5
Resultó que acabé desilusionando a Bondadoso. A la mañana siguiente, no estaba yo para hacer un recorrido turístico por la ciudad ni ninguna otra cosa más allá de quedarme tumbado en mi estera, gimiendo patéticamente y temblando como si fuese a morir por congelación pese a la manta.
—No te sorprendas —comentó Bondadoso, en respuesta a la impaciente pregunta de Lirio, que deseaba saber qué me ocurría—. Lo han tenido enjaulado como un pavo en el mercado durante un mes y medio, y yo diría que lo han maltratado con saña. Ayer tuvo un día agotador. Has tenido suerte de encontrarlo todavía vivo.
—La verdad, no sé si ha sido una suerte —afirmó ella en un tono agrio—. Ahora supongo que tendré que cuidarlo, cuando deberíamos estar buscando a ese condenado mercader. ¡Bueno, tendré que proteger la inversión!
Lirio me cuidó, aunque a regañadientes. Me hacía la cama, curaba mis llagas con emplastos de resina de pino y escarabajos machacados, y cada día me obligaba a levantarme y me llevaba al baño caliente de la posada. Luego me daba de comer, primero cuencos de gachas, y más tarde tortillas y platos de pinole.
Veía muy poco a Bondadoso, excepto por la noche. Deduje que pasaba los días en el mercado, entretenido en buscar a viejos amigos y, conociéndole, bebiendo vino sagrado. Así que Lirio y yo pasábamos mucho tiempo juntos, pero hablábamos poco, y nuestros escasos comentarios se centraban en temas concretos: cómo iba mi recuperación y sus planes para tratar con Liebre.
—Sé que tiene una casa en Huexotla —me dijo—. No es suya, por supuesto. La alquiló cuando vino a Tetzcoco. No he estado allí y no quiero ir sola. Necesito que te recuperes para que me acompañes.
—¿Él sabe que lo estás buscando? ¿Por qué no viene él? Si tiene algo que desea vender, eso sería lo lógico, ¿no?
Lirio titubeó.
—Ya he pensado en eso —acabó por admitir—. Pero es un hombre extraño; algo así como un solitario. Sin duda es debido a que ha vivido en la selva durante unos cuantos años. —De pronto soltó un suspiro—. A ver si te recuperas de una vez. ¡Necesito acabar con este asunto cuanto antes!
A lo largo de los días siguientes, vi cómo recuperaba mis fuerzas y cómo aumentaba la ansiedad de Lirio. En cuanto pude comer sin ayuda y moverme por el patio por mis propios medios, Lirio pasaba las horas sola; se limitaba a mirar abstraída a través del portal que daba a la calle y tirar de una hebra suelta en el dobladillo de su blusa.
—No lo sé —respondió Bondadoso a mi pregunta de cuál podía ser el motivo—. Parece como si estuviese esperando algo, como si pensase que en cualquier momento aparecerá un mensajero portador de malas noticias. Supongo que eso ocurre cuando uno está todo el día mano sobre mano y tiene cosas que hacer. ¡Más vale que acabes de recuperarte de una buena vez!
Lo primero que vi al despertarme la mañana de nuestro cuarto día en Tetzcoco fue la expresión inquieta que había en el rostro de Lirio.
Tardé unos momentos en recordar dónde estaba. Aún no era del todo consciente de que podía moverme, y, cuando abría los ojos, no se me ocurría intentar levantarme, ni tan siquiera abandonar la posición fetal. Transcurridos unos instantes, Lirio me sujetó por un hombro y me sacudió con rudeza.
—¡Vamos! ¡Despierta! ¡Si este es el servicio que puedo esperar de ti, pronto te encontrarás de nuevo en el mercado!
A duras penas conseguí sentarme. Me dolió, pero el gemido no provocó reacción alguna en mi nueva ama. Era de esperar: a través del hueco de la puerta vi que el sol alumbraba la mitad del patio. Se trataba de algo vergonzoso. Los aztecas se enorgullecían de estar levantados y en pleno rendimiento antes del amanecer, pero el día y la noche habían perdido todo significado para mí durante tanto tiempo que la mayoría de las veces seguía despierto pasada la medianoche y luego me perdía el amanecer.
—Lo siento —murmuré. Hice a un lado la manta y tanteé a mi alrededor para encontrar mi nueva capa—. Creí que tu padre me despertaría. ¿Dónde está?
La otra estera de la habitación estaba vacía, y en un rincón había una manta hecha un ovillo.
—Ha ido a comprar vino sagrado, como siempre.
Me costó levantarme, y me tambaleé un poco cuando me puse en pie. Tenía la sensación de que en cualquier momento las pantorrillas y los muslos se convertirían en agua, pero sabía que la rigidez iría en aumento si no ejercitaba los músculos. No me asustaba el dolor ni los sufrimientos; poseía una gran resistencia frente a ellos: como sacerdote, había ayunado hasta casi la inanición, me había bañado en las heladas aguas del lago en ofrenda a uno u otro de nuestros numerosos dioses, y me había lacerado todo el cuerpo para ofrecerles la sangre, que era su alimento. Sabía que me encontraba en un estado físico mejor que en aquellos años de sacerdocio, y el pensamiento bastó para animarme.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada. Estoy harta de esperar. Ahora estás en condiciones de caminar. Puedes venir conmigo a la casa de Liebre.
