3

Debieron de traer las capas de otro puesto del mercado, porque llegaron a los pocos minutos. Las contaron con toda formalidad en cinco lotes de veinte y uno de cinco, y después nos entregaron a la custodia de nuestro nuevo amo. Los hombres que habían traído las capas nos escoltaron mientras seguíamos a nuestro misterioso comprador a través del mercado. La multitud se apartaba y se movía a nuestro alrededor ante nuestro paso tambaleante.

—¡Deprisa! ¡No hay tiempo que perder!

Apenas si podía seguirlos. La mayor parte del tiempo mis piernas se movían en el aire porque el cepo, sujeto alrededor de los cuellos de mis dos compañeros, me levantaba del suelo. No conseguía respirar excepto en aquellas ocasiones en que mis pies pisaban la tierra, y entonces me interesaba mucho más llenar los pulmones que conversar. Solo una vez conseguí preguntar:

—¿Adónde vamos?

—Al canal —respondió el hombre que nos precedía—. Nos espera una canoa.

Un ancho canal permitía a los mercaderes traer sus embarcaciones hasta el mercado.

—¿Una canoa?

—Cállate y camina —me ordenó.

No dejaba de mirar a un lado y a otro, como si tuviese miedo de que alguien apareciese de uno de los puestos con la intención de atacarnos. Nadie lo hizo, pero cuando miró al frente, soltó un grito de alarma y se detuvo en el acto.

Era del todo imposible que mis dos compañeros esclavos y yo, arrastrados por nuestro propio peso, pudiésemos detenernos con la rapidez necesaria para no atropellado. Choqué de lleno contra su espalda, y cayó de bruces en el polvo, lo que me permitió un momentáneo atisbo del motivo de su brusca parada antes de que el cepo de madera me golpease en la nuca y los tres le cayésemos encima.

Mientras la cabeza me resonaba por el golpe y me esforzaba por levantarme, aquello que había visto permanecía ante mis ojos con la misma claridad de un mosaico de plumas colgado en una pared. «Bien puede ser un mosaico —me dije a mí mismo— porque no puede ser real.» Casi habíamos llegado a una de las puertas del mercado, una amplia brecha en la larga columnata custodiada celosamente por la policía del mercado. Varios de los agentes mantenían lo que, a todas luces, era una acalorada discusión con un grupo de guerreros, y uno de estos era el hombre cuya oferta no había bastado para comprarnos a los tres. Sin embargo, era el hombre que se hallaba en el centro del grupo el que había atraído mi atención; el personaje vestía una elegante y larga capa amarilla con un ribete rojo, llevaba el pelo sujeto con cintas de algodón blancas, calzaba sandalias del mejor cuero y su rostro estaba tiznado de negro como el de un sacerdote.

—No puede ser —murmuré con voz ronca al tiempo que me erguía sobre los codos, liberándome así del peso del cepo que oprimía mi cuello—. ¿Mamiztli? —Maldije a viva voz a los dos hombres que habían amenazado antes con colgarme por el cuello y cuyo peso ahora me aplastaba—. ¡Vamos, levantaos! ¿Qué os pasa?

—No puedo —gruñó el que estaba a mi izquierda—. Solo tengo un brazo. Además, ¿por qué tengo que levantarme? Me da lo mismo morir aquí. Sucio azteca...

—¡Oh, cállate!

En aquel preciso momento el hombre de la capa amarilla se fijó en mí. Se quedó boquiabierto. Apartó a dos de los policías para cruzar la entrada y se dirigió hacia mí.

—¡Yaotl! ¡Eres tú! Por favor, perdóname; le dije al idiota de Ollín que pagaría cien capas grandes para sacarte de aquí y el muy imbécil creyó que no podía ofrecer más. Lo siento de verdad. No hay nada que pueda hacer...

Por un instante creí que me había equivocado. El hombre que tenía delante, que no dejaba de repetir lo mucho que lo sentía, era idéntico a mi hermano mayor: Mamiztli, «el León de la Montaña», el intrépido guerrero, el que había llegado a lo más alto partiendo desde la nada, cuyas hazañas habían sido recompensadas con uno de los más altos cargos a los que podía aspirar un plebeyo: Atenpanecatl, «Guardián de la Orilla». Incluso tenía la misma voz bronca, tan contundente para gritar órdenes. Sin embargo, no hablaba como él. Nunca había escuchado a León disculparse con nadie, y menos con su hermano menor, al que, por lo general, reprendía a la primera oportunidad.

