Capítulo 4

—ENTIENDO, ¿Estoy aquí para hacer de abogado del diablo? —El vizconde Ravenwood se recostó y bebió su brandy.

Apoltronado en la silla de cuero, Marcus se frotó el mentón. —La señorita tiene toda la intención de ir a la bacanal de Chartrand y sospecho que, a no ser que la encadene a la cama, nada la detendrá.

La repentina y abrasadora visión mental de la señorita Hamilton en juegos de sometimiento envió sangre a las ingles a toda velocidad.

La luz del fuego era la única iluminación en la oscuridad de la biblioteca. Marcus no estaba seguro para qué le había pedido a Stephen que viniese.

—Y antes de que su cuñado pudiese juzgarlo le espetó: —Bien sabes que no puedo ir con el cuento al padre. La señorita Hamilton contratará a un acompañante, algún sórdido exalguacil quien probablemente la viole. O Chartrand descubrirá quién es ella y la hará partícipe de las exhibiciones sexuales más perversas.

Stephen rio con sorna. —Estás buscando una excusa para ir con ella.

—Por todos los diablos, ella es virgen. Si quisiese beber una botella entera de Brandy, la detendría. —Pero él estaba tratando de justificarse para llevarla, no para detenerla.

—Ella es sensual... de manera innata, pero inocente. Y un día en el evento de Chartrand la debería enfrentar a la realidad de que debe abandonar su carrera.

—¿Y necesita un acompañante noble que no abuse de ella?

Él ya había abusado de ella, con la boca. Duro como roca al recordarlo, el pene se tensó contra los pantalones. Le encantaría hacerlo nuevamente. La deliciosa señorita Hamilton merecía descubrir su sexualidad. Él podía enseñarle sin herirla, sin estropear su futuro.

—Comencé con un beso. Un beso para probar un punto. —Bajó la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos—. Nunca me besaron así, fue más apasionado, más excitante, más explosivo que cualquier otro beso que me hayan dado. Ella fue tan poco experimentada, pero se entregó tanto... Y luego en la biblioteca, él había comenzado otra vez, tratando de probar un punto, y quedó trastornado por el deseo.

Avanzó y se paseó de un lado a otro. —Demonios, Stephen, ¿es su inocencia lo que me tienta? ¿Soy tan canalla como mi padre?

—¡Por Cristo, no!

La vehemencia del grito de Stephen le dio la respuesta que necesitaba, incluso cuando le aseguró: —No eres la misma clase de hombre que era tu padre, Marcus.

Marcus tiró el brandy mientras cruzaba a zancadas la alfombra. —Lydia Harcourt me está chantajeando.

Stephen derramó el licor en el chaleco. —Diablos, ¿por qué motivo? Cualquiera en Inglaterra conoce tu reputación con las mujeres. Creo que incluso se extiende hasta el Continente y a América.

Frunció el entrecejo. Eso podría resultar cierto si el libro de Venetia Hamilton se abriese camino hasta allí. —Los escándalos de papá.

El rostro de su cuñado estaba totalmente blanco.

—Dios, no.

—No Min —Marcus mintió—. Lady Susannah Lawrence, la joven que él embarazó y que se suicidó, además de los detalles de las prácticas detestables de mi padre como la de tener madames para que le procurasen jóvenes inocentes para su placer. Me aterroriza pensar cómo afectaría eso a Min si se imprimiese. A mamá.

Stephen se frotó la sien. —¿Por qué diablos tu padre se lo confesaría a Lydia Harcourt?

—La bebida. Pasaba días con una botella de brandy y estaba poseído por demonios. La bruja, según cita la carta «buscó aliviar su pena impulsándolo a confesar sus problemas».

El resto de la carta lo había obsesionado. «Un asunto muy delicado... lady Ravenwood... secretos...» —Maldita perra. Lydia.

—¿Cuánto quiere?

—Diez mil.

Stephen hizo una mueca. Su mano blanca asió el vaso. —¿Piensas pagarle?

—Me gustaría retorcerle el maldito cuello. Pero pienso negociar un trato. Si puedo echar mano al manuscrito, podré negociar su silencio. Me imagino que debe haber llevado el libro consigo a lo de Chartrand. Voy a quemarlo página por página hasta que acepte.

