12
Las Barranquillas
La cesta de Ángela estaba a rebosar. Las latas de sardinas y de atún se mezclaban con las cajas de clavos, los botes de cola rápida para madera y las pequeñas escuadras de metal. El colmado de Emilia tenía además de comida una gran variedad de productos, desde artículos para carpintería y ferretería hasta prensa del corazón atrasada.
Ángela puso la cesta en la barra y Emilia sumó los precios en una enorme calculadora apoyada en el mostrador. Las grandes teclas eran adecuadas para sus dedos rechonchos, que sumaban cada producto según lo iba pasando y cuando se equivocaba tenía que volver a empezar desde el principio.
David entró por la puerta y le preguntó a Emilia si tenía una guía de teléfonos del valle de Arán. Emilia le pidió que esperara un momento sin siquiera levantar los ojos de la calculadora. Ángela le toco el brazo.
—¡Hola! —dijo Ángela.
—¿Qué tal? No te había visto.
—Pronto te olvidas de los que te ayudan.
—Disculpa. Venía a por un listín de teléfonos.
Emilia dio un golpe a la calculadora, sacudió la cabeza y volvió a comenzar.
—Ven, anda, yo te digo dónde está.
Ángela le acompañó a la parte trasera de la tienda, donde en un cajón se acumulaban listines aún con el envoltorio original, algunos de muchos años atrás.
—Espero que alguno de éstos te valga. Vigila las fechas.
David se agachó y empezó a revolver en el cajón.
—¿Dónde has dejado a Silvia? —preguntó Ángela.
David desvió la mirada del cajón, aunque desde su posición Ángela no podía verlo. Improvisó otra mentira, como se había convertido en costumbre.
—Ha vuelto a Valladolid. Se le habían acabado sus vacaciones.
—¿Y tú no te has ido con ella?
—No. A mí aún me quedan días libres —respondió David, aun a sabiendas de que iba a sonar algo raro.
—¿Y se ha ido sola?
—Sí. A la vuelta siempre tiene mucho trabajo y casi no pasa tiempo en casa. Yo en el mío estoy muy estresado, así que intento aprovechar mis vacaciones al máximo.
—¿En qué habías dicho que trabajabas?
¿Lo había dicho alguna vez? Debería empezar a apuntar las cosas que decía y a estudiarlas antes de dormir. Volvió a improvisar.
—Soy ingeniero informático. Y Tomás ¿dónde está? —dijo David tratando de desviar el tema.
—Con Esteban. Le enseña cosas de agricultura. Esteban a Tomás, quiero decir.
—Son muy amigos, ¿no? —David se acordaba de la excitación del niño la mañana en que Esteban iba a contar la historia en la taberna.
—Sí, bueno, Esteban y Alicia son sus padrinos.
—¡Ah, no lo sabía!
—Pues sí. De hecho, el nombre se lo pusieron ellos.
¿Esteban había puesto el nombre a Tomás? No era un nombre infrecuente, pero era una casualidad muy significativa. Así que pasó en la marina una buena parte de su vida, después se cansó del agua salada y decidió plantarse en un pueblo entre las montañas de los Pirineos. Allí conoció a su mujer y se casó con ella. Y años después, cuando Ángela tuvo su hijo, les hizo padrinos. Todo encajaba, aunque, como en casi todo, hubiera lagunas, huecos, partes sin completar.
—Alicia debió de ser una mujer interesante. La conocí ayer.
Ángela pareció sumirse en sus recuerdos antes de responder.
—Alicia es una persona especial. Muy especial. La tendrías que haber conocido cuando estaba bien. Todos la apreciamos mucho en el pueblo.
—Ha debido de ser duro.
—Sí. —Volvió a sumirse en sus recuerdos, cuando Alicia estaba sana. Se le tensó el rostro—. Desde luego que sí. —Sus facciones volvieron a relajarse—. Voy a ir a verla después, ¿quieres venir? Así ayudaremos a Esteban a limpiar un poco. Si no tienes nada que hacer, claro.
—No, no tengo nada. Estaba dando una vuelta, dejando que me diera un poco el sol.
—¿Para qué la guía telefónica?
Madre mía. Esa chica parecía tener un imán para las preguntas comprometidas.
—Así la próxima vez que irrumpa en tu casa en mitad de la noche, podré llamarte antes —dijo al fin.
Por la tarde fueron juntos a casa de Esteban. Les abrió la puerta Tomás, con la cara tiznada de barro y una paleta de jardinería en la mano. Ángela le riñó por dejar restos de tierra en la casa y le mandó salir al patio trasero a seguir con el huerto. La casa aún tenía resaca de la fiesta; restos de comida en las esquinas revelaban un barrido superficial, y en las estanterías se almacenaban todavía vasos de plástico vacíos. En general le hacía falta un lavado de cara con bayetas, fregonas y grandes bolsas de basura.