Aquello explicaba por qué el guerrero que había pujado por mí me resultaba familiar. Era uno de los guardaespaldas de mi hermano.

—Desearía poder ayudarte...

—Puedes.

—¿Cómo? —preguntó en el acto.

—¡Manda a tus hombres que levanten este cepo antes de que me parta el cuello!

Dos guerreros corrieron en nuestra ayuda, haciendo caso omiso de las débiles protestas de los policías, al igual que había hecho mi hermano. Se me ocurrió que León tendría que resolver aquello sin demoras: ni él ni ningún otro oficial de Tenochtitlan tenían jurisdicción en el mercado, que era regido por los mercaderes y contaba con su propia policía y jueces. Si alguien sospechaba que Mamiztli intentaba robar la propiedad de otro —aunque esa propiedad fuese su propio hermano—, las consecuencias podían ser graves.

Permanecí quieto, pero él dio un paso atrás, como si yo le hubiese amenazado con golpearlo.

—¿Qué han hecho contigo? ¡Tienes peor aspecto que cuando estabas en la cárcel!

—Solo he perdido un poco de peso, nada más. Me sentiría mejor si alguien me desatase de esta cosa.

León bajó la mirada.

—Desearía hacerlo, pero eso supondría buscarnos más problemas. Escucha, siento mucho...

—No dejas de repetirlo. Comienza a ser aburrido...

Alzó la cabeza y sus ojos brillaron. Vi cómo apretaba los puños para controlar su súbito estallido de ira.

—Ahora escúchame, pequeño...

Aquello estaba mejor. Ese era el León que yo conocía. De pronto me sentí casi alegre, como si no me hubiesen comprado para utilizarme como diana para la práctica de los arqueros.

—De acuerdo —dije en un tono conciliador—. Cálmate. —Toqué con el pie al hombre que me había comprado. Continuaba tendido boca abajo y gemía. Sin duda, sentía lástima de sí mismo al verse aplastado contra el suelo por el peso de tres esclavos—. Este es el hombre que nos ha comprado, pero no es más que un intermediario enviado por alguien. ¿Por qué no lo levantas y le preguntas qué tenemos de especial para estar dispuesto a pagar tanto?

Mi hermano aceptó mi sugerencia.

—Es una buena pregunta —admitió mientras levantaba al pobre hombre—. ¡No consigo entender cómo alguien puede estar dispuesto a pagar tan siquiera una maraca de cacao por ti, incluso si no tuvieses el aspecto de que se te ha caído una casa encima! Por cierto, ¿qué es ese olor?

Hice caso omiso de la pregunta y centré mi atención en el hombre que intentaba erguirse delante de mí. Con la capa rasgada, las palmas desolladas debido al intento de frenar la caída y la mirada extraviada, resultaba fácil olvidar que, si bien no era mi amo, se trataba de alguien cuya posición era muy superior a la mía. Pese a seguir atado a un cepo con dos enemigos cautivos, los tres condenados a un horrible destino, me vi interrogándolo.

—¿Para quién trabajas? ¿Quién es mi nuevo dueño?

El hombre me miró con expresión estúpida. Fruncí el entrecejo; de nuevo me asaltó la sensación de que lo había visto antes en alguna parte.

Mi hermano lo sujetó por un hombro y lo sacudió con fuerza.

—¡Vamos, responde a la pregunta! ¡Quiero saber quién puso todo ese dinero!

—Suéltalo y apártate —ordenó una voz en un tono tajante a mi espalda. No podía volverme para mirar al recién llegado, pero adiviné lo que ocurría. Los hombres que vigilaban la entrada, al verse superados en número por los guardaespaldas de León, habían ido en busca de refuerzos.

Mi hermano no se alteró en lo más mínimo.

—¿Quién eres tú? —le preguntó en tono tranquilo.