—¿Y la señorita Hamilton? —sugirió Stephen.

—Llevar una nueva amante a la orgía de Chartrand sería el disfraz perfecto.

—Llévala porque así lo quieres —aconsejó Stephen—. No lo hagas como una forma de castigarte con tentación.

*****

Marcus abrió la puerta cuando el carruaje detuvo el traqueteo en la parada frente a la pequeña casa de Venetia.

Una esbelta figura cubierta con una ondulante capa salió como una saeta y se precipitó por los escalones.

De pie, Marcus le tomó la mano. A esa hora, la calle estaba desierta salvo por los sirvientes cargando el baúl de la mujer. Los dedos delicados le rozaron suavemente la palma de la mano. La levantó e introdujo en el mundo privado y suavemente iluminado del carruaje, y entonces ella retiró la capucha. Contuvo la respiración mientras miraba fijamente los vivaces ojos color esmeralda.

Sujetando el abrigo, se sentó frente a él. Arqueó una ceja, después del sensual episodio de la biblioteca, había esperado que ella se ubicara junto a él.

Sonrió felizmente. —Mi padre está mucho mejor. Le ha vuelto el color y no tiene más dolores.

—Me alegra saberlo. Entonces no hay necesidad de llevarte a lo de Chartrand. «¿Por qué sentía una suerte de tristeza o pena?»

Ella movió la cabeza meciendo los rizos. —No está lo suficientemente bien como para arriesgarse a viajar. No, no sería prudente.

—Sospecho que no lo sería. —No pudo evitar una sonrisa—. ¿Quizás quieras abrirte la capa? Mantuve el coche templado.

Lenta y provocadoramente, Venetia tiró del lazo que cerraba el abrigo de lana. La garganta se le secó. Había visto docenas de mujeres sin ropas, pero el espectáculo de Venetia en plan de seductora lo excitó inmediatamente.

Ella abrió los costados del abrigo, revelando una superficie de piel satinada.

Le tomó todo un minuto percatarse de que eran las piernas desnudas lo que estaba viendo directamente, sólo tenía puestas medias blancas y portaligas celeste pálido. Rígido por la súbita tensión, escudriñó el vientre desnudo, la curva de los pechos, su descarada y prometedora sonrisa.

Además de las medias, no estaba usando ni una maldita cosa más bajo el abrigo.

—¿En qué diablos estás pensando?

Venetia estaba sentada recatadamente, a pesar de la desnudez, las piernas cruzadas en las pantorrillas. En el asiento opuesto, Marcus estaba magnífico. Los pantalones de ante le marcaban los fuertes músculos de las piernas. Un traje azul que le calzaba como una segunda piel, el pecho amplio y los anchos hombros. El pesado abrigo apoyado a su lado. Era un hombre que había visto todo, hecho todo, y ella arriesgaba tácticas osadas, para intrigarlo.

Ella respiró profundamente. —Quiero que comprendas que no soy una damisela virgen y temerosa, Marcus.

Sus dientes rechinaron, gruñó entre ellos. —No puedes viajar a Dorset desnuda.

Se frotó la mandíbula y ella observó el movimiento de la mano. Recién afeitado, su piel debería estar tersa y suave, y oler a jabón.

—¿Por qué no? Tu carruaje es nuestro propio mundo privado, ¿no es así? ¿Quién podría verme salvo tú?

—¿Y las comidas? —chasqueó los dedos— ¿Y lo elemental?

Ella no esperaba que se enfadara tanto. —Puedo simplemente mantener el abrigo cerrado.

—¿Planeas caminar en público completamente desnuda bajo la capa?

—Nadie lo sabrá salvo tú —protestó.

Una expresión de agonía cruzó el atractivo rostro, curvando la boca sensual

—Dios, y ése es el encanto, ¿no es así?

Venetia recurrió a su coraje y se puso de pie en el carruaje que se mecía suavemente. Estaban apurando la salida de Londres antes de que las calles se congestionaran. Se arrodilló en el piso, acolchonado por la espesa alfombra y su grueso abrigo. El calor de los ladrillos le calentaban la piel.

