobrio. Pero como ya le había advertido antes de venir, era el único del pueblo. Le contó que había escogido ese pueblo por consejo de un colega de la editorial, que estuvo allí el verano pasado y no hacía más que proclamar que era el sitio más agradable y tranquilo que había visitado nunca. Ahora pensaba que Silvia iba a añadir que era pequeño, viejo y anticuado, como la bañera de patas doradas. Pero de su boca no salió una queja, y no le importó tener que dejar la mitad de la ropa en la maleta.
—Siento que sea tan pequeño —se disculpó David.
—No me importa. Me gustan las cosas rústicas. ¡Mira esas patas de bañera! Nunca las había visto fuera de un anticuario.
—Sí, pero es tan pequeño…
—Es acogedor —le replicó Silvia.
—Es viejo.
—Tradicional.
—Raro.
—Con encanto.
—Huele a desinfectante.
—Bueno… —concedió Silvia—. Pero podríamos abrir las ventanas mientras cenamos y mañana comprar un par de ambientadores en alguna tienda.
—Eres muy práctica.
—No quiero que nada nos estropee las vacaciones. Lo único importante es estar aquí contigo.
Le sonrió y se abrazaron. David apoyó la barbilla en su coronilla.
—¿Crees que darán de cenar aquí?
—David, yo después de ver a esa mujer preferiría comer en otro sitio.
En la pequeña sala de estar Edna les esperaba mientras miraba un programa sobre el tejido de tapices. Cuando llegaron se levantó pesadamente y bajó el volumen de la televisión. Sacó una ficha y empezó a preguntarles los datos personales.
—¿Nombre?
—David Peralta.
—¿Proceden de…?
—Valladolid —volvió a mentir David.
—¿Trabaja en…?
—Soy publicista —mintió de nuevo.
—¿Tienen hijos?
—¿Importa? —contestó David.
Edna levantó la vista de la ficha de inscripción y les miró con el ceño fruncido.
—¿Tienen hijos? —repitió.
—No —le contestó David con brusquedad.
—¿Edad?
—Voy a cumplir treinta y cinco.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿Y por qué han venido?
—Para huir de los curiosos —respondió David.
Edna retiró la ficha de la mesa con el rostro ceñudo.
—De acuerdo. Ya está. Yo duermo en la primera puerta de la izquierda. Mi horario de atención a los huéspedes es hasta las doce. Son veintidós euros la noche, las dos primeras por adelantado.
Silvia sacó el dinero del bolso y lo depositó en la mesa. David firmó el libro de registro y se dispuso a salir por la puerta cuando Silvia preguntó a Edna:
—Disculpe, ¿sabe de algún lugar donde podamos cenar algo? ¿Hay algún restaurante por aquí?
—Restaurantes así dicho, no, pero en la taberna Era Humeneja sirven comidas y cenas. Y están buenas.
—¿No hay más sitios? —dijo David.
—Sí, pero ése es el único donde la cerveza no sabe a meados.
—Estupendo. Muchas gracias —se despidió Silvia.
Caminaron por las calles del pueblo hacia la taberna. Bredagós, según pudieron apreciar, estaba constituido por casi una centena de casas, casi todas apiladas en estrechas calles que trataban de proteger al pueblo de los gélidos inviernos de ese valle rodeado de montañas. Sólo unas pocas casas solitarias salpicaban las faldas de la montaña alrededor del pueblo, a las que se accedía a través de caminos de tierra. Estaba atravesado de parte a parte por una carretera de asfalto más consistente, la misma por la que habían llegado David y Silvia y que desembocaba en Bossòst, el pueblo vecino. El centro se reconocía por un semicírculo de césped natural con unos bancos en el cruce de las dos calles principales. Y entre ellos, una columna de piedra labrada representaba el valle aranés con reproducciones de viviendas apenas perceptibles, como si quisieran recordar en todo momento que sólo eran unas pequeñas motas de musgo en la inmensidad de las montañas que servían de frontera a dos de los países más grandes de Europa.
Las calles eran estrechas y apenas tenían aceras. Las pocas plazas de aparcamiento estaban casi vacías. Las ocupadas tenían camionetas con la carga aún atada en la parte posterior, sin miedo al hurto, y los conductores podían disfrutar de una cerveza sin que ningún teléfono móvil sonara metiéndoles prisa.
