22

Quince minutos después todos entraban por la cancela de la granja, charlando y riendo y experimentando esa curiosa exaltación que siempre sigue a una boda o un funeral.

Y cuán alegre y encantador era el aspecto de la granja, con el toldo de un blanco impoluto y rojo, deslumbrante al sol, y las guirnaldas de flores y los nebulosos grupos de peonías rosadas resplandeciendo desde la oscuridad de la cocina, a través de la puerta abierta. ¡Y, oh, mirad, mirad! Alguien había puesto un collar de alhelíes y flores de geranios alrededor del cuello de Gran Negocio, que andaba deambulando orgullosamente por el campo grande, y se detenía para observar por encima de los setos a los invitados de la boda con sus enormes y dulces ojazos.

—Oh, qué idea tan encantadora. Qué original —dijo la señora Hawk-Starkadder, pensando que aquello del toro era bastante grosero—. Y veo que las vacas… también llevan guirnaldas. Vaya, qué idea tan.…

Adam se aproximó; los desolados charcos atlánticos que eran sus ojos quedaron velados con las prontas lágrimas de sus noventa años. Se detuvo frente a Elfine, que se adelantó amablemente hacia él, y le tendió las manos como formando un cuenco.

—Es un regalo de boda para ti, preciosa —canturreó… Para disgusto de Flora, que temía que el hielo se derritiera y el champán se entibiara—. Un regalito para mi pequeño carbonerillo silvestre.

Y abrió entonces las manos, dejando al descubierto un nido de carbonerillos palustres con cuatro huevos rosados dentro.

—Oh, Adam… Qué amable por tu parte —dijo Elfine, apretándole el brazo afectuosamente.

—Póntelo en el pecho. Así tendrás cuatro chiquillos, como poco —advirtió Adam. Y ya estaba procediendo a proporcionar más instrucciones sobre el particular cuando Flora irrumpió en la reunión arrastrando a Adam tras ella hacia la cocina, al tiempo que le aseguraba amablemente que Elfine haría con toda seguridad aquello que él le había sugerido, apenas hubiera comido algo.

Flora abrió el cortejo hacia la sala, seguida por la novia y el novio, la señora Hawk-Monitor y luego por Joan, Ralph Pent-Hartigan, Reuben, Micah, Mark y Luke, Caraway, Harkaway, Ezra, Phoebe, Susan, Letty, el señor Mybug y Rennet, Jane y, un poco más atrás en la cola, por algunos criados, como la señora Beetle, Nancy, la de Mark Dolour, Agony y su banda de jazz, el propio Mark Dolour y, cerrando la comitiva, Urk y Meriam, por no citar a la señora Murther, del Hombre Condenado, y un buen número de otros personajes a los que Reuben consideraba con derecho, por su relación especial con la granja, a acudir al festín. Entre ellos se encontraban los tres jornaleros que trabajaban directamente bajo las órdenes de Mark Dolour, además del propio Adam Lambsbreath.

Cuando Flora cruzó el umbral y pasó del ardiente sol al frescor de la sala, se apartó de repente para permitir que los invitados tuvieran una visión completa de la cocina… y de alguien que en esos momentos se alzaba de una silla adornada con guirnaldas de peonías, saludándolos con un enérgico berrido:

—¡Vaya, vaya…! ¡Si estáis todos aquí! ¡Sed bienvenidos a Cold Comfort!

Una dama anciana y bien parecida, vestida de pies a cabeza con un elegantísimo traje de aviador de piel negra, se adelantó para dar la bienvenida al atónito grupo. Todos le estrecharon la mano para saludarla.

Micah dejó escapar un rugido de sorpresa; de todos modos nunca tuvo tacto ninguno.

—¡Arrea! ¡Pero si es la tía Ada! ¡Es la tía Ada Doom!

Y los demás, una vez superado el desconcierto inicial, que les había dejado literalmente congelados, estallaron también en exclamaciones de asombro.

—¡Anda, si es verdad!

—¡Es formidable!

—¡Está desafiando las leyes de la Naturaleza!

—¡Sí… y se ha puesto pantalones, también! ¿Los has visto, hija mía?