—Policía del mercado. Suelta a ese hombre o tendrás que responder por tus actos ante los jueces. Están reunidos allí. —No podía verlo, aunque supuse que señalaba hacia el gran edificio de una sola planta, donde el tribunal del mercado estaba en sesión permanente. Rogué que mi hermano se controlase: la justicia solía ser rápida y brutal—. Quiero que me digas qué estás haciendo con estos esclavos. No son de tu propiedad.

—Entonces ¿de quién son?

En aquel mismo instante, antes de que el policía pudiese responder a la insolente pregunta de mi hermano, supe la respuesta: alguien cruzaba como una exhalación la entrada del mercado de Tlatelolco; un torrente de obscenidades surgían de la boca de una mujer de mediana edad, vestida de manera sencilla pero elegante, con una blusa y una falda tejidas con una fina fibra de maguey. Llevaba el pelo, largo y oscuro, con algunas canas, peinado al estilo tradicional, con raya en medio y recogido en la nuca formando dos colas, cuyas puntas sobresalían por delante. En su agitación, las puntas se movían como las antenas de una hormiga.

Podría haber deducido que pertenecía a la clase de los mercaderes por el vestido: demasiado fino para una plebeya, aunque tampoco era de algodón, el tejido reservado para las familias de los señores y de los grandes guerreros. No obstante, no necesitaba de esa pista.

—¿Lirio? —pregunté, sorprendido.

Su apuesto rostro estaba desfigurado por la ira.

—¡Ciento cinco capas grandes! ¡Cuando le ponga las manos encima a ese cabeza de chorlito, deseará que se lo hubiesen comido vivo las ratas! ¡Voy a despellejarlo! ¡Ciento cinco!

Mi hermano se volvió y, junto con el resto de nosotros, siguió con mirada atónita su paso a través de la puerta. Luego miró al hombre que habíamos interrogado e hizo algo que era poco habitual en él: sonrió.

—Creo que se refiere a ti —comentó.

El hombre gimió y aflojó todo el cuerpo; se habría caído si León no lo hubiese sujetado a tiempo. Entonces supe quién era y dónde lo había visto antes: se trataba de Chihuicoyo, un esclavo doméstico que pertenecía a Lirio y a Bondadoso, cuyo nombre significaba «Perdiz».

Pero en aquel momento no veía a Perdiz, ni a mi hermano, ni tampoco a Lirio ni ninguna otra cosa, porque los ojos se me nublaron. Un curioso sonido burbujeante surgía del fondo de mi garganta, en contra de mi voluntad, y se convirtió de pronto en tremendos gritos, y me encontré riendo y llorando a la vez.

Lirio tardó unos momentos en fijarse en nosotros. En un primer instante se limitó a mirar, de pronto muda, con las manos en las caderas, antes de apretar los labios con fuerza y avanzar con paso decidido hacia nosotros.

—Lirio —grazné.

Me sorprendió su escaso entusiasmo al verme, sobre todo teniendo en cuenta lo que le había costado. No me hizo caso, y se volvió hacia su esclavo.

—¿Se puede saber qué significa todo esto? ¿Qué demonios estabas haciendo? ¿Te has vuelto loco? ¡Eres más idiota que hecho de encargo! ¡Pagarás por esto, tonto del culo! ¡Te haré comer tu taparrabos!

—Pero... pero si dijiste que pagase lo que fuera...

—¡No me refería a tanto! —gritó Lirio, en una réplica del todo ilógica.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —protestó Perdiz—. ¡Tuve que pujar contra este guerrero! ¡Dijo que los mandaría destripar a todos!

—¿Guerrero? ¿Qué guerrero? —En ese momento se fijó por primera vez en mi hermano. Dio un paso atrás para apartarse, y preguntó en un tono repleto de ira—: ¿Qué estás haciendo aquí?

La última vez que Lirio había visto a León, la espada de mi hermano sobresalía del cráneo de su hijo. No eran, lo que se dice, grandes amigos.

La fugaz sonrisa se había esfumado del rostro de León, pero vi cómo amenazaba reaparecer cuando murmuró:

—Yo era el segundo pujante. Mi representante no se dio cuenta...

—¡Tú! —gritó Lirio. Por un instante creí que se le echaría encima para destrozarlo con las uñas o arrancarle la nariz de un mordisco; en cambio, golpeó el suelo con el pie descalzo en una muestra de impotencia, y se volvió de nuevo hacia su esclavo—. ¡Eres un idiota! ¡Me has hecho pujar contra el hermano de Yaotl!

