12

Tras ese comentario... Alicia se pasó todo el viaje de vuelta a casa metida en una fiebre de especulaciones. El vals le había dejado los nervios y los sentidos alerta; mecerse sobre los adoquines en la oscuridad, con Tony a su lado y su duro muslo pegado al de ella no hizo nada por calmarla.

La noche anterior... ¿o había sido esa misma mañana? Fuera cuando fuese, no le cabía ninguna duda de que no había más paradas en su camino. Sin embargo, hasta entonces no lo había considerado seriamente, no se había hecho a sí misma la fatídica pregunta. Llegados a ese punto, ¿qué haría? Si surgía el momento y tenía la posibilidad, ¿la aprovecharía o intentaría evitarlo hasta el final? Una vocecilla le susurraba: «¿Cómo se evita lo inevitable?».

Cuando llegaron a Waverton Street y él la ayudó a bajar, Alicia se sentía tan tensa como la cuerda de un violín. Adriana la siguió por la escalera de entrada. Tony cerraba la marcha. Maggs abrió la puerta; Alicia retrocedió y dejó que entrase su hermana. Se fijó en que Tony examinaba la calle, a uno y otro lado, mientras avanzaba hasta el umbral.

Adriana, pensando sin duda en Geoffrey Manningham, se fue al piso de arriba con poco más que un «buenas noches». Sin saber si debía sentirse agradecida o irritada, Alicia le hizo a Maggs un gesto con la cabeza.

—Gracias. Puede retirarse. Yo despediré a lord Torrington.

Vio cómo la puerta de servicio se cerraba, dejándola a solas con el hombre que sería su amante. Despacio, se dio la vuelta... y se encontró sola. Tony no estaba. La puerta del salón estaba abierta. Frunciendo el cejo, se acercó y vio una oscura silueta en la estancia sin luz, de pie junto a los grandes ventanales. Confusa, Alicia entró.

—¿Qué haces?

—Comprobar estos pestillos.

Las ventanas daban a una estrecha zona que separaba la casa de la calle.

—Jenkins comprueba las cerraduras todas las noches y sospecho que Maggs también.

—Muy probablemente.

Se detuvo en medio de la estancia y cruzó los brazos bajo el pecho.

—¿Te parecen bien?

—No. —Tony se volvió desde las ventanas y la estudió en la penumbra—. Pero bastarán. —De momento.

Hasta que pudiera pensar en una forma de mejorar las defensas que se sentía impulsado a erigir a su alrededor. Necesitaba saber que ella estaba a salvo y deseaba que fuera suya. En esas circunstancias, la satisfacción vendría, tendría que venir, en ese orden.

La realidad se le había echado encima mientras estaba sentado a su lado en el carruaje y había notado sus nervios, su creciente agitación. Después de todo lo que había pasado en los últimos dos días, ¿qué mujer no se sentiría nerviosa?

Aquél no era el momento de empeñarse en conquistarla, por muy fuertes que fueran sus pasiones. Aparte de todo lo demás, no había olvidado el anterior error de Alicia al creer que él esperaba que le mostrara su agradecimiento. No había olvidado el diabólico plan de Ruskin: la «gratitud» exigida como pago por la protección.

Ahora él era su protector, en más aspectos, en más circunstancias, más efectivamente presente de lo que Ruskin lo había estado nunca.

No. La quería a salvo, deseaba que supiera que estaba a salvo y que no tenía necesidad de darle las gracias de nuevo. No quería que acudiera a él por gratitud. No la deseaba de ese modo, no esperaba que acudiera a él con ningún sentimiento que lo complicara todo entre los dos. Anhelaba mucho más de ella. Cuando acudiera a él, tenía que ser porque lo deseaba, porque lo deseaba a él del mismo modo que él la deseaba a ella. Así de sencillo... Así de poderoso.

Para conseguir todo eso, para alcanzar todos sus objetivos, ese punto era crítico. No se cuestionaba por qué era así, pero tenía muy claro que lo era.

Alicia lo observaba, confusa, cada vez más tensa.

Tony atravesó la estancia. Ella lo miró acercarse, pero no se movió. Ni para acercarse, ni para alejarse.

