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Pocos días después, Claud Hart-Harris escribió desde su casa en Chiswick Mall, en respuesta a la carta que Flora le había enviado. Efectivamente, Claud conocía a los Hawk-Monitor. El padre había muerto; la madre era una encantadora viejecita que se pasaba los días consagrada al Nuevo Conocimiento,[26] con el que se entretenía una barbaridad. Tenía un hijo que era largo de vista y corto de entendederas, y una hija bastante avispada llamada Joan. Claud pensaba que podría conseguir invitaciones para Flora, ya que estaba tan empeñada en ello. ¿No sería una fiesta aburridísima? Bueno, bueno: si realmente quería ir, le escribiría a la señora Hawk-Monitor y le diría que una amiga suya vivía en el exilio, en una granja en Howling, y que le encantaría ir al baile y llevar consigo a una primita suya, muy joven, y a dos jóvenes caballeros. Él, Claud, estaría encantado de acompañar a Flora, pero, francamente, lo de Seth sonaba un poco demasiado rural. ¿Era obligatorio que ese joven acudiera?
—Rural o no, eso es lo que hay —dijo claramente Flora, con su aflautada voz, a cincuenta millas de distancia. (Flora pensó que lo mejor sería responder a la carta con una llamada telefónica, pues estaba deseosa de dejar el asunto solucionado cuanto antes.)—. Es lo único que hemos podido encontrar, a menos que se lo pidamos a ese señor Mybug del que ya te he hablado. No me gustaría contar con él en absoluto, Claud. Ya sabes cómo se comportan esos malditos intelectuales cuando los llevas a los bailes.
Claud giró el dial del televisor y se entretuvo estudiando el rostro amable y pensativo de Flora. Tenía la mirada baja y la boca se retorcía en una mueca, preocupada como estaba en el grave asunto de arreglarle el futuro a Elfine. Claud imaginó que Flora estaría trazando un dibujo con la puntera de su zapato. Ella no podía verlo a él, porque los teléfonos públicos del pueblo no estaban acondicionados con cámaras de televisión.
—Oh, sí, claro, desde luego, lo último que necesitamos es una conversación inteligente —dijo Claud aparentando aplomo—. Creo que podremos prescindir de ese Mybug. Muy bien, entonces escribiré a la señora Hawk-Monitor hoy mismo, y te diré algo en cuanto tenga noticias. Aunque tal vez sería mejor pedirle que te envíe las invitaciones directamente a ti, ¿no?
Y así quedó acordado.
Flora salió de la oficina de correos de Beershorn y, al enfrentarse al sol, se sintió un poco avergonzada por la desfachatez de sus planes. Claud había dicho que la señora Hawk-Monitor era un encanto. Flora estaba planeando encasquetar a Elfine al único hijo de aquella encantadora mujer. Por mucho que se esforzó, su mente se negaba a presentarle una imagen de la señora Hawk-Monitor tributándole un alegre recibimiento a Elfine en calidad de nuera. La señora Hawk-Monitor podía ser todo lo aficionada que quisiera a lo del Nuevo Conocimiento, pero Flora estaba segura de que se convertiría en una mujer más bien práctica cuando se tratara de considerar la posibilidad de escoger una esposa para Richard. A pesar de sus aficiones intelectuales, no sería muy comprensiva con las dudosas cualidades artísticas de Elfine. Habría que transformar a Elfine, por dentro y por fuera, antes de que la señora Hawk-Monitor la pudiera considerar siquiera adecuada para su vástago; e incluso aunque se produjera efectivamente dicha transformación, la señora Hawk-Monitor probablemente no aceptaría a la familia de Elfine. Pero, en realidad, ¿quién podía aceptar la tormentosa —aunque un tanto incómoda— grandeza de Micah y Judith?
Y, por su parte, los Starkadder no dudarían en convertir aquel alegre episodio en un infierno cuando se anunciara el compromiso.
Se avecinaban tiempos difíciles.
Pero eso era lo que le gustaba a Flora. Detestaba las escenitas y los escándalos, pero disfrutaba calladamente cuando sus imaginativos deseos se enfrentaban a las dificultades. Eso le divertía; y cuando perdía la batalla, se retiraba del campo con elegancia y perdía todo interés por la campaña. Tenía muy poco o ningún espíritu deportivo. Las sangrientas contiendas a muerte le resultaban aburridas y no le gustaba salir victoriosa en ellas, como a otras personas.
Pero no era divertido enfrentarse a una mujer como aquélla, un verdadero encanto. Ella misma, si hubiera sido la señora Hawk-Monitor y tuviera sesenta y cinco años, se habría mostrado incluso más intransigente contra una joven como ella, que se presentara para plantar a una Elfine en el seno de una tranquila familia del campo.