Las sonoras protestas de Perdiz fueron interrumpidas por la severa voz del hombre al mando de los policías.

—Vamos, ya está bien. ¿Es cierto que esto te pertenece, señora?

Era evidente que con «esto» se refería a los tres que seguíamos atados al cepo.

—Sí —admitió Lirio, con un gesto de cansancio.

—Pues entonces llévatelos de aquí. ¡Estás provocando un disturbio! ¡Vale, vamos, dispersaos! —gritó a voz en cuello, y me di cuenta de que se dirigía a otra multitud, no muy numerosa, que se había congregado a mi alrededor por segunda vez durante aquel día—. ¡Vamos, vamos! ¡Todos tenemos asuntos que atender!

—¡Será mejor que vayamos de una vez a la canoa —dijo Lirio a su sirviente, con la voz algo más calmada pero todavía tensa—. Suéltalos y trae a Yaotl contigo. ¡Date prisa! Hemos perdido demasiado tiempo. Cihtli no se quedará para siempre en Tetzcoco.

Cihtli significaba «Liebre». ¿Quién era Liebre? ¿Acaso aquello implicaba que iríamos a Tetzcoco?, me pregunté. Pero entonces vi algo que borró cualquier pregunta de mi mente y acabó con la alegría de haberme librado de una muerte horrible.

La multitud ya se había dispersado en respuesta a la orden del policía. Solo quedaba un hombre y me miraba como si quisiese devorarme. Era alto, con unos músculos tan abultados que amenazaban con reventar las costuras de su uniforme verde. Llevaba el pelo recogido en forma de pilar, que después se abría para caer sobre sus hombros, un estilo que nunca olvidaría.

El otomí no hizo ni dijo nada. Solo me sonrió, y aquello fue suficiente. El mensaje no podía ser más claro, aunque lo hubiese dicho en voz alta: «Espera y verás. Ya te cogeremos».

Perdiz temblaba tanto que era incapaz de desatar los nudos. Cada vez que Lirio le gritaba, sus manos se sacudían de tal manera que por un momento creí que acabaría estrangulándome. Finalmente, mi hermano lo hizo a un lado y, con una espada que pidió a uno de sus hombres, comenzó a cortar la cuerda con la hoja de obsidiana.

—Yaotl —murmuró—, aquello que te dije antes...

—Supongo que ya no lo lamentas —contesté, mientras me masajeaba el cuello.

—No lo sé. —Miró a Lirio, que nos devolvió una mirada cargada de ira—. ¡Creo que preferiría que me sacrificasen a tenerla a ella como ama! —Alzó la voz—: ¿Qué hacemos con estos dos?

—Déjalos marchar —respondió la mujer—. Yo no los necesito.

Los dos hombres, también atados al cepo, miraron con expresión hosca cómo cortaban sus ligaduras.

—Es mejor que os larguéis cuanto antes a Texcala, o a donde sea —les aconsejó León.

No habían acabado de quitarles las ligaduras cuando el tipo del labio destrozado hizo algo muy curioso. Se sentó, se tapó el rostro con las manos y comenzó a llorar.

—¿Se puede saber qué le pasa?

El guerrero manco miró a mi hermano como si considerase la pregunta una estupidez.

—¿Tú qué crees? —se mofó—. ¡Quería ser sacrificado! Esperaba con ilusión una muerte digna y que su espíritu se uniese al Sol en el cielo cada mañana. ¿Qué crees que le espera en casa si regresa en ese estado?

León miró a uno y a otro, dio un paso hacia el guerrero lloroso y luego se pensó mejor lo que iba a decir.

—Puede que algún día nos crucemos en un campo de batalla —murmuró.

—¡No, si nosotros te vemos primero, azteca!

León se volvió hacia mí.

—¡Más vale que salgas de aquí antes de que el viejo Plumas Negras se entere de lo ocurrido!

—Entonces ¿has visto al otomí? —El guerrero vestido de verde se había ido, sin duda para comunicar a mi amo el resultado de la venta. Podía imaginarme la furia del viejo cuando se enterase. No tardaría mucho en planear una venganza—. ¿Dónde está mi hijo? —pregunté de pronto.

