6
Ángela

Unas horas más tarde los dos daban vueltas en la cama. Silvia por el ardor de estómago y David tratando de evitar las continuas patadas y codazos de su esposa. La botella de agua caliente que se aplicó sobre el estómago no menguó en absoluto los pinchazos y retortijones de sus intestinos, y David no sabía muy bien qué hacer. Buscó en el errático neceser de Silvia, que parecía almacenar todas las sobras de sus viajes anteriores: una caja de tiritas, mercromina, gasas, Frenadol para el resfriado, unas tijeras de cirujano, otras para las uñas, dos limas, Adventan para las picaduras de mosquitos, Saetil para los dolores de muelas, Milozen para la alergia, pero nada que indicara dolores de estómago. En su neceser sólo llevaba aspirinas para dolores de cabeza, así que resultaba inútil todo lo que tenían. Como suele ocurrir, lo más importante es lo que te falta. Besó la sudorosa frente de Silvia.

—Cariño, voy a ver a Edna, a ver si ella tiene algo.

Tras el afirmativo balbuceo de Silvia, salió por la puerta.

Miró su reloj. Las dos y diecisiete de la mañana. Con un nudo en el estómago, tocó con los nudillos en la puerta de Edna un par de veces. Tras no recibir respuesta tocó un par más, esta vez más fuerte. Unos segundos después unos pasos se acercaron a la puerta, que se abrió con una cara de enojo al otro lado. Edna vestía la misma ropa y sólo calzaba una de sus zapatillas. Parecía que se había quedado dormida delante del televisor, que se oía de fondo emanando una luz difusa en la oscuridad del piso. Con los ojos entrecerrados exclamó:

—¡Usted! Mi horario de atención es hasta las doce. ¡Las doce!

—Disculpe, siento despertarla. Verá, es que mi mujer…

—¡Hasta las doce! —repitió la hostelera.

—Sí, lo sé, nos lo dijo antes. Resulta que mi esposa se encuentra…

—¡Ah, no! Conozco cómo son ustedes los de ciudad. Pasan las noches bailando en esos antros y tomando drogas con el desayuno, pero aquí por las noches dormimos. ¡Dormimos!

—¿Tiene usted algo contra el dolor de estómago?

—¡Por supuesto que no! ¡Esto no es una farmacia! ¿Se cree que yo abro veinticuatro horas como en las ciudades? ¡No! Mi horario es hasta las doce. ¡Las doce! Ya sé lo que quiere, quiere una farmacia para comprar y mezclar pastillas.

—Edna, por Dios, se está usted confundiendo. A mi esposa le ha sentado mal la cena.

—¿Y a mí qué?

—Bueno, cenamos donde usted nos recomendó, así que le pido…

—¡Ja! ¿Y ahora es culpa mía que su mujercita sea una enclenque? Aquí comemos comida de verdad. Si no es capaz de soportarla tráigase la suya.

La paciencia de David se iba agotando. Edna gritaba de tal manera que no parecía estar recién levantada.

—¿Tiene usted algo contra el dolor de estómago o no?

—¡No!

—¿Sabe dónde podría comprar algo?

—¡No!

David contuvo un suspiro y se alejó de la puerta, que Edna cerró con un golpe, dispuesta a dormir de nuevo hasta que comenzara su horario de atención a los clientes. Es decir, a Silvia y David, que eran los únicos que ocupaban una habitación en aquella casa. Ahora parecía entender el porqué.

Tras avisar a Silvia salió a las calles del pueblo para buscar alguna farmacia, aunque dudaba que alguna hiciera guardia en un pueblo tan pequeño. ¿No había una normativa para eso? ¿No tenía que haber una farmacia de guardia cada nosecuántos kilómetros? ¿Y si ese pueblo no tenía y compartían la de un pueblo vecino? Trató de tranquilizarse diciéndose que nadie había muerto de un ardor de estómago, pero no podía dejar de pensar en la zanahoria en el suelo. Miró a ambos lados buscando algún cartel de neón verde y rojo en una pared. En todos lados la luminosidad brillaba por su ausencia. Parecía que en Bredagós todos dormían profundamente.