Sólo había un modo de aplacar a su inquieta conciencia. Elfine debía transformarse a cualquier precio; sus ínfulas artísticas debían ser arrancadas de raíz. Debía lograr que sus pensamientos fueran dignos de la hermosa cabecita que los albergaba. Sus gestos debían ser más comedidos y su conversación menos «literaria». Y, desde luego, no debía volver a escribir poesía en absoluto, ni seguir dando largos paseos a menos que fuera acompañada por la clase de perro adecuada para dar esos largos paseos. Debía aprender a mantener una conversación seria sobre caballos. Debía aprender a reír cuando se mencionara un libro o un cuarteto de cuerda, y a confesar que no tenía muchas luces. Debía aprender a tener piernas y brazos largos y ojos azules, y a ser recatada. Las dos primeras cosas ya las tenía, pero debía ponerse a trabajar de inmediato para adquirir la tercera.
¡Y sólo contaban con veintisiete días para la instrucción!
Flora bajó por High Street hacia el lugar donde aparcaban los autobuses, haciendo planes sobre cómo empezar con buen pie la educación de Elfine. Vio que el reloj del Ayuntamiento marcaba las doce, y se dio cuenta de que aún disponía de media hora hasta que llegara su autobús. Era sábado por la mañana y la ciudad estaba abarrotada de gente que había venido desde las aldeas y granjas cercanas para hacer las compras del fin de semana; algunas personas ya estaban esperando el autobús, y Flora cruzó la Plaza del Mercado, dispuesta a unirse al grupo.
Pero entonces se percató de que alguien, un hombre, estaba intentando llamar su atención. Estaba más bien predispuesta a no mirarlo cuando algo en su indumentaria le resultó familiar; parecía uno de los Starkadder (eran tantos que le preocupaba, aunque no en exceso, no reconocer a alguno de ellos cuando se lo cruzara por la calle). Efectivamente, se fijó y era Harkaway. Acababa de salir del banco, en el que había estado ingresando las rentas semanales de la granja. Flora lo reconoció de inmediato y le dio los buenos días con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa.
Él le devolvió el saludo al estilo Starkadder, esto es, lanzándole una mirada suspicaz. Parecía como si ardiera en deseos de preguntarle qué demonios hacía ella en Beershorn. Flora decidió que si se atrevía a preguntárselo, desenvolvería el paquete de seda verde pálido que llevaba y lo agitaría en su cara en plena High Street.
Harkaway se detuvo frente a ella e interceptó su avance hacia la parada del autobús.
—Muy lejos andas de la granja —farfulló Harkaway.
—Y tú —replicó Flora. Estaba bastante contrariada.
—Sí, pero yo tengo cosas que hacer en Beershorn. Bajo todos los sábados a la mañana, durante todo el año, con Víbora. —Y sacudió la cabeza señalando a aquel animal grande y malhumorado, al que Flora veía ahora atado al carromato, a cierta distancia.
—Bueno. Yo vine en autobús.
Una sonrisa maliciosa y lenta se dejó entrever en el rostro de Harkaway. Era lobuno, osuno, zorruno. Hizo sonar algunas monedas en el bolsillo del pantalón. Parecía como si se estuviera revolcando en su propia autocomplacencia. Estaba satisfecho porque había bajado a Beershorn en el carromato y se había ahorrado el chelín que su abuela le daba todas las semanas para que pagara el billete de autobús.
—Ya, claro, en el autobús… —repitió alargando enormemente las sílabas.
—Sí, en el autobús. No hay otro hasta las doce y media.
—A lo mejor puedo llevarte a casa —sugirió Harkaway, tal y como Flora sospechaba. Su escasa inclinación a sentarse en el sudoroso y maloliente autobús luchaba a brazo partido con su escasísima inclinación a volver a casa con un Starkadder, pero finalmente el autobús salió perdiendo. Además, siempre estaba dispuesta a que se le diera la oportunidad de averiguar algo nuevo acerca de la vida privada de uno de los Starkadder. Y tal vez Harkaway pudiera contarle algo sobre Urk, que era el que supuestamente se iba a casar con Elfine.
—Sería muy amable por tu parte —dijo Flora, y ambos se encaminaron hacia el carromato.
Ella lo observó con aire pensativo mientras el carromato cruzaba veloz entre los setos. Flora se preguntó cuál sería su vicio particular. Apenas podía distinguirlo de Urk y Caraway, de Ezra, Luke y Mark. No importaba; probablemente conseguiría ordenar todos aquellos rostros con el tiempo en su mente.
Flora comenzó a darle conversación.
—¿Y cómo va el pozo? —Esto no significaba que a ella le importara lo más mínimo su respuesta.
—Se nos ha derrumbado todo. Es tremendo.
—¡Oh, cuánto lo siento! ¡Qué lástima! La última vez que lo vi estaba casi terminado. ¿Qué ocurrió?
—Fue Mark. Micah y él estaban discutiendo por ver quién pondría el último ladrillo, y todos nosotros estábamos alrededor de ellos esperando a ver quién le atizaba primero al otro. Y Mark empujó a Micah al pozo, y luego le tiró todos los ladrillos encima. ¡Anda, ríete tú! Estamos bien apañados.
—¿Y Micah se hizo… esto… quiero decir… se hizo mucho daño?
—Qué va… Mark se tiró detrás y lo sacó de allí. Lo malo fue que los ladrillos se echaron a perder.
—Claro. Una pena —comentó Flora.