Tony se detuvo delante de ella y, a través de las sombras, vio su rostro levantado hacia él. Despacio, le rozó la delicada mandíbula con los dedos; luego le enmarcó el rostro con ambas manos, al tiempo que bajaba la cabeza y la besaba.

Alicia se abrió a él de inmediato; le devolvió el beso sin urgirlo a que continuara, pero sin negar tampoco su propio deseo. Levantó las manos y las posó sobre el dorso de las de él, una sutil y muy femenina caricia de aceptación.

Durante unos largos minutos, se quedaron allí, en la fría oscuridad, con los cuerpos separados por escasos centímetros y las bocas unidas, dando y recibiendo, devorándose el uno al otro.

Las lejanas campanadas de un reloj rompieron el silencio y le recordaron a Tony el paso del tiempo. A regañadientes, retrocedió y, con la misma desgana, o al menos eso pareció, ella se lo permitió.

Estudió el rostro y los ojos de Alicia. No pudo identificar la expresión que había en ellos, pero no necesitaba pistas visuales para saber que ella era tan consciente como él, tan dolorosa y atormentadamente consciente, del sensual torbellino que giraba a su alrededor, de la potente fuerza de atracción que se había convertido en mucho más que eso entre ellos.

Bajó las manos y tuvo que carraspear para recuperar la voz.

—Me voy. —A pesar de su determinación, hubo un leve rastro de interrogación en sus palabras.

Alicia tomó una profunda inspiración que hizo elevarse sus pechos y asintió.

—Sí. Y... gracias por todo lo que has hecho.

Ningunas otras palabras podrían haberlo convencido más de que debía irse. Se volvió hacia la puerta y Alicia lo siguió. Él se detuvo para cederle paso, pero cuando ella avanzó, se oyó una pesada llamada en la puerta delantera.

Los dos se quedaron inmóviles. Entonces, Tony se adelantó y la hizo apartarse a un lado.

—Deja que vea quién es.

Alicia no puso ninguna objeción. Se quedó donde él la había dejado mientras lo veía atravesar el vestíbulo y abrir la puerta.

En el umbral estaba uno de sus sirvientes, que sonrió aliviado.

—Milord. —Hizo una reverencia y le tendió una carta—. Esto ha llegado del club Bastion con instrucciones de que se le entregase en mano lo antes posible.

Tony cogió la misiva.

—Gracias, Cox. —Una rápida mirada al sello le indicó que era de Jack Warnefleet—. Buen trabajo. Ya me encargo yo, puedes irte.

Cox se inclinó y se fue. El sonido de sus pasos se apagó cuando Tony cerró la puerta.

—¿Qué ocurre? ¿Noticias? —Alicia se acercó.

—Muy probablemente. —Él rompió el sello y desplegó la hoja. Leyó la única frase que había escrita.

—¿De quién es?

—De Jack Warnefleet. Ha estado investigando las conexiones de Ruskin en el norte. —Dobló la nota y se la metió en el bolsillo—. Ha regresado con algunas noticias que cree que debería comunicarme de inmediato.

Jack le había escrito diciéndole que había descubierto algo importante y le proponía que se reuniera con él en el club Bastion urgentemente.

La posibilidad de que por fin tuvieran algo sobre A. C. hizo que la anticipación, la emoción de la caza, lo dominara.

—Está en el club. Iré allí ahora.

Miró a Alicia. Ella había percibido su excitación y se le había contagiado. Con los ojos abiertos como platos, apoyó la mano en el pomo de la puerta.

—Me informarás si averiguas algo importante, ¿verdad? ¿Como quién es A. C.?

Especulando sobre qué posibilidades podría plantear la nueva información, Tony asintió cuando Alicia abrió la puerta.

—Sí, por supuesto.

Sus palabras sonaron distantes, el gesto de su cabeza distraído; Alicia reprimió una maldición. Lo cogió del brazo y tiró de él hasta que la miró, hasta que se centró realmente en ella.

—Prométeme que vendrás y me lo contarás si averiguas algo importante.

Le sostuvo la mirada, preparada para mostrarse beligerante si se ponía evasivo. En cambio, él la miró a los ojos y sonrió.

—Te lo prometo.

Bajó la cabeza, le dio un rápido beso y salió.

