Epílogo: La parte mala del negocio
—Lo hemos perdido, Rafa. Qué puta mierda. —Santana paseaba por el salón con el teléfono inalámbrico en una mano y una taza de poleo en la otra.
—La parte mala del negocio, Rebeca. —Chasqueó la lengua—. Hay que contar con ella.
—Lo sé, pero me cuesta. Me cuesta aceptarlo. —Apartó las cortinas. Las calles estaban oscuras y solitarias. Bebió un trago de la infusión y se sintió confortada de estar con Malena, en casa, a salvo.
—He hablado con Crespo. Está muy contento con tu trabajo.
—Pues yo no lo estoy.
—Te exiges demasiado, Rebeca.
—Eso me han dicho.
—¿Y Malena?
—Durmiendo.
—Me alegro de que estés con ella.
—Y yo, no sabes cuánto me alegro. —Sorbió la infusión—. Ojalá estuvieras más cerca, Rafa. Te echo de menos.
El suspiro de Navarro cruzó la comunidad de Aragón hasta las calles de Barcelona.
—Ojalá, Rebeca, ojalá.
El favor solicitado a Crespo la llevó, por efecto rebote, a pedir otro favor al abogado de Ferrándiz, quien, a su vez, debía contar con la colaboración de su cliente. Activada la cadena de favores, pasó varias horas en el archivo. Tardó más de lo que había imaginado, pero finalmente encontró lo que buscaba. Subió a la moto camino, de nuevo, al Montseny, esta vez al casco urbano de Viladrau. Llamó al timbre de una vivienda de dos plantas, en plena calle principal. Se alisó el pelo nerviosa. La puerta se abrió un palmo. Una mujer de mediana edad la miró curiosa y desconfiada. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño de institutriz británica y unas gafas de las que colgaba un hilo plateado.
—¿Qué desea?
Santana se presentó.
—Se trata de su hermana, señora Mas, de Natalia.
—Mi hermana desapareció hace veinte años.
—Lo sé. De eso precisamente quería hablarle.
Pasaron al salón. Un piano de cola presidía la estancia. Estaba abierto y había partituras por todas partes.
—Soy profesora de música —aclaró—. Siéntese, por favor. —Le indicó un sillón de terciopelo verde.
—La desaparición de su hermana ha surgido en relación a otro caso. El expediente de la investigación que se realizó en 1992 dice que Natalia salió de la clase de ballet aquel viernes por la tarde y ya nadie más volvió a verla.
—En efecto.
—Le contaré lo que ocurrió. A la salida de la clase, Natalia se encontró con José Luis Ferrándiz. Estaba esperándola, no fue un encuentro fortuito.
—¿Ese no es el «Violador del cuchillo»?
—Sí. De pequeño solía jugar cerca de aquí, en el bosque. Ferrándiz la invitó a merendar en la cabaña y Natalia, que lo conocía de otras veces, aceptó. En realidad se trataba de una treta. Andrés Solana, abuelo de un amigo de José Luis... —hizo una pausa para encontrar las palabras adecuadas—, era un pedófilo. José Luis le servía de señuelo para... para proporcionarle niñas. Andrés Solana las dormía echando un somnífero en la merienda. Por lo visto, se excedió en la dosis, de forma accidental, y Natalia no se despertó. La enterraron en el bosque. Ferrándiz nos ha indicado el lugar exacto. Mañana a primera hora de la mañana procederán a desenterrar sus restos.
La mujer apretó las manos huesudas y finas sobre el regazo.
—Por lo menos no sufrió, ¿verdad?
—No. No se enteró de nada. Se durmió y ya no se despertó más.
—Al fin podremos enterrarla. —Los ojos se humedecieron detrás de las gafas—. Lástima que mis padres no vivan para verlo. Murieron con la incertidumbre de no saber qué había ocurrido con Natalia. Nunca lo superaron. —Se secó los ojos—. Muchas gracias por venir y contármelo. No sé cómo agradecérselo.
—No hay de qué. Cuídese mucho.
Una vez finiquitado el último fleco del caso, se dirigió a la comisaría y solicitó por escrito las dos semanas de vacaciones que tenía pendientes. Se iría con Malena a Londres. Sus neuronas estaban saturadas y sus nervios, destrozados. Necesitaba un descanso, pasar tiempo con ella, desconectar y volver con fuerzas renovadas.
En la puerta de la unidad se tropezó con Vázquez.
—¿Has hablado con la familia de la niña desaparecida en 1992?
—Con la hermana. Al menos podrá enterrarla.
—Lo peor es la incertidumbre. No saber qué ocurrió. Gracias a ti ya lo sabe, y aunque sea terrible, le has quitado un peso de encima. Bien hecho, Hutch. —Consultó la hora—. Te dejo, que no llego.
—¿Y esa prisa?
—He quedado.
—¿El Geyper? A ver si esta vez consumas. ¿Llevas gomitas?
—Eso lo tienen que llevar los tíos. Como tú no usas de eso, no lo sabes —sonrió maliciosa.
—No seas antigua, Miriam —rio—. Los hay de sabores. Compra de esos. Ponle un poco de gracia, mujer.
—Anda, pasa. —La empujó hacia el aparcamiento—. Una bollera dándome consejos sobre condones. Lo nunca visto, vamos.
Se despidió de Vázquez entre bromas y se encaminó al Clínico. El estado de Aina no había cambiado un ápice, ni para bien ni para mal. Tomó asiento junto a la cama. Un celador pelirrojo y algo rechoncho entró en tromba, sofocado.
