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—HE accedido al camino por ese hueco en el seto. — Clarice lo señaló y luego miró el lugar del desastre cien metros más adelante—. Me he detenido sorprendida al ver allí el otro carruaje, luego he recordado que había oído gritos justo antes del golpe; al joven maldiciendo, creo.

Miró a Warnefleet y esperó a que asumiera el papel de varón paternalista, le diera unas palmaditas en la cabeza, la tranquilizara diciéndole que todo estaba bien y descartara lo que había visto y, lo que era más importante, lo que había percibido. En cambio la escuchaba con atención, casi tan serio como ella habría deseado. En lugar de descartar sus sospechas, la había estudiado con detenimiento y luego le había pedido que lo acompañara de nuevo al lugar de los hechos. No había intentado cogerla del brazo, sino que se había limitado a caminar a su lado. Había ordenado a los chicos de Crabthorpe que esperaran en la verja hasta que hubiera acabado de examinar el faetón, luego le había pedido que le mostrara por dónde había accedido al camino.

Con los ojos entornados, se quedó allí, junto a ella, y observó el desastre.

—Describa al hombre.

Si se hubiera tratado de cualquier otro día, de cualquier otra persona, se habría sentido ofendida por la cruda orden, pero ese día y viniendo de él, se alegró de que le estuviera prestando la debida atención.

—Alto, más alto que yo. Aproximadamente de su altura. Fornido, brazos y piernas fuertes. Pelo muy corto, claro, podrían ser canas, pero no puedo asegurarlo.

Cruzó los brazos, se quedó mirando el camino y rememoró el momento en su mente.

—Llevaba una chaqueta gris, de buena confección pero no ostentosa. Las botas eran marrones, de buena calidad pero corrientes y guantes para conducir de color habano. Era claro de piel y la cara más bien redonda. — miró a Warnefleet—. Eso es todo lo que recuerdo.

Él asintió.

—Iba a rodear el faetón cuando la ha oído y se ha detenido. — la miró a los ojos—. Dice que se la ha quedado mirando.

Clarice le sostuvo la mirada un momento y luego la bajó hacia el camino.

—Sí. Se ha quedado ahí simplemente... pensando. Reflexionando. — se resistió al impulso de frotarse los brazos para que se le desvaneciera el recuerdo del escalofrío que había sentido.

—¿Y entonces ha dado media vuelta y se ha ido?

—Sí.

—¿No la ha saludado, no le ha hecho ningún gesto?

Ella negó con la cabeza.

—Se ha limitado a dar media vuelta, regresar a su carruaje y marcharse.

Él le indicó que siguiera caminando, pero que lo hiciera por el borde del camino y avanzó a su lado.

—¿Qué tipo de coche?

—Pequeño, negro... Desde atrás es todo lo que he podido ver. Podría ser uno de esos pequeños carruajes que se alquilan en las pensiones.

—¿No ha visto los caballos?

—No.

—¿Por qué cree que el carruaje negro ha echado al faetón del camino?

Clarice estaba segura de que eso era lo que había sucedido, pero ¿cómo lo sabía? Tomó aire.

—Por tres detalles: uno, las maldiciones que he oído antes del accidente. Era la voz de un hombre joven y maldecía a otra persona, no a su caballo, ni a un pájaro ni al sol. A alguien. Y estaba asustado. Aterrorizado. También lo he notado. No me ha sorprendido oír el golpe ni encontrarme con semejante desastre.

Contempló brevemente el duro semblante de su interlocutor, de rasgos angulares y austeros, tan aristocrático como el suyo. Vio que estaba concentrado, asimilando cada una de sus palabras.

—En realidad, no estaba prestando atención, no hasta que lo he oído maldecir, por lo que no me he dado cuenta de que lo que se oía eran las ruedas de dos carruajes. Para ser sincera, ni siquiera había sido consciente de que pasara uno. — miró al frente—. Pero la segunda razón por la que estoy tan segura de que el otro conductor ha provocado deliberadamente el accidente es por la posición de su carruaje. Había parado en medio del camino, pero en diagonal respecto al faetón, porque estaba en el mismo lado del camino que éste.

Casi habían llegado al lugar mismo del accidente. Clarice aminoró el paso.

—Y por último... — se detuvo. Warnefleet se paró también y la observó. Ella le sostuvo la mirada; tenía que explicarle todo lo que había visto, se lo debía al hombre herido—. Por su modo de caminar, decidido, determinado, he notado que no estaba nervioso ni preocupado. Estaba a punto de hacer daño. — miró al otro lado del camino, al faetón volcado—. Ya había provocado el accidente y pretendía acabar lo que había empezado.

Aguardó a que Warnefleet hiciera algún comentario desdeñoso, que le dijera que había dejado volar demasiado la imaginación y se preparó para defenderse...

—¿Dónde se ha detenido el carruaje?

Clarice parpadeó, luego señaló un punto unos metros más allá.

—Por allí.

Jack asintió.

—Espere aquí.