Se vio notablemente sorprendida cuando Harkaway estalló de repente:
—¡Pues sí, una pena! Alguien en Cold Comfort haría bien en arrearla con un ladrillo en la cabeza. Yo nombres no digo, pero sé bien lo que tengo aquí en la mollera.
Las monedas volvieron a tintinear ligeramente en su bolsillo. La sonrisa osuna asomó a sus labios.
—¿Quién? —preguntó Flora.
—Ella… la vieja dama. Mi tía abuela. Nos tiene bien amarrados. —E hizo resonar de nuevo las monedas.
—Ah, sí, mi tía.… —dijo Flora con aire meditabundo. Comparado con los otros, le pareció que resultaba bastante fácil conversar con Harkaway. Además, no parecía especialmente huraño—. No puedo comprender —añadió— por qué no os rebeláis contra ella. Supongo que será porque ella tiene todo el dinero.
—Claro… Y, además, está loca. Si cualquiera de nosotros abandonara la granja, se volvería más loca todavía. Sobre nosotros caería una terrible desgracia. Tenemos que mantener a la jefa de la familia viva y con la cabeza sobre los hombros. Siempre ha habido Stark…
—Sí, ya sé, ya sé… —dijo Flora apresuradamente—. Siempre ha habido Starkadders en Cold Comfort Farm, ya lo sé. Eso debe de resultarle muy cómodo, ¿no crees? Pero, realmente, Harkaway, de verdad creo que hacer que hombres hechos y derechos no puedan casarse con la joven que ellos elijan es llevar la autoridad un poco demasiado lejos…
Harkaway dejó escapar una risa breve, lo suficiente para desanimar a Flora; temía que fuera a contarle uno de los típicos chistes de granja. Pero, de modo mucho más sorprendente, él dijo:
—Qué va, qué va… Algunos de nosotros se han casado muy bien. Pero no podemos permitir que la vieja vea a ninguna de nuestras mujeres, o se volvería completamente loca. Las mujeres de los Starkadder guardan las distancias. Ellas viven abajo en el pueblo y sólo suben cuando hay una fiesta familiar o cuando la vieja baja las escaleras. Ahí está la Susan de Micah, la Phoebe de Mark, la Prue de Luke, la Letty de Caraway y la Jane de Ezra. Urk está todavía soltero. Y yo… bueno, yo tengo mis propios problemas.
Flora habría querido preguntarle cuáles eran esos problemas, pero temió que aquella pregunta pudiera desencadenar una oleada de embarazosas confidencias. A lo mejor es que estaba enamorado de la señora Beetle. En todo caso, lo que había dicho era tan sorprendente que lo único que podía hacer Flora era abrir los ojos asombrada una y otra vez.
—¿Y me estás diciendo que todas esas mujeres viven abajo en el pueblo? ¿Las cinco mujeres?
—Seis mujeres —corrigió Harkaway en voz baja—. Sí, bueno, es que hay.… otra. Rennet; la pobre está algo chalada.
—¿Ah, sí? ¿Y qué relación tiene con las otras?
—Es la hija de Susan, la de Micah, de su primer matrimonio. De su matrimonio con Mark, quiero decir; y Mark es hermanastro de Amos, que es primo de Micah. Es todo un poco lioso. Sí, pobre Rennet…
—¿Qué… qué le pasa? —preguntó Flora, tartamudeando. Estaba terriblemente abatida ante la noticia de que había una horda completa de mujeres Starkadder de las que ni siquiera tenía noticia. Parecía como si la tarea que se había impuesto fuera demasiado para ella.
—Rennet fue rechazada por Mark Dolour, hará diez años. Nunca se casó. Como si dijéramos, se le fue la cabeza. Algunas veces, cuando la parravirgen viene un poco cargada, la pobre va y se tira a un pozo. Sí, y un par de veces van que ha intentado estrangular a Meriam, la criada a jornal. Es la Naturaleza, como si dijéramos, que le avinagra la sangre.
Flora se sintió realmente reconfortada cuando el carromato se detuvo a las puertas de la granja. Ya no quería oír nada más. Le pareció que no le sería posible rescatar a Elfine y, además, a Susan, Letty, Phoebe, Prue, Jane y Rennet. ¡Maldita sea.…! Aquellas mujeres tendrían que arreglárselas solas. Ella se ocuparía de rescatar a Elfine, y en cuanto lo consiguiera, intentaría mantener una conversación con la tía Ada, pero más allá de eso, no podía prometer nada.
Durante las tres semanas siguientes estuvo tan ocupada con Elfine que no tuvo tiempo de preocuparse de las mujeres ignotas de los Starkadder.