David, acostumbrado a las luces nocturnas de las calles de Madrid, se sentía perdido viendo sólo los contornos de las casas a la luz de la luna. En su deambular encontró una línea luminosa a ras de suelo en esa oscuridad abrumadora. En una especie de garaje anexo a una casa se entreveía algún tipo de actividad. Se adentró en el jardín, y con cuidado por si hubiera algún perro se acercó al garaje. Aguzó el oído y escuchó los golpes de un martillo. Sin poder olvidar la reciente escena con Edna llamó un par de veces a la puerta del garaje.

El sonido del martillo cesó y se escucharon pasos hasta la puerta, que se abrió, pero en vez de la refunfuñada cara de Edna apareció una mujer de unos treinta años con unas gafas protectoras transparentes. Tenía una mano en el picaporte y con la otra blandía el martillo, lista para lo que pudiera pasar.

—¿Sí?

—Disculpe —dijo David poniéndose a una distancia prudencial, también por lo que pudiera pasar—, soy nuevo en el pueblo y estoy buscando una farmacia. Al ver la luz he imaginado que no dormía y por eso he llamado. No quiero molestarla.

—No, no molesta.

Bajó el brazo y pegó el martillo a su pierna, pero no lo soltó.

—¿Sabe dónde hay alguna?

—No tenemos. Hay una en Bossòst que compartimos. Pero tenemos un médico residente, para los casos más graves. Si quiere puede ir a buscarle.

—No, me parece algo excesivo. Es que mi mujer tiene un horrendo dolor de estómago y no tengo nada para darle.

La mujer le miró un instante, como estudiándole. Por un momento al editor le pareció que iba a hacer como el chico del bar, que se iba a dar la vuelta y continuar a lo suyo. Para su alivio dijo:

—Es posible que yo tenga algo. ¿Quiere pasar?

—Eh…, gracias —respondió David.

David entró en un garaje donde un buen montón de listones de madera esperaban a que se hiciera algo con ellos. Daba la impresión de estar construyendo algo que David aún no podía determinar, una especie de estructura. Pasaron a la casa a través de una pequeña puerta que comunicaba con el garaje. Mientras caminaban por el pasillo, la mujer espetó:

—Por cierto, me llamo Ángela.

No le dio dos besos, ni siquiera la mano. Sólo información.

—Yo, David. David Peralta.

En el baño Ángela se quitó las gafas protectoras y las dejó sobre la encimera. Abrió los cajones de un pequeño carrito de plástico transparente y comenzó a revolver en ellos. Bajo la cegadora luz del cuarto de baño, David la observó. Tenía una melena corta y castaña con luces rojizas, como un fuego apagado. Su nuca mostraba un pequeño pico al que rodeaban algunas pelusillas.

—Creo que tengo Aero-Red por aquí. Es lo que toma mi hijo cuando se infla de refrescos y luego le dan gases. ¿Su mujer tiene gases o es algún tipo de…?

—No sé qué tiene —le cortó David—. Comimos en Era Humeneja y ahora le duele el estómago.

—Cocinan algo fuerte, sí. Pero la comida es sabrosa. Los de por aquí ya no tenemos problemas con eso.

David se fijó en sus ojos. Eran de un verde profundo y tenían algo de abismal. Sus finos rasgos tenían fuerza, y algunas pequeñas arrugas se concentraban alrededor de sus párpados.

—¿Se han acostumbrado todos? —preguntó el editor, dejando de mirarla a los ojos y centrándose en la nariz.

—Más o menos. Los que no se acostumbran, o se van del pueblo o se mueren, lo que pase antes. ¿De dónde es usted?

—Tutéame, por favor. De Valladolid.

—¿Vacaciones?

—Hemos venido a pasar unos días.

—Buena forma de empezar, entonces.

—Sí —admitió David—. No ha sido un buen comienzo.

—Ya.

Hubo un instante de silencio donde se miraron a los ojos sin saber qué decir. David lo rompió y cogió el medicamento.

—Tengo que ir a dárselo a mi mujer.

—Muy bien.

