16

TRAS regresar de nuevo al club Bastion antes del amanecer, Jack se marchó justo después del desayuno sintiéndose en excelente forma. Alquiló un coche y acudió a Brook Street, al Benedict’s, al encuentro de su reina guerrera.

La encontró en su suite, desayunando con sus hermanos. Jack los saludó a todos y Alton observó su evidente felicidad con recelo. Clarice le sirvió una taza de café y se la dio mientras le dirigía una mirada de advertencia.

—Estábamos a punto de hablar sobre cómo responder a los rumores para asegurarnos de que se desechen al momento o, al menos, no haya ninguna posibilidad de que se extiendan y crezcan. — se detuvo para beber mientras Jack acercaba una silla a su lado—. Creo que si sacamos el tema nosotros mismos, antes de que surja ningún comentario y afirmamos, sin más, que una cosa tan ofensiva es obviamente falsa, podría ser nuestro mejor modo de proceder. ¿Qué opinas?

Jack reflexionó y luego asintió. Desde el otro lado de la mesa, miró a Alton a los ojos.

—En la mayor parte de los casos lo consideraría desaconsejable, pero en el vuestro, tenéis el nombre y la posición. No tiene sentido no usarlo.

—Exacto. — Clarice asintió decidida—. Sobre todo, sabiendo que James es totalmente inocente. La familia no corre ningún riesgo apoyándolo.

—Y el hecho de que lo apoyemos dará qué pensar incluso a los más empedernidos amantes de los cotilleos — comentó Alton.

—Sin duda, funcionó con lady Grimwade y la señora Raleigh. — Clarice dejó su taza en la mesa—. Anoche las vi y, por la expresión de sus rostros, diría que aún se muestran extremadamente cautelosas.

Nigel dejó a un lado su plato vacío.

—En realidad — dijo—, creo que el viejo James estará a salvo, como mínimo durante la próxima semana. — miró a Alton—. Por lo que vi y oí anoche, ya se ha encontrado otro Altwood sobre el que especular.

—¿Alton? — Clarice frunció el cejo.

—No. — Nigel la miró—. Tú.

—¿Yo? — ella se irguió en su asiento—. ¿Por qué demonios...? — dejó la frase sin acabar, pero de su cara no desapareció su expresión de desconcierto. Miró a Nigel—. ¿Qué dicen?

—No dicen, especulan. Todos se preguntan por qué has vuelto y quién recogerá el guante.

—¿Qué guante? — preguntó ella. Su tono se volvió más serio.

—El que lanzaste anoche al bailar el vals con Warnefleet en casa de la señora Henderson — replicó Nigel.

Cuando ella lo miró estupefacta, su hermano resopló.

—Dios santo, no llevas tanto tiempo lejos de todo esto. Sabes cuál es el tema que más gusta a las viejecitas. Los espías franceses y los traidores les servirán si no queda remedio, pero dales la perspectiva de una mujer soltera de alta cuna, aún hermosa y en edad de casarse, con una buena fortuna y no se molestarán en hablar de la traición.

Cuando Clarice continuó mirándolo fijamente, atónita, Nigel sonrió.

—Al menos has resuelto el problema. No hablarán de James.

Ella gruñó, cerró los ojos y se recostó en la silla.

—¡No me lo puedo creer!

Pero sí se lo creía. Como Nigel había dicho, su regreso a las fiestas sociales por primera vez en siete años y el hecho de que bailara con un apuesto lord que en sí mismo era un objetivo matrimonial bastaba para captar el inconstante interés de la buena sociedad.

—No importa. — se incorporó bruscamente y abrió los ojos. No iba a preocuparse por ello—. Lo hecho, hecho está y, como dices, ayudará a proteger a James.

—Siempre que continúes alimentando los rumores — intervino Alton.

Clarice lo miró y lo pilló intercambiando una mirada con Jack que no pudo comprender.

—¿A qué te refieres?

Su hermano se encogió de hombros.

—Sólo que, por el bien de James, sería útil que siguieras dejándote ver en sociedad, que asistieras a fiestas, lo típico. Mientras se centren en ti, no pensarán en él.

Clarice expresó su profundo rechazo de semejante idea con un disgustado y desdeñoso bufido. Jack atrajo su atención al dejar la taza sobre la mesa.

—Piensa en ello como el modo de lograr el objetivo que buscabas, aunque por una vía diferente. Por el simple hecho de que no lo hayas planeado no significa que no vaya a funcionar y, como Alton ha dicho, mantener a la buena sociedad centrada en ti no requerirá mucho esfuerzo.

No se sorprendió cuando la mirada de ella se volvió reflexiva. Jack mantuvo entonces la boca cerrada y miró de soslayo a Alton para asegurarse de que él hacía lo mismo. Un poco sorprendido por la muda orden, Alton obedeció y se vio recompensado cuando Clarice ladeó la cabeza a un lado y a otro, sopesando el asunto y luego, a regañadientes, reconoció:

—Muy bien. Pero sólo si no hay nada concreto que hacer para seguir con la defensa de James. Y a propósito — añadió mirando a Alton — antes de que se me olvide. Aunque no creo que Moira vaya a hacer algo verdaderamente drástico, como envenenar a alguien, al volver a pensar en su campaña por controlaros, sigo preguntándome por qué. Es muy rica, como ya dijiste, no se trata de dinero. Pero entonces, ¿de qué?

Roger miró a sus hermanos antes de decir:

—No lo sabemos. Es una mujer. ¿Tiene que haber un motivo?

Clarice lo miró con los ojos entornados.

—Sí lo hay. Y creo que sé qué, o más bien quién es: Carlton.

Sus hermanos la miraron sorprendidos. Jack no tenía ni idea de quién era Carlton. Alton frunció el cejo.

—¿La sucesión?

Jack recordó haber oído que el más joven de los hijos varones del anterior marqués era hijo de Moira.