Pasó la mayor parte de su tiempo con Elfine. Al principio temió que alguien pudiera inmiscuirse, e intentó evitar los largos paseos que Elfine y ella daban cada mañana hasta las colinas más altas de los Downs, así como las veladas vespertinas en el pequeño saloncito verde de Flora. Esas costumbres eran perfectamente inocentes, pero eso no era un argumento suficiente para que los Starkadder no pretendieran impedírselo. No: tal vez sería precisamente la absoluta inocencia de aquellas actividades lo que propiciara que se pusiera en marcha la enorme y virulenta maquinaria de los Starkadder. Porque ésa es una peculiaridad de las personas que tienen una vida emocionalmente rica y que (como suele decirse ahora) «viven intensamente y de un modo furiosamente poético»: que hacen todo tipo de interpretaciones a partir de las acciones más sencillas; especialmente a partir de las acciones de esas otras personas que no viven tan intensamente y de un modo tan furiosamente poético. Por eso una puede encontrar a estos espíritus literarios llorando apasionadamente en la cama y, encima, tienes que aguantar que te digan que tú —y sólo tú— eres la culpable de lo que pasa porque dijiste aquella cosa horrible a la hora de comer… O se preguntarán por qué te gusta tanto ir a los conciertos de música: algo habrá en esos conciertos que no se aprecia a simple vista…
Así que, por lo regular, las primas salían a escondidas para dar un paseo, cuando no había nadie husmeando cerca.
Flora había aprendido, por experiencia, que debía pedir permiso a los Starkadder si quería bajar a Beershorn o si (como hizo más o menos una semana después de su llegada) le entraban ganas de comprar un tarro de mermelada de albaricoque para el té. En esa ocasión se había encontrado a Judith tendida boca abajo en los surcos del Ticklepenny’s Corner, llorando. Cuando le preguntó, Judith había dicho que podían hacer todos lo que les apeteciera, con tal de que la dejaran allí sola con su penas. Flora entendió que con aquella generosa declaración venía a decir que se tenía que pagar ella misma la mermelada.
Y así lo hizo; pero en términos generales gastaba muy poco dinero en Cold Comfort, de modo que contaba casi con ochenta libras para gastárselas en Elfine. Decidió que subirían juntas a Londres el día previo al baile y le compraría un vestido y le haría un corte de pelo adecuado.
Estaba encantada de poder gastarse ochenta libras en Elfine. Si conseguía que Dick Hawk-Monitor le hiciera una proposición a Elfine, el compromiso podría considerarse un éxito ante los Starkadder. Sería un triunfo del Sentido Común de índole Superior sobre la tía Ada Doom. Sería una victoria para la filosofía vital de Flora sobre la inconsciente filosofía vital de los Starkadder. Sería como un espléndido ciervo caminando con gesto altivo por un campo arado.
A lo largo de aquellas tres semanas, Flora forzó la educación de Elfine del mismo modo que un jardinero fuerza hábilmente el crecimiento de las flores en su invernadero. La tarea era difícil, pero podría haber sido peor. Las peculiaridades de Elfine en lo tocante a vestuario, aspecto personal y comportamiento se debían únicamente a lo juvenil de sus preferencias. Durante años ningún adulto se había hecho cargo de ella, y por tanto resultaba imposible que sus gustos hubieran madurado. No sería difícil arrancar de raíz semejantes rarezas. Bastaba con que se le mostrara algo mejor. Por lo demás, la muchacha sólo tenía diecisiete años y era bastante dócil; cuando Flora logró retirar de ella la corteza de bárbolas de San Francisco de Asís, descubrió en el fondo a una muchachita honesta, capaz de amar profunda y sosegadamente, amable y de dulce carácter, y enamorada de las cosas bonitas.
—¿Y siempre has admirado tanto a San Francisco de Asís? —preguntó Flora, mientras se encontraban ambas sentadas en el saloncito verde, una tarde lluviosa, hacia el final de la primera semana de instrucción—. Me refiero a… es decir, ¿quién te habló de él…? ¿Y quién te enseñó a vestir con esa ropa tan llamativa?
—Yo quería ser como la señorita Ashford. El pasado verano llevó el Blue Bird’s Cage en Howling durante un mes o dos. Fui allí a tomar el té una o dos veces. Fue muy amable conmigo. Solía llevar ropa preciosa… Es decir, quiero decir que.… no era ropa que tú llamarías preciosa, pero a mí me gustaba. Tenía un batín…
—Bordado con violetas —dijo Flora resignadamente—. Y apostaría a que llevaba una diadema de conchitas en el pelo y un colgante de plata hecho a mano con una pequeña pieza de esmalte azul en el centro. ¿Y a que cultivaba hierbas?
—¿Cómo lo sabes?
—No importa. Lo sé. Y fue ella la que te habló del Hermano Viento y del Hermano Sol y del viento en el brezal, ¿no?[27]
—Sí… Tenía un retrato de San Francisco dando de comer a los pajaritos. Era precioso.
—Y tú querías ser como ella, ¿no es así, Elfine?
—Oh, sí… Ella nunca pretendió que yo fuera como ella, desde luego, pero yo sí quería. Solía imitar su forma de vestir…
—Sí, bueno, eso ya da igual. Sigue con la lectura.
Y Elfine volvió obediente a la lectura en voz alta: se trataba de un artículo titulado «Nuestra vida cotidiana», que había sacado del número de abril del Vogue. Cuando terminó, Flora le enseñó, página a página, un ejemplar de Chiffons, que estaba dedicado a la descripción y diseño de artículos de lencería. Flora señaló cómo la belleza de aquellos encantadores camisones y combinaciones residía en sus líneas sencillas y sus delicados bordados; y cómo todo aquel burdo romanticismo del que se habló antaño se había desechado por completo, o bien se expresaba únicamente en un pliegue o en un toque de tejido. Luego le mostró cómo la misma delicadeza podía encontrarse en el estilo de Jane Austen o en una pintura de Marie Laurencin.[28]
—Ésa es la clase de belleza —dijo Flora— que debes aprender a buscar y a admirar en tu vida cotidiana.