Rodeaba el pueblo un bosque de hayas y abetos que cambiaba de color con las estaciones. En los grandes temporales se hacía necesario serrar ramas para evitar accidentes. Los sauces enanos, rosales alpinos, madreselvas y cerecillos hacían impracticables algunos senderos. Los árboles se juntaban buscado abrigo, y sus raíces se mezclaban con las rocas y el suelo húmedo formando un entramado destinado a guardar secretos.
La gente paseaba por las calles camino a no se sabía dónde, quizá por el único placer de pasear, y se hacían pequeñas inclinaciones de cabeza en señal de reconocimiento, a veces deteniéndose para cruzar unas palabras y preguntarse por sus familias. Tras las luces de las ventanas, el olor de la comida recién hecha y del vino. El ruido de los televisores fundido con las algarabías de las salas de estar, donde las conversaciones fluían sin tregua y las frases se solapaban en agitadas discusiones sobre temas intrascendentes.
Silvia y David andaban casi sin hablar, gozando de la tranquilidad y de los pequeños sonidos, intentando acostumbrarse al nuevo entorno. Hubieron de pasar más de cinco minutos para que Silvia lanzara la primera pregunta.
—¿Por qué has mentido?
—¿Mentido? —contestó David.
—Has dicho a Edna y al padre Rivas que eras de Valladolid. ¿Por qué?
—En los pueblos no suelen caer bien los de Madrid. Nos creen unos señoritos.
—No me creo que sea por eso, David.
—Me fastidia la gente que no hace más que preguntar sin apenas conocerte. Parecía un interrogatorio de la policía. ¿A qué venía que Edna quisiera saber si teníamos hijos? ¿Qué querías que le dijera? No, aún no, pero vamos a ponernos a ello, es posible que incluso en la propia habitación que nos ha alquilado, así que si oye ruidos no se preocupe, es que nos estamos disfrutando el uno al otro.
—Eres un exagerado, cariño.
Y comenzó a reír con esa risa expansiva que David hacía tanto tiempo que no oía, que guardaba para cuando estaba totalmente despreocupada, sin nubes en su horizonte. Sólo se detuvo cuando una bocina comenzó a sonar. Miraron hacia atrás y vieron a un hombre pequeño y ancho, con barba y gafas, que les hacía señas desde un coche para que se acercaran.
—¿Ves a lo que me refiero? —comentó David mientras andaban hacia la ventanilla abierta—. Nos acosan.
—¿Puedo llevarles? —les preguntó el hombre.
—¿Por qué? —contestó Silvia—. ¿Es usted taxista?
—No, pero pensé que les podía acercar a Era Humeneja. A no ser que estén disfrutando de un paseo, en cuyo caso… les pido disculpas y sanseacabó.
—Pues sí que íbamos hacia allí, pero…
—Yo también voy, por eso se lo digo. Si quieren les acerco.
—De acuerdo —contestó Silvia mientras se montaba en el coche antes de que David pudiera protestar. Éste no pudo evitar pensar que hacía un par de horas llevaban a un habitante del pueblo en su coche y ahora estaban en la situación contraria.
El coche era un viejo Renault 12 ranchera con la pintura comida por el óxido y los asientos desconchados. Ya dentro, Silvia fue la que preguntó.
—Bueno, ¿cómo lo sabía?
—¿El qué?
—Que íbamos a Era Humeneja. —Hablaba en tono divertido, como si preguntara a un mago un truco de magia.
—Oh, es fácil. Ustedes no son de aquí, ¿no es cierto?
—Exacto. Somos de Valladolid —dijo Silvia lanzando una cariñosa mirada a David, que aún trataba de asimilar el extraño y expansivo recibimiento del pueblo.
—Entonces supongo que estarán en casa de Edna, a no ser que se hospeden en casa de algún amigo, en cuyo caso estarían con él.
—Continúe —le exhortó Silvia.
—Debido a la hora que es querrán cenar algo, y como Edna no da de cenar en su hostal, me imagino que le habrán preguntado por algún sitio donde comer.
—Muy bien. ¿Pero cómo sabía que nos recomendaría este sitio?
—Edna no recomienda otro. La taberna Era Humeneja es propiedad de su hermano Jon.
