10

—¡Hemos encontrado una pista! ¡Hemos encontrado una pista! —Matthew entró corriendo a la salita de estar y se lanzó feliz en los brazos de Alicia.

—Bueno, creemos que es una pista —comentó David detrás de él.

—¡Nos lo hemos pasado fenomenal! —Los ojos de Harry brillaban cuando se dejó caer en el diván, junto a su hermana—. ¿Queda algún bollito?

—Por supuesto. —Sonriendo, Alicia abrazó a Matthew, aliviada y complacida al mismo tiempo. Cinco minutos estudiando la lista de Tony la habían convencido de que ella no tenía ninguna esperanza de encontrarle algún sentido. A Adriana tampoco se le había ocurrido nada, pero le había sugerido que les preguntara a Jenkins y a los chicos, porque sus frecuentes excursiones a menudo los llevaban hasta los muelles.

Ella había tenido dudas sobre si era prudente hacerlo, pero Jenkins había acogido con agrado el desafío para sí mismo y sus pupilos. Los chicos, naturalmente, se habían sentido emocionados de poder ayudar a Tony de algún modo. Así que envió a Maggs con ellos para que estuvieran más seguros y permitió que salieran de excursión.

Soltó a Matthew para hacerle una señal a Adriana, que se levantó y tiró de la campanilla. Un momento después, Maggs y Jenkins se asomaron al salón y Alicia les indicó que entraran.

—Vengan a contarnos las noticias, pero primero pidamos el té para celebrarlo.

No sabía cuánto crédito darle a la pista de sus hermanos, pero sin duda se merecían una recompensa por haber hecho lo que les había pedido.

Matthew y Harry les explicaron qué muelles habían visitado y les dijeron los nombres de varios barcos y sus probables destinos. Luego, Maggs abrió la puerta, Jenkins entró con la bandeja del té y todos se acomodaron para escuchar las noticias. Tanto Matthew como Harry estaban ocupados con sus bollitos, que ese día rebosaban miel; por un tácito consenso, todo el mundo miró a David.

El chico pidió la lista; Jenkins se la dio y él alisó la hoja.

—Hay treinta y cinco barcos en la lista y sobre muchos de ellos no hay nada extraño o inusual. —Miró a Alicia—. Preguntamos a muchos estibadores y encontramos a uno que pudo hablarnos de todos los barcos. Así que sabemos que a diecinueve no les ha pasado nada extraño, nada que alguien sepa, al menos. Pero... —hizo una pausa para darle la máxima emoción y comprobar que sus dos hermanas eran conscientes de la importancia de su revelación— ¡hemos descubierto que los otros dieciséis se perdieron aproximadamente en esas fechas!

Los ojos le brillaban al contemplar el rostro de Alicia y luego el de Adriana; ambas estaban muertas de curiosidad.

—¿Hundidos? —preguntó Alicia—. ¿Los dieciséis hundidos?

—¡No! —El tono de Harry indicaba que ella no había entendido nada—. ¡Tomados como botín durante la guerra!

—¿Como botín? —Confusa, miró a Jenkins.

El hombre asintió.

—Durante todas las guerras, los buques mercantes son objetivo de los ejércitos enemigos. Es una táctica habitual para dejar al país con el que se está en guerra sin provisiones vitales. Incluso una escasez de, por ejemplo, calabazas, podría causar inquietud entre los civiles y ser una medida de presión para un gobierno enemigo. De hecho, es una táctica muy antigua.

Alicia intentó reflexionar sobre esa información.

—Entonces, ¿estáis diciendo que dieciséis barcos...? —Cogió la lista que sostenía David; habían escrito una pequeña «B» en el margen al lado de casi la mitad de los nombres—. ¿Que estos dieciséis barcos se tomaron como botín de guerra...? —Alzó la vista—. ¿Por quién?

—Eso no lo sabemos —replicó Maggs—. Pero a quienes les hemos preguntado creen que lo más probable es que fueran corsarios extranjeros o las armadas francesa o española. —Señaló a los chicos con la cabeza—. Sus hermanos han dado en el clavo sobre a quiénes preguntar. Ha sido idea suya hacerlo a los estibadores. Son quienes descargan las mercancías, así que recuerdan los barcos para los que fueron contratados para descargar y que no llegaron, porque entonces no se les paga.

Alicia se quedó sentada, intentando asimilar todo lo que le habían explicado mientras se tomaban el té y los bollitos. Cuando, una vez acabaron, los chicos la miraron esperanzados, ella les sonrió.

—Muy bien. Habéis hecho un trabajo excelente y sin duda habéis aprendido mucho esta tarde, así que se acabaron las lecciones por hoy.

—¡Síiiiii!

—¿Podemos ir a jugar al parque?

Alicia miró por la ventana; aún había luz, pero pronto anochecería.

—Los llevaré si lo desea, señora. —Maggs se levantó—. Sólo durante media hora, para que se relajen corriendo.

Ella le sonrió.

—Gracias, Maggs. —Luego miró a sus hermanos—. Si prometéis obedecer a Maggs, podéis ir.

Todos se levantaron de un salto mientras coreaban sus respuestas afirmativas y salieron entre empujones de la habitación. Con una sonrisa comprensiva, el sirviente los siguió.

Alicia los observó marcharse. Estaba en deuda con Torrington por haberlo enviado. Maggs cuidaba tan bien de sus hermanos como ella pudiera desear.