—Me gustan los camisones y leer Persuasión —dijo Elfine—. Pero ese artículo sobre «Nuestra vida» no me gusta mucho, Flora. Todo resulta un poco alocado, ¿no?, y sólo pretende decirte lo bonito que es todo.
—Vamos… No pretendo que descubras en «Nuestra vida cotidiana» una filosofía de vida. Sólo quería que lo leyeras porque tendrás que encontrarte con personas que hacen ese tipo de cosas, y no debes, bajo ningún concepto, parecer una perfecta ingenua y asombrarte cuando te las encuentres. Si te apetece, puedes despreciarlas en secreto. Tampoco debes hablar sobre Marie Laurencin con esos aristócratas a los que les gusta la caza. Ellos simplemente pensarán que se trata de una yegua nueva que te has comprado. No. Te cuento todo esto para que puedas observar algunas normas de conducta, de carácter personal, con las cuales puedas comparar en tu fuero interno los diversos acontecimientos y los diferentes tipos de personas que te encontrarás cuando te adentres en tu nueva vida.
No le dijo nada sobre El sentido común de índole superior, pero de tanto en tanto le citaba uno de sus pensées, y decidió ofrecerle, como regalo de boda, la excelente traducción que de dicho libro había hecho H. B. Mainwaring.
Elfine progresó adecuadamente. Su encanto natural y los sabios consejos de Flora se entrelazaron y se conjugaron naturalmente. Sólo tuvieron una pequeña disputa a propósito de la poesía. Flora advirtió a Elfine que si quería casarse en el condado no debería escribir más poesía.
—Yo creía que la poesía era suficiente —dijo Elfine—. Quiero decir que.… Yo pensaba que la poesía era tan hermosa que si encontrabas a alguien y te enamorabas de él, bastaba con decirle que escribías poemas para que él te amara también…
—Todo lo contrario —sentenció Flora con firmeza—. La mayoría de los hombres jóvenes se espantan cuando se enteran de que una joven escribe poesía. Admitir que una escribe poesía, unido a un corte de pelo descuidado y un modo de vestir excéntrico, puede resultar casi fatal.
—Pues escribiré poesía en secreto, y la publicaré cuando tenga cincuenta años —dijo Elfine con aire rebelde.
Flora levantó las cejas con indiferencia, y decidió que volvería al ataque cuando Elfine se hubiera arreglado bien el pelo y tuviera ya su ropa nueva.
Se adentraron ambas en la tercera semana de instrucción femenina con esperanzas renovadas. Al principio, Elfine se había mostrado desconcertada y completamente desdichada en lo tocante a los nuevos mundos que Flora le desvelaba. Pero, a medida que se acostumbraba a ellos y le fue cogiendo cariño a Flora, se sintió más contenta y floreció como una peonía. Confirmaba todas las esperanzas que Flora había depositado en ella; e incluso el animoso espíritu de Flora se mostró un tanto temeroso ante lo que podría acontecer si aquellas esperanzas no se vieran plenamente confirmadas: Elfine se convertiría en un amasijo de ruinas confusas y terreno baldío.
¡Pero se verían confirmadas! Flora decidió escribir a su aliado principal, Claud Hart-Harris. Lo había escogido como acompañante para el baile de los Hawk-Monitor —en vez de a Charles— porque pensó que necesitaría concentrarse a fondo para que ella misma y Elfine pudieran mantenerse alerta a lo largo de toda la noche; además, si Charles era su acompañante, Flora tendría que estar más pendiente del interés que suscitaba la propia relación personal que tenía con él, y de la posible existencia de ofrecimientos no pronunciados, que de Elfine; en fin, todo aquello podría distraer su atención y quizás confundir un poquito sus razonamientos.
Claud había escrito para decirle a Flora que probablemente la invitación llegaría alrededor del 19 de abril. Así que la mañana de aquel día 19 bajó a la cocina a desayunar con una agradable sensación de nerviosismo no exento de esperanza.
Eran las ocho y media de la mañana. La señora Beetle había terminado de fregar el suelo y estaba sacudiendo el felpudo en el patio, inundado de sol. (A Flora siempre le sorprendió ver que el sol pudiera brillar en el patio de Cold Comfort; tenía la sensación de que el ambiente de la casona era suficiente para cortocircuitar los rayos justo en el exterior de los muros).
—¡Buenos días! —graznó la señora Beetle, tras lo cual añadió que se las arreglarían bastante bien con que lo fueran sólo un poco.