Se hizo pocas ilusiones de que fuera a obedecer, pero al menos le permitió ir delante y lo siguió unos metros más atrás, hasta que él avanzó por el camino y estudió la zona que le había indicado. Un metro más allá, encontró lo que buscaba. Se agachó y examinó las marcas que habían dejado las ruedas del carruaje cuando el conductor había frenado. Se volvió y contempló el faetón volcado mientras calculaba la distancia y el ángulo. Acto seguido se irguió, rodeó la zona donde se había parado el vehículo, consciente de que lady Clarice seguía sus pasos casi literalmente.

Con los ojos clavados en el suelo, examinó el terreno mientras se acercaba despacio al faetón. Él mismo había pasado a caballo por allí y ella había alejado al otro animal. No albergaba muchas esperanzas de encontrar nada... pero entonces la suerte le sonrió. Volvió a agacharse y estudió una única huella de bota, todo lo que quedaba del conductor desconocido.

Los comentarios de la joven dama habían sido exactos. La huella era de una bota normal de caballero, con suela de cuero. Su tamaño, casi tan grande como la de él, coincidía con su descripción. La huella, sin la punta ni el talón más marcados que el resto, sugería que quien la había dejado era presa del pánico. Decidido, había dicho ella, y decididos parecían haber sido sus pasos.

Ella había estado mirándolo con la cabeza ladeada. Cuando Jack se irguió, lo contempló con las cejas arqueadas.

—¿Qué puede decir de eso?

Jack le sostuvo la mirada.

—Que es usted una testigo observadora y fiable.

El hecho de ver cómo se esforzaba por ocultar su sorpresa hizo que hubiera valido la pena hacerle el cumplido.

Sin embargo, se recuperó rápido.

—Entonces, ¿está de acuerdo en que el conductor del carruaje pretendía hacer daño y probablemente matar al joven caballero?

Jack notó que su expresión se endurecía.

—Desde luego, no pretendía socorrerlo. De ser así, no se habría ido de ese modo. — miró una vez más el faetón volcado y luego el lugar donde se había detenido otro coche—. Y también tiene razón en que el conductor del carruaje lo hizo salirse del camino a propósito.

Eso era lo que ella había estado deseando oír. Sin embargo, Jack fue consciente al instante del estremecimiento que la recorrió, aunque se dio la vuelta para ocultarlo. Sin pensarlo siquiera, dio un paso hacia adelante, pero su instinto de conservación reaccionó y lo detuvo. Sabía muy bien que no debía tocarla, cogerla ni atraerla a sus brazos... aunque lo deseara.

Ese descubrimiento lo hizo fruncir el cejo para sus adentros. Nunca había conocido a una mujer más quisquillosa e independiente que aquélla. Muy probablemente, rechazaría cualquier consuelo que él pudiera ofrecerle, porque si se lo ofrecía significaba que había visto su debilidad. Con ironía, se dio cuenta de que la comprendía perfectamente, aunque nunca hubiese conocido a una mujer que pensara de ese modo.

—Vamos. — tuvo que reprimir el impulso de tomarla del codo y convirtió ese movimiento instintivo en una indicación hacia el camino—. La acompañaré a la rectoría.

Ella vaciló, pero luego echó a andar. Tras un momento, alzó la cabeza.

—No tiene por qué hacerlo. Es muy poco probable que me pierda.

—Aun así. — hizo una señal a los mozos de cuadra que seguían a la espera—. Independientemente de todo lo demás, debería ir a ver a James y decirle que he vuelto.

—Me aseguraré de comunicárselo.

—No sería lo mismo.

Jack esperó, pero lady Clarice ya no protestó más. Cuando llegaron al hueco del seto y ella le cedió el paso, con su oscura y centelleante mirada le indicó que rebatiría cualquier argumento en contra de que él pasara delante. Era una victoria muy pequeña, pero, aun así, para ella pareció ser una dulce victoria.

Más allá del seto había una hondonada y luego la tierra ascendía con suavidad hasta la loma donde se encontraba el viejo roble. Una vez pasaron el seto, Clarice miró a su alrededor. Vio su sombrero colgado en las ramas de un árbol cerca de ellos. Sin decir nada, fue a buscarlo. Warnefleet la siguió también en silencio.

Cruzó por la alta hierba extremadamente consciente de que sus sentidos estaban centrados unos metros más atrás, en el alto y atlético cuerpo de hombros anchos y elegantes músculos que la seguía. En su mente podía reproducir sin problemas no sólo su rostro — todo él duros ángulos y planos, con aquel toque de crueldad típico de ciertos varones de su clase—, sino también su físico de extremidades largas y fuertes y movimientos gráciles y controlados. Pero incluso más reveladora, más evocadora y excitante, era el aura que lo envolvía como un manto, una aura que irradiaba peligro; exótica, ilícita y desconcertantemente tentadora. Incluso más inquietante, y más extraña, era la sensación de que la veía a ella, a su verdadero yo, con claridad y aun así no tenía ganas de salir corriendo.