—No exactamente. — Clarice se irguió más en su asiento—. Se mire por donde se mire, sería asombroso que fuera él quien heredara el título con vosotros tres en plena forma. Sin embargo, mientras ninguno de vosotros se case ni tenga ningún hijo, entonces... bueno, Carlton tiene alguna posibilidad. Es el tercero en la línea sucesoria y es diez años más joven que Nigel. Si los tres morís solteros, él heredará, no importa que para entonces sea ya mayor. Así que mientras se mantenga en secreto que los tres estáis a punto de casaros, la percepción de que Carlton tiene alguna posibilidad de ser el siguiente marqués continúa siendo la creencia generalizada.

—Así que en realidad sí se trataría de dinero. De prestamistas... — Alton guardó silencio y frunció el cejo—. No, no cuadra. Si estuviera endeudado, yo lo habría sabido.

Clarice resopló.

—Ya te he dicho que no se trata de dinero. Ésa no es la cuestión. Las bodas son la cuestión en todos los frentes, incluido el de Carlton. Mientras vosotros tres sigáis solteros, él puede aspirar a un buen matrimonio, pero en cuanto uno de vosotros se case, sus aspiraciones matrimoniales se verán afectadas. Y si los tres os casáis, su posición caerá hasta la de un mero hijo menor sin ninguna perspectiva. Moira desea que la familia de su nuera sea lo más rica e influyente posible. Por eso, lo último que quiere es que ninguno de vosotros se case. O, más concretamente, que en la buena sociedad nadie se dé cuenta de que estáis a punto de casaros antes de que Carlton pueda hacer lo mismo.

Sus hermanos parecían conmocionados.

—¡Sólo tiene veintiún años! — protestó Roger.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Y crees que eso detendrá a Moira? ¿Sobre todo ahora que sabe que todos estáis a punto de hacer proposiciones que, por supuesto, serán aceptadas?

—¡Dios santo! Nunca pensé que sentiría lástima de ese pequeño idiota. — Nigel parecía horrorizado—. Imaginad, casado a los veintiuno.

Clarice, como era de esperar, no estaba impresionada.

—No te preocupes por Carlton. A menos que haya experimentado un cambio radical, apostaría a que no tiene intenciones de pedir la mano de ninguna señorita bien educada que Moira elija. Pero no se lo dirá hasta que llegue el momento. Nunca ha sido de los que hacen esfuerzos innecesarios.

—Cierto. — Roger frunció el cejo—. Entonces, ¿a ella realmente no le importa con quién nos casemos, sólo que no hagamos públicas nuestras intenciones?

—Parece lo más probable y os proporciona tiempo para organizarlo todo. Si pedís la mano de vuestras damas al mismo tiempo, o si todos los anuncios aparecen en la Gazette el mismo día y Moira no sabe nada al respecto hasta entonces, todo debería ir bien.

Alton miró a Roger a los ojos.

—Tendremos que tener cuidado con lo que decimos, hacemos o incluso escribimos en Melton House. Esa doncella de Moira es el mismísimo diablo. Se mueve a hurtadillas por todas partes, husmeando aquí y allá.

—Pero debería ser factible — intervino Nigel—. Tenemos que organizarnos, formalizar nuestros compromisos y que nos acepten. Entonces podremos coger desprevenida a Moira y acabar con este asunto.

Clarice asintió.

—Exacto. Eso es precisamente lo que deberíais hacer y, entretanto, yo haré todo lo que pueda por desviar la atención de James. Independientemente de todo eso, aún tenemos que cumplir con lo que vine a hacer a Londres: exonerar a James de esos cargos sin sentido.

Había un tono en su voz que hizo erguirse a sus hermanos.

—Sí, por supuesto — contestó Alton—. ¿Qué quieres que hagamos?

Clarice miró a Jack; sus hermanos siguieron su ejemplo. Él estaba preparado.

—Hay tres encuentros específicos en los que debemos demostrar que James no estaba presente. — sacó una hoja de papel del bolsillo y se la entregó a Alton—. Si podéis investigar entre la familia y todos los amigos de James, sus clubes, cualquier lugar donde haya podido estar, y ver si alguien recuerda haberlo visto en esas fechas, tendremos los primeros datos para poder enterrar para siempre esas acusaciones.

Alton leyó la lista y luego asintió.

—De acuerdo. Nos pondremos a ello.

—Mientras tanto — dijo Clarice—, yo veré si puedo trazar un plan para libraros a Sarah y a ti de las garras de Moira. No hagáis nada más hasta que yo os lo indique. — miró a Roger y a Nigel—. Entretanto, vosotros dos sois libres de hacer el mejor uso que se os ocurra de vuestras dotes de persuasión y conseguir una aceptación formal de vuestras peticiones de mano de Alice y Emily.

Sus dos hermanos parecieron encantados.

—Pero sólo después de que hayáis ayudado a Alton a reunir información para la defensa de James.

Con un murmullo de afirmaciones, los tres hermanos se levantaron, besaron a Clarice en la mejilla y observaron a Jack con recelo cuando ella no miraba, pero se marcharon sin cuestionar su presencia. Él los compadeció, pero...

Cuando Clarice cerró la puerta y se dio la vuelta, Jack tenía una fina tarjeta en la mano. La agitó.

—Lady Davenport y lady Cowper solicitan nuestra presencia en Davenport House.

Ella se detuvo con los ojos como platos.

—¿Cuándo? — consultó el reloj sobre la repisa.

—Dentro de media hora.

Lo fulminó con la mirada.

—¿Por qué los hombres no comprenden nunca lo que cuesta vestirse?

En vista de que se dio media vuelta y se dirigió decidida al dormitorio, Jack supuso que la pregunta era retórica. La siguió a un ritmo más lento. Apoyó un hombro en el marco de la puerta y observó cómo se quitaba el vestido que había llevado y rebuscaba en un armario ropero que parecía estar muy bien surtido. Sacó un modelo de seda a rayas color bronce y marfil, se lo puso y luego le presentó la espalda imperiosamente pidiéndole que se lo abrochara.