Jenkins retiró la mesa y se llevó la bandeja; Adriana empezó a hacer bocetos y Alicia se quedó sentada con la lista en la mano, deseando que Tony, Torrington, estuviera allí.

Esa noche, Alicia había decidido asistir al baile de lady Carmichael. Informado de ello por Maggs, Tony no vio motivo para llegar pronto; mejor dejar que la primera avalancha pasara antes de subir la escalera de los Carmichael.

Había pasado la mayor parte de la tarde con el señor King, averiguando más cosas sobre Alicia, en concreto sobre sus finanzas. Como sospechaba, tenía un contrato de préstamos con King, pero para su sorpresa, el hombre no había aceptado con entusiasmo su oferta de comprárselo. De hecho, a su proposición le siguió un intercambio verbal que duró hasta que ambos acordaron poner las cartas sobre la mesa. Una vez Tony dejó clara la naturaleza de su interés, King se mostró mucho más complaciente; aceptó quemar el contrato de Alicia en presencia de él a cambio de un cheque bancario por el valor adecuado. Como el objetivo de King era asegurarse de que nadie, ni siquiera él, pudiera amenazar a Alicia con aquel contrato y el único propósito de Tony era eliminar esa carga financiera de los hombros de ella, aceptó encantado.

La cantidad que había pagado había sido otra revelación. Sabía cuánto costaba mantener las diversas casas y saldar las cuentas de su madre con modistas y sombrereras, por lo que no lograba comprender cómo se las arreglaba Alicia con la parca suma que había pedido prestada. Sólo sus vestidos deberían de costar más.

No obstante, King le había asegurado que ella no estaba en deuda con nadie más y, comprendiendo su asombro, le dijo que él también había pensado que la cifra era demasiado pequeña pero que, cuando hacía poco había cenado con ellas, no detectó ni el más mínimo rastro de frugalidad o escasez.

Tony comprendió entonces que la imagen que el hogar de los Carrington presentaba al mundo era una fachada extraordinariamente bien montada, sin una sola fisura. Tras esa fachada, sin embargo... Recordó la falta de sirvientes y la comida sencilla pero abundante que Maggs había descrito. Como bollitos y mermelada para el té.

El pago de Alicia a King, capital más interés, debía hacerse efectivo en julio. La vida de ella ya habría cambiado drásticamente para entonces, pero cuando fuese a pagar la deuda, como King y él esperaban, el prestamista acordó decirle simplemente que un benefactor anónimo la había pagado. Ella supondría que había sido Tony y éste estaba impaciente por enfrentarse a sus intentos por hacer que lo reconociera.

Mientras entraba en el salón de baile de lady Carmichael con una sonrisa en el rostro, se deleitó con una oleada de autosatisfacción. Saludó a la anfitriona y luego se unió a la multitud. El baile estaba en pleno apogeo: el salón era una mezcla de sedas y satenes de todos los tonos que giraban en torno al negro de las chaquetas de etiqueta de los caballeros. Miró a su alrededor, esperando localizar el grupo de Adriana en algún lugar, en un lateral de la sala.

En cambio, vio a Geoffrey Manningham apoyado en la pared, con la mirada claramente sombría clavada en él. Sus instintos reaccionaron, se acercó y lo miró con un inquisitivo fruncimiento de cejo.

—¿Dónde están? —gruñó el joven—. ¿Lo sabes?

Tony parpadeó. Su satisfacción se evaporó y se volvió para examinar la estancia.

—Tenía entendido que estarían aquí.

—Pues ya te aseguro yo que no están.

Geoffrey era presa de la tensión que su voz y su pose reflejaban. La mente de Tony empezó a funcionar a toda velocidad; intentó imaginar qué podría haber sucedido. ¿Podría haberse equivocado Maggs? Miró al joven.

—¿Cómo supiste que estarían aquí?

Geoffrey lo miró como si ésa fuera una pregunta sumamente estúpida.

—Adriana me lo dijo, por supuesto.

Eso lo inquietó aún más. Las hermanas habían decidido ir a ese baile, pero llevaban mucho retraso.

Una contenida conmoción junto a la puerta atrajo su atención. Un lacayo le susurraba con urgencia al mayordomo mientras le presentaba una nota. El hombre la cogió, se irguió con autoridad y examinó a los invitados.

Su mirada se detuvo en Tony.

El mayordomo avanzó sin correr. Sin embargo, lo hizo lo más rápido que alguien como él podía ir. Se inclinó ante Tony.

—Milord, uno de sus sirvientes acaba de traer este mensaje. Entiendo que el asunto es urgente.

Dándole las gracias, cogió la nota doblada que había sobre la bandeja. La abrió, la leyó rápidamente y luego miró al mayordomo.

—Por favor, que preparen mi carruaje inmediatamente.

El hombre hizo una inclinación antes de retirarse.

—Por supuesto, milord.

Tony volvió a abrir la nota y la sostuvo de forma que Geoffrey pudiera leerla también.

La letra era de mujer. La mano que sostenía la pluma estaba claramente agitada. Adriana había estado demasiado nerviosa para molestarse siquiera en escribir un saludo.

Milord, no sé a quién más podría pedir ayuda y Maggs me asegura que esto es lo correcto. En el momento en que salíamos para dirigirnos a casa de los Carmichael, han llegado unos policías junto con un detective de Bow Street. Se han llevado a Alicia.