—Pero...
Interrumpí la incipiente protesta al ver que ella había dado media vuelta y caminaba en dirección a la puerta.
—Te he alimentado como a un bebé —replicó por encima del hombro—. Es hora de que te ganes el sustento. En cualquier caso, diría que caminar debería resultarte más fácil que estar de pie sin moverte.
Yo habría podido añadir que mucho más fácil era estar tumbado, pero entonces recordé que, después de todo, aún era un esclavo. Con un suspiro, salí cojeando a la luz del día.
Huexotla era un suburbio de Tetzcoco; se trataba de una aldea que había sido absorbida hacía mucho tiempo por la expansión de la ciudad. No estaba muy lejos, pero Lirio caminaba a buen paso y a mis piernas les faltaba práctica. Apreté las mandíbulas, la seguí con pasos tambaleantes y me distraje del dolor en los muslos mirando a las personas y los edificios a mi alrededor.
La multitud era variopinta. La mayoría tenía el mismo aspecto de los aztecas: los hombres vestían taparrabos que les cubrían los muslos y capas anudadas al cuello o por encima del hombro derecho, como las llevaban en México, y las mujeres vestían blusas sueltas sobre las faldas largas; los peinados eran casi los mismos: el cabello largo y enmarañado para los sacerdotes vestidos de negro, corto y a veces tonsurado para los plebeyos, recogido y sujeto sobre la frente en el caso de las mujeres respetables. También había muchos extranjeros. Vi a unos cuantos huaxtecas con sus altos gorros cónicos, que no cesaban de ajustarse los taparrabos, una prenda que apenas usaban en su tierra. También vi a muchos otomíes, no a los feroces guerreros a los que tanto temía, sino a miembros de la raza de salvajes que les daban nombre, indígenas de las montañas al nordeste, que se distinguían por el tinte azul que adornaba sus rostros y cuerpos. Al contemplar a aquella variada multitud que caminaba por las anchas calles que convergían en el mercado al igual que varios arroyos que desaguan en un valle, recordé que Tetzcoco era, al menos en teoría, el centro de un imperio por derecho propio, y que casi todos aquellos que veía, por exóticos que fuesen, eran súbditos de su rey.
Las personas que vivían allí no eran aztecas, en el sentido más estricto del término, aunque compartían nuestros ancestros, hablaban nuestra lengua y los considerábamos nuestros aliados. Eran acolhuas, cuyos antepasados habían salido de las Siete Cuevas antes que los nuestros, y se habían dirigido al sur para fundar su ciudad en el valle en un tiempo en que México no era más que un par de islas fangosas en medio de un lago salado. Con el paso de los años, gran parte de la banda oriental del valle y vastas regiones que llegaban hasta las fronteras de los texcalanos más allá de las montañas entraron a formar parte del reino de Tetzcoco. Finalmente, los acolhuas iniciaron una guerra con otra nación de la orilla occidental del lago, los tepanecas; la contienda debilitó a los rivales, y nos permitió a los aztecas, instalados en la ciudad-fortaleza que mis antepasados habían construido en aquellas dos islas fangosas, vencerlos a ambos. Desde entonces, Tetzcoco ha sido aliado de México, pero se trataba de una relación desigual. Decía mucho de la posición de Tetzcoco respecto a su poderoso vecino que el rey Mazorca fuese sobrino de nuestro emperador, Moctezuma. Se dice que, poco antes de morir, el padre de Mazorca, Niño Hambriento, renunció a cualquier intento de emprender una guerra o conquista, y que se había contentado con ser el rey de un pueblo que se consideraba a sí mismo como el más culto y refinado del mundo.
Al mirar por encima de las cabezas de los peatones, vi el largo y bajo muro del palacio que se hallaba detrás de nuestro albergue; Bondadoso me había dicho que había pertenecido al señor Príncipe de los Sauces.
—Tu padre dijo que era un lugar tranquilo, pero parece más bien desierto. Está cubierto por la vegetación, y aquellos árboles tienen el aspecto de no haber sido podados en años.
En algunas ramas habían crecido unos frutos escuálidos, que habían sido quemados después por las heladas.
—No creo que nadie los pode —respondió Lirio—. El palacio lleva abandonado unos diez años como mínimo. ¿No conoces la historia?
—No.
—Es típica texcocana. El Príncipe de los Sauces era el hijo favorito de Niño Hambriento. Es probable que le hubiese sucedido de haber vivido. Cometió el error de trabar demasiada amistad con una de las concubinas de su padre.
—Ah, comprendo. Pero ¿por qué es típica texcocana? Esa clase de cosas ocurren en todas partes; el hijo le hace ojitos a la amante del padre, el viejo sospecha...