Jack obedeció y la observó mientras se peinaba.

Nunca antes le había parecido tan interesante observar a una mujer arreglándose, pero contemplar a Clarice... Cada grácil movimiento suyo, cada uno de sus femeninos gestos, lo fascinaba. Casi lo hechizaba. Observó cómo se cepillaba el largo cabello y recordó cómo parecía arremolinarse a su alrededor por la noche...

Mientras, otra parte de su mente se fijaba en un asunto más serio. Cada vez estaba más seguro de que no deseaba que fuera por ahí sola, ni siquiera durante el día, en pleno corazón de Mayfair. No había olvidado el incidente con aquellos dos extraños hombres en Bruton Street, ni la amenaza inherente del hombre de la cara redonda. Y ahora, al parecer, su madrastra tenía una buena razón para desear que Clarice estuviera en cualquier otra parte donde no interfiriera en sus planes.

A diferencia de ella, él no estaba dispuesto a descartar que Moira fuera capaz de cometer un delito grave; la arpía a la que él había visto le arrancaría los ojos a Clarice a la mínima oportunidad. Y perder el control, un control que probablemente habría creído seguro, sobre Alton, sus hermanos y el marquesado en general, debía de ser mortificante para ella. Sobre todo si, junto con esa pérdida, se producía un descenso de su posición social. Y eso último sucedería, sin duda, si Clarice regresaba de un modo permanente a la sociedad. Si bien era cierto que no planeaba hacerlo, Moira no lo sabía y probablemente no se lo creería aunque se lo asegurara la propia Clarice. Desde su perspectiva, los placeres de Avening no podían competir con los de Londres.

Cuando Clarice se ató un elegante sombrero, Jack se irguió. Se burlaría de él si le advertía que corría peligro, si le pedía que tuviera más cuidado, si le sugería que se hiciera acompañar por uno o dos sirvientes como escolta.

Jack le dedicó una sonrisa encantadora cuando se acercó y le ofreció el brazo. Sería inútil discutir, así que él mismo la escoltaría.

—Lady Clarice, es un placer darle la bienvenida. — alta e imponente, atractiva de un modo severo y elegante, lady Davenport asintió con gesto de aprobación y le rozó los dedos, luego desvió la mirada hacia Jack.

—Y a ti también, Warnefleet. Como estás aquí gracias a lady Clarice, sólo puedo mostrarle mi gratitud por su influencia.

Él dedicó a su tía su sonrisa más encantadora, la mujer soltó un bufido y se volvió para presentar a Clarice a la pequeña y rechoncha dama que estaba a su lado.

—¿Recuerda a mi hermana?

—Desde luego.

Clarice sonrió y le hizo una reverencia maravillosamente bien ejecutada a la mujer. A pesar de la importancia de Emily, lady Cowper, entre las anfitrionas de la buena sociedad, Clarice era de más alta cuna que ella.

Emily se mostró mucho más expresiva que su hermana, más abiertamente dispuesta a acoger a la joven y todo lo que prometía. Jack vio sin problemas su entusiasmo.

—Mi querida lady Clarice, estoy encantada de volver a verla. — con una sonrisa radiante, le apretó la mano y luego señaló a la tercera grande dame presente en el elegante salón—. Y sin duda recordará también a lady Osbaldestone.

—Milady.

Clarice saludó con la cabeza, un poco reservada, más bien cautelosa, a la impresionante e intimidante dama de más edad que los contempló, primero a ella y luego a Jack con una negra mirada perspicaz y calculadora.

Finalmente, lady Osbaldestone arqueó las cejas. Su expresión se relajó y la llamó imperiosamente.

—Ven a sentarte a mi lado para que pueda verte mejor. — ella por su parte tomó asiento en el diván y aguardó a que lady Davenport y lady Cowper ocuparan sus sitios de nuevo y a que Clarice la hubiera obedecido. Lanzó entonces una aguda mirada a Jack, de pie con un brazo apoyado en la repisa de la chimenea, antes de golpear levemente el suelo con el bastón como si pusiera orden en una reunión.

—Y bien — empezó—, ¿qué es eso que he oído de tu primo James y de una traición?

Clarice tomó aire, miró brevemente a Jack y luego se dispuso a describir de modo breve las dificultades de su primo y, por extensión, de toda la familia. Evitó mencionar nada específico, incluido cómo sabían que James era inocente, y se limitó a decir que estaban trabajando para demostrar su inocencia y que estaban seguros de que lo lograrían.

Durante su relato, lady Osbaldestone y las tías de Jack intercambiaron una serie de significativas miradas que despertaron el instinto de Jack y lo hicieron ponerse en guardia. Clarice y él habían estado de acuerdo en que si las tres damas habían oído los rumores, tendrían que satisfacer su curiosidad si deseaban su ayuda para enfrentarse a Moira.

Con habilidad, Clarice pasó de la injustificada amenaza contra el nombre de la familia a los problemas a los que se enfrentaban sus hermanos en su camino hacia el matrimonio. De nuevo no lo explicó todo y dejó que la imaginación de ellas rellenara los detalles que había omitido, como, por ejemplo, el contenido de las amenazas de Moira. Con tres damas como aquéllas, no había riesgo de que no llegaran a las conclusiones correctas.

Como era de esperar, las tres se mostraron incluso más interesadas en ese tema. Cuando Clarice se lo explicó, sus ojos brillaron de entusiasmo.

—Así que — concluyó — espero poder convencerlas para que me presten su ayuda y colaboren en que mis hermanos consigan sus propósitos. He estado ausente de la sociedad londinense mucho tiempo y, en vista de los acontecimientos que rodearon mi marcha, soy muy consciente de que necesitaré su colaboración para despejar su camino con éxito.