La escritura se interrumpía; una mancha de tinta emborronaba la página. Luego, Adriana continuaba:

¡Por favor, ayúdenos! No sabemos qué hacer.

Había firmado simplemente como Adriana.

Geoffrey maldijo.

—¿Qué diablos está pasando?

Tony se metió la nota en el bolsillo.

—No tengo ni idea. —Miró al joven—. ¿Vienes?

El otro le lanzó una adusta mirada.

—Como si hiciera falta preguntarlo.

Bajaron rápidamente la escalera y llegaron a la calle en el momento en que el carruaje de Tony se detenía allí.

Éste abrió la puerta y le indicó a Geoffrey que entrara.

—¡A Waverton Street! Lo más rápido que puedas. —Dicho eso, subió y cerró de un portazo.

Su cochero siguió sus órdenes. Recorrieron las calles a toda velocidad, tomando las curvas a un ritmo temerario. En cinco minutos, el carruaje se detuvo ante la casa de Alicia, y Tony y Geoffrey estuvieron en la acera antes de que el carruaje dejara de balancearse. Maggs abrió la puerta principal ante su imperiosa llamada.

—¿Qué sucede? —le espetó Tony.

—Que me zurzan si lo sé —gruñó Maggs en respuesta—. Lo más extraño que he visto nunca. Muy bonito que cuando una dama se está preparando para ir a un baile se la detenga en su propio vestíbulo. Me pregunto adónde vamos a ir a parar.

—Desde luego. ¿Dónde está Adriana? ¿Los niños saben algo?

—Están todos en el salón. No he podido evitar que lo oyeran. Se ha montado un buen escándalo. La señora Carrington les ha dado guerra a los muy sinvergüenzas, pero no estaban dispuestos a marcharse ni tampoco a dejarla ir al baile y esperar hasta más tarde. Creo que ella los ha acompañado para sacarlos de la casa, porque los niños y la señorita Adriana estaban muy alterados.

La expresión de Tony se endureció. Se dirigió al salón. En cuanto abrió la puerta, cuatro pares de ojos se clavaron en él. Un segundo después, Matthew se le abalanzó, rodeándole la cintura con los brazos.

—La traerás de vuelta, ¿verdad?

Las palabras, vacilantes, quedaron apagadas por el abrigo de Tony.

David y Harry se habían quedado a unos pocos pasos de distancia. Este último se limitó a aferrar el brazo de Tony con la misma pregunta en el semblante. David, el mayor, le tiró de la manga y cuando él lo miró, tragó saliva y lo miró a su vez a los ojos.

—Se han equivocado. Alicia nunca haría nada malo.

Tony sonrió.

—Por supuesto que no. —Apoyó una mano en la cabeza de Matthew y le alborotó el pelo; luego le pasó un brazo a Harry por los hombros y lo abrazó antes de urgir a los tres niños a quedarse en la habitación.

—Iré en seguida y la traeré de vuelta. Pero primero...

Una sola mirada al pálido rostro de Adriana le indicó que estaba tan preocupada como sus hermanos, pero tener que consolar a los chicos y contener su pánico la había obligado a controlar el suyo propio. Sin embargo, a pesar de la conmoción, a pesar del modo en que apretaba sus dedos entrelazados, no estaba histérica, se la veía lúcida.

—Han dicho que se la llevaban a la comisaría local.

—Está al sur de Curzon Street —intervino Maggs.

Tony asintió y entró del todo en la sala con Geoffrey detrás. Mientras Tony se sentaba en un sillón, con los chicos arremolinándose alrededor de los mullidos brazos del mismo, Geoffrey se sentó al lado de Adriana, le cogió la mano y se la apretó con gesto tranquilizador. Ella le sonrió débilmente, más bien sin ganas.

—Ahora, contadme exactamente qué ha pasado —dijo Tony.

Adriana y los niños empezaron a hablar todos a la vez; él levantó una mano.

—Primero Adriana. Vosotros escuchad con atención por si podéis añadir algo que se le pueda olvidar a ella.

Los niños se dispusieron a escuchar obedientes; su joven hermana inspiró profundamente; luego, con la voz temblándole de vez en cuando, le explicó que justo cuando Alicia y ella estaban a punto de salir para dirigirse al baile, un pesado golpe en la puerta anunció la llegada de la policía, acompañada de un detective.

—Había dos policías y el detective. Este último era el que estaba al mando. Han insistido en que Alicia... —se interrumpió, tomó aire y continuó—, en que Alicia mató a Ruskin. Que lo apuñaló. ¡Es ridículo!

—Supongo que les habrá dicho que están locos, ¿no?

—No con esas palabras, pero por supuesto, ella lo ha negado.

—Esos hombres no la han creído —comentó Matthew.

Él le sonrió.

—Unos locos, como ya he dicho.

El niño asintió y volvió a recostarse sobre el hombro de Tony, que miró a Adriana para animarla a seguir.

—Hemos intentado razonar con ellos... Alicia incluso ha usado el nombre de usted. Les ha dicho que usted estaba investigando el asunto, pero ni siquiera han esperado a que lo llamáramos. Estaban absolutamente seguros de que Alicia es una... ¡asesina! —Con los ojos abiertos como platos, la joven la miró suplicante—. Eran unos hombres muy rudos... No le harán daño, ¿verdad?

