2
—Aquí.
Levanté la cabeza con dificultad al escuchar la voz del tratante de esclavos.
Después de sacarme a rastras del patio del viejo mercader, los otomíes me habían llevado a un sórdido almacén cerca del gran mercado de Tlatelolco. Los tratantes, que eran los propietarios de ese lugar, parecían estar atravesando una mala racha a juzgar por sus sucias y harapientas capas y taparrabos, y las constantes discusiones entre ellos. Se llamaban Itzcuintli y Cuetzpallin: «Perro» y «Lagartija». Mi primera visión de esta malhumorada y sucia pareja confirmó mis peores temores. Ningún comprador que recurriese a ellos pondría muchos reparos en la mercancía que se llevaba. Lo más probable era que no esperase que su compra viviese lo suficiente para que eso importase.
El hombre que estaba en ese momento ante mi jaula era Perro. El tono era el que empleaba a la hora de repartir la comida, para advertirme que se disponía a arrojarme una tortilla mohosa. Debido al hedor que salía de mi jaula, se mantenía bien apartado de allí, por lo que cuando no acertaba en el tiro, el trozo de pan seco y rancio rebotaba en los barrotes y caía fuera de mi alcance, así que no podía más que contemplar, famélico, cómo las ratas se lo llevaban.
Esa mañana, sin embargo, se acercó hasta casi tocar los barrotes, aunque no pudo evitar una expresión de asco, y el pan que me tendió era tierno y todavía estaba caliente de la parrilla.
—¡Si es pan fresco! —exclamé, antes de cortar un trozo y metérmelo en la boca.
—Sí —asintió, al tiempo que retrocedía.
—¿Qué pasa?
—Es un gran día para ti. El señor Plumas Negras sin duda cree que llevas tanto tiempo aquí que no existe posibilidad alguna de que alguien te compre por tu cara bonita. ¡Te venderemos en la subasta!
Lo miré con una expresión estúpida, y las migas cayeron de mis labios.
—Eso es para que al menos puedas aguantarte en pie. —Señaló el resto de tortilla en mi mano—. De lo contrario, es probable que te asfixies cuando te pongamos el collar. Vamos, come. No tenemos mucho tiempo.
Apenas había acabado la comida cuando retiraron las piedras del techo de la jaula, me levantaron y me dejaron caer en el suelo. Al intentar erguirme, me cedieron las piernas, la cabeza me dio vueltas y me desplomé de nuevo.
Eso me deparó un fuerte puntapié en las costillas.
—¡Vamos, levántate! ¡Te estamos esperando!
Pude ponerme de rodillas y después conseguir mantenerme en pie, un tanto inestable. Miré intrigado en derredor, hasta que vi a mis compañeros de esclavitud y comprendí el comentario del tratante acerca del collar.
Me habían mantenido bien apartado del resto de la mercancía, al parecer por miedo a que pudiese contagiarles algo, así que nunca había visto antes a mis compañeros. Eran dos, muy altos; lo más probable guerreros capturados. Resultaba evidente por qué los vendían tan baratos. Ambos tenían terribles heridas. Uno había perdido un brazo, sin duda cortado en una batalla, y, a juzgar por las vendas empapadas de sangre, el muñón no había cicatrizado bien. El otro mostraba grandes agujeros desgarrados en los lóbulos de las orejas y el labio inferior. Deduje que llevaba un labret y pendientes cuando lo capturaron y algún saqueador desaprensivo se los había arrancado sin tomarse la molestia de desabrocharlos primero. Me pregunté qué habría sido del guerrero que lo había capturado. Quizá había muerto. Esperaba verlo vigilando de cerca a su cautivo, porque no podía ganarse mucho prestigio presentando a los dioses una ofrenda tan desfigurada.
Estaban sujetos a cada extremo de un cepo de madera, una vara larga a la que los habían atado con cuerdas bien prietas alrededor de los cuellos. Un tercer trozo de cuerda, todavía sin utilizar, colgaba del centro de la vara. Me tocaría caminar entre ellos, pero a todas luces había un problema.