De nuevo, miró a su alrededor, esa vez mirando a los ojos a cada una de las mujeres.

—¿Me ayudarán?

Las tres intercambiaron una mirada en una muda comunicación que albergaba un elemento de excitación. Jack no se sorprendió cuando, una vez hubieron tomado una decisión sin mediar palabra, fuera lady Osbaldestone quien la anunció.

—Querida, nos alegra mucho que hayas regresado con nosotros, sea cual sea el motivo. Por supuesto que tendrás nuestra ayuda, pero hay dos puntos que nos gustaría aclarar. Primero, entendemos que en lo referente a los cargos de traición, no son sólo los Altwood, sino, en última instancia, Whitehall y el gobierno quienes, si el asunto llegara a juicio, se sentirían... ¿digamos «incomodados»?

Cuando Clarice parpadeó y no respondió, lady Osbaldestone miró a Jack.

—Dalziel, ¿verdad? Un diablillo, pero de gran utilidad.

Jack sintió que su expresión reflejaba su sorpresa. Por las miradas calmadamente inquisitivas de las otras dos damas, las palabras de lady Osbaldestone no fueron una sorpresa para ellas. ¿Cómo diablos sabían de la existencia de Dalziel? Y si lo conocían, ¿qué más sabían?

La sonrisa de lady Osbaldestone se tornó claramente pícara.

—No pensarías en serio que no estábamos al tanto de esas cosas, ¿verdad?

Jack se movió, valoró rápidamente sus opciones y decidió que guardar silencio era lo más prudente. La expresión de lady Osbaldestone se tornó cínica.

—Puede que te alivie saber que, a diferencia de algunos de nuestros hombres, que caen presa de complejos dilemas sobre conceptos de honor cuando se pronuncia la palabra «espía», la mayoría de las damas de nuestra posición sienten un gran alivio al saber que otros, a quienes se confía la defensa del reino, no son tan remilgados.

La última palabra la pronunció en un tono claramente reprobador. Jack no estaba seguro de que su referencia fuera tan general como había sonado. Seguramente tendría en mente a algún varón en concreto sumido en ese dilema. En todo caso, dijo:

—Sin duda, Whitehall preferiría que las acusaciones contra James Altwood quedasen rebatidas en el tribunal del obispo en lugar de en uno público, desde el que los detalles se difundirían ampliamente.

Lady Osbaldestone asintió.

—Por supuesto. — volvió a mirar a Clarice—. Nuestra otra pregunta es sobre el asunto sobre tus hermanos: ¿pretendes acabar por completo con la influencia de tu madrastra para siempre o piensas simplemente ayudar a tus hermanos a llegar al altar para luego dejar que se las arreglen solos?

Ella la miró a los ojos y no pudo saber qué respuesta debía dar. Sin embargo, parecía evidente que ésta determinaría el grado de ayuda que le concederían. Y necesitaba su ayuda. Sin ésta, regresar a la buena sociedad y enfrentarse a los complots de Moira sería demasiado complicado. Pero todas ellas eran matriarcas, soberanas absolutas dentro de sus hogares y familias. ¿La desaprobarían si les decía la verdad?

Alzó la cabeza y respondió sin evasivas.

—No veo ninguna posibilidad de liberar a mis hermanos sin eliminar la influencia de Moira en general. No sólo sobre sus matrimonios, sino en términos más generales y permanentes.

Volvió a fijar la vista en lady Osbaldestone.

—No sería realista ni justo esperar que mis futuras cuñadas se encargaran de mi madrastra. Yo la conozco mucho mejor y tengo mucha más experiencia a mis espaldas, al menos en lo referente a enfrentarme a ella.

Hasta que no pronunció la última palabra, lady Osbaldestone no sonrió, con alivio.

—¡Excelente! En lo que respecta a esa advenediza, debes ser tú quien la ponga en su sitio o más bien la que le arrebate esa posición de la que ha estado abusando durante tanto tiempo.

Cuando miró a lady Davenport y a lady Cowper, Clarice descubrió una similar aprobación y determinación en sus ojos. La barbilla de lady Cowper se veía inusualmente firme cuando asintió.

—Desde luego, querida. Therese tiene razón. Nosotras... no sólo nosotras, sino las demás también, todas las anfitrionas y las que guiamos a esta sociedad estamos bastante cansadas de Moira, pero no estaba en nuestro poder expulsarla, no sin que afectara a toda la familia. Nuestro dilema ha sido bastante serio durante algunos años, de hecho, desde poco después de que se marchara. Lograr algo a ese respecto será un considerable logro.

El brillo en los ojos de lady Cowper, la dura nota en su voz normalmente dulce, confirmó que el uso desmedido del poder por parte de Moira había ido más allá de la intimidad del hogar.

—Desde luego. — la expresión de lady Davenport sugería que oía el grito de batalla y que estaba muy dispuesta a responder—. Estamos tan contentas, querida Clarice, de que lo vea igual que nosotras, que comprenda y valore el papel que su familia tiene ahora que desempeñar...

El resto de su visita lo pasaron discutiendo sobre cuál sería el mejor modo de desbaratar los planes de Moira de un modo definitivo. Como Jack esperaba, las tres damas se tomaron a Clarice y su objetivo muy en serio. Sobre el asunto de cómo controlar la mente colectiva de la buena sociedad, hablaban como generales que se desplegaran sobre un campo de batalla. Por la expresión de Clarice, se veía que estaba embelesada y por sus comentarios era evidente que estaba aprendiendo rápido.

A pesar del éxito de su plan de conseguirle la ayuda que necesitaba, Jack sentía cierto desasosiego, una leve pero insistente agitación de su instinto, pero no sabría decir de qué lo estaba advirtiendo. A la primera oportunidad que se le presentó, se excusó comentando que los esperaban en el palacio Lambeth a mediodía y se llevó a Clarice de allí. En cuanto dejaron la casa, su agitación se calmó.