Tony reprimió una maldición, intercambió una rápida mirada con Geoffrey y se levantó.

—Iré hacia allá ahora mismo. La traeré de vuelta en seguida. Geoffrey se quedará aquí y os hará compañía. Puede que volvamos tarde, pero no os preocupéis. —Se alisó el abrigo y dirigió a los niños una tranquilizadora mirada—. Tendré unas palabras con ese detective y me aseguraré de que los policías no vuelvan a cometer un error tan estúpido.

Cinco minutos más tarde, subía con decisión la escalera de la comisaría. Dos miembros del cuerpo de policía que salían para hacer sus rondas lo miraron y se apartaron de su camino de inmediato.

Tony caminó pisando con fuerza sobre las baldosas del vestíbulo, echó una rápida mirada a su alrededor y clavó la vista en el supervisor, que, tras el estrecho escritorio, lo miraba con creciente inquietud. Aquella comisaría estaba situada en el límite de Mayfair, así que el desventurado supervisor sabía quién podía ser un problema con mayúsculas en cuanto lo veía. Su expresión cuando se puso en pie apresuradamente sugería que era consciente de que en ese momento se le venía uno encima.

—¿Puedo ayudarle, sir..., milord?

«Creo que tienes algo que es mío.»

Tony se tragó esas palabras, refrenó su ira y, con bastante suavidad, dijo:

—Creo que ha habido un error.

El sargento palideció.

—¿Un error, milord?

—Exacto. —Tony sacó el tarjetero y dejó una tarjeta sobre el escritorio—. Soy lord Torrington y, según Whitehall, estoy a cargo de la investigación sobre el asesinato de William Ruskin, difunto funcionario del Servicio de Aduanas e Impuestos. Tengo entendido que dos de sus hombres, en compañía de un detective, han visitado una residencia privada en Waverton Street hace una hora y se han llevado por la fuerza a una dama, la señora Alicia Carrington. Lo que me han explicado y que, sin duda, usted y sus hombres podrán corroborar, es que la señora Carrington ha sido acusada de haber apuñalado a Ruskin.

En ningún momento alzó la voz; hacía mucho tiempo que había aprendido el truco de hacer que los subordinados temblaran con un tono bajo y duro como el acero.

Clavó la mirada en el hombre, que en ese instante se sujetaba a su mesa como si necesitara apoyo.

—Quizá debería mencionarle que fui yo quien descubrió el cuerpo de Ruskin. En esas circunstancias, me gustaría que me dieran una explicación y preferiría que fuera ahora mismo, pero primero, antes que nada, soltarán a la señora Carrington y la dejarán a mi cargo. —Sonrió y el supervisor se encogió visiblemente—. Espero que la hayan cuidado excepcionalmente bien.

El hombre apenas podía respirar. Se inclinó y le hizo una reverencia.

—Por supuesto, milord... Ella ha mencionado... Hemos llevado a la dama al despacho del juez. —Se apresuró a rodear la mesa y casi tropezó en su precipitación por conducir a Tony hasta allá—. Lo acompañaré; luego haré venir a Smiggins, que es el detective, milord. Actuábamos bajo sus órdenes.

—Muy bien. —Tony siguió al supervisor—. ¿Cuál es su nombre?

—Elcott, sir..., milord, disculpe. —Se detuvo ante una puerta y se la señaló—. La dama está aquí dentro, milord.

—Gracias. Por favor, haga venir a Smiggins de inmediato. Deseo solucionar este asunto y llevarme a la señora Carrington lo antes posible. Éste no es lugar para una dama.

Elcott continuó haciendo reverencias.

—Por supuesto, milord. En seguida, milord.

Con un breve gesto de cabeza, Tony lo despidió, abrió la puerta y entró.

Alicia estaba junto a la ventana, vestida con sus mejores galas para el baile. Se dio la vuelta al oír la puerta y su tensa mirada desapareció cuando lo reconoció.

—¡Gracias a Dios!

No se lanzó sobre él exactamente, pero atravesó la estancia tan rápido como pudo y con las manos levantadas. Tony cerró la puerta, se las cogió y la atrajo hacia sus brazos.

La estrechó, apoyando la mejilla en su pelo.

—He venido lo antes posible. No tienes que preocuparte por Adriana y los niños. Saben que estoy aquí y Geoffrey está con ellos.

Una gran parte de la tensión de ella se disipó. Alzó la vista y se echó hacia atrás para poder mirarlo.

—Gracias. No sabía qué hacer y no tengo ni idea de lo que está pasando. Por alguna razón, creen que maté a Ruskin.

—Lo sé. —Tony oyó unos pasos que se acercaban. La soltó a regañadientes y la hizo sentarse en la silla que había tras la mesa—. Quédate sentada e intenta no decir nada. Sólo escucha y observa.

Un vacilante golpe sonó en la puerta.

Tony volvió a adoptar su anterior expresión adusta y se colocó al lado de Alicia.

—Adelante.

La puerta se abrió; un hombre fornido con la distintiva chaqueta roja de la policía judicial se asomó. Vio a Tony y los ojos se abrieron como platos. Carraspeó.

—Smiggins, milord. ¿Quería verme?

—Desde luego, Smiggins. Entre.