—¡Muy bien! Lo ha deducido paso a paso, como el mismísimo Sherlock Holmes —le felicitó Silvia.
—¿Les ha soltado lo de la cerveza que sabe a meados? —les preguntó el hombre.
—¡Sí!
—¡Ja! Edna suelta el mismo rollo a todos los que llegan.
Los tres rieron mientras el coche aparcaba delante de la taberna. Allí bajaron media docena de escalones hasta la puerta. Estaba alojada en los bajos de una vivienda de dos plantas y sólo se la reconocía por un cartel de madera astillado en la calle y dos pequeñas ventanas por las que se veía a la gente reír y levantar con brío jarras de cerveza.
—Disculpe, ¿sabe cómo se llama esta calle? —preguntó Silvia.
—Era Humeneja —respondió el hombre.
A David y Silvia esa información no les aportaba nada útil.
—De todas formas, si no se acuerda es fácil, sólo tiene que buscar la humeneja del edificio.
Los tres miraron hacia arriba y allí se erguía una enorme chimenea de piedra que salía del mismo edificio de la taberna.
—Era humeneja es «la chimenea» en aranés.
Una vez atravesada la puerta, su improvisado chófer se despidió de ellos.
—Bueno, espero que disfruten de la cena. Pero he de informarles que aunque aquí la comida no está mal, la cerveza de los demás sitios no sabe a meados. De hecho la trae el mismo distribuidor. No le digan a Jon que se lo he dicho yo. Ah, por cierto, me llamo Esteban.
—Disculpe —dijo Silvia—. No nos hemos presentado. Yo soy Silvia y éste es mi marido, David.
—Encantado.
—Igualmente —exclamó al unísono el matrimonio.
Esteban se acercó a la barra y se sentó en un taburete.
Un asiento libre en el vagón. Dos desconocidos se miraron un instante antes de arrancar. Un cartero con un enorme carrito naranja fluorescente se atravesó delante de un hombre alto con chaqueta de pana. En cambio, la atractiva cuarentona, versada en años de luchas en el metro, se coló con facilidad entre los dos pasajeros y se hizo con el asiento. El hombre de la chaqueta de pana trató de cruzar una mirada furibunda con la mujer, pero ésta hojeaba un periódico, tranquila como si estuviera sentada en la cocina de su casa en Vallecas.
Elsa, la secretaria de Khoan, aun siendo una de las privilegiadas de ese vagón —de doscientas personas no más de treinta y dos estaban sentadas—, estaba atorada entre dos abultados hombros que no la permitían rozar siquiera el respaldo. Quedaban más de tres paradas para Portazgo y ella, habituada a moverse en distancias cortas, leía un periódico que le dieron a la entrada, donde se hablaba de los próximos recortes del gobierno y del sempiterno entrenamiento del Real Madrid, donde uno de sus jugadores había tenido una lesión en la ingle y era duda para el siguiente partido.
Pasaban de las ocho menos cuarto. Elsa salió de Ediciones Khoan a las siete y cuarto y había subido al metro en Serrano. Los días que se podía escapar algo antes no coincidía con los trabajadores de las oficinas y tiendas de ropa y podía disfrutar de un metro cuadrado para ella sola en el vagón, pero a partir de la hora de salida las distancias entre pasajeros se acortaban y los tiempos entre paradas se alargaban. Tras el cierre de las puertas los cuerpos se acomodaban, los abrigos tapaban las ventanillas y aparecían libros en el espacio entre las cabezas de los sudorosos pasajeros.
Ya en casa se quitó el abrigo y los zapatos y miró de reojo el contestador que reposaba en la estantería casi vacía. Elsa esperaba ver el cero habitual, pero encontró un uno inesperado.
Habían pasado tres meses desde su traslado a su nuevo y modesto piso, pero todavía no parecía un hogar. Recordaba el antiguo, con sus pequeños adornos esparcidos en las estanterías y mesitas de noche, los mismos que ahora esperaban en cajas de cartón aún embaladas a que su dueña se decidiese a sacarlos de su cautiverio. Recordaba lo que le había costado encontrar una buena disposición de los muebles para que todo estuviera en su lugar. Los libros en las estanterías, las figuras de porcelana en las baldas del salón, justo encima del vídeo que ahora no tenía, los cuadros de los que ahora sólo le quedaban una pequeña parte.