Salieron a la calle por el garaje, siguiendo el camino que ya habían recorrido. Ya en la puerta, David se despidió.

—Muchas gracias. Mañana te lo devolveré.

—No tengas prisa, tranquilo.

—Hasta luego.

—Hasta luego, David.

A David le gustó que le llamara por su nombre. Él lo hacía en la editorial por un libro que leyó sobre trato con clientes. Despedirse así denotaba un trato más personalizado. Pero ella no parecía necesitar leer ningún libro para eso.

A las siete y cuarto de la mañana siguiente David estaba en la calle. La noche anterior, cuando volvió de su búsqueda de medicamentos, Silvia ya se había dormido. La incorporó y con un vaso de agua se tomó el Aero-Red. Parecía haberle sentado bien, porque su esposa no se volvió a despertar, ni siquiera cuando David se levantó y se vistió. Descansaba tranquila, caliente en la cama, mientras él soportaba los rigores de la madrugada y el rocío con cada paso que daba hacia la taberna Era Humeneja.

Pensaba en qué decir, como siempre que preparaba una reunión en la editorial o alguna conversación seria con alguno de sus autores. Las palabras tienen fuerza, todo el que trabaja en una editorial sabe eso, y el buen uso de ellas puede ser determinante cuando quieres conseguir algo. Si lograba sonsacárselo a Thomas Maud y hacerle entrar en razón para llegar a un acuerdo, todo se acabaría felizmente.

Esperó apoyado en una casa delante de la taberna. Vio cómo Jon, el hermano de Edna, bajaba las escaleras y abría la puerta. Las luces se encendieron y comenzaron a oírse los ruidos propios de un bar que amanece con el día. Con las manos en las axilas para resguardarse del frío, esperó más de quince minutos hasta que poco a poco los camareros y cocineros fueron llegando. Unos minutos después, con la camisa por fuera y una chaqueta forrada de borrego, apareció el esperado cocinero de seis dedos. Antes de que entrara, David se acercó hasta él y le tocó el hombro.

Se quedó bloqueado. Tenía unas palabras pensadas pero no pudo decirlas. Estaba delante de Thomas Maud, el escritor que, aun sin quererlo, había cambiado su vida y la de tantos millones de personas con sus libros. Era él, y estaba ahí, mirándole. Tartamudeó:

—Eh…, hola. ¿Trabaja en la taberna?

—Sí, soy el cocinero —respondió—. Pero si tiene alguna queja no es a mí…

—No, no, por favor. No tengo ninguna queja, al contrario. Tengo, tenemos, mucho que agradecerle.

—¿Ah, sí?

—Claro. Perdone, no me he presentado, soy David. Soy editor.

David le tendió la mano. Se le quedó mirando, buscando una dilatación de pupilas, una gota de sudor, un enrojecimiento, cualquier reacción física involuntaria que denotara sorpresa. Cuando se la apretó, no pudo dejar de mirarla. La mano de seis dedos. Esa mano.

—Yo soy José. Soy cocinero.

David retuvo su mano hasta que el momento se volvió incómodo. El hombre desvió la vista y trató de retirar la mano. David se la apretó con fuerza.

—Eh, sé quién es usted —dijo.

José le miró receloso. Ahora tenía las pupilas dilatadas. De miedo.

—Lo sé, se lo acabo de decir…

—No, me refiero a que lo sé. Sé quién es. Sé lo que hace.

—Sí…, soy cocinero.

—No, eso no. Lo otro.

—¿Qué otro?

La hélice, Thomas.

—Es usted un hombre muy extraño.

David sonrió. La emoción le embargaba. Llevaba años soñando con conocer a Thomas Maud y ahora estaba allí, a menos de un metro de distancia.

—El mundo está lleno de gente extraña, y eso está bien. Porque necesitamos gente extraña. Necesitamos de sus libros, de su sensibilidad, de su talento. Necesitamos más. Por eso estoy aquí, Thomas. Estoy aquí por el sexto volumen de la saga.

—No sé de qué mierda me está hablando —la voz del cocinero subió de volumen y se libró del apretón de manos.