—La primera vez en veinte años que.…

—Pero si debe de andar ya por los ochenta.

—¡Esto la va a matar!

—Válgame Dios… ¡Es sensacional! ¡Inesperado! ¿Cómo se encuentra usted, señorita Doom…? ¿O debería llamarla señora Starkadder? Resulta todo un poco desconcertante

—Oh, ¡abuela!

—¡Maldita sea, es la mismísima vieja en persona!

—¡Vaya, podrías arrearme con un calentador de camas en la cocorota y dejarme inconsciente, y aun así no me creería lo que estoy viendo! ¡No se acaban nunca los milagros!

—Pues sí… flores y fruta… ¡Por la fruta los conoceréis! ¡Y pensar que viviría para ver esto!

Mientras tanto, la tía Ada permanecía allí de pie, sonriendo en silencio, hasta que el murmullo de sorpresa desapareció. Miró un par de veces de reojo a Flora, con las cejas levantadas, y su amigable sonrisa se fue ensanchando hasta convertirse en una mueca de verdadero placer.

Por fin, levantó una mano. Inmediatamente se hizo el silencio. Entonces dijo:

—Muy bien, buena gente de Howling y alrededores, todo esto resulta bastante halagador; pero si voy a pasar algún tiempo con mi nieta y el resto de vosotros, debemos darnos un poco de prisa y empezar con el convite. ¡Salgo para París en avión en menos de una hora!

Las palabras de la vieja sembraron el desconcierto de nuevo. Los Starkadder estaban tan pasmados, tan conmocionados y tan zarandeados por la asombrosa espectacularidad de las circunstancias, que nada podría conseguir que se les cerraran las bocas, salvo meter en ellas una buena cantidad de comida.

Así que Flora y Ralph Pent-Hartigan (notó que le estaba comenzando a gustar aquel joven: tenía lo que había que tener) agarraron unas cuantas bandejas repletas de bocaditos de cangrejo y comenzaron a circular entre los invitados, persuadiendo a todo el mundo de que repusieran fuerzas.

Entonces Elfine, despertando de la fascinante visión de su transmutada abuela gracias a un pertinente codazo de Flora, cortó la tarta nupcial, y de ese modo comenzó oficialmente la fiesta.

Poco después todo el mundo estaba disfrutando enormemente de la reunión. La pasmosa sorpresa que había causado la deportiva apariencia de la tía Ada proporcionó a todos algo de lo que hablar, y realzó los deliciosos sabores de los alimentos que estaban degustando. Desde luego, habría resultado incluso más estimulante para el apetito que la anciana hubiera aparecido con su atuendo habitual y con sus conocidos modales, y hubiera intentado detener la boda como fuera, y entonces hubiera sido desafiada por todos los Starkadder en grupo. Eso sí que habría sido digno de verse. Pero en fin, no se puede tener todo, y, tal y como iba la cosa, estaba bien.

Después de hacer una ronda entre los invitados y dedicar unas frases amables a cada uno de ellos, la tía Ada se volvió a sentar en su butaca floreada y se adjudicó a sí misma un poco de champán y varios sándwiches de caviar.

Flora se sentó a su lado, disfrutando también del caviar. Pensó que lo mejor sería vigilar su obra magna hasta el último minuto. En apenas media hora, el avión que transportaría a la tía Ada a París aterrizaría en Ticklepenny’s Field. Pero en media hora podían ocurrir muchas cosas. Aparentemente, la tía Ada parecía haberse dado perfecta cuenta de lo triste que había sido su vida durante veinte años y ahora había llegado a la conclusión de que quería tener una existencia más agradable. Pero nunca se sabe…

Así que allí estaba Flora, sentada, observando a su tía, sonriendo de vez en cuando a la gente desde debajo del ala de su sombrero, y buscando una ocasión para entablar conversación con la tía en relación a sus derechos; aquellos misteriosos derechos que Judith había mencionado en su primera carta a Flora, casi seis meses atrás.