—Cierra bien la puerta y corre los pestillos. Los dos.

Con una mueca, ella cerró. Obediente, corrió el pestillo que quedaba sobre su cabeza y luego se agachó para correr el que había cerca del suelo. Se irguió y escuchó. Un instante después, oyó cómo Tony bajaba la escalera y se alejaba.

Media hora más tarde, en la oscuridad de su cama, Alicia se incorporó, aporreó la almohada y volvió a tumbarse.

Ella no quería dar el paso final, se recordó a sí misma mentalmente con tono estridente. En vano, porque eso no atenuó lo más mínimo su nervioso malhumor, no alivió el desaliento que la dominaba, como si hubiera estado a punto de recibir un regalo maravilloso pero éste se hubiera postergado en el último momento.

Ese sentimiento no tenía sentido, era ilógico, pero muy real. Se había pasado toda la noche en ascuas, cada vez más nerviosa, preocupándose por lo que sucedería entre ellos a continuación, inquieta porque sabía demasiado bien que Tony intentaría avanzar, planearía el momento y...

Que se sintiera tan desagradecida por su paciencia hablaba por sí solo.

Era evidente que Tony había decidido ir más despacio y ella debería aprovechar ese tiempo que le había concedido para concentrarse en las cosas que eran más importantes, como Adriana y su plan, y los chicos. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la almohada. Se ordenó a sí misma pensar en esos temas, en las cosas que siempre habían dominado su vida, decidida a relajarse.

Pero en cuestión de segundos su mente ya había vuelto a desviarse hacia un par de ojos negros, el contacto de sus labios, firmes y maleables sobre los de ella, hacia las sensaciones de sus manos, acariciándola, hacia la íntima exploración de su lengua...

Finalmente, se durmió y se sumergió en un mundo de sueños.

Se despertó un poco después, ante un imperioso golpe en la puerta de su dormitorio. ¿No sería...? Se quedó mirando la puerta entre las sombras. Se abrió y entró Tony. Recorrió la estancia con la mirada y la localizó en la cama. Incluso en la oscuridad pudo sentir su mirada clavada en ella. Entonces se volvió y cerró sin hacer ruido.

Alicia se incorporó con dificultad, apoyándose en los codos mientras luchaba por deshacerse de la bruma del sueño y por poner en funcionamiento su mente. ¿Qué? ¿Por qué? ¿Había sucedido algo serio?

Los movimientos calmados y deliberados de Tony le sugirieron que eso último era improbable. Había atravesado la estancia. Sin mirarla a los ojos, se volvió y se sentó en el borde de la cama, que se hundió bajo su peso.

Ella se quedó mirando su espalda; luego se incorporó y se cubrió el pecho con las mantas. Sólo vislumbraba brevemente su rostro, pero sus ojos se habían adaptado ya a la oscuridad. Le parecía más duro de lo habitual, con sus rasgos como esculpidos en granito.

Tony no se dio la vuelta, sino que se inclinó hacia adelante.

Alicia frunció el cejo.

—¿Qué ocurre?

Su susurro flotó por la estancia.

Él no respondió de inmediato; en lugar de eso, se oyó un golpe sordo y ella se dio cuenta de repente de que Tony se había quitado un zapato.

Se movió y alargó la mano hacia el otro.

—Me pediste que si averiguaba algo importante, viniera y te lo contara.

Ésas habían sido sus palabras exactas. Alicia se agitó, intrigada...

—Sí. ¿Y bien? —Un repentino pensamiento le vino a la cabeza. Fijó la vista en su espalda—. ¿Cómo has entrado?

El segundo zapato golpeó el suelo.

—Por una de las ventanas del salón. Pero no tienes que preocuparte. —Se levantó y se volvió hacia la cama—. La he vuelto a cerrar con pestillo.

Eso no era lo que la preocupaba.

Con los ojos muy abiertos y la boca seca, observó cómo se quitaba la chaqueta, miraba a su alrededor y la dejaba sobre el taburete del tocador. Luego, sus dedos se alzaron hasta el pañuelo y deshicieron el nudo.

—¡Cielo santo! Tenía que..., tenía que... —Tragó saliva.