Flora aceptó los saludos con una sonrisa, y cruzó la cocina hasta la alacena para coger su pequeña tetera verde (un regalo de la señora Smiling) y la lata de té chino. Se asomó para echar un vistazo al patio y se alegró al ver que ninguno de los varones Starkadder rondaba por allí. Elfine había salido a dar un paseo. Judith probablemente estaba llorando desesperada sobre su cama, mirando con ojos plomizos el techo en el que las primeras moscas del año estaban comenzando a dar vueltas y a zumbar monótonamente.
De repente, el toro bramó con su mugido áspero y granate. Flora se quedó quieta, con la tetera en la mano, y miró pensativamente al otro lado del patio, hacia el establo.
—Señora Beetle —dijo con severidad—, creo que habría que sacar al toro de ahí. ¿Podría ayudarme? ¿Le dan miedo los toros?
—Sí —dijo la señora Beetle—. Me dan miedo los toros. Así que mejor que no lo saque de ahí, señorita, a no ser que quiera que me quede aquí hasta la medianoche. Ni por todo el oro del mundo, señorita Poste: no saldría aunque eso me matara.
—Podemos sacarlo por la puerta con la horca, o como se llame eso —sugirió Flora, señalando la herramienta que permanecía colgada por dos ganchos al lado del establo.
—No, señorita —dijo la señora Beetle.
—Bueno, pues abriré la cancela e intentaré que salga —dijo Flora, que tenía un miedo horroroso de los toros, y de las vacas también, en realidad—. Usted agítele el delantal para que salga, señora Beetle, y grite.
—Sí, señorita. Subiré y me asomaré por la ventana de su habitación —dijo la señora Beetle—, y le gritaré al toro desde allí. El sonido llegará mejor desde la ventana…
Y se metió para dentro como un rayo antes de que Flora pudiera detenerla. Unos instantes después Flora la oyó gritar y chillar desde la ventana que había en el piso superior de la casona.
—¡Vamos, señorita Poste, ya estoy aquí!
Flora estaba bastante asustada. La situación parecía haberse desarrollado mucho más deprisa de lo que ella misma habría podido imaginar. Estaba sencillamente aterrorizada. Se quedó allí, paseando inútilmente de un lado para otro con la tetera en la mano, e intentando recordar todo lo que había leído a propósito de los toros. Atacaban a las cosas rojas. Bueno, al menos no la embestiría a ella: aquella mañana iba de verde. También había leído que eran bestias de tendencias salvajes, especialmente en primavera (estaban a mediados de abril, y los árboles estaban ya verdeando). Te podían cornear…
Gran Negocio volvió a mugir. Era un sonido áspero y lúgubre; pudo distinguir antiguos lamentos y bramidos podridos en aquellos mugidos. Flora cruzó el patio y empujó la cancela que daba a los anchos campos frente a la granja, y la ató para que permaneciera abierta. Entonces descolgó la horca o comoquiera que se llamase aquel artefacto, y, situándose a una cómoda distancia del establo, retiró el tranco con la herramienta, y vio cómo el portón se balanceaba lentamente y se abría.
Y entonces apareció Gran Negocio. La cosa fue bastante menos espectacular de lo que Flora había supuesto. Durante unos instantes el toro permaneció allí, un tanto desconcertado por la luz, balanceando su gran cabezota como un estúpido. Flora no se movió.
—¡Eeeeeh, eeeeh, toro! ¡Vamos, vamos, pedazo de animal! —chilló la señora Beetle.
El toro avanzó por el patio, aún con la cabeza gacha, y cruzó la cancela. Flora lo siguió con precaución, con la horca en ristre. La señora Beetle le gritó que por el amor de Dios que tuviera cuidado. En un momento dado, Gran Negocio se volvió hacia ella, y Flora hizo un movimiento resuelto con la horca. Entonces, para su alivio, el toro cruzó la cancela de la granja y se adentró en el prado; entonces ella cerró la cancela y la atrancó antes de que el animal tuviera siquiera tiempo de darse la vuelta.
—¡Ole, ole! —gritó la señora Beetle, reapareciendo por la puerta de la cocina veloz como un director de periódico que le explicase a su candidato favorito por qué había fracasado en unas elecciones regionales—. ¡Ya se lo dije, ya se lo dije!
Flora volvió a colocar la horca en los clavos del muro, y regresó a la cocina para desayunar. Eran ya las nueve. El cartero llegaría en cualquier momento.
Así que se sentó a desayunar en un lugar desde el que poder atisbar por la ventana el camino que subía hasta la granja. No quería que ninguno de los Starkadder se apoderara del correo antes de que ella hubiera comprobado si el cartero traía la invitación para el baile de los Hawk-Monitor.
Pero, para su consternación, exactamente en el preciso momento en que la figura del cartero aparecía por el recodo del camino que bordeaba la colina para dirigirse hacia la granja, distinguió junto a él a otra persona. Flora levantó la mirada por encima de la taza para ver quién podía ser. Se trataba de alguien que caminaba con una ristra de conejos y faisanes muertos colgando alrededor del cuello, así que era difícil averiguar quién era. La figura se detuvo, le dijo algo al cartero y Flora vio que algo blanco pasaba de la mano del funcionario de correos a la del cazador. El Starkadder aderezado con la guirnalda de conejos muertos, quienquiera que fuese, se le había adelantado. Flora mordió contrariada un pedazo de tostada y continuó observando la figura que se acercaba. Pronto se aproximó lo suficiente para comprobar que se trataba de Urk.