—¡No entiendes nada de nada! No fue como si alguien los hubiese sorprendido alguna vez compartiendo una estera. Por lo que he oído, no hacían más que intercambiar poemas. Al parecer, a la muchacha se le daba bien la poesía, tanto que la llamaban la «Dama de Tollan».
Tollan era el legendario hogar de los toltecas, la antigua raza de seres considerados dioses, a la que atribuíamos la invención y el perfeccionamiento de todas las artes desde la poesía hasta la arquitectura, unos seres de tanta inteligencia que no solo cultivaban algodón en las montañas, sino que lo hacían crecer de diferentes colores para evitarse el trabajo de teñirlo.
—Quizá el muchacho tocó un punto sensible —sugerí—. Esta gente se vanagloria mucho de su poesía, ¿no?
—Estoy segura de que sucedió algo más —afirmó Lirio—. Un punto sensible, sí, es posible, pero, a la vista de lo que ocurrió, la muchacha debía de significar mucho más para el rey que el resto de sus esposas y concubinas. Después de todo, tenía miles entre las cuales escoger cuando le apetecía. Por tanto, aquello que la convertía en alguien tan importante para él tenía que ser algo más que el sexo. —Su sinceridad me sorprendió. Tras aquel comentario dejó escapar lo que parecía un suspiro nostálgico—. ¡Puede que de verdad la quisiera por cómo era!
A continuación hubo una pausa, mientras yo intentaba pensar en alguna respuesta adecuada. Sin embargo, Lirio se me adelantó.
—Escucha, intento explicarte cuál fue la verdadera estupidez de toda esta historia, típicamente, insisto, texconana. Cuando el rey mandó juzgar a su hijo por traición, no pudo presidir el tribunal. Afirmó que su deseo era que la corte fuese imparcial. Verás, eso es lo que hacen aquí: todos tienen derecho a un juicio justo, incluso el hijo de un rey. No toleran que los hombres ricos y poderosos no sean juzgados como cualquier otro, porque son muchas las personas que pueden salir beneficiadas si los absuelven o los mandan ejecutar. Los jueces decidieron que era culpable, aunque no sé cuáles fueron las pruebas presentadas. Niño Hambriento no podía intervenir e indultarlo, puesto que eso equivaldría a afirmar que su hijo estaba por encima de la ley.
»Hasta donde yo sé, el rey tenía la intención de enviar al exilio al Príncipe de los Sauces, pero sin embargo lo estrangularon. Su padre se sintió tan abatido que mandó tapiar el palacio y prohibió que nadie volviese a entrar allí bajo pena de muerte.
—Vaya. —Comenzaba a entender que Tetzcoco era un lugar extraño—. ¿Qué pasó con la Dama?
Lirio frunció el entrecejo por un instante en una muestra de desconcierto, como si nunca antes se le hubiese ocurrido la pregunta. Luego soltó una risa amarga.
—¿Sabes una cosa? ¡No tengo ni la más remota idea! ¡Es más, ni siquiera puedo decirte su nombre! Pero ¿tú qué crees? ¿Qué les ocurre siempre a las mujeres en estos casos? Supongo que la estrangularon, o quizá le aplastaron la cabeza entre dos piedras. ¡Estoy segura de que Niño Hambriento no tuvo problema alguno en tomar la decisión él mismo!
Mientras Lirio caminaba y yo renqueaba hacia Huexotla, comencé a advertir algo curioso en el comportamiento de muchas de las personas que había a mi alrededor. Los forasteros parecían normales, se comportaban como siempre se comportan los forasteros: volvían la cabeza de un lado a otro y se quedaban boquiabiertos cada vez que veían pasar a un señor en una litera o ante cualquier edificio de más de una planta. En cambio, los nativos, aquellos que parecían aztecas y vestían como ellos, a menudo mostraban un aspecto nervioso y furtivo. Miraban por encima del hombro, caminaban con pasos cortos y rápidos, y agachaban la cabeza como si no quisiesen ser vistos.
Me disponía a comentárselo a Lirio cuando ella anunció que habíamos llegado.
Me detuve y me senté, aliviado, a la sombra de un grueso alerce junto al borde del camino.
—Menuda caminata. ¿Estás segura de que es aquí?
El entorno no era precisamente ninguna maravilla. A ambos lados del camino se veían tan solo pequeñas viviendas, todas ellas de modesta construcción. No había ninguna casa de piedra: los materiales más empleados en aquella parte de la ciudad parecían ser los ladrillos de barro o las cañas entrelazadas y revestidas con adobe, a las que les habían dado una mano de cal. A diferencia de las casas de México, la mayoría estaban separadas las unas de las otras, aunque aquello no parecía ser una ventaja. A algunas les habría sido de gran utilidad tener algo donde apoyarse, y en los huecos que las separaban abundaban charcos malolientes y montañas de desperdicios: huesos roídos, mazorcas peladas, cacharros rotos y hojas de obsidiana partidas y melladas. En otras partes, los árboles crecían al azar entre las casas, y había zonas cubiertas por la maleza y arbustos. A primera vista, el lugar parecía desierto.
—No parece que sea un mercader muy próspero —comenté.