—Haremos lo que usted diga, Thomas. Usted manda. No queremos causarle ningún problema. Pero necesitamos los libros, es importante. Ha pasado mucho tiempo.

—Usted no es un hombre extraño. ¡Usted está loco!

Se separó un par de metros y le miró fijamente. Parecía dispuesto a atacar. David comprendió su recelo, como si su mundo tan cuidadosamente creado se estuviera resquebrajando. Había pasado su vida acorde con un plan establecido y ahora venía él a importunarle.

—Su secreto está a salvo conmigo. Queda entre nosotros. Bueno, y Khoan.

Con los ojos fuera de las órbitas y la cara enrojecida, José le gritó:

—Mire. No sé de qué demonios me está hablando. Y no quiero saberlo. Pero le diré una cosa: como le vea a diez metros de mí haré que le detengan. Mi cuñado es policía.

Se marchó y bajó las escaleras hacia la taberna, no sin mirar un par de veces hacia atrás para comprobar que aquel loco no le siguiera.

David analizaba la situación mientras caminaba de vuelta al hostal. No llegaba a entenderlo. Imaginó que el cocinero lo negaría al principio, pero que cuando le fuera contando la historia iría mostrando algún signo de sorpresa, pero sólo veía el miedo en sus ojos. Había supuesto que ahora estarían tomando café y hablando sobre las condiciones de entrega de los manuscritos, no camino hacia el hostal con la duda en el estómago. José tenía seis dedos y la edad adecuada. Tenía que ser él. ¿Quién si no?

El análisis de la firma ya les indicó que Thomas Maud era alguien muy inteligente y con capacidad de improvisación. Desde luego ahora había improvisado bien. Daba la sensación de no saber nada del tema. Pero podría ser una pose, una actuación ensayada mentalmente durante años para esgrimirla cuando se presentara la oportunidad. Una actuación convincente de un hombre muy inteligente, alguien más que capaz de ocultarle al pueblo que el cocinero de la taberna era el escritor de bestsellers más famoso del mundo. Alguien capaz de trabajar en una taberna de cocinero para tener una coartada de cara al mundo exterior. ¿Dónde observar mejor a la gente que en una taberna?

Pero a David no le engañaba. Todo su futuro personal y profesional pasaba por que le desenmascarara. Y le gustase o no, iba a hacerlo. Incluso Khoan le dio carta blanca para amenazarle si era necesario. Sólo necesitaba cogerle con las manos en la masa. Podría seguirle hasta su casa cuando saliera y allí hablar con él, delante de la máquina de escribir Olympia SG 3S/33 y de los cientos, quizá miles, de volúmenes que debían de componer su biblioteca particular. Y una vez allí tener una charla de hombre a hombre, con las cartas vueltas sobre la mesa. Hablar con sinceridad.

Se imaginaba que en el fondo él también debía desear hablar con alguien sobre el éxito de la saga. Todos tenemos un pequeño ego que alimentar, y hablar de literatura con Thomas Maud en persona daría de comer al de David. Después se lo diría a Khoan, llegarían todos a un acuerdo y pasaría el resto de la semana con Silvia.

Seis dedos. Aunque ¿José era zurdo o diestro? No llegó a fijarse cuando le descubrió. Estaría más atento la próxima vez.

A Elsa le despertaron unos cariñosos golpes en el hombro. Se revolvió en el sitio con los ojos cerrados, pero los golpes insistían. Los abrió y se encontró a su hermana Cristina con la misma ropa de enfermera y la rebeca de algodón del día anterior. Tenía una media sonrisa y una expresión de cansancio en el rostro. Unas pequeñas ojeras fueron lo primero que advirtió Elsa.

—Te has quedado frita —dijo Cristina.

Elsa miró alrededor. Se había quedado dormida la noche anterior en la butaca del cuarto de Marta. Con el edredón en sus piernas y el libro La hélice en su regazo había ido cediendo poco a poco al sueño. Por la noche había comenzado a leerlo y le había enganchado. Con la primera página cayó en un frenesí de pasar hojas y no paró hasta llegar a las trescientas. Eran cerca de las cuatro de la madrugada cuando sus párpados cedieron. Relajó los hombros, el cuello se inclinó hacia atrás y el libro se cerró en su regazo, con un dedo aún marcando la página.