Oyó voces al fondo del pasillo, en la habitación de Alicia. Anduvo hasta allí y con cada paso el olor rancio a enfermedad se hizo más patente en sus fosas nasales. Supuso que Esteban y Ángela hablaban entre ellos, mas al atravesar el umbral se llevó una sorpresa. Yeray estaba sentado en una silla baja al lado de la cama y le hablaba a Alicia con voz baja y desacompasada. Parecía un niño en la escuela leyendo un libro; las sílabas salían sin ritmo, trabándose en algunas de ellas para hacer otras de corrillo. No era la voz de alguien que estuviera acostumbrado a hablar a todas horas, le faltaba práctica, pero andaba sobrada de cariño y respeto. No hablaba para sí. No era un monólogo como el que se hace delante de la lápida de un ser querido. Yeray decía una frase y se detenía, esperando una contestación. Pasados unos segundos, continuaba.
David se volvió hacia Ángela y le preguntó qué hacía el chico.
—Habla con ella —contestó Ángela.
—Pero ella no puede contestarle.
Ángela se volvió, y las palabras se detuvieron un instante en su boca antes de salir.
—Bueno, eso no es del todo exacto.
—¿Cómo es eso? ¿Hay algún método de comunicarse con ella?
—Bueno, parece que él ha encontrado uno propio.
David volvió a observar a Yeray y su extraña conversación con Alicia. Había entre los dos algo que ellos no podían ver.
—Pero… ¿Yeray puede oírla?
—Él dice que le contesta —respondió Ángela.
—Pero el chico no está bien… ¿Cómo puede?
—No lo sé, David. No lo sabe nadie. Pero te puedo asegurar que hablan. Muchas veces nos ha servido para comunicarnos con ella. Yeray no habla con casi nadie en el pueblo; con una de las pocas personas que lo hacía era con Alicia. Y cuando ella perdió la capacidad de hablar, a él no le pareció razón para dejar de hacerlo.
—Es como si al no comprender las reglas que nos rigen, pudiera transgredirlas —dijo David.
—Por favor, no lo estropees tratando de buscarle una explicación. Es así y está bien. Sólo eso —sentenció Ángela.
Esteban había salido a hacer la compra con Paloma, la enfermera de Alicia. Yeray se quedó cuidándola mientras. No había nada que temer. La máquina respiradora funcionaba, Alicia estaba intubada y no era de esperar que fuera a irse a alguna parte. Él la vigilaba y daría la voz de alarma si hubiera cualquier problema.
Ángela se fue a preparar los artículos de limpieza. David se quedó allí esperándola. Aunque la noche anterior se había mareado allí ahogado por los recuerdos, ahora no podía despegar sus pies del suelo y los ojos de la escena que transcurría delante de él. Era como asistir como espectador a un capítulo de su propia vida donde los actores hubieran sido suplantados.
El olor de la estancia, cerrado, opresivo, un olor a enfermedad que soplaba en el desierto de sus recuerdos y bajo las dunas hacía aparecer fragmentos del pasado. La cama reclinable, la silla al lado, las medicinas en la mesilla de noche… Todo ello le traía poco a poco a la residencia de ancianos Valle Soleado, a una pequeña habitación de la tercera planta, cuarta puerta por el pasillo de la derecha.
David tenía trece años. Su abuelo Enrique había muerto cuando él tenía nueve. Su madre le despertó en mitad de la noche y se sentó en su cama para decirle que el abuelo había fallecido de un ataque cardíaco y que tendrían que ir al velatorio. Allí no le pareció el abuelo que conocía, el que jugaba con él al mus y al ajedrez y se liaba con los nombres de las calles ya cambiadas y con los edificios derribados hacía tiempo. Tenía el cuerpo y la cabeza envueltos en una mortaja, y sus facciones relajadas no podían ser las mismas. No le pareció él ni durante el velatorio ni durante el entierro, pero a partir de ese día pensó en él más que nunca. Para David se había ido y sólo quedaba su ausencia. El cuerpo enterrado en aquel nicho sólo podía ser una formalidad.
Pero a su abuela sí se lo pareció. La pérdida de su marido hizo que los pequeños despistes propios de su edad evolucionaran en una demencia senil en toda regla. Ya no pudo vivir sola, y el traslado a una de las casas de sus hijos no funcionaría. Intentaron que la cuidara una enfermera pero resultó inútil. No hacía más que decir que la tenían secuestrada, que la enfermera le pegaba, que le daba de comer excrementos y le robaba el dinero cuando estaba dormida.
Tras reunirse todos los hermanos, decidieron que lo mejor para ella era el ingreso en una residencia, donde esperaban que el contacto con otras personas de su edad y el cuidado de personal especializado mitigara su sufrimiento en la medida de lo posible. Al principio el cambio fue duro de sobrellevar para la abuela, pero con el paso de las semanas la situación se hizo sostenible.
Los hermanos la visitaban por turnos y la sacaban a dar paseos por el pueblo cercano, para que le diera el sol e hiciera ejercicio. Los nietos acompañaban a sus padres en estas visitas.