—¿Tu amigo ha descubierto algo importante?

Debía distraerlo.

—¿Jack? —Su tono era inexpresivo—. Sí. Resulta que ha descubierto muchas cosas.

Se quitó el pañuelo y lo tiró sobre la chaqueta; luego se llevó las manos a los botones de la camisa.

A Alicia cada vez le resultaba más difícil pensar, tragar saliva, incluso respirar. ¿Había llegado realmente el momento? ¿Así, sin previo aviso?

El pánico fue aumentando más y más. Se aferró a las mantas.

—Entonces... ¿qué has descubierto? —Intentó recordar qué había pasado entre ellos antes. ¿Le había transmitido sin saberlo alguna invitación sexual?

—Jack ha investigado el entorno de Ruskin. En Bledington. —Tony se acabó de desabrochar los botones hasta abajo, luego la miró, se sacó la camisa de los pantalones y se la quitó. Sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y pudo ver lo abiertos que Alicia tenía los suyos. Se preguntó cínicamente hasta dónde aguantaría antes de venirse abajo. Tiró la camisa a un lado y se llevó las manos a la cinturilla del pantalón para desabrochárselo.

—Las propiedades de Ruskin son poco más que unos cuantos campos; heredó su afición al juego de su padre. Los ingresos de los que disfrutaba no podían proceder de ningún modo de sus propiedades. —Se desabrochó el pantalón—. En todo caso, con el mantenimiento de la casa en la que viven su madre y su hermana, se le iba todo el dinero que tenía.

Ella no se movió, no dijo nada cuando se quitó los pantalones y los tiró junto con el resto de la ropa. Tony se sintió aún más decidido; le costaba mucho ocultar sus emociones, la mezcla de incredulidad, ira y dolor en su rostro. Envuelto sólo por las sombras, rodeó la cama. Avanzó sin hacer ruido. Estaba excitado, pero Alicia, aparentemente perpleja, sólo miraba su rostro, aún no había bajado la vista. La vio humedecerse los labios.

—Pero... ¿qué tiene eso...? —Hizo un intento bastante visible y valeroso de centrar sus pensamientos—. Quiero decir, ¿por qué es eso tan importante?

—No lo es. —Tony oyó la dureza de su propio tono. Mientras la observaba atentamente, a punto de perder los nervios, alargó el brazo hacia las mantas—. Pero hay otros hechos que Jack ha descubierto que son mucho más sorprendentes.

Los nudillos de Alicia se le pusieron blancos cuando cogió las mantas, pero cuando él las levantó con el rostro tenso, ella aflojó el agarre y la sedosa manta se deslizó por sus dedos.

—Oh. Entiendo...

Lo miraba fijamente, pero Tony habría jurado que en realidad no lo veía. Su tono le había parecido distante, como si estuviera pensando en otra cosa. Su ira, fuertemente contenida hasta el momento, surgió. Se metió en la cama, soltó las mantas y se volvió hacia ella.

Su plan, el plan que tenía, era obligarla a reconocer la verdad, la verdad que Jack había descubierto, la verdad que tan hábilmente le había ocultado a su protector y futuro marido. Había tenido la intención de conmocionarla, de usar esa verdad para reprenderla, para hacerle pasar la vergüenza de tener que admitirla; había imaginado que Alicia sucumbiría a su virginal nerviosismo mucho antes.

Aún convencido de que lo haría, de que en cualquier momento se dejaría llevar por el pánico, que detendría aquello y lo reconocería todo, alargó los brazos hacia ella. La cogió por los delgados hombros y notó la fina seda del camisón deslizarse por aquella suave piel; la atrajo hacia él despacio, sin dudar, con total deliberación.

La miró a la cara. En sus rasgos no había rastro de miedo, de pánico, de nada remotamente similar al aturullamiento frenético y avergonzado que esperaba. Más bien al contrario.

Finalmente ella lo miraba, estudiaba sus ojos, su rostro. Su expresión parecía serena, casi resplandeciente. Alicia alzó las manos para enmarcarle el rostro y luego le rodeó el cuello con los brazos.

De repente, Tony perdió la paciencia y la pegó a él por completo, cuerpo contra cuerpo con sólo una fina capa de seda entre los dos. Sin embargo, no había contado con el efecto que eso tendría sobre sí mismo.

