Kryptonita
Vázquez se trasladó a Salou con carácter de urgencia junto a un equipo de la Policía Científica.
—¿Cómo es posible? —estalló Santana fuera de sí—. ¡Le dije que confiara en mí! Le aseguré que la protegeríamos y ahora está muerta. ¡Me cago en mi puta vida!
—Tranquilízate, Rebeca —recomendó La Marquesa.
—¡No me da la gana de tranquilizarme! —bramó—. Esa chica está muerta porque confió en mí, Miriam, ¿lo entiendes? —Derribó una silla y salió al rellano. Vázquez dialogó con los compañeros de la Científica y la dejó a su aire unos minutos. La encontró sentada en un escalón, con la cabeza hundida entre las manos.
—Rebeca. —Posó una mano en el hombro—. Ven conmigo, voy a mostrarte una cosa.
Lentamente, Santana levantó la cabeza.
—Ven. —Le tendió la mano y la ayudó a incorporarse.
Entraron en el apartamento.
—¿Podemos pasar por aquí? —preguntó Vázquez.
—Sin problemas —respondió uno de los técnicos.
—Necesitamos el televisor. ¿Está limpio?
—Sí.
Santana miró a su compañera con renovado interés. Vázquez accionó el mando a distancia y buscó el canal de la televisión local. La información del «Violador del cuchillo» abría el bloque de sucesos.
«Fuentes cercanas a la investigación han confirmado que los asesinatos del agresor conocido como el “Violador del cuchillo” están relacionados con dos violaciones sucedidas en la Costa Dorada durante el año pasado. Una de las víctimas, de nacionalidad rusa, estaría, según las mismas fuentes, colaborando estrechamente...»
—¡Pero qué es esto! ¿Es en directo?
—En diferido. Fíjate, lo pone abajo. Crespo ha contactado con la cadena. Me acaba de llamar. Lo han emitido por primera vez a las 23.15 de la noche. Llevan remitiéndolo cada quince minutos desde entonces. El avance de la noticia está colgado en la web de la cadena desde anoche.
El forense situó la hora estimada de la muerte entre las ocho y media y las nueve y media de la mañana aproximadamente.
—Todavía estaba caliente cuando la encontré. Quiero que repasen las cámaras de tráfico de la AP-7 de entre las 7.30 y las 9.30 de la mañana. A ver cuántas Citroën Berlingo de color blanco encontramos.
—Ya están en ello.
La muerte de Olga Zdevereva daba un giro de ciento ochenta grados a la investigación.
—¿Y si después de todo vive en la Costa Dorada y solo viene a Barcelona el fin de semana para perpetrar los crímenes? No deberíamos descartar que posea una segunda vivienda cerca de Barcelona que use para retener a las víctimas y que de lunes a viernes viva en Tarragona. Explicaría que haya llegado tan deprisa al domicilio de Olga.
—Eso está bien visto, Miriam, pero si es así, si solo viene el fin de semana a Barcelona, ¿cómo las selecciona?, ¿es puro azar? Lo dudo mucho. Conoce sus horarios y sus empleos. A Mireia la secuestró un jueves por la noche. Sabía a qué hora salía, dónde aparcaba. Por fuerza la había acechado y vigilado con anterioridad. ¿Cómo podría hacerlo desde ciento y pico kilómetros de distancia? Además, los violadores no suelen alejarse tanto de su radio de acción. Según la información que me han pasado desde Delitos Sexuales, ese tío es del tipo que se denomina «violador por difusión». Son sujetos sádicos cuyo placer aumenta en función del terror que padece la víctima.
—Hijos de puta.
—Te leo textualmente para que veas hasta qué punto encaja: «Suelen infligir a sus víctimas navajazos en el vientre, fractura de la boca y mandíbula a puñetazos, penetración con objetos inanimados, quemaduras, extirpación de órganos, etcétera. Se excitan con imágenes de pornografía violenta».
—No va a parar, ¿verdad, Rebeca?
—Me temo que no, Miriam —respondió con un escalofrío—. Seguiré buscando en los archivos de casos recientes y cotejando datos.
