Capítulo 11

VENETIA arrojó la pila de hojas y su caja de pinceles sobre la cama. La tapa de caoba se abrió y los pinceles saltaron desparramándose sobre el cobertor. Se arrodilló para buscar en el baúl la pintura escondida debajo de las mudas de ropa interior y corsés.

Marcus no tenía idea de lo que ella había escondido. Sin duda se enfurecería si la descubriese. Pero ella llevaba la llave consigo para evitar que los curiosos sirvientes pudiesen descubrir sus secretos.

Dudó de los pomos envueltos en linón.

Utilizar pintura sería mucho más complicado. Usaría carbonilla. Podía esbozar figuras y poses, iluminada con esa luz tan tenue, capturar las escenas más espectaculares de la noche anterior. Pero no dibujaría a Marcus. Temía lo que podría ver si lo hacía.

«Su corazón podría ser descubierto».

¿Era imposible tener un affaire sin sentir esa pena y el corazón estrujado? No, no era imposible, los invitados de Chartrand lo hacían sin problema. Había compartido orgasmos con Kate, Lizzie y Sukey, pero no era de las que perdería el corazón por otra mujer.

Se sintió cálida, sensual y deliciosamente pecadora al recordar lo que habían hecho.

Debería ser fácil poder resistirse al amor. Su madre había pasado toda la vida llorando por Rodesson. Ella conocía las consecuencias. Aunque Rodesson había compartido sus vidas, habían vivido sólo para su placer. Cada vez que su madre comenzaba a sacárselo del corazón, él regresaba a su vida, seduciéndola otra vez, para luego desaparecer de la misma forma en que uno trata de limpiar la pintura roja de un pincel, sumergiéndolo en trementina. Si bien queda limpio, la mancha roja tiñe el fluido para siempre.

Venetia saltó de la cama y cogió la bata para poder sentarse en la posición del loto. Con el lienzo sobre las piernas cruzadas, deslizó la carbonilla sobre la página.

¿Por qué no volvería Marcus a su alcoba? ¿Por qué dormiría sólo en la suya?

¿Habría hablado con Lydia? ¿Cómo podía dejarla en suspenso? Pero la verdad era que si él hubiese regresado a su cama y dormido con ella, no estaría enfadada porque no le hubiera contado qué había pasado con Lydia. No, se hubiese arrebujado contra él, feliz y contenta, permaneciendo a su lado hasta despertar. ¡Oh!, era una tonta. ¿Cómo podía ser tan fácilmente deslumbrada, cómo podía permitir que le robara el corazón tan fácilmente, con el ejemplo de su madre? No podía enamorarse de un hombre que ni siquiera había pensado en dejarle una nota debajo de la puerta.

Al menos sabía que no había otra mujer en su cama. La fortuna la ayudó cuando abrió la puerta para espiar.

Los leños brillaban en el fuego agregando algo de luz al sombrío amanecer. Con largos trazos dibujó el camastro, luego la forma de la cabeza de Cole, el contorno de sus anchos hombros. Esbozó sus esbeltas piernas. Quería capturar la intimidad, el increíble resultado del sexo. Lo que significaba dibujar miembros flácidos en vez de erectos. El momento la había fascinado. ¿Les gustaría a los hombres? ¿O sólo deseaban ver penes erectos en todo su esplendor?

¿Qué importaba? Esos cuadros no se venderían. Eran sólo para ella.

Los ligeros trazos dieron vida a los rizos de Cole pero no se pudo dejar llevar por el momento erótico. Sólo podía pensar en Marcus y dibujar por instinto.

¿Habría Marcus ofrecido pagarle a Lydia? No podía permitirlo. ¿Pero, qué podía hacer?

Qué situación tan complicada.

Pasó a otra hoja tratando de capturar otra escena. Lady Chartrand y Rosalyn, lamiéndose mutuamente entre los muslos, como lo había hecho Marcus...