—No te preocupes por Espabilado. Se marchó de aquí hace mucho. No quería dejarte, casi tuve que sacarlo de la ciudad a punta de espada, pero ahora está todo lo seguro que puede estar. —Me dio una palmada en un hombro—. ¡Solo preocúpate de ti mismo! ¡Después de todo, es lo que mejor sabes hacer!

A medida que la alegría de estar vivo y fuera de la jaula se atenuaba, el dolor de los golpes y la debilidad de los miembros atrofiados comenzaron a hacerse sentir de nuevo. Incluso sin el collar —sobre todo sin el collar, y los dos hombres altos que me arrastraban por el cuello—, me costaba mucho permanecer en pie, y no digamos caminar. No sé cómo conseguí llegar al canal. Tropecé con la borda de la canoa de Lirio y me desplomé en su interior, lanzando un gemido.

Lirio no mostró el menor signo de piedad.

—Por lo que parece, no estás dispuesto a remar.

—No creo que esté por la labor —afirmó una voz ronca—. Se caerá al agua si lo intenta. Si mandas a Perdiz a casa, te tocará remar a ti.

Levanté la cabeza, sorprendido al descubrir que se trataba del padre de Lirio. El viejo estaba acurrucado en la proa, muy cómodo arrebujado en su vieja capa de cuero remendada, cuyo color y textura eran idénticos a su piel. Mostraba el aspecto de alguien preparado para embarcarse en un largo viaje. Entre las rodillas sujetaba el cayado, una vara de la estatura de un hombre, envuelta con tiras de papel, salpicada con caucho y sangre.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Vamos todos —respondió Lirio, con firmeza—. Tú, mi padre y yo.

La embarcación se sacudió de una manera alarmante cuando se dirigió a popa y recogió la larga pértiga, que utilizó para apartarnos de los pilones de madera clavados en la orilla. Maniobraba la canoa con naturalidad; clavaba la pértiga en el fondo del canal y dejaba que se arrastrase siguiendo nuestra estela. Me recordó hasta qué punto los Pochteca, los mercaderes que realizaban grandes viajes, eran una raza aparte. Todas las niñas aztecas iban a la escuela, pero después, una vez adultas, la mayoría se dedicaban a cocinar, limpiar, tejer y criar a los hijos. Entre los mercaderes, donde los hombres a menudo estaban ausentes durante años, las mujeres necesitaban otros conocimientos. Era obvio que a Lirio le resultaba muy útil saber navegar en su propia canoa, sobre todo si le faltaba personal y había que llevar los productos al mercado. El único varón sobreviviente en su casa, aparte de los esclavos, era su padre, quien a todas luces no servía para gran cosa debido a su vejez. Además, sabía, por experiencia propia, que casi siempre estaba borracho. Beber vino sagrado era un privilegio concedido a los hombres y mujeres mayores de setenta años con nietos, y Bondadoso le sacaba el mayor provecho.

—¿Adónde?

—A Tetzcoco. México es ahora mismo un lugar demasiado peligroso para ti. Tenemos que ocuparnos allí de algunos asuntos, y, por lo tanto, tendrás que acompañarnos.

Fruncí el entrecejo.

—No tengo muy claro si quiero ir a Tetzcoco. Eso está en la costa oriental del lago. Me interesa más buscar a Espabilado, pero lo más probable es que haya ido al oeste, hacia territorio tarascano, donde creció...

Lirio dejó de empujar con la pértiga para inclinarse sobre mí. Acercó tanto su rostro al mío que pude oler el fresco olor a tierra de la raíz del árbol del jabón que usaba, y del axin amarillo que se ponía para protegerse la piel del frío.

—Vamos a dejar las cosas claras, Yaotl. Puede que te haya comprado, por un precio más que exorbitante, todo hay que decirlo, porque creí que debía hacerlo puesto que nos salvaste del señor Plumas Negras. Pero ahora eres mi esclavo y, maldita sea, irás a donde yo te diga.

—Pero...

No hizo el menor caso de mi protesta.

—Navegaremos durante un rato por en medio del lago. Hará frío. Ahí tienes una capa limpia. Póntela si no quieres morir congelado.