—Los dos me sacan una cabeza —protesté, mientras me colocaban alrededor de los muslos un taparrabos más o menos limpio para que tuviese un aspecto decente—. ¡Me asfixiaré!
—Creía que esa era la menor de tus preocupaciones —replicó el tratante, ocupado en atarme—. Si caminas de puntillas y ellos se agachan, no te pasará nada. ¿Todo el mundo está cómodo?
¿Qué les dices a dos extraños con los que no tienes nada en común, excepto que te han atado al mismo trozo de madera y con toda probabilidad acabarás sufriendo la misma muerte desagradable?
—Me llamo Yaotl —aventuré.
A mi izquierda, el hombre sin brazo respondió:
—¿Y qué?
El hombre que estaba a mi derecha no dijo nada. Debía de ser muy difícil decir algo con el labio destrozado.
—¿De dónde sois? —pregunté, en un segundo intento.
—¿De dónde crees que somos, azteca de mierda?
Miré de nuevo a los dos hombres y lo comprendí. Eran de Texcala. Ambos llevaban el pelo recogido en gruesas trenzas al estilo de los guerreros de aquella provincia, perdida de las manos de los dioses. Suspiré resignado al darme cuenta de que me habían atado con dos de los enemigos más acérrimos de mi pueblo. Texcala es un territorio pobre que los aztecas nunca se tomaron la molestia de someter. En cambio, manteníamos una guerra constante, con el único propósito de conseguir sacrificios para los dioses y mantener en forma a nuestros propios guerreros. Los texcalanos, como era de esperar, odiaban a todos los aztecas. Estos dos no harían una excepción conmigo solo porque nos hubiesen atado juntos.
—Entonces ¿qué os pasó? —pregunté nervioso.
—¡Ocúpate de lo tuyo!
Como si eso hubiese sido una señal, los texcalanos se levantaron y de pronto me vi colgado por el cuello, con la boca abierta como un polluelo hambriento y con las piernas pedaleando con desesperación en el aire.
Una vara fustigó las espaldas de los guerreros texcalanos.
—¡Comportaos! —gritó Perro, y mis pies volvieron a pisar el suelo y avancé tambaleante hacia la salida, la mayor parte del tiempo, tal como me habían aconsejado, de puntillas.
Decidí no hacer ningún otro intento de iniciar una conversación.
Salí de la penumbra del almacén del tratante de esclavos a la brillante luz del sol. No había nube alguna en el cielo, que mostraba aquel azul puro e insondable que únicamente las personas que, como los aztecas, viven en lo alto de las montañas pueden apreciar.
Después de mucho tiempo sumido en la oscuridad, me encontré rodeado de tanta luz y color que me vi obligado a entrecerrar los ojos. Había olvidado la intensidad del brillo de las paredes encaladas y lo profundo del azul añil de los canales. Contemplé a un pato en el agua y me pregunté por qué se desplazaba tan rápido. Era el primer animal que había visto, aparte de las ratas, desde mi captura.
Una canoa nos llevó al mercado, donde conseguimos abrirnos paso a trompicones entre la multitud de primera hora hasta el tenderete de Perro y Lagartija. A la vista de cómo nos tambaleábamos de un lado a otro, fue toda una proeza que no chocásemos contra nadie, pero las personas, con mucha prudencia, se apresuraban a apartarse. Mi aspecto y el hedor de mi cuerpo bastaban para alejar a la muchedumbre.
La subasta había comenzado para cuando llegamos. Nos llevaron a empellones hasta un rincón y nos dijeron que nos pusiésemos en cuclillas y mantuviésemos la boca cerrada.
—A estos tres los venderemos los últimos —dijo Perro a su socio—. ¡Hasta que sea la hora, no quiero que espanten a los clientes del resto de la mercancía!
Lagartija nos miró de reojo.
—Nunca he entendido qué pasa con ese de en medio. Estaba algo delgaducho cuando lo trajiste, y le habían zurrado lo suyo, pero se podía haber hecho algo con él. ¿No dijiste que sabía leer y escribir?