Probó otra. Lady Yardley y el sirviente de cabello oscuro... La expresión de Su Señoría no era sólo de lujuria, también vulnerabilidad, y se veía tan extasiada... La señora de alta alcurnia atrapada por las habilidades sensuales de un apuesto advenedizo mientras le succionaba los pechos y le introducía la mano entera en la vagina.

Sintió cómo se le aceleraba el corazón. Le temblaron las manos. Los dedos teñidos de carbón.

Cerró el libro, e inexplicablemente, lo apretó contra el pecho. ¿Y si Lydia exigía más? Aunque Marcus le permitiese pintar a su sobrino, algo que dudaba después de que descubriera lo lasciva que era, le tendría que entregar todo su dinero a Lydia.

Su ofrecimiento había sido un gesto maravilloso de confianza, de amabilidad. La había invitado a acompañar a su familia. Aún no podía entender por qué buscaba ayudarla y no tan sólo detenerla. ¿Sería tan importante la opinión de su hermana?

Repentinamente, se sintió culpable de traicionarlo al estar pintando. Escondió sus herramientas y el cuadernillo, luego frotó las manos contra la ventana y se terminó de limpiar con un paño...

Densas nubes oscuras cubrían el cielo. Una cortina de lluvia golpeaba los paneles de las ventanas y las paredes de piedra. No podía ni siquiera ver la terraza o la fuente del jardín. Los relámpagos iluminaban el cielo, atravesando las densas nubes. Retumbó un trueno, y ella pegó un salto.

No tenía miedo de las tormentas, pero se quedo inmóvil, descalza sobre la gruesa alfombra sin acercarse a la puerta de comunicación. Se sintió nuevamente tentada.

Si se deslizaba silenciosamente, lo podría ver mientras dormía. Había visto a otros hombres, algunos campesinos, cabeceando por la bebida. Ansiaba echar una mirada. Encontrarlo con los ojos cerrados, la boca distendida, perdido en sus sueños. ¿Se vería inocente y dulce? ¿O rústicamente sensual?

Sería una insensatez. Podría despertarse. ¿Cómo se lo explicaría?

Era una redomada tonta, quería subirse a su cama y abrazar su esbelta, firme cintura. Deseaba apretarse contra su bella espalda, apoyarle el sexo contra las nalgas, y abrazarlo.

Se oyeron pisadas. Escuchó a alguien caminar en la habitación de Marcus. ¿Un sirviente? Mientras miraba la puerta vio cómo se movía el picaporte.

No pudo más que quedarse inmóvil observando cómo corrían el cerrojo y se abría la puerta.

De pie allí, tan sólo esbozaba una sonrisa invitadora, con el cabello desordenado y el encanto juvenil en los ojos. Oh sí, este hombre le podría romper el corazón.

Gracias a Dios, había escondido las herramientas.

Rebosando seguridad aún completamente desnudo, sonrió. Ven conmigo, Vixen. Ven a mi habitación.

La invitó con tal seguridad que se dio prisa en aceptar. —Aun así, terca, quiso saber más: —¿Por qué, mi lord, no regresó a mi alcoba?

*****

Marcus se sentó en su cama arrugada con las piernas extendidas. Iluminada por la luz gris plateada de la mañana y el cálido brillo de las velas, la falda de algodón de Venetia se traslucía revelando el contorno de las piernas y la encantadora hendidura. El pene un tanto erguido, curvándose hacia la cadera. Con las piernas abiertas le ofrecía un cálido lugar donde sentarse. —Ven conmigo.

De pie en el umbral, agarraba con la mano derecha la manga del otro brazo. Anoche había sido salvaje. Esa mañana se veía vulnerable.

—Presumo que tu fuego no se mantiene hasta la mañana. El mío se extinguió. Miró hacia la ventana, las cortinas estaban abiertas. Llovía a cántaros como si la tormenta quisiese romper el cristal y entrar en la habitación. Maldita lluvia. Él la habría arrastrado a una tormenta de muchas formas.