—Estaba muy a gusto —dijo Elsa—. ¿Qué hora es?

—Algo más de las siete y media. Aún tienes tiempo de darte una ducha si te das prisa. ¿Quieres que te deje algo de ropa?

—Será mejor. Si me ven en la oficina con la ropa de ayer pensarán que he pasado la noche con algún ligue. Las chicas de allí son muy chismosas.

Cristina se fue a buscar ropa para su hermana. Elsa se quedó mirando las páginas chafadas del libro. Recordaba la noche anterior, esa sensación de que el libro le hablaba a ella, de que el autor utilizaba la historia para mandarle un mensaje, igual que un susurro en el oído. Parecía ciencia ficción, pero en el fondo no lo era. Nunca le había ocurrido algo así. Pensaba en los personajes y casi podía olerlos. Las líneas eran un mantra que la tranquilizaba y la hacía sentir viva, entera.

—Tía Elsa…

Elsa volvió a la realidad y miró a su sobrina en la cama. Tenía el pelo alborotado y los ojos enrojecidos de sueño. Con una mano se palpaba la venda de la cara.

—Hola, cielo. ¿Cómo has dormido?

—Mal. El coche se me ha echado encima durante toda la noche.

—Es normal, cariño. Has pasado por un trauma. —Cogió la mano de Marta y entrelazó sus dedos con los suyos—. Necesitarás un poco de tiempo, pero estarás bien.

—¿Cómo lo sabes?

—Las tías sabemos esas cosas.

—¿Vas al trabajo ahora?

—Sí.

—¿Vendrás esta noche?

—Claro. Pero te advierto que dormiré en una cama.

Marta sonrió y se sintió dolorida. Se volvió a tocar las vendas.

—Gracias por cuidarme.

—Es mi misión.

Elsa le dio un beso en la mejilla y le colocó el edredón. Salió de la habitación y fue a desayunar con su hermana.

Apenas se le podía llamar colmado. Era la habitación delantera de una casa que había añadido un par de bancos en la calle donde se amontonaban cajones con fruta. En el interior, un amasijo de baldas con latas de comestibles y cajones de madera llenos de revistas antiguas constituía la que parecía la única forma de adquirir consumibles en ese pueblo.

David lo había encontrado tras preguntar a algunos vecinos. Buscaba una caja de Aero-Red para restituir la que Ángela le había cedido. Sin embargo, cogió un enorme pimiento verde y lo sostuvo en las manos. Acercó su nariz y aspiró su olor. En ese momento se sintió un niño otra vez organizando las verduras en la despensa de sus abuelos en el pueblo. Ese olor nunca cambiaba, como tampoco sus recuerdos, imágenes de cuando la vida era más sencilla y no había tantas metas que cumplir.

—¿Puedo ayudarle?

Emilia, la propietaria, era una mujer mayor, regordeta y vestida con un delantal ajado. Sonreía como si tuviera tatuadas buenas noticias.

—Estaba buscando una caja de Aero-Red —indicó David.

—Déjeme que busque.

Sacó del interior de la estancia una caja de cartón donde sin orden ni concierto se amontonaban cajas de medicamentos. Estuvo escudriñando un rato y al final exclamó triunfante:

—¡Aquí está! Creía que no quedaban. Ángela, la carpintera, se llevó la última hace unos días. Es que a veces su hijo se hincha de refrescos y le dan gases.

Y la siguiente me la llevo yo, pensó David.

—¿Algo más?

—¿Tiene periódicos?

—Sólo tenemos La voz de Arán, una publicación comarcal. Los diarios sólo a veces. Depende de si mi marido va a Bossòst. Verá, es que aquí somos pocos. No les sale a cuenta. Le puedo guardar uno cuando traiga, si quiere.

—No, no se preocupe. Era por costumbre, por saber qué ocurre.

Emilia rió. Una risa expansiva, contagiosa, muy rural.

—Bueno, ya sabe. Siempre pasa lo mismo. Unos roban, otros los descubren y tratan de que lo admitan. A veces se cae alguna cosa y otra se levanta. En general es siempre igual, ¿no cree?