—Tengo entendido que es un tipo problemático, y no nos habrían pagado el esfuerzo. El viejo Plumas Negras fue muy claro en cuanto a sus deseos. Raciones de hambre y ni parpadear si recibía algún visitante curioso. No debía salir a la venta hasta que pareciese un vómito de perro. —No pareció importarle el chiste a costa de su nombre—. ¿Quiénes somos nosotros para ponerle pegas al primer ministro? En cualquier caso, casi nos lo estaba regalando. Nos quedamos con lo que nos paguen, no lo olvides. Mientras tanto, como te he dicho antes, solo mantén a los tres apartados.
Al mirar en derredor, vi a mis compañeros esclavos y a los clientes que los observaban, palpaban sus músculos y escrutaban el interior de sus bocas; unas veces regateaban con los tratantes, pero la mayoría se marchaba. De pronto me sentí más desanimado que en la jaula. Al menos, cuando los otomíes se habían mofado y me habían maltratado lo habían hecho considerándome un ser humano, aunque me odiasen y despreciasen. Para Perro, Lagartija y sus clientes bien podríamos haber sido tablas o trozos de carne asada.
—Se supone que esto no tendría que ser así —murmuré para mí mismo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el texcalano manco.
Para mi sorpresa, por un momento había olvidado que aún permanecíamos atados juntos.
—El mercado. Ser vendido como esclavo. Tendría que ser algo más formal. Así fue para mí la primera vez. Cuando me vendí al señor Plumas Negras, tuve cuatro testigos y el dinero se contó en mi presencia. Veinte capas grandes, lo suficiente para vivir todo un año. Todo muy solemne.
El texcalano respondió con un gruñido. Su compañero habló, o lo intentó. No conseguía entender ni una sola de las palabras que su boca destrozada intentaba articular, pero su compañero las interpretó para mí.
—Quiere saber por qué te vendiste como esclavo.
—Para pagarme la bebida.
Se echó a reír. Un sonido hueco, desagradable.
—No, no lo comprendes —protesté, dispuesto a justificarme—. Verás, era sacerdote y...
—Vosotros los aztecas debéis de ser aún más gandules de lo que creíamos. ¿Desde cuándo permitís que vuestros sacerdotes beban vino sagrado?
—No lo permitimos. Es un pecado capital para un sacerdote emborracharse, a menos que tenga un buen motivo. Pero ya me habían expulsado del sacerdocio, y los jueces... —Titubeé cuando el recuerdo apareció en mi mente, y de nuevo vi, por un instante, la plaza abarrotada ante el palacio y escuché el horrible sonido de las porras que aplastaban los cráneos de mis compañeros prisioneros—. En mi caso, los jueces decidieron ser magnánimos —concluí en voz baja.
De nuevo se oyó la risa.
—¡Oh, esto es insuperable! —El guerrero manco acompañó la exclamación con unas sonoras palmadas en el muslo—. ¿Lo has escuchado? —preguntó a su compañero al otro extremo de la vara—. ¿Te das cuenta de con quién nos han atado? ¡Un sacerdote, un borracho y un esclavo, todos fracasados! Vaya compañía nos ha tocado.
—Pues a mí no me parece que a vosotros os haya ido mucho mejor —le repliqué, ofendido.
—Así es la guerra —respondió el texcalano con la mayor indiferencia—. Un día te encuentras con un hombre que es más grande o afortunado que tú. ¿Y qué? Tendremos una muerte de lo más florida, bailaremos alrededor del Sol cuando se levanta por las mañanas y luego regresaremos convertidos en colibríes o mariposas. A mí ya me vale. En cambio, ¿a ti qué te espera?
Agaché la cabeza; tenía razón. El destino que les aguardaba a él y a su camarada era el mismo que a todos los guerreros: la muerte en la batalla o el puñal del sacrificio. De no haber padecido esas terribles heridas, habría podido mantener la ilusión de un último combate contra los guerreros aztecas escogidos en el Tlacaxipeualiztli, «la Desolladura de los Hombres». Incluso con sus heridas, resultaba difícil entender qué estaban haciendo entre esa multitud de desgraciados.