Cuando llegaron al palacio, descubrieron que, a pesar de la intercesión del hermano del obispo, el diácono Humphries no estaba disponible para entrevistarse con ellos.

—Al menos, todavía no — explicó Olsen—. Ha salido esta mañana antes de que el obispo pudiera hablar con él y no regresará hasta última hora de la tarde.

Clarice hizo una mueca. Su encuentro con las tías de Jack y lady Osbaldestone había ido tan bien que se sentía animada y preparada para comerse el mundo, y a Humphries también. Frustrada, miró a Jack.

—Quizá deberíamos revisar los detalles de las acusaciones con el diácono Olsen y explicarle cómo creemos que podemos refutarlas.

Él miró a Teddy, que se había reunido con ellos. Clarice estaría a salvo con el joven y con Olsen.

—¿Por qué no se lo explicas tú al diácono? Y a Teddy también si tiene tiempo.

Con ojos brillantes, Teddy asintió.

—Me encantaría saber qué está sucediendo.

—Entretanto — continuó Jack—, yo iré a ver qué tal les va a los que están recopilando nuestras pruebas. Cuanto antes podamos reunir todo lo que necesitamos, mejor.

Clarice parpadeó sorprendida, pero luego asintió.

—Muy bien. Entonces, ¿debo suponer que estarás en tu club si Humphries llega antes de lo previsto?

—Sí. — Jack la miró a los ojos—. Pero no hables con él sin mí.

Ella sonrió y lo tranquilizó. Jack la escuchó escéptico e insistió en que se lo prometiera, luego se inclinó sobre su mano y se despidió de los demás.

Clarice lo observó alejarse con los amplios hombros erguidos y a continuación se fue con el diácono Olsen y Teddy al estudio del primero.

Dos horas más tarde, Jack entró en una taberna de detrás del palacio Lambeth. Se acomodó en una mesa no demasiado sucia y cuando la camarera se acercó y le preguntó qué deseaba, pidió una jarra de cerveza negra. Miró a su alrededor en apariencia con expresión ausente, aunque en realidad estaba evaluando rápidamente a los otros clientes. Se los veía tan desaliñados y burdos como él. Con su tosco atuendo de trabajador, desde la gorra hasta las desgastadas botas, dudaba que Clarice lo reconociera y mucho menos sus tías y lady Osbaldestone, por muy enteradas que creyeran estar sobre aquellos asuntos.

Mientras Deverell, Christian y Tristan hablaban con los testigos en busca de relatos contradictorios, él había decidido investigar una serie de encuentros que no figuraban en las acusaciones, pero que incidían en ellas más poderosamente que ninguna otra cosa.

Humphries tenía que haberse encontrado con su ex mensajero y actual informador en algún lugar que no fuera el palacio Lambeth. Teddy había averiguado que los conserjes no habían dejado entrar a ninguna visita para Humphries, pero que en cambio sí había recibido mensajes que habían entregado una serie de golfillos callejeros. Nunca el mismo dos veces, lo que confirmaba que el ex mensajero e informador era un hombre que sabía cómo funcionaba aquello. Los porteros no serían capaces de distinguir a un chico de otro y no podrían identificar a ninguno de ellos. Por otra parte, las posibilidades de toparse por casualidad con uno de ellos en un barrio en el que abundaban los de su clase eran mínimas.

Tras recibir algunos de los mensajes, Humphries había dejado el palacio, siempre a pie, por lo que lo más probable era que el lugar de encuentro estuviese cerca.

Jack había reconocido el terreno, había recorrido de arriba abajo las calles cercanas al palacio y no había visto ningún café ni grandes hostales en la zona. Se puso entonces en lugar del ex mensajero e hizo una breve lista de las tabernas que cumplirían los requisitos obvios: no demasiado lejos del palacio, poco concurridas, sin mucho público, un lugar donde difícilmente hubiera bulliciosas multitudes que pudieran recordar a un clérigo y a quien lo acompañaba.

Ya había estado en dos tabernas. Las dos cumplían las condiciones, pero ninguna albergaba al tipo de personas que él buscaba.

La Mitra del Obispo, en la que en ese momento se encontraba, estaba escondida en una estrecha calle que daba a Royal Street, a unos diez minutos andando desde el palacio, la mayoría de los cuales se invertían en recorrer los extensos jardines de éste.

De las tres tabernas en las que había estado, aquélla era la más prometedora. El interior era oscuro y sombrío incluso a primera hora de la tarde y la clientela parecía medio dormida y no mostraba ningún interés por los demás. Sin embargo, había dos pares de ojos perspicaces y atentos, los de la camarera, más espabilada de lo normal, y los de una vieja en una esquina junto a la chimenea, con una jarra de cerveza en la mano.

Las dos se habían fijado en él cuando entró. La chica lo había aceptado como el trabajador que parecía ser, pero la vieja aún lo observaba con los ojos alerta tras el despeinado flequillo.

Jack supuso que, al igual que con los golfillos, el ex mensajero habría usado diferentes puntos de encuentro y necesitaba a alguien que lo hubiera visto con claridad, que pudiera darle una buena descripción. Se levantó y cogió su jarra de cerveza. Le dio un largo trago mientras se acercaba a la pequeña chimenea en la que un fuego luchaba por mantenerse encendido bajo un montón de turba. Simuló que miraba fijamente las vacilantes llamas. Al cabo de un momento, miró a la vieja que estaba junto a la chimenea y captó el rápido movimiento de los ojos de ella al desviar la vista. Volvió a contemplar las llamas, bebió otro sorbo de cerveza y luego, con una voz tan baja que sólo ella podía oírlo, dijo:

—Estoy buscando a alguien que hubiese visto aquí a un hombre que se encontró y habló con un clérigo en algún momento de los últimos meses. Estoy dispuesto a pagar bien a cualquiera que pueda describirme a ese hombre, no al clérigo, sino al otro.