David y sus padres pasaban al principio el día con ella, pero llegó un momento en que la abuela no quería pasar el tiempo con ellos. No cesaba de repetir que compartía habitación con un cadáver al que daban cuerda por la mañana y se movía durante el día. Les contó con todo lujo de detalles cómo habían tratado de violarla los enfermeros. Su madre se reía y trataba de convencerla de que eso no estaba pasando de verdad, pero sin mucho aplomo, como si riera las fantasías de un niño pequeño. Eso fue en la época cuando aún los reconocía.
Llegó un día en que los pocos recuerdos que le quedaban se le fueron borrando y no era capaz de distinguir a sus propios familiares del resto de la gente. Les preguntaba constantemente quiénes eran y qué hacían en su habitación y llamaba a las enfermeras para que les confirmara su identidad. Cuando David y sus padres le hablaban les miraba a veces intrigada, a veces cohibida, a veces aterrada. A cada nueva frase su rostro mudaba de expresión y David comprendía que no entendía quién era él y por qué le contaba aquellas cosas sobre sus exámenes, transformando su rostro de la indiferencia al pánico.
Los insultos se convirtieron en habituales, así como las lágrimas en las visitas. A partir de entonces comenzó a rezar para que cuando llegaran estuviera dormida. Llegó un día en que se negó a visitarla de nuevo. Sus padres no pusieron ninguna objeción, aunque David pudo ver en los ojos de su madre una mirada de decepción, de tristeza al comprender que la próxima vez que su hijo vería a su abuela sería en su funeral. No hubo recriminaciones.
Hubo pocas lágrimas en el sepelio. La tristeza era palpable, pero no tanto por la defunción como por el declive tras la muerte de su marido. Como si su cordura hubiera estado atada al mundo por hilos muy finos que se rompieran con el paso de los años.
David, con sus catorce años recién cumplidos, aún lo bastante niño para sentir dolor y no lo bastante adulto para asimilar las cosas de forma racional, se sentía engañado. ¿Por qué no podía haber muerto su abuela como su abuelo? ¿Por qué habían de sufrir tanto algunas personas antes de morir? ¿No sería mejor vivir plenamente y que una noche te acostaras y no volvieras a despertar? Una vuelta en la cama, un rayo fulminante y alguien que te descubriera por la mañana. Le aterraba que le pudiera pasar a sus padres o a él mismo lo que a su abuela. Se dijo que el día que sintiera que empezaba a sentir senilidad se tiraría por una ventana. Dios podría dictar sentencia, pero David escogería el cuándo y el cómo.
En su garganta las lágrimas se agolpaban por salir. Reprimidas por los años y el autocontrol, pugnaban por ver la luz, y aprovecharon ese momento de flaqueza para brotar poco a poco por sus ojos, por su garganta, por su nariz. David miraba a Alicia y a Yeray hablando, y a través de la mente a su abuelo y a su abuela aún vivos, regañándole por la rotura de una ventana. No pudo aguantarlo más. Salió dando tumbos hasta el jardín.
Allí la presa de lágrimas se rompió. Habían sido demasiadas cosas en muy poco tiempo: su táctica fallida de encontrar al escritor, el engaño a su mujer, las prisas de su jefe, la borrachera de ayer y ahora los recuerdos de su niñez. Recuerdos que creía que había superado pero que sólo habían sido cubiertos por las arenas del desierto, esperando que una tormenta como Alicia los devolviera a la superficie. Sus abuelos estaban muertos, su mujer le había dejado, su trabajo estaba en juego. Demasiadas cosas. Demasiada presión.
—Demasiada tristeza en este mundo.
Lo dijo en voz alta, sin apenas darse cuenta.
—Ya sabes algo que mucha gente no llegará a comprender jamás —dijo una voz a su lado.
Se volvió y allí estaba Esteban. Tenía una bolsa de la compra en una mano, apoyada en el suelo. David comenzó a limpiarse las lágrimas con la manga de la camisa.
—Puedes llorar con tranquilidad, David. Tenemos una estúpida tendencia a ocultar lo que nos hace más humanos.
—Lo siento, no quería molestar.
—No molestas. La gente llora. Podemos apartar la vista, pero eso no secará las lágrimas.
Y David se lo contó. Le explicó la vergüenza de cómo se comportó con su abuela, la tristeza de ver a alguien marchitarse poco a poco, su negación a ese tipo de muerte. Se explayó como a veces sólo puede hacerse con un desconocido. No pidió apoyo. No pidió abrazos. Sólo que le escuchara. Y cuando terminó se sintió mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo.
David apenas se había acordado de la situación de Esteban mientras le exponía sus problemas. Ahora que se había desahogado se daba cuenta de que le había contado su dolor por la muerte de su abuela a alguien cuya esposa sucumbía poco a poco por la esclerosis unos metros más allá, en la habitación al fondo del pasillo. La situación le parecía la de un niño protestando a su padre en medio de una operación a corazón abierto por la rotura de uno de sus juguetes.