Por un instante, el mundo a su alrededor se tambaleó y se sacudió antes de volver a estabilizarse, pero ya no era como había sido antes. Se quedó sin aire, se le tensaron todos los músculos del cuerpo, todos sus nervios cobraron vida. Unos impulsos, potentes y primitivos, surgieron y lo atravesaron. La cabeza le dio vueltas. Oyó cómo Alicia contenía la respiración. La miró a los ojos y vio algo similar al asombro en su cara. Durante largos segundos el tiempo se detuvo. Entre ellos el calor se desbordó. Las llamas se encendieron y crecieron codiciosamente.

Alicia bajó la vista hacia sus labios y Tony, fuera de control, la besó.

No supo quién había hecho el primer movimiento. Ella levantó la cabeza y él bajó la suya. Sus labios se encontraron. Y el fuego prendió, se avivó con fuerza. Se pegó a él y Tony se vio perdido. Ella abrió la boca y él se sumergió en su interior. Se sumergió en ella. En absoluto pasiva, Alicia le respondió pegando el cuerpo al suyo, hundiendo los dedos en su pelo; su lengua se batió en duelo con la suya, incitando, invitando. Deseando.

Había perdido el control incluso antes de ver siquiera la amenaza. Se había esfumado por un anhelo que no se parecía a ninguno que hubiera sentido antes. Alicia estaba con él con deseo, con pasión; descaradamente lo alentó a continuar. El instinto lo reclamó, primitivo y sin restricciones, desatado tras haber sido ignorado durante tanto tiempo. Tenía que tomarla, tenía que tenerla debajo de él, hacerla suya. No era la lujuria lo que lo impulsaba sino algo más profundo, más poderoso, algo que habitaba en su corazón y en su alma y que prestaba poca atención a los dictados del cerebro.

En un minuto, el beso se volvió voraz; los movimientos de las manos de Tony se hicieron más duros, sus dedos tomaron el control, posesivos.

Alicia percibió el cambio en él y se regocijó. Dio rienda suelta a sus propias necesidades por primera vez en su vida: deseaba todo lo que él deseaba, quería experimentar todo lo que él y ella podían ser juntos. Había tomado la decisión. O su mente la había tomado por ella, no estaba segura, pero fuera como fuese, estaba convencida, más allá de toda duda, de que aquello estaba escrito, de que debía ser así. Lo supo en cuanto Tony se volvió hacia ella, desnudo, excitado y, sin embargo, de algún modo, no amenazante para sus sentidos. A sus ojos, era hermoso, incomparablemente viril. Nunca encontraría a otro hombre en el que pudiera confiar como confiaba en él, con ningún otro sentiría la misma certidumbre de que continuaría adelante sin miedo, de que podía rendírsele sin perderse a sí misma; de que su victoria también sería la suya; de que en sus brazos siempre estaría segura, protegida, cuidada, adorada.

A pesar de la urgencia que lo atravesaba, que endurecía su cuerpo y hacía jirones el velo de elegancia que normalmente ocultaba su fuerza, ésta aún era evidente. Todas sus caricias eran claramente sexuales, no bruscas pero sí potentes, contundentes, exigentes, incluso depredadoras. No obstante, todas tenían un único objetivo: despertar sus sentidos y aumentar su goce. El placer era su moneda de cambio, la única.

Alicia la aceptó y la hizo suya. Empezó a recorrerlo con las manos, dobló los dedos sobre sus hombros desnudos, disfrutando de la escultural fuerza que se tensaba bajo ellos, de la elasticidad de su carne, tan diferente a la de ella. Mantenía todo su cuerpo pegado a él mientras Tony la devoraba con la boca, le masajeaba el trasero y mantenía su erección, un pesado y caliente bulto, contra su estómago, por lo que Alicia no pudo retroceder lo suficiente para deslizar las manos entre ellos y, viendo que se le negaba la oportunidad de explorar su pecho, le pasó una mano por la espalda y descendió descaradamente hasta su cintura y el sutil inicio de su trasero. Eso fue cuanto pudo alcanzar. Sin embargo, percibió el placer que le daba su contacto. Sintió que se detenía, distraído, con los labios pegados a los suyos y en seguida volvía a centrar su atención en ella, más ardiente, más dura, más urgente.