—Lo será cuando reciba lo que he traído para él —afirmó Lirio en un tono desabrido—. Acabemos con esto de una vez. Quédate aquí.
La miré asombrado.
—Creía que me necesitabas; por eso he caminado hasta aquí. ¿Se puede saber por qué quieres que me quede?
—Para que vigiles —respondió, un tanto misteriosa.
Caminó hasta la entrada de una de las casas, cuyo oscuro portal carecía de biombo o de tela que lo tapase. Sujeta al dintel, había una cuerda con trozos de ladrillo. Lirio los hizo sonar con un rápido tirón.
Nadie acudió a la llamada.
—Por lo visto, no hay nadie en casa —señalé, después de que ella hubiese llamado por segunda vez—. ¿Estás segura de que esta es la casa?
—Del todo. Pedí a una persona que me la describiese.
Yo no alcanzaba a ver demasiada diferencia entre esa covacha y las vecinas, pero antes de que pudiese comentarlo, Lirio añadió:
—No he venido hasta aquí para nada. Voy a entrar. —Cruzó el umbral—. ¡Liebre! ¿Dónde estás?
Nadie respondió.
Titubeé sin saber si debía abandonar la sombra del árbol y seguirla, cuando de pronto un grito rompió el silencio del interior de la vivienda.
Me levanté de un salto y crucé la calle a la carrera antes de que se apagase el sonido.
Atravesé el portal y me detuve, tambaleante, justo a tiempo para no tropezar con un gran objeto que había en el suelo. Apenas si le eché un vistazo; estaba más interesado en las personas que se hallaban a mi alrededor.
Había demasiada gente en aquella habitación.
Un hombre sujetaba a Lirio por detrás, asiéndole firmemente los brazos. Otro se encontraba delante de ella. Sostenía alguna cosa que había estado examinando cuando hice mi entrada. Parecía un cuchillo. Ambos tenían la pinta de ser guerreros: cuerpos fornidos, pelo peinado al estilo pilar de piedras, y expresiones severas y decididas.
El tercer hombre era la cosa con la que casi había tropezado. Al mirarlo de nuevo, vi que el cuerpo yacía despatarrado en el centro del cuarto; el suelo, a su alrededor, estaba ennegrecido por su sangre. El interior de la casa apestaba a entrañas, un hedor que recordaba los sacrificios humanos y las innumerables ofrendas de mi preciosa Agua de la Vida. Debido a mi experiencia, supe que la sangre había sido derramada unos días antes. En el cuello del difunto aparecía un largo tajo abierto.
Mi primera idea fue que debía de tratarse de Liebre, pero entonces vi el rostro del cadáver, y la sorpresa, al reconocerlo, casi hizo que diese media vuelta para huir despavorido.
La última vez que había visto a ese hombre, a ambos acababan de desatarnos del mismo cepo en Tlatelolco. No era otro que el texcalano de labio y lóbulos destrozados.
—¡Mira, Amimitl! Aquí tenemos a otro. ¿Qué haces aquí?
El que hablaba era el guerrero que estaba delante de Lirio. Había desviado la mirada del objeto que sostenía en la mano para observarme con mucha atención.
—Yo...
Me detuve a tiempo. ¿Qué ocurriría si contestaba la verdad y admitía que era el esclavo de Lirio? Ella se había metido en lo que, a todas luces, parecía una trampa. En lugar de Liebre y el mensaje, se había encontrado con un cadáver y dos guerreros, quienes, advertí con una creciente inquietud, tenían toda la apariencia de ser policías. Si decidían acusar a Lirio de ser la responsable del asesinato del texcalano, entonces no nos beneficiaría en nada que también me arrestasen como su cómplice.
Solo podía rogar que Lirio llegase a la misma conclusión que yo, y con idéntica celeridad. Me miraba en silencio y boquiabierta. Temblaba, y su respiración era rápida y poco profunda.
—Estaba durmiendo la siesta al otro lado de la calle cuando me despertó el grito. Lo siento, ¿quieren que me vaya?
El hombre que sujetaba a Lirio —el tal Amimitl, que significa «Cazador»— señaló:
—Habla como un azteca, jefe.
—Ella también —dijo su compañero.
—No soy azteca —negué en el acto—. Soy de Oztoma; es una colonia azteca. Puede que mi acento parezca de México, pero nunca he estado allí. —Ya puestos, tampoco había estado nunca en Oztoma, pero estaba seguro de que Cazador también la desconocía. Se encontraba muy lejos al oeste, muy cerca de la frontera tarascana. Sabía que uno de los antecesores de Moctezuma había enviado colonos a aquella región con el propósito de civilizarla.
—¿Por qué estás aquí?
Mantuvo sujeta a Lirio con la misma firmeza. Me obligué a no mirarla.
—Busco trabajo, y, de paso, conozco mundo. Intenta tú vivir en una ciudad fronteriza rodeado de soldados y salvajes. No tiene nada de divertido. Oí decir que Tetzcoco era el centro de la civilización, así que vine aquí. Comienzo a arrepentirme —añadí, con la mayor sinceridad—. Tengo la sensación de haber estado caminando toda la vida, y estoy cansado y hambriento. —Después añadí, como si se me acabase de ocurrir—: ¿Era esta mujer la que chillaba? ¿Quién es?