Aunque lo que más echaba de menos era el olor a tabaco, a comida, a casa habitada, tan distinto del nuevo a pintura reciente, a cerrado, que no se iba por mucho que dejara abiertas las ventanas. Sabía que debía empezar a colocar sus enseres, a poner cortinas, a comprar los muebles que le hicieran falta, pero una parte dentro de ella se negaba, como si esa casa fuera una nueva parada de metro en espera de un destino más amable y más feliz.
Habían pasado seis meses desde su separación de Juan Carlos. Después de doce años de relación, aún no se había hecho a la idea. Su exmarido no había sido el más dulce, ni el más sobrio, ni el más fiel, pero lo echaba de menos. Aunque sabía que el cómputo general estaba en su contra, sentía pena cuando volvía a su nueva casa y no escuchaba el ruido de fondo de un partido de fútbol y una voz que gritara que ya que estaba ahí le acercara una cerveza. Alguien que la llevara al cine a ver películas, aunque no le gustaran.
Juan Carlos trabajaba en una empresa de instalación de cañerías y era más que asiduo a los bares y a la nocturna Casa de Campo. Pero también sabía ser dulce cuando quería. El problema era que casi nunca quería. Es curioso cómo se puede resignar alguien a ir en la dirección incorrecta sólo para no tener que buscar un cambio de sentido. Ahora había encontrado uno y se había salido. Había perdido en el camino casi todos los muebles, para evitar discutir, la televisión, el equipo de música y el vídeo. Se conformó con un par de cuadros, la cama y la vajilla. Y ahora tenía una cama de matrimonio para ella sola y una vajilla de treinta y seis piezas de las que sólo usaba dos una y otra vez.
Pero ahora eran su vajilla, sus cuadros y su cama, y podía hacer con ellos lo que le viniera en gana, incluso tirarlos si quería y comprarse otros nuevos.
Escuchó el mensaje con curiosidad. Reconoció la voz de su hermana Cristina tratando de mantener la calma, pero debajo de su autocontrol se podía percibir cierto nerviosismo.
—Hola, Elsa, soy Cris. Ante todo no te preocupes, porque no es nada grave —comenzó rezando el mensaje—. Verás, esta tarde, al cruzar por delante de un autobús, un coche ha golpeado a Marta. Está bien, no le ha pasado nada grave, pero el golpe la ha lanzado contra el asfalto y tiene una herida en la cara y alguna más en las rodillas y pies. Yo tengo guardia por la noche y Emilio está de viaje. Marta está perfectamente, pero si pudieras me gustaría que pasaras la noche con ella, para quedarme yo tranquila. Llámame aquí o al móvil, como quieras. Un beso. Chao.
Elsa rebobinó el mensaje y lo volvió a escuchar otra vez. Llamó a su hermana, recogió su bolso y salió de casa.
En la calle llamó a un taxi y le indicó la dirección, rogándole que se diese prisa.
Cristina, la hermana de Elsa, trabajaba de enfermera en el turno de noche en el hospital Doce de Octubre. Había tratado de conseguir un horario diurno, pero tal como estaba la situación, se dio con un canto en los dientes con tal de trabajar. Había hecho una residencia en Gran Bretaña, en Birmingham, donde los enfermeros eran escasos y apreciados vinieran de donde vinieran. A su vuelta, ya con más experiencia y un segundo idioma, sólo fue cuestión de tiempo conseguir un trabajo en su misma ciudad, aunque fuera de noche. Su marido, Emilio, comercial de una empresa de productos químicos, pasaba gran parte de la semana viajando, con el maletero del coche lleno de muestras. Elsa les admiraba, pues aunque tuvieron sus dificultades —Cristina estaba en otro país y Emilio nunca estaba en Madrid más que los fines de semana—, supieron mantener la llama de su matrimonio, aunque fuera a fuego lento. Por un momento pensó que ella y Juan Carlos también lo conseguirían, pero su exmarido no era tan bueno como Emilio, ni ella tenía la paciencia de Cristina.
Su hermana la esperaba en la puerta vestida con la ropa de enfermera y una rebeca de algodón que su madre le tejió cuando aún veía lo suficiente. Elsa y Cristina se abrazaron y se dieron un largo beso que les dejó una pequeña marca rojiza en las mejillas.