La ocasión no tardó en presentarse. La tía Ada estaba de un humor excelente. Le agradeció por enésima vez a Flora el hecho de haberle mostrado qué buenos momentos había pasado gracias a la señorita Fanny Ward, que parecía mucho más joven de lo que realmente era; y por decirle cuán lujoso era el Hotel Miramar de París, y por hacer énfasis en la maravillosa vida que podría tener en este mundo una dama de edad, bien parecida y juiciosa, y de buena fortuna, bendecida con una sólida constitución y un carácter firme.

—Y, sobre todo, querida, recordaré que debo preservar mi personalidad, tal y como me aconsejaste —decía la tía Ada—. Ya te digo que no me verás depilándome las cejas, ni haciendo dietas, ni chocheando mientras persigo a un muchacho de veinticinco años. Te estoy muy agradecida, mi pequeña pardalilla. ¿Quieres que te envíe alguna cosita desde París?

—Un costurero, por favor. El mío se está deshilachando —dijo Flora sin demora—. Pero… tía Ada, hay algo más que puede usted hacer por mí, también, si no le parece mal. ¿Qué fue eso tan malo que Amos le hizo a mi padre, Robert Poste? ¿Y cuáles son esos «derechos» míos, de los que Judith me solía hablar? Me pareció que no debía dejarla marchar de viaje sin preguntárselo.

El rostro de la tía Ada se tornó serio. Miró en derredor, por toda la cocina, y observó con satisfacción que todo el mundo estaba engullendo sin tregua y hablando lo suficientemente alto como para no percatarse de nada más. Posó una de sus ganchudas manos sobre la preciosa manita de Flora y la atrajo hacia ella, hasta que tía y sobrina estuvieron ambas refugiadas bajo el tejado curvo del sombrero de Flora. Entonces, la anciana comenzó a hablar en un veloz susurro. Habló durante algunos instantes. Un observador imparcial no habría notado demasiados cambios en el atento rostro de Flora. Por fin, el susurro concluyó. Flora levantó la cabeza y preguntó:

—¿Y la cabra murió?

Pero en ese preciso instante Elfine y Dick llamaron la atención de la tía Ada: venían acompañados de Adam. La anciana no oyó la pregunta de Flora, y ella no se molestó en repetirla delante de los otros.

—Abuela, Adam quiere venir a vivir a Hautcouture Hall con nosotros, y cuidar de nuestras vacas —dijo Elfine—. ¿Puede? A nosotros nos encantaría… Ya sabes, abuela: lo sabe todo sobre las vacas.

—Desde luego, desde luego, querida… —dijo la tía Ada con soberana benevolencia—. Pero, entonces, ¿quién se ocupará de Casquivana, Desgarbada, Ociosa y Desnortada, si él las abandona?

Adam lanzó un agudo lamento. Se adelantó presuroso. Traía las nudosas manos retorcidas en gesto de angustia.

—No, no, no hay nada que decir, señora Starkadder, señora. Yo me las llevaré conmigo, a todas, a las cuatro. Hay sitio para todos nosotros allí en Howchiker Hall.

—Esto parece el desenlace del primer acto de una comedia musical —apuntó la tía Ada—. Muy bien, muy bien; puedes llevártelas si quieres.

—La bendiga. La bendiga a usted, señora Starkadder, señora —canturreó Adam, y entonces salió despavorido a decirle a las vacas que estuvieran preparadas para el viaje que debían emprender aquella misma tarde.

—Y bueno, a lo que estábamos. ¿La cabra murió? ¿Y qué pasa con mis derechos? —preguntó Flora, un poco más alto esta vez. ¡Porras, tenía que volver a coger el toro por los cuernos!

Pero parecía que no había manera. La señora Hawk-Monitor escogió aquel preciso momento para acercarse a la tía Ada, murmurando que lamentaba muchísimo que la señora Starkadder tuviera que irse tan repentinamente, y que no tuvieran la oportunidad de verla durante el verano, pero que de todos modos tenía que subir a cenar a su casa en cuanto regresara de su vuelta al mundo, y entonces la tía Ada dijo que ella también lo sentía mucho, pero que de todos modos estaba encantada de irse de allí.