—Ocúpate de lo tuyo —replicó Cazador, tajante.
El otro guerrero me miró ceñudo.
—¿Cómo te llamas?
—Yaotl.
No parecía haber razón alguna para mentir: se trataba de un nombre bastante común y pensé que era poco probable que alguien en Tetzcoco me conociese. Sin embargo, al recordar al texcalano muerto en el suelo, me pregunté hasta qué punto sería cierto.
El jefe se volvió hacia Lirio.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó.
Contuve el aliento mientras ella me miraba. Dio un respingo, como si no se hubiese dado cuenta de mi presencia hasta que se la mencionaron. Luego acabó por responder en voz baja:
—Nunca lo había visto antes.
—Supongo que como tampoco viste antes a este otro, ¿verdad?
Empujó el cadáver con la punta del pie.
—¡No! ¡Ni siquiera sé quién es! ¿Dónde está el hombre que vive en esta casa? ¿Qué habéis hecho con él?
El guerrero hizo caso omiso de la pregunta. Le dedicó una sonrisa y agitó delante de su rostro el objeto que sujetaba. Vi que no era un puñal, sino una estaca de madera; el extremo romo rajado como si la hubiesen partido de un trozo más grande. La sangre seca la teñía de un color negro.
—¿Qué me dices de esto?
—Dímelo tú —contestó Lirio en un tono desafiante—. Tampoco lo había visto antes.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Vine a visitar a un amigo.
El hombre se echó a reír.
—No puede ser un amigo muy cercano. Oí decir que hace unos días estabas en el mercado preguntando cómo llegar a su casa.
Al oír aquello, Lirio emitió una débil exclamación, y me pregunté cómo se había enterado él. ¿Habían sido las preguntas de Lirio lo que había llevado a los hombres allí? Me estremecí, asustado, al recordar las palabras de ella pronunciadas unos pocos días antes. Tetzcoco no era un lugar seguro si te pillaban llevando mensajes secretos, o incluso si tenías tratos con sus portadores. Evalué a los hombres con otros ojos al comprender que después de todo quizá no eran policías sino personajes más siniestros.
Para impedir que continuasen interrogando a Lirio, comenté:
—Aquí apesta. ¿Os importa si salgo?
—¡Quédate aquí! Ahora mismo me ocuparé de ti.
—En ese caso, podríamos salir todos. ¿Por qué no arrastráis el cadáver hasta el patio? Entonces nosotros, quiero decir vosotros, podríais verlo como es debido.
El hombre que sujetaba la estaca frunció el entrecejo.
—¿A ti qué te importa? —preguntó, en un claro tono de sospecha.
—A mí, nada. Pero no puedes tropezar con un cadáver en medio de una habitación llena de sangre y no sentir curiosidad, ¿no crees? —En mi caso, se trataba de una gran curiosidad. Miré el rostro destrozado del texcalano, y me pregunté qué razones había tenido para ir allí.
Para mi sorpresa, Cazador secundó mi propuesta.
—Tiene razón, Tecuancoatl. Aquí apesta.
Ahora sabía el nombre de su jefe: «Crótalo».
Este hizo una mueca.
—De acuerdo, saldremos al patio. Pero no moveremos el cuerpo. No es necesario mirarlo de nuevo. ¡Lo apuñalaron con esto! —Hizo un gesto violento con la estaca—. ¡Y eso es todo! Trae a la mujer.
Aproveché el momento de salir para echar una rápida mirada en derredor, con la intención de abarcar todo lo posible el entorno con una sola ojeada.
La casa tenía una única habitación, cuyo mobiliario se reducía a una estera y a un gran baúl de mimbre. Este se hallaba abierto y vacío. Todo aquello indicaba que el ocupante se había marchado a la carrera tras vaciar el contenido del baúl, aunque, por alguna razón, se había olvidado de llevarse la estera. Había una segunda puerta en la parte trasera del cuarto, que daba a un pequeño patio rodeado por un pequeño muro. El patio se veía tan desnudo de ornamentos como el interior. Ni siquiera se veían las habituales imágenes de los dioses, que no podían faltar en ninguna casa de México, ni tampoco en las de Tetzcoco. De aquello deduje que la vivienda no había sido más que un alojamiento temporal. Esto último tenía sentido si allí solo se alojaban mercaderes, porque al dios de estos, Yacatecuhtli, señor de la Vanguardia, se le representaba con su bastón de viaje, y durante sus periplos no necesitaban de ídolo alguno. El pequeño muro había sido construido con los mismos materiales de mala calidad de la casa, y una esquina se había desmoronado.
Una vez en el exterior, Crótalo se volvió para mirarnos.
—Vale, lo intentaremos de nuevo, ¿de acuerdo? ¿Por qué no pruebas a decirme qué le pasó a nuestro amigo de la casa?