Parecía como si el hombre hubiese preferido hacer cualquier otra cosa. Sin embargo, abrió la puerta un poco más, entró y la cerró despacio. Se volvió hacia ellos y miró a Tony a los ojos.

—¿Sir?

—Tengo entendido que le ha parecido conveniente arrestar a la señora Carrington esta noche. ¿Por qué?

Smiggins tragó saliva.

—Tenía órdenes de traerla aquí para que respondiera a algunas preguntas, en vista de que se decía que había apuñalado a un caballero llamado Ruskin y que lo había matado, milord.

—Entiendo. Supongo que Elcott le ha informado de que, desde Whitehall, se me ha puesto al mando de la investigación sobre ese asesinato.

Vacilante, el detective asintió.

—Eso ha sido una sorpresa, milord. No se nos había informado al respecto.

—¿Quién le ha dado la orden?

—El supervisor en Bow Street, milord. El señor Bagget.

Tony frunció el cejo.

—Supongo que se habrá emitido una orden judicial. ¿Qué juez la ha firmado?

Smiggins se agitó y desapareció todo rastro de color de sus mejillas.

—Bueno... No sé nada de ninguna orden, milord.

Con la mirada fija en el desventurado agente, Tony dejó que el silencio se alargara; luego preguntó en voz baja:

—¿Me está diciendo que se han llevado a una dama de su casa sin una orden?

El otro, tieso como un palo, miró fijamente al frente.

—La información ha llegado tarde, sobre las seis, milord. Sir Phineas Colby, el juez de guardia, ya se había marchado. Se creía... Bueno, la información decía que la dama iba a abandonar el país, así que...

—¿Así que alguien ha tenido la brillante idea de enviarle a usted, con dos rufianes, para que se hicieran cargo del asunto y se llevaran a la fuerza a una dama de su casa?

Smiggins se estremeció y no dijo nada.

De nuevo, Tony dejó que el silencio hiciera su efecto; luego preguntó en voz baja:

—¿Quién les ha dado esa información?

Era del todo evidente que Smiggins estaba sumamente incómodo. Vaciló, pero sabía qué debía responder.

—Por lo que sé, milord, la información ha llegado de forma anónima.

—¿Anónima? —Tony dejó ver su incredulidad—. ¿Y basándose en una información anónima, han sacado a una dama de su casa?

El hombre se agitó.

—No pensábamos...

—¡Ustedes no tenían que pensar nada!

El repentino rugido hizo que Alicia se sobresaltara. Se quedó mirando a Tony, que le lanzó una fugaz mirada, antes de volverse de nuevo hacia el ahora tembloroso detective.

—¿Qué decía exactamente esa información anónima?

—Que la señora Carrington, actualmente residente en Waverton Street, había matado al señor Ruskin y que era probable que huyera del país en cualquier momento.

Con la mirada clavada en el agente, Tony negó con la cabeza.

—Hasta ahora, sabemos que quienquiera que matara a Ruskin era más alto que él y que tenía que haber poseído la fuerza de un hombre, no de una mujer. Ruskin era casi tan alto como yo, más alto que la señora Carrington. Ella no podría haberlo apuñalado.

El detective miró a Alicia y luego con rapidez al frente.

Tony continuó implacable, con un tono letalmente bajo.

—Usted, Smiggins, y su supervisor han actuado de un modo totalmente fuera de la ley, la ley que se supone que deben defender.

—Sí, milord.

—Ahora me llevaré a la señora Carrington de aquí y la acompañaré de vuelta a su casa. En adelante, en lo que a Bow Street concierne, deberán considerarla bajo mi protección legal en este asunto. ¿Está claro?

—Perfectamente claro, milord.

—Y para compensar a la señora Carrington por el disgusto que le han dado y a mí por estropearme la noche, usted, con el apoyo de su supervisor, se encargará de rastrear la fuente de su «información anónima». No hará nada más, no participará en ningún otro caso hasta que la identifique y me entregue un informe completo. ¿Ha quedado claro, Smiggins?

—Sí, milord. Muy claro.

—Bien. —Tony aguardó y luego añadió en voz baja—: Puede irse. Infórmeme en Torrington House, Upper Brook Street, en cuanto averigüe algo.

—Sí, milord. De inmediato.

En cuanto la puerta se cerró, Tony le cogió a Alicia la mano.

—Vamos. Te llevaré a casa.

Ella se levantó con presteza, más que lista para marcharse. Mientras la guiaba a la salida, Alicia contempló su rostro, los duros y tensos rasgos, recordando el tono que había utilizado con el detective. Para cuando salieron de la comisaría, con la mano de ella posesivamente sujeta por él a su brazo, había descubierto otra faceta de aquel hombre.

Cuando el carruaje se alejó de aquel lugar y Alicia se relajó sobre el mullido asiento, la conmoción y el pánico la golpearon. Hasta entonces, había estado preocupada por sus hermanos, por Adriana, sin malgastar ni un momento en pensar en sí misma.

Se estremeció y se envolvió mejor en la capa, acurrucándose en su calidez. Si él no hubiera acudido... Un escalofrío la recorrió entera.

Tony la miró, la rodeó con el brazo y la estrechó contra él.

—¿Estás bien de verdad? —le susurró con la boca pegada a su sien.

Alicia notó que los dientes le empezarían a castañetear de un momento a otro, así que se limitó a asentir.