—Gracias por venir. Podía haberse quedado alguna de las amigas de Marta, pero prefiero a un adulto. Siento avisarte tan tarde.
—Bueno, la próxima vez diremos al conductor que avise. —Cristina sonrió—. Vete tranquila, yo me quedo cuidándola.
—Tiene nolotiles en la mesilla de noche, por si le duele, aunque el médico le dio algunos calmantes antes de salir. En la nevera tienes comida. Yo volveré sobre las siete y cuarto. Y gracias por venir.
Le dio un abrazo antes de salir. Ya desde la puerta le recordó que si pasaba cualquier cosa la llamara al móvil.
Marta estaba tumbada en el sofá con un par de almohadones detrás de la espalda. El televisor estaba encendido en un canal de vídeos musicales, pero parecía más para acallar el silencio que otra cosa, viendo el caso que le hacía. En la mitad de su cara vendada sólo sobresalía un ojo amoratado. Elsa se había imaginado una herida más clemente, a tenor de lo dicho por su hermana. Quizá debajo de las vendas no fuera para tanto, pero ella sólo veía un buen montón de esparadrapo. Se acercó y le dio un beso en la frente. Marta casi no podía mover los labios, lo que daba a su voz un tono apagado y triste.
—Hola, preciosa —dijo Elsa—. ¿Cómo estás?
—Bueno…, bien. No me duele mucho, me han dado muchas drogas.
—A ver si ahora te nos vas a aficionar, ¿eh?
Marta hizo un amago de sonrisa.
—He venido a pasar la noche contigo, así que sabes que me tienes para lo que necesites. Estoy a tu disposición.
—Tengo algo de sueño.
—Cuando tú quieras. ¿Te ayudo a subir?
Elsa dejó a Marta en su cuarto, decorado con carteles de chicos en bañador y grupos musicales. Le recordaba al suyo de adolescente, aunque los chicos de sus paredes llevaban más ropa. Le ayudó a ponerse el pijama y cuando la tía volvió del baño los calmantes habían hecho efecto.
La miró dormida. Marta era una chica bonita que iba a cumplir los veintidós en tres semanas. Estaba en cuarto curso de Psicología, con dos asignaturas de tercero. El tiempo pasaba para todos. Cuando Marta nació su hermana tenía veinticinco y ella veintitrés. Estaba en la flor de la vida. Tantos proyectos por realizar que quedaron en el camino. A los veintitrés crees que tienes toda la vida para cumplir sueños, pero poco después el mundo adulto te cae encima y tienes que hacer frente a novios estables, letras del coche, hipotecas, trabajos mal remunerados y maridos mentirosos. Todo lo que habías imaginado se va al garete. Y tú detrás. Se sentía como si, de nuevo con veinte años, tuviera que afrontar todos los retos a los que ya se enfrentó de joven, empezando por aprender a vivir sola, sin Juan Carlos.
De pronto, un sonido familiar.
La respiración de Marta. Notaba cómo ascendía y descendía el edredón al compás de sus pulmones. Cerró los ojos e imaginó que era la respiración de otra persona. De alguien a quien aún no conocía. Se sentó en una cómoda butaca del cuarto y se dedicó a escuchar conteniendo el aliento. Le gustaba ese sonido. Decidió quedarse allí un poco más. Así podría vigilar a Marta más de cerca.
Con un pijama de su hermana y una manta encima de las piernas se acurrucó en la butaca y buscó algo que hacer. En su bolso encontró el libro que le dio hacía tres días aquel editor, del que se decía que había salvado la editorial.
Cómo se notaba que él tenía tiempo para pensar en esas cosas. A ella Khoan le daba tanto trabajo que no le dejaba tiempo para investigar nada acerca de la editorial. Tenía una agenda muy apretada, todo el día de reuniones con personas importantes. Con productores cinematográficos, con delegados de otras editoriales, con imprentas… y con gente que no quiso decirle quién era, y malditas las ganas que tenía ella de averiguarlo.
Miró la cubierta del libro y la sinopsis posterior.
Ella nunca había sido devota de los libros de ciencia ficción, pero no tenía sueño y quería disfrutar de un dormitorio lleno de detalles personales que le recordaban cuán frágil es la felicidad y cómo sólo el paso del tiempo puede decirte si has tomado buenas decisiones. Pero has de tomar alguna, no puedes quedarte sentada en un banco mirando pasar los trenes para, cuando despiertes de lo que crees la travesía, comprobar que sigues sola en el andén.