—Esteban, creo que me he excedido en mi confianza, lo siento. No he querido decir en ningún momento que la gente en una situación así estuviera… Ese tipo de situaciones son muy delicadas y a veces es difícil sobrellevarlas, pero no quiero dar a entender que en ciertos casos…
Esteban, con una media sonrisa ante el lío que se estaba haciendo David tratando de disculparse, le interrumpió.
—David, no te preocupes. Sé lo que quieres decir.
—No, no lo sabes. Es que a veces me expreso fatal, déjame que te lo explique con tranquilidad.
—No es necesario.
—Sí, es necesario —insistió—. No quiero que pienses que he querido decir…
—Sé lo que has querido decir, David, porque yo también lo he pensado muchas veces.
Los dos se miraron en silencio, calibrándose antes de que Esteban continuara.
—David, cuando Alicia comenzó a empeorar y perdimos toda forma de comunicación yo me sentí realmente mal. Me hubiera cambiado por ella sin dudarlo un instante. Y en algunos momentos pensé que sería mejor que todo acabara pronto. No pensaba en mí, sino en ella. Pero una noche pasó algo. Estábamos los dos solos cuando ella sufrió una complicación respiratoria. Los músculos que mueven los pulmones habían comenzado a atrofiarse y no podía hacer entrar oxígeno a su cuerpo. Alicia sufría convulsiones y yo la tenía en mis brazos, viendo en su cara inerte cómo se le escapaba la vida. Creí que eran mis últimos momentos con ella, y me dije que si pasaba de esa noche, daría gracias por el tiempo que nos quedara juntos, en las condiciones que fuesen. Si era poco, pues poco. Si era mucho, pues mucho.
»Al día siguiente tuvimos que implantarle el respirador que usa ahora. No me engaño, David. Sé que a mi esposa le queda poco tiempo. El final del camino se acerca y es algo que no puedo cambiar. Lo he aceptado. Pero voy a disfrutar el tiempo que nos quede. Por eso celebré su cumpleaños ayer. Sabía que eso la alegraría, sentir a sus amigos a su alrededor.
»Cuando mi esposa fallezca, no me sentiré triste por su muerte, sino que daré gracias por haber podido compartir un tiempo y un espacio con ella. Esos momentos de felicidad que hemos tenido nada podrá llevárselos, quedarán en el infinito, para ella y para mí. Los recordaré en mi mente todos los días hasta que me reúna con ella, como sé que ella los recordará también, esté donde esté.
David comprendió a qué se había referido Ángela cuando hablaba de la entereza de Esteban. No se resignaba, sino que se abrazaba a algo que sería capaz de destruir a la mayoría de la gente. David, que muy pocas veces se había mostrado débil ante otra persona, ni siquiera ante Silvia, estaba seguro de que no sería capaz de reaccionar así. Pero con Esteban se había dado cuenta de que todo el mundo sufría en algún momento. La tristeza, la soledad o el miedo son idiomas universales, y quien no los haya sentido alguna vez, en mayor o menor medida, no puede decir que haya vivido plenamente.
Una vez pasado el mal trago volvieron a entrar en la casa, donde entre Ángela, Esteban, Tomás y David recogieron los vasos, fregaron los suelos, limpiaron los muebles y ordenaron los rastros del pequeño huracán que había pasado por allí la noche anterior. En cierto momento, Yeray salió de la habitación y se les unió sin decir una palabra. Esteban se detuvo y se lo presentó a David, de forma muy ceremoniosa, haciendo oficial el conocimiento mutuo de la existencia de ambos. Ahora ya no tenía una excusa para no hablar con él.
David pudo ver la cercanía entre Ángela y Esteban. Aunque se llevaban más de treinta años parecían amigos desde siempre. Le recordaba a un padre y su hija, con Tomás haciendo de nieto revoltoso. Y por un breve instante, él también se sintió parte de esa familia.
Fran caminaba hacia el poblado de Las Barranquillas. Consistía en un conjunto de chabolas construidas con todo tipo de materiales de desecho y ocupadas por todo tipo de desechos humanos. Lindaba con Mercamadrid y era conocido como el mayor supermercado de droga de toda la capital. Entre los dos movían en un día más dinero que muchos municipios anualmente. Unos comerciaban con alimentos y otros con vidas. Allí era habitual escuchar todos los días frases del tipo «Daría mi vida por un chute» y a alguien a su lado respondiendo «Yo también daría tu vida por un chute».
La policía siempre rondaba por los alrededores, pero no se metían en los asuntos de los chabolistas. Los altos mandos ordenaban una redada de cuando en cuando, para salvar las apariencias de cara a la opinión pública. Si se incautaba toda la droga de las chabolas, lo único que conseguían era que en la siguiente remesa se doblara el precio de la dosis, por lo que aumentaban los atracos y chanchullos de todo tipo por parte de los drogodependientes.
Éstos cortaban las dosis una y otra vez con lo que tenían a mano: azúcar glasé, harina, polvo de ladrillo, colacao o fármacos. Compraban una dosis, se metían la mitad y la otra la rellenaban con alguno de estos elementos, revendiéndola a cualquier incauto que anduviera desesperado por las calles. Éste se metía la mitad y rellenaba el resto para buscar a otro incauto.