¡Y vaya multitud que formábamos! Existían muchas formas de esclavitud, y los aztecas se sometían a ella por diferentes razones. Un peón o jornalero podía encontrarse sin trabajo y comida, o una familia con muchas bocas que alimentar podía vender los servicios de un niño con la condición de redimirlo o reemplazarlo por un hermano o hermana menor cuando creciese. En todos los casos se llegaba a un trato justo y el esclavo o sus padres obtenían algo a cambio, como las veinte capas grandes que yo había recibido. Los clientes perspicaces estaban dispuestos a pagar bien por un trabajador fuerte, sano e inteligente.
Una rápida mirada a la mercancía me bastó para confirmar que Perro y Lagartija no participaban en ese mercado. Estaba rodeado por una variopinta colección de jugadores fracasados que eran vendidos por sus acreedores, ladrones que salían a subasta para recuperar el valor de lo que habían robado, y extranjeros, cautivos, como los dos con quienes compartía el cepo, demasiado torpes o feos para ser de mucha utilidad, ni siquiera como ofrendas en los sacrificios.
Había algunos, sobre todo los mercaderes, que llegaban a pagar hasta cuarenta o sesenta capas grandes, solo por el privilegio y el prestigio de tener un apuesto esclavo bailarín que muriese en su honor en alguna importante festividad. Dudaba que pudiésemos recaudar todos juntos treinta capas, en el mejor de los casos.
Observaba a una joven que intentaba demostrar sus habilidades con el huso. Trataba de mantenerlo equilibrado por la punta sobre un pequeño cuenco de cerámica mientras lo enrollaba con el áspero cordel de fibra, pero se caía una y otra vez. Cuando eso sucedía, uno de los vendedores se agachaba para darle un golpe en la oreja, y la muchacha soltaba un suave gemido de dolor y frustración. La clienta, una mujer mayor, decidió que allí no encontraría ninguna ganga y se marchó.
—¡Mira qué has hecho! —la reprendió Perro, y golpeó de nuevo a la infeliz muchacha. Le habían dado para la subasta la blusa y la falda que llevaba y se las quitarían en cuanto la vendiesen. Le iban muy grandes y la hacían parecer más pequeña y desgraciada mientras se acurrucaba dentro de ellas y soportaba en silencio los golpes y los reproches—. ¡A este paso nunca conseguiremos librarnos de ti! ¿Qué pasa? ¿Tanto te gusta tu jaula que quieres volver a ella? Puedo... Oh, ¿tú qué quieres?
Las últimas palabras iban dirigidas a alguien que se había detenido ante el tenderete de los tratantes, y miraba con curiosidad la mercancía expuesta. Apenas si alcanzaba a verlo entre las espaldas de dos de los esclavos en venta que tenía delante. Atisbé un rostro vulgar, el pelo largo hasta los hombros, sin adornos, y una sencilla capa corta antes de ver los ojos del desconocido y advertir sobresaltado que parecían mirar con fijeza los míos.
El hombre tenía aspecto de plebeyo, o quizá de un esclavo bien tratado. Algo en él me resultaba familiar, pero no conseguía recordar dónde podría haberlo visto antes.
Lagartija apartó a su socio de un codazo.
—Idiota —masculló—. ¿Esa es la manera de hablar a un cliente? Señor, ¿qué puedo ofrecerte que sea de tu interés? Tengo tejedoras, bordadoras, peones. ¿Necesitas a alguien barato para que abone tus campos? Aquí tengo lo que necesites...
—¿Cuánto pides por aquel de allí atrás?
—¿Bailarines? Tengo bailarines... El tamborilero ha ido a comprarse un cuenco de caracoles, pero no tardará en volver. Haré que bailen para ti... ¿Cuál dices?
—Aquel de allí, el que está atado en el yugo entre el manco y el otro de las cicatrices. ¿Cuánto?
Contuve el aliento al darme cuenta de lo que ocurría. La transacción que sellaría mi destino estaba a punto de comenzar.
Lagartija tosió para disimular su inquietud.