—Venetia...

Lo interrumpió colocando la mano ahuecada sobre los pantalones, en el bulto.

—Pinté un cuadro —le dijo en voz susurrante mientras desabotonaba el primer botón. Estaba tan henchido que la abotonadura estaba tirante— Un cuadro de un hombre que se veía como tú y era satisfecho de esta manera por una cortesana de cabello castaño. En su palco del Drury Lane.

Ante su silencio, levantó la vista y vislumbró pensamientos turbulentos detrás de los ojos turquesa.

—Frente al público —susurró.

El sólido bulto saltó de los pantalones, endureciéndose contra los botones, dificultando la tarea de desvestirlo. No le pudo decir cómo seguía la historia... el Conde se enamoraba de la bellísima cortesana.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —Su voz era áspera, ronca.

—Sí, suspiró, soltando el segundo botón de la presilla.

—Lo quiero en la boca.

Las manos temblaban con nervios expectantes, también de deseo devastador. La escena del cuadro la había asombrado. Siendo tan largo el pene, cómo puede entrar en la boca ¿No podría deslizarse por la garganta?

Con dedos temblorosos, soltó el último botón, separó los pantalones, bajó la suave ropa interior de linón. Y emitió un grito sofocado.

Estaba frente a frente con el pene.

Maravillada, deslizó la punta de los dedos a lo largo del falo haciendo que se balanceara como una pesada rosa al viento. En los cuadros, representado en púrpura y rojos furiosos, se veía enorme. De cerca, era gigantesco. Con mucho cuidado, cerró la mano sobre el miembro, sorprendida de sentirlo henchido y firme contra la palma. Una gota de humedad en la punta. La cabeza era sorprendentemente adorable y clamaba por un beso. Incluso poseía un pequeño lunar, un lunar marrón oscuro junto al brillante orificio.

—¿Es tan fascinante?

Encontró su mirada y notó que estaba esperando, bastante tenso, una respuesta. A pesar del poder, del privilegio, de la experiencia, estaba preocupado por su opinión. ¿Estarían tanto hombres como mujeres siempre nerviosos en estas situaciones?

—¿Cómo lo llamas? —susurró.

—Mi pene, falo, equipo, vara, bastón, palo mayor... John Thomas... algunas veces mi comandante, porque eso es lo que parece ser a menudo. Entonces, dime, ¿te agrada?

Asintió. —Es muy estético, mi lord. Utilizó el título, excitada por el juego de simulación pretendiendo ser la cortesana del Conde en un juego erótico...

—En serio. Se recostó, obviamente orgulloso y satisfecho, y ella tuvo que reírse.

—¿Qué lo hace estético? ¿Es la opinión de un artista?

La respuesta era fácil: Las proporciones de la cabeza respecto del falo.

Jugueteó con la cabeza aterciopelada, sorprendentemente suave.

Perfectamente diseñada para facilitar a la bestia adentrarse en la hendidura de una mujer, permitiendo el paso del grueso y duro falo detrás de ella.

—¿No es demasiado grande?

—Entero es muy grande, mi lord. Usted tiene un buen miembro, de proporciones generosas.

Él rio.

Ella no podía creer que estuviesen manteniendo una conversación sobre sus partes íntimas. Pero eso le daba valor, el provocador intercambio. —Y el color...

—¿El color? —Las cejas oscuras se arquearon—. No había reparado en que el color fuese algo que considerar.

Algunos cuadros eróticos representan blancuzcos miembros poco atractivos. Este es de un encantador bronceado oscuro.

—Debo recordar permitirle que tome sol. Para evitar que pierda su atractivo bronceado.

Ella rio nerviosa. Él estaba jadeando y ya no se parecía al cínico conde del palco. Su fluido estaba manando ahora, calor tenso y brillante.

Cerrando los ojos, ella se inclinó más y presionó los labios contra la cabeza. Sacó la lengua, lo lamió, le dio ligeros toques. La aplanó y arremolinó sobre la piel satinada. Sus jugos le mojaron la lengua, seduciéndola con un gusto rico y levemente amargo.