Sin embargo, nada de eso explicaba su propia respuesta física, la repentina tensión que la dominaba, que le afectaba a los nervios, una anticipación que se los despertaba y se los dejaba tensos cuando él no la tocaba. Para Clarice, una sensibilidad de ese tipo no tenía precedentes. Había oído hablar de semejante cosa, había visto a otras damas caer víctimas de ella, pero en su caso nunca le había sucedido. Sin duda, una reacción así no formaba parte de su estilo. Aunque, por otro lado, Warnefleet no era el típico varón arrogante. No es que fuera tan estúpida como para pensar que no era arrogante en absoluto, pero no había conocido a ninguno como él hasta el momento.

Cuando llegaron al árbol, Clarice se detuvo y miró el sombrero. Se balanceaba con la brisa por encima de su cabeza. Se puso de puntillas, pero no llegaba hasta él. Saltó, pero tampoco lo alcanzó. Se estiró todo lo que pudo... y aún le faltaban un par de centímetros. Cuando por encima de su cabeza vio aparecer una mano que descolgó el sombrero de la rama, se quedó sin aliento, pues no sabía que él estuviese tan cerca.

Se volvió de golpe y las botas se le enredaron en la alta hierba, haciéndola caer directamente sobre él. Warnefleet la sujetó y ambos quedaron pegados, pecho contra pecho. Clarice alzó la vista al tiempo que soltaba un jadeo ahogado.

La mortificación debería haberla matado de no ser porque no había espacio para ésta en su mente. Otras sensaciones surgieron y la inundaron y su cerebro quedó atrapado en una red de nuevas experiencias y sentimientos. Había estado en brazos de un hombre antes, pero nunca de ese modo. Nunca el torso contra el que había descansado su pecho había sido tan duro, nunca la sujeción del brazo que la rodeaba había sido tan férrea. Nunca unas manos tan grandes la habían rodeado con tanta delicadeza o con tanta firmeza. Nunca antes sus sentidos habían suspirado como si hubieran descubierto el paraíso. Ni se le había acelerado el pulso, nunca le había ardido la piel.

Se quedó mirando aquellos ojos, verdes y dorados fundidos en un tono avellana, enmarcados por unas largas pestañas y cubiertos por unos pesados párpados y percibió... la fuerza. Una fuerza tan poderosa como la suya, no simplemente de músculo y huesos, sino de mente y voluntad. Una fuerza que no se circunscribía sólo al plano físico, sino que se manifestaba de otros modos, en otros aspectos...

La dirección de sus pensamientos la conmocionó. Parpadeó y volvió a centrarse en sus ojos, en su rostro. Se dio cuenta de que él la observaba con atención y de que no se había movido, que no había hecho ademán de soltarla. Su expresión era claramente de depredador. No hizo ni el más mínimo esfuerzo por ocultarlo, por disimularlo. La imagen que surgió en la mente de Clarice fue la de una gran y poderosa bestia al acecho, contemplando su siguiente festín. Pero él no hizo ningún movimiento, no dio ningún paso, sino que se limitó a esperar.

Clarice sabía que no debía volverse y salir corriendo. Carraspeó, descubrió que tenía las manos apoyadas en sus hombros y se echó hacia atrás. Él la soltó sin problemas, pero sin dejar de observarla. Ella lo miró a los ojos con la cabeza bien alta y alargó el brazo hacia el sombrero mientras lo desafiaba con la mirada a que intentara sacar provecho de ese momento accidental.

—Gracias.

Antes de que pudiera arrebatarle el sombrero de las manos, Warnefleet lo levantó, se lo puso a ella en la cabeza y le dedicó una lenta e intensa sonrisa.

—Ha sido todo un placer para mí.

Si hubiera sido una mujer débil, que se distrajera fácilmente con un rostro hermoso, un cuerpo de guerrero y una sonrisa que prometía experiencias que iban más allá de sus sueños más alocados, tras el incidente del sombrero sin duda habría guardado un prudente silencio durante todo el camino de vuelta a la rectoría. En cambio, con el fin de que Warnefleet comprendiera que no la afectaba, se vio impulsada a darle conversación, el tipo de conversación destinada a ponerlo en su lugar y dejar clara su opinión sobre él; una opinión que no se había visto afectada por sus recientes contactos.

—Entonces, ¿planea quedarse en Avening durante mucho tiempo, milord? — el viejo roble estaba más adelante y su cesta abandonada permanecía a su sombra.

Él no respondió inmediatamente, pero al final afirmó:

—Avening es mi hogar. Yo crecí aquí.

—Sí, lo sé. Pero ha estado ausente durante años. Entiendo que sus intereses lo mantengan en la capital.

Puso suficiente énfasis en la palabra «intereses», como para que supiera que era perfectamente consciente de qué tipo de intereses mantenían a los caballeros como él en Londres.

Se agachó por debajo de las ramas más bajas del roble y el barón la siguió.

—Algunos intereses se manejan mejor desde la ciudad, eso es cierto. — hablaba con un tono despreocupado, pero cuando continuó, Clarice pudo sentir el acero bajo la superficie—. Sin embargo, ningún hombre sensato dejaría que sus asuntos lo ataran a Londres y la mayor parte de sus demás intereses no lo atan a ningún lugar en concreto.

Él también resaltó sutilmente la palabra «intereses». Era más que evidente que había captado la indirecta.