La costumbre era probar la droga con el dedo meñique antes de inyectársela. Si tenía un sabor dulce o salado, mejor comprobar qué era exactamente. Pero también había expertos de corte entre los mismos drogadictos, y el uso de retrovir, cafeína, paracetamol, piracetam, metacualona, fenobarbital, lidocaína o benzocaína, que por su sabor amargo eran casi indistinguibles, era cada día más común.
La rebaja de pureza en las dosis obligaba a muchos a inyectarse el doble o a veces el triple de lo que consumirían normalmente para conseguir el mismo efecto. Cuando pasaba la escasez y las dosis volvían a tener una pureza normal, comenzaban a aparecer muertos por sobredosis en parques y descampados. No había un cartel que anunciara la regularización de las drogas, ni se notificaba en ningún periódico. Si te metías tres dosis de pureza normal y tenías un mal viaje podías no volver.
Eran algunas de las razones por las que las incautaciones de droga estaban muy controladas, porque por norma general creaban más problemas de los que arreglaban.
Los que nunca perdían eran los narcos y los camellos. La casa ganaba siempre.
Fran, con ojeras y barba de tres días, se introdujo en la penumbra de la chabola. Había atravesado el descampado empapado por la llovizna de la noche anterior y tenía los pies llenos de barro hasta los tobillos. En el rellano, un joven gitano veía sentado en una silla de camping un programa de cotilleos en una pantalla gigantesca. Le miró con desprecio por la interrupción y le preguntó qué quería. Fran respondió «Caballo» y el nombre de su camello, Tote. El chico volvió la vista al programa y le indicó con la mano que pasara. Antes de que se moviera, le ordenó que se quitara las zapatillas sucias. Fran se descalzó y se las metió bajo el brazo. No sería la primera vez que salía de allí y descubría que tenía que volver descalzo a casa.
La siguiente habitación estaba enmoquetada con una sucesión de alfombras superpuestas sin demasiado orden ni concierto. En uno de los laterales se erguían columnas de televisores y videoconsolas y, al fondo, un barril de obra guardaba toda clase de billetes en euros. Una caja expendedora normal no hubiera sido capaz de alojar el volumen de negocio que allí se despachaba. Nadie sabía con certeza por qué con tanto dinero los gitanos de Las Barranquillas seguían viviendo así. En un sillón de cuero y apoyado en su bastón, un gitano ya mayor le miraba con displicencia. A su lado estaba Tote, uno de los pocos payos que vendía dentro del poblado. Tenía una sonrisa sardónica constante y las rastas de su cabeza sujetas por una goma en la nuca.
—¿Qué va a ser, Fran? —preguntó Tote ante la atenta mirada del gitano.
—Medio gramo de jaco.
—Las cosas están más jodidas ahora, y el caballo marrón ha corrido mucho.
—¿A cuánto ha corrido? —preguntó Fran.
—A cincuenta euros el medio gramo.
Fran maldijo por lo bajo. Casi había doblado el precio.
—¿Es caballo o burro?
Burro era el nombre que se solía dar a la heroína muy adulterada.
—Caballo, tío. Yo puedo vender más alto o más bajo, pero conmigo sabes lo que te metes. Sé que fuera encuentras el medio gramo a cuarenta o treinta y cinco, pero el colacao se desayuna, no se inyecta.
Fran sabía que tenía razón. Era en estas épocas cuando Carlos revendía a precio de oro las dosis que guardaba de los robos en los precios de grupo.
—Dame cuarto.
Le tendió veinticinco euros que Tote cogió, pasó al gitano y éste depositó en el barril a su lado. Muchas veces había tenido la tentación de meter el brazo, coger un puñado de billetes y salir corriendo, pero por las historias que corrían por ahí sabía que no llegaría más allá del recibidor.
Tote se arrodilló detrás del barril y recogió heroína de una bolsa en el suelo con una cucharilla. Fran ladeó el cuerpo y pudo ver el precinto policial alrededor. El camello metió el contenido de la cuchara en una bolsita y lo pesó en una báscula electrónica. Satisfecho, se lo pasó a Fran.
—Ya sabes dónde ando —le dijo a Fran mientras salía.
—Sí, ya lo sé —contestó Fran.
Se puso de nuevo las zapatillas en la puerta de la chabola y buscó un lugar tranquilo para inyectarse. Anduvo por los alrededores del poblado buscando algo de sombra y tranquilidad. Pasó por delante de una chabola abierta con el cartel QUIOSCO ALEGRÍA. No era más que un tablón de madera apoyado en unos barriles y unos taburetes de bar reciclados. En uno de los postes, un letrero rezaba: PROHIBIDO ENTRAR SIN CAMISETA.
Encontró un sitio tranquilo en uno de los laterales del poblado, en un camión con los ejes al desnudo que esperaba con paciencia el desguace. Abrió la puerta, se sentó en el asiento del pasajero y sacó sus bártulos de inyección.