Él emitió un suave quejido que le provocó una oleada de triunfo por todo el cuerpo. Aunque ostentaba el poder, quería complacerlo. Aplanando la lengua, acarició el glande y luego lamió el falo. ¡Oh! Delicioso, cálido, bellamente aterciopelado.

Siguió el trazo de una vena con la punta de la lengua.

Él arrojó la cabeza hacia atrás. —Seductora.

Movió la cabeza sobre él sin tener idea de lo que realmente le gustaba. Succionó fuerte, luego despacio y provocadoramente, tentándolo, con lujuria, con golpes húmedos. Le tocó los testículos, temerosa de lastimarlos. Se escapaban cuando los quería estrujar suavemente y parecían escurrírsele de la mano.

Él le colocó la mano en el pelo. ¿Para detenerla? No, gimió lujuriosamente mientras le acariciaba los testículos con una mano y aferraba el puño del pene con la otra.

Juntando coraje, se introdujo el pene en la boca tanto como pudo. Enmudeció enajenada y lo retiró.

Trató nuevamente. Le salían lágrimas de los ojos.

—Querida, no necesitas hacerlo. Le cogió las mejillas y la alejó.

—En Una elección para el caballero, las cortesanas que podían introducirse el falo completo eran muy apreciadas.

—¿Diablos, leíste eso? —Le acarició la mejilla—. No quiero que pienses que debes hacerlo. Me complace estar en tu boca tanto como tú lo desees.

Marcus le pasó el pulgar por los labios y un destello de placer le corrió como un rayo hasta las piernas en una inundación de humedad.

—Ven aquí, mi hermosa seductora desnuda. Quiero que te sientes sobre mi cara.

—¿Sentarme donde?

En un instante, entendió. Se recostó en el asiento del carruaje mientras que ella se quitaba el abrigo. Se subió a horcajadas de espaldas sobre él apoyando las manos en las suyas y las piernas en el pecho.

—Ahora retrocede. Cubre mi rostro con tu sexo húmedo.

—Pero, ¿cómo podrás respirar?

La risa de él la hizo sentir terriblemente ingenua mientras que se balanceó hacia atrás. Al girar, pudo ver el fuego de sus ojos, enajenado con la visión de los labios femeninos balanceándose frente a su rostro. Le clavó las manos en la cadera, bajó el sexo femenino hasta la boca. Su boca la acarició en todas partes, la meció para que la perfumada vulva le frotara el rostro. Le enterró la nariz en el trasero.

Le sostuvo las caderas mientras el carruaje se balanceaba en el camino. Se sentía totalmente a salvo en esa posición, en tanto él la sostenía con firmeza.

Gimió ante el erotismo prohibido de sentarse sobre el rostro del Conde. Encendida con libidinosa malicia, cerró los ojos y meneó las caderas, agitando y girando el sexo húmedo, excitado, maduro dentro de la boca. El hombre le lamió el clítoris.

—¡Oh! —Con los ojos cerrados, se arqueó empujando agresivamente las partes íntimas contra él. Sintió golpes rítmicos y abrió los ojos, pudo ver las caderas y el trasero del hombre balanceándose en el asiento. El pene abultado contra ella, con gotas de fluido en la cabeza.

—¿Te agradaría que me inclinara hacia adelante para coger con la boca al comandante?

—Dios, sí, seductora...

Marcus respondió a sus palabras succionándole el clítoris endurecido hasta que ella se derritió. Debió haber visto cuadros con la posición soixante-neuf7 ya que sabía exactamente qué hacer. Luchó por mantener el control cuando se lo introdujo en la boca. Con labios húmedos rozó las partes sensibles del miembro. Lo succionó impetuosamente asiendo con firmeza el falo en la boca. Succión, hermosa succión en perfecta cadencia, trastornándolo.

Estaba olvidando su parte del trato, había dejado de lamerla. Rápidamente corrigió su falta, introduciendo la lengua en la entrada del húmedo sexo. Su gusto era delicioso y femenino.

Ella le pasó la lengua por todo el pene. De arriba abajo, desquiciándolo.

El arte erótico le había provisto una notable educación.