Flora estaba desconcertada. Era lo peor que podía haber ocurrido.
—Se le alegra a una el día, ¿verdad?, ver venir a alguien con todos esos bichos muertos colgando alrededor del cuello —observó la señora Beetle, que ya se disponía a subirle una bandeja con comida a la señora Doom—. Y mañana igual, y por lo que sé, al otro también. Cualquier día se presenta aquí con una cámara frigorífica para conservar pieles.
Urk abrió la puerta de la cocina y entró lentamente en la estancia.
Había estado cazando conejos. Sus estrechos orificios nasales estaban ligeramente distendidos ocupados en inhalar el sanguinolento aroma de las diecisiete piezas que le colgaban del cuello. Sus pieles heladas le cepillaban las manos ligeramente y de modo suplicante, como si estuvieran elevando pequeños ruegos de piedad, y las plumas embarradas de cinco faisanes que colgaban de la cartuchera, alrededor de la cintura, se restregaban contra las perneras de los pantalones. Urk notó que el peso de los veinticinco animales muertos que cargaba (puesto que había también un par de musarañas asomando por el bolsillo de su pechera) acabaría hundiéndolo, como si se tratara de raíces pesadas y espesas, en el mismísimo suelo. Estaba hastiado con la caza, como un león tumbado sobre el cuerpo de un hipopótamo y con la boca llena.
Urk sostuvo las cartas delante de sí, mirándolas con los ojos entrecerrados. Flora vio, con un ataque de indignación, que su pulgar había dejado una huella rojiza en un sobre en el que se adivinaba la elegante caligrafía de Charles.
Aquello era de todo punto intolerable. Se puso en pie rápidamente, tendiendo la mano hacia él.
—Mis cartas, por favor —dijo secamente.
Urk las lanzó sobre la mesa, hacia ella, pero se quedó con una en la mano, volviéndola con curiosidad para mirar el escudo señorial que adornaba la parte superior del revés del sobre. («¡Oh, Dios mío!», pensó Flora).
—Creo que ésa es para mí también —dijo Flora.
Urk no contestó. La miró, luego volvió a observar la carta, y finalmente clavó la mirada en Flora de nuevo. Cuando se decidió a hablar, su voz fue un gruñido gutural.
—¿Quién te escribe a ti desde Howchiker?
—María, la reina de Escocia. Gracias —dijo Flora con un deplorable descaro, y le arrebató la carta de la mano. Se la metió en el bolsillo de la chaqueta y se sentó a acabar de desayunar. Pero el gruñido grave y gutural quebró de nuevo el silencio.
—¿Te crees muy lista, verdad? Te crees que no sé lo que está pasando… Con esos libros de Londres y todas esas bobadas. Pues me vas a escuchar. Es mía, ya te lo digo: ¡mía! Es mi mujer, lo mismo que la gallina para el gallo, y nadie me la va a quitar, ¿te enteras? Se me prometió el mismo día en que nació; su propia abuela me la prometió. Yo le puse una cruz de sangre de ratilla de agua en el biberón cuando no tenía ni una hora de vida, para que todos supiesen que era mía, y se lo puse delante para que lo viera y para que supiera que me pertenecía. Y todos los años desde entonces, el día de su cumpleaños, la subo a Tickiepenny’s Corner y nos asomamos al viejo pozo hasta que vemos una de esas ratas de agua, y entonces le digo a ella, digo: «Recuerda». Y ella lo único que dice es: «¿Qué, primo Urk?». Pero ella bien que lo sabe, a qué me refiero. Lo sabe. Cuando las ratas de agua se apareen bajo las flores de los zarzales este verano, entonces la haré mía. Dick Hawk-Monitor… ¿quién es ése? ¡Un niñato! ¡Un señoritingo! Jugando a los caballitos con su chaquetita roja, tal como hizo su papá antes que él. Me he reído de ellos así de veces… Idiotas. Las ratas de agua y yo, vaya que sí, podemos esperar pacientemente para conseguir lo que es nuestro. Así que hazme caso a lo que te digo, señorita: Elfine es mía. No me importa que esté un poco por encima de mí —y en ese punto su voz se debilitó de tal modo que la señora Beetle meneó la cabeza y chistó y dijo algo como «Uyuyuyuy…»—, porque a un hombre le gusta que su pieza sea un poco delicada. ¡Pero es mía.…!
—Vale, ya te he oído —dijo Flora—; ya lo has dicho antes.
—… y que Dios ayude al hombre o a la mujer que intente arrebatármela. Las ratas de agua y yo… la traeremos de vuelta a casa.
—Eso que tienes alrededor del cuello… ¿son ratas de agua? —preguntó Flora con verdadero interés—. No las había visto nunca. ¡Cuántas has cazado de una tacada!
Urk le dio la espalda, con un movimiento peculiar, contenido, cauteloso, fugaz, y salió de la cocina sin hacer ruido.
—Bueno, no me lo puedo creer… —dijo la señora Beetle en voz alta—. ¡Vaya genio que tiene…!