—Disculpe, subinspectora. —Acompasó la respiración—. Acaban de entregar un sobre para usted.
Santana tendió la mano hacia el sobre color sepia con una sensación de aprensión en la garganta. Pidió al celador unos guantes de látex y le dio la vuelta al sobre palpándolo con atención. El matasellos era de Montpellier. El celador se marchó tan aprisa como había llegado. En el interior había tres fotos de una mujer muerta, estrangulada con sus propias bragas sobre una alfombra de hojas amarillas, en un bosque. Una de ellas incluía un mensaje en el reverso: «Saludos, subinspectora. Atentamente, Matías Solana». Salió de la habitación y telefoneó a Crespo.
—Enseguida envío a alguien a recogerlo, Rebeca.
Aguardó a que el agente Cárdenas pasara a recoger las fotos, se lavó la cara con agua fría, tomó una tila aguachada en el bar y regresó a la habitación de Aina, temblorosa.
—No creas que me he olvidado de ti, guapa. —Trató de sonreír—. He tenido mucho lío. —Se frotó los ojos enérgicamente—. Aina, sé que estás muy cansada, que curras mucho y que vivir con Virginia desgasta lo suyo, pero ya has descansado suficiente, ¿no crees? —Interceptó una lágrima que se deslizaba por su cara y se sonó—. Necesito que vuelvas. Tú siempre estás ahí, apoyándome sin meter mucho ruido, discretamente. Cuando dije que quería entrar en el Cuerpo, Vicky y Virginia me machacaron viva, ¿te acuerdas? Vicky incluso me llamó fascista. Fascista, yo. Manda huevos. Ni siquiera mi abuelo se lo tomó demasiado bien. Se acordaba de los grises, de cuando aporreaban a los manifestantes. Decía que yo podía hacer cosas mejores. Solo tú me apoyaste, Aina. Tienes que despertar, cariño, por lo que más quieras. Te echo mucho en falta. —Volvió a enjugarse las lágrimas. Sonó un trueno ronco y poderoso. Santana se volvió hacia la ventana. Las nubes habían ganado terreno por sorpresa y la tarde soleada se despeñaba hacia un anochecer tormentoso—. Perdóname. —Bajó la cabeza y las lágrimas salpicaron sus Converse blancas—. Siento haberte fallado. Perdóname, si puedes. Soy una poli de mierda, tía. No supe ver que estabas en peligro y... y tampoco conseguí llegar a tiempo a la cabaña. He cometido demasiados errores, y tú has pagado por ellos. Es injusto. Nunca podré perdonarme todo lo que sufriste en aquel zulo. Nunca, por mil años que viva. A lo mejor debería dejar el Cuerpo y dedicarme a otra cosa. Soy incapaz de proteger a las personas que más quiero. —Levantó la cabeza y sollozó apoyada en las manos frías de Aina—. Sé que te vas a recuperar. No me preguntes por qué, pero lo sé. Me importa un cuerno lo que piensen los demás. Yo te conozco y sé que no te vas a rendir. No eres de las que se rinden. ¿Te acuerdas del viaje a Estocolmo? Hablamos de lo bonito que sería ver los fiordos noruegos. Si te despiertas, te llevaré a verlos, Aina. Palabra. Cruzaremos Europa otra vez. Te lo prometo.
Unos golpecitos sonaron en la puerta. Santana se apresuró a enjugarse de nuevo las lágrimas. Malena entró sonriendo, escrutó los ojos enrojecidos y húmedos y la expresión descompuesta de su novia, y la sonrisa que traía se disipó instantáneamente.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien, Rebeca?
—Charlaba con Aina y me he puesto sentimental.
Decidió no contarle las novedades acerca de Solana. La abogada besó a Aina en la frente y a Santana en los labios, con un beso largo y cálido; la estrechó suavemente y le arregló el pelo sin dejar de besarle la frente y los párpados.
—¿Puedo hacer algo para que te sientas mejor? —preguntó sentándose en sus rodillas.
Santana logró sonreír. Malena obraba esa clase de milagros.
—Si supieras cuánto bien me hace tenerte cerca, no me preguntarías eso.
—Me siento impotente. —Acarició su rostro humedecido por las lágrimas—. No soporto verte sufrir.
—Hay algo que puedes hacer, sí.
El semblante de Malena se iluminó como un árbol de Navidad.
—¿Qué? Haré lo que sea, nena. Lo que sea.
—Quiéreme con todas tus fuerzas.
—Te quiero con todas mis fuerzas, Rebeca. Lo sabes.
—Entonces —la miró conmovida—, todo está bien.
Malena la abrazó de nuevo y abrió el libro con ojos vidriosos.
—¿Por dónde íbamos? Ah, sí, cuando Ana y Vronsky empiezan a tontear. Es mi parte favorita.
Carraspeó y empezó a leer:
«Una nueva vida empezó desde entonces para Alexei Alexandrovich y su mujer. No es que pasara nada extraordinario. Ana frecuentaba, como siempre, el gran mundo, visitando mucho a la princesa Betsy y encontrándose con Vronsky en todas partes.»
Abril puso la banda sonora y las obsequió con una tormenta primaveral eléctrica y salvaje. La voz de Malena y las palabras de Tolstói se fundieron suavemente como el chocolate en el paladar. En el país de la nada, donde los truenos no alcanzan, Aina seguía soñando con fresas, Virginia y una tarde de junio.