—¿En serio? — Clarice se agachó y cogió la cesta. Luego se irguió, dio la vuelta y lo miró a los ojos—. No obstante, me atrevería a decir que no le resultaría fácil trasladar suficientes de esos otros intereses aquí, a su casa o al pueblo. Por consiguiente, tras solucionar los asuntos que lo han traído hasta aquí, supongo que volverá a irse. De ahí mi pregunta: ¿durante cuánto tiempo planea quedarse?

Jack le sostuvo la mirada. Al cabo de un momento, respondió tranquilamente:

—Usted no parece la clase de mujer dada a fantasías enfermizas.

Sus oscuros ojos centellearon y levantó la cabeza.

—¡No, no lo soy!

Jack asintió, alargó el brazo y le cogió la cesta. Clarice se la entregó sin apenas pensarlo. Estaba demasiado distraída, demasiado ocupada controlando su indignación.

—Eso pensaba — asintió él con calma—. Por eso he escuchado todo lo que tenía que decir sobre el accidente que no fue tal. Y tenía razón al respecto.

—Naturalmente. — frunció el cejo—. Yo no me imagino cosas.

—¿En serio? — la miró a los ojos, sosteniéndole la mirada durante un elocuente momento, luego preguntó con toda tranquilidad—: Entonces, lady Clarice, ¿por qué la ha tomado conmigo? ¿Qué ha imaginado sobre mí?

Cuando la joven vio la trampa y se dio cuenta de que había caído en ella, un leve rubor le tiñó las mejillas por el enfado y la irritación, aunque no por la vergüenza.

Los dedos de Jack se morían por tocar, por acariciar aquella tez del más puro color alabastro, por sentirla, por hacer que se ruborizara a causa de otro sentimiento que no fuera el enfado.

Ella debió de ver algún indicio de sus pensamientos en sus ojos, porque levantó la cabeza de un modo defensivo.

—En su caso, milord, no es necesario imaginar nada. Sus actos a lo largo de los años hablan por sí solos, y con claridad.

Jack estaba en lo cierto. Por algún místico motivo, aquella joven dama lo despreciaba, aunque no se conocieran, no se hubieran visto nunca y mucho menos se hubieran comunicado de ningún modo.

—¿Qué actos son ésos?

Su tono habría avisado a la mayor parte de los hombres que estaban pisando un terreno extremadamente peligroso y Jack estuvo bastante seguro de que ella captó la advertencia, pero cuando sus ojos centellearon, estuvo igual de seguro de que la ignoró sin pensarlo dos veces.

—Mientras su padre vivía, puedo comprender que no hubiese ninguna necesidad apremiante de residir aquí, ningún motivo para que acortara su servicio en el ejército.

—Sobre todo, teniendo en cuenta que el país estaba en guerra.

Lady Clarice apretó los labios, pero inclinó la cabeza admitiendo la observación y concediéndole al menos eso.

—Sin embargo... — se dio la vuelta y abandonó la sombra del árbol en dirección a la rectoría, una vieja casa llena de recovecos, parcialmente oculta por el alto seto que rodeaba el otro lado del campo—, una vez falleció su padre, debería haber regresado. Una propiedad como la suya, un pueblo como Avening, necesita a alguien que lleve las riendas. Pero no, usted prefirió ser un propietario absentista y dejar que Griggs cargara con todas las responsabilidades que deberían haber sido suyas. Lo ha hecho bien, pero no es joven y los años no han pasado en balde para él.

Jack frunció el cejo.

—Yo estaba... con mi regimiento. — había estado en Francia solo, pero no vio ningún motivo para explicárselo—. No podía simplemente retirarme...

—Por supuesto que podría haberlo hecho. Muchos otros lo hicieron. — la mirada que le dedicó fue desdeñosa—. En nuestro círculo, los primogénitos, los herederos, normalmente no sirven en el ejército y, aunque comprendo que la muerte de su padre fue inesperada, cuando le sobrevino, su lugar estaba aquí, no interpretando el papel de deslumbrante oficial en Tunbridge Wells o dondequiera que estuviera destinado.

En Francia, solo, pero Jack se mordió la lengua. ¿Qué había hecho para ganarse aquella reprimenda? ¿Por qué la había animado? Y, lo que era más importante, ¿por qué la estaba soportando? ¿Por qué no se limitaba a hacerla callar con una buena respuesta y la ponía en su sitio con firmeza, recordándole que ella no era quién para juzgarlo?

La miró. Con la cabeza alta y una expresión claramente altiva, caminaba a su lado con fluidez y elegancia. Tenía un modo de andar seguro, seductor, y él no tenía que ajustar demasiado el suyo para que pudiera seguirlo.

Hacer callar a aquella Boadicea, aquella reina guerrera, no sería fácil y, por alguna incomprensible razón, no desearía encontrársela en ningún campo de batalla. Aunque sí deseaba hacerle frente pero en una arena totalmente diferente, una con sedosas sábanas y un mullido colchón sobre el que se tendería... Parpadeó y miró al frente.