Animada, decidida, Alicia se echó hacia atrás y él se lo permitió, moviéndose sobre su cuerpo de forma que su peso la pegó a la cama; entrelazó las piernas con las de ella, le soltó el trasero y tomó en su lugar sus pechos.

El beso continuó con el mismo entusiasmo, sus bocas se fundieron en un festín de mutuo deseo, su hambre seguía aumentando, el calor entre ellos se intensificó, elevándose descontroladamente. Ninguno de los dos intentó refrenarlo; ninguno se lo planteó siquiera. De común acuerdo, lo dejaron crecer.

Tony la había recorrido antes, la había tenido desnuda bajo sus manos. No obstante, aquello era diferente. Alicia sintió que sus sentidos se hacían añicos intentando disfrutar ávidamente de cada nueva sensación. Desde el roce de las piernas cubiertas de vello de él contra la fina piel de las de ella hasta el inesperado peso de su cuerpo sobre el suyo, la promesa de la dura y caliente longitud ahora pegada a su cadera. Todo era nuevo, fascinante y cautivador. También lo era la compulsión en su interior, que aumentaba y crecía con cada latido de su corazón, con cada caricia de aquellas duras manos. Tony la fue haciendo avanzar y ella lo siguió encantada, respondiéndole e, incluso, cuando percibía que se esforzaba por recuperar el control, lo provocaba.

Tenía las manos apoyadas en sus hombros y las deslizó hacia abajo. Pegó las palmas a su caliente carne, buscando, explorando con los dedos, tan lascivamente sensual como él le recorrió los músculos y enredó los dedos en el vello que le cubría levemente la piel. Descubrió un pezón plano y lo acarició hasta convertirlo en un tenso bultito.

Tony movió las caderas contra ella. Envalentonada, Alicia bajó las manos y le acarició el tenso y ondulado abdomen, luego siguió descendiendo hasta que lo encontró, caliente, pesado, una funda de terciopelo sobre acero.

Tony se apoyó sobre los antebrazos para permitirle que lo recorriera. Ella aprovechó la oportunidad y lo hizo, lo acarició, luego lo tomó entre las palmas casi de un modo reverente, asombrada, fascinada por la textura, el peso, la longitud y el grosor, por aquella piel similar a la de un bebé, tan increíblemente sensible sin duda. Pudo sentir su reacción a todas sus caricias, notó el temblor de los tensos músculos, el calor que fluyó a través del beso, desbordándose y aumentando con cada caricia de la yema de sus dedos, de cada delicada presión.

De repente, Tony interrumpió el beso y se acostó de espaldas, arrastrándola con él. El repentino cambio de postura la distrajo momentáneamente. Mientras reevaluaba la situación, con la atención centrada en el contacto del cuerpo masculino ahora debajo del suyo, Tony alargó los brazos, cogió el borde del camisón y se lo subió hasta los muslos.

Alicia descubrió lo que pretendía y lo miró a los ojos. Volvieron a ser ellos, cuerdos, racionales, aunque ya no quienes habían sido antes, porque habían avanzado, habían recorrido la última etapa de su camino y casi habían llegado a su destino.

Era diferente de lo que Alicia había imaginado.

Tony no dijo nada, simplemente esperó con el deseo reflejado en los ojos, en el cuerpo, tenso e inmóvil debajo de ella.

En su interior, Alicia sintió cómo aumentaba su propio deseo, lo reconoció similar pero levemente diferente al de él. En el fondo de su alma, sabía que ambos deseos se complementaban, que se verían satisfechos con aquel acto, saciados al mismo tiempo.

Siguieron mirándose a los ojos, con los labios a meros centímetros de distancia. Sus alientos, jadeantes y entrecortados, llenaban suavemente el silencio.

Alicia descubrió que le era imposible sonreír. En lugar de eso, enredó los dedos en la seda de su camisón y tiró de ella hacia arriba.