Incluso a través de las ropas, percibía el calor de él. Mientras el carruaje avanzaba esquivando la oleada de tráfico nocturno por Piccadilly, su escalofrío fue remitiendo lentamente. Su fuerza, la forma decidida y eficaz con que había encarado aquel episodio, el simple hecho de su presencia a su lado, se filtró en su mente, en su conciencia, y la tranquilizó.

Finalmente, tomó aire y lo miró.

—Gracias. Es sólo que...

—Es la conmoción. —Tony contemplaba las fachadas de las casas—. Llegaremos a Waverton Street en seguida.

Se hizo el silencio. Pasó un minuto hasta que Alicia volvió a hablar.

—Yo no maté a Ruskin. —Estudió su rostro cuando él la miró, pero en la penumbra no pudo interpretar su expresión. Tomó aire con determinación—. ¿Me crees?

—Sí.

Tony pronunció esa palabra de manera simple, directa, sin ninguna inflexión ni adorno. Dejó que ella la asimilara. Luego bajó la vista, le cogió la mano y jugó con sus dedos.

—Ya me has oído decírselo al detective, y a la tante Felicité y a lady Osbaldestone antes. Físicamente, no pudiste haber matado a Ruskin. Yo..., nosotros... lo sabemos desde el día después de su muerte.

Alicia entrelazó los dedos con los suyos. Tony casi podía oír cómo trabajaba su mente, cómo se formaban en ella las preguntas, percibió cómo buscaba las palabras.

—Yo. Nosotros. Me dijiste que te habían pedido que investigaras, pero hasta esta noche, en la comisaría, no he comprendido lo que eso significa: que estás investigando a instancias de Whitehall.

Tony sintió que su mirada lo escrutaba. Aguantó la siguiente cuestión; se preguntó cómo la formularía.

—¿Quién eres?

Cuando él no reaccionó de inmediato, Alicia tomó aire y se irguió todavía rodeada por su brazo.

—No eres simplemente un noble a quien las autoridades, y menos aún los caballeros de Whitehall, le han pedido que investigue el asunto porque encontraste el cadáver. —Volvió la cabeza y lo estudió—. ¿Verdad?

Tony dejó que pasara un momento; luego la miró a los ojos.

—No. Ése no es el modo en que opera Whitehall.

Ella no respondió, sino que se limitó a esperar.

Él desvió la vista y reflexionó. No podía esperar que lo aceptara como esposo sin saber quién era, todo lo que en realidad era, aunque su instinto profundamente arraigado lo urgía a seguir con su total secretismo. Sin embargo, recordó el lío en el que se metió Jack Hendon al no decirle a Kit toda la verdad. Jack creía que la estaba protegiendo; en cambio, le hizo daño y estuvo a punto de perderla...

Miró a Alicia y luego dio unos golpes en el techo. El cochero abrió la trampilla.

—Da una vuelta alrededor del parque. —Las verjas estarían cerradas, pero las calles circundantes estarían abarrotadas a esa hora de la noche.

La trampilla se cerró y el carruaje siguió avanzando. El destello de una farola iluminó brevemente el interior del mismo. Tony miró a Alicia a los ojos y arqueó una ceja. La luz desapareció y volvieron a verse envueltos por las sombras. Quizá era lo más adecuado.

Se recostó y movió el brazo para que ella pudiera apoyarse más con mayor comodidad. La acercó más y entrelazó los dedos de la otra mano con los suyos. En la penumbra, necesitaba el contacto para descifrar sus reacciones.

Explicárselo era un riesgo, pero un riesgo que debía asumir.

—Les dije a tus hermanos que era comandante de la Guardia Real en un regimiento de caballería. —Los dedos de Alicia se movieron y él se los apretó con delicadeza—. Lo fui, pero al cabo de unos pocos meses ya no servía en la Guardia Real ni en la caballería.

Ella había vuelto la cabeza y lo miraba a la cara, pero Tony no podía distinguir su expresión. Tomó aire y continuó:

—Había un caballero, Dalziel, que tiene un despacho en Whitehall... —Y continuó explicándole lo que no le había explicado nunca a nadie, ni a Felicité, ni siquiera a su madre. En voz baja, sin vacilar, le contó la verdad de los últimos trece años de su vida.

Su voz se mantuvo fría, firme; su tono, desapasionado, casi como si su siniestro y turbio pasado estuviera muy lejos. El carruaje continuó rodando; Alicia no lo interrumpió, no soltó ninguna exclamación ni hizo ninguna pregunta. No lo juzgó, aunque Tony no podía saber si era porque se había quedado sin palabras por la impresión o porque no lo había asimilado lo suficiente como para reaccionar.

Tony no sabía cómo lo haría. Un número sorprendente de aquellos cuyas vidas y privilegios sus colegas y él habían protegido, a riesgo de sus propias vidas, opinaban que los servicios como los que él había prestado se basaban de principio a fin en el engaño, estaban fuera de los límites de toda decencia y lo marcaban para siempre como alguien que no podía considerarse un caballero.

Saber que algunas de las personas que lo recibían en su casa reaccionarían de ese modo si descubrieran la verdad de su vida nunca lo había preocupado. Pero la reacción de Alicia...

Era tentador, tan tentador, adornar los siniestros hechos con bonitos detalles, dar luz a aquella existencia tan oscura, ocultar y disimular su verdadera naturaleza. Pero se obligó a resistirse, a contarle sólo la pura verdad.