Los resultados del ADN hallado en los cuerpos de Marina Guerra y Olga Zdevereva coincidían con el analizado en los asesinatos de Luisa Benavente y Mireia Lozano. Al menos ya sabían que el mismo hombre que el año anterior cometió dos violaciones en la Costa Dorada se había trasladado a Barcelona y, por la razón que fuese, había comenzado a asesinar. Santana se estaba dejando el alma intentando dar con un indicio que les permitiese enfilar una vía de investigación clara.
—Esto es una mierda, Crespo —rezongó—, no hay nada de nada. Dio una vuelta a la silla giratoria y hundió la cabeza entre los brazos.
—Vete a casa, Rebeca. Ya está bien por hoy. Ha sido un día muy duro. Sal un rato y distráete. —El tratamiento que su superior había seguido para mitigar su legendaria halitosis surtía efecto. Estuvo a punto de felicitarlo, pero le pareció poco delicado.
Salió a la calle. Hacía un calor pesado y pegajoso, presagio de lluvia. Se quitó la cazadora. La gente normal hacía su vida, ajena a los violadores y los asesinos. Volvían del trabajo, iban a cenar, se citaban con sus parejas. Le gustaba su trabajo, no podía negarlo, aunque a veces, en días torcidos, la impotencia arrasaba la ilusión y el entusiasmo y dejaba solo los escombros. Esos días, de los que cada caso contaba con su ración obligatoria, maldecía haber entrado en el Cuerpo, se sentía indefensa ante la maldad, pequeña e incapaz. Le costaba asumir la parte negativa del negocio. No concebía que algunos casos simplemente se perdieran en el olvido, que crímenes horribles quedaran impunes, que los asesinos pudieran campar a sus anchas por las calles y sentarse a su lado en el metro. Navarro la aleccionó al respecto unos meses antes. El asesinato de Jonathan Moya, un niño de ocho años, quedó sin resolución. Santana tardó bastante en asimilar el descalabro. En sus ratos libres, seguía investigando. Se negaba a dar su brazo a torcer.
El caso del «Violador del cuchillo», como lo había bautizado la prensa, amenazaba con convertirse en otro fracaso doloroso. La sola idea la sacaba de quicio. Una oleada de pesimismo se abatió sobre ella. Cruzó por la Boqueria y se entretuvo en contemplar las paradas expuestas con gusto exquisito, la jauría de colores, frutas exóticas, frutos secos y dulces. Turistas armados con cámaras de fotos inmortalizaban el mercado barcelonés. Compró un zumo helado de piña y coco. Solía venir con Malena los sábados por la mañana, cuando no pasaban el fin de semana fuera. Desayunaban en el Café de la Ópera y se perdían por el mercado a la caza y captura del paté francés favorito de Malena que no vendían en ningún otro lugar de la ciudad, del pescado más fresco y las frutas más raras. Sacudió la cabeza violentamente, como si con eso pudiera espantar los recuerdos. Callejeó sin sentido hasta que dio con sus huesos en el Punto. Se sentó en una mesa del piso superior a solas con la Heineken de turno. A las diez se levantó de un salto, como impulsada por un resorte, y condujo hasta Les Corts. Las ventanas de Malena estaban a oscuras. Era imposible que estuviera durmiendo. ¿Y si estaba en la cama acompañada? Se le hizo un nudo en el estómago al imaginarla con otra mujer, y el nudo se convirtió en soga al caer en la cuenta de que no iba a acariciarla nunca más. Nunca más. Las dos palabras se alzaban ante ella como un Everest inexpugnable. Las lágrimas arrasaron sus ojos y, para colmo, empezó a llover. Esperarla oculta en las cercanías de su portal, para verla entrar o salir, se estaba convirtiendo en una costumbre demencial. Otras veces variaba la táctica y se dejaba caer por los juzgados con la esperanza de cruzarse con ella en algún pasillo durante veinte segundos. Si con suerte la veía venir a lo lejos, ataviada con uno de sus trajes chaqueta que le sentaban espectacularmente bien, el maletín en la mano y la sonrisa de matadora, el suelo se resquebrajaba bajo sus pies y a duras penas atinaba a saludarla con un gesto neutro y un frío «hasta luego». Como si se conocieran solo de vista. Como si nunca hubiesen compartido el mejor año de sus vidas. El Mini color crema de Malena se deslizó por la cuesta del garaje. Sobresaltada, Santana retrocedió y se escondió debajo de la marquesina de un bar. No había nadie con ella en el coche. Esperó a que subiera y encendiera las luces. El bar cerró sus puertas, los basureros vaciaron los contenedores de las dos aceras y Santana siguió de pie, calándose hasta el tuétano frente a la ventana de Malena, incapaz de recabar el valor suficiente para hablar con ella, hasta que casi a las doce apagó las luces. Y entonces, en un relampagueo de lucidez, se acordó de Yolanda Barrios.