—Luego vino Toulouse, pero usted tampoco se molestó en regresar. Sin duda, estaba demasiado ocupado con las celebraciones de la victoria para recordar a aquellos que habían pasado años trabajando aquí para usted, apoyándole.

Había pasado los meses de la falsa victoria en Francia. Solo. Desconfiando de aquella paz demasiado fácil, igual que Dalziel y otros. Había sido él quien había vigilado Elba desde la distancia, el primero en informar que Napoleón había regresado y levantaba sus estandartes de nuevo. Se mordió la lengua con fuerza y apretó la mandíbula.

—Y lo que es peor — continuó ella, condenándolo con cada sílaba que pronunciaba, mientras esa misma emoción iluminaba sus ojos cuando lo miró fugazmente—, cuando todo acabó en Waterloo, agravó sus desaires del pasado y se quedó en Londres, sin duda para ponerse al día en todo lo que se había perdido en sus meses en el extranjero.

Meses no, años. Solo. Cada semana, cada mes de los últimos trece años, los había pasado solo, a excepción de aquellas tres jornadas en Waterloo, que para él habían sido breves y extremadamente peligrosas. Y después de eso, cuando se retiró, se encontró con una serie de importantes responsabilidades, todas apremiantes y muy reales, que aguardaban para reclamar su atención.

Las últimas palabras de lady Clarice habían sido mordaces y su significado claro como el cristal. No podía recordar la última vez que se había dejado llevar del modo en que ella insinuaba. De ahí su estado actual, el intenso, urgente, extremadamente poderoso impulso que lo dominó de saciar sus apetitos carnales reprimidos durante tanto tiempo con aquella guerrera. Con ninguna otra mujer, porque ahora que la había conocido, ninguna otra le serviría. Tenía que ser ella.

Era evidente que suponía un gran desafío, pero a Jack le encantaban los retos, sobre todo los de ese tipo. Una imagen de lady Clarice desnuda bajo su cuerpo, ardiente, desesperada y suplicante, con aquellas largas piernas tensándose alrededor de sus caderas mientras la embestía, lo ayudó a centrar su mente, a tener claro adónde quería ir.

Cuando llegaron al seto que rodeaba la rectoría, ella le lanzó otra de sus hirientes miradas. Jack se la sostuvo mientras, por tácito acuerdo, se detuvieron en la arcada que daba a los jardines de la rectoría.

Estudió su expresión, examinó el desdén que se leía en sus delicadas facciones. Despacio, arqueó una ceja.

—Entonces... ¿usted opina que debería quedarme en Avening y centrarme en mis responsabilidades?

Ella sonrió, pero no con dulzura, sino con condescendencia.

—No, creo que a todos nos irá mejor si regresa a Londres y continúa allí con su existencia hedonista.

Jack frunció el cejo. Lady Clarice continuó, respondiendo sin vacilar a la pregunta que no había llegado a formular.

—Nos hemos acostumbrado a arreglárnoslas sin usted. La gente de aquí ya no necesita un señor. Han elegido a otra persona en su lugar.

Y le sostuvo la mirada, desafiante, una mirada directa y firme, luego se dio media vuelta y se dirigió a la puerta lateral de la rectoría.

Jack frunció aún más el cejo mientras la observaba y dejó que sus ojos disfrutaran del balanceo de las caderas tan femenino, de la evocadora línea que iba desde la nuca hasta la cintura, lo que prometían esas curvas...

No podía haber dicho lo que él creía que había dicho, ¿no? Sólo había un modo de descubrirlo, eso y todo lo demás que deseaba saber sobre aquella reina guerrera. Reaccionó y la siguió al interior de la rectoría.

Allí se encontró con el rector de Avening, el honorable James Altwood, exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado siete años atrás, sentado en su silla, tras el escritorio de su estudio, leyendo un libro. Jack supo de qué trataba dicho tomo sin necesidad de preguntar, porque James era un reconocido historiador militar, profesor y miembro de la junta rectora del Balliol College entre otras cosas. Era responsable de numerosas parroquias, pero además de supervisar el trabajo de sus coadjutores, se pasaba los días investigando y analizando campañas militares, tanto antiguas como contemporáneas.

Como era de prever, su Boadicea lo precedió en el estudio.

—James, lord Warnefleet ha regresado y ha venido a hablar contigo.

—¿Eh? — James alzó la cabeza y miró por encima de las gafas. Reconoció a Jack y dejó el libro sobre la mesa—. ¡Jack, muchacho! ¡Al fin!

Él logró mantenerse impasible cuando James se levantó; muy consciente de la crítica mirada de lady Clarice, se adelantó para estrechar la mano que el hombre le ofrecía y permitió que le diera un efusivo abrazo. James lo estrechó con fuerza y le dio unas palmadas en la espalda. Sin soltarle la mano, retrocedió para examinarlo.

Con los cincuenta ya cumplidos, a James se le empezaba a notar el paso de los años. El pelo castaño que Jack recordaba espeso y ondulado era ahora más fino y le había aumentado la panza. Pero sus ojos reflejaban la misma energía y el mismo entusiasmo. Si alguien había sido el responsable de animar a Jack a que se uniera al ejército, ése había sido James.