Pero ahora la quería en sus brazos. Palmeó nuevamente la cama.

—Ven aquí.

Se había puesto un camisón, una simple túnica de muselina con mangas largas y modesto encaje. Cruzó la habitación, visiblemente descalza debajo del dobladillo. En la villa, la exhibición de los tobillos era un escándalo.

Se quitó la camisa y gateó en la cama. Sin preocuparse por exhibir gracia o seducción. Tenía los pensamientos en otra parte, no en resultarle atrayente, y eso era lo que más le gustaba de ella.

—Me preguntaste por qué no regresé a tu cama.

—No pretendo parecer posesiva. Estamos en una orgía después de todo.

Hizo que se diera la vuelta, mientras la rodeaba con sus brazos. ¿Entonces, sin sentimientos posesivos, amor? ¿Ni siquiera después de la intimidad que compartimos?

—No sueño con estropearte la diversión, mi lord.

Conocía ese tono de voz. La severidad de una mujer burlada. —Ah, cariño. No dormí contigo por un consejo que me dio mi padre.

—¿Cuál?

Los pechos turgentes se movían tentadores bajo la suave túnica. Se llenó las palmas con ellos, con los pulgares le rozó los pezones. El más tentador de los gemidos se escapó como fuego de una vela solitaria.

—Me puedes tocar si así lo deseas. Me puedes acariciar el pene, si así lo quieres, Venetia. Ahora te pertenece.

Rio tontamente. —¿Pero qué te dijo tu padre que te mantuvo alejado de mi cama?

Me advirtió sobre los problemas que se derivan de despertar con una mujer.

Ella le quitó las manos de los pechos. —Bueno, mi lord, puede que yo signifique sólo problemas para ti ¡Pero tú no has sido otra cosa más que problemas para mí!

¿Quién más que Venetia podría responderle así? Él era un poderoso conde, la gente lo adulaba todo el tiempo. Ella estaba indignada mientras que él reía. —Por cierto. ¿Y cómo te he causado problemas? ¿La otra noche fue un gran problema?

Desde arriba vio cómo se sonrojaba. —La otra noche fue maravillosa. Giró en sus brazos. ¿Qué pasó con Lydia? ¿Aceptó? ¿Qué le ofreciste?

Le deslizó la mano por el vientre. —Tengo que admitir mi fracaso, mi amor...

—¿Se negó? —gritó Venetia.

—No, no la pude encontrar—admitió.

—¡Quieres decir que te entretuviste!

La acusación fue punzante. —No de la manera en que estás pensando, cariño. Mi única distracción eres tú.

Rechazó con la mano la sensiblería, pero era verdad. Las cintas de su túnica estaban sueltas. Le deslizó las manos y le acarició los pechos. Aún disgustada, los pezones lo aceptaron endureciéndose. —¿Cómo fue que no pudiste encontrarla?

Pero a pesar de su pregunta abrupta y acusadora, se retorció bajo los muslos, obviamente disfrutando de la caricia.

—No puedo deambular por los dormitorios de los caballeros buscándola bajo las mantas.

—¿Aquí? —espetó. Pensé que era parte de la diversión.

—No completamente, cariño. Y ella participó de las exhibiciones públicas que presencié.

Se volvió a medias, apoyándole la mano en el muslo. El gesto demostró perdón y él lo valoró. —¿Qué tipo de exhibiciones públicas?

Follando por doquier. En el salón de baile, en la recepción, en los pasillos. Parejas, grupos. Y en lo único que pude pensar fue en ti en la cama.

Diablos, no había podido dejar de pensar en ella. De estar en su cama, abrazando su cuerpo lujuriosamente, en lugar de estar atrapado en la planta baja por mujeres gritonas, caminando sobre los deshechos de la bebida y del sexo.