Esperó pacientemente mientras transcurría todo un minuto; luego, la vieja se rió en voz baja.

—¿Cómo sabrás que estoy describiendo a tu hombre? Podría decirte cualquier cosa, no te enterarías y me quedaría con tu dinero.

Sin mover la cabeza, Jack la miró y percibió el brillante resplandor de sus ojos.

—Si puedes describir al hombre que quiero, también podrás describir al clérigo.

Aquellos brillantes ojos se abrieron sorprendidos y la vieja cabeceó asintiendo.

—Muy astuto por tu parte. Si eso es lo que quieres, te diré que el clérigo es alto, pero no tan alto como tú. Le queda muy poco pelo, pero el poco que le queda es castaño y grasiento. Es un tipo inquieto, siempre con el cejo fruncido, no un alma alegre como alguno de ellos puede ser. No está gordo, pero tampoco escuálido, y sus labios forman un mohín como los de una mujer.

Jack reprimió la sensación de triunfo que amenazaba con embargarlo; su descripción de Humphries era demasiado detallada para ser falsa y esbozó una sonrisa alentadora.

—Muy bien. ¿Y qué hay del otro? — si podía describir al ex mensajero con la misma exactitud, se habría ganado hasta el último penique que llevaba encima.

La mujer hizo una mueca y se quedó mirando el otro extremo de la sala.

—De altura similar, quizá un poco más alto, pero más corpulento. Como un barrilete. Parecía un luchador, aunque iba demasiado bien vestido para serlo. Ojo, no era un caballero, pero tampoco era un criado. — Hizo una pausa antes de añadir—: Tampoco uno de esos agentes de negocios, no tenía aspecto de serlo.

A Jack se le encogió el estómago y sintió un escalofrío.

—¿Y su cara?

—Más blanca de lo normal. Podría decirse que pálida. Y redonda, tosca y redonda. Los ojos también redondos y claros, pequeños. Tenía la nariz ancha y hablaba con un acento que no era de aquí. Parecía extranjero. No escuché lo suficiente para poder decir más. — alzó la vista hacia Jack—. ¿Es suficiente?

Él asintió. Metió la mano en el bolsillo, desechó los peniques, cogió un soberano y se lo dio a la vieja, cuyos ojos brillaron. La mujer lo cogió con cuidado, lo examinó y luego miró a Jack mientras su mano y la moneda desaparecían bajo sus desaliñadas ropas.

—Por este dinero — dijo mientras entornaba los ojos como si estuviera revisando su opinión sobre él—, también te haré una advertencia.

—¿Una advertencia?

—Sí. El hombre al que buscas es peligroso. Se encontraron aquí dos veces. En las dos ocasiones, el clérigo se fue primero y yo vi la cara del otro cuando él salió por la puerta. Estaba planeando algo y no era nada bueno. Parecía peligroso como te digo y también malvado. Así que si piensas buscarlo, ten cuidado.

Jack le dedicó una encantadora sonrisa, se quitó la gorra, le hizo una extravagante reverencia y la dejó riéndose encantada.

Pero cuando salió de la taberna, la sonrisa había desaparecido de sus labios. La descripción de la mujer coincidía demasiado con la descripción de Clarice del hombre que había provocado el accidente de Anthony como para que no fuera la misma persona. Lo que significaba que la vieja tenía un excelente don para juzgar el carácter de la gente. Ese hombre era peligroso, no cabía ninguna duda.

A menudo se había fijado en que los golpes de suerte nunca venían solos. Para regresar al club, se dirigió al puente de Westminster con intención de coger uno de los coches de alquiler que pasaban por allí constantemente. Al llegar a la calle que daba al puente, pasó junto a tres golfillos que se turnaban para barrer la acera. Jack se detuvo, dio media vuelta y se acercó mientras sacaba tres peniques y empezaba a hacer malabarismos con ellos. Cuando se detuvo ante el trío, había captado ya toda su atención.

Observó sus ávidas expresiones y planteó la pregunta con cuidado.

—Un hombre contrató a unos chicos para entregar mensajes por aquí cerca. Es alto, casi tanto como yo, y tiene la cara redonda y blanca. Y es extranjero. — infundió a la palabra un patente disgusto y vio cómo los labios de los chicos se torcían—. Estos peniques son para cualquiera que pueda decirme dónde entregó un mensaje de ese hombre.

Los chicos intercambiaron una mirada de repente, y Jack lo comprendió. Dejó de jugar con las monedas, sacó otros tres peniques y los unió a los tres primeros. Volvió a hacer malabarismos, contemplando los rostros de los chicos. Aún no parecían convencidos. Se detuvo y, cuando añadió otros tres peniques, sonrieron.

Él también sonrió. Tres respuestas. Definitivamente, el destino estaba de su parte.

—En el palacio del obispo, en la puerta principal — dijo uno de los muchachos.

—Yo igual.

—A mí me envió a la puerta de servicio, no a la principal.

Jack los miró y les lanzó a cada uno de ellos los tres peniques. Ellos los cogieron al vuelo, rápidos y seguros.

—Una cosa más. — no debía descartar ninguna posibilidad—. ¿Alguno de vosotros sabe leer? ¿Sabéis para quién eran los mensajes?

De nuevo intercambiaron una mirada. Jack suspiró, metió la mano en el bolsillo y tuvo cuidado de sacar sólo los peniques.

—Dos peniques más para cada uno si podéis decirme a quién iba dirigido el mensaje.

—A un diácono. — uno de los chicos intentó coger las monedas, pero Jack fue más rápido; cerró el puño y lo levantó en el aire.

—Oh, vamos, señor.

Él negó con la cabeza.

—Esfuérzate más. ¿Qué diácono?