Para su sorpresa, sintió el pecho tenso y la voz no tan firme como le hubiese gustado. Mientras le explicaba algunos fríos hechos de su existencia entre los más sórdidos individuos de los puertos del norte de Francia, hubo un momento en que se dio cuenta de que se había puesto tenso, de que apretaba la mano de Alicia demasiado fuerte, así que se detuvo y se obligó a relajarse.

Pero ella le apretó entonces a su vez la mano. Se movió en el asiento, le acarició la otra y la dejó allí con gesto cordial.

—Debió de ser horrible.

Una tranquila aceptación, una calmada empatía. Ambos sentimientos fluyeron alrededor de Tony como oro líquido.

Entrelazó los dedos con los suyos y notó una oleada de calidez en su pecho. Al cabo de un momento, continuó:

—Pero todo eso es pasado. Al igual que muchos otros, me retiré el año pasado. —La miró y percibió el contacto cuando sus ojos se encontraron con su mirada—. Sin embargo...

Alicia ladeó la cabeza.

—¿Cuando Ruskin fue apuñalado y tú informaste del cuerpo...?

—Exacto: Dalziel reapareció en mi vida. —Hizo una mueca—. Si yo hubiera estado en su lugar, habría hecho lo mismo. Sea lo que sea en lo que Ruskin estaba implicado, casi seguro que se trataba de traición.

Habían rodeado el parque; más adelante, las parpadeantes farolas se proyectaban sobre las mansiones de Mayfair. Tony le indicó al cochero que se dirigiera a Waverton Street. Una vez estuvieron en las distinguidas y bien iluminadas calles, la miró y la descubrió observándolo, no de un modo crítico, sino como si finalmente pudiera verlo con claridad y lo que viera fuera un alivio para ella.

La mirada de Alicia se perdió en la distancia; luego sus labios se relajaron y se recostó.

—Así que ése es el motivo por el que Whitehall, ese tal Dalziel, te eligió para la investigación. Porque has demostrado más allá de toda duda que eres leal a tu país.

Nunca nadie lo había descrito así, pero... Inclinó la cabeza.

—Es importante que quienquiera que lleve la investigación sea leal fuera de toda duda, porque al pertenecer Ruskin a la Administración del Estado, es probable que la persona con la que tratara estuviera conectada de algún modo o bien con un departamento importante o con el Gobierno.

Se acercaban a Waverton Street; Alicia hablaba rápido, su mente iba a toda velocidad y los pensamientos se le acumulaban.

—Entonces, ¿se suponía que tu investigación era secreta?

Su respuesta fue irónica.

—Lo era.

Ella lo miró.

—Pero ahora has tenido que intervenir para rescatarme... Lo siento. No debería haber...

—Sí, sí debías avisarme. —Su mano se tensó sobre la de ella—. De hecho, si no lo hubieras hecho, yo me habría... disgustado.

Alicia frunció el cejo.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente. Ni en la policía ni en Bow Street estarán muy ansiosos por hablar de lo sucedido esta noche. A menos que quienquiera que esté detrás de lo que ha pasado estuviera vigilando la comisaría, nadie se enterará.

—Quienquiera que esté detrás... —Se quedó mirándolo fijamente—. ¿Te refieres a la persona que les ha dado la información...? ¿Ha sido algo deliberado? Pensaba que había sido un error... —Al decirlo en voz alta, se dio cuenta de la improbabilidad de esa suposición. Miró hacia adelante—. Oh.

—Exacto. —El tono de él se había endurecido.

Alicia lo miró cuando el carruaje se detuvo; su expresión también se había endurecido.

Tony abrió la puerta y la miró a los ojos.

—Tenemos que pensar cómo debemos reaccionar, cómo enfrentarnos a este nuevo suceso.

—¡Ha vuelto! —Harry fue el primero en llegar hasta Alicia. Le rodeó la cintura con los brazos y la estrechó con fuerza.

—Estoy bien. —Su hermana le devolvió el abrazo; luego abrió los brazos hacia Matthew, que se aferró y se retorció hasta que ella lo cogió con esfuerzo. David esperó, consciente de su edad, pero necesitando claramente consuelo; Alicia sonrió y lo atrajo también para darle un rápido beso—. De verdad, estoy bien —le susurró. Después lo soltó.

La expresión sombría de Tony desapareció y los guió hacia el diván. Mantenía una mano en la espalda de Alicia, preocupado por el peso de Matthew. Ella le sonrió y luego bajó la vista hacia la cabeza de Harry.

Tony deslizó la mano sobre el hombro del niño y lo cogió con delicadeza.

—Vamos. Dejemos que se siente.

Harry lo miró, soltó a su hermana, cogió la mano de Tony y se acercó con él al sillón, apoyándose en el brazo de éste. Aún con Matthew en brazos, Alicia se encaminó despacio hacia el diván. Matthew bajó al suelo, pero en cuanto ella se sentó, se acomodó en su regazo.

A su lado, Adriana le apoyó una mano en el hombro.

—Debe de haber sido horrible. Has debido de pasar mucho miedo.

Ella le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—No he estado allí el tiempo suficiente como para ponerme nerviosa. —Miró a Tony y luego bajó la mirada hacia Matthew. Le alborotó el pelo—. Cariño, hace mucho rato que deberías estar en la cama.