Le lamió los testículos. Se puso tenso aun cuando ella emitió quejidos de placer. Pero sus movimientos fueron gentiles, les dispensó infinito cuidado. Disfrutó de ese juego erótico con el escroto aunque la tensión lo mantuvo en vilo, al borde del filo de la navaja. Cuando pasó la lengua por la junta de los testículos, gritó su nombre en el interior de la vulva. La dulzura de la mujer fue maravillosa, aun al succionar y juguetear con el vello púbico del hombre.

El sexo oral ya no le hacía alcanzar el orgasmo —diablos, a sus veintiocho años había aprendido a mantener total control, pero la entusiasta exploración de Venetia lo estaba llevando muy cerca.

No quería correrse en su boca. Pensaba que no le gustaría. Con el peso de ella en la cara, no podía advertírselo. Debía controlarse al máximo, hacerla correrse primero y después masturbarse.

Era necesaria una embestida total. Contaba con dos manos y una boca para hacerla llegar al éxtasis. Movió la cabeza para penetrarle el ano con la lengua. Estaba inclinada, el suave trasero expuesto ante sus ojos, el contraído capullo maduro a merced de su lengua. Se la pasó por el borde, y la introdujo con suavidad. Ella distendió los músculos para permitirle entrar un poco. Luego los tensó.

Estaba muy excitada. Increíblemente tensa. Deliciosa.

Empujó la lengua más adentro, sintiendo su trasero, con las manos en la vulva tan dentro como se atrevió, y le frotó el clítoris.

Ella soltó el falo. No puedo... No puedo...

Le aferro la mano y la guió hacia los muslos femeninos. Ella comprendió que él quería que se acariciara a sí misma. La timidez había desaparecido y se masturbó con abandono lujurioso.

Él aferró el pene, moviéndolo con fuerza, frotándolo a lo largo fieramente. Convulsionándose como un salvaje.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Sí! ¡Sí!

Sus gritos hicieron detonar la explosión del hombre. Enajenada en su orgasmo, se movió salvajemente sobre él, su sexo le aprisionaba con lujuria las manos, el trasero le fustigaba el rostro.

Todo su cuerpo estaba tenso. Los muslos saltaban en el asiento al alcanzar una corrida feroz. La cara levantada, excavando el sexo femenino, empapado, derretido, ansioso. Un fuego blanco le explotó en la cabeza al mismo tiempo que la columna se le derretía, los miembros se volvían agua, toda el alma parecía corrérsele por el pene.

Sintió un calor húmedo en la cabeza henchida del pene. Ella lo tenía en la boca. Cada succión del pene lo flagelaba con placer agonizante. Estaba bebiéndole el semen. Para satisfacerlo.

Agotado, exhausto, separó el rostro para poder respirar. —Entiendo si deseas expulsarlo.

—Lo tragué —ingenua confusión en la mirada— ¿Qué se supone que debía hacer? El gusto era agradable. Me gustó.

—Me complace lo que hiciste, cariño. En recompensa, se inclinó y le besó el trasero. Retornar a Londres con la virginidad de Venetia intacta podría muy bien acabar con él.

*****

Acunándola contra el pecho mientras dormía, Marcus le besó los rizos ensortijados. Hundió el rostro en el cabello dulcemente perfumado, olía a rosas, lavanda, a lluvia fresca de primavera. En la piel, sentía la esencia de la transpiración y los fluidos femeninos. Olía como una mujer tumbada en la pradera. Guardaba en los labios el sabor delicioso de sus jugos, el de su semen en los labios femeninos.

Durante millas, dormitó cándidamente junto a él. Sintió su respiración con cada movimiento de ella contra su pecho, en el suave balance de su espalda contra el brazo. La mantuvo sujeta para que pudiese dormir a pesar del traqueteo del carruaje. ¿Cuándo alguna vez había dejado que una mujer durmiese en sus brazos?

A las cortesanas, normalmente las enviaba a casa. A sus amantes, nunca les permitió permanecer en su cama. Durante años, su padre le había atosigado el cerebro advirtiéndole: «Despertarse con una mujer sólo causa problemas».