El chico hizo una mueca y frunció el cejo. Sus amigos lo alentaron.

—¿Cuál era la primera letra? — lo urgió Jack.

Sus ojos se abrieron como platos.

—Una «H», eso lo recuerdo. Y el nombre era largo, una «M» y una «P» y otra «H», una minúscula.

Jack sonrió.

—Con eso me vale. A ver esas manos.

Los tres se las tendieron con la palma hacia arriba y Jack le dio a cada uno los dos peniques extras prometidos. Brincaron encantados y cuando les dijo adiós y se alejó, le respondieron alegres despidiéndose con la mano.

Sonriente, Jack llegó al puente, paró un coche de alquiler y regresó al club.

—Entonces, ¿el hombre que le envió los mensajes a Humphries y el hombre con el que se reunió en una taberna más de una vez tiene la cara redonda, la tez muy pálida, es corpulento y habla con acento extranjero? — Deverell miró a Jack.

Éste asintió.

—Y viste bien pero no es un caballero. Además, ese mismo hombre echó del camino a Anthony, el primo de James que viajó a Avening para advertirlo de las acusaciones, y lo más probable es que lo hubiera silenciado del todo si Clarice no hubiera aparecido.

La idea le heló la sangre. Si el hombre no hubiera decidido que silenciar también a Clarice no merecía el riesgo... No podía soportar pensar lo que se hubiera encontrado al tomar la última curva de su largo camino de vuelta a casa.

Los cuatro amigos habían pasado el día de incógnito. Al regresar al club, usaron las habitaciones del piso de arriba para volver a ponerse su habitual atuendo de caballeros y luego se reunieron en la biblioteca para compartir lo que habían descubierto hasta el momento.

—Yo opino — comentó Tristan una vez se pusieron al día — que deberíamos concentrarnos en demostrar que esos encuentros nunca se produjeron. Aunque en cada caso, en cada taberna, sabemos que hay gente dispuesta a jurar que Altwood se reunió allí con ese mensajero, también hemos encontrado a testigos igual de creíbles dispuestos a jurar que el vicario nunca puso un pie en el local.

Deverell asintió.

—En cuanto tengamos pruebas, será más fácil hacer flaquear a los que han mentido. He investigado brevemente a los tres supuestos testigos del encuentro a los que debo investigar y a todos se les conoce porque siempre están desesperados por conseguir dinero.

—Les han pagado, de eso no cabe duda. — Jack esbozó una amplia sonrisa—. Pero donde el dinero puede comprar mentiras, más dinero puede comprar la verdad.

—Cierto, aunque supongo que existirá cierta reticencia a disgustar al mensajero. Lo harán si creen que los han descubierto, pero tras haber cogido su dinero, necesitan una «excusa» para cambiar sus historias.

Hicieron una mueca, todos comprendían cómo funcionaban esas mentes tan poco honradas.

—Entonces — sugirió Jack—, primero tendremos que conseguir a nuestros testigos más fiables.

—Exacto. — Christian lo miró—. ¿James Altwood siempre lleva alzacuello?

Él asintió.

—Viste mejor que la mayoría de los clérigos. Chaquetas y pantalones bien confeccionados, botas de buena calidad, pero siempre lleva alzacuello.

Deverell sonrió.

—Lo que quiere decir que si alguna vez estuvo en esas tabernas, tendría que haber llamado la atención.

—Y por tanto lo recordarían — intervino Tristan—. Diría que estamos en camino no sólo de cuestionar las pruebas de los tres incidentes principales de la acusación sino de descartarlas como falsas. Y con eso hecho... quizá sería prudente explicarle a ese diácono Humphries sobre qué terreno tan poco firme se sostienen sus acusaciones.

Jack asintió.

—Ésa parece ser la forma más rápida y limpia de acabar con esta charada. Aún tenemos que reunirnos con él, pero, con suerte, no se nos negará ese placer durante mucho más tiempo... — Jack alzó la vista cuando entró Gasthorpe. Por la insegura expresión de su rostro, adivinó lo que iba a decir.

—Milord — Gasthorpe se dirigió a él—, la dama que vino a verlo el otro día ha regresado. La he acompañado a la salita.

Jack asintió y se levantó.

—Ahora mismo bajo. — a los demás les explicó—: Es lady Clarice Altwood.

Los tres se levantaron de inmediato.

—Nosotros también bajaremos — declaró Deverell.

—Sólo para darte nuestro apoyo. — un brillo burlón iluminaba los ojos de Christian.

Jack soltó un resoplido, pero no se le ocurrió ninguna buena razón para negarse. De hecho, sería aconsejable que Clarice y sus colegas se conocieran. Sin embargo, se aseguró de que, al entrar en la salita, sus amigos no se hubieran quedado rezagados y ella los viera inmediatamente, para que no se comportara como si estuvieran solos.

Los ojos de Clarice se desviaron al instante hacia sus acompañantes. Jack hizo las presentaciones. Con su habitual serenidad, ella les tendió la mano, los saludó y les dio las gracias por su colaboración en la exoneración de James.

Luego volvió a centrar su atención en él.

—He venido para decirte que no podremos interrogar a Humphries hoy. — su expresión se tornó más fría—. Al parecer, está discutiendo con el obispo sobre nuestra implicación.

Jack respondió impasible.

—No llegará muy lejos en este aspecto.

—No, pero nos está retrasando. El deán ha dicho que supone que mañana por la mañana el asunto habrá quedado resuelto a nuestro favor. Ha sugerido que regresemos entonces.

Miró a los cuatro caballeros que permanecían de pie ante ella. La estancia parecía mucho más pequeña con ellos allí. Le bastó una mirada para confirmar que, a pesar de lo civilizados y sofisticados que parecían, en el fondo eran muy parecidos a Jack. Adoptó su expresión más alentadora e interesada.

—Jack mencionó que estaban ayudando a anular las pruebas de los tres encuentros principales. ¿Han averiguado algo?