La verdad es que había pasado la mayor parte de la noche buscando infructuosamente el maldito manuscrito de Lydia. Finalmente, había abierto la cerradura del baúl para descubrir que estaba lleno de libros. Pero entonces sintió pasos. Arrojó los libros nuevamente en el interior del baúl y se escondió en el armario mientras que una mujer con un dudoso acento francés practicaba sexo en el piso de la habitación de Lydia con alguien que hablaba un inglés grosero: la sirvienta —dedujo. Al no poder hallar nada en la habitación de Lydia, se aventuró bajo la tormenta buscando su carruaje: otro esfuerzo inútil.

¿Es posible que se haya equivocado? ¿Que ella no haya traído el libro? No. Tenía que revisar el baúl nuevamente.

Pero ahora... tenía a Venetia en los brazos. En el silencioso refugio de su alcoba mientras la tormenta azotaba afuera, el mágico momento le cautivó los sentidos, su belleza reclinada sobre su pecho, el largo cabello, sus esbeltos miembros, sus curvas redondeadas. La unión de las nalgas provocaba al pene henchido, que se erguía contra la espalda de Venetia. Sus senos se sentían aterciopelados y deliciosamente pesados contra las palmas de las manos.

—No nos iremos hoy, no hasta que encontremos a Lydia.

—No podemos irnos hasta dentro de varios días, Venetia. Esta maldita lluvia ha provocado que el río se desborde. El torrente arrasó los puentes y los caminos se han convertido en lodazales. Viajar sería casi imposible.

Ella permaneció en silencio, concentrada, acariciándole el muslo. Se le crispaba el miembro con cada una de las caricias de los largos dedos.

—Entonces, estamos atrapados aquí —dijo finalmente.

—Anoche, la mayoría de los hombres que encontré te deseaban. Querían comprarte. Quiero sacarte de aquí como sea, pero no puedo.

Se veía asombrada.

—Los has intrigado y te desean. En algún momento, uno podría decidir tomarte —la ciñó con más fuerza, le hundió el rostro en el cuello—. No permitiré que suceda, pero quiero que entiendas el riesgo. Y no quieres que me aleje de tu lado.

Aún olía a sexo, maduro y excitante. La verdad de sus palabras lo golpeó. Era un tonto redomado. Debería haber dormido con ella anoche.

De pronto descubrió la certeza de que había perdido algo que nunca podría recuperar. Nunca podría tener esa noche otra vez.

*****

Estaba sólo con un hombre que había estrangulado a su mujer.

Agitando las manos enguantadas sobre la falda, Lydia se levantó del banco para recibir a Chartrand, quien llegó a la galería rodeado de perros de caza. Vestido con pantalones de montar, tweed, y botas, parecía más un escudero que el marqués disoluto; sostenía con correas tirantes a los perros, que gemían.

—Buenos días, mi lord. Hizo una rápida reverencia, no la que solía hacer para exhibir el busto en atención a la furia contenida en los ojos grises.

Tembló al erguirse.

—Eres una perra mentirosa, Lydia. No tengo nada que ver con la muerte de mi esposa. Colgaron al gitano por eso.

¿Recordaría lo que le había contado? Quizás no. Aquella noche había estado tan perdido a causa de la bebida, tan mareado por el opio, que se desmayó y casi se ahoga con su propio vómito. Aquella noche frenética, la presunción de un marqués muerto en su sala la había obligado a entrar en acción. Lo había arrastrado escaleras arriba, sumergido en agua helada para hacerlo reaccionar, y escuchado su confesión.

¿Había sido consecuencia de un juego sexual o de la ira? Nunca lo supo.

—Lo salvé de la muerte aquella noche, mi lord.

Los perros lloraban. Una orden tajante los hizo permanecer echados a sus pies. —Para secarme la sangre.

—He dado mi precio y con él me contentaré. Se lo prometo.

—Tu historia está basada en un manojo de mentiras. Nadie la creerá.

¿Entonces fue el dolor lo que lo arrastró a las carreras, tontos duelos y deportes brutales, lo que lo llevó a golpearle la cabeza a un caballero en la casa de Jackson? Dolor, no culpa.