—¿Te das cuenta de que es imposible que esta mujer pueda tener alguna relación con todo esto? —repliqué, con la toda la naturalidad de que fui capaz.
Crótalo me miró furioso.
—¿Y eso por qué?
—Bueno... verás, lamento entrometerme. Sé que no es asunto mío; pero, para empezar, ese hombre lleva muerto varios días.
—Unos dos o tres —dijo Cazador.
—Ahí lo tienes. Por lo tanto, está claro que ella no vino aquí esta mañana y, de alguna manera, se las apañó para asesinarlo, ¿no? Me refiero en especial a que el muerto tiene todo el aspecto de haber sido un guerrero grande y fuerte. ¿A ti te parece que ella, con su físico, pudo matarlo?
Miré a Lirio como si la estuviese midiendo.
—¿Por qué tienes tanto interés en protegerla? —preguntó Crótalo.
—¡En absoluto! Solo señalo lo que es obvio.
—Sabemos que no lo mató esta mañana. Lo hizo días atrás, y ahora ha vuelto al escenario del crimen. Quería deshacerse del arma homicida.
—¿Qué arma homicida? —preguntó de pronto Lirio—. ¿Te refieres a esa estaca de madera? Es imposible que eso pudiese provocarle semejante tajo en el cuello. Lo debieron de asesinar con un puñal de obsidiana, de carey o algo parecido.
—¿Cómo lo sabes? —le espetó Crótalo.
—¿Alguna vez has intentado cortar carne con un trozo de madera?
—¡Así que te has deshecho del arma! —gritó el hombre, en un tono de triunfo.
—¿Qué? —exclamó Lirio con voz ronca, sin duda asombrada no solo por la retorcida lógica de Crótalo, sino también por la acusación—. ¡No seas ridículo! ¡Nunca he visto esa arma! ¡Solo digo que no pudo ser esa estaca!
—¿Qué es aquello? —intervine. Me había fijado en unas marcas que iban desde la puerta a través del patio para acabar donde el murete se había desmoronado—. A mí me parecen huellas de pisadas.
—Te dije que no metieses la nariz donde no te llaman —respondió Crótalo enfadado. No obstante, se apartó por un momento de Lirio para mirar de cerca las huellas—. Por lo que parece, tienes razón —admitió a regañadientes—. ¿Y qué? —Se dirigió hasta el pequeño muro y miró al otro lado. Por un instante, pareció sumido en sus pensamientos. En cuanto se volvió, me sentí desanimado al ver una inconfundible sonrisa de triunfo en su rostro—. Todo atado y bien atado —dijo a Lirio en un tono frío—. ¡Estás arrestada!
—Pero...
Nadie intentó detenerme cuando fui hasta el pequeño muro para echar una ojeada.
Al otro lado, el terreno descendía en una fuerte pendiente hasta finalizar en un angosto arroyo. Estaba cubierto de vegetación, hierbajos en su mayor parte, aunque entre ellos sobresalían unas plantas de cultivo, maíz y bledo prácticamente secos, quemadas por las heladas o ahogadas por las malas hierbas. Probablemente el viento había arrastrado algunas semillas, junto con una abundante cantidad de estiércol, ladera abajo, desde los muladares hasta las casas. Otras muchas cosas habían acabado también en la ladera, y al mirarlas comencé a comprender las razones de Crótalo. Cuando inició su explicación, era como si estuviese describiendo lo que yo estaba viendo.
—Hay una enorme cantidad de basura en la pendiente. No dudo que abunden los hojas de obsidiana, mezcladas con los demás desperdicios. Algunas de ellas estarán cubiertas con sangre seca después de haber sido utilizadas para despellejar conejos o lo que sea. Fue eso lo que hiciste, ¿verdad? Te acercaste a la pared y arrojaste el arma al otro lado, a sabiendas de que, incluso si la encontrábamos, nunca podríamos probar que era el arma homicida.
—Nunca me he acercado al muro —afirmó Lirio.
—¿Ah, no? ¿Cómo piensas demostrarlo?
Me volví en el acto.
—Espera un momento... —comencé, pero para mi sorpresa fue Lirio quien me interrumpió.
—Olvídalo —dijo—. Escucha, no sé quién eres, ¡pero no me estás ayudando!
La miré absolutamente asombrado. Luego, nuestras miradas se cruzaron por un instante, y comprendí sus intenciones.
Después de todo, había tenido la misma idea que yo: lo más conveniente para ambos era que yo permaneciese en libertad. Para conseguirlo, debíamos convencer a Crótalo y a Cazador de que no existía relación alguna entre nosotros.
Levanté las manos en un gesto de sumisión.
—De acuerdo. Si eso es lo que quieres, me callaré.
—Vamos —ordenó Crótalo en un tono brusco. Luego dijo a Cazador—: Tú te quedas aquí con el cadáver, y a este no lo pierdas de vista.
Por lo visto, Crótalo no parecía dispuesto a aceptar sin más mi historia.
Cuando se dirigían hacia la puerta, Lirio quiso saber adónde iban.