Se había dirigido a los tres, pero ellos se limitaron a sonreír y a mirar a Jack. Reprimiendo un suspiro, ella también lo miró. Con unas breves palabras, Jack le explicó lo que habían descubierto hasta el momento y su actual objetivo.

—Humm. — tras un momento para asimilar las noticias, Clarice lo miró—. En vista de que no podemos hacer nada más en el palacio, aprovecharé la oportunidad para dejarme ver con Sarah Haverling en un té vespertino. Más tarde hay una cena a la que deberíamos asistir y después dos bailes. — arqueó una ceja.

Jack le sostuvo la mirada y luego asintió.

—Iré a buscarte a las ocho.

Clarice inclinó la cabeza con gesto regio y miró a los otros tres hombres, testigos silenciosos que se esforzaban al máximo por parecer desinteresados o, como mínimo, distraídos. Se preguntó cómo interpretarían el intercambio entre Jack y ella, pero luego desechó la incertidumbre que siguió a ese pensamiento.

Se despidió de ellos que, sonrientes, le hicieron una reverencia y se retiraron para dejar que Jack la acompañara al coche de alquiler que la esperaba en la puerta.

Cuando se detuvieron en la calle, él se llevó su mano a los labios y se la besó. La miró a los ojos sonriendo.

—En el Benedict’s a las ocho.

Con un asentimiento de cabeza, dejó que la ayudara a subir al carruaje.

Jack cerró la puerta y retrocedió, observando cómo el coche se alejaba de nuevo en dirección a Mayfair, llevándola de vuelta al círculo en el que había nacido, al que pertenecía...

Entró en el club y regresó a la biblioteca a tiempo de oír que Tristan le preguntaba a Christian:

—¿Todas las hijas de marqueses son así?

Su amigo arqueó las cejas.

—Mis hermanas tienen ese mismo... aire. Sin embargo, no tan acusado como el de lady Clarice. — Sonrió a Jack al verlo—. Supongo que desviarla de su camino no será fácil.

Él resopló.

—Di más bien imposible y estarás más cerca de la realidad.

—No importa — intervino Tristan—. Al menos no tendrás que soportar su compasión femenina cuando tengas que encargarte de ese canalla.

Jack volvió a resoplar.

—Es más probable que tenga que impedir que ella misma le inflija un castigo demasiado definitivo.

—¿Demasiado definitivo? — Deverell pareció sorprendido—. Después de todo, es un traidor.

Jack frunció el cejo. Mientras estaban charlando, había estado dándole vueltas a lo que habían descubierto.

—En realidad, no creo que lo sea. No se trata de nuestro hombre, el traidor de Dalziel, es sólo su secuaz. Y es extranjero. Su lealtad está en el otro lado.

Christian asintió.

—Una sutil pero significativa diferencia.

—Atraparlo es una cosa — prosiguió Jack—. Mantenerlo con vida podría sernos útil.

Aún de pie, comentaron unos cuantos puntos más, luego, Christian y Tristan se marcharon después de que este último le deseara suerte a Jack en los bailes de la noche y se despidieran entre risas. Él les lanzó una significativa mirada y luego se acomodó en uno de los mullidos sillones. Deverell, por su parte, se acercó a la licorera y sirvió dos copas de brandy. Le entregó una a Jack y también tomó asiento.

Levantó la copa hacia él antes de beber. Jack le devolvió el gesto.

—Estoy impresionado — afirmó su amigo, con un brillo más apreciativo que burlón en los ojos—. ¿Supongo que es por ahí por donde van ahora tus tiros?

Jack pensó en negarlo, pero decidió que no serviría de nada.

—Sí, pero, por Dios santo, no hagas nada que la ponga sobre aviso.

Deverell se recostó en el sillón y lo miró sorprendido.

—¿Por qué no?

—Porque... — se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y, con los ojos fijos en el techo, continuó—: Su opinión sobre los caballeros de nuestra clase no es buena en general. «Evítalos a menos que tengas buenas razones para hacer lo contrario», lo resumiría bien. Si le añades la palabra «matrimonio» a «caballeros de nuestra clase», las cosas se ponen realmente feas.

—Ah. — el tono de Deverell era comprensivo—. ¿Malas experiencias?

Él asintió. Al cabo de un momento continuó, aunque casi para sí mismo:

—Me enfrento a una dura batalla para intentar convencerla de que cambie de opinión.

Deverell sonrió. Con el rabillo del ojo, Jack se dio cuenta y frunció el cejo.

—¿Qué?

—Me he fijado en que no has dicho «una dura batalla para que cambie de opinión». No crees que puedas hacerlo, no directamente. Otra sutil pero significativa diferencia.

Jack lo pensó y luego hizo una mueca.

—Sería una causa perdida pensar lo contrario. Con ella no puedo imponer nada. Sólo puedo presentar mi caso y rezar porque finalmente se muestre a favor de mi proposición. — bebió y miró a Deverell a los ojos—. Cualquier sabio consejo será bienvenido. Éste no es un campo de batalla en el que tenga experiencia.

Su amigo contestó:

—Yo tampoco.

Se hizo el silencio. Se prolongó hasta que, finalmente, Deverell reaccionó.

—El factor sorpresa. — miró a Jack a los ojos—. Haz algo que no espere o, mejor aún, que nunca esperaría. Eso podría ayudarte. Parece el tipo de mujer a la que tienes que sorprender si deseas llevarle la delantera o incluso ser la mano que la guíe.

Él resopló suavemente.

—Oh, sí, así es la reina guerrera.

Deverell pareció asombrado por cómo se había referido a ella, pero luego lo pensó y se rió entre dientes.

Sorbo a sorbo, Jack vació su copa.

Su amigo tenía razón. Así que... ¿cuál era la cosa, la acción, la conducta que su Boadicea nunca esperaría de él?