—No voy a acostarme contigo —anunció a modo de saludo—. No es sensato ni correcto.
—Ya que has venido hasta aquí, tómate una copa.
Titubeó. Dos negativas en una misma noche podrían ofender irremediablemente a la jefa. Tomó asiento y aceptó una cerveza con más resignación que entusiasmo.
—¿Llevas mucho tiempo haciendo esto, Yolanda?
—¿Haciendo qué?
La inspectora jefe se arrellanó en el butacón, con el albornoz estratégicamente abierto por la zona central, de modo que dejase al descubierto una buena porción de muslo. Santana no se dejó impresionar. Ya conocía el panorama y había disfrutado de otras vistas mucho mejores.
—Acostarte con mujeres.
—Desde la academia.
—¿Ya estabas casada por entonces?
—Prometida. Me casé cuando me licencié. —Bebió un trago largo.
—¿Por qué te casaste si sabías que te atraían las mujeres?
—Pensé que había sido una locura pasajera. Me juré que no volvería a ocurrir.
—¿Y tu marido?
—Viaja mucho. —Cambió la postura de las piernas. El albornoz se desplazó impúdico.
—No me refería a eso.
—Lo quiero —dijo en un tono desapasionado.
—Yo también quiero a mi abuelo, a mis amigos y amigas, y hasta quiero un poco a Vázquez, aunque nadie lo entienda. Se puede querer a mucha gente. —Le escocían los ojos. Estaba cansada y deprimida y, a decir verdad, le importaba un cuerno la doble vida de Yolanda Barrios. Había conocido a más de una como ella. No las juzgaba, pero tampoco sentía demasiada simpatía por las adictas al doble juego. Siempre acababan lastimando a alguien. Conversar era una táctica para mantenerla alejada y quietecita, jugando a cruzar y descruzar las piernas como una burda imitación de Sharon Stone en Instinto básico.
—No, no lo entiendes, Rebeca. El amor tiene muchas fases.
—Eso es lo que decimos cuando entra en la fase de la rutina. Entonces nos engañamos y nos decimos que basta con tenerse cariño, estar a gusto y todas esas milongas que nos hacen sentir un poco menos desgraciados. Amar es cuando te mueres por alguien, cuando tiemblas si te mira, cuando sientes la piel de gallina con solo un roce, cuando se te acelera la respiración al escuchar su voz. Eso es el amor en realidad. Lo demás son sucedáneos con los que a veces nos conformamos.
—Si lo que describes es el amor, tiene una fecha de caducidad muy limitada, ¿no te parece? A la larga, no es viable.
—A lo mejor. —La maldita cerveza no se acababa nunca—. Quién dice que tenga que durar para siempre. Esa es otra milonga. Probablemente no estemos preparados para aceptar que el amor no dura para siempre. ¿Nunca has estado enamorada? Enamorada de verdad.
—Sí, una vez. Hace mucho tiempo. —Yolanda entrecerró los ojos como si el recuerdo estuviera perdido en la lejanía de una carretera infinita y apenas alcanzase a verlo por el retrovisor.
—¿De una mujer? —preguntó Santana, aunque sospechaba la respuesta de antemano.