Sorbiendo una lágrima que bajaba por su nariz, abrió el libro por la primera página. Quería pensar en otra cosa. Cualquier cosa.
Cuando David y Silvia traspasaron la puerta el júbilo de la taberna inundó sus oídos. El portón de madera maciza contenía el ruido del local, pero una vez dentro sólo se escuchaban voces reclamando cerveza a los camareros, el estruendo de los chistes groseros y los choques de las piezas de dominó contra las mesas.
Uno podría pensar que el pueblo se había construido alrededor de esa taberna. Sus gruesas paredes eran de piedra, y sus mesas de madera maciza mostraban que allí era más fácil talar un árbol y entregárselo al carpintero que darse un viaje al Ikea. Generaciones de padres e hijos habían depositado sin piedad las jarras de cerveza en su superficie, y el barniz desgastado con cada nuevo golpe parecía pedir clemencia. Los cerca de casi cien metros cuadrados de terrazo estaban casi enteramente cubiertos de un serrín que absorbía la humedad y que las botas de los comensales esparcían por todos los rincones. A un lado, una barra corrida con cuatro surtidores de cerveza y dos atareados encargados ocupaba todo un lateral. Detrás de ella, por quicios sin puerta, se podía ver a los cocineros preparando entre humeantes fogones los pedidos que iban recogiendo de una rueda de metal giratoria. En un expositor en la barra se alineaban platos con las comidas típicas de la región: escalibada, morcilla fresca, civet de jabalí, níscalos con patatas y otras vituallas que la pareja no supo reconocer en el momento.
Había unos cuarenta comensales. Como ya les había comentado Esteban, esa taberna constituía el centro neurálgico de Bredagós, el lugar donde los trabajadores tomaban cervezas con los amigos después del trabajo y los solteros y solitarios se reunían con otros de su misma especie para compartir un plato de comida y un poco de conversación.
David sentía en su interior una especie de euforia ante la posibilidad de estar en el mismo local que Thomas Maud. Los rostros le parecían todos iguales, y esperaba localizar de pronto unos ojos diferentes, una mirada oblicua de alguien que, sentado en un rincón, con la única compañía de un vaso de whisky sujeto por una mano de seis dedos, observara cómo hablaba la gente, qué gestos hacían, cómo vestían su cuerpo y qué peculiaridades poblaban su alma. A Thomas Maud se le debía reconocer nada más verlo, no podía haber duda. Incluso sin los seis dedos de su mano derecha debía de ser alguien especial. No se pueden vender noventa millones de libros siendo un tipo anodino, algo se le debe notar, pensaba para sí el editor. Esperaba que sus miradas se cruzasen y ambos se reconociesen, como un asesino y un policía que sienten que se han encontrado después de una larga persecución. Dar con él era lo único que le separaba de la victoria y de un nuevo futuro en Ediciones Khoan.
—Mira, cariño, un sitio libre. Corre antes de que lo cojan.
Los dos ocuparon una mesa con un par de taburetes en uno de los laterales y buscaron con la mirada a algún camarero que pudiera dejarles una carta. Tras la infructuosa búsqueda, David fue a la barra y llamó la atención de uno, quien le atendió sin dejar de servir raciones de anchoas. David, por sus ademanes autoritarios, supuso que sería Jon, el hermano de Edna. Un grito a su lado lo confirmó.
—Quisiera una carta, por favor.
—No tenemos carta.
Señaló una pizarra a su espalda con un listado de platos. Parecía haber sido escrita hacía ya unos años.
—Dígame qué quiere y yo se lo sirvo.
—Pues no sé. ¿Qué especialidades tienen?
—Aquí todo es especial.
—¿Qué está bueno, entonces?
—¡Ah, amigo! ¡Eso es una cosa muy distinta! Si yo fuera usted me tomaría una ración de anchoas en aceite y unos níscalos frescos de esta mañana. Y como plato fuerte, la olla aranesa.
—¿Qué lleva?
—De todo: judías, garbanzos, puerros, zanahorias, apios, acelgas, coles y patatas cocidas con huesos de ternera.