Así que la pregunta de Flora quedó nuevamente sin respuesta.

Y el destino parecía apuntar a que no la tuviera nunca. Puesto que fueron interrumpidos por el potente y siniestro zumbido del motor de un avión, que pasó tan cerca que pudo escucharse por encima incluso de la alborotada conversación que reinaba en la cocina; entonces el miembro más joven de la banda de jazz (que había salido de la casa y se había perdido entre las hileras de judías de Ezra para vomitar discretamente la enorme cantidad de empanadas de cangrejo que se había comido) volvió a entrar apresuradamente en la cocina, olvidando su empacho, y proclamó que había un avión, un avión, un avión que había sido abatido sobre Ticklepenny’s Field.

Todos a una salieron en tropel hacia el jardín para contemplar el espectáculo; todos excepto la señora Hawk-Monitor, Flora, la novia, el novio y la tía Ada. En medio del alboroto que se produjo a continuación, derivado de la necesidad urgente de embutir a la tía Ada en su uniforme de aviador, y de los abrazos y mensajes y promesas de escribir y visitar Hautcouture Hall en Navidad, Flora no tuvo oportunidad de plantear su pregunta por tercera vez. Habría sido de mala educación. Simplemente, pensó, debía renunciar a sus derechos —cualesquiera que fueran— y resignarse a no saber jamás si la maldita cabra había acabado pasando a mejor vida.

Todo el mundo salió atropelladamente a los campos aledaños para ver partir a la tía Ada. El piloto (un joven siniestro de gesto airado) fue agasajado, para su evidente disgusto, con un pedazo de tarta nupcial. Todos rodearon el avión riendo y hablando, mientras Agony Beetle rellenaba el vaso de alguien con champán sobre el motor, y la tía Ada se despedía.

A continuación, la anciana subió a duras penas por la escalerilla, se introdujo en la cabina y se acomodó en su asiento. Se ciñó la cinta del casco con fuerza bajo la barbilla y miró hacia abajo, hacia los Starkadder, con una sonrisa condescendiente. Flora, que permanecía junto al motor, estaba recibiendo golpecitos en el hombro y nuevas muestras de gratitud, en voz baja, por la transformación que había conseguido operar en su tía.

Flora sonrió con un gesto encantador; pero no pudo evitar sentir cierto disgusto. Por la cabra y por sus derechos.

La hélice del motor comenzó a rotar. El aparato retembló.

—¡Tres hurras por la tía Ada! —exclamó Urk, arrojando al aire su gorro de piel de rata. Y ya estaban a punto de entonar el tercer «¡hurra!» cuando el aparato cogió carrerilla, despegó y se alejó por el aire.

El aeroplano rozó los setos y se elevó por encima de las copas de los olmos. Los congregados pudieron aún vislumbrar por última vez el confiado gesto de la tía Ada, cuando se volvió sonriente para mirar por encima del hombro, triunfante. Estaba agitando la mano; y aún agitaba los dedos cuando desapareció de su vista, adentrándose en los cielos.

—¡Muy bien, ahora volvamos y bebamos hasta desplomarnos! —sugirió Ralph Pent-Hartigan, cogiendo la mano de Flora de un modo quizás demasiado familiar, pero agradable—. Dick y la sposa tendrán que partir en apenas media hora, ya sabes. Su avión despega a las tres y media.

—Santo Dios… Aquí no hay más que gente marchándose en aviones… —dijo Flora, bastante contrariada—. Lo mejor será que vaya y ayude a Elfine a cambiarse de ropa.

Y así, mientras todos los demás iban regresando poco a poco a la cocina y le hincaban el diente a lo poco que quedaba comestible, Flora se escapó y subió a la habitación de Elfine, y la ayudó a ponerse su vestido azul de despedida. Elfine se sentía muy dichosa. No se la había visto derramar ni una lágrima.

Abrazó a Flora calurosamente, y le dio las gracias mil veces por su bondad, y prometió solemnemente no olvidar jamás los buenos consejos que Flora le había dado. Ésta puso en sus manos un ejemplar nuevecito de El sentido común de índole superior, apropiadamente dedicado, y ambas bajaron juntas las escaleras primorosamente cogidas del brazo.