El niño la miró sin decir nada; luego, reprimiendo un bostezo, masculló:

—¿Le has contado a Tony lo de los barcos?

Alicia miró a Tony. De hecho, todos lo miraron.

Él les devolvió la mirada, intrigado.

—¿Los barcos?

Cuatro pares de ojos se clavaron con fraternal amonestación sobre Alicia. Ella agitó las manos, disculpándose.

—Han pasado tantas cosas... —Miró a Tony con el recuerdo de su paseo alrededor del parque y todo lo que éste le había revelado en la mente—. No he tenido ocasión. Pero ahora podéis explicárselo vosotros mismos.

Lo hicieron con un coro de afirmaciones y explicaciones que lo dejaron aturdido.

—¿Botines? ¿Dieciséis de ellos? ¿Estáis seguros?

Tony estudió la lista que Alicia le había llevado del escritorio. Los niños se habían reunido a su alrededor: David estaba inclinado sobre su hombro, Matthew y Harry se balanceaban sobre los brazos del sillón. Mientras Tony leía la lista y miraba las «B» escritas, escuchó cómo habían logrado esa información.

Todos los barcos seguían registrados, por lo que, supuestamente seguían a flote; tal como lo estarían si hubieran sido tomados como botín y posteriormente recuperados a cambio de un rescate pagado por sus propietarios.

Alicia volvió a sentarse en el diván.

—Jenkins puede decirte más si lo necesitas. Y Maggs: él también ha ido.

Tony la miró; luego miró a los niños a los ojos.

—Esto es excelente. —No tuvo que fingir su entusiasmo ni la sinceridad de su agradecimiento—. Nos habéis revelado qué dirección debemos seguir. Gracias. —Con aire solemne, estrechó la mano de los niños uno a uno, que sonrieron y continuaron acribillándolo con información sobre su descubrimiento. Una parte de la mente de Tony escuchaba y almacenaba los detalles útiles, mientras la mayor parte de su cabeza iba a toda velocidad, valorando, formulando.

Cuando los comentarios de los niños fueron distanciándose hasta acallarse, Alicia se levantó con la clara intención de mandarlos a la cama, pero Tony la detuvo levantando una mano.

—Un momento.

Con una mirada al rostro de Geoffrey y otra al de Adriana, supo que ninguno lo dejaría marcharse sin una explicación detallada de lo que estaba sucediendo; se limitaban a esperar su momento. Sus hábitos profesionales impulsaban a Tony a mantener el secreto: la información sólo debía compartirse con aquellos que la necesitan saber. Sin embargo, esa vez, otros impulsos, impulsos más profundos, le sugerían cada vez con más fuerza que compartir lo que sabía era un modo de proceder mucho más prudente e infinitamente más seguro.

Su mirada se detuvo en los hermanos de Alicia, en aquellas tres cabezas de alborotado pelo castaño, inclinadas examinando de nuevo la lista de barcos.

Si él estuviera del otro bando en aquel asunto...

Ya habían ido a por Alicia, no una, sino dos veces. Sabían dónde vivía. Cualquiera que vigilara la casa y a ella se habría dado cuenta de inmediato de cuál era su mayor debilidad. Sería increíblemente fácil maquinarlo y su reacción sería predecible al ciento por ciento...

La miró y le indicó que se sentara. Confusa, obedeció. Tony miró a Geoffrey y a Adriana y luego volvió a mirarla a ella.

—Esta casa, Adriana, Geoffrey, los chicos y también Jenkins, Maggs y cualquier otro sirviente que tengáis, necesita saber los detalles básicos de lo que está sucediendo.

La preocupación inundó los ojos de Alicia, que frunció el cejo. Antes de que pudiera protestar, Tony miró a los niños; los tres estaban atentos a sus palabras y ahora lo miraban expectantes.

Él sonrió levemente y luego levantó la vista para mirar a Alicia.

—Es el mejor modo de protegeros a todos. Tienen que saberlo.

Geoffrey y Adriana se apresuraron a mostrarse de acuerdo.

Alicia lo miró y luego a sus hermanos. Pasó un momento antes de que asintiera.

—Sí. Tienes razón. Para que comprendan por qué deben tener cuidado.

Tony inclinó la cabeza.

—¿Puedes llamar a los demás?

Ella se levantó. Él la observó mientras en su mente reconocía su verdadero motivo, el principal: mantenerla a salvo. Mantener a salvo a sus hermanos formaba parte de ello, pero era Alicia la que estaba en la línea de fuego. Informar al servicio doméstico y a su familia para que lo ayudaran a protegerla era lo que más le convenía a todo el mundo. Cada uno de ellos la necesitaba a su modo.

En cuestión de minutos, todo el personal estuvo reunido. Tony no había visto nunca a la cocinera ni a la vieja niñera, Fitchett; las dos mujeres se inclinaron con deferencia ante él y luego retrocedieron para sentarse en las sillas de respaldo recto que Maggs y Jenkins les habían llevado. Maggs le había hablado a Tony del poco personal doméstico que había en la casa, así que verlo no lo sorprendió; con lo que ahora sabía sobre la economía familiar, el hecho incluso tenía sentido.

Con todo el mundo acomodado y los niños sentados en un semicírculo frente a su sillón, atentos y ansiosos por oírlo hablar de su investigación a pesar de la hora, Tony les explicó, de modo simple y conciso, todo lo que necesitaban saber.