—¿Como una sopa de verduras?
—Nooo. Viene acompañada con un farcit, una pelota de carne de ternera y gallina mezclada con huevo que se fríe aparte y se añade a las verduras y el caldo. Después se añaden los fideos y la morcilla negra y se sirve en cazuela de barro. Un plato alimenticio, típico del valle.
—De acuerdo —dijo David—. Pues póngame dos de olla aranesa, unos níscalos y un par de jarras de cerveza bien fría. No, mejor una de cerveza y una clara.
—¡Marchando! —gritó Jon a pleno pulmón mientras se llevaba una ración de anchoas recién servida.
En la mesa, Silvia y David esperaron a que les trajeran la comida, pero sólo obtuvieron un grito desde la barra: allí sólo se servía en las mesas cuando había poca afluencia de público. Así que se sirvieron ellos mismos.
No estaban acostumbrados a las comidas regionales. Silvia leyó una vez que el americano medio está sometido a todo tipo de indigestiones estomacales debido a una esterilización excesiva de todos sus alimentos. Se preguntaba si a ellos les podía pasar allí lo mismo.
—¡Madre mía! La olla aranesa sabe de verdad —comentó Silvia.
—Sí, es como si hubieran cogido todo lo comestible y lo hubieran mezclado. Espero que lo hayan lavado.
—¿Por qué?
—Bueno, ya sabes cómo son en los pueblos.
—¿En serio?
—Desde luego.
Silvia le miró un momento, buscando signos de risa contenida. Tras un par de segundos relajó sus facciones.
—Qué idiota eres.
Aún se reían cuando David vio entrar al padre Rivas. Ya debía de haber terminado la misa de ocho. Jon, al verle, dejó lo que estaba haciendo y puso una copa de orujo en la barra que el cura bebió de un trago casi a la carrera.
—Quizá el vino de la eucaristía no era suficiente —comentó el editor por lo bajo.
—Parece un sitio muy concurrido. Conocemos a tres personas en el pueblo y dos están aquí.
Sí, pensó David. Y si ellos estaban aquí, también podría estar otra persona.
Se excusó para ir al lavabo. Miró a todos lados buscando una puerta, pero todas las paredes parecían tapadas con cuerpos. Tocó el hombro de un chico de unos veinticinco años que bebía meditabundo un refresco en la barra y le preguntó por el excusado. El chico le miró unos momentos, calibrándole en silencio… y en silencio volvió a su refresco. A su lado un hombre jocoso de barba entrecana le dijo que no se lo tuviera en cuenta y le indicó una pequeña puerta medio bloqueada por dos comensales.
A la salida del baño, en vez de caras miraba manos. Su búsqueda se vio interrumpida por un grito de «¡Servido!» que pareció sobresaltarle sólo a él, acostumbrados los demás a tan ruidoso servicio. Miró en la dirección del sonido y pudo ver cómo sobresalía de un plato el chuletón más grande que David había visto. Debía de pesar lo menos dos kilos. La mano del cocinero tembló mientras lo depositaba en la barra. Tan grande era el chuletón que a David no le sobresaltó en un principio los cinco dedos que vislumbró al volver el camarero a su puesto, y tuvo que esperar a ver el pulgar para darse cuenta de que tenía un dedo de más. Tan pronto como dejó la comida, la mano y su propietario desaparecieron en la cocina y David se abalanzó sobre la barra para tratar de ver algo más.
Las preguntas y respuestas que se agolpaban en la mente de David desde la reunión con su jefe se sucedieron a una velocidad frenética. ¿Podría ser? Podría. ¿Existía la suerte? Parecía que sí. ¿Trabajaría un escritor de cocinero en una taberna de pueblo? Con los escritores nunca se sabe. «Sólo necesita ir al pueblo, descubrir al hombre de seis dedos y hablar con él. Así de sencillo», le había dicho su jefe en el salón de té.