Puso parte del contenido de la bolsita en una cuchara doblada para tal propósito. Sacó una botellita de agua destilada y la mezcló con la heroína marrón. Fran trataba de tener siempre agua destilada de reserva, para no tener, como algunos, que diluir la heroína en agua del charco más cercano.
Abrió una pequeña bolsa de ácido cítrico y añadió algunos granitos a la mezcla, para facilitar la disolución. Una vez disuelta, preparó el filtro. Los filtros se usaban para no colar los restos que quedaban cuando se calentaba la mezcla, la escoria. Casi todos usaban el filtro de un cigarrillo, que no era mal sustituto. Arrancó la tira longitudinal e hizo una bolita con los dedos. A través de esa bolita absorbió la mezcla ya disuelta.
Lamió la aguja para retirar los pelillos que hubieran podido quedar adheridos y la dejó lista en el salpicadero del camión. Se limpió el antebrazo con una toallita empapada en alcohol que apoyó en su muslo para desinfectar luego el agujero. Sacó de un bolsillo un preservativo y estirándolo lo ató con fuerza tres dedos por encima del codo. Abrió y cerró la mano unas cuantas veces y allí salieron sus venas picadas, pidiendo más agujeros.
Fran cuidó de pincharse una vena y no una arteria. Introdujo la aguja dos centímetros más arriba del último pinchazo. La bombeó hacia el corazón, para facilitar la distribución por todo el cuerpo. Antes de que le hiciera efecto se quitó la jeringuilla y aflojó el preservativo de su brazo, dejándolo en el salpicadero. No tuvo siquiera tiempo de limpiar la zona de inyección.
Después, brumas; benditas brumas.
El arma al cargarse produjo un ruido seco que fue apagado por las risas nerviosas de los tres niños gitanos en lo alto de una de las chabolas. Discutieron brevemente sobre quién sería el primero en disparar, pero como siempre el más grande se alzó con el rifle e hizo callar a los demás con un movimiento oscilatorio de su brazo que parecía decir: cierra la boca o te la parto.
Apoyó los codos en el tejado de uralita calentada por el sol y centró la mirilla en la frente del yonqui. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y una media sonrisa en la boca. Parecía estar en un lugar mejor, pero iba a volver muy pronto. Y cómo.
—Sayonara, bubi.
Disparó.
El sonido de aire comprimido liberado en milésimas de segundo apenas produjo revuelo en el poblado, excepto en una persona.
Fran se cayó de la camioneta con una mano en el cuello. El niño gitano había errado el tiro algunos centímetros y el perdigón había impactado cerca de la nuez; podía ser peor, podría haberle destrozado el globo ocular. Pero a Fran en ese momento no le pareció una suerte.
Un segundo disparo de un niño menos avezado impactó en la camioneta produciendo un estruendo metálico. Puede que Las Barranquillas no fuera Bosnia ni esa camioneta la avenida de los francotiradores, pero la urgencia con que Fran salió disparado se asemejó mucho a la de aquellos lugares. Esos perdigones escocían como hijos de la gran puta.
Fran atravesó la vía del tren lindante al poblado con la manga del jersey apretada contra el cuello. Le escocía por dentro y sabía que al día siguiente tendría una herida negra y morada. Las lágrimas provocadas por el escozor se sumaban a la impotencia de estar a merced de cualquier gitanillo con una escopeta de aire comprimido. ¿Qué hacías cuando te pasaba una cosa así? ¿Se lo decías a sus padres? ¿A los profesores de su colegio?
Esos niños veían a diario cómo algunos yonquis eran tratados como auténticos esclavos por sus progenitores a cambio de algo tan básico para ellos como una dosis. Dormían a la entrada de las casas como perros, comían sobras del suelo y cumplían con obediencia ciega cualquier mandato de sus camellos. Y no había profesores a los que reclamar. No estaban dados de alta en el Registro Civil, no tenían DNI; a efectos legales, no existían.
Muchas vidas anónimas se gestaban en esos poblados, y cuando entrabas allí no importaba que fueras universitario o peón de obra, presidente de una multinacional o ladrón de radios de coche. Los perdigones no saben de documentos.
¡Qué vida de mierda! Fran miraba alrededor y sólo veía a yonquis que iban o venían de Las Barranquillas, andrajosos, con las costillas marcadas debajo de camisetas llenas de manchas, ojos vidriosos, manos temblorosas y almas tristes. No había sonrisas en esa zona. A un lado vio a una chica arrodillada delante de un tipo con los pantalones bajados. Fran creyó que era una prostituta haciendo un trabajito en plena calle, pero unos pasos más allá se dio cuenta de que le estaba clavando una aguja en el pene. Por eso Fran trataba de picarse siempre a lo largo de la vena, para evitar infecciones. Muchos lo hacían por no dejar marcas visibles, sobre todo los primerizos, pero que se te infecten los dos brazos y tengas que inyectarte la droga en el pijo, ya verás qué risa. El hombre tenía los labios apretados y los ojos cerrados, pero su expresión distaba mucho de parecer un orgasmo, al menos hasta que la dosis hiciera efecto.