—Ella quería que dejara a mi familia, y yo no veía el momento. —Tragó saliva y bebió con ansia—. Al final se cansó. —Apartó los ojos de Santana y se tapó con el albornoz, aceptando la derrota—. No se lo reprocho. ¿Y tú? ¿Quién es la afortunada que te deja sin respiración?
—En estos momentos no hay ninguna afortunada, y en cualquier caso, de las dos, la afortunada era yo.
—¿Qué pasó?
—Prefiero no hablar de eso.
—Tú has preguntado y yo he contestado. Ahora te toca a ti largar por esa boquita.
—Conflictos laborales —repuso desganada.
Yolanda arqueó las cejas.
—¿Es alguien del Cuerpo?
Santana se frotó la frente.
—Es abogada.
—¿Qué clase de abogada?
—Penalista. —Casi prefería haberse acostado con Yolanda que hablar de Malena—. Te haré un resumen, que la historia es larga y si te la cuento con detalle nos dan las uvas. Hace cuatro meses declaré en un juicio en el que ella era la abogada de la defensa. El caso estaba perdido. Lo sabía la fiscalía, lo sabíamos nosotros y naturalmente lo sabía ella. Total, que subí al estrado y me machacó completamente, retorció mis palabras, puso en tela de juicio mi honestidad. En definitiva, hizo su trabajo, y como siempre, lo hizo estupendamente, sin piedad. He de decir que me advirtió. Me dijo mil veces que durante el tiempo que durase mi comparecencia me trataría como a cualquier testigo de la fiscalía. Yo la creía a medias. Pensaba que a la hora de la verdad me haría un par de preguntas intrascendentes y punto. Me hizo papilla, y yo no lo asimilé. Me sentí humillada y traicionada. Recogí mis cosas y me piré.
—Un poco drástica.
—Probablemente.
—Sabes que tardaré cinco minutos en averiguar su nombre.
—No es ningún secreto y además la conoces.
—Me tienes en vilo. No se me ocurre ninguna penalista lesbiana, al menos, ahora no caigo.
—Malena Montero.
—¿La hija de Gustavo Montero de Montero & Asociados? —Abrió los ojos y meneó la cabeza, incrédula—. Sí, claro que la conozco. No tenía ni idea de que hubieses tenido una relación.
—¿Lamentas haber dejado escapar a esa mujer, Yolanda?
La jefa recapacitó unos segundos antes de contestar.
—Pocas veces. En general, me gusta mi vida.
Santana se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió.
—Me alegro por ti. La mía empieza a no gustarme nada.
El autobús L70 enfiló la Gran Via, dejó atrás Hospitalet y se adentró en Barcelona. En la parte trasera, media docena de jovenzuelos sudorosos y achispados hablaban a gritos y se metían con el conductor. Silvana se aferró al bolso y a la bolsa del Lidl en la que llevaba su ropa de trabajo. Compartir trayecto con adolescentes borrachos a la vuelta de la juerga era la parte más fastidiosa de trabajar la noche del sábado. Por lo demás, no estaba mal, cobraba plus de festivo y de nocturnidad y estaba tranquila, a su aire, limpiando sin prisas en compañía de la radio y, de paso, se ahorraba aguantar las interminables quejas de la encargada. El autobús frenó a la altura de la calle Mèxic. Era su parada y, al parecer, también la del grupito de niñatos borrachos. Cruzó rápidamente el semáforo y tomó la cuesta de su calle. Dos de los chicos siguieron en otra dirección, los otros tres iban a rueda de Silvana, cerca, demasiado cerca. Estaba ansiosa por llegar a casa y besar a su esposo y a sus tres niños. Por fin, tras muchas penurias y esfuerzos, habían logrado traerlos con ellos a España. Silvana y su marido abandonaron la habitación en un bajo que compartían con cinco compatriotas en el barrio de Santa Eulàlia, en Hospitalet, y alquilaron el piso de la calle Mèxic para que los niños tuvieran más espacio y empezar juntos una nueva vida. Se negaba a correr. Eso sería gritar a los cuatro vientos que estaba atemorizada, pero sus pasos, sin querer, se atropellaron rumbo a la portería. Hizo los metros finales a la carrera, entró y cerró la puerta sin aliento. Los chicos aplastaron sus caras contra el cristal, sacando la lengua, levantando el índice y tocándose los genitales. Silvana les dio la espalda y tocó el botón del ascensor. Sus músculos se relajaron involuntariamente. No oyó ningún ruido ni percibió el peligro, tan solo un dolor agudo y martilleante en la nuca y una sensación de debilidad en las piernas. Se dobló sobre sí misma y cayó al suelo.