Tony no esperó más, se lo levantó, se lo pasó por las caderas, por la cintura, por encima de los pechos y esperó a que sacara los brazos para quitárselo y deshacerse de él. Y así quedó desnuda. La atrajo hacia él sin darle tiempo a pensar, a reflexionar sobre la intimidad, la vulnerabilidad. Le acercó los labios a los suyos y tomó su boca, volviendo a sumergirla en las llamas, en la hoguera del deseo mutuo.

Sus manos estaban por todas partes, reclamándola de nuevo, ahogándola en gloriosas sensaciones. Las llamas rugieron; el calor los envolvió. De repente, Alicia estuvo segura de que su piel ardía y él quemaba. Sus manos parecían hierros incandescentes que extendiesen un fuego líquido al acariciarla, al hacerla claramente suya. Entonces volvió a rodar y la atrapó debajo. Le hizo abrir las piernas y se situó entre ellas. Apoyado en un brazo, se cernió sobre ella mientras se alimentaba de sus labios y sus caderas la mantenían pegada a la cama. Deslizó la otra mano entre los dos y encontró lo que buscaba. Estaba inflamada, húmeda y anhelante, la necesidad de sentirlo en su interior le resultaba casi dolorosa. Alicia lo sabía, no intentó negarlo ni ocultarlo. Sus dedos juguetearon brevemente y luego la penetraron. Una vez, dos, se sumergieron en ella y después retrocedieron.

Tony se movió, Alicia sintió su peso entre las piernas. Luego notó la roma punta de su erección separando su inflamada carne y deslizándose sin problemas entre sus pliegues. Se detuvo, se apoyó en ambos brazos y se elevó sobre ella al mismo tiempo que interrumpía el beso.

Ella hizo un esfuerzo y abrió los ojos. Jadeante, apenas consciente, alzó la vista hacia la de él, que sostuvo la mirada. El deseo los envolvió en un caparazón de llamas; Alicia sintió que su cuerpo se derretía, pero al mismo tiempo estaba dolorosamente vacío. La necesidad de que él llenara ese vacío retumbó con un ritmo constante y compulsivo en su sangre. Con los ojos fijos en los suyos, todos sus sentidos se concentraron en el lugar donde se unirían, en la suave carne inflamada entre sus piernas, en aquella dura y pesada erección.

Tony empujó. Mantuvo la mirada fija en la de ella mientras, despacio, avanzaba y la llenaba. No apresuradamente, sino centímetro a centímetro. Alicia sintió que su cuerpo cedía, se abría, notó hasta el último centímetro de su grosor cuando se sumergió aún más, cuando su interior se esforzó por adaptarse a aquella invasión.

El difícil momento llegó, como ella había sabido que llegaría. Intentó aferrarse a la calma, encontrar alivio respirando más de prisa, pero la presión y el dolor aumentaron más y más... Habría cerrado los ojos, habría girado la cabeza, pero la mirada de Tony la mantuvo cautiva. La mantuvo allí con él, firme como una roca, mientras poco a poco la hacía abrirse más y más... Su cuerpo se tensó, se arqueó bajo el suyo y aun así siguió mirándola a los ojos y se sumergió más profundamente. La presión cedió. Desapareció con una aguda punzada de dolor. La dejó jadeante, con el pecho subiendo y bajando agitadamente, pero aún centrada en su mirada. Percibió más que vio su satisfacción.

Tony se detuvo, se quedó inmóvil durante unos momentos mientras ella se esforzaba por recuperarse, por asimilar el cambio; la observó a la espera. Pareció saber el momento exacto en que la ardiente sensación desapareció, la opresión sobre sus pulmones cedió y el miedo la abandonó. Continuó, entonces con su invasión, todavía despacio, pero más seguro. La observó, siguió mirándola a los ojos, pendiente de hasta el más mínimo detalle de su respuesta mientras la reclamaba, la llenaba, la hacía suya. Se había rendido al instinto hacía rato, en aquel primer momento acalorado en que su propia necesidad lo había superado. A partir de ahí, no había necesitado pensar. Sabía qué deseaba, qué necesitaba. Implacable, lo tomó..., la tomó a ella.

Y parte de esa conquista era eso, aquella lenta y terrible primera invasión completa. Una marca al rojo vivo, una declaración, una aceptación. El acto de compartir.