—Al palacio, por supuesto.
—¿Cuál es la acusación?
—Asesinato. ¿Qué si no?
Ella soltó una risa áspera.
—¡No seas absurdo! ¡Ya sabes que no conseguirás que eso cuele! ¿Por qué no me dices de qué va todo esto?
En esa ocasión fue Crótalo quien se echó a reír, sin embargo, al igual que Lirio, no había ninguna alegría en aquella risa.
—¡Lirio, no tardarás mucho en saberlo!
Cazador y yo nos quedamos solos con el cadáver.
Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. No era debido a la hostilidad, sino más bien a lo embarazoso de la situación. Crótalo no me había detenido ni acusado de nada, y, por tanto, su colega no sabía qué hacer conmigo. Por otra parte, de nada serviría que intentase escapar: estaba entre la puerta y yo, y si se me ocurría saltar el pequeño muro me alcanzaría en un instante.
Me encontré mirando el suelo en lugar de enfrentarme a su mirada, y sospeché que Cazador hacía lo mismo.
Aquella situación me recordó una costumbre en las bodas aztecas. Finalizada la ceremonia, los novios, que en muchas ocasiones se veían por primera vez, eran llevados a su habitación y se esperaba que permaneciesen allí cuatro días, durante los cuales no podían tocarse. Dudo mucho que ninguna pareja hubiese obedecido alguna vez esa regla, pero, si lo hacían, me imaginaba que experimentarían la misma desconcertada indecisión que sentíamos Cazador y yo en aquel momento, sin saber qué decir o hacer. Pensarlo me hizo reír.
—¿De qué te ríes?
—Oh, tan solo de algo que acabo de recordar. Lo siento. —Tuve la sensación de que por fin podía hablar, así que miré a mi acompañante—. Escucha, sé que dirás que no es asunto mío, pero eres consciente de que esta situación es absurda, ¿verdad?
Su única respuesta fue mirar en silencio hacia el interior de la vivienda.
—Fíjate en estas huellas. No en las nuestras, sino en las que ya estaban aquí —dije.
—Crótalo dijo...
—¡Crótalo sabe muy bien de lo que hablo! Míralo por ti mismo; hay un solo tipo de huellas de pisadas que van hasta la pared. ¡No hay ninguna más que se dirija al interior! No es posible, pues, que Lirio, esa mujer, Lirio Atigrado, o como se llame, pueda haberlas hecho llevando algo hasta allí para arrojarlo afuera. No, a menos que volase de regreso a la casa. —Él no abrió la boca, así que añadí—: Otra cosa. No lo había advertido antes, pero cada una de estas huellas tiene la mitad del tamaño de mi pie. Son demasiado pequeñas para ser las de esa mujer.
Miré su rostro, donde en ese momento se veía una expresión de desconcierto.
—Incluso así...
—¡Incluso nada! Escucha, no me importa lo que le ocurra a esa mujer, pero me encuentro metido en este asunto solo por estar aquí. Por si no te has dado cuenta, la persona que mató a este hombre todavía anda suelta. Podría estar en la puerta de la casa de al lado, escuchándonos a través de la pared. —Aquello provocó el efecto deseado. Cazador se apresuró a mirar nervioso el habitáculo más cercano—. Quizá sería una buena idea que me dijeses de qué va todo esto.
El guerrero titubeó antes de responder.
—Lo único que sabemos es que ella intentó averiguar el paradero del tal Liebre. No sabemos nada de él, excepto que es un mercader, de las ardientes tierras de la costa. En cualquier caso, estamos seguros de que la mujer se trae algo entre manos. Así que se nos ocurrió hacer una visita a Liebre antes que ella. Es una pena que llegásemos tarde.
—Creo que habríais llegado tarde de todos modos. ¿Qué hizo esa mujer para despertar tantas sospechas?
Cazador exhaló un suspiro.
—Ha frecuentado malas compañías. Eso ya es suficiente. Vigilamos a las personas, y estas hablan con otras, y al final acabamos vigilándolas también a ellas.
—¿Ha frecuentado malas compañías? —Mostré una expresión agria—. Eso no parece justo, ¿verdad? Míralo desde mi punto de vista. Soy un forastero. ¿Cómo se espera que sepa con quién hablar y a quién evitar? ¿Podría acabar detenido solo por preguntar a la persona errónea cómo se llega al mercado?
—No, a menos que se llame Madre Luz —afirmó Cazador en un tono sarcástico.
—Madre... —Me contuve al recordar que mi interés por los asuntos de Lirio solo era pura curiosidad. Tras una breve pausa, añadí—: Crótalo y tú no sois policías de distrito, ¿me equivoco?
Sonrió, como si eso le pareciese divertido.
—No.
—Tampoco sois alguaciles.
Me refería a los oficiales de alto rango, como mi hermano, que podían investigar lo que ellos considerasen un delito contra el Estado. De todas maneras, a mi hermano nunca se le habría ocurrido ir a alguna parte, en misión oficial, y no vestir todos los atavíos del cargo, y no dudaba que lo mismo se aplicaba allí.
—No.