Él levantó la mano y ella dio un respingo, esperando una bofetada. Pero la bajó, apretando los puños. ¡Perra! Yo la amaba.

—Pero la golpeaba.

—Como debe hacerlo un marido. Y ella se sometía como debe hacerlo una esposa. Ella conocía su lugar.

Su indignación resonó en la silenciosa habitación.

—El hombre, al que juzgaron por el crimen ¿era joven, no es así?, ¿Veintidós?

—Malditos gitanos. Deberíamos hacerlos desaparecer. —Soltó las correas de los perros.

Las bestias se agitaron, gruñeron, pero otra orden los calmó, bajaron los pelos del lomo y los hocicos. —Ahora, hay otro grupo de ellos acampando en la propiedad.

La amenaza era obvia. Su cuerpo podría ser hallado en el bosque, y su brutal muerte adjudicada a los gitanos.

Una amenaza burda. Pero Chartrand era un bruto, falto de modales. Esas grandes manos la llenaban de aprensión. Se masajeó el puño y ella sintió cómo le crujían los nudillos. Entonces, la mano robusta se levantó y ella tambaleó.

Con una sonrisa triunfante al verla en esa posición acobardada, introdujo la mano en la chaqueta lentamente y extrajo un papel blanco del bolsillo. Una letra bancaria.

Ella se acercó, pero él la sostuvo en alto. No se rebajaría a estirarse. Arqueó una ceja. —Entonces, dámelo.

—Arrodíllate primero, Lydia, amor. Quiero algo más que tu promesa a cambio de mi dinero.

¿A cuántos hombres les había practicado una felación? A docenas. Con los ojos cerrados, la mente en cualquier otro lugar, moverse hacia arriba y hacia abajo y succionar, todo era un simple acto mecánico. Con algunos hombres, a los que deseaba, lo había disfrutado, incluso quería deslumbrarlos. El deseo hace que los ruidos de succión sean eróticos y no rústicos, que el sabor sea sublime, y torna los olores del pene, de los testículos traspirados y del trasero, en una tentadora fragancia.

No deseaba a Chartrand. Cuando había sido su amante, había sido generoso en demasía, pero sólo debido a la exigencia de sus peticiones. Sabía lo que era. Ahora no caería de rodillas colocándose en una posición tan vulnerable. Chartrand podría patearle en la cabeza. Había sido pateada antes, pateada hasta morir.

—Lo harás, bruja, o verás cómo lo quemo.

—Démelo, mi lord, y consideraré su solicitud.

Movió la boca. Con saliva en los labios por la frustración arrojó el papel, una verdadera fortuna, al aire, y la sujetó por la garganta.

Le apretó el cuello con esas enormes manos, con suficiente presión como para aterrarla. Al cruzarse las miradas, trató de mirar fijamente esos redondos ojos marrones, evitando demostrar temor. Pero cuando él se adelantó, no tuvo más remedio que retroceder hasta que su cuerpo chocó contra la pared. La esquina de un marco le lastimó el hombro. Se estremeció. El cuadro se bamboleó.

—El dinero no te mantendrá callada, ¿no es así Lydia? Sólo hay una manera. Una manera. —Despiadadamente, apretó las manos con fuerza. No había furia en sus ojos. Estaban vacíos. Aterradores.

Le arañó las manos. Malditos guantes, le cubrían las uñas. Estaba desamparada. Atrapada. Moriría.

«¡Dios!. Oh, ¡Dios!»

No podía morir así. Era una forma tonta de morir.

La llevaría a los bosques, como lo había hecho con su esposa. Prepararía la escena desgarrándole las ropas, faldas... para luego señalar con dedo acusador a los gitanos...

«Los testículos»

Las piernas no le respondían. Le clavó los dedos en las manos, los hundió, lastimándolo, pero no tenía fuerza.

«¡Por favor, muévanse!»

Levantó la rodilla.

Dio un alarido, echó el cuerpo hacia atrás, pero sus manos la aferraron aún más.