Había necesitado saber, estar con ella, apreciar lo que sentía, ver cómo reaccionaba. Siempre se había fijado en las respuestas de las mujeres con las que se acostaba. Sin embargo, esa vez no catalogaba simplemente, no provocaba una reacción para sacar provecho de ella. Esa vez, estaba inmerso en el instante, experimentando tanto el dolor como aquella gloriosa ráfaga de liberación, de unión sexual con Alicia; sintiendo a través de todo aquello una sensación más profunda de conexión, algo más intenso bajo el placer físico.

Continuó avanzando y el cuerpo de ella continuó cediendo, envolviéndolo, hasta que al fin quedó totalmente sumergido en su interior. Aún sosteniéndole la mirada, retrocedió un poco y volvió a avanzar, atento a cualquier señal de malestar. Al no percibir ninguna, al notar que su cuerpo se relajaba bajo el suyo y su abrasador canal se cerraba con fuerza a su alrededor, bajó la cabeza y ella levantó la suya, ofreciéndole los labios. Él los tomó, los reclamó. Sin más instrucción, dejó que su cuerpo hiciera lo que deseaba, como tenía que hacer, y la reclamara.

La diminuta porción de su mente que permanecía lúcida había esperado un acto furioso y rápido. En cambio, la tomó despacio; incluso en ese momento, incluso liberado de toda restricción, su cuerpo siguió en perfecta sintonía con el de ella, guiándolos a ambos sin una dirección concreta, respondiendo a cualquier temblorosa contracción de su vagina, a cualquier movimiento nervioso de sus piernas y, finalmente, al vacilante balanceo de sus caderas cuando aprendió a responderle y seguirle el ritmo.

Su progresión fue lenta, mesurada, deliberada y arrasadora. Cuando lo alojó en su interior y su cuerpo siguió al de ella, a Tony se le ocurrió preguntarse quién había reclamado a quién. Quién dirigía, quién estaba al mando... Él no, y no podía ser ella.

Nunca se había sentido tan completamente absorto, tan completamente inmerso en el instante, tan completamente consciente. No sólo de la mujer que tenía debajo, sino de su propio cuerpo, de su propio placer. El de Alicia intensificaba el suyo como una serie de espejos, reflejando una y otra vez cada minúsculo apretón, cada suave gemido, cada repentina tensión de los dedos sobre la piel. Lo inundaba y lo llenaba, inflamaba la exquisita tirantez de su entrepierna, alimentaba la tensión que lo impulsaba. Lo había hecho descender para que su cuerpo se encontrara con el suyo y sus pechos estaban atrapados bajo los pesados músculos de su torso. El áspero vello le rozaba la sensible piel, los pezones se habían convertido en dos duras cimas y la creciente presión se movía con cada profunda embestida. Tenían la piel en llamas, brillante, resbaladiza; Alicia le deslizaba las manos por la espalda sin rumbo fijo, recorriendo los largos planos cada vez con más urgencia. Sus estómagos se unían, sus caderas se pegaban. Sus bocas se habían fundido y los labios se devoraban, codiciosos, en una conexión que completaba algún circuito que los mantenía inmersos, atrapados en la compulsión que los impulsaba, totalmente entregados.

La rendición llegó con un repentino aceleramiento, primero del cuerpo de Alicia, luego del suyo. Estaba tan profundamente sumergido en su interior que lo arrastró con ella; la liberación se los llevó a ambos en una larga y gloriosa oleada dorada. Unidos, la cabalgaron, dejaron que los arrebatara y los lanzara muy alto, hacia los cielos, hacia los dominios del éxtasis.

Tony se vació en su interior y sintió que la vagina se contraía con fuerza, aceptándolo, tomándolo.

La oleada cedió.

Volvieron despacio a la Tierra; sus cuerpos se relajaron, toda la tensión desapareció. Sus labios se separaron, sus alientos se mezclaron mientras, abrazados y con los ojos aún cerrados, saborearon la cercanía.

Él notó sus brazos tensos a su alrededor, que luego se relajaban. Con las últimas fuerzas que le quedaban, se echó a un lado para no aplastarla cuando la inconsciencia más profunda que hubiera conocido nunca lo atrapó e hizo que se desplomara.