Éste dejó escapar una larga exhalación y le soltó la mano.

—Maldita sea, Jack, es un alivio verte sano y salvo.

Junto con el padre de Jack, era uno de los pocos que sabía que no había pasado los últimos trece años en los barracones de ningún regimiento.

Jack le dedicó una sonrisa sincera. Con James, nunca se había mostrado de otro modo, siempre había sido él mismo.

—Es un gran alivio estar de vuelta. — y no pudo evitar añadir—: Al fin, como tú tan sabiamente has especificado.

—Desde luego, desde luego. Después de tanto caos con las propiedades de tu tía abuela. Pero ven, ¡siéntate, siéntate! — le señaló un asiento y, cuando fue a acomodarse en su butaca, recordó a su prima—. Ah, gracias, Clarice.

Primero la miró a ella y luego a Jack, a quien Clarice miraba fijamente, pero no pareció capaz de interpretar la expresión de la joven. Jack, sin embargo, no tuvo esa dificultad. La reina guerrera era rápida. Había oído la referencia que James había hecho de su tía abuela y ahora tenía dudas. Cuando su primo la miró, Jack le dedicó una sonrisa provocadoramente superior.

—Ah... entonces, ¿ya os conocéis? — dijo el vicario, mirando a una y a otro, y percibió un trasfondo que asimismo fue incapaz de interpretar.

—Sí. — cuando Jack arqueó las cejas, Clarice desvió la mirada hacia su primo—. Cuando estaba recogiendo setas, un carruaje ha sufrido un accidente en el camino, cerca de la mansión de Avening.

—¡Dios santo! — James le indicó a ella que se sentara y esperó a que lo hiciera antes de acomodarse él en su sitio—. ¿Qué ha pasado?

—La verdad es que no he visto el accidente pero he sido la primera en llegar. — miró a Jack cuando éste se sentó en el otro sillón—. Luego, ha llegado lord Warnefleet a caballo.

—¿Ha habido algún herido? — preguntó el vicario.

—El conductor — respondió Jack—. Un joven caballero. Está inconsciente. Lo hemos instalado en mi casa y hemos llamado al doctor Willis. La señora Connimore está encargándose de él.

James asintió.

—Bien, bien. — miró a su prima—. ¿Alguien de la zona?

—No. — Clarice frunció el cejo dubitativa.

Jack recordó que había hecho ese mismo gesto en el camino.

—¿Pero...? — la urgió James antes de que él mismo pudiera hacerlo.

Apretó los labios y miró a Jack y luego a James.

—Sé que no lo conozco, no lo conozco en absoluto, pero me resulta familiar.

—¡Ah! — James asintió.

Jack deseó saber por qué. Clarice continuó:

—Parece demasiado joven para ser alguien a quien haya conocido en el pasado, pero me preguntaba si podría ser el hermano menor de alguien, o el hijo, y que por eso yo hubiera percibido el parecido.

Jack se preguntó qué círculos habría frecuentado en ese «pasado». Como si le hubiera leído la mente, Clarice se encogió de hombros.

—Lo único que eso significa es que muy probablemente pertenezca a alguna familia de la buena sociedad, lo cual no nos lleva muy lejos.

—Humm. Debería ir a visitarlo — dijo James—. Si no recobra el sentido pronto, lo haré, aunque si tú no puedes identificarlo, es improbable que yo pueda. — dirigió la mirada a Jack—. E incluso menos probable aún es que tú sepas algo de él. Supongo que no has estado frecuentando clubes y casas de juego últimamente, ¿no?

Consciente de la aguda mirada de Clarice, Jack resopló.

—Apenas he tenido tiempo de visitar a mi sastre.

Una llamada en la puerta anunció a Macimber, el mayordomo de James, que reconoció a Jack y le hizo una reverencia.

—Bienvenido a casa, milord.

—Gracias, Macimber.

El hombre miró entonces a James.

—La señora Cleever desea saber si lord Warnefleet se quedará a almorzar, señor.

—¡Sí, por supuesto! — contestó James y, dirigiéndose a Jack añadió—: Te quedarás, ¿verdad? Supongo que la señora Connimore estará encantada de tenerte de vuelta en tu propia mesa, pero yo tengo una mayor necesidad de escuchar tu voz y saber en qué has estado metido.

Él sostuvo la mirada de su amigo mientras valoraba la calidad de la otra perspicaz mirada de ojos oscuros fija en su rostro.

—Estaré encantado de quedarme a almorzar. — se volvió y miró a lady Clarice—. Si no es una molestia.

«Si ella no se opone.»

La joven comprendió perfectamente su pregunta. James, confuso, los miró alternativamente, pero ellos lo ignoraron.

Jack supo cuándo tomó la decisión, en qué instante la balanza se inclinó a su favor y la curiosidad le ganó la batalla al desdén.

—Le aseguro que no será ninguna molestia... — se detuvo y luego continuó, pero esa vez su voz recuperó su habitual tono decidido—. De hecho, con el herido a su cargo, estoy segura de que la señora Connimore ya tendrá suficiente tarea, sobre todo no estando informada de la llegada de su señoría.

