Las líneas del destino
Puri García había sido trasladada a planta después de pasar cuarenta y ocho horas en cuidados intensivos. Un agente custodiaba la entrada de su habitación. Santana se identificó y empujó la puerta con el corazón en un puño. Pese a haber visto las fotos, acusó una tremenda impresión. La cara de su madre era un amasijo de moratones y golpes. Tenía la nariz fracturada y el labio superior partido. Los sentimientos corrían por el corazón de la subinspectora en direcciones encontradas, chocaban entre ellos y saltaban por los aires dejando un doloroso rastro de confusión e incertidumbre. Dijera lo que dijera Segarra, aquella congoja que le estrangulaba la respiración no tenía nada que ver con el amor. Se compadecería de cualquier persona que hubiese sido brutalmente agredida. Lo contrario rayaría en lo inhumano. La habitación estaba exageradamente caldeada, se quitó la chaqueta y la sudadera. La ventana estaba orientada al Paseo Marítimo y a la playa de la Barceloneta. Decidió que si algún día tenía que morir postrada en un centro hospitalario, sería allí, en el Hospital del Mar, viendo la playa desde la cama. No sabía muy bien qué hacer, si quedarse de pie o tomar asiento. Su madre estaba profundamente dormida. No se enteraría de que había venido. Qué diablos hacía allí. Volvió a ponerse la sudadera y la chaqueta. Estaba casi en la puerta, cuando escuchó un leve quejido.
—¿Rebeca?
Retrocedió.
—Rebeca, ¿eres tú? —balbuceó trabajosamente.
No fue capaz de contestar. Puri extendió la mano con torpeza. Sus dedos se quedaron suspendidos en el aire, apuntando a su hija. En el exterior, un relámpago cubrió de luz la playa.
—Rebeca —volvió a decir.
Santana avanzó un paso, indecisa, prisionera de sus contradicciones. Le empezaba a faltar el aire. El trueno hizo retumbar los cristales de la habitación. El segundo paso la situó al borde de la cama. La mano de la enferma colgaba inerte, esperando un contacto que no llegaba. Santana estiró el brazo a cámara lenta. La puerta se abrió con el ruido del carrito y la cantinela de la enfermera.
—¿Cómo estamos Puri? ¿Tenemos hambre?
Retiró la mano, pasó como una exhalación por delante de la enfermera y del agente que bostezaba ruidosamente y bajó las escaleras como si la estuviera persiguiendo el mismo diablo.
Aquella madrugada charló por teléfono con su ex compañero Rafa Navarro. En Zaragoza, la escarcha cubría el suelo. En Barcelona, la humedad lo empapaba todo.
—Suenas deprimida, Rebeca.
—¿Yo?, qué va. Estoy de muerte, Rafa.
—¿Seguro?
—Bueno, un poquito de bajón sí que tengo.
—Cuéntame.
—Nada del otro mundo. Jodí las cosas con Malena, pero eso ya lo sabes. A ver qué más... sí, hay alguien que me la tiene jurada y no sé por qué, y tenemos entre manos un caso de mierda. Ah, y me acosté con mi superior. Mejora eso, guapo.
Optó por no mencionar a su madre.
—¿Te has acostado con Robles?
—¡No, por Dios! Con su sustituta, Yolanda Barrios. Robles está de baja.
—Conozco a la Barrios. Ten cuidado con ella, Rebeca.
—¿Por qué lo dices?
—Es una de esas que cree que ser mujer y policía le da derecho a ser una malnacida como desagravio por el machismo sufrido.
—Puede que tenga sus motivos. Ser poli y mujer en la época en la que entró en la academia no debía ser moco de pavo.
—Eso no da carta blanca para pisar a los demás. Tú eres mujer y poli y no eres así, ni Miriam tampoco, será cojonera pero sabe lo que significa el compañerismo, y ella ingresó en el Cuerpo en tiempos más difíciles que la Barrios. Créeme, Rebeca, esa tía te machacará si con eso sale ganando. Los éxitos serán mérito suyo y los fracasos responsabilidad vuestra. Solo a ti se te ocurre meterte en la cama con un superior. Para lo lista que eres tienes cosas de bombero.