El sábado por la noche Malena se quedó dormida viendo una película de Superman bastante aburrida. Nunca fue su superhéroe favorito. Era más de Spiderman. Antes de Superman, recibió la visita de su hermana. Patri se presentó sobre las diez, armada con una botella de vino rosado, una pizza familiar y la sana intención de quemar la ciudad con su hermana pequeña.
—No tengo ganas de salir, Patri, y además me da muchísima pereza arreglarme. Acabo de ponerme el pijama. Solo quiero leer un rato y acostarme.
—Tú no necesitas arreglarte, Lena. Te pones unos vaqueros y una camiseta y te hacen la ola. —Malena masticó la pizza y miró a su hermana mayor, con la que guardaba un notable parecido—. El mundo no se acaba en Rebeca.
—Ya lo sé.
—Ni en Rebeca ni en nadie. Eres Malena Montero, mírate. Puedes tener a la mujer que te dé la gana.
—No exactamente.
—Y dale con la Rebequita de Dios. Ya hace varios meses. Tienes que pasar página, Lena. —Dejó la copa de vino en la mesa y cruzó los brazos—. A ver, explícame cuál es el plan. Porque tendrás algún plan para superar lo de Rebeca y seguir adelante con tu vida, digo yo.
—Estoy siguiendo adelante con mi vida —protestó—. Cualquiera diría que me he dado a la bebida y duermo en la calle. Tengo derecho a estar jodida, ¿no? Tampoco voy llorando por las esquinas. Lo llevo con toda la dignidad posible, pero no lo llevo bien, qué quieres que te diga, Patricia. Dame tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—El que sea necesario.
A solas, visionó el vídeo de Sitges cinco veces, se corrió otras tantas, lloró un cuarto de hora y tomó su ración de lucidez diaria en forma de píldora milagrosa. Nadie sabía que estaba tomando ansiolíticos, ni siquiera Patricia ni sus amigos más cercanos. Volvió al despacho. Siempre detenía el visionado en el mismo punto, en el momento exacto en que Rebeca alcanzaba el orgasmo, pero el vídeo no terminaba allí. Restaban casi tres minutos que no se permitía ver. Encendió el último cigarrillo que le quedaba. Las facciones de Rebeca se relajaban, su respiración se normalizaba lentamente, soltaba una carcajada y un «Guauuuu» y abría los ojos. Malena seguía anclada en sus caderas, con la cabeza reclinada sobre el pubis, sonriendo embelesada, aspirando su perfume.
—Ven, por favor. Abrázame, abrázame —rogaba Rebeca. Sus ojos se encontraron en la penumbra de la habitación—. Abrázame, mi amor.
Malena trepaba lentamente por su cuerpo, deteniéndose a repartir besos en el vientre, en los pechos, en las axilas, el cuello y, finalmente, en la boca. Los brazos de Rebeca se ciñeron a su alrededor, aprisionándola suavemente. Le encantaba que la abrazara así, como si fuese a morirse entre sus brazos.
—Te amo, Malena, te amo.
—Y yo a ti, mi niña —se oyó decir.
Pulsó el stop. No podía más. Estaba amaneciendo y se había quedado sin tabaco. El domingo empezaba mal y no tenía pinta de mejorar. Ahora lo sabía. Rebeca era la kryptonita que anulaba todos sus poderes. Se tumbó en el sofá y se durmió justo cuando Superman sobrevolaba Metrópolis con la chica en brazos.