Flora admitió tranquilamente que así era, pero se convenció de que debía llevarse a Elfine a la ciudad sin tardanza, mejor ese día que al día siguiente, tal y como había planeado.
Flora había pensado que bastaba con llevar a Elfine a Londres el día anterior al baile, pero ya no había tiempo que perder. Si Urk sospechaba que estaban invitadas al baile, probablemente trataría de impedir que Elfine asistiera. Debían asegurar el vestido y el peinado de Elfine, a toda costa. Era vital que partieran de inmediato. Se levantó, dejando el desayuno a medias, y subió corriendo las escaleras para dirigirse a la habitación de Elfine. La encontró allí: acababa de llegar de su paseo matutino.
Rápidamente Flora le dijo que había cambio de planes y que se preparara de inmediato mientras ella bajaba para intentar encontrar a Seth y pedirle que las llevara a la estación. Aún estaban a tiempo para coger el tren de las diez cincuenta y nueve hacia Londres.
Seth estaba apoyado en la valla que rodeaba el prado, observando con gesto hosco a Gran Negocio, que andaba trotando por allí, dando vueltas y mugiendo.
—Alguien ha soltado al toro —dijo Seth, señalándolo.
—Ya lo sé. Lo hice yo. Y bastante rápido, además —dijo Flora—. Pero eso no importa ahora. Seth, ¿puedes llevarnos a Elfine y a mí a Beershorn? Tenemos que coger el tren de las diez cincuenta y nueve.
Adornó su petición con una voz encantadora y amable. Pero la rubicunda llama que ardía perpetuamente en el novelesco Seth adivinó un matiz de alarma en la melodiosa voz de Flora. Además, él también estaba deseando ir al baile de los Hawk-Monitor, y comprobar si se parecía de verdad a la escena del baile de Pezuñas plateadas, el espectacular drama sobre la vida campestre inglesa que la Intro-Pan-National había producido un par de años antes. Supuso que Flora se llevaba a Elfine a Londres para comprarle un vestido. No quería que nada interfiriera en los preparativos para el baile.
—¡Pues claro! —dijo. Y se alejó con grandes zancadas, avanzando con su extraña elegancia animal para ir a sacar la calesilla.
Adam apareció a la puerta de la vaquería, donde había estado ordeñando a Desgarbada, Ociosa, Casquivana, Desnortada y Furia. Su avejentado cuerpo se encorvaba como una rama de zarzal sobre los llamativos resplandores de brotes leñosos que comenzaban a surgir entre las ramas de un castaño que colgaban sobre el patio.
—Eh, eh… Alguien ha soltado al toro —dijo—. Es terrible… Yo… yo… Hay que calmar a la Casquivana. No se encuentra bien. ¿Quién lo ha soltado?
—Fui yo —dijo Flora, abrochándose el cinturón de su abrigo.
Y entonces se oyeron unos gritos lejanos procedentes de la parte de atrás de la granja, donde Micah y Ezra estaban ocupados intentando colocar la polea que sujetaba el cubo sobre el pozo.
—¡Que se ha escapado el toro!
—¿Quién ha soltado a Gran Negocio?
—¿Quién lo ha soltado?
—¡Ay, Dios mío, es terrible!
Flora había estado escribiendo en una hoja de su agenda de bolsillo. Se la dio a Adam y le ordenó que la pinchara en la puerta de la cocina donde todos pudieran verla cuando entraran corriendo en el patio. La hoja decía:
LO HICE YO.
F. POSTE
El carromato apareció en el patio con Víbora entre los dos tiros y con Seth sujetando las riendas, en el preciso instante en que Elfine, luciendo una deplorable capa azul, entraba por la puerta de la cocina.
—Vamos, querida. No tenemos tiempo que perder —gritó Flora, subiendo los peldaños del carruaje.
—¿Quién ha soltado al toro? —bramó Reuben, plantado junto a las pocilgas, donde había estado asistiendo al parto de una marrana que, Dios lo sabe, tenía suficiente experiencia como para poder parir sola, pero a la que le encantaba ser una consentida.
Flora señaló en silencio la nota que se había clavado en la puerta de la cocina. Seth ordenó con un gesto a Adam que abriera la cancela del patio, y Adam obedeció.
—¿Pero quién ha soltado al toro? —gritó Judith, sacando la cabeza por una ventana del piso superior. Lo mismo preguntó Amos, que apareció por sorpresa en la puerta del gallinero, donde llevaba un rato recogiendo huevos.
Flora esperó que todos ellos vieran la nota y su curiosidad quedara plenamente satisfecha. De lo contrario, todos comenzarían a echarse las culpas unos a otros, y cuando ella regresara a la casa reinaría un ambiente pendenciero que resultaría de lo más desagradable.
Pero ya habían partido. Seth azuzó a Víbora en los ijares y la carreta se alejó. Cuando cruzó la cancela del patio, Flora reprimió sus deseos de quitarse el sombrero y hacer una leve reverencia a uno y otro lado, como una actriz en el teatro. Sintió que alguien debería haber gritado en una explosión de fidelidad: «¡Que Dios bendiga a la joven ama!».