—¿Por él? Bueno... no está a la venta, él... Verás, se venden los tres juntos, vienen en un lote. Una venta especial.
Lo miré. ¿De qué estaba hablando? No conseguía entender qué podía tener yo en común con los dos texcalanos.
El cliente no se desanimó.
—De acuerdo. ¿Cuánto quieres por los tres?
—No, no lo entiendes —intervino Perro—. No podemos venderlos a cualquiera, porque... verás... porque...
Su voz se apagó, pero yo podría haber acabado la frase por él. Acababa de darme cuenta de lo que ocurría. Se suponía que debía comprarme un mandado de mi amo. El señor Plumas Negras no podía matarme, pero comprendí que nada le impedía alentar a algún otro a que me hiciese sacrificar de la forma más cruel.
No me preocupó que el movimiento apretase la cuerda alrededor de mi cuello, por lo que me dejé caer hacia delante dominado por el desaliento, al igual que la muchacha del huso. Una pequeña parte de mí se había aferrado a la remota ilusión de que quizá me comprasen para alguna otra cosa que no fuese una muerte horrible en lo alto de una pirámide; ahora veía que era un imposible.
—Te daré veinte capas.
Lagartija se atragantó. Miró al hombre antes de recuperarse a tiempo para preguntar con voz débil:
—¿Por cada uno?
El desconocido no abrió la boca.
Perro se apresuró a tirar de la capa de su colega.
—¡Cuidado! —le advirtió—. Recuerda lo que dijo su señoría...
—Lo sé, lo sé, pero veinte capas...
—Treinta.
En ese momento fue el cliente quien dio un respingo y se quedó de piedra.
Alguien a su espalda había hecho la nueva oferta. Alcancé a ver una figura alta, con el pelo peinado al estilo que llamamos «pilar de piedra». Era el peinado de un guerrero veterano.
Se me revolvió el estómago al pensar en los otomíes. ¿Era ese uno de los hombres del capitán? Sin embargo, el peinado no era el típico otomí, y la voz no encajaba con ninguna de aquellas que me habían insultado cada día hasta donde alcanzaba a recordar.
El plebeyo miró al recién llegado con una expresión agria.
—Vale. ¡Treinta por cada uno!
—Pues entonces, cien por el lote.
El gigantón se abrió paso hasta situarse junto a su rival. La brillante capa de red roja, el largo labret azul y la cinta de pelo con la pluma de águila indicaban que había hecho por lo menos cinco cautivos en la guerra y que se le reconocía como un gran guerrero. De pronto me di cuenta de que también algo en él me resultaba familiar, aunque de nuevo no conseguía recordarlo.
Los dos tratantes de esclavos se miraron el uno al otro, boquiabiertos. Era obvio que no tenían idea de qué hacer y el hecho de que una pequeña multitud de curiosos comenzase a formarse, atraída por la inesperada subasta, no les ayudaba. Después de una mañana durante la cual se habían afanado desesperadamente por atraer clientes, se encontraban en la situación de no saber qué hacer con ellos.
Lagartija acabó por volverse hacia los pujadores. Suspiró como si quisiese disculparse.
—Lo siento, pero no es tan sencillo como parece. Os lo repito, no puedo vender estos hombres a cualquiera. Tengo instrucciones muy estrictas sobre el objetivo de la venta.
—Estos no servirían más que para un sacrificio barato —replicó el guerrero.
—Pues de eso se trata. Tienen que ser vendidos para un sacrificio. Además, ya tengo a un comprador.
Sus palabras confirmaron mis sospechas sobre cuáles eran las intenciones del señor Plumas Negras.
—¿Pagará cien?
—Qué va.
—Yo sí —gritó el plebeyo por sorpresa—, y te prometo que todos ellos morirán. Poco a poco.
—¿Cómo? —preguntó Lagartija en un tono suspicaz.
El hombre titubeó.
—¿Cómo? Eee... flechas. Ya sabes, cuando los sacerdotes los atan y los asaetean hasta llenarlos de agujeros como una ofrenda al dios de la lluvia.