David pensaba que era simplificarlo demasiado, pero no quería discutir. No había venido para eso.

—Bueno, un poco sí.

Sonrió a su vez, pagó el medicamento y se dispuso a marcharse. La mujer le preguntó:

—Es usted el que está en casa de Edna, ¿verdad?

—Eh…, sí.

—¿El que golpeó su puerta en mitad de la noche?

—¿Se lo ha contado Edna? —preguntó David.

—No. Bueno… Edna se lo contó a Herminia, Herminia a Lola y Lola a mí.

—Pues sí que corren rápido las noticias —apuntó el editor.

—¡Uy, amigo! No hay nada en este pueblo que no se acabe sabiendo. Los de aquí decimos: si no quieres que algo se sepa, mejor será que no lo hagas.

—Gracias —dijo David—. Lo tendré en cuenta.

—¡Suerte con sus gases! —le gritó mientras se marchaba.

En ese momento se topó con el conocido Renault 12. Agachado detrás de unas cajas de hortalizas, se encontraba Esteban. Vestía una camisa de franela a rayas y las gafas le pendían de la punta de la nariz mientras acomodaba las manos en las asas de las cajas de madera. Sonrió al ver a David.

—¡Hombre! ¿Qué tal?

—Bien, gracias —contestó con educación.

—¿Se encuentra mejor tu mujer?

—¡Pero bueno! ¿También te has enterado? ¿Es que aquí no se puede mantener un secreto?

—Bueno, ya sabes lo que se suele decir: la mejor forma de mantener un secreto entre tres es…

—No sigas, no sigas —cortó David—, creo que ya conozco el resto.

—¿Te importaría ayudarme con esto? Es la última cosecha de la temporada.

Señaló las cajas de hortalizas varias que se amontonaban en el maletero. David vio pimientos, pepinos, tomates y escarolas. Sintió ganas de hundir la nariz entre ellas, pero se contuvo. Cogió una caja y le siguió al interior del colmado.

—¿Eres agricultor? —preguntó David.

—No, al menos no profesionalmente. Pero sí me gusta. Tengo un huerto bastante hermoso en el jardín donde cultivo algunas cosillas. Las que me sobran y no he regalado a los amigos, las traigo a vender aquí. No saco una fortuna, pero pago los fertilizantes y abonos.

Los dos dejaron las cajas en las mesas de fuera.

—Emilia, ¿ya conoces a David? Está aquí de vacaciones.

—Nos hemos conocido hace un rato.

—Sí —asintió David, aunque no habían llegado a presentarse.

Terminaron de descargar las cajas. Esteban le agradeció su ayuda.

—Oye, voy a ir a tomar una cerveza a Era Humeneja. ¿Quieres venir?

—Gracias, pero casi mejor voy a ir con mi mujer, antes de que se me acuse de abandono —dijo sonriendo David.

—Bueno, pues gracias de todos modos.

Esteban se ajustó las gafas al puente de la nariz, se apartó el grueso flequillo de la frente y se marchó en el coche entre ronquidos del motor.

David no pudo evitar pensar que para ser un pueblo donde todo se sabía, uno de los lugareños había sabido guardar muy bien un secreto.

Cuando David volvió al hostal, Silvia se estaba lavando los dientes. Ya se encontraba mucho mejor que la noche anterior. Incluso el color había vuelto a sus mejillas arreboladas de energía esa mañana. Un mal comienzo lo puede tener cualquiera. Sólo es cuestión de mala suerte. Pero no pensaba dejar que eso le fastidiase las vacaciones. Salieron a desayunar.

Salieron del hostal de Edna y emprendieron el camino contrario al que recorrieron el día anterior para ir a la taberna, decididos a ver todo lo que ese pequeño y tranquilo pueblo tuviera que ofrecerles. Las calles estaban más concurridas. Las mujeres andaban con pequeñuelos cogidos de la mano que los miraban con fascinación, como si supieran de forma intuitiva que no eran de allí.