Debía de haber algo mejor que eso. Los drogadictos sabían adónde llevaba el camino que recorrían todos los días, pero muy pocos hacían algo por desviarse. Miraban la vena y no querían buscar más allá. Eran náufragos que iban hacia una cascada, demasiado cansados para alejase de la corriente.
Le gustó la frase. Si hubiera tenido un cuaderno la hubiera apuntado, pero hacía mucho que esos días habían pasado. Los días donde en la mochila siempre tenía un cuaderno con frases garrapateadas aquí y allá. Le gustaba inventar citas en los pasillos del instituto. No se las dejaba ver a casi nadie, eran privadas. Le gustaba leerlas por la noche y pensar que era una persona especial, alguien que tenía cosas que contar. Se vio en ese momento. Lo único que contaba ahora eran las horas para la siguiente dosis. Trató de recordar alguna de las citas que tenía escritas, pero no se acordaba de ninguna. Su vida tenía ahora otras prioridades.
Dos o tres drogodependientes se agolpaban delante de la furgoneta de intercambio de jeringuillas. Todos los martes y jueves, de cinco a ocho y media, estaba aparcada cerca del poblado, cambiando jeringuillas usadas por nuevas, hasta veinte. Por cada una que trajeras usada te daban otra con su agua destilada, su ácido cítrico y sus toallitas desinfectantes. Trataban de que utilizaran siempre jeringuillas nuevas y no tuvieran que compartir, evitando así contagios de sida y otras enfermedades infecciosas. Llevaban allí más de diez años. La gente llegaba, recogía sus jeringuillas y se marchaba por donde había venido. No había preguntas embarazosas. No había reproches.
Por la puerta lateral de la furgoneta, tapada por un barril azul de plástico, asomaba una mujer rubia de mediana edad y una camiseta con el logotipo de la ONG que intercambiaba las jeringuillas.
—Dime tu fecha, por favor —le dijo al hombre que tenía delante.
—¡No me jodas! Tía, llevo aquí dos años, ¿no te acuerdas aún de mi fecha de nacimiento? ¡Dame mis máquinas!
—Hacemos una cosa —respondió ella—. Te doy el doble de las que me traes si me dices cómo me llamo.
El hombre se quedó congelado sin saber qué decir.
—Pues muy mal, tronco, que llevas aquí dos años…
La mujer abrió el barril y le indicó que dejara allí las jeringuillas usadas. El hombre lo hizo y recogió las nuevas. Se marchó sin decir palabra.
—¡Eh! —le gritó la mujer. El hombre se dio la vuelta—. Me llamo María. ¿Y tú?
—Roberto.
—¿Cuál es tu fecha, Roberto?
—Once de mayo del setenta y uno —respondió éste, apesadumbrado.
—Gracias, Roberto. Encantada de conocerte.
La fila avanzó un puesto y se plantó otro hombre acompañado de una prostituta a la que Fran había visto muchas veces ejerciendo en esa zona.
—Yo soy Claudia, y él…
—Rafa. Ya lo sé —dijo María sonriendo con sus dientes desparejados—. Así que ya sabéis. María. Nada de rubia, ni tía, ni tronca; que a mis amigos les dejo llamarme por mi nombre.
—Queríamos unas chutas y unos condones —dijo Rafa.
—Aquí tenéis. —Se los tendió—. ¿Los condones son para ejercer, Claudia?
Claudia respondió afirmativamente con la cabeza.
—Pues aquí tienes algunos más. Yo ahora no te puedo dar muchos, pero tenemos un servicio los miércoles por la noche que reparte muchos más. Ten, éstos son los horarios.
Le tendió un papel. Los dos se fueron. Era habitual ver a prostitutas con drogodependientes. Ellas conseguían dinero para drogas y ellos las atendían cuando recibían palizas de algún cliente. Fran se acercó a la puerta.
—Hola. Me llamo…
—Fran. Dime tu fecha, Fran.
Se sorprendió. No imaginaba que ella pudiera recordar su nombre. Lo pedían y lo apuntaban para llevar la cuenta de cuándo venía la gente, pero nunca pensó que pudieran recordarlos.
—No traigo máquinas.
—No pasa nada, Fran. Siempre os damos dos para no dejaros tirados. Pero si nos las traéis os podemos dar más y así siempre os pincháis con nuevas, ¿vale?
Fran cogió las dos jeringuillas y continuó mirando a la mujer.
—¿Algo más, Fran?
Se quedó callado sin saber qué contestar. ¿Cómo decirle que le apetecía hablar un rato? El ruido de una frenada llenó el silencio entre los dos. Dos hombres bajaron de un coche y se apostaron en la puerta, desplazando a Fran.
—¡Eh, rubia, danos unas flautas!
—Espérate a que termine con este chico. Luego te las doy.
—¡Pero si ya tiene sus chutas!
—No sólo de chutas vive el hombre, entérate.