A mi lado, mi amigo texcalano murmuró:
—Eres un cabronazo, azteca.
No tenía claro si se refería a mí, al tratante de esclavos o al plebeyo, pero tenía sobrados motivos para decir aquello. El sacrificio de la flecha era quizá incluso más aterrador que el sacrificio del fuego, porque al final no había una muerte limpia y rápida con un cuchillo de pedernal. La idea era que la sangre de la víctima manase con violencia sobre el suelo del máximo de heridas posibles, para semejar la lluvia que los sacerdotes intentaban provocar. Nos mantendrían vivos el máximo tiempo posible, disparándonos en los brazos y piernas con las pequeñas flechas que se utilizan para los pájaros, hasta que dejásemos de retorcernos y nos desangrásemos hasta morir.
—¿Por qué estos tres?
—Son perfectos. Los más grandes servirán para que practiquen los novicios. El canijo del medio será un blanco más difícil, un reto, un desafío para el arquero experto.
—Para el carro —gruñó el guerrero—. Yo puedo superar eso fácilmente. Además, no olvides que fui yo quien ofreció primero las cien capas.
Los tratantes de esclavos se habían quedado mudos. Le correspondió a un chiquillo de la primera fila de la cada vez mayor multitud, un chico que aún no tenía edad para llevar un taparrabos bajo la corta capa marrón, preguntar:
—Vamos, dinos, ¿qué harás tú con ellos?
Mi compañero esclavo, el del labio y las orejas destrozadas, emitió un sonido peligroso desde el fondo de la garganta. Me pregunté, inquieto, si los dos texcalanos estaban a punto de lanzarse sobre la multitud, y arrastrarme con ellos a una batalla perdida de antemano, pero ninguno se movió.
—Arrancarles el corazón, por supuesto.
—¿Por qué es eso mejor? —preguntó Lagartija—. Ocurre en casi todos los sacrificios.
—Porque las personas a las que represento son mayas. No cortan limpiamente a través del esternón como los aztecas; entran por debajo de las costillas. Por lo tanto, ¡primero tienen que arrancarles las tripas! Es algo que requiere mucha práctica. Sus dioses son muy especiales, y los sacerdotes no realizan tantos sacrificios como los nuestros, así que necesitan unos cuantos cuerpos vivos para mejorar la técnica antes de practicarlo en los rituales.
—En cualquier caso, Lagartija —murmuró Perro—, cien capas...
—A ver, ¿queréis el dinero o no?
—¡Subo a ciento cinco!
Los ojos del gigantón se agrandaron como si lo hubiesen pinchado. Perro y Lagartija lo miraron expectantes, pero no dijo nada. Para ser un distinguido guerrero no parecía muy seguro de sí mismo. Miró al suelo, luego dirigió una mirada de odio a su rival, y a continuación se envolvió en la capa y le dio la espalda.
—No puedo pujar tanto —acabó por admitir en voz baja.
—¡Entonces, son míos! —gritó el vencedor, jubiloso.
El otro me miró por encima del hombro. Parecía querer decir algo, pero se lo pensó mejor, se abrió paso entre la muchedumbre y se marchó.
Los tratantes de esclavos se miraron el uno al otro.
—¿A ti qué te parece? —preguntó Lagartija.
—Ciento cinco —respondió Perro, fascinado.
Sin duda pensaba que aquello era mucho más de lo que había esperado ganar en todo el día.
—Sí, pero ¿qué hacemos con el viejo Plumas Negras?
—A él no le importará. Escucha, el sacrificio de las flechas es unos de los peores. ¡Piensa en el dinero! ¡Podremos reponer la mercancía! ¡Liquidaremos a todas estas piltrafas y comenzaremos de nuevo.
Su colega miró al cliente, que esperaba con paciencia a que ellos acabasen de discutir. Yo también lo miré. Todavía me preguntaba dónde lo había visto antes, e intentaba adivinar cuáles serían sus intenciones.
¿Alguien era capaz de pagar ciento cinco capas grandes tan solo para que los tres acabásemos acribillados a flechazos?
—¿Tienes el dinero? —preguntó Lagartija.