Metiendo la cabeza entre los cuerpos trató de vislumbrar su figura en la cocina. Pero sólo se había fijado en las manos y no en su cara, de modo que al pasar alguno por delante su corazón daba un vuelco hasta que observaba sus manos. Tras tres intentonas, mientras uno de ellos cortaba zanahoria a velocidad de vértigo, pudo ver con claridad que la mano que sujetaba el cuchillo tenía los seis dedos que buscaba. Buscó escrutar su rostro y se encontró con un hombre mediado en la cuarentena. Tenía una barba rala y arrugas alrededor de los ojos. Mantenía la boca entreabierta mientras seguía cortando verdura. Se le cayó un trozo al suelo, lo recogió y lo dispuso de nuevo en la bandeja sin darle un agua siquiera. Trató de cruzar su mirada con él, esa mirada que había sabido sacar una historia como La hélice de la nada, pero no lo consiguió. Parecía prestar sólo atención a su quehacer cortando verdura.
Volvió a la mesa con Silvia sin dejar de mirar hacia la cocina, no se le fuera a escapar. A la pregunta por su tardanza respondió que había mucha cola en el baño. No podía dejar de pensar en la reunión con su jefe y en cómo debía encontrar al escritor para complacerlo. Sobre todo ahora que parecía estar tan cerca y sólo una barra con dos atareados camareros les separaban.
—Oye, estos níscalos saben raros —comentó Silvia probándolos con cuidado.
—Mujer, es que éstos no son de invernadero. Aquí los recogerán en el campo. No es lo mismo.
—No, si no digo que no, pero tienen un sabor que me resulta…
David se acordó de la zanahoria e inmediatamente dejó caer su tenedor en el plato al tiempo que decía:
—Pues si te saben raros no los comas. ¿Por qué arriesgarse?
¿Cocinero? ¿Por qué cocinero? Thomas Maud ganaba una fortuna. Era alguien con talento, ese don tan escaso en el mundo literario, la capacidad de crear auténticas historias. No necesitaba trabajar de otra cosa. Y menos de cocinero. Si bien era cierto que muchos escritores tenían otras ocupaciones, la cocina en una taberna de pueblo no parecía lo más probable.
Mientras Silvia le hablaba, David no podía quitárselo de la cabeza. Asentía cuando ella afirmaba algo y negaba cuando se quejaba, pero no ponía ningún interés. Silvia suponía que el largo viaje por carreteras secundarias debía de haberle agotado. Notaba que casi no hablaba, pero no le importaba. Ella podía hablar por los dos, podía querer por los dos.
Un par de cervezas más tarde pagaron en la barra. David se acercó y pidió la cuenta, que Jon le cantó con precisión matemática. Para asombro de Silvia, David comentó lo buena que le había parecido la comida e hizo que Jon llamara al cocinero para que recibiera el halago en persona. Estaba extrañada, pues desde que dijo que los níscalos le sabían raros, David sólo había bebido cerveza, ni siquiera había llegado a probar la olla aranesa. Jon llegó con un sonriente cocinero de unos veinticinco años y pelo de punta engominado al que David recibió con una sonrisa forzada mientras oteaba detrás de él buscando a su otro compañero.
—Me alegro de que les haya gustado. Aquí en el pueblo somos muy tradicionales, nos gusta mantener nuestras costumbres culinarias —comentó con una sonrisa de oreja a oreja, halagado por el piropo—. Nuestros abuelos cocinaban los níscalos con un poco de jerez y nosotros lo seguimos haciendo igual para que si alguien vuelve cincuenta años después al pueblo, pueda saborear la misma comida. Esto no quiere decir que no innovemos, por supuesto, pero los platos más típicos siempre han tenido un lugar especial en nuestros fogones. Ahora, por ejemplo, acabamos de sacar recientemente un nuevo plato de espárragos rebozados con atún y huevos de codorniz que está gustando mucho…
Silvia y David aguantaron estoicamente el discurso del joven cocinero. Tras relatarles con detalle la cocina de los últimos cincuenta años en el valle de Arán, hizo una pausa, que los clientes aprovecharon para despedirse. Antes de escapar, David preguntó a Jon por los horarios de la taberna. Pensó que podría hablar con el cocinero de los seis dedos mañana antes de abrir, mientras Silvia estuviera dormida.
Mientras atravesaban el portón, Silvia le señaló a su marido una mesa en el fondo del bar, pegada a la pared, donde Esteban, el perspicaz lugareño que les había traído en coche, jugaba concentrado al ajedrez con otro aldeano en un viejo tablero de madera. Entre los dos había una botella de whisky a medio consumir. Dos pequeños vasos se unían a las piezas ya comidas en la partida.