Miró a Fran un momento, esperando una respuesta. Los dos hombres se giraron también.
—Eh…, yo…
—¿Ves? —dijo uno de ellos—. No quiere nada. ¡Dame unas flautas, joder!
María cruzó su mirada con Fran y le tendió una mano.
—Fran, sube, quiero hablar contigo.
—¿Y yo no puedo pasar o qué? —gritó indignado uno de ellos.
—Cuando te aprendas mi nombre —espetó ella—. Ten tus chutas.
Ya dentro, Fran se topó con el otro encargado, un hombre de unos treinta y cinco mal llevados, alto y delgado. Todavía se oía a María de fondo.
—¡Que no me llames rubia, joder! ¿Te llamo yo a ti pelo grasiento?
El amigo se rió. Qué huevos tenía la tía.
—Te hemos visto con ganas de charlar, Fran.
—Ehh…, sí. Sí, quería hablar un rato con alguien.
—Me llamo Raúl.
Le tendió la mano. Era la segunda vez que lo hacían en pocos minutos.
Charlaron hasta casi la hora del cierre. Raúl le curó la herida producida por el perdigón y otras que, aun siendo más profundas, no eran visibles a simple vista. Era una sensación extraña para Fran que alguien se interesara por lo que sentía y por cómo le iban las cosas. Tras años de compartir piso con gente que iba a su bola era agradable hablar con alguien que le mirara a los ojos. Le relató lo de los niños del poblado gitano, la subida de precio del caballo, la tristeza que sentía cuando se despertaba cada mañana y sabía que tendría que salir a la calle a por pasta para jaco. Todos los días. No había vacaciones, ni esperanza.
Se explayó sin dejarse nada en el tintero. Había empezado y ya no quería parar, se sentía mejor con cada nueva palabra que salía de su boca.
—No sé, me gustaría dejarlo —dijo de pronto.
Raúl sonrió, miró de reojo a María y exclamó:
—Te ha costado, pero lo has dicho.
—¿Cómo?
—Normalmente muchos de los que subís aquí queréis desahogaros un poco, y nosotros os escuchamos. Y algunos, muy pocos, decís esa frase en el transcurso de la conversación. Y sois vosotros los que nos interesáis.
—¿Por qué?
—Porque los que dais ese paso estáis dispuestos a algo más que a hablar.
—¿A qué, entonces?
María tomó la palabra.
—A escuchar.
Entre los dos le relataron las posibilidades que tenía ante sí. Madrid no contaba con más que un par de docenas de plazas en centros de desintoxicación públicos. Y la lista de espera era eterna. Si tenías dinero y estabas dispuesto a emplearlo era fácil encontrar una clínica privada que te acogiera con los brazos abiertos.
Así que tenían que buscar algún método alternativo de desintoxicación, y éste consistía en un metabús. Era una pequeña caravana como la de intercambio de jeringuillas pero que distribuía metadona. Lo único necesario era presentar un DNI y hacerse una analítica. Una vez realizados estos trámites se entraba en el proyecto: un vaso de metadona cada tarde cuyo sabor amargo evitaba muchas otras amarguras al cabo del día.
Existían muchos tipos de metabuses. Había algunos donde cada semana realizaban un análisis de estupefacientes para asegurarse de que la preciada medicación entraba sólo en el torrente sanguíneo de drogadictos con verdaderas intenciones de desengancharse. En otros daban la metadona y no hacían preguntas; aunque no era necesario un análisis para saber quién la usaba bien y quién no. La nube de heroína que vela los ojos de un yonqui puede verse sin necesidad de analíticas.
Había un metabús cerca de la furgoneta de intercambio de jeringuillas. La cercanía con el poblado hacía que la tentación de meterse una dosis de metadona para bajar el mono y luego otra de placentera heroína se hiciera en muchos casos demasiado fuerte. Por suerte había otros en varios puntos de Madrid.
Se había hecho tarde, pero quedaron en que Raúl le acompañaría a ver al encargado al día siguiente.
—¿Estás en busca y captura?
—No.
—¿Quieres desengancharte o sólo quitarte el mono para seguir metiéndote?
—Desengancharme.
—¿Tienes amigos o familia que puedan encargarse de ti?
—No.
—Con este tratamiento salen un veinte por ciento de los que entran. Es difícil. Mucho. Sobre todo al principio. Pero si aguantas, cada vez es más fácil. Sería bueno que buscaras alguna ocupación, algo que te entretuviera para que no estuvieras siempre en la calle.
—Pensaré en algo.
—Estupendo. Entonces nos veremos el próximo día y te meteremos en el tratamiento.
Fran salió de la furgoneta cuando casi oscurecía. El sol se ocultaba entre los edificios de Mercamadrid y volvía sombras de sí mismos a los drogadictos que andaban por el arcén de la carretera. María le llamó desde el camión antes de partir.
—¡Eh!
Se dio la vuelta.
—Ya has hecho lo más difícil.
Fran le sonrió y se volvió para convertirse en una sombra más en el arcén.