Ese último comentario fue expresado con toda la intención de morder, pero Jack contuvo una réplica y se abstuvo de decirle que ya no era un niño.

Mientras James daba instrucciones a un encantado Macimber para que prepararan la mesa para tres, Jack se concentró en planificar el mejor modo de sacar provecho a la ventaja que lady Clarice y su injustificada desaprobación le habían ofrecido. Cuando uno se enfrentaba a reinas guerreras, no debía desperdiciar ninguna oportunidad.

Un asunto que lo obsesionaba era su edad. Sería el primer tema que abordaría en cuanto descubriera qué hacía la hija de un marqués viviendo aislada en el campo con James. Un escándalo era lo único que se le ocurría. Sin embargo, lady Clarice no parecía el tipo de mujer que desafiaría las convenciones sociales. Era difícil imaginar a una mujer menos frívola, menos superficial que ella.

—¡Bueno! — James se recostó y lo miró con entusiasmada anticipación—. Empieza por los acontecimientos más recientes. ¿Cómo has encontrado Londres después de, cuántos, trece años?

Él hizo una mueca.

—No muy diferente, la verdad. Los nombres no han cambiado, aunque los rostros se ven envejecidos y el juego sigue siendo el mismo.

—Y sigue sin afectarte lo más mínimo, ¿eh? — James sonrió—. Siempre le dije a tu padre que no debía preocuparse porque pudieran seducirte los encantos de la capital.

—Pues sí — asintió Jack con tono seco y tuvo buen cuidado de no mirar a lady Clarice para ver qué pensaba de la visión de él que tenía James. Se moría por saberlo, pero si la miraba, ella se daría cuenta...

—Griggs me dijo que ese tal Ellicot... El abogado de tu tía abuela se llama Ellicot, ¿verdad?

Jack asintió.

—Abogado, representante y albacea, todo en uno. Y accedió a esa posición sólo un mes antes de que mi tía abuela Sophia dejara este mundo, así que estaba tan verde como yo en lo referente a las propiedades.

—Complicado. — James asintió comprensivo—. Como decía, Griggs me dijo que Ellicot estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, así que no me sorprendió que te quedaras en la ciudad.

—Nos ha costado meses. — Jack se recostó y no trató de ocultar las frustraciones de los últimos meses. El modo más fácil de convencer a su Boadicea de que se había equivocado por completo al juzgarlo era simplemente ser él mismo—. Ellicot lo hizo lo mejor que pudo, pero la verdad es que deberían haberse tomado algunas decisiones y haberse dado algunos pasos, incluso sin mi conocimiento ni autorización. Sin embargo, comprendo perfectamente que estaba en una situación muy difícil, sobre todo porque ni siquiera me conocía.

—Sin duda. No es tarea fácil administrar las propiedades en nombre de un cliente desconocido.

Jack asintió y describió algunas de las múltiples dificultades a las que se había enfrentado al regresar a Inglaterra. La mayoría eran asuntos referentes a la administración de propiedades.

Aunque era mujer, quedó claro que lady Clarice comprendía las repercusiones, incluso las menos obvias para los inexpertos. Con el rabillo del ojo, Jack vio cómo iba frunciendo el cejo cada vez con más intensidad.

En cuestión de media hora, había acabado de contar los acontecimientos recientes, a excepción de los concernientes a sus fallidos intentos de encontrar una esposa adecuada, ésos se los guardó para sí. La joven escuchaba mientras James y él discutían algunas de las medidas que había tomado para facilitar el funcionamiento de las numerosas propiedades que ahora poseía. Jack sonrió para sus adentros ante el reticente respeto que atisbó en los ojos de ella.

Poco después, Macimber apareció para anunciarles que el almuerzo estaba servido. Todos se levantaron y lady Clarice encabezó la marcha hacia el comedor. James se sentó a la cabecera de la mesa, su prima lo hizo a su izquierda y Jack a su derecha.

—Bueno — James cogió la bandeja de fiambres—, parece que has superado todos los obstáculos. Estoy seguro de que tu tía abuela estaría satisfecha. Así que ahora ya puedes retroceder siete años. Me informaste de tus órdenes cuando estuviste en casa por última vez. ¿Cambió mucho tu misión entre entonces y Toulouse?

Él negó con la cabeza.

—No sustancialmente. Aún había que hacer muchos juegos malabares. Había que engañar al enemigo y, por supuesto, el propósito principal era desbaratar todos los tratos que pudiera, sobre todo con el Nuevo Mundo. A veces, me pasaba semanas enteras en tabernas del muelle, sonsacando y reuniendo información sobre los tratos previstos. Cuando la guerra continuó, empezaron a hacerse cada vez menos cosas a través de los canales oficiales, lo cual hacía que resultara mucho más duro descubrir lo que realmente sucedía, lo que se traía, lo que se enviaba, cuándo, cómo y a través de quién.

—¿Y seguías bajo las órdenes de ese caballero de Whitehall?

—Desde luego. Sigue allí, aún en activo.