—Cuando me acosté con ella todavía no sustituía a Robles. Nos conocimos en un seminario. Ha sido una casualidad muy desafortunada. Además, en pocas semanas se irá.
Repasaron otros temas. Navarro le aconsejó que no se tomase a broma las notas y los incidentes ocurridos con la moto. Santana prometió que no lo haría. Después, le tocó a él recostarse en el diván.
—¿Sigues yendo a las reuniones del grupo?
—No te preocupes, Rebeca. Está todo controlado.
—Las adicciones nunca están controladas, Rafa, por eso son adicciones, porque uno se engancha y se descontrola.
—¿Hablas por experiencia o como psicóloga?
—Mi adicción tiene nombre y apellidos.
—Pues no sé si eso es una suerte.
—Yo tampoco. Tienes el ascenso a inspector en tu mano, y te lo mereces. Crespo ya es inspector. Lo estás haciendo muy bien. Rafa, no la cagues.
—Llevo meses bebiendo Red Bull.
—¿Y te da alas?
—Si me diese alas, sobrevolaría Barcelona ahora mismo.
—¿La echas de menos?
—Una barbaridad. El otro día conduje como un loco hasta encontrar el primer pueblo con playa de la provincia de Tarragona, y me quedé allí toda la mañana, mirando el mar. Hasta he puesto una foto de la playa de la Mar Bella en mi ordenador.
—Un día de estos, cuando tenga la moto arreglada, le daré un poco de caña y me acercaré a verte.
—Sería estupendo, Rebeca.
Yolanda Barrios convocó una reunión sorpresa a primera hora. Vázquez llegó con retraso y malhumorada, Santana parecía no haber dormido en el último decenio. La inspectora jefe llevaba recogido el cabello en una cola y tenía un aspecto juvenil y saludable que contrastaba con el de sus subordinadas.
—Buenos días, subinspectoras. Las he convocado para hablar con ustedes antes de que llegue el comisario. Las cosas se están poniendo feas. El juez de instrucción está nervioso, el comisario está nervioso y el alcalde está nervioso. Si todos ellos están nerviosos, yo me pongo nerviosa y ustedes no pueden estar tocándose las narices mientras a mí me sale una úlcera por estar en esta comisaría cuatro míseras semanas.
—Jefa, no...
—¿Le he dado permiso para intervenir, Vázquez?
—No.
—Pues espere a que termine. Preséntenme un informe detallado sobre el estado en el que se encuentra la investigación: sospechosos, vías de investigación abiertas y descartadas, tareas realizadas y tareas pendientes y si necesitan recursos, del tipo que sean. Le haré llegar una copia al juez y otra al comisario jefe, o sea que esmérense.
Santana levantó la mano.
—¿Puedo intervenir?
Vázquez reprimió la risa y miró a otro lado.
—Sí —dijo con aspereza la inspectora jefe.
—No podemos hacer un informe para contentar a los superiores y mucho menos para contentarla a usted. Haremos el informe con lo que tenemos en este momento, y me temo que tenemos muy poca cosa.
—Háganlo como les dé la gana, pero entréguenme algo que tenga cara y ojos, que no me deje mal, y sobre todo que no dé la impresión de que son dos inútiles rematadas. Vázquez, ¿algo que añadir?
—Sí, iba a decir que no nos estamos tocando las narices, jefa. Estamos trabajando una media de doce horas diarias, incluidos festivos.
—Las propondré para empleadas del mes, descuiden. Antes de las doce quiero el informe en mi mesa. Y, Santana, procure dormir más, por el amor de Dios.
Salieron del despacho indignadas.
—¿Qué es lo que quiere esta tía, que nos inventemos un informe? —farfulló Vázquez, directa a la máquina del café.
—¿No decías que era maja?
—Mira quién fue a hablar. Tú te la has tirado, Rebeca, así que cierra el pico.
—Rafa tenía razón. Me advirtió que llevara cuidado con ella, que es una trepa —comentó mientras su compañera se hacía con la primera ronda de café de la mañana.
—¿Cómo le va?
—Bastante bien. Muy pronto será inspector.
Caminaron hacia el despacho.
—Me alegro —dijo sin ningún indicio de alegría.
—Podrías llamarlo —sugirió.
—¿Para qué?
—Es tu amigo.
—Lo era. Ya no.
—Pero, Miriam...
—De verdad, Rebeca, no estoy de humor —explotó airada. Vázquez no admitía que Navarro, su mejor amigo y compañero durante tantos años, se hubiese enamorado de ella. Lo consideraba una deslealtad intolerable—. Hagamos ese absurdo informe de una vez. Ponle literatura, que eso a ti se te da mejor que a mí.
La voz poderosa de Yolanda Barrios tronó a sus espaldas.
—Santana, ¿puedo hablar un momento con usted?
La subinspectora caminó hacia el despacho de la inspectora jefe como un reo a la silla eléctrica, arrastrando los pies.
—Cierra la puerta y siéntate, por favor.
Hizo lo que le pedía.
—¿Qué te ocurre conmigo, Rebeca? —soltó de buenas a primeras.
—No me ocurre nada contigo. Divergimos en la forma de enfocar ciertos aspectos de la investigación. Comprendo que estás sometida a mucha presión, pero no es justo que lo descargues con mi compañera y conmigo. Estamos trabajando mucho para resolver el caso. El inspector Crespo puede dar fe de ello. Nos vendría fenomenal tu apoyo. Yo lo veo así. No es nada personal, Yolanda.
—No estoy aquí para caer bien y hacer amigos en Facebook. Mi trabajo es supervisar a los subordinados y dar cuentas a los superiores. Antes de que la mierda me salpique, prefiero que os salpique a Vázquez y a ti. La cosa es así. Para mí tampoco es una cuestión personal, en eso estamos de acuerdo. Me disgustaría que hubiera malentendidos entre nosotras. Por... —bajó la voz—, ya sabes. Ha sido una desdichada casualidad y sería una lástima que interfiriese en nuestro trabajo. Apenas voy a estar por aquí cuatro o cinco semanas. No tiene sentido buscarse problemas, Rebeca. ¿Qué haces esta noche?
—¿Cómo dices? —Santana abrió los ojos de par en par.
—Ya me has oído —sonrió con picardía—. Como decía, estaré por aquí poco tiempo. No tendría ninguna repercusión que nos viésemos fuera del trabajo, ¿no crees?
—Me temo que también en eso discrepo, Yolanda.
—Mi marido y mi hijo están fuera y no me gusta la casa vacía. Esta semana me alojaré en el Hotel Jazz. Te espero a eso de las diez. Lo pasé muy bien contigo, Rebeca, y me encantaría repetir. Piénsatelo.
Elaboraron y entregaron el informe antes de las diez de la mañana. Hecho el encargo, Santana se enfrascó en repasar casos de violadores que hubiesen derivado en asesinos seriales. Descubrió, como ya sospechaba, que se trataba de un hecho bastante excepcional. El teléfono sonó tres veces.
Vázquez descolgó refunfuñando.
—Homicidios.
Tan solo una de cada quinientas violaciones acaba en asesinato. ¿Por qué entonces el hombre que violó a Marina Guerra se había convertido en asesino? ¿Cuál fue el detonante? Santana intuía que la respuesta a esta pregunta sería crucial para la resolución del caso. Los violadores amenazan, intimidan y coaccionan a sus víctimas, pero muy raramente llevan a cabo sus amenazas. Si la mujer se revuelve o grita, normalmente el agresor huye en busca de otras presas más asequibles. Resultaba desconcertante el giro a estrangulador. Desconcertante y extraño.
El humor de Vázquez había mejorado notablemente cuando colgó el teléfono.
—Volvemos a la Costa Dorada. Ha aparecido una nueva víctima.
Santana dejó el ratón del ordenador en la mesa y se volvió.
—¿Una nueva víctima en Tarragona? Eso sí que no me lo esperaba.
—Me he expresado mal. —Se puso la gabardina—. La violación tuvo lugar en la Semana Santa del año pasado. Una stripper. —Siguió desmenuzando los detalles de camino al coche—. Extranjera. Rusa o de por ahí. Presentó una denuncia y luego la retiró.
—¿Y no lo relacionaron con el caso de Marina Guerra?
—Sí. Al parecer sí lo relacionaron, pero la investigación acabó en vía muerta. En los dos casos fue el mismo tipo. De eso no hay duda.
Emprendieron el camino casi a las once. El tráfico no era muy denso en la autopista y Vázquez disfrutó pisando a fondo el acelerador. Le gustaba conducir, especialmente a solas, con una ópera de fondo, sin tener que dar conversación ni parecer hosca si optaba por el silencio y la introspección. El tiempo transcurrido desde que Santana se incorporó a la unidad había fraguado una confianza cómoda en la que tenían cabida los silencios, incluso aquellos más largos de lo habitual. Sin embargo, la cuestión musical seguía siendo un escollo insuperable en su relación. Aquella mañana les hacía los honores Puccini. Vázquez coreaba emocionada y a voz en grito los pasajes que conocía de memoria.
—Aguanto la ópera, y ya tiene mérito, pero tus berridos en italiano son demasiado —protestó Santana, bostezando.
Vázquez bajó el volumen contrariada y siguió cantando unos decibelios más bajo.
—No es por fastidiar, pero ¿cuándo me toca a mí elegir la música? Me suena que hace siglos que escuchamos lo que a ti te apetece.
—Yo conduzco, luego yo elijo la música. No sé de dónde sacas que tienes derecho a elegir. El día que conduzcas, tendrás ese privilegio.
—Tú conduces muy bien. Además, los coches no me van.
—No es mi problema —atajó Vázquez, inflexible.
Santana meneó la cabeza, sacó su iPod, conectó los auriculares y se sumió en su propio universo musical, muy alejado de Puccini. Circularon unos treinta kilómetros sin cruzar una palabra, una vociferando en italiano y la otra tamborileando los dedos en el salpicadero. En el peaje, Vázquez contuvo su furor operístico. Su compañera miraba en un ángulo extraño, forzando la postura. Se irguió un poco para seguir el curso de su mirada. Una docena de potentes Harley-Davidson enfilaban la salida rugiendo majestuosamente.
—¿Te gustaría ir con ellos?
Santana se quitó los auriculares.
—¿Y perderme a Puccini? No, por Dios.
Vázquez sonrió y decidió darle una tregua.
—¿Cuál es el viaje más largo que has hecho con la moto? —preguntó, silenciando la música.
—Hice un viaje a Estocolmo justo antes de ingresar en la academia.
—¿Con Claudia?
—Con Aina.
—Aina es la médico con cara de no haber roto un plato, ¿no? La que sale con la psiquiatra.
—Exacto.
—¿Y cómo fue eso de iros a Estocolmo de rodríguez?
—Una especie de homenaje que nos dimos. Ella empezaba el MIR y yo la academia. Fue un viaje increíble. Nos pasó de todo.
—¿Qué distancia hay de Barcelona a Estocolmo?
—Dos mil setecientos kilómetros y pico.
Vázquez silbó.
—Casi nada. Menudo paseo.
—Nos lo tomamos con calma.
—Os turnaríais para conducir, me imagino.
—Ni en broma. Mi Harley solo la toco yo.
—Un mandamiento de los Ángeles del Infierno, supongo.
—De toda la vida. —Ensayó una sonrisa.
—¿Te juntas con esos tipos barbudos?
—He ido a muchas concentraciones. Es divertido y no solo hay barbudos. Hay gente de todo tipo. Te sorprenderías. En la última concentración conocí a dos ejecutivos, un escritor, un concejal y varias amas de casa. La cultura de la Harley-Davidson es global.
—¿Ese viaje a Estocolmo es el último que has hecho?
—No —respondió, escueta. Al cabo de un lapso de tiempo excesivamente largo, cuando Vázquez ya daba por concluida la conversación, añadió—: La llevé a Verona por su cumpleaños.
La elipsis del nombre, paradójicamente, lo decía todo.
—¿Y qué tal? —continuó Vázquez para romper la repentina tirantez.
—¿Qué?
—Que qué tal Verona.
Santana perdió la vista en el cielo, que empezaba a decolorarse en un gris blanquecino.
—Muy bonito. Le encantó. Y a mí también.
—Va, pon algo de eso tan horrible que llevas en el aparatejo. Aprovecha, niña, que es tu día de suerte.
—No, da igual.
—Vamos, que no se diga.
—Tú lo has querido.
Sonaron los primeros acordes.
—¿Quiénes son estos? —Arrugó la nariz.
—Los Planetas —informó.
—Estoy hecha una blandengue. Esta maldita menopausia acabará conmigo —suspiró, pisando el acelerador hasta ponerse a ciento sesenta kilómetros por hora.
—Cuidadito con los radares —advirtió Santana—. Nos van a empapelar.
—Que les den, a los radares. Estamos en acto de servicio.
La stripper era, efectivamente, hija de la Rusia blanca. Respondía al nombre de Olga Zdevereva y lucía unas preciosas piernas más largas que el río Misisipí.
—Fue un malentendido —explicó en un castellano trabado—, por eso retiré denuncia. No sé qué quieren ahora. Pasó hace mucho. No hay problema. —Bebió un sorbo de limonada a través de la pajita. Santana no encontraba un punto neutro en el que posar la mirada. Si las piernas de la rusa eran de infarto y las dejaba al descubierto generosamente por debajo de una falda que más bien parecía un pañuelo, su escote era profundo e incitante y su rostro, de facciones suaves y labios sensuales, era difícil de olvidar. Vázquez se aclaró la garganta aparatosamente para llamar su atención.
—¿Un malentendido? Veamos, un malentendido es si yo te digo que eres una embustera y tú entiendes que eres peluquera. Eso es un malentendido.
Olga frunció las cejas y buscó la mirada de Santana.
—Yo no soy peluquera —dijo confundida—. ¿Por qué ella piensa que soy peluquera? ¿Y por qué embustera? ¿Eso es como mentirosa?, eh, dime. ¿Por qué me llamas mentirosa?
Santana consiguió con un notable esfuerzo de voluntad apartar los ojos de sus muslos y mirarla a los ojos.
—Olga, mi compañera ha intentado ponerte un ejemplo, no muy afortunado —miró de reojo a Vázquez—, de lo que es un malentendido. Lo que quiere decir es que una denuncia por violación no puede deberse a un malentendido. O te violan o no te violan, Olga, y hay un informe del hospital que confirma la agresión sexual.
—No, no. Son cosas que pasan. —Levantó las manos y las blandió en el aire—. No fue nada.
—Te penetraron con un chuchillo y te golpearon salvajemente. Lo dice el informe y la denuncia. Eso no son cosas que pasan. Hay un hombre que está violando y asesinando mujeres en Barcelona y usa el mismo método que el que te atacó a ti. Utiliza un cuchillo para violar. Ayúdanos a detenerlo para que no le haga daño a ninguna otra mujer.
—Vale, pero hablo contigo. Ella no me gusta. —Señaló a Vázquez.
—Déjame a mí, Miriam —intercedió Santana.
—La madre que me parió —rezongó Vázquez, bajando del taburete—. Lo que me faltaba por oír. Que os divirtáis.
La rusa hizo un mohín encantador.
—Qué mal carácter.
—Tiene sus buenos momentos. Dime una cosa, Olga, ¿viste la cara del hombre que te agredió?
—Ya te he di...
—Han muerto dos mujeres —la interrumpió, sin miramientos—, y van a morir más. Luisa Benavente tenía dos hijos, dos niños pequeños que se han quedado sin madre. Mireia Lozano estaba enamorada y tenía un montón de proyectos. Ninguna de las dos merecía una muerte tan horrible. Nadie lo merece.
—No le vi la cara.
—¿Te amenazó? ¿Por eso retiraste la denuncia?
—No le vi la cara —insistió.
—Era un cliente del club en el que bailas. Lo conocías de vista. Dime la verdad, Olga. Confía en mí. Te protegeremos.
—¿Cómo te llamabas?
—Santana.
—¿Santana es tu nombre?
—Rebeca.
—Rebeca. —Pronunció el nombre con un sonido de sierra—. Me hizo mucho daño, es verdad, y lo denuncié, pero en el club me dijeron que no querían líos, que las denuncias no son buenas para negocio. Me dijeron que la Policía investiga igual, ¿sí?
—Sí, claro que sí.
—A lo mejor era un cliente que me siguió hasta casa. No sé. Me cogió cuando bajé del coche, en la calle. Me puso un cuchillo en el cuello. Subimos al piso. Mi compañera no estaba. Me tiró en la cama. Me pegó muy fuerte. No le vi la cara. Llevaba como gorro negro.
—Un pasamontañas.
—Sí. Me hizo mucho daño —repitió.
—¿Perdiste el conocimiento?
—Un rato.
—¿Te dijo algo?
—Esto te va a gustar: «zorra» o así. —Torció el gesto—. Siento mucho lo de esas mujeres. Yo también tengo un hijo, Alexei... mira. —Le mostró la fotografía de un niño rubio.
—Es muy guapo. ¿Qué años tiene?
—Nueve. Hace dos años que no lo veo. —Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Vive en Rusia?
—En San Petersburgo, con mi padre y mi hermana. A lo mejor puedo ir este verano. —Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Espero que puedas ir y pasar un tiempo con él. De verdad.
Olga le dedicó una envolvente sonrisa de gratitud.
—Dame la mano.
—¿La mano?
—Sí, dame.
Santana tendió la mano obediente. Olga escrutó la palma de la mano concienzudamente, achinando los ojos en un gesto característico de los miopes.
—Tienes línea de la vida muy larga. Vivirás mucho tiempo.
—¿Eso lo ves ahí? —sonrió escéptica.
—Sí, es serio. Está ahí escrito. Las líneas del destino. El destino no es solo el futuro. También lo que has vivido se puede ver. Tienes una pena muy grande, un peso en el corazón que te hace sufrir mucho. Un amor que se ha roto, creo. Y hay otra pena —siguió—, esta es vieja, muy vieja, pero no se va.
—Y tu destino, ¿también puedes verlo?
—No. El mío, no. —Mostró su maravillosa sonrisa—. Si lo hubiese visto, ¿crees que estaría aquí?
Vázquez y Puccini proseguían su idilio en el interior del Lancia. Santana entró sonriente.
—¿Qué?, ¿has sacado algo, además de un calentón?
—La duda ofende. Soy una profesional. —Se abrochó el cinturón de seguridad—. Me llamará. Para hablar del caso. —Se anticipó a la puya de Vázquez—. Ya lo verás. Sabe algo, pero necesita tiempo para decidirse a contármelo.
—He tenido que espantar a unos reporteros de la televisión local.
—¿Cómo se han enterado?
—Esto es pequeño, alguien se habrá ido de la lengua. Espero que no nos creen problemas. Se te caía la baba a base de bien, niña. No es por nada.
—Es que no se ven todos los días chicas como esta, pero no te pongas celosa, Marquesita. Tú siempre serás la primera para mí.
Vázquez arrancó bruscamente, obligando a Santana a agarrarse al salpicadero, y pisó a fondo, subiendo a tope los compases finales de la ópera.