Silvia observaba las fachadas de las casas y aspiraba el aire. Un tiempo muerto para recordar otras formas de sentir hacía tiempo olvidadas. Con una media sonrisa de satisfacción, ponía un pie detrás de otro, caminando las calles empedradas en granito del Pirineo. Los zapatos de suela plana resonaban contra la roca, sin estruendos de ciudad que amortiguaran el sonido.

—¿Lo notas? —preguntó Silvia.

—¿El qué?

David aguzó el oído, pero no escuchaba nada.

—No oigo nada extraño —continuó David.

—Exacto. No hay obras de metro, ni coches pitando porque alguien les ha aparcado en segunda fila, ni gritos.

Era cierto. Sólo se oía el rumor apagado de voces lejanas, casi murmullos.

—Es muy tranquilo este pueblo —concedió.

—Sí, un paraíso de piedra. No sé si con el tiempo llegaría a aburrirme en un lugar así, pero me gustaría averiguarlo.

—No nos podemos quedar a vivir aquí y lo sabes.

—Lo sé, cariño, pero no tenemos que hablar de ello. Déjame soñar en voz alta.

—De acuerdo.

—La gente que vive en los pueblos quiere irse a las ciudades porque dicen que son demasiado tranquilos. Y los que vivimos en la ciudad nos venimos a los pueblos a descansar. Parece que ningún ser humano está a gusto donde vive. Todos necesitamos cambiar, recargar las pilas.

—O ponérnoslas —apuntó David.

—Supongo que los seres humanos nos hemos acostumbrado a ser al menos un poco infelices, y si no es así, nos buscamos excusas para creer que lo somos. Cogemos nuestros problemas y los agrandamos y agrandamos hasta que somos incapaces de afrontarlos. Si lo piensas un momento, no tenemos verdaderos problemas. Tenemos buenos trabajos, estamos sanos, nos queremos; sólo un par de detalles nos apartan de ser felices.

—¿Qué detalles? Mi trabajo, supongo.

David parecía advertir adónde quería llegar Silvia.

—No hablo de nada concreto, cariño. Me refiero a que siempre creemos que sólo nos falta algo para ser felices. El que tiene amor piensa: ¡ay, si tuviera dinero! El que tiene dinero y amor piensa: ¡ay, si tuviera hijos! El que tiene dinero, amor e hijos se dice: ¡ay, si tuviera algo de tiempo! Siempre nos vamos poniendo una meta más allá, otro objetivo, otra excusa.

—Nosotros somos felices, Silvia.

—Sí, es cierto. Pero hace cinco días discutimos. Además por una tontería, porque ya habíamos hablado de que los dos queríamos tener hijos. En otros tiempos la gente estaba en tan mala situación que un solo detalle bastaba para hacerles felices. Y ahora que lo tenemos todo nos basta un solo detalle para sentirnos desgraciados. Para que todo se nos derrumbe.

David miraba a Silvia, que seguía caminando con la vista al frente, con paso relajado y seguro, mirando las pizarras llenas de liquen de los tejados.

—Estás muy filosófica esta mañana.

—Sí, creo que me estoy metiendo un poco en la atmósfera del pueblo. Desde esta distancia los problemas se ven de otra manera. Me parecen mucho más pequeños. ¿A ti no?

—Todo se ve de otra manera. Quizá por eso la gente de aquí nos parece tan extraña.

Las calles del pueblo se acabaron y comenzaron a caminar por un camino de tierra llano y pisado. A los lados, los pinos albares flanqueaban sus pasos mientras continuaban hablando. El viento agitaba las agujas de los árboles y creaba un rumor a su alrededor a medida que se alejaban de las últimas casas. Apenas sin darse cuenta sus manos se rozaron y entrelazaron los dedos. Ellos, que siempre caminaban cogidos del brazo, se sorprendieron, pero no dijeron nada, como no se debe decir nada cuando las cosas van bien.

Un grupo de ciclistas con maillots de colores chillones apareció en el horizonte. Cuando estuvieron a su altura, les saludaron y desearon buenos días. Lo hicieron todos. Silvia se volvió hacia David.

—¿Lo ves? Aquí todo el mundo se saluda.