James asintió mientras reflexionaba. Luego tragó saliva y dijo:

—Y entonces, ¿qué pasó después de Toulouse? Las cosas debieron de cambiar.

Clarice se esforzó por ocultar su interés. Mantenía la mirada fija en su plato y los labios firmemente apretados. Hizo todo lo que pudo para pasar desapercibida. Había animado a Warnefleet a que se quedara a almorzar con ellos porque sabía que James lo interrogaría y deseaba estar allí para verlo sufrir de vergüenza y para contemplar cómo lo obligaban a darse cuenta de sus defectos. En cambio, era ella quien no sabía dónde meterse. O, al menos, ése sería el caso si no estuviera tan fascinada.

Era evidente que se había equivocado con Warnefleet y que había malinterpretado los comentarios sobre él, no sólo por parte de James sino también de todo el mundo a su alrededor, incluido el personal de la mansión Avening, pero hasta que pudiera saber hasta qué punto se había equivocado, hasta qué punto tendría que disculparse, tendría que averiguar la verdad leyendo entre líneas la conversación de James y el barón, aquella conversación tan irritantemente imprecisa, sin poder pedirles que hablaran con claridad.

—Sí para la mayoría, pero no para mí. — Warnefleet hizo una pausa mientras elegía las palabras y luego miró a James—. En concreto, había muchos en nuestra línea de defensa que se mostraban escépticos ante la abdicación. Todos teníamos raíces en la sociedad francesa y ninguno de nosotros creía que la batalla estuviera verdaderamente ganada.

—Sin embargo, la mayoría regresaron a casa.

Warnefleet asintió.

—Pero unos cuantos y yo nos quedamos. En mi caso, contaba con una buena y fiable conexión con Elba. Otros se quedaron en los puertos para estar al tanto de cualquier movimiento. No sé cuánto tiempo nos habríamos quedado allí vigilando, pero no pasó ni un año antes de que volviera a declararse la guerra.

—Y entonces, ¿qué? — James se inclinó hacia adelante. El entusiasmo era evidente en su rostro.

Clarice se descubrió conteniendo la respiración. Se arriesgó a dirigir una rápida mirada al rostro de Warnefleet, que miraba hacia ella, pero sin verla realmente. Le dio la impresión de que estaba inmerso en el pasado.

Entonces lo vio apretar los labios y mirar a James.

—Waterloo llegó rápidamente.

—Estuviste allí, ¿verdad?

—Un pequeño grupo y yo participamos técnicamente en el combate, pero no llegamos a acercarnos a menos de diez kilómetros del campo de batalla.

James entornó los ojos.

—¿Líneas de abastecimiento?

Warnefleet asintió.

—Primero fuimos a por las municiones, luego a por las monturas y, por último, a por los refuerzos.

El vicario frunció el cejo.

—Puedo entender cómo lograsteis las dos primeras cosas, pero ¿la última?

—Con la confusión y, preferiblemente, el caos. — los labios de Warnefleet se curvaron en una sonrisa irónica—. Tuvimos que ser ingeniosos.

Para disgusto de Clarice, Macimber entró en ese momento y empezó a retirar platos. La comida había acabado, pero aún no había oído todo lo que deseaba. ¿A qué se refería con que habían sido ingeniosos? ¿Cómo de ingeniosos habían sido? ¿Qué...?

James se acabó el vino, dejó la copa y le dedicó una agradable sonrisa a su amigo.

—Bueno, muchacho, demos un paseo. Así podrás explicarme los detalles.

Antes de que Clarice pudiera pensar en algún modo de retenerlos, su primo se levantó y le sonrió.

—Una comida excelente, querida.

Ella ocultó su decepción tras una máscara de frialdad.

—Me aseguraré de transmitirle tu felicitación a la señora Cleever.

—Y si es tan amable, transmítale también la mía — dijo Warnefleet.

Ella alzó la vista y lo miró a los ojos. Como James, estaba de pie, contemplándola. A Clarice no le resultó difícil interpretar el mensaje. Era demasiado astuto para regodearse, pero vio que ella sabía lo equivocada que había estado y lo incómoda e insostenible que era ahora su actitud hacia él. Estaba claro que esperaba una disculpa y tarde o temprano tendría que dársela.

Con su habitual expresión de serena calma, Clarice asintió con elegancia.

—Milord, sin duda volveremos a vernos.

Jack arqueó una ceja, dirigió la mirada hacia James y luego inclinó la cabeza.

—Lady Clarice — sus ojos color avellana volvieron a clavarse en los suyos. Esbozó una encantadora sonrisa, nada de fiar—, ha sido un placer conocerla.

Mientras le hacía una grácil reverencia, Clarice se mordió el labio, reprimiendo una ácida réplica y asintiendo con un regio gesto de la cabeza. No lo miró cuando él abandonó la estancia, detrás de James.

Puede que tuviera que tragarse su orgullo, pero no estaba dispuesta a hacerlo en público, ni siquiera delante de su primo. Su instinto le advertía que, cualesquiera concesiones que se viera obligada a hacer para aplacar a Warnefleet, lo mejor sería que las mantuviera sólo entre ellos.