—¿Entonces...?
—Haces demasiadas preguntas. Escucha, todavía no sé qué debo hacer contigo. Tienes que quedarte, y eso es cuanto te diré por ahora, ¿de acuerdo? No abuses de tu suerte.
Repetí el gesto de sumisión que había hecho a Lirio cuando me ordenó que me ocupase de mis asuntos. A continuación, me volví para mirar el trozo derrumbado del pequeño muro, al tiempo que pensaba qué hacer.
—¿Te importa si echo otra ojeada por encima de la pared? —le pregunté finalmente.
—¿Por qué?
—Se me acaba de ocurrir una idea de lo que pudo haber pasado. Después de todo, ¿qué otra cosa podríamos hacer para distraernos?
—Te acompaño. ¡No vaya a ser que se te ocurra saltarla!
Juntos miramos pendiente abajo hacia el arroyo.
—Es fácil deducir lo que ocurrió —dije—. Nuestro asesino comete el delito, sale al patio, salta el pequeño muro y corre ladera abajo. Estoy seguro de que si recorremos la ladera encontraremos huellas. Por supuesto, debió de ir en línea recta hasta el arroyo para lavarse la sangre de los pies, a menos que sea un completo idiota, y, por consiguiente, no encontraremos ningún rastro que seguir.
—Parece razonable. De acuerdo, qué pasa si no fue esa mujer. ¿Quién lo asesinó, entonces?
—No lo sé. ¿Quién mataría a un mercader? —Recordé justo a tiempo que yo no debía saber quién era el texcalano muerto; debía aparentar que el cadáver era el de Liebre—. Un ladrón, supongo. Vi que el baúl estaba vacío. Además, le habían arrancado el labret y los pendientes. ¿Te has fijado en eso?
Cazador exhaló un suspiro y miró por encima del hombro hacia la vivienda.
—Es algo que me supera.
—Bueno, no importa —afirmé en un tono alegre—. Mira, ahí tienes el arma homicida.
Volvió la cabeza para mirar de nuevo por encima de la pared.
—¿Dónde? ¿Adónde miras?
Había una gran cantidad de desechos alrededor de nuestros pies, en su mayoría ladrillos y trozos de adobe. Deseaba haber encontrado algo más sólido, pero no estaba en posición de andarme con remilgos. Al tiempo que recogía lo más pesado que se hallaba a mi alcance, respondí:
—Aquí mismo, debajo de nosotros. No, un poco a la derecha; es un trozo grande de obsidiana, apenas gastado, así que no pueden haberlo tirado porque sí... ¿no lo ves?
—No —contestó.
No me sorprendió porque no existía tal trozo, pero cuando se agachó y estiró el cuello en un esfuerzo por seguir mis indicaciones, dejó desprotegida la nuca y en el ángulo correcto para que lo dejase inconsciente con el ladrillo.
Reuní todas las fuerzas de que fui capaz, y lo golpeé lo bastante fuerte para que el ladrillo se deshiciese en mis manos.
Pero no ocurrió nada. Permaneció donde estaba, inclinado sobre el pequeño muro, sin moverse o emitir sonido alguno.
Tragué saliva, espantado. No había funcionado. El fornido guerrero iba a darse la vuelta en un segundo, con el rostro lívido y los ojos ardiendo de furia, y yo no tendría la más mínima oportunidad, considerando mi lamentable estado. Me pregunté si sería capaz de contenerse y no matarme allí mismo, y de dejarme vivo para someterme más tarde a un castigo mucho más terrible.
Un sonido muy suave escapó de sus labios, y poco a poco cayó al suelo, desplomándose a mis pies.
Comencé a respirar frenéticamente porque, de pronto, me di cuenta de que había contenido el aliento desde el momento en que había recogido el ladrillo.
Me apresuré a comprobar el pulso de Cazador, y le levanté uno de los párpados para asegurarme. Estaba inconsciente, pero seguía vivo. Debía decidir cuanto antes qué hacer. No tardaría mucho en despertar y no quería estar presente cuando eso sucediese.
Pensé en entrar en la casa para revisarla a fondo, pero finalmente desistí. No había tiempo, y si salía por la puerta principal, dejaría un rastro de pisadas sangrientas que serían tan claras como un glifo diciendo: «Yaotl se fue por aquí».
Opté por imitar al asesino. Trepé por la pared, murmuré una disculpa cuando apoyé un pie sobre la espalda de Cazador a modo de escalera, y me dejé caer en la ladera. Corrí a trompicones entre los matorrales lo más rápido que pude, atento a no cortarme con ninguno de los desperdicios dispersos entre la vegetación. Luego chapoteé por el curso del arroyo hasta que la casa con el pequeño muro derrumbado en una esquina desapareció de la vista.
Cuando me encontré de nuevo en la carretera de Tetzcoco, estaba exhausto. Así y todo, me obligué a seguir. Me dije que debía buscar ayuda.
Solo había un hombre en Tetzcoco al que podía recurrir. Quizá con un poco de suerte estaría lo bastante sobrio para ser de alguna utilidad.