David sonrió por toda respuesta y continuaron caminando. Podrían haber escogido otro tipo de calzado, pero ya era tarde. Sentían la grava bajo sus pies, recordándoles a cada paso que eso no era una ciudad, que nadie había aprisionado la tierra con asfalto. Veinte minutos más tarde llegaron a una pequeña explanada con una ermita al fondo. Era muy pequeña, como una cabaña de piedra. Parecía haber sobrevivido a las mareas del tiempo y haber pagado por ello un alto precio. Tras el muro testero frontal, el ábside donde se abrían cuatro ventanas. Tenía una pequeña campana en la fachada y estaba techado con pizarra, el mismo material de los tejados del pueblo. La puerta semicircular de la entrada estaba entreabierta. El matrimonio, curioso, se dirigió hacia allí. Desde dentro, en el mismo dintel, les salió al paso el padre Rivas.

—¡Hola!

—¡Padre Rivas! —exclamó Silvia.

—¿Qué les trae por aquí?

—Nuestros pies doloridos. Estábamos dando un paseo por la zona.

—Y han acabado en mi iglesia. Eso significa algo, ¿no creen?

—¿Esto es una iglesia? —exclamó David. Miró de nuevo la construcción, tan humilde y antigua.

—Se construyó en el siglo XII. Arte románico. No se sabe demasiado a ciencia cierta, pero se cree que era parte de una construcción que se perdió. Por eso me gusta, porque como todos nosotros, forma parte de algo más grande.

El padre Rivas sonreía y la luz de la mañana dejaba ver cada una de sus arrugas, su pelo grasiento y su amplia sonrisa como la puerta de entrada.

—¿Y celebra misas aquí?

—Claro que sí. Me temo que no hay tantos feligreses como para que el tamaño resulte un problema. También se ofician actos, como el de esta noche.

—¿Qué acto hay esta noche? —preguntó Silvia.

—¡Ah, pensaba que lo sabían! Esta noche oficiamos una liturgia para honrar a santo Tomás de Villanueva, el santo patrón del pueblo. Fue un hombre muy austero y generoso. Aunque provenía de una familia adinerada, dio todo lo que tuvo a los pobres. ¿Sabe?, creo que ésta es una iglesia adecuada para él. No somos un pueblo grande y por eso no es un acto multitudinario, pero está cargado de devoción. Es un homilía muy hermosa.

—¿De Villanueva? —preguntó David.

—Sí, sé lo que está pensando. Uno de sus discípulos trajo la talla en 1696, y desde entonces ha estado con nosotros. Podría decirse que lo adoptamos. ¿Por qué no se pasan?

—Bueno, padre —explicó David—, nosotros no somos lo que se dice practicantes…

—Bueno, eso no quita para que puedan venir y disfrutar del acto íntimo de comunión con santo Tomás…

—Es que nosotros no creemos, padre Rivas. No creemos nada de nada.

—Eso es lo hermoso de Dios, David. El que tú no creas en él, no significa que él no crea en ti.

David fue a replicar, pero todo lo que se le ocurría le parecía de mala educación en un momento así. Silvia salió al paso.

—Nos encantará venir, padre. Seguro que será un acto muy bonito.

—¡Fantástico! Y a santo Tomás les encantará verles. Al fin y al cabo, la caja de cirios que me ayudaron a cargar ayer era para esta noche, así que ustedes, quieran o no, ya forman parte de la liturgia.

El padre Rivas se despidió y volvió a entrar en la ermita. David y Silvia se miraron sorprendidos, cómplices.

—¿Vamos a ir de verdad a una misa? —preguntó David.

—Bueno…

—¿Hace cuánto que no vas a misa, Silvia?

—Hemos venido aquí para hacer cosas que no hacíamos hace mucho tiempo, cariño. Una misa no va a matarte.

—Eso es lo que siempre me decía mi padre.

—Tu padre era un hombre sabio.

Sonrió, se dio la vuelta y comenzó a caminar de vuelta al pueblo. Su padre era un hombre muy sabio, pensó. Porque de pequeño siempre le convencía para ir, pero él nunca le acompañaba.