El segundo avión aterrizó en el Campo Grande, frente a la granja, puntual al segundo. (Un poco antes, Micah se había llevado de allí a Gran Negocio… Algunos de los cerebros más achispados habían sugerido que podían dejarlo allí, «para ver qué hace cuando vea el avión», pero Flora se había negado a semejante locura con absoluta firmeza).

La segunda despedida fue si cabe más ruidosa que la primera. Los Starkadder no estaban acostumbrados a beber champán. Pero una vez puestos, descubrieron que les gustaba muchísimo. Se levantaban las copas en abundantes brindis, y Susan, y Prue, y Letty, y Phoebe y Jane volvieron a romper a llorar, y Meriam y Micah, dando voces y armando un buen escándalo, le advirtieron a Dick que debía ser bueno con su azucenita.

Flora aprovechó la algarabía para regresar a la cocina sin que nadie se diera cuenta con la intención de decirle a la señora Beetle, que estaba comenzando a ordenarlo todo con gesto sombrío, que no descorchara más botellas de champán.

—Ni loca, señorita Poste —prometió la señora Beetle.

Cuando Flora regresó al campo, el avión estaba ya a punto de despegar. Sonrió a la encantadora carita de Elfine, ajustada en el casco negro de vuelo, y Elfine le lanzó un beso cariñosísimo. El rugido del motor aumentó hasta convertirse en un trueno triunfal. Partieron.

—Muy bien, y ahora, ¿podemos ya regresar a la casa y seguir bebiendo hasta reventar? —preguntó Ralph Pent-Hartigan, mostrando cierta inclinación a rodear con el brazo la cintura de Flora.

Flora lo esquivó, luciendo su sonrisa más encantadora. Estaba deseando verdaderamente que todo el mundo se marchara de una vez a su casa. Parecía que el banquete de bodas iba a durar toda la vida. Excepto porque aquélla era una ocasión feliz y la otra había sido una muy desagradable, aquello le recordaba mucho a la escena del «Recuento»…

«Oh, y ya nunca sabré lo que la tía Ada vio en la leñera», pensó. «Cómo me habría gustado preguntarle eso también…».

En la cocina, la concurrencia al fin comenzaba a mostrar signos de querer dispersarse. Se había acabado toda la comida. Y toda la bebida se había consumido hacía ya mucho rato. Las preciosas guirnaldas de flores se estaban poniendo mustias a causa del calor. El suelo estaba sucio con servilletas de papel arrugadas, colillas de cigarrillos, flores pisoteadas, corchos de champán y charcos de agua turbios. El aire resultaba asfixiante, cargado con el humo del tabaco y toda la mezcolanza de olores. Sólo las peonías rosadas no habían sufrido daño alguno. El calor había propiciado que se terminaran de abrir en todo su esplendor, hasta el punto de mostrar al mundo sus corazones dorados. Flora acercó la nariz a una de ellas. Olía a dulce y a fresco.

Intentó reanimarse. Era consciente de que durante la última hora había estado algo nerviosa y melancólica. ¿Qué tenía ella que ver con todo aquello? Lo único que deseaba era estar sola de una vez.

Sólo con alguna dificultad, al decirle adiós a todos, junto a la puerta de la cocina, pudo mantener cierto aire jovial. Pero la consolaba el hecho de que todo el mundo pareciera haber disfrutado de una velada encantadora. Todo el mundo, especialmente la señora Hawk-Monitor, la felicitó por la organización del banquete de boda y por lo deliciosa que estaba la comida y por la elegancia de los detalles decorativos…

Recibió invitaciones para ir a comer con los Hawk-Monitor la semana siguiente; para visitar al señor Mybug y a Rennet al estudio (con fregadero) de Fitzroy Square, al que se iban a mudar inmediatamente; Urk y Meriam, por su parte declararon que se sentirían muy honrados si la señorita Poste fuera a tomar el té con ellos a Byewaies, la finca que había comprado Urk con los ahorros que había hecho comerciando con los topillos, y a la que su novia y él se trasladarían la semana siguiente.

Flora les dio las gracias con una sonrisa y prometió ir a visitarlos en cuanto pudiera.

Uno detrás de otro, todos los invitados partieron, y los Starkadder, soñolientos por el champán y agotados por la novedosa sensación de divertirse como personas normales, se fueron retirando lentamente hacia sus aposentos, para dormir la borrachera. La figura del último invitado, Agony Beetle, desapareció tras la curva de la colina, en el camino que conducía a Howling, seguido de cerca por su banda de jazz. La tranquilidad, que había desaparecido de la granja a las seis de la mañana de aquel mismo día, comenzó tímidamente a arrastrarse por las sombrías esquinas y a tomar posesión de la casa una vez más.

—Señorita Poste. Parece que ya está usted libre. ¿Viene a dar una vuelta en esta vieja máquina? —dijo Ralph Pent-Hartigan, que estaba a punto de arrancar su Volupté de ocho cilindros, aparcado en el patio.

Flora bajó los dos pequeños escalones que anunciaban la puerta de la cocina, y cruzó el patio hacia el coche.

—No, creo que no iré a dar una vuelta, gracias —dijo—. Pero sería muy amable por su parte si pudiera bajarme al pueblo. Necesito hacer una llamada de teléfono.

Estaba encantado. La hizo ponerse junto a él de inmediato y enseguida estuvieron bajando a toda velocidad por la colina en dirección a Howling. El agradabilísimo viento vespertino refrescaba sus mejillas encendidas.

—¿Puedo preguntarle si le apetece cenar conmigo esta noche en Londres? Le prometo una velada maravillosa. Podríamos ir a bailar al New River, si quiere.

—Me habría encantado, pero lo cierto es que acabo de decidir que voy a dejar la granja esta misma noche. Tendré que hacer las maletas, y todas esas cosas. Lo siento mucho. En alguna otra ocasión, tal vez. Sería estupendo.

—Bueno… pero… entonces, ¿no podría llevarla yo de regreso a Londres…?

El coche se detuvo en la puerta de la oficina de correos. Flora salió.

—Oh, lo siento… de nuevo —dijo, sonriendo ante su cara de decepción—, pero creo que mi primo vendrá a recogerme. Sólo voy a ver si está en casa. Quedamos en que haríamos esto mismo hace varios meses.

Afortunadamente sólo había un retraso de unos pocos minutos para la conferencia con Hertfordshire. Mientras esperaba en la apestosa cabina telefónica, Flora se dio cuenta de que no estaba de humor para soportar demasiados retrasos. No obstante, aún no había empezado a echar humo cuando sonó el timbre, que en aquel reducido espacio resultó bastante ensordecedor.

Cogió el auricular y escuchó.

—Hola —dijo la voz tranquila y profunda de Charles, a setenta millas de distancia. Sonaba diminuta en la lejanía, pero no por ello menos musical.

Dejó escapar un leve suspiro.

—Oh… hola, Charles. ¿Eres tú? Soy Flora. Mira… ¿Vas a hacer algo esta noche?

—Si me necesitas, no.

—Bueno… ¿podrías comportarte como un chico maravilloso y venir y sacarme de la granja esta misma noche en Speed Cop tbe Second? Hemos estado de boda hoy. Creo que ya lo he dejado todo solucionado. Quiero decir, que ya no me queda nada más que hacer aquí. Y, realmente, estoy terriblemente cansada. Me gustaría que me sacaras de aquí… Si pudieras…

Ya estoy ahí —dijo Charles con voz profunda—. ¿A qué hora quieres que llegue? ¿Hay un campo grande cerca de la casa?

—Oh, sí, justo al lado. ¿Crees que podrías llegar alrededor de las ocho? Ahora son.… casi las cinco.

—Desde luego. Ahí estaré, a las ocho.

Hubo entonces un silencio.

—¿Charles? —dijo Flora.

—¿Sí?

—Charles… bueno… Esto no te molestará, espero…

Sonriendo, colgó el auricular tras escuchar el diminuto